Capítulo 3

Nueve minutos antes de que sonara el teléfono, Seja puso el despertador en modo de zumbido, por si volvía a dormirse. Un pie en la realidad: la mirada fija en las líneas que describía la pintura resquebrajada del techo. El otro, aún en el sueño. Se sobresaltó cuando el reloj emitió el pitido, en un principio vagamente apremiante, al que siguió el timbre agudo del teléfono. El sonido le penetró el cráneo y, por un instante, sintió pavor. La escasa luz diurna se filtraba por los claros que quedaban entre las cortinas, pero la casa aún estaba en sombras.

Un ejemplar atrasado de la revista Rekordmagasinet cayó al parqué cuando Seja rodó para salir de la cama, antes de apresurarse al teléfono descalza y de puntillas por el frío suelo de madera.

—¡Hola!

—Hola, ¿estabas durmiendo?

—¿Quién es?

—El vecino. ¿Estás levantada?

—Ke, ¿eres tú?

Seja suspiró aliviada. Desde que Martin se mudó, se alegraba de disfrutar de algún contacto con los vecinos más próximos. Le infundía la sensación de no hallarse totalmente abandonada a su miedo en la oscuridad de la noche; podía escudriñar apartando un poco las cortinas y, aunque lo único que veía era la silueta de los abetos recortada contra el cielo nocturno, sabía que detrás de ellos se extendía un pantano y se alzaba otra casita, aquella en la que vivían Ke y Kristina Melkersson.

Ke podía resultar un tanto pesado y anticuado, y la irritaba con sus zalamerías, pero pese a todo, habían encontrado un registro cómodo. Estaba bien cruzarse con alguien en los buzones por las mañanas. Además, se había acostumbrado a ser la que ayudaba a Kristina en el día a día, cuando Ke estaba en el trabajo. Se trataba por lo general de favores sin importancia: traerle algo de la tienda cuando iba a hacer la compra o echar una carta. Seja sospechaba que Ke se sentía muy agradecido por la seguridad que su insignificante implicación le proporcionaba a su esposa. En un par de ocasiones, un tanto azorado, llegó a ofrecerle dinero por su disponibilidad. Algo que ella rechazó, lógicamente, no menos azorada. Seja estaba sola y, aunque se hallaba en el ecuador de la carrera de Periodismo, después de varios años de estudios sin plan alguno, disponía de montañas de tiempo libre.

A pesar de todo, que Melkersson la despertara por la mañana constituía un paso en falso en su visión del contacto vecinal.

—¿Qué pasa, Ke?

—Necesito que me ayudes. Me encuentro en… Bueno, una situación extraña. Como mínimo.

El hombre sonaba estresado.

—¿Qué quieres que haga? ¿Dónde estás?

—Que me recojas en el supermercado ICA de Gunnilse. Se me ha averiado el coche, pero no es sólo eso. Te espero aquí y te lo cuento cuando llegues. No quisiera hablarlo por teléfono. Venga, ya cuelgo.

—¡Ke! —le gritó—. No pienso ir a ningún sitio a menos que me cuentes de qué se trata. ¿Qué ha pasado? ¿Se te ha muerto el motor? ¿Y por qué no llamas a la grúa?

Ke bajó la voz y pegó la boca al micrófono del teléfono.

—¡Escúchame! Han asesinado a un hombre. En un taller de por aquí. Y yo encontré el cadáver. Lo han ejecutado, le han pegado un tiro en la cabeza, no puede haber sido de otro modo, había tanta sangre… Pero no es sólo eso, Seja: lo han atropellado. Joder, está hecho papilla. Alguien lo ha… Tienes que llevarme allí, se lo he prometido a la policía y mi coche está…

—¡Ke! ¿¡La policía!? ¿Qué…

—Ya sí que cuelgo.

Y se oyó el clic.

—… está pasando? —terminó Seja la pregunta dirigiéndose al gato, que la miró con acritud antes de volver la cabeza hacia la pared y dormirse de nuevo.

* * *

Estaba pálido cuando, en efecto, lo localizó junto al viejo Opel. Seja detuvo el coche a su lado y abrió en el acto la puerta del acompañante.

—Venga, entra. Y explícate.

Ke se vio envuelto en un olor agrio cuando se desplomó en el asiento.

—Sólo iba a pedirle que le echase un vistazo al coche.

Parecía concentrado exclusivamente en respirar. Seja se contagió de su intenso malestar.

—Joder, me dices que has encontrado un cadáver en el taller y yo, loca de mí, me pongo rumbo al sitio. Es sólo que no lo entiendo, podrías haber llamado a la grúa. O a un taxi.

—Sí, por aquí a la izquierda. ¿No comprendes, Seja? Soy demasiado viejo para estas cosas. Tú puedes acompañarme y darme apoyo moral, ¿no?

Ella no respondió. Los primeros rayos del sol apuntaban cegadores a los espejos laterales del coche cuando tomó la curva demasiado rápido. Ke se agarró al asa del techo y le dedicó una mirada inescrutable. Seja tragó saliva. Pensó que había salido a toda prisa sin detenerse a dar de comer al caballo o al menos dejarlo suelto en la dehesa. No podría quedarse mucho rato y esa conclusión le calmó un poco los nervios.

Solía irritarse cuando estaba asustada. Le resultaba más fácil estar asustada y enfadada que asustada y débil sin más. Más fácil dejarse llevar por una idea que dejarse burlar por el azar. La tensión que de hecho sentía procedía de la lectura nocturna del reportaje sobre crímenes de hacía cincuenta años que había leído en Rekordmagasinet. Encontró el montón de revistas en el sótano, allí olvidadas por el anterior propietario de la casa. En un principio pensó quemarlas, pero se enganchó en un mar de artículos expresados en términos anticuados e ingenuos, acerca de delitos que ya nadie recordaba. Le interesaban, pues le ofrecían una imagen de cómo había cambiado la sociedad o, tal vez, sólo por esa fascinación tan humana que siempre despierta el lado oscuro del hombre. Ultimamente había empezado a pensar en utilizar esos artículos como base para su tesina: una visión histórica del periodismo de sucesos. O quizá no fuese más que una excusa a la que recurría para no tener que ponerse a preparar el próximo examen. En cualquier caso, el recuerdo de las porosas fotos en blanco y negro y de los títulos altisonantes de los artículos le infundió una reconfortante sensación de distancia con respecto a aquella situación.

Seja tenía treinta años y no hacía mucho que había caído en la cuenta de lo que quería hacer de su vida. Al menos la idea de que era viable estaba, como quien dice, recién nacida. Escribir: siempre había sido una posibilidad tan vinculada a su persona que, hasta poco antes, ni siquiera se había detenido a pensar que podía convertirse en su profesión. Hasta la fecha sólo había logrado publicar en contextos insignificantes. Le había vendido una novela corta a una publicación mensual y había publicado un dinámico reportaje en el periódico local sobre el aniversario de un club escolar de patinaje de fondo y un informe sobre los métodos rutinarios aplicados por el ayuntamiento para la retirada de nieve de calles y carreteras. Si le pagaban por escribir, ella estaba feliz.

En ese momento vio el lugar. No cabía la menor duda de que era allí donde se había cometido el crimen. Un grupo de coches bloqueaba el acceso mismo a la explanada.

Tuvo que aparcar en el arcén, unos metros más allá.

Era una vieja finca con la pintura resquebrajada. Un letrero se mecía al intenso viento; lo vio con el rabillo del ojo: Thomas Edell - Taller y desguace.

Una descarga eléctrica la sacudió de arriba abajo. No estaba en absoluto preparada para tal reacción. La ligera sensación de rechazo se vio sustituida por unas palpitaciones que casi le hacían vibrar el pecho. Empezaron a temblarle las manos y se vio obligada a respirar hondo un par de veces a fin de recobrar el control sobre su cuerpo.

Ke no parecía reparar en su presencia, concentrado como estaba en su propio desasosiego. El hombre salió del coche y se dirigió con tanto aplomo como pudo a lo que Seja tomó por un grupo de policías vestidos de paisano. Las ideas se le arremolinaban febriles en la mente. Sin oír lo que le decían, vio que remitían a Ke a hablar con otro individuo que se hallaba fuera del jardín, con la vista clavada en el suelo, como un sabueso.

«Un hombre muerto, asesinado». Seja abrió la puerta del coche y se puso en marcha. Reinaba a su alrededor la más intensa actividad, pero no veía al muerto por ninguna parte. El corazón se le aceleró aún más en el pecho. Guiada por una fuerza que ni comprendía ni se había detenido a analizar, se acercó a Ke y al hombre del abrigo. El vecino no se dio la vuelta mientras ella le clavaba la mirada en la nuca. «Ayúdame, Ke. Ayúdame a tener un argumento para quedarme y ver al muerto. No sé explicar por qué, es demasiado complejo, pero tengo que verlo».

El policía la divisó y Seja dio un paso vacilante en dirección a ellos.

—Perdón, supongo que van a interrogarme. Yo estaba con Ke cuando encontramos el cuerpo.

Fingió no ver la expresión de asombro de Ke.

—¿Y te llamas…?

—A ver, creo que esto es un malent…

—Seja Lundberg —declaró interrumpiendo a Ke y con lograda firmeza en la voz cuando su mirada se encontró con la del policía. Tenía unos rasgos delicados que, unidos a la nariz recta y fina y a unas abundantes pestañas, habrían podido calificarse de femeninos, de no ser por lo poblado de sus cejas. Sobresalían de los ojos cuando arrugaba la frente. Seja creyó percibir el olor de su aliento: café y cigarrillos, con un toque a menta.

Le tendió una mano cálida y seca.

—Christian Tell, comisario de policía. Bueno, pues Melkersson me ha contado que hallasteis el cadáver poco después de las siete, y que os dirigisteis a la carretera comarcal para llamar. Eh…

«Se está preguntando por qué Ke fingió estar solo». Seja lamentaba ya su absurda mentira.

—Y parece que cuadra, puesto que la llamada de alarma se recibió sobre las siete y media.

Parecía algo disperso y encogió los hombros tiritando, como si acabase de notar que la temperatura había descendido muy por debajo de los cero grados durante la noche. No era de extrañar que tuviese frío. Llevaba un abrigo demasiado fino para el tiempo que hacía, el típico abrigo urbano, adecuado para alguien que sólo se movía del apartamento al coche, del coche al trabajo.

—Voy a ver si encontramos un sitio donde sentarnos a hablar. Hace un tiempo desapacible de cojones, si me permitís la expresión.

Seja asintió sin decir palabra una vez que él se hubo dado la vuelta. En medio de tanta confusión, creyó haber visto a aquel hombre con anterioridad, en un contexto muy distinto.

«Es ridículo lo familiar que me resulta». Aquellas cejas oscuras y espesas que crecían hasta unirse entre los ojos y que no parecían en consonancia con el cabello color ceniza que le cubría las orejas y la nuca. Aquella voz profunda, y su dialecto: acento de Gotemburgo, muy marcado pero bien controlado. Reconocía su voz y creía saber de qué noche lo recordaba.

Acababan de mudarse a la casa del pueblo. Ella iba a recoger a Martin en el pub de la estación central. Martin había estado jugando a los bolos y fue a tomarse unas cervezas con un colega de Estocolmo que se quedaría a dormir en su casa. Estaban los dos muy borrachos, bien borrachos, hablaban a gritos y no tenían el menor interés por volver a casa con ella. Seja se cansó de insistir y se planteó marcharse sola y abandonarlos a su suerte, pero en su lugar se sentó a esperar enfurruñada en un taburete del bar, mientras los chicos pedían dos cervezas y otros tantos chupitos. El hombre que, si no era Christian Tell, al menos se le parecía estaba sentado a su lado en la barra e hizo algún comentario, medio jocoso, medio compasivo, acerca de su situación. Recordaba que lo encontró atractivo y se avergonzó de ser tan blandengue, de haberse quedado allí enojada, sudando y esperando con la cazadora puesta. Como un perro, una vez más clasificada en el apartado «muermos», mientras que Martin era el divertido, el positivo. El que se veía libre de responsabilidad gracias a que siempre había otra persona que cargaba con ella: una vez más, la mártir que llegaba al día siguiente con los analgésicos en el bolso, serena y de puntillas, para limpiar y recoger y raspar las salpicaduras de lo que había sido divertido pero ya no lo era tanto.

Ke le tiró fuerte del brazo y la devolvió a la realidad. Ella se le adelantó susurrándole:

—Pensé que si decía que estaba contigo en el coche, podría quedarme. De lo contrario, me habrían considerado ajena al caso y habría tenido que irme.

Él pareció recobrar el habla.

—¿Ajena, dices? ¿No comprendes lo que acabas de hacer? Le has mentido a la policía en un caso de asesinato y me has metido a mí en el fango. ¿Cómo he podido verme involucrado en esto? Ahora tenemos que seguir mintiendo y…

—Por favor, Ke… No puedo explicarlo.

Era inútil. Ke dejaba traslucir claramente con su mirada de reproche que no pensaba escucharla y se inclinó para recoger algo del suelo, como si participase en el trabajo policial.

—Perdón, ¿podríais identificaros?

Un hombre uniformado le puso a Ke la mano en el hombro. Seja comprendió que tenía pocas opciones: podía seguir hundiéndose en un mar de mentiras, o humillarse, recibir la reprimenda y exponerse a que la echaran de allí. Una voz interior le aconsejaba que desapareciese del lugar antes de que la descubrieran y le pidieran responsabilidades, porque claro, seguro que había contravenido alguna ley al andar husmeando sin permiso en el escenario de un crimen. La otra deseaba quedarse, verlo antes de que fuera demasiado tarde. Ver al muerto antes de que se lo llevasen de allí.

Se trataba del mismo fenómeno de ansias de espectáculo sensacionalista que experimentaban quienes pasaban ante el lugar de un accidente, pero no era sólo eso. Se acercó al cadáver sin haberlo decidido realmente. Sus piernas se movieron como por sí solas y doblaron la esquina del cobertizo, donde vio a un grupo de hombres y a una mujer, ocupados en estudiar a la persona que yacía en la gravilla vestida de oscuro, en una posición extraña.

El móvil, que tenía cámara, le quemaba en el bolsillo. Seja carecía de visión periférica y prefirió no volver la vista. Dio unos pasos más, hasta que estuvo muy cerca. A su espalda oyó que reconvenían a Ke por haber destruido pruebas al recoger del suelo un envoltorio de chicle. Oyó que una áspera voz femenina pronunciaba la palabra «investigación de asesinato». Eso no incumbía a Seja. A ella sólo le incumbía el cadáver.

Se produjo un instante de desconcierto cuando vio el rostro del hombre. Revisó su memoria, las ideas cruzaron por su cabeza de forma vertiginosa. No era como ella lo recordaba. Sintió una mezcla de alivio y decepción.

No se habría atrevido a sacar el móvil discretamente, de no ser porque se atrevía aún menos a verse indefensa frente a aquel cuerpo inerte. Iba disparando con el teléfono pegado a la cadera y cada vez que pulsaba el botón, temía que uno de los hombres uniformados se le acercase tronando para arrebatárselo. Pero no fue así, y mientras el clic de la cámara del móvil resonaba entre ella y los ojos vidriosos del cadáver, medio empañados por una película lechosa, aguantó el tipo.

«Ciérrale los ojos, joder». Aquella sugerencia espontánea la desconcertó: las palabras le llegaron como del exterior.

La camiseta azul marino de Helly-Hansen era igual que la que su padre solía llevar en invierno debajo de la cazadora. El cabello rubio empapado de sangre, tieso y ennegrecido.

—Ciérrale los ojos —susurró sin poder ya contener el llanto.

El comisario Tell apareció de nuevo. Por un instante, los ojos llorosos de ella se cruzaron con su mirada intensa e inquisitiva, hasta que el oficial le hizo un gesto a Ke para que lo siguiera al interior de una camioneta aparcada en el arcén. Seja cruzó el césped a paso ligero con la sensación de haber sido descubierta.

* * *

Sobre la mesa extraíble había un termo, una torre de vasos de plástico y unas galletas resquebrajadas en una lata sin tapadera.

—¿Un café?

Seja asintió sin responder, aunque tenía el estómago revuelto. Christian Tell servía el café. Sus manos ejercían sobre ella un efecto calmante, anchas y, al contraluz de la ventana empañada, cubiertas de vello rubio. No llevaba anillo de casado.

—Veamos, Ke… ¿Puedo llamarte Ke? Tú diste el aviso —Ke asintió. Estaba pálido—. Por cierto, ¿conocías a la víctima? ¿Sabías quién era? Su nombre, vamos.

—No, ni idea. Bueno, Edell, pero lo dice el letrero.

Tell se volvió hacia Seja con expresión interrogante. Ella negó sin más.

—Bien, pues ya sabemos algo. Tu llamada se produjo a las 7:49 horas, Ke. Para entonces habíais encontrado el cadáver y habíais vuelto a la carretera principal.

Seja no era capaz de mirar a Tell a la cara. Dejó el café humeante en la mesa, las manos no la obedecían, le temblaban, la delataron enseguida. Habría sido tan sencillo. Aun así, no fue capaz de contar la verdad, de decir que no estaba con Ke cuando halló el cadáver, sino que se sentía terriblemente impresionada por el espectáculo del montón negruzco que había a tan sólo unos metros de donde se encontraban. El cadáver. Siguió mirándose las manos enrojecidas por el frío.

Tell continuó.

—Necesito saber, con tanta exactitud como sea posible, qué hora era cuando llegasteis al taller y descubristeis el cadáver.

Ke se aclaró la garganta, por tercera vez.

—Veamos… salí, o, bueno, salimos de casa… sí, bueno, es que somos vecinos… A las seis y media. Lo sé porque vi el autobús de las seis y media en la parada.

Bien, estaba satisfecho de haber sido de ayuda con tal concreción. Luego frunció el entrecejo, con gesto preocupado.

—Fui conduciendo muy despacio, porque como ya he dicho, algo le pasaba al coche. Al llegar al surtidor se desplomó el tubo de escape. Y me llevó un rato sujetarlo. Veinte minutos, quizá. Y luego fui, o bueno, fuimos a buscar el taller.

—O sea, que lo conocías, ¿no?

—No, bueno, sabía que debía de estar aproximadamente… por allí. O al menos, eso pensé, si es que seguía existiendo. Sólo había pasado por delante una vez en mi vida, cuando vi el cartel. Además, de eso hace ya varios años. Cuando tuve la avería estaba cerca. De lo contrario, habría ido al de Christer. O bueno, a ver, al de Norden e Hijo, en Lerum. Siempre que…

—Es decir, que no hicisteis nada más, os dirigisteis a la carretera principal e hicisteis la llamada. Entonces, ¿sería correcto afirmar de forma justificada que hallasteis el cadáver diez minutos o, digamos, un cuarto de hora antes de tu llamada?

Ke volvió a asentir.

—Sí. Creo que me quedé un rato, o nos quedamos, en el coche, junto a la parada, aunque pudo ser un rato largo. Sólo para calmarme un poco. Estaba bastante impresionado, como comprenderás. Sé que debería haberme quedado aquí… hasta que vinierais, pero… No pensé en nada, lo único que quería era irme de aquí y ni siquiera caí en la cuenta de que llevaba un móvil. Tampoco hace tanto que lo tengo, pero mi mujer…

—No pasa nada, comprendo que el primer impulso es echar a correr todo lo que den las piernas —lo tranquilizó Tell. Ke pareció relajarse un poco. Tomó un sorbo de café y cruzó las piernas. El comisario se inclinó hacia él—. Quisiera saber cómo sucedió, con todos los detalles que podáis referir. Si visteis algo extraño, si oísteis algo, si hubo algo raro. Lo que sea.

Mientras Ke Melkersson se tomaba su tiempo para responder, Tell miraba a Karlberg con el rabillo del ojo. El colega estaba hablando con el médico que certificó la muerte. Los celadores se preparaban para meter el cadáver en la ambulancia y sopesó la posibilidad de pedirles que aguardasen un poco más. Le habría gustado comprobar la posición del hombre antes de que lo trasladaran, pero decidió no hacerlo.

Muy a su pesar, dejó de prestar atención a lo que sucedía fuera de la camioneta, y volvió a centrarse en la desigual pareja que tenía ante sí, justo a tiempo de ver que Seja se encogía de hombros y miraba a Ke suplicante.

—No… Yo no vi nada más, aparte de lo que Ke ha mencionado.

—Oigámoslo otra vez, Ke.

—La casa parecía desierta, pero la puerta del garaje donde se encuentra el taller estaba abierta. Y había luz dentro. Entré a mirar, llamé varias veces, pero nadie respondió. La radio estaba puesta… Sonaba el programa Lugna Favoriter. Bueno, es que yo también suelo escuchar esa emisora.

—Bien. ¿Algo más? ¿Y Seja? ¿Dónde estabas mientras Ke entró a buscar ayuda?

—En el coche. Me quedé en el coche, por eso no vi… al muerto.

«Si quieres parecer creíble, miente lo menos posible».

Tell asintió despacio. Al ver que ella no continuaba, volvió a dirigirse a Ke, que prosiguió donde lo había interrumpido.

—Decidí dar una vuelta y mirar un poco más, ya digo, daba la impresión de que hubiese alguien, o de que lo hubiese habido hasta hacía poco —dio unos toquecitos en el cristal de la ventana y señaló la explanada—. Y entonces lo vi. Estaba ahí, tendido. Me di cuenta enseguida de que estaba muerto, no me acerqué mucho… eh… y luego creo que… vomité el desayuno. Fue tan repentino, uno no espera encontrar a nadie… y menos así…

—Se comprende a la perfección, Ke. Se comprende a la perfección.

Ya habían visto la vomitona, a unos metros del cadáver.

Tell había sacado un bloc de notas y ahora empezó a plasmar en él parte de la declaración. Ke había recobrado el color y la confianza en sí mismo. Y se atrevió a hacer una pregunta.

—Me gustaría saber… Le habían pegado un tiro, ¿verdad? Quienquiera que sea le pegó un tiro y luego lo atropello, ¿no es así?

Tell alzó la vista de sus notas y se apartó de los ojos el flequillo, demasiado largo.

—La causa de la muerte deberá establecerla el forense, pero es incuestionable que le dispararon y puede suponerse que por eso murió.

Sacó un paquete de tabaco del bolsillo interior del abrigo y, con una sonrisa tristona, cogió un cigarrillo. Seja observó que tenía un diente algo torcido que le otorgaba un aspecto más juvenil al sonreír.

—Ya no se acostumbra a fumar en ningún sitio, pero si no os importa, pensaba dar un par de caladas.

Sonrió una vez más, algo avergonzado, y volvió la cara para exhalar el humo que, pese a todo, inundó el reducido espacio. Seja notó las náuseas, como una reacción retardada y, de repente, sintió una rabia irracional contra aquel tipo medio feo, medio guapo y autosuficiente que, a todas luces, creía que el mundo se había creado para estar a su merced. En efecto, Tell apagó el cigarrillo después de dos caladas.

—Volviendo a vuestra historia… Ke, decías que se te estropeó el coche y que no podías seguir conduciendo desde la parada de autobús desde la que llamaste. Es decir, que no os era posible moveros de allí sin pedir ayuda. El coche con el que llegasteis hace un rato, ¿no era el que se había averiado?

—No, el Opel tuve que dejarlo en la carretera. No tenía más cuerda con la que atar el tubo de escape…

—Comprendo. Pero la persona que acudió en vuestra ayuda supongo que era quien conducía el Hyundai azul oscuro en el que habéis venido ahora, ¿no?

Tell miró por el cristal empañado de la ventana. El Hyundai estaba allí, perfectamente visible, a unos metros de la camioneta.

—¿De quién es ese coche?

«Está mirando el número de matrícula».

—Mío —se apresuró a responder Seja.

Sintió deseos de levantarse y salir de allí.

—Alguien tomó prestado tu coche para ir a buscaros. Y luego vosotros dejasteis a ese alguien en algún sitio y vinisteis aquí, ¿no es eso?

Ke empezó a respirar nervioso y asintió.

—Eso es. En Hjällbo. Fue Kristina, mi mujer. Su hermana vive en Hjällbo y va a verla… a veces. La dejé allí. La dejamos allí.

Ya no estaba pálido, sino más bien bermejo, y se le movían las mandíbulas al mismo ritmo que le latía una vena en la sien, justo bajo el borde del gorro de piel.

Seja estaba a punto de poner fin a la pantomima diciendo la verdad, declarando que aquellas mentiras eran ridículas e innecesarias, que ella era la responsable de todo, por su estúpida curiosidad, que quería escribir un reportaje sobre un suceso o simplemente ver a una persona muerta; porque ella jamás había visto a una persona muerta. Pero entonces Tell cerró el bloc de notas.

—Me he dado cuenta de que los asientos traseros estaban plegados.

El comentario vino a interrumpir los pensamientos de Seja.

—Es que fui a comprar pienso para los caballos…

Entonces volcó la taza y derramó el café. Un delgado hilillo discurrió hasta el borde de la mesa y empezó a caerle en la rodilla con un goteo irritante. Christian Tell le dio un rollo de papel higiénico que cogió de la estantería.

—¿Dónde se sentó Kristina? —preguntó.

—¿Kristina? —repitió Seja en tono bobalicón.

Tell asintió.

—Sí, ¿dónde iba sentada Kristina, si tú conducías, Ke iba a tu lado y los asientos estaban plegados?

Seja se secaba la pernera del pantalón con ridículo esmero. Lanzó un suspiro cuando no soportó más el silencio.

—En ningún sitio —confesó—. Kristina no estaba. Mentí porque no quería dejar a Ke en el atolladero.

Tell asintió desabrido.

—Bien, en ese caso, vamos a empezar desde el principio otra vez. Tal y como sucedió en realidad.