—El hecho real —dijo Lady Faber— es que estamos manteniendo a los ladrones. Y esto me lleva a sentir auténticos escalofríos al mirar a mis propios huéspedes y pensar que algunos de ellos podrían ser verdaderos criminales.
Nos hallábamos juntos en el invernadero de su casa, en Portman Square, haciendo caso omiso de la deslumbrante sala de baile, llena de destellos del color y del brillo de las innumerables joyas que las damas lucían. Lady Faber me había llevado allí, después del cuarto vals, para decirme que uno de los más finos colgantes de su famoso cinturón de rubíes había desaparecido cortado con unas tijeras. Y me hacía ver, sin la más mínima posibilidad de duda, que aquella pérdida no era accidental sino uno de los asombrosos robos que estremecían frecuentemente a la capital londinense durante la temporada de 1893. El suyo no era ni mucho menos el único caso, pues aunque sólo llevaba en su casa una hora escasa, había escuchado muchas otras quejas: la condesa de Dunholm había perdido un broche de brillantes en forma de luna creciente; mistress Kenningham-Hardy había notado la desaparición de un ramillete de perlas y de turquesas; Lady Hallingham afirmaba que le faltaba un medallón de esmeralda que, según decía, llevaba en su collar, aunque, tal y como lo confesó con una duda sinceramente femenina, no estaba tan segura que su sirvienta se lo hubiera entregado. Y todas estas desgracias, rebasadas y colmadas con el robo del colgante de Lady Faber, me movieron a pensar que las terribles historias de ladrones que había conocido, harían de aquel baile un relato extraordinariamente interesante.
Todas esas cosas y muchas más afluían a mi mente al sostener en mis manos el mutilado cinturón y examinar la parte cortada, mientras mi anfitriona permanecía en pie junto a mí, con el rostro compungido, esperando mi sentencia. La sola inspección de aquella fruslería me reveló al momento su inmenso valor y la forma como se las habían apañado para sustraer el colgante.
—Si mira usted con atención —dije— se dará cuenta de que esta cadena de oro ha sido cortada con un par de tijeras. Y aunque no conozcamos el nombre de la persona que las utilizó, lo que si podemos afirmar es que se trata de unas tijeras de ratero.
—Ello significa que estoy manteniendo a un ratero —exclamó Lady Faber, sonrojándose de sólo pensarlo.
—O a una persona en posesión de un instrumental de ratero —sugerí.
—¡Qué espantoso! —gritó, y añadió—: No por mí, aunque esos rubíes tienen realmente un gran valor, sino por los demás. Este es el tercer baile durante esta semana en el que se han robado joyas a los invitados… ¿Cuándo terminará todo esto?
—Las cosas acabarán —dije— tan pronto como usted y las personas que como usted pueden mostrar el camino avisen a la policía. No cabe la menor duda de que, a estas alturas, ciertos individuos están metidos en una campaña de robos en serie. Y mientras exista una tonta delicadeza que nos impida sospechar de nuestros huéspedes y registrarlos en lo más mínimo, los tipos que digo creerán vivir en un paraíso terrenal, que mucho se acerca al séptimo cielo de las delicias. Seguirán robando impunemente a mansalva y agradeciéndonos nuestra generosa conducta que nos impide echar una ojeada a sus sombreros o inspeccionar sus botas, en las que muy bien pueden haber escondido su botín.
—Habla usted con mucha soltura —interrumpió Lady Faber mientras yo seguía con su cinturón en las manos—. ¿No sabe que mi esposo valora estos rubíes, en cada uno de los colgantes, en ochocientas libras?
—Lo creo sin dudar —dije— si son tan claros como éstos; pero le rogaría que hiciese un esfuerzo de memoria y me los describieran con la mayor exactitud.
—¿Es que ello ayudará a recuperarlos? —preguntó mi interlocutora con el rostro ansioso.
—Es muy posible que no nos sirva de nada —contesté—, pero es posible que los vengan a vender a mi tienda, y mucho me gustaría tener la posibilidad de devolvérselos. Ya sabe que suelen ocurrir cosas muy extrañas…
—Sí, lo sé —dijo Lady Faber—; ¿le gustaría encontrar usted mismo al ladrón?
—No tendría la más mínima objeción —exclamé con toda sinceridad—, pues si estos robos continúan ninguna mujer de Londres querrá lucir joyas, y yo saldré perdiendo.
—También he pensado en ello —replicó Lady Faber—; pero ya sabe, guárdese mucho de intentar cualquier cosa contra mis huéspedes dentro de mi casa; lo que usted pueda hacer fuera de ella ya no me importa.
—Bien —contesté—; pero en este caso puedo hacer muy poco en ambos lados; nos enfrentamos con gente muy hábil e inteligente y, si no me equivoco, se trata de toda una banda a la que hay que atrapar. Pero hábleme de los rubíes, por favor.
—Ahora mismo: el colgante robado tiene la forma de una rosa. Como usted sabe, el cinturón me lo trajo Lord Faber de Birmania. Además de la hilera de rubíes que lleva cada colgante, la rosa robada está formada de siete piedras que los nativos llaman rubíes sazonados, pues se trata de una mera superstición, claro, aunque cada piedra está llena de fuego y brilla como un diamante.
—Conozco muy bien esas piedras —dije—; los birmanos son capaces de venderle a uno rubíes de todos los colores que uno quiera comprar, aunque la variedad azul no sea otra cosa que un zafiro. ¿Y cuánto tiempo hace que notó la pérdida del colgante?
—No hace ni tan sólo diez minutos —contestó Lady Faber.
—¿Significa esto que su anterior pareja pudo ser el ladrón? —sugerí—. En verdad que el baile se ha convertido en una distracción de capital importancia…
—Mi pareja anterior fue mi marido —dijo ella, sonriendo por primera vez— y le suplico que, cualesquiera que sean las cosas que haga, no le diga ni una palabra de esto. Nunca me perdonaría haber perdido los rubíes.
Tan pronto como Lady Faber se hubo marchado, yo, que había acudido a su baile con la única intención de que una palabra o un semblante pudiera echar un rayo de luz sobre el asombroso misterio de los robos de la temporada, volví adonde se encontraban los que miraban, quedándome entre ellos mientras las parejas seguían bailando los aburridos pasos del llamado «square» o figura de a cuatro. Allí mismo podía contemplar ante mí el centenar de tipos que uno puede ver en cada sala de baile de Londres —tipos especiales o que pretendían darse un carácter: ancianos que aparentaban ser jóvenes y jóvenes aparentando ser viejos; mujeres bien vestidas y mujeres mal ataviadas; dandys y pelmazos; muchachas adolescentes y mujeres ya maduras. Metido en medio de aquella melée deslumbrante o contoneándose al compás de una melodía de music-hall, era posible contemplar la forma enjuta de los muchachos, el aspecto robusto de los hombres, las graciosas caras de las chicas; las caras no tan graciosas de las matronas, quienes en cuanto a lo pintoresco, muy bien hubieran podido quedarse metidas en casa…
A medida que las imágenes desfilaban con rapidez y las caras bonitas sucedían a los rostros sombríos, y los ojos coquetones de las hermosas mujeres pasaban como un relámpago para ceder el puesto a las miradas sin interés de los varones que bailaban, me preguntaba qué esperanza podría abrigar el más astuto de los espías de descifrar el misterio que tanto me intrigaba en un salón semejante. ¿Cómo podría nombrar en un instante al hombre o a la mujer que había participado poco o mucho en los sorprendentes robos que tanto asombraban a la ciudad? Y si aceptaba que nada podía hacerse, ello significaría que la venta de joyas alcanzaría en Londres el más bajo de los niveles que tal comercio hubiera experimentado, y que yo, personalmente, iba a sufrir unas pérdidas realmente cuantiosas y difíciles de calibrar.
He dicho en muchas ocasiones, al anotar en mi libro algunos de los casos más interesantes que habían llegado a mi conocimiento, que no soy ni mucho menos un detective ni tengo en lo más mínimo el don de penetrar los secretos de mis semejantes. Cuantas veces tuve que ocuparme de algún problema lo hice por motivos muy personales o con la esperanza de servir a alguien que luego pudiera ayudarme de alguna manera, pero nunca me he valido de ninguna arma que no fuera una cierta dosis de sentido común. En la infinidad de asuntos en que intervine, la más pura buena suerte solía facilitarme la única clave existente para solventarlos; un incidente fortuito me encarriló por la vía a seguir cuando un centenar de pistas se presentaban ante mí.
De manera que había ido a casa de Lady Faber con la idea de que la visita de algún forastero, escuchar una palabra o tal vez un mero impulso, una simple intuición, pudieran proyectar un rayo de luz sobre las tinieblas en que venía moviéndome desde hacía varias semanas. Sin embargo, cuanto más duraba mi estancia en la sala de baile, más fútiles se me antojaban todas las cosas. Aunque sabía que un gentleman de ágiles dedos podía muy bien hallarse junto a mí, y que media docena de tipos del mundo del hampa podían estar bailando en aquella sala a la que su modo de vivir les atrasa, no tenía ni la menor pizca de sospecha, pues no contemplaba ningún rostro que no fuera el de los habituales idiotas de los salones de baile o las elegantes figuras de la capital; en una palabra, no observaba ninguna cara singular que me permitiera arriesgar una pregunta, despertar en mí cualquiera duda o sospecha.
Finalmente, mi disgusto fue tal que opté por salir del salón de baile; estaba desesperado. Sin darme cuenta llegué al invernadero de Lady Faber, donde las palmeras ondeaban agradablemente y el descorcharse de los tapones de las botellas de champaña producía la más armoniosa de las músicas…
Allí se encontraban varias personas, por lo visto fieles familiares de la casa: el viejo general Sharard, al que nunca se había visto abandonar una mesa de refrescos hasta que sirvieran la cena; el Reverendo Arthur Milbank, vicario de St. Peter, tomando té; un esbelto joven comiéndose un helado con el apetito de un colegial, y la omnipresente o ubicua Sibyl Kavanagh, que solía figurar como una coqueta corriendo siempre tras los militares. Era una mujer que contaba con mucha admiración varonil, que no se perdía un baile aunque luego se preguntase cómo había llegado hasta allí; en una palabra, una mujer con suficiente atractivo para hacer olvidar que ya estaba algo passée o marchita, y con el salero suficiente para ofrecer un agradable momento a cualquiera. Yo mismo, por atenerme a la regla, había bailado una vez con ella, pero luego me había escabullido tanto de su carnet de baile como de su interminable habladuría, pero esta vez caí de pronto sobre ella. Sibyl Kavanagh dejó escapar un grito de deliciosa y afectada ingenuidad, y con gran ostentación me hizo sitio a su lado.
—Por favor, deme otra taza de té —dijo—. He conversado durante diez minutos con el coronel Harner, que acaba de regresar de la tierra de la gran sed, y le atrapé…
—Se va a destrozar los nervios con tanto té —le advertí al ir a buscar una taza— y además, se perderá la próxima danza.
—Me quedaré sentada junto a usted —exclamó efusivamente—; en cuanto a mis nervios, no los he tenido nunca; los debí perder junto con mis primeros dientes. Pero deseo hablarle, dígame: ¿está enterado de lo que se dice por ahí? ¿No es espantoso?
Pronunció esas palabras con un hermoso aire de tristeza y por un segundo no supe a qué se refería. Pero de pronto se me ocurrió que ella había oído lo que le acababa de pasar a Lady Faber.
—Sí —le contesté—. Se trata del misterio más impenetrable que he conocido.
—¿Y no se le ocurre ninguna explicación? —preguntó Sibyl Kavanagh al tiempo que tomaba de un trago su taza de té—. ¿No es posible sospechar de alguien antes de que sea demasiado tarde?
—Si es usted capaz de sugerirme a alguien, con mucho gusto lo haremos.
—Bueno, en esta estancia no hay nadie en quien pensar, ¿verdad? —preguntó con una risa cristalina—. Naturalmente no podemos registrar los bolsillos del vicario, a no ser que lo que falten sean sermones en lugar de rubíes.
—En este caso se trata de «sermones de piedras» —repliqué—. Y de un caso muy serio. Lo que me extraña es que usted saliera bien parada con todos esos brillantes que lleva en las muñecas.
—Pues no lo crea, yo tampoco escapé a los robos —exclamó Sibyl, airada—. ¿Acaso no está enterado? ¿No sabe que la otra noche, en el baile de los Haye, perdí un broche de turquesa? Y mi marido no quiere saber nada al respecto, pues no cree ni por asomo que lo haya podido perder entre esa gente.
—¿Y usted misma cree…?
—¡Que me lo han robado, naturalmente! Acostumbro a sujetar mis broches demasiado bien como para perderlos; alguien me lo hurtó de un modo tan cruel como a Lady Faber sus rubíes. ¿No es terrible pensar que en cada una de las fiestas a las que vamos, los ladrones nos acompañan? Esto basta para que una piense en emigrar hacia los condados.
Volvió a caer en su humor impertinente, pues no podía abstenerse del mismo en absoluto; estaba claro que no era el momento apropiado para sonsacarle, y me quedé escuchando su tremenda e inaguantable cháchara.
—Pero estábamos tratando de sospechar de alguien —prosiguió de pronto— y no lo hemos hecho. Como quiera que no podemos comenzar por el vicario, veamos lo que parece ese esbelto joven que tenemos frente a nosotros. ¿Acaso no se parece a lo que Sheridan llama…? pero no sé cómo decirlo; ya sabe, algo así como un apuesto desheredado.
—Está comiendo demasiadas tartas de confitura y bebiendo demasiada limonada para ser un delincuente —repliqué—; además, no está preocupado en lo más mínimo. Debe mirar en el salón de baile, quizás allí encuentre al sospechoso.
—Apenas si logro divisar la punta de la cabeza de los hombres —dijo Sibyl, alargando el cuello hacia la sala con esfuerzo—. ¿No se ha dado cuenta de que cuando un hombre está bailando, o bien sueña extasiado, como si se encontrase en el cielo, o bien contempla sus zapatos como si se tratase de algo muy diferente?
—Es muy posible —concedí—. ¡Pero no pretenderá constituirse usted misma en el Tribunal de la Santa Vehma al mirar la punta de la cabeza de la gente!
—Claro que no —exclamó mi interlocutora—, pero eso demuestra lo poco que sabe usted de estas cosas: hay mucho más carácter en la coronilla de un anciano que sueños en su filosofía o como se llame. Fíjese, por ejemplo, en ese cráneo reluciente que asoma por allí: lleva la aureola de la honestidad y el buen porte, pero tropieza con grandes dificultades al bailar la polka. ¡Oh, ningún enemigo mío podría bailar una polka, y menos aún siendo tan corpulento!
—¿Es que tiene de veras un enemigo? —pregunté al tiempo que ella se reía vulgarmente de su propia ocurrencia. Pero Sibyl contestó:
—¿Que si tengo un enemigo? Salga y hable de mí con las demás mujeres, eso es lo que les digo a todos mis compañeros, y luego vuelva aquí y cuénteme lo que le han dicho. ¡Eso es tan divertido como un buen juego!
—Puede que así sea —contesté—, pero no dejará de ser una extravagancia. Sus enemigas terminaron su ejercicio y se aprestan a bailar un vals. ¿Habré de mortificarlas?
—Sí —exclamó—, y no se olvide de hablar de mí. ¡Oh, esas aplastadoras!
Dijo eso al tiempo que íbamos a través del gentío que se apretujaba en el ángulo de la escalera que conducía al salón de baile; de pronto Sibyl se vio empujada violentamente contra la barandilla. El furioso movimiento de la polka había lanzado toda una tropa de bailarines hacia el invernadero, y durante unos minutos no pudimos ni subir ni bajar. Tan pronto como la gente se dispersó, Sibyl hizo un esfuerzo para seguir adelante, pero en aquel preciso Instante su vestido se enganchó en un clavo de la barandilla y uno de los faldones de seda que colgaba de un lado se desgarró y quedó lastimosamente en vilo. De momento no se percató de la desgracia, pero como quiera que el faldón de seda seguía colgando de la parte más sustancial de su vestido, me di cuenta sin quererlo que en la parte anterior del mismo llevaba, prendido con una lana, un gran broche de diamantes en forma decreciente. En aquel preciso momento, ella se volvió de espaldas con increíble presteza, como si quisiera arreglarse el desgarrado faldón; pero el rostro se le había puesto terriblemente colorado y se quedó mirándome unos segundos con ojos interrogadores.
—¡Qué miserable accidente! —dijo recobrando su naturalidad—; he estropeado mi mejor vestido.
—¿De veras? —dije con simpatía—. ¿Supongo que no será culpa de mi torpeza, aunque por lo visto el daño no fue muy grande; se le rompió por delante, verdad?
Tuve que hacer un gran esfuerzo para contenerme al decir aquellas palabras. Aunque me había quedado plantado, palpitante de asombro y lanzando alguna ojeada para examinar su vestido, sabía que cualquier palabra desacertada podía arruinar en el acto todo lo bueno de mi sorprendente descubrimiento y privarme de continuar adelante con lo que parecía ser una de las historias más extrañas asombrosas del año.
Para poner punto final a la conversación, le pregunté riendo si no quería pedir ayuda a una de las sirvientas de la casa; ella se aferró a la excusa que le ofrecía, dejándome en el acto en el descansillo, desde donde la vi subir a toda prisa hacia las habitaciones del piso superior.
Tan pronto como Sibyl Kavanagh hubo desaparecido, volví al invernadero y me tomé una taza de té, pues siempre había sido el mejor esclarecedor de mis ideas. Durante unos diez minutos estuve dándole vueltas al asunto en mi cabeza. ¿Quién era Mrs. Sibyl Kavanagh y por qué se había cosido un broche de brillantes en el interior del faldón de su vestido, y cosido además en un lugar donde quedaba tan seguramente disimulado a la vista como si estuviese escondido en las aguas del Támesis? Un niño podría darme la respuesta, pero un niño también habría comprobado muchas de las cosas que no dejaban de ser vitales para llegar a la ineludible conclusión de aquel descubrimiento inesperado. El broche que acaba de contemplar correspondía perfectamente con el que le habían robado a Lady Dunholme, pero tratábase también de una joya que un centenar de mujeres hubieran podido poseer. Si hubiese ido en aquel mismo momento donde estaba Lady Faber y le hubiera dicho que el ladrón que había invitado era Mrs. Sibyl Kavanagh, ésta no habría dejado de desencadenar una acción judicial por calumnia y las cosas se complicarían endemoniadamente. Sin embargo, habría dado cien libras por poder inspeccionar completamente el faldón de su vestido y habría apostado una cantidad igual de que allí mismo hubiera encontrado el colgante de rubíes sazonados; el colgante que me parecía ser la llave maestra capaz de poner coto a la serie de robos de joyas y al colosal misterio del año. Pero ahora, evidentemente, la mujer se había metido en alguna habitación del piso superior para esconder lo que llevaba encima y, por lo pronto, parecía muy improbable que una brusca e inmediata inspección de su vestido agregase algo a lo que ya sabía.
Otra taza de té me ayudó a continuar pensando en mi pista. Me parecía claro que aquella mujer era la depositaria de las joyas robadas más que el verdadero ladrón de las mismas. Evidentemente ella no podía haber utilizado las tijeras que sirvieron para cortar el colgante del cinturón de rubíes de Lady Faber. Era más probable que eso hubiera sido obra de un hombre muy experto en la materia. Pero, ¿quién era ese hombre? ¿Y no se trataría tal vez de varios ladrones? Desde hacía tiempo sospechaba que los hurtos de aquella temporada no podían ser sino obra de muchas manos. La suerte me había deparado poder descubrir un par de ellas, pero era mucho más importante conocer las restantes. El castigo de esa mujer muy difícilmente podía poner fin a una vasta conspiración; las sospechas estaban harto fundadas, pero la detención de Sibyl Kavanagh por la posesión del broche de brillantes, escondido sospechosamente, planteaba un problema: esa joya pertenecía a un modelo que abunda en cada tienda de joyas desde Kensington hasta Temple Bar, y detenerla hubiese sido una verdadera locura.
Naturalmente, yo podía coger un cabriolé e irme a Scotland Yard a relatar el hecho, pero sin otros fundamentos que los que tenía, ¿de qué me habría valido? Si la historia de este asunto tan extraño debiera escribirse, sabía perfectamente que yo mismo debería escribirla y sin perder ni un solo minuto.
En aquellos momentos contaba con suficientes cabos en mis manos, dominaba bastante la situación como para actuar resueltamente; de modo que mi primer paso fue reintegrarme en la sala de baile y buscar pareja para el siguiente vals. Dimos varias vueltas antes de descubrir que Mrs. Kavanagh había regresado a la sala y bailaba con su habitual impetuosidad y, al parecer, sin que su reciente desgracia la hubiera afectado en lo más mínimo. Al pasar junto a ella, hasta me sonrió, como diciendo: «¡De nuevo desplegué todas mis velas!», y su aspecto me convenció de que estaba segura de que yo no había visto nada de sospechoso cuando se produjo el desgarrón de su vestido.
Al terminar el vals, mi pareja, una linda muchacha vestida de rosa, me dejó con esta observación:
—¡Está usted desmesuradamente tonto esta noche! —y prosiguió—: Le he preguntado si ha visto Manon Lescaut y lo único que me dice es: «Desabrochar el faldón, en eso estoy pensando…».
Esto me percató de que era peligroso seguir bailando, por lo que estuve esperando en el salón hasta que sirvieran la cena. Mrs. Kavanagh pasó por mi lado del brazo del general Sharard. Había estado vagando por el salón para poder ver qué tipo de joyas lucía en su vestido, y tan pronto como me hube cerciorado, tomé nota de ellas y me deslicé, procurando que no me vieran, hasta la puerta principal de la casa para tomar un cabriolé que me llevara a mi domicilio en Bond Street.
Al segundo campanillazo, el portero me abrió la puerta; mientras permanecía de pie, mirándome con profunda sorpresa, fui directamente a uno de los cajones donde guardábamos nuestras joyas y cogí un ramillete de diamantes y me lo metí en el bolsillo de mi abrigo. Seguidamente mandé al portero a que fuese a despertar a Abel y, al cabo de cinco minutos, mi sirviente estaba vestido a mi lado frotándose los ojos todavía llenos de sueño.
—Abel, tengo buenas noticias para ti. Estoy sobre la pista de la banda que andamos buscando.
—¡Por Dios, no me va a decir que…! —exclamó con asombro.
—Precisamente; para empezar tenemos a una mujer, una tal Mrs. Sibyl Kavanagh, y ella misma ha birlado un par de ramilletes de diamantes y un colgante de rubíes esta noche en casa de Lady Faber. Sé que uno de los ramilletes lo lleva ella misma; si pudiera encontrar el colgante encima de esa mujer el asunto quedaría cerrado.
—¡Vaya! —soltó Abel, con cara reluciente ante la idea del negocio—. Ya sabía yo que en todo ese asunto estaba metida una mujer; pero, ¿ésa debe ser una mosca de tamaño regular, no? ¿Qué me dice, señor?
—Hemos de descifrar la historia inmediatamente. Voy a volver en el acto a Portman Square. Tú me sigues en un cabriolé y cuando llegues a la casa, me esperas dentro del coche, en mi cupé, hasta que yo salga. Pero antes de llegar allí, has de pasar por la comisaría de policía de Malborough Street y pedir que tengan a diez o doce hombres listos para vigilar una casa en Bayswater hasta las seis de la mañana.
—¿De manera que va a seguir a esa mujer hasta su casa?
—Exactamente, y si mi espíritu me brinda la manera de hacerlo, pienso ser su huésped a los diez minutos de que esa mujer haya salido de la casa de Lady Faber. Estoy seguro de que podrás conseguir los hombres que necesitamos en Malborough Street o en la comisaría de Harrow Road, pues este desgraciado asunto lleva preocupando a la policía desde hace ya demasiado tiempo.
—Es cierto, señor; el inspector King me dijo ayer mismo que de no ocurrir algo bien pronto, escondería su cabeza en la arena. Pero estoy pensando, señor, que no me ha facilitado las señas exactas de esa Sibyl.
—Porque aún no las tengo. Sólo sé que esa mujer vive en algún lugar cercano a la iglesia de San Esteban, y que pertenece a una de sus vicarías. Si puedes conseguir su dirección preguntándole a su cochero, hazlo. Pero corre y procura estar en Portman Square lo antes posible.
No debía faltar mucho para la una de la madrugada. Efectivamente, dio la una cuando pasé por delante de la capilla de Orchard Street. Al llegar a Portman Square, encontré a mi propio cochero esperando con el cupé en la esquina de Baker Street. Antes de entrar en la casa le dije que esperase a Abel y que por ningún motivo se estacionara delante de la puerta de Lady Faber. Seguidamente subí tranquilamente al salón de baile y estuve observando a Mrs. Kavanagh, de la cual no diré que bailaba sino que estaba furiosamente entregada a realizar la última figura de la danza de los lanceros. Era evidente que aún no se marcharía y por lo tanto la dejé hasta que hubieran servido la cena y fui a sentarme cerca de la puerta del comedor, para no perder de vista a quienes pasaran por allí.
No llevaba más de diez minutos en mi puesto, cuando para mi gran sorpresa, la vi aparecer de pronto en el vestíbulo, enfundada en su abrigo; pero no me vio pasar. Esperé hasta oír cerrarse la puerta del vestíbulo y salí inmediatamente para recoger mi abrigo. Ya se habían ido muchos huéspedes pero en la plaza quedaban aún unos cuantos coches y cabriolés y un portalinterna parecía estar muy atareado en distribuir un sinfín de bebidas. Se me ocurrió que si Abel no hubiera conseguido la dirección de la mujer, ese hombre tal vez me la facilitase, y fui a preguntarle.
—Esa señora que acaba de salir, ¿tenía un coche o un cabriolé?
—¿Se refiere usted a Mrs. Kevenner? —contestó el de la linterna con recia voz—. Sí, tiene un cabriolé, pero ha cogido un cupé, señor, para ir al 192, Westbourne Park, aunque no sabría decirle cuándo ha sido, señor.
—Muchas gracias. Esa señora ha dejado caer una joya en el hall y creo que tendré tiempo de alcanzarla y devolvérsela.
El buen hombre me miró asombrado, sin duda pensando que nadie devolvía nada de lo que pudiera encontrar en un baile de Londres. Lo dejé en medio de su asombro y me metí en mi coche. Dentro de él me encontré con Abel, quien, acurrucado en el asiento que tenía frente al mío, me dijo, excusándose tristemente, que esa mujer no tenía ningún cochero y que por consiguiente no había podido averiguar sus señas.
—No te preocupes —le contesté, y salimos a todo galope—. ¿Qué te han dicho en la comisaría?
—Querían mandar una patrulla de policía y detener a todos los que se hallaran en casa de Lady Faber, señor. Tuve muchas dificultades para convencerles de que no lo hicieran, créame. Les dije que nosotros estaríamos allí para impedir que hicieran alguna trastada y entonces se conformaron. Quedamos en que una docena de hombres estarían alertas en la comisaría de Harrow Road hasta la madrugada esperando nuestra llamada. Tienen plena confianza en usted, señor.
—Lástima que no la tengan mucho más en sí mismos, pero de todas maneras estamos de suerte. La dirección de esa mujer ya la tenemos: vive en el número 192 de Westbourne Park y, si mal no recuerdo, es una plaza con jardín.
—Estoy seguro de ello, señor; se trata de una plaza ajardinada de forma triangular, y el número 192 cae por la parte de Durham o un poco más allá; podremos vigilar estupendamente la casa desde la empalizada.
Al cabo de unos diez minutos de carrera con el coche, llegamos a la plaza y me di cuenta que tenía, como dijera Abel, forma triangular. El número ciento noventa y dos era un gran caserón cuyos exteriores parecían caerse en pedazos. Pero el segundo y tercer piso estaban iluminados. Por cuanto pude ver, ya que las persianas del salón estaban levantadas, allí no parecía moverse nadie. Sin embargo esto no me hizo desistir de mi empeño y con Abel fuimos hasta la misma esquina del jardín donde dos grandes árboles nos ofrecían el más seguro cobijo. Allí permanecimos en silencio varios minutos, para asombro del policía de servicio con el cual pegamos pronto la hebra para mayor satisfacción suya.
—Ah, ya sé que por aquí andan unos tipos muy raros; deben catorce libras de leche y no le pagan al carnicero; toda la noche entran unos tipos jóvenes… ¡Miren!, ahora mismo llega uno.
Miré a través de los árboles y efectivamente vi que el guardia tenía razón. Un joven con sombrero de copa y abrigo negro subía la escalinata de la casa; el resplandor de la farola de la calle hirió su rostro y pude reconocerle: era el muchacho que se estaba atiborrando de tartas de confitura en casa de Lady Faber, el joven que Sibyl Kavanagh pretendía no conocer cuando conversaba conmigo en el invernadero. Al verle, supe que había llegado el momento.
—Abel, es hora de que vayas a la comisaría. Diles que traigan una escalera corta. Tendrán que entrar por el balcón, pero solamente cuando yo les dé la señal. Y la señal será el crujido del cristal de la lámpara que puedes divisar encima de aquella mesa. ¿Trajiste mi pistola?
—¿Imaginaba que me la olvidaría? He traído dos. ¡Y tenga mucho cuidado! ¡Vaya con mucha atención con esos tipos!
—No te preocupes; pero no olvides que dependo totalmente de ti. Espera hasta el último segundo posible y no hagas nada mientras yo no te dé la señal: cuando lo oigas significará que ya tenemos toda la clave del asunto.
Abel asintió con la cabeza y desapareció prestamente en dirección al coche. Entonces me fui directamente hacia la casa y llamé fuertemente a la puerta. Para mi sorpresa se abrió en el acto; un hombre rechoncho vestido de librea estaba ante mí y no parecía sorprendido al verme ni mucho menos.
—Ahí están las escaleras, señor, ¿quiere usted subir?
—Naturalmente —dije, cogiéndole la palabra—, enséñeme el camino.
—Perdóneme, señor, pero creo haberme equivocado —replicó el lacayo—. Voy a avisar a la señora Kavanagh…
Antes de que pudiera contestarle, corrió ágilmente escaleras arriba, pero inmediatamente me lancé tras él; al llegar al descansillo, pude ver en el salón de enfrente que la mujer estaba sentada y que junto a ella había un hombre ya viejo de largos bigotes y patillas negros, y el joven que acababa de entrar en la casa. Pero la habitación del fondo, que daba a la otra por una puerta de doble batiente, estaba vacía y sin luz. Todo eso pude verlo en una rápida ojeada, pues tan pronto como el lacayo le hubo hablado, la mujer empujó al joven hacia el balcón y salió corriendo hacia el descansillo, cerrando la puerta tras ella.
—¡Señor Sutton —exclamó al verme—, qué sorpresa! Ahora mismo me iba a dormir.
—Temí que ya estuviera usted en cama —contesté con la sonrisa más sencilla posible—, pero he encontrado un ramillete de diamantes en casa de Lady Faber, en el hall, después de que usted se marchara. El lacayo me dijo que podía ser suyo y como quiera que mañana he de marcharme de la capital, he pensado que podía arriesgarme a traérselo esta misma noche.
Al tiempo que hablaba le entregué el ramillete de diamantes que había sacado de mi propia vitrina de Bond Street; pero mientras lo examinaba, me echó una mirada escrutadora con sus ojos resplandecientes, y sus gruesos labios sensuales se apretaron uno contra otro. Al segundo, volvió a reírse y me devolvió la joya.
—Le estoy sumamente agradecida —exclamó—, pero precisamente acabo de poner mi ramillete en su estuche. Quiere usted darme algo que no me pertenece.
—¿De veras no es suyo? —exclamé a mi vez, fingiendo decepción—. Lamento sinceramente haberla molestado.
—La que ha de lamentarlo soy yo, por haberlo hecho venir hasta aquí —replicó—. ¿No desea tomar un brandy con seltz o cualquier otra cosa antes de marcharse?
—Nada en absoluto, señora; se lo agradezco. Permítame excusarme de nuevo por haberla molestado y desearle que descanse bien.
Entonces me tendió la mano, al parecer mucho más sosegada, y tan pronto como empecé a bajar las escaleras, volvió a entrar en el salón con la idea, de ello estaba seguro, de sacar al joven del balcón.
El grueso lacayo ya me esperaba en el hall para abrirme la puerta, pero yo andaba muy despacio pues, en verdad, todos mis planes parecían haber fracasado y de momento no se me ocurría la menor idea. Mi propósito al llegar a aquella casa era el de descubrir, y de ser posible echarles el guante, a los cómplices de aquella mujer, cogiéndola a ella, tal como lo esperaba, por sorpresa. Sin embargo, a pesar de que mi cadena estaba bastante completa, le faltaban los eslabones esenciales aunque me hallara muy cerca de poderla completar. Lo que tenía que decidir en el espacio de diez segundos era: ¿Ahora o mañana?, pues podía alejarme tranquilamente de aquella casa y esperar hasta que la banda entera cayese en la trampa o dar un golpe atrevido capaz de acabar con el asunto allí mismo y en aquel preciso momento. Y elegí la segunda alternativa, pues mañana —declame a mí mismo— toda esa gente podía estar a salvo en París o Bélgica, y nunca volvería a encontrarse una pista como la del colgante de rubíes, nunca se daría una oportunidad como aquélla para atrapar a tres de los individuos que desde hacía tanto tiempo veníamos persiguiendo. Ese pensamiento hizo que bruscamente se proyectara en mi mente todo un plan de acción, que me apresuré a ejecutar silenciosa y rápidamente, con una celeridad que hasta hoy me sigue asombrando.
Me encontraba ya ante la puerta del hall que el lacayo había dejado abierta. Una simple mirada sobre aquel hombre me convenció de que mis designios eran válidos. El lacayo era un ser obtuso y condescendiente, pero probablemente honrado. Al llegar frente a él, agarré bruscamente la empuñadura de la puerta y la cerré con fuerza, permaneciendo dentro del hall. Seguidamente le puse el cañón de mi pistola en la frente (aunque sabía que por esta amenaza un juez me habría condenado a un mes de cárcel) y le grité fieramente:
—Esta casa está rodeada por la policía, si pronuncia una palabra hago que le condenen a siete años como cómplice de esa mujer que está arriba y que vamos a detener. Cuando llame, conteste que ya me fui y vuelva aquí inmediatamente para recibir mis instrucciones. Si se comporta como le digo no le inculparemos, de lo contrario irá a parar a la cárcel.
Al oír mis palabras el pobre diablo palideció y tembló tanto que podía percibir su temblor a lo largo del brazo por el que lo tenía agarrado.
—Déjeme, déjeme explicarle, señor —balbuceó—. Yo no pensaba, se lo aseguro, no pensaba que pudiera estar sirviendo a semejante caterva.
—Está bien; pues ahora mismo me voy a esconder, ¡rápido!, en esa habitación que parece oscura. Y ahora suba las escaleras y vaya a decirle a su ama que ya me marché.
Conforme iba diciendo esas palabras, me metí en el pequeño cuarto contiguo al comedor, colándome sin vacilar debajo de la mesa redonda que allí se encontraba. El lugar estaba completamente a oscuras y tenía la ventaja que desde allí podía observar la escalera sin ser visto; pero antes de que el lacayo hubiera subido la escalera, la mujer se adelantó hacia él y mirando al vestíbulo preguntó:
—¿Ya se ha marchado ese señor?
—Ahora mismo acaba de salir, señora.
—Bien, entonces ya puede irse a dormir, y que sea la última vez que deja entrar a un extraño como ése en la casa, ¿entendido?
El ama volvió a su habitación, mientras el lacayo, volviéndose hacia mí, me preguntaba:
—¿Qué he de hacer ahora, señor? Le advierto que no haré nada si no interviene usted en mi favor, señor. He estado sirviendo veinte años en casa de Lord Walley sin la menor queja de su parte. ¿Quién iba a pensar que esta mujer fuese tan mala? ¡Es increíble!
—Le prometo que intervendré en su favor si hace exactamente lo que le ordene. ¿Quedan por llegar aún más hombres?
—Sí —contestó el lacayo—, aún quedan dos: el capitán y el sacerdote. ¡Valiente sacerdote debe ser!
—No se procupe. Espérelos y hágalos entrar. Luego suba las escaleras y apague la luz como si fuese un descuido. Después puede marcharse a dormir.
—¿No olvidará decirle a la policía que nada tengo que ver con el asunto? ¿Ya han llegado? —preguntó con su ronco bisbiseo.
A lo cual contesté:
—Sí, los policías están en todas partes: en el tejado, en la calle y en los balcones de la casa. Si oponen la más mínima resistencia toda la casa hormigueará de polizontes.
Lo que acababa de decirle al lacayo no tuvo respuesta de su parte porque en ese mismo momento volvieron a llamar a la puerta de la casa y fue a abrirla rápidamente. Dos hombres, uno vestido de sacerdote y el otro, que parecía un señor poderoso, ataviado con un abrigo de Newmarket, subieron ágilmente las escaleras seguidos del lacayo. Al rato la luz se apagaba en la escalera y no se escuchaba más ruido que el eco de la conversación del salón delantero.
Acababa de llegar un nuevo momento crítico de mí noche de trabajo. Me quité los zapatos, puse el seguro de mi revólver y me lancé por las escaleras con paso felino para meterme en el pequeño salón trasero. Uno de los batientes de la puerta de la pequeña habitación donde me hallaba estaba entreabierta, por lo que el menor movimiento falso de mi parte podía costarme la vida, pues no podía afirmar con certeza si la policía se encontraba realmente en la calle o en camino hacia la casa de Sibyl Kavanagh. Pero tuve la buena fortuna de que los hombres allí reunidos hablasen en voz alta y como si estuviesen disputando. Lo primero que observé al mirar a través de la puerta abierta, fue que la mujer había dejado solos a los cuatro hombres. Tres de ellos estaban sentados alrededor de la mesa sobre la cual se encontraba la lámpara, mientras que el hombre rechoncho y vejete de bigotes negros ocupaba un sillón. Pero la visión más agradable de todas era sin duda la del gran pañuelo extendido en la mesa y casi totalmente cubierto de broches, medallones y ramilletes o piochas de diamantes, y, para infinita satisfacción mía, pude divisar el colgante de rubíes de Lady Faber yaciendo esplendorosamente entre aquellas ricas joyas refulgentes bajo la luz.
Allí estaba la clave de toda la historia. ¿Pero cómo utilizarla? Se me ocurrió en el acto que aquellos cuatro canallas consumados no irían desarmados. Si daba un paso hacia el salón donde se encontraban, podían disparar sobre mí y, si la policía aún no había llegado, aquello podía ser el fin de todo. Tenía necesidad de esperar unos minutos más para asegurarme de que Abel no estaba solo en la calle. Pero no tuve tiempo ni siquiera de pensarlo: antes de haberme decidido, la luz de una lámpara brilló en las escaleras y a los pocos segundos la señora Kavanagh en persona estaba en el marco de la puerta mirándome. Vaciló unos segundos, pero éstos bastaron para ayudarme en mi propósito; en el preciso momento en que un grito iba a escaparse de sus labios, con el corazón latiendo fuertemente en mi pecho me lancé por la puerta del salón y disparé directamente sobre el cristal de la lámpara que proyectaba una aureola de luz sobre las joyas robadas.
En el momento en que el cristal volaba en mil pedazos —mi reputación de buen tirador de pistola no se desmintió en aquel momento tan crítico—, Mrs. Kavanagh corrió sollozando histéricamente hacia su dormitorio del piso superior mientras los cuatro hombres corrían gritando ferozmente hacia la puerta en la que me habían divisado; al verlos lanzarse sobre mí, rogué a Dios para que Abel viniese en mi ayuda. Pero mi plegaria fue superflua; apenas los hombres habían dado dos pasos cuando los cristales de las ventanas de los balcones volaron estrepitosamente y toda la habitación pareció llenarse de policías.
No recuerdo exactamente las sentencias que cayeron sobre aquella importante banda (conocida en la historia policial como el gang de Westbourne Park) de ladrones de joyas, pero la historia del caso es lo bastante interesante como para que valga la pena contarla. El marido de Sibyl Kavanagh —el de los bigotes negros— era un hombre llamado Whyte, antiguo administrador en la casa de Tames Thorndike, los Grandes Almacenes que están cerca de Tottenham Court Road. El negocio de Whyte consistía en facilitar todos los artículos indispensables para los bailes y, aunque me asombra el escribirlo, se ocupaba incluso de encontrar parejas masculinas para las señoras que contaban con pocas amistades. Al dejar ese trabajo se estableció por su cuenta y se le ocurrió la brillante idea de encontrar entre los invitados a los bailes a unos hombres capaces de meterse en el sombrero con la seguridad que el baile ofrecía, fruslerías como ramilletes, colgantes y medallones de brillantes. Después Whyte se casó con una mujer hábil y despierta que le ayudó en sus propósitos. Bajo el nombre de Kavanagh la mujer se relacionó con cierto número de jóvenes cuyo negocio y ocupación eran los bailes y, cuando era necesario, ella misma iba a las casas importantes.
El juicio dio luz el extraordinario hecho de que no menos de veintitrés hombres y ocho mujeres andaban metidos en esa gigantesca conspiración y que la Kavanagh actuaba como vendedora de las joyas hurtadas por ellos y a los que se entrenaba solamente lora tercera parte de los beneficios y, por lo tanto estafándoles descaradamente.
Según tengo entendido. Whyte está ahora tomando aires en el penal de Portland mientras que los jóvenes ladrones p practican el ejemplar ejercicio de romper piedras para las carreteras, trabajo destinado a manos ociosas.
En cuanto a Mrs. Kavanagh, las cosas terminaron dramáticamente. Según me dijo el inspector King, insistió en que se la detuviera en la cama.