1993
Hubo un tiempo en que sólo había una casa humilde cerca de un lago entre collados, y un camino de gravilla que se extendía como una tela de araña por un paisaje cubierto de bosque.
La casa —roja, de tres plantas, con su elevada base de piedra— se alza aún recortada contra la linde del bosque. El lago sigue reflejando las nubes cuando no sopla el viento. La explanada de gravilla que se halla ante la casa está como siempre, salvo porque se ven en ella tres coches aparcados con descuido y con el brillo de la chapa apagado por el polvo del camino.
En el minibús se lee Stensjöns Folkhögskola[1] y algo más, raspado hasta el punto de resultar ilegible. En efecto, es la Universidad Popular de Stensjön la que llena las numerosas salas. Ella pronto conocerá la historia de la casa. Y descubrirá que en verano el calor es insufrible bajo las vigas de madera del techo, pues es una de las pocas personas que no se marchan de Stensjön en las vacaciones estivales. En invierno hay una chimenea encendida en la sala de recreo de la planta baja, pero su calor no sube hasta los dormitorios. Los radiadores eléctricos están, como es de esperar, al máximo, aunque apenas si pueden ahuyentar el peor frío.
A My le ha llevado casi un día entero llegar allí, después de cruzar el país en tren y en autobús. Es un proceso de purificación: se aleja de Borås y sus suburbios y de las zonas periféricas y de las estrategias que ha usado hasta el momento para salir a flote. Nadie sabe adónde se dirige. Bueno, la familia, pero nadie de su círculo de amistades. Para ellos, se ha esfumado de un plumazo. Cabe la posibilidad de que los defraude, pero nadie podría pedirle cuentas. La moral está, sabido es, directamente vinculada al riesgo de que te descubran.
Todavía no ha cumplido dieciocho años, y tres son una eternidad. Nadie la recordará siquiera cuando regrese, si es que regresa. Todas las personas con las que ha vivido íntimamente unida durante la turbulenta adolescencia habrán entrado en ese mundo adulto del que aún no saben demasiado, y del que habían abjurado como si les fuera la vida en ello. Creen que así se protegen de la mentalidad del sueco medio adulto, cuando lo que hacen en realidad es rebelarse contra la niñez.
La idea de la huida fue siempre como un bálsamo para su alma, a menudo con la ayuda de las drogas: maría, tripis y anfetas con los que preparan bombas, es decir, los envuelven en minúsculos trozos de papel de fumar y se los tragan con un buchito de agua. Una pequeña bomba de placer. My huye con la sensación de estar aprovechando la última oportunidad; de haber subido al último tren hacia algo por completo desconocido. Aterrador, pero no tanto como lo que sabe que la aguarda si se queda en la ciudad: reuniones con rígidos asistentes sociales. El centro para jóvenes con prácticas de trabajo, puesto que había abandonado el instituto. Con el tiempo, una residencia juvenil donde los reunirían a todos: los que sobraban.
Y ella seguiría fingiendo ser uno con sus amigos, pese a la distancia tan significativa que sólo ella parecía advertir: sencillamente, para la integración faltan los últimos centímetros. El que hubiese elegido a la pandilla como medio para sentirse segura dependía ni más ni menos de que, por lo general, se sentía más rara aún con casi todos los demás. Su círculo de amistades ha cobrado al menos cierta forma de posicionamiento, aunque sea más superficial que estructurado. Algún partido le han sacado al hecho de haber crecido en las oleadas de lo progre, de haber recibido aire fresco del movimiento hippie y del punk y de haber sido activamente políticos en los contextos en que eso se nota, como tener que correr en todas las manifestaciones, caminar descalzo o sentarse en el suelo con las piernas cruzadas en pleno centro. Pero las drogas presentan una clara tendencia a dominar siempre.
Ella nunca tuvo miedo de quedar atrapada en el lodazal de la droga. Han sido jóvenes y deprimidos o jóvenes y alegres, según The Cure, o jóvenes e indignados. Las drogas les han servido para ponerse más contentos, para mantenerse despiertos por las noches, para tener el valor necesario de oponerse a algo, de defender algo. Ella no tuvo miedo de quedar atrapada en la droga sino de quedar atrapada en todo lo demás, de no poder avanzar nunca y de comprender un buen día que había olvidado a favor o en contra de qué estaba. De darse cuenta de que la rebelión se había reducido a lo cotidiano y de que ya no era street-wise, sino sólo condenadamente obstinada. Siempre tuvo miedo de ser patética.
Está en el vagón restaurante del tren rumbo a Stensjön y escribe en su diario de color negro. Es uno normal, negro con el lomo rojo, aunque ella le ha pegado en la pasta un recorte de periódico: Ulrike Meinhof, una foto de la cárcel en blanco y negro. Debajo puede leerse: «Este libro pertenece a Lilla My»[2]. En las páginas rayadas están sus poemas.
Escribe mucho, pero es poco lo que conserva. No es de los que guardan todo lo escrito. Si la angustia leer sus palabras una vez extinguido el ardor de la inspiración, las quema. Incluso en el tren se dedica a examinar y a emborronar textos antiguos con el ansia de la vergüenza. La poesía que conserva allí es, pese a todo, terriblemente falta de estructura, egocéntrica y empañada de intensas experiencias de sentimientos inidentificables. Se diría compuesta para obligar a un posible lector a sentir el estado de ánimo del autor, más que el suyo propio. Trata ante todo del amor, porque ha dedicado los años posteriores a la primaria a creerse enamorada, entre otras cosas.
Un fabricante de vidrio de edad madura intenta entablar conversación con ella en la cafetería. Enseguida le pregunta en qué trabaja y ella le responde que está en el paro. Suena más maduro que decir que ha dejado el instituto y que aún no tiene decidido qué hacer de su vida. El hombre hace un gesto con la mano indicándole que no ha de avergonzarse de ello.
—Yo tengo dinero, pero por eso no me creo superior a los demás. Igual hablo con un director que con un parado con un piercing en la nariz —asegura el vidriero.
Quiere invitarla a una de las minúsculas y carísimas botellas de vino que tienen en la barra. Ella se lo permite. Después de una copa de tinto, el tipo entra en lo personal y quiere hablar de su exmujer. My no tarda en perder el interés.
—Voy a los servicios —le dice, pero va a sentarse un par de mesas más allá, a sus espaldas. La mentira, que el hombre descubre de camino a su asiento, no parece afectarle especialmente. Tal vez esté acostumbrado.
My comienza una carta para su madre. Le escribe que su infancia ha sido «lo opuesto al gran terror de una niña edípica». Su padre no ha existido, ni siquiera sobre el papel, de modo que ningún frente paterno común y exasperante la hizo sentir nunca sola y como una extraña. En cambio, sí tuvo una madre miedosa y con necesidad constante de afirmación, obsesionada y controladora. Como si aún no hubiera nacido, así quiso tenerla su madre. Como a una confidente. Como a su pareja. «Mamá. Tengo que interponer cientos de kilómetros entre nosotras para liberarme de ti». Se imagina cómo su madre abre el sobre como si fuera un gran acontecimiento. Como si hubiera estado esperando el momento en que por fin podría comprender a su hija. Como si llevase años preguntándose.
En lo más íntimo de su corazón, My sabe que su madre no ha dedicado tiempo a preguntarse nada, a pesar de tantas trifulcas que solían terminar en un pacto. Nunca reflexionó de verdad sobre ello. Su madre tenía bastante consigo misma.
Ha emborronado en su libro páginas enteras de palabras que, pese a todo, se le han grabado a fuego, humillantes y preñadas de sentimientos. Fue significativa para los años de adolescencia esa fijación por la propia vida sentimental. Eso de andar siempre confiándoles a unas y a otras, de palabra o por escrito, toda la información sobre su estado de ánimo, es decir, más o menos como su madre. Así fue como espantó a una verdadera montaña de posibles novios. Hablaba de la angustia con tanto sentimiento, que la orientadora de la Consulta de Salud Juvenil avisó al psiquiatra. La orientadora temía que abrigase tendencias suicidas, lo cual, bien mirado, no tenía en absoluto.
* * *
Una vez en el campo, el autobús rural viene a buscarla a la parada, una prolongación de la estrecha carretera asfaltada, pero provista de techumbre. Al parecer, el autobús que lleva a la estación sólo pasa dos veces al día, por la mañana temprano y por la tarde, y ésa es la única manera de acudir a las clases cuando, como en el caso de My, uno no tiene ni coche ni permiso de conducir.
Los últimos días de agosto traen un calor de pleno verano cuando el sol brilla más alto en el cielo. Por las noches ha empezado a refrescar, un preludio del otoño inminente. My lleva en la maleta una flamante agenda indicio de un nuevo comienzo, su mejor ropa y un batiburrillo de objetos que representan su habitación de adolescente y su vida anterior. Diecisiete años implican que cada paso dado es para siempre.
Se le rebela el estómago, como único testimonio del nerviosismo que sufre. Por lo demás, se muestra impertérrita tras ojos y labios pintados de negro. Lleva vaqueros negros, jersey negro de manga larga y botas Dr. Mårtens. En la estación se quitó el aro de la nariz, pero volvió a ponérselo diez minutos después. Le resulta difícil saber cómo presentarse cuando aún no ha observado cómo lo harán los demás.
Lo que más le preocupa es tener que compartir habitación con alguien. Y eso es, de hecho, lo primero que le pregunta a la mujer que frena en seco ante ella en la comarcal vacía, justo cuando My cree que va a pasar el autobús. La mujer le contesta con una sonrisa hermética y ensimismada, si es que se le puede llamar sonrisa. Hace que My se avergüence de no haberse presentado siquiera. Y allí y entonces toma conciencia de que lo difícil es lo fronterizo.
Estar enfadado y ser rebelde es fácil, y la formalidad y la sensatez no tienen secretos para ella: si eres chica, te has criado en una ciudad de provincias y has cursado la enseñanza obligatoria antes de que se implantara el plan de igualdad, terminas sabiendo hacerles sitio a los demás. En cambio, hallarse con un pie en cada esfera, ante una mujer diez años mayor con el pelo ralo y de punta, chaleco de piel y pantalones de peto salpicados de pintura, y aquella sonrisa, aquella mirada condescendiente… eso es lo difícil. My creía que sus atributos externos la protegerían, ésa era su puta función, supuestamente. Sin embargo, ahora se arrepiente y, de pronto, se siente infantil. Ella aspira a aparecer como un folio en blanco ante la nueva situación, un espacio donde no disponga de ningún elemento pasado en el que apoyarse.
La mujer, que se presenta como Caroline, mete la maleta de My en la parte trasera del coche y da unas palmaditas en el asiento. Lleva una rosa pálida tatuada en el brazo. Se diría que hubo algo escrito en los pétalos, un texto embadurnado hasta lo ilegible. Por un lateral del cuello se enrosca la silueta de una serpiente negra. Por un instante, a My se le antoja ominosa.
Junto al edificio principal se ve un puñado de cabañas, como esparcidas por el césped. Muy por encima de los tejados se yerguen árboles frondosos cuyos troncos retorcidos son tan gruesos que seguramente nadie podría abrazarlos. My no tiene la menor idea de qué árboles son. Se pregunta si habrá un jardín detrás de la casa y siente deseos de ser niña otra vez y doblar a la carrera la esquina para comprobarlo. Quizá también para esconderse por ahí en la verde espesura; pero se queda como anclada en la gravilla.
Y allí permanece hasta que Caroline vuelve, la coge de la mano y la guía justamente como a una niña camino de su primer día de colegio. La conduce por puertas pintadas de color marrón y por una escalera que desemboca en la buhardilla, donde se encuentran los dormitorios. My desconecta la visión global, como hace siempre que se siente estresada, y recaba en silencio los detalles. Manchas y arañazos bajo el brillo ambarino de la superficie barnizada de los peldaños, como cicatrices causadas por el transcurso del tiempo. La serpiente negra del cuello. Largas serpientes de tejido cicatrizado que ascienden ondulantes por los brazos de Caroline, hacia el codo.
My la sigue sin más.