El bacalao empanado, servido con puré de patatas e ingerido a toda prisa, mezclado con las incontables tazas de café recalentado y las galletas de canela y pimienta, engullido todo ello durante la mañana, le había dejado un gusto rancio en la boca. Tell tenía intención de servirse una taza más cuando comprobó con enojo que alguien había retirado la cafetera de la cocina. A cambio, habían colocado en el pasillo un aparato enorme como un navío, a través del cual parecía poderse adquirir un sinnúmero de bebidas diversas. De la mayoría de ellas ni siquiera había oído hablar.
—Macchiato vanilla. ¿Qué coño es eso?
Renée Gunnarsson, una de las imprescindibles administrativas, apareció justo en ese momento y le dio unos golpecitos en la espalda al pasar.
—¿No estás al día, Christian? Tú que eres urbanita y todo, ¿es que no vas de cafeterías?
—Está claro que hace mucho que no —masculló Tell pulsando un botón al azar. Café au lait no podía resultar una catástrofe. La máquina empezó a moler, en sentido literal, y terminó el proceso con un prolongado silbido en tanto que la leche espumosa cubría como una manta la superficie hasta el borde de la taza de papel.
—¡Por fin una máquina de café de verdad! —los ojos de Karin Beckman brillaban como los de un niño en Nochebuena. Enseguida se puso a repasar las distintas opciones—: Café Chocolat, Café Mint, Café au lait, Café Crème, Macchiato, Latte…
—¿Y a eso lo llamas tú café de verdad?
Bengt Bärneflod se sumó así al grupo de los que, en distinto grado, admiraban la máquina de café. Tell le hizo un gesto de inusitado aprecio a su colega, algo mayor que él. Trabajaban juntos desde que Tell empezó en el grupo, hacía ya catorce años. Una súbita conciencia del paso del tiempo lo movió a darle un amistoso puñetazo en el hombro, que acompañó con una sonrisa forzada.
—¡Joder, Bengt! A ver, ¿quién quiere ser un retrógrado? ¡Por supuesto que nos tomamos un café au lait!
Bärneflod dio un sorbo e hizo una mueca de asco al percibir el sabor de química dulzona de la bebida.
—Pues mira, yo pienso ir ahora mismo a buscar nuestra vieja y fiel cafetera… Por cierto, ¿adónde mierda se la han llevado?
Bärneflod miró acuciante a Karlberg, que acababa de asomar la cabeza por la puerta de su despacho, como si fuese el responsable directo de la desaparición de la cafetera de siempre. Tell se aburrió enseguida de la discusión de partidarios y detractores del café au lait.
—Vale, oye, tenemos un caso de asesinato, por si no os habéis enterado. En la sala de reuniones, dentro de cinco minutos.
Dio una palmada impaciente, como un profesor de gimnasia, y se imaginó cómo todos alzaban la vista al cielo a su espalda, resignados, mientras él se alejaba. No había otro remedio, una de sus responsabilidades consistía en poner a trabajar al personal.
* * *
Diez minutos después, Karin Beckman colocaba su mano sobre la del comisario, para avisarle de su inconsciente pero sin duda irritante golpeteo con el lápiz. Tell estaba estresado, presa de una gran desazón, como siempre que iniciaban una investigación de asesinato.
Los colegas no habían dejado aún las bromas sobre la máquina de café y sus maravillas, ni tampoco la bolsa de bollos de canela que Karlberg había soltado en la mesa, un tanto avergonzado: al parecer, los había horneado él mismo, con su sobrina.
A la izquierda de Tell se hallaba Bengt Bärneflod, que parecía más cansado a medida que pasaban los días, Tell lo sorprendía de vez en cuando resolviendo crucigramas en el horario laboral: los escondía en el cajón del escritorio. Bengt se dejaba caer cada vez más a menudo con opiniones nada simpáticas sobre los inmigrantes. Siempre andaba diciendo que antes todo era mejor, «cuando uno podía cantar el himno nacional sin arriesgarse a ofender a nadie». Sin embargo, en raras ocasiones, por no decir nunca, se la veía tomar la iniciativa. Pero estaba bien contar con Bengt en las situaciones más críticas. La parsimonia que, por lo general, sacaba de quicio a Tell resultaba muy útil entonces, y con ella conseguía que el tipo más chalado se volviese si no razonable, al menos sí algo comunicativo.
A su lado estaba Andreas Karlberg, al que, a diferencia de Bengt, no se le conocía una sola opinión expresa sobre nada en absoluto. Era un joven ambicioso y bienintencionado, pero se comportaba por lo general como una veleta al viento: ni rastro de una opinión propia. Tell sabía que era injusto, pero, sencillamente, no podía evitarlo.
Karin Beckman tenía experiencia y había sido una prometedora policía judicial hasta que tuvo hijos, se decía Christian Tell con amargura; claro que jamás habría hecho gala de la incorrección política que suponía decirlo abiertamente. A las cinco en punto dejaba cuanto tenía entre manos y se marchaba a casa esgrimiendo alguna ley y remitiendo al sindicato. Además, sus dos hijas iban aún a la guardería y, día sí día no, Beckman se daba de baja por cuidado de hijo enfermo. Hubo temporadas en que Tell dejó de contar con ella por completo en el trabajo pero, desde un punto de vista optimista, a partir de ahora la cosa sólo podía ir a mejor —puesto que los niños crecen, claro—, y no creía que Beckman tuviese más. Ya había cumplido los cuarenta.
En cualquier caso, era una buena policía, cuando trabajaba. No le quedaba más remedio que admitirlo. Y útil en situaciones delicadas, en casos de mujeres maltratadas o donde había niños de por medio. Era una buena conocedora del género humano, una competencia psicológica que él no menospreciaba en absoluto. A veces se la echaba en falta en el Cuerpo. Y además, ya estaba a punto de terminar los estudios elementales de psicoterapia que, a petición propia y tras agotadora insistencia, había cursado los dos últimos años. Al grupo le vendría bien volver a contar con ella a jornada completa.
Sobre Michael Gonzales no había tenido tiempo de forjarse una opinión. Sólo llevaba en el grupo algo más de un año y no había participado en ninguna investigación importante. Gonzales era el único de los policías que se había criado y seguía viviendo en uno de los barrios con mayor representación en las estadísticas por su índice de criminalidad, según él mismo explicó en la entrevista de trabajo. Tell no fue seguramente el único en pensar, con cierto prejuicio, que el Cuerpo de Policía podría sacar partido de sus contactos y experiencias. Sin embargo, los contactos de Gonzales en el inframundo resultaron ser mínimos y, antes al contrario, el colega parecía un milagro de ingenuidad. Aunque llevaba un decenio disfrutando de la mayoría de edad legal, aún vivía con sus padres y no tenía, por el momento y a juzgar por lo que Tell había interpretado de sus declaraciones, la menor intención de mudarse. El servicio de intendencia que la señora de Gonzales le ofrecía era, en efecto, algo que él no estaba dispuesto a cambiar por una leonera de soltero con montañas de platos sin fregar y de ropa que lavar.
No obstante, parecía lo bastante inteligente y observador como para comprender que no podía esperar que lo tratasen como a un principito en otro contexto que no fuese la casa de su madre. Con una actitud reconciliadora de distanciamiento de sí mismo, les habló de cuando lo admitieron en la Escuela Superior de Policía: su madre, Francesca Gonzales, estuvo llorando una semana, de pura felicidad, hasta que las antipáticas de las vecinas la mandaron callar.
Tell sospechaba que la visión que el joven colega tenía de las mujeres era más igualitaria de lo que pretendía dar a entender pero, con independencia de que así fuese, Gonzales demostraba, sin duda, facilidad para aprender el oficio de policía judicial. Además, constituía un modelo ejemplar de actitud positiva, lo que no era de despreciar en una profesión como la suya.
El comisario dedicó otra vez a Karlberg una mirada reconciliadora. Era injusto llamarlo veleta. Más bien podía decirse que se movía por una sutil iniciativa, de un modo que, por recurrir al conocimiento que Tell había acumulado durante sus cuarenta y cuatro años, no suponía una amenaza para su ego. Karlberg trabajaba en silencio a partir de sus, por lo general, bien fundamentadas hipótesis, sin mayores alharacas.
En esto estornudó Karlberg con estruendo y, algo avergonzado, se limpió la nariz con el dorso de la mano.
Apoyada en el marco de la puerta estaba la comisaria jefe Ann-Christine Östergren, ese día, como todos, completamente vestida de negro: pantalones de terciopelo y jersey con cuello y polo negros, en fuerte contraste con su principal rasgo externo, su rizado cabello blanco que, como un cielo ensortijado, le coronaba el rostro surcado de arrugas. Östergren era una buena jefa, en eso estaba de acuerdo el grupo, aunque cada uno tenía una idea distinta de en qué consistía ser un buen jefe. La opinión comúnmente aceptada, no obstante, predicaba que era una mujer con saber y muchas tablas después de casi toda una vida profesional como policía y como mujer en un mundo de dominación masculina. Durante los seis o siete años que llevaba en su puesto, se había agenciado la profunda confianza de sus colaboradores, a pesar de los dimes y diretes que hubo en un principio, según los cuales su traslado se debía a una serie de conflictos irresolubles en su anterior puesto de trabajo.
Lo que más apreciaba Tell en ella era la confianza manifiesta que depositaba en sus subalternos, la capacidad de delegar tareas y responsabilidades sin sentirse obligada a controlar en todo momento y a corregir según su criterio. Entre Tell y Östergren existía un acuerdo tácito, a saber, que mientras él cumpliese bien con sus obligaciones y adoptase las medidas adecuadas, no tenía por qué correr a rendirle cuentas de cada paso que daba en una investigación. Y eso era lo que él quería.
Östergren se aclaró la garganta y, justo antes de que empezase a hablar, Tell observó que Beckman enarcaba las cejas en dirección a Renée Gunnarsson. Renée participaba en las primeras asambleas a fin de informarse de cómo pensaban orientar la investigación. Y lo hacía porque se contaba entre sus cometidos el de atender las posibles llamadas telefónicas de la prensa y de ciudadanos inquietos. Cuánto podían revelar y qué cuestiones se transmitirían después a los investigadores era competencia de Tell.
Gunnarsson alzó la vista al cielo en respuesta a la mirada de Beckman. Tell sospechó que el silencioso intercambio de opiniones afectaba al hecho de que Östergren se mantuviese de pie en la puerta, en lugar de sentarse a la mesa como el resto del grupo. Tell, que daba por sentado que su jefa tenía un motivo para ello, se enojó más bien con la actitud de Beckman y Gunnarsson. En lugar de criticar tan vanamente a Östergren, él entendía que deberían apoyar a una mujer que se movía en las esferas superiores de la jerarquía de dominio masculino del Cuerpo de Policía. Pero claro, ¿no solía ocurrir que las mujeres eran el juez más severo de su propio sexo?
—Vale, veamos. Como todos sabéis, se ha encontrado el cadáver de un hombre, asesinado, con toda probabilidad, en uno de los caminos rurales entre Olofstorp y Hjällbo. En Björsared, para ser exactos. Digo que con toda probabilidad porque estamos a la espera del informe del forense, pero teniendo en cuenta que le habían disparado en la cabeza, podemos dar por hecho que ésa fue la causa de la muerte. Además, seguramente después de haber sufrido los disparos, aunque esto también está por ver, lo atropellaron varias veces con un vehículo. Un turismo, quizá.
Östergren se quitó las gafas y las sostuvo un instante antes de limpiar una mancha de la lente con la manga del jersey.
—La zona corresponde al distrito policial de Angered y ya me he puesto en contacto con su jefe. Ha prometido apoyarnos en la medida de sus posibilidades con los recursos humanos que precisemos, además de con sus conocimientos de la comarca. Por desgracia, parece que en su comisaría están a tope… con un puñado de incendios provocados y con el… boom de las últimas semanas de los robos a chalets. De ahí que hayamos acordado que, en lugar de mandarnos a un colega fijo, irán ayudándonos de forma continuada cuando nos haga falta. Para empezar, colaboraremos en las cuestiones rutinarias: los sondeos de casa en casa, la comprobación de crímenes similares, los permisos del loquero, en fin, ya sabéis a qué me refiero —señaló a Tell con un gesto—. Iréis informando a Christian Tell de la marcha del trabajo. Haremos el seguimiento con todo el grupo el lunes que viene, o cuando Christian lo proponga. Bueno, de eso puedes hablar tú mismo, así que te cedo la palabra.
La comisaria jefe se puso las gafas y se marchó con una sonrisa algo seca en los labios. Y sin poder decir exactamente por qué, también Tell creyó advertir cierta actitud ausente poco característica de ella. Se preguntó por un instante si le habría ocurrido algo en su vida privada, aunque desechó la idea enseguida. No había lugar para especulaciones al respecto en aquellos momentos, y Ann-Christine Östergren no era una persona a la que se le pudiera entrar a saco. En todo caso, si quería hablar, tendría que tomar la iniciativa ella misma.
—O sea, tenemos a un tipo muerto, ejecutado y atropellado con un vehículo. Según el censo, en esa dirección viven una tal Lise-Lott Edell y un tal Lars Waltz, pero aún no hemos podido localizarlos y nadie ha aparecido por la finca. Hemos constatado que la casa está vacía; esperamos que una inspección más exhaustiva nos permita saber dónde se encuentran y cómo ponernos en contacto con ellos. Karlberg, tú vendrás conmigo después de la reunión. Esto… nada menos que dos son las compañías registradas a nombre de Lise-Lott Edell; en primer lugar, una tienda de tejidos en Gråbo, y además, la empresa Thomas Edell, taller y desguace. Y esta segunda actividad empresarial se desarrolla en la finca.
Un segundo estornudo espantoso de Karlberg dio un susto de muerte a Bärneflod que, distraído, garabateaba dibujos psicodélicos en su bloc escolar. Karlberg no tenía buen aspecto en absoluto, observó Tell, que se las había ingeniado para ignorar el resfriado del colega en los últimos días. Pero ya era imposible no advertirlo: la nariz de Karlberg brillaba roja como un faro y en sus ojos se extendía una fina red de vasos sanguíneos. A Beckman le faltó tiempo para, de una manera muy poco diplomática, traducir en palabras las reflexiones de Tell.
—¡Joder, Andreas, qué pinta tienes! ¿No deberías estar en la cama?
Karlberg se encogió de hombros en un gesto que podía significar cualquier cosa. Era lo mejor si quería evitar una discusión que hacía hervir la sangre a todos.
Por un lado estaban los que acudían al trabajo cualquiera que fuese el estado en que se encontraban. Como motivo para ello podía aducirse un ambicioso espíritu de trabajo, claro, pero también cuestiones como los salarios policiales, los días de carencia y las dificultades económicas en general o incluso, si se quiere, la tacañería. Y luego estaban los que, teniendo en cuenta los riesgos de contagio y mirando por sus colegas, optaban por quedarse en casa. Las divergencias al respecto habían ido perfilándose con el tiempo hasta convertirse en una cuestión de principios.
Karlberg se abrigó mejor con el forro polar y aceptó agradecido el paquete de pañuelos que Beckman le hizo llegara empujoncitos por encima de la mesa. Tell dio un trago de su café dulzón antes de proseguir leyendo tal cual lo tenía escrito.
—Entre tanto, podemos trabajar con la hipótesis de que el que yace en la explanada es Lars Waltz. Tened en cuenta que se trata de una hipótesis, la víctima no llevaba encima ningún documento de identidad, de modo que también podría ser un empleado. Esto… debería decir que yacía en la explanada. Ya se lo hemos llevado a Strömberg y tendremos un informe oral en cuanto él sepa algo. Ah… y no es preciso que os diga que el caso tiene en estos momentos la máxima prioridad —hizo una pausa y se rascó la cabeza—. Empezaremos a preguntar de casa en casa cuanto antes, junto con la policía de Angered. Beckman puede encargarse de eso, llévate a Gonzales. El camino de gravilla discurre como un arco en paralelo a la carretera principal.
Ilustró sus palabras subrayándolas con el dedo, sobre la mesa, y concluyó con un golpe de nudillos.
—Id a todas las casas de ambos lados de la carretera principal. Es posible que nos toque volver a pasarnos cuando Strömberg nos haya revelado la hora exacta de la muerte, pero no hará daño preguntarle a la gente dos veces. La primera se amedrentan tanto que no pueden pensar con claridad. Además, quiero empezar ya.
Bärneflod estaba dibujando monigotes en la agenda cuando sintió que Tell lo miraba.
—Bengt, tú mantendrás las posiciones mientras no dispongamos de nada más sobre lo que trabajar, hasta que se pronuncie la Científica. Sigue buscando a los implicados en el meollo, todo lo que puedas encontrar. En cuanto tengas algo concreto, clasifica: parientes, contratos de trabajo y todo eso. Llámame al móvil y nos arreglamos para establecer los turnos.
—¿Están trabajando allí?
—Sí. Supongo que no es para tirar cohetes, pero las huellas de los neumáticos son muy claras y puede que nos digan algo. Tal vez haya restos de fibra… en fin. El envoltorio de un chicle. El tipo que descubrió el cadáver lo recogió del suelo aunque… para ser sincero, la probabilidad de que el asesino se haya tomado un chicle mientras estaba en la finca para cargarse a Waltz es mínima…
—Por no hablar de la probabilidad de encontrar una buena huella digital entre todas las demás existentes en el envoltorio de un chicle del quiosco de prensa, por ejemplo.
Fue la aportación de Bärneflod.
—De todos modos. A propósito del tipo, un tal… Ke… Melkersson —tuvo que leer el apellido—. Y su vecina, Seja Lundberg, hemos de echarles un ojo más de cerca.
—¿Porque…?
El tono puntilloso de Bärneflod desvelaba lo ofendido que se sentía. En realidad, debería estar contento de ahorrarse un trabajo policial tan pejiguero como ir de puerta en puerta mientras la lluvia azotaba los cristales de las ventanas, pero algo parecía hacerlo sospechar que Tell tenía motivos muy distintos del celo por su comodidad para dejarlo fuera de la investigación.
—Porque fueron los primeros en llegar al lugar del crimen. Y porque mintieron.
Tell se puso de pie con demasiado ímpetu y volcó sin querer la silla, que cayó hacia atrás con estrépito.
—Bien, ahora todos manos a la obra.
Dicho esto, se volvió hacia Karlberg que, pese al sospechoso brillo de sus ojos, ya estaba en marcha y con la cazadora puesta.