20 de diciembre de 2006
Años atrás, cuando los dos estaban en activo, Ke Melkersson prefería levantarse una hora antes que su mujer —que era un ave nocturna—, sólo para poder disfrutar de esos minutos a solas con el crucigrama del periódico y el café. Un cuarto de hora antes de salir llamaba a Kristina que, prácticamente en sueños, se vestía y llegaba trastabillando al garaje para desplomarse en el asiento del acompañante con una manta sobre las rodillas. Kristina seguía durmiendo hasta la entrada de la fábrica de molduras, donde se bajaba él, y conducía el último tramo hasta la oficina de correos de Hjällbo, en la que llevaba trabajando toda la vida. Ella lo recogía a las seis menos veinte junto a la verja de la fábrica; todos los días salvo los jueves, en que Kristina llegaba dos horas después del trabajo, tras merendar en Dahl con su hermana.
Desde que su mujer se jubiló, Ke disponía del coche para él solo y se había visto obligado a alquilar una de las plazas del aparcamiento de la fábrica, por primera vez en veintisiete años. Sesenta coronas al mes le costaba. En un primer momento se planteó dejar el coche en el aparcamiento gratuito de la zona de cabañas de veraneo y recorrer paseando el resto del camino. No era el dinero lo que lo irritaba, era sólo que le resultaba mezquino.
En cualquier caso, el contrato de la plaza de garaje ya estaba cancelado. Fue lo bastante elegante como para pagar por el mes completo, pero no tendría que utilizarlo más a partir de aquel día.
Todo su ser tomó conciencia de ello en cuanto sonó el despertador y abrió los ojos. Durante un segundo sopesó la posibilidad de darse de baja por primera vez en muchos años: fingir que sufría una gripe feroz de verdad para librarse de la obligatoria tarta y del más que encendido discurso del director Englund hijo (pues director era, por más que él quisiera que lo llamaran algo que sonaba a extranjero, imposible de recordar ni de pronunciar).
Una rama helada se había inclinado sobre la ventana del comedor durante la noche y allí se había quedado adherida por la escarcha. «Hacía mucho que no teníamos un diciembre tan frío». Prolongó también el instante con la taza ya apurada en la mano y lo vivió como el último que pasaría así, solo, de madrugada, a la luz lacónica del candelabro de Adviento que Kristina había heredado.
Decidió que saldría de casa con unos minutos de antelación, a fin de tener tiempo de vaciar su taquilla para cuando empezase la jornada laboral; se levantó demasiado rápido y volcó el vaso de leche medio lleno que se balanceó peligrosamente en el borde de la mesa.
* * *
Cuando se sentó en el coche eran cerca de las seis y media. Los primeros copos de nieve caían tímidos desde un moroso cielo nocturno y se iban posando en la luna del coche. Activó los limpiaparabrisas y se quedó mirando cómo barrían los copos, hipnotizado por el movimiento durante un segundo.
Kristina le había advertido que nevaría esos días, o más bien, que helaría: el hielo, siempre tan peligroso justo antes de la nevada. Y la nieve, que siempre está en camino cuando el aire corta la piel. Partículas de hielo dándote en la cara, que no se ven, se sienten como vidrio escarchado. El aire en los labios, como un sorbete aguado, insípido.
Eran aquellos cinco años que ella le llevaba. No tuvieron gran importancia entonces, cuando se casaron; pronto haría medio siglo. La diferencia de edad fue difuminándose a medida que pasaban los años y les inspiró una total indiferencia la mayor parte de su matrimonio. Ahora empezaba a notarse de nuevo. Kristina cumpliría setenta en mayo. Y no es que ella quisiera ningún tipo de homenaje. Cumpliría setenta, pero más que los años que habían ido sumándose en su vida, era la falta de contacto social lo que, según Ke, la había cambiado; lo que hizo que la angustia se apoderase de ella con mano mucho más firme.
¿Qué les pasaba a las personas cuando se jubilaban? «A la gente como nosotros —se dijo—, que no tenemos nada a lo que dedicarnos una vez que el deber deja de llamarnos. La gente que ya ha agotado todos los temas de conversación posibles. La que ha constatado que el placer de las actividades voluntarias a las que podía haberse dedicado apenas compensaba el esfuerzo requerido».
La última pendiente, la más empinada, estaba cubierta de arena. Ésa era la única ventaja de la construcción compulsiva y la inmigración en masa de los años noventa: que en invierno cubrían de arena las carreteras. De ser un verdadero descampado y un lugar de cabañas de veraneo, aquello pasó a convertirse súbitamente en una zona muy solicitada por las familias con niños pequeños. Los chalets de color pastel fueron surgiendo uno tras otro a una velocidad impresionante.
Ahora bien, los socavones producidos por las heladas de la primavera anterior deberían repararlos, pensó con una mueca de disgusto al oír que los bajos del viejo Opel Astra chocaban contra el suelo. Y siguieron dando golpes rítmicamente bajo sus pies cuando tomó la curva de Johansson algo más aprisa de lo debido y notó que las ruedas se despegaban de la calzada. No, la nueva asociación de carreteras no se había dado ninguna prisa en rellenar los baches. Claro, las generaciones más jóvenes usaban coches tan enormes como sus neumáticos.
Cuando giró para entrar en la calle Göteborgsvägen, aún desierta, algunos vecinos madrugadores empezaban ya a encender las luces de sus cocinas. Las ventanas de las casas eran puntos de blanda luz ambarina en medio de tanta oscuridad. Frenó para que el autobús de las seis y media arrancase y saliese de la parada. Como de costumbre, iba casi vacío.
Brrrum-brrrum-brrrum. Sonaba a un fallo en el tubo de escape.
El crudo frío de la mañana no invitaba precisamente a dejar el coche y esperar el siguiente autobús. Aún tardaría en clarear. Decidió probar suerte y confiar en que resistiera hasta el trabajo e ir directamente al taller de Lerum una vez concluida su jornada laboral. Le pediría a Christer que le echara un vistazo.
Satisfecho con aquella decisión, pisó el acelerador tanto como osó por aquella carretera llena de curvas y cubierta de escarcha. La escasa iluminación mostraba la calzada como un rosario extendido por las colinas hacia Olofstorp. En cierto modo, sentía un gran alivio por tener algo que hacer después de dejar la fábrica por última vez, con sus efectos personales en una caja de cartón, en el asiento del acompañante; como una especie de garantía de que la vida no terminaba allí, de que aún existían tareas que se quedarían sin hacer… si uno no existía.
* * *
El mal tiempo augurado por Kristina no se cumplió, pues dejó de nevar tan súbitamente como había empezado. Apagó los limpiaparabrisas y puso la radio para no tener que oír el traqueteo del Opel. «Mierda de coche». En aquel momento, estaba cruzando Olofstorp: la escuela, la guardería, la tienda de comestibles y la de electricidad. Luego el museo local, a cuya altura se acababan las farolas, y de nuevo la carretera comarcal, tan desierta como antes. Trató de eliminar el vaho cegador que cubría la cara interna del parabrisas mientras intentaba sin éxito encontrar en la radio una frecuencia que no emitiese dos canales al mismo tiempo.
En medio de semejante demostración de su capacidad para realizar acciones simultáneas, el coche empezó a dar bandazos. Un estruendo ensordecedor le arrancó una maldición. Logró maniobrar con su ruidoso vehículo hasta salir de la carretera y colocarse junto a la estación de servicio, cerrada a aquellas horas, bajo el techo que parecía flotar suspendido sobre los surtidores iluminados del autoservicio. Con otra maldición, gratuita esta vez, resopló aliviado. Pese a todo, se alegraba de que el tubo de escape —tenía que ser el tubo de escape, claro— se hubiese desplomado justo en aquel punto de la carretera y no en cualquiera de los tramos oscuros como boca de lobo que unían los pueblos de la zona.
Miró el móvil y lo sopesó en la mano. No le atraía lo más mínimo la idea de despertar a Kristina y pedirle que buscara una grúa o el número de Christer y, además, verse obligado a invertir media hora en despejar sus temores. Tendría que resolverlo de otro modo.
Encontró en el maletero un trozo de cuerda grasiento con el que a duras penas logró sujetar el tubo de escape: así podría llevar el coche hasta el taller más próximo. Un tanto animado al ver que había conseguido superar la prueba hasta ese extremo, actuó impulsivamente y, en lugar de dirigirse al centro del pueblo, se dejó caer por la carretera de grava que conducía a los terrenos de labranza. El camino cruzaba el riachuelo de Lärjeån gracias a un estrecho puente de piedra y seguía cortando las colinas.
Era arriesgado. Hacía unos años llevaron a su nieto a casa de un amigo que vivía en aquella zona. Ke conservaba un vago recuerdo de que existía un taller en alguna de las fincas, poco después del puente.
Quizá su memoria no fuese ya muy de fiar, pues resultó que el taller estaba un buen trecho más allá. Un gran trecho, ya que cada curva superada revelaba nuevos tramos entre campos y plantaciones desiertas. Se alegró de que empezase a amanecer; de poder distinguir de pronto la cima de las copas de los árboles que se erguían ribeteando la estrecha carretera.
«Ese taller no tiene por qué seguir donde estaba», atinó a pensar al tiempo que lamentaba su arrebato, justo cuando, al tomar un recodo, la luz de los faros bañó un viejo cobertizo en ruinas. Tampoco la casa de enfrente se hallaba en buen estado y en la explanada central había una cantidad considerable de coches desguazados. Un sitio de mala muerte, estaba claro, pero el letrero donde se leía Thomas Edell —Taller y desguace seguía allí colgado. El conjunto tenía más o menos el mismo aspecto que él recordaba.
Fue un alivio aparcar el estruendoso vehículo en la explanada, entre dos furgonetas desvencijadas. Se hizo después un silencio casi sagrado. Salió del coche y estiró las piernas, respiró hondo un par de veces inhalando el gélido aire matinal y dirigió una mirada escrutadora hacia la casa de madera pintada de blanco y gris. No había luz en ninguna de las ventanas. El intenso resplandor de una lámpara inundaba la explanada desde una caseta metálica aneja a un lateral del cobertizo: un garaje, cuyas puertas estaban elevadas.
Ya eran más de las siete, por lo que no le sorprendió que el dueño del taller tuviese la luz encendida. Los verdaderos currantes empezaban temprano, de eso siempre estuvo convencido. En cambio, sí le resultó un tanto extraño que nadie hubiese reparado en su ruidosa llegada. Aquello seguía mudo como una tumba. Se esforzó por hacer notar su presencia, carraspeó y saludó a gritos mientras cruzaba el césped.
El suelo del taller estaba lleno de trastos, pero allí no había nadie. Un Nissan Miera suspendido a media altura en el elevacoches le impedía ver la habitación, de modo que dio unos pasos más hacia el interior del local.
—¡Hola!
Allí donde el anexo se unía con el viejo cobertizo, había un compartimento construido a base de placas de escayola pintadas de blanco, que cumplía la función de caótica oficina, también desierta, aunque la radio emitía en onda media un murmullo ronco apenas audible. Tras unos segundos de bloqueo, pudo distinguir el programa Lugna Favoriter. Entonces cayó en la cuenta de que llegaba tarde al trabajo, a su propia fiesta de despedida, y de que, pese a todos los indicios de lo contrario, el lugar estaba desierto. Salió de nuevo al césped y resolvió dar una última vuelta alrededor de la casa para cerciorarse de que realmente no había nadie que pudiese ayudarle. Desde luego, preferiría no tener que conducir aquel cacharro mucho más tiempo.
* * *
Después recordaría la desagradable sensación que le hormigueó por todo el cuerpo. Tal vez fuese al pensar en lo tarde que llegaría al trabajo y en el director Englund, pero había algo más, algo indefinible. A punto estuvo de darle un infarto cuando un gato blanquinegro se lanzó maullando lastimero por una ventana abierta del sótano. Un segundo después vio al hombre, partido en dos allí donde la explanada se prolongaba hacia la parte trasera del cobertizo. No tuvo que acercarse más para comprender que lo habían atropellado, y probablemente varias veces. Se diría que la parte inferior del cuerpo estaba más o menos… machacada.
«Está partido por la mitad —se dijo Ke Melkersson con una angustiosa risita histérica en la comisura de los labios—. Está aplastado, por la mitad. Hecho casi un amasijo con la gravilla». Recordó las series cómicas de su niñez, donde siempre aparecía una apisonadora que atropellaba a los personajes y los dejaba planos como una hoja de papel. Nunca había sangre en esas series de dibujos, pero aquí había sangre, acumulada en un agujero en la gravilla, en torno a la cabeza del hombre, como un halo cruento.
Ke hizo lo que siempre hacían en los tebeos: retrocedió y vomitó. Primero una vez, y se limpió la boca con la manga de la chaqueta. Y luego una segunda, en los pantalones. «Así no puedo ir al trabajo», acertó a pensar en su turbación antes de salir como un rayo hacia el coche averiado. Dio marcha atrás a gran velocidad, el tubo de escape se soltó con estruendo y fue arrastrando todo el camino hasta la carretera principal.
Cuando llegó a lo que, con un poco de buena voluntad, podía llamarse un lugar civilizado, se atrevió a detenerse en una parada de autobús. Con mano temblorosa, marcó el uno uno dos.
Después se quedó un rato en el coche helado: había conducido con la ventanilla bajada pensando que el aire frío le impediría desmayarse, y se sintió resucitar. La voz de la policía que atendió su llamada sonó tranquila e interesada en obtener toda la información posible. Y eso le ayudó a serenarse y a recobrar el juicio hasta el punto de que, en lugar de proporcionarle su dirección y su número de teléfono, se ofreció a volver al lugar del crimen y aguardar a la policía para que lo interrogase allí mismo. No quería preocupar a Kristina sin necesidad con la visita de los inspectores en su domicilio, y mucho menos por un asunto como aquel.
El tráfico, que como era habitual empezaba a aumentar según se acercaban las ocho de la mañana, también surtió un efecto calmante. Puso la calefacción al máximo y volvió a coger el móvil.