MADAME SARA

Todo el mundo relacionado con los negocios y gran número de quienes nada tienen que ver con ellos, han oído hablar de la agencia Werner, que se dedica a investigar sobre la solvencia de las firmas en todo el mercado británico. Su labor estriba en cerciorarse de las condiciones financieras de todas las empresas tanto mayoristas como detallistas, desde la Rothschild hasta las más pequeñas confiterías londinenses de Whitechapel. No diremos que la totalidad de las firmas figure en sus registros, pero lo que sí puede hacer con sus métodos secretos de investigación es averiguar la situación de cualquier empresa o propietario privado. Con ello, la Werner representa una gran salvaguardia para el comercio británico y evita numerosas acciones fraudulentas.

Vuestro servidor, Dixon Druce, entró a trabajar en 1890 en dicha agencia como director. Desde entonces, he tenido ocasión de tropezarme con gente extraña y he podido ver escenas asombrosas, pues los hombres suelen hacer por dinero las cosas más curiosas.

En junio de 1899, tuve que trasladarme a la isla de Madeira para realizar una investigación bastante importante. Salí de la isla el 14 del mismo mes con dirección a Southampton a bordo del Norman Castle, en el que embarqué después de cenar. Hacía una noche espléndida; los acordes de la orquesta de los jardines públicos de Funchal flotaban en el tibio y fragante aire de la bahía, bajo el cielo cuajado de estrellas. Sonó la campana del buque; el capitán dio la orden de zarpar, y con un último adiós a la más encantadora isla del mundo, me fui hacia el salón de fumadores para encender mi cigarro de Manila.

—¿Desea una cerilla, señor?

La voz venía de un hombre esbelto y joven que se hallaba cerca de la cubierta. Antes de que pudiera contestarle, me alargó la cerilla encendida.

—Le ruego que me disculpe —dijo al tirar la cerilla por encima de la borda— ¿acaso no me dirijo a Mr. Dixon Druce?

—Sí señor —contesté mirándole vivamente—, pero tiene usted una ventaja sobre mí.

—¿No me reconoce? —exclamó—. Jack Selby, de la casa Haywards, de Harrow, en 1879.

—¡Diablos! —grité—. ¡Quién iba a pensar…!

En el acto nuestras manos se estrecharon vigorosamente y al poco rato me encontraba sentado junto a mi viejo amigo, que había trabajado para mí en el pasado y que no había vuelto a ver desde que me despedí de él para embarcar en el Hill una mañana lluviosa de diciembre, veinte años antes. Entonces tenía unos catorce años, era un muchacho; sin embargo le había reconocido. Tenía el rostro curtido por el aire y el sol y sus facciones se habían afinado. En su niñez, Selby destacaba por su gracia, la hermosura de su cabeza y de sus gestos; todo ello lo había conservado y aunque ya había pasado su primera juventud, seguía siendo francamente guapo. Me contó rápidamente su historia:

—Mi padre me dejó mucho dinero —comenzó diciendo— y ahora soy el dueño de Los Prados, nuestra antigua mansión familiar. Sentí una vocación por la historia natural y ello me condujo hace dos años a Sudamérica. He conocido las más extrañas aventuras y coleccionado valiósos especímenes y trofeos. Ahora regreso a mi casa desde Para, en la zona amazónica; llegué a Madeira con un barco de la compañía Booth y allí me embarqué en este buque de la Castle Line. ¿Pero por qué hablar tanto de mí mismo? —dijo, acercando su silla a la mía—. ¿Qué ha sido de su vida, querido amigo? ¿Fundó un hogar, tiene esposa e hijos, o bien consiguió realizar su sueño y posee ahora el mejor laboratorio privado de Londres?

—En cuanto al laboratorio se refiere —contesté sonriendo— ya vendrá y lo verá. Por lo demás, sigo siendo soltero. ¿Y usted?

—Me casé el día antes de salir de Para, y mi esposa está a bordo conmigo.

—¡Muy bien! Me gustaría saber algo de ella; cuénteme.

—Con mucho gusto. Su apellido de soltera es Dallas; Beatriz Dallas. Acaba de cumplir los veinte años. Su padre era inglés y su madre española, pero ambos murieron. Tiene una hermana mayor. Edith, de unos treinta años de edad, soltera, y que también viene con nosotros. Además, existe un hermanastro, mucho mayor que ellas. Conocí a mi mujer el año pasado en Para y en seguida me enamoré. Soy el hombre más feliz del mundo. Huelga que le diga que la encuentro muy hermosa; además ella también es muy rica. La historia de su riqueza es bastante curiosa. Su tío materno era un español riquísimo que reunió una enorme fortuna en el Brasil con los diamantes y los minerales. Pero al parecer, su riqueza le trastornó el cerebro. En cualquier caso, eso parece haber ocurrido en relación con su testamento. Repartió los beneficios y las rentas anuales entre sus sobrinos, pero manifestó que el capital propio nunca tendría que dividirse, legándoselo al último sobreviviente de los tres. Una cláusula insensata, claro, pero según creo no sin precedente en el Brasil.

—Totalmente absurda —dije a mi vez—. ¿A cuánto ascendía su fortuna?

—Rebasa los dos millones de libras esterlinas.

—¡Caracoles! ¡Vaya suma! ¿Pero qué pasa con el hermanastro?

—Ya debe tener más de cuarenta años, y por lo visto se trata de un canalla. Nunca le he visto. Sus hermanas no le hablan ni quieren saber nada de él. Tengo entendido que es un tahúr. Me han dicho que actualmente se encuentra en Inglaterra, y como quiera que es preciso llenar ciertas formalidades para que las hermanas puedan disfrutar de sus rentas, lo primero que debo hacer es descubrir el paradero del hermanastro tan pronto como llegue a mi casa. Debe firmar ciertos documentos; para que todo esté en orden, no hay más remedio que encontrarle. Hace algún tiempo, mi esposa y Edith se enteraron de que estaba enfermo, pero muerto o vivo hemos de dar con él lo antes posible.

Como yo seguía callado, Selby prosiguió:

—Mañana le presentaré a mi esposa y a mi cuñada. Beatriz parece una niña al lado de Edith, quien se porta con ella casi como una madre. Bee —éste es el diminutivo de mi mujer— es hermosa, llena de gracia y de encanto. Edith también es guapa, pero a veces me da la impresión de ser vanidosa como un pavo real. Y esto me lleva de pasada, querido Druce, a otro aspecto de mi historia. Mi mujer y su hermana han conocido a bordo de este barco a la mujer más interesante que nunca haya conocido. Se llama Madame Sara y conoce Londres estupendamente. En realidad, confesó que posee un comercio en el Strand. Ignoro totalmente lo que la trajo al Brasil, pues sabe guardar celosamente sus asuntos personales. Se va a asombrar cuando le diga cuál es su profesión.

—¿Qué hace? —pregunté, interesado.

—Lo que pudiéramos llamar una embellecedora. Pues tiene el privilegio de rejuvenecer a quienes la consultan. Declara asimismo que es capaz de volver hermosa a una persona fea. No cabe duda que es muy inteligente. Sabe un poco de todo, y tiene unas recetas maravillosas en cuanto se refiere a la medicina, la cirugía y la odontología. Ella misma es una mujer encantadora, muy hermosa, de ojos azules, unos modales ingenuamente infantiles y gran cantidad de rizos y de bucles en su cabellera de un rubio dorado. Confiesa abiertamente que es mucho más vieja de lo que pudiera parecer, aunque no aparenta más de veinticinco años. Parece que ha viajado por todo el mundo y afirma que por su nacimiento es una mezcla de india y de italiana, ya que su padre era italiano y su madre india. Viaja en compañía de un árabe, un tipo hermoso y pintoresco, que le profesa la más absoluta devoción, y regresa a Inglaterra también con dos brasileños de Para. Esa mujer es depositaría de toda clase de secretos, sobre todo en lo que se refiere a la cosmética. Me figuro que por su negocio del Strand, podría contarnos una infinidad de historias. Sus clientes van a visitarla allí mismo y les atiende en lo que precisan. Es un hecho que en ciertos casos efectúa pequeñas intervenciones quirúrgicas y ningún dentista de Londres es capaz de competir con ella. Madame Sara asegura con toda ingenuidad que conoce ciertos secretos para colocar dientes postizos sin que nadie se dé cuenta de que son falsos. Edith la adora hasta tal punto que su adoración es pura idolatría.

—Me está usted haciendo una descripción muy brillante de esa mujer. ¿Podrá presentármela mañana?

—Desde luego —contestó Jack Selby con una sonrisa—. Me gustaría saber qué piensa usted de ella. Estoy contentísimo de haberle encontrado, Druce; esto es como volver a los buenos tiempos de antaño. Cuando lleguemos a Inglaterra, nos alojaremos en mi casa de Londres, en Eaton Square durante el resto de la temporada. Los Prados necesita ser reamueblado, y Bee y yo nos trasladaremos allí en agosto para pasar algún tiempo; de manera que podrá venir a vernos cuando guste. Pero antes de tener el gusto de recibirle, tengo que encontrar a mi precioso cuñado, Henry Joachin Silva; crea que lo siento.

—Si tiene alguna dificultad, puede contar conmigo. Puedo poner a su disposición, extraoficialmente, claro está, a unos agentes capaces de encontrar en Inglaterra a una persona cualquiera, viva o muerta.

Entonces, informé rápidamente a Selby de mi trabajo personal.

—Se lo agradezco —contestó con alegría— eso es trascendental para mí; usted es el hombre que necesitamos.

A la mañana siguiente, después del desayuno, Jack me presentó a su esposa y a su cuñada. Ambas eran mujeres de aspecto extranjero, pero muy hermosas; su esposa, en especial, tenía una gracia y una figura extraordinarias.

Estuvimos charlando durante unos cinco minutos antes de ver aparecer en cubierta a una mujer más bien pequeña y esbelta, tocada con un gran sombrero que la preservaba del sol.

—¡Ah, madame! —exclamó Selby—. ¡Qué alegría que haya venido! He tenido la alegría de encontrar a bordo a un viejo amigo, Mr. Dixon Druce, con quien ya he hablado de usted. Me gustaría que se conocieran. Druce, le presento a Madame Sara de quien ya le he hablado. Madame Sara, le presento a Mr. Dixon Druce.

Madame Sara se inclinó con mucha gracia, y se quedó mirándome con atención. Pocas veces había visto a una mujer tan hermosa. A su lado, tanto la esposa de Selby como su cuñada palidecían en cuanto a belleza. Tenía un cutis deslumbrante, con un rostro de la más fina expresión, los ojos profundos, inteligentes, y con una mirada tan ingenua como la de un niño. Iba vestida con mucha sencillez, y parecía por completo una muchacha joven y llena de frescor.

A medida que conversábamos, hablando de los tópicos más corrientes, notaba instintivamente que Madame Sara sentía por mi persona un interés mucho mayor del que cabe esperar tras una mera presentación. Paulatinamente, fue desviando la conversación hasta conseguir que Selby, su esposa y su cuñada se alejaran de nosotros; entonces se acercó mucho más a mí y manifestó en voz baja:

—¡Estoy muy satisfecha de haberle conocido por muy extraño que haya sido nuestro encuentro! ¿Ha sido realmente casual?

—No entiendo lo que quiere usted decir —contesté.

—Sé quién es usted —dijo sonriente—. Es usted el director de la agencia Werner; su labor consiste en averiguar los asuntos privados de quienes por lo general prefieren guardar sus secretos personales. Señor Druce, quiero ser absolutamente sincera con usted. Tengo una pequeña tienda en el Strand, una perfumería, y al amparo de ese inocente negocio, hago lo necesario para ganar dinero. ¿Tiene alguna objeción, señor Druce, a que siga ganándome la vida del modo más inocente?

—¡Claro que no! —contesté—. Me confunde usted al aludir a ello.

—Deseo que visite mi tienda cuando llegue a Londres. He estado fuera de la capital durante tres o cuatro meses. Hago maravillas para mis clientes y ellos me pagan espléndidamente mis servicios. Tengo unos secretos por completo inocentes que a nadie puedo desvelar; los he conseguido en parte de los indios y en parte de los nativos del Brasil. Últimamente estuve en Para con objeto de investigar ciertos métodos que han de mejorar mi comercio.

—¿Y en qué consiste su comercio? —pregunté, mirándola con detención y sorpresa.

—Soy embellecedora —contestó con cierto gracejo, sonriéndose—. Perdóneme, pero llegará el día, Mr. Druce, en que también a usted le aquejarán las dolencias de los muchos años; y ahora, dígame: ¿es capaz de adivinar mi edad?

—No me atrevería a hacerlo —contesté.

—Y yo no se lo he de decir. Más vale respetar el secreto. Pero ha de comprender que mi profesión es muy legítima y que guardo unos secretos; y debo aconsejarle, Mr. Druce, que pese a su capacidad profesional, no se interfiera en mis asuntos.

La expresión ingenua se desvaneció de su semblante al pronunciar sus últimas palabras. Parecía haber en su tono como de desafío. Al cabo de unos segundos, se reunió de nuevo con mis amigos.

—¿Mr. Druce, ya conoce a Madame Sara? —me preguntó la señora Selby—. ¿No le parece encantadora?

—Es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida —respondí—, pero me parece que hay algún misterio en torno a ella.

—Desde luego que sí —manifestó Edith Dallas seriamente.

—Me preguntó si era capaz de adivinar su edad —proseguí—. No lo intenté, pero a buen seguro que no tiene más de veinticinco años.

—Nadie conoce su edad —dijo la señora Selby—, pero he de confiarle un hecho curioso que tal vez no quiera creer: fue la madrina de mi madre cuando se casó, hace treinta años. Dice que nunca ha de cambiar y que no teme a la vejez.

—¿Habla seriamente? —exclamé—. ¡Eso es imposible!

—Su nombre figura en el registro y mi madre la conocía muy bien. Entonces ya era misteriosa, y creo que mi madre penetró sus poderes, pero no puedo asegurarlo. En cualquier caso, Edith y yo la adoramos, ¿no es cierto, Edith?

Cogió afectuosamente a su hermana del brazo. Edith Dallas permanecía callada, pero su rostro parecía preocupado. Al cabo de unos segundos, dijo con lentitud:

—Madame Sara es misteriosa y terrible.

Quizá no exista, aparte de los juristas una profesión que engendre más sospechas que la mía. Odio los misterios, tanto en las personas como en las cosas. Los misterios son mis enemigos naturales, y ahora sentía que aquella mujer era un misterio evidente. No cabía duda de que se interesaba por mi persona, tal vez porque me temía.

El resto de la travesía discurrió de manera bastante agradable. Cuanto más veía a la señora Selby y a su hermana, más me gustaban. Eran muy tranquilas, sencillas y sinceras. Estaba persuadido de que eran tan buenas como el oro de ley.

Nos separamos en la estación de Waterloo; Jack con su mujer y su cuñada se fueron a la casa de Eaton Square, mientras que por mi parte regresaba a mi domicilio de St. John’s Wood. Allí tenía mi casa, con un gran jardín al fondo del cual se hallaba mi laboratorio; éste era mi orgullo, pues considerándolo bien, era el mejor laboratorio privado de Londres. Allí solía pasar mis ratos de ocio, realizando experimentos y ensayando combinaciones químicas, con la esperanza de realizar grandes cosas algún día, por cuanto la agencia Werner no tenía que ser el final de mi carrera. Sin embargo, esta labor me interesaba totalmente y no me disgustaba, ni mucho menos, volver a mis rompecabezas comerciales.

Al día siguiente, en el preciso momento en que me disponía a salir para mi despacho, se presentó Jack Selby.

—He venido a pedirle ayuda —me dijo—. He tratado ya por todos los medios de informarme acerca de mi cuñado, pero ha sido inútil. Su nombre no figura en ninguna guía. ¿Podría usted ayudarme a descubrir su paradero?

Le contesté que podía y que me gustaría hacerlo, si quería dejar el asunto en mis manos.

—Con sumo gusto —contestó—. Ya sabe cuál es nuestra situación. Ni Edith ni Beatriz podrán cobrar regularmente su dinero mientras no descubramos a ese hombre. No puedo imaginarme por qué se esconde de ese modo.

—Puedo insertar algunos anuncios en la pequeña correspondencia de los periódicos —le dije— pidiendo a cualquier persona que pueda facilitarme alguna información que me la comunique a mi despacho. También voy a dar las debidas instrucciones a todas las secciones de mi firma al igual que a todos mis ayudantes en Londres para que estén preparados para cualquier noticia. Puede estar seguro de que en una semana o dos sabremos algo acerca de su cuñado.

Selby pareció alegrarse por la propuesta que le hacía y después de rogarme que visitara a su esposa y a su cuñada lo antes posible, se marchó.

Ese mismo día los anuncios fueron enviados a los diferentes periódicos y se dieron las instrucciones oportunas a los agentes investigadores; pero las semanas transcurrieron sin el menor resultado. Selby estaba muy preocupado por aquel retraso. Sólo se sentía feliz en mi presencia e insistía en que fuera a verle a su casa en mis ratos libres. Me satisfacía el hacerlo ya que sentía un gran interés por él y sus asuntos. En cuanto a Madame Sara, no podía quitármela de la mente. Cierto día, la señora Selby me dijo;

—¿Ha vuelto a ver a Madame Sara? Sé que a ella le gustaría que la visitara usted para mostrarle su tienda y cuanto la rodea.

—Le prometí hacerle una visita —contesté—, pero hasta ahora no he tenido tiempo.

—¿Le gustaría venir conmigo mañana por la mañana? —preguntó de pronto Edith.

Se había sonrojado al decirme eso y una expresión de preocupación se dibujó en su rostro. Desde hacía algún tiempo, la encontraba nerviosa y deprimida. Ya había observado esa peculiaridad a bordo del Nonnah Castle, pero con el tiempo, en lugar de desaparecer no había sino empeorado. Su rostro parecía ansioso en una mujer tan joven; se sobresaltaba al menor ruido y el nombre de Madame Sara le despertaba una emoción exagerada tan pronto como se pronunciaba.

—¿Quiere venir conmigo? —repitió con gran vehemencia.

Se lo prometí en el acto, y al día siguiente, alrededor de las once de la mañana, Edith Dallas y yo nos dirigíamos en un cabriolé hacia la tienda de Madame Sara. Llegamos allí al cabo de unos minutos y nos encontramos ante una pequeña casa situada entre una mercería y una pequeña tienda de estampas baratas. En los escaparates de la tienda de Madame Sara había unas pirámides de frascos de perfume, con sus tapones de cristal tallado adornados con lazos multicolores. Nos apeamos del coche y entramos en la tienda; en el interior había unas escaleras que conducían hasta una gruesa puerta de caoba.

—Esta es la puerta de sus habitaciones privadas —dijo Edith, señalando una pequeña placa de cobre con la inscripción: «Madame Sara, Parfumeuse».

Edith pulsó el timbre eléctrico y la puerta se abrió inmediatamente, apareciendo en el recuadro un botones vestido con mucha elegancia. Miró a Miss Dallas como si la conociera perfectamente y dijo:

—Madame la está esperando, Miss.

El muchacho nos introdujo a los dos en una habitación silenciosa, sobria y bellamente amueblada, y se fue, cerrando la puerta. Edith se volvió hacia mí:

—¿Sabe dónde nos encontramos? —preguntó.

—Ahora mismo estamos en una pequeña habitación inmediatamente contigua a la tienda de Madame Sara —contesté—. ¿Por qué está tan nerviosa, Miss Dallas? ¿Qué le pasa?

—Estamos en el umbral del sótano de una maga —replicó—. Pronto estaremos frente a la mujer más maravillosa de todo Londres. No hay nadie como ella.

—¿Y le teme? —dije con voz susurrante.

Edith se estremeció, dio un paso hacia atrás, recobrando su calma con dificultad. En ese momento, el botones volvió para conducirnos a través de una serie de pequeñas salas de espera, y pronto nos encontramos ante Madame Sara en persona.

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa—. ¡Qué bien! Edith, cumplió con su promesa v le estoy muy agradecida. Ahora voy a mostrarle a Mr. Druce algunos de los misterios de mi negocio. Pero tiene que comprender usted, señor Druce —agregó dirigiéndose a mí— que no puedo confiarle ninguno de mis secretos verdaderos, sino lo que le guste saber acerca de mi persona.

—¿Cómo puede saber lo que me gustaría saber acerca de usted? —pregunté.

Me dirigió una grave mirada que no dejó de sorprenderme y prosiguió:

—Del conocimiento nace el poder; no rechace usted lo que deseo ofrecerle. —Y dirigiéndose a Edith, manifestó—: Edith, no le molestará esperar aquí mientras le enseño las habitaciones al señor Druce ¿verdad? —Y volviéndose hacia mí, dijo—: En primer lugar, Mr. Druce, observe esta habitación. Está iluminada únicamente por el techo. Cuando la puerta se cierra, el techo queda cerrado 3 su vez automáticamente, lo cual impide cualquier intrusión desde el exterior. Este es mi sanctum sanctorum… Un ligero perfume flota en la habitación. ¿Qué le parece todo esto?

No contesté. Madame Sara atravesó la habitación, indicándome que la acompañara. Llegamos ante una mesa cuadrada de roble bruñido llena de toda una serie de artículos y de objetos: frascos conteniendo unos medicamentos extraños, espejos planos y cóncavos, cepillos, pulverizadores, esponjas, instrumentos finamente afilados de acero pulido, lancetas y fórceps. Junto a la mesa, había un sillón parecido al que usan los dentistas. Encima del sillón había colocada una lámpara eléctrica de potente reflector con lentes, parecidos a las linternas sordas. A su lado había otro sillón, con un zócalo de cristal; Madame Sara me explicó que era para administrar corriente estática. También observé unas pilas secas para la corriente continua y bobinas de inducción para las corrientes farádicas. Vi asimismo agujas de platino para quemar las raíces de los cabellos.

Madame Sara me llevó a otra habitación en la que había una gama más formidable todavía de instrumentos: una mesa de operaciones hecha de madera con toda la instalación para administrar cloroformo y éter. Cuando lo hube examinado todo, se volvió hacia mí:

—Ahora, ya sabe. Soy doctora, quizá un poco charlatana. Esos son mis secretos; gracias a ellos, puedo vivir y prosperar.

Regresó nuevamente a la habitación anterior con el paso ligero y vivo de una joven. Pálida como un fantasma, Edith Dallas seguía esperándonos.

—Cumplió usted con su obligación, hija mía —manifestó Madame Sara. Míster Druce ha visto cuanto yo deseaba mostrarle. Les estoy agradecida a los dos. Esta noche nos volveremos a encontrar en la recepción de Lady Farringdon. ¡Hasta luego pues! ¡Adiós!

Tan pronto como nos volvimos a encontrar en la calle, subidos en el coche que nos llevaba de regreso a Eaton Square, le pregunté a Edith:

—Hay muchas cosas que me confunden con respecto a su amiga, pero ninguna como ésta: ¿Cómo es posible que una mujer que tiene una tienda consiga penetrar en las mejores casas de Londres? ¿Por qué la mejor sociedad le abre sus puertas a esa mujer, Miss Dallas?

—Soy absolutamente incapaz de decírselo —contestó—. Lo único que sé es que donde quiera que vaya, siempre es recibida con gran respeto y consideración y que donde quiera que deja de ir no cesan de lamentarse de ello.

También yo estaba invitado a asistir a la recepción de Lady Farrington aquella noche y me presenté allí, presa de una enorme curiosidad. Indudablemente, Madame Sara me interesaba sobremanera. No estaba seguro de ella; además de la duda, había en ella un misterio; por otra parte, existía también el hecho de que, por algún inconfesable motivo, aquella mujer deseaba conciliarse conmigo y desafiarme al mismo tiempo. ¿Qué significaba todo eso?

Llegué temprano, y estaba esperando en el salón, cerca de la escalera, cuando anunciaron la llegada de Madame Sara. Lucía un magnífico vestido de satén blanco y una gran cantidad de diamantes. Vi cómo Lady Farringdon se dirigía hacia ella y ambas conversaban animadamente. Noté la respuesta de Madame Sara y la expresión de alegría que iluminó el semblante de su anfitriona.

Unos minutos más tarde, un hombre con cara de extranjero y con una larga barba, se sentó ante el piano. Tocó un leve preludio y Madame Sara comenzó a cantar. Su voz era melodiosa y baja, y había un extraordinario dramatismo en ella. Era ese tipo de voz que penetra el corazón. El ruido de la conversación se desvaneció en el acto. Madame Sara cantaba en medio del más perfecto de los silencios, y cuando finalizó su canto fue saludada por una salva de aplausos. Me disponía a decirle algo a mi vecino inmediato, cuando apercibí a Edith Dallas muy cerca de allí. Su mirada tropezó con la mía; me cogió por el brazo:

—Hace calor en esta sala —dijo, medio jadeante al hablar—. Lléveme hacia el balcón.

Así lo hice. La atmósfera de la sala de recepción era casi insoportable, pero en comparación al aire libre hacia fresco.

—No debo perderla de vista —dijo bruscamente Edith.

—¿De quién está usted hablando? —pregunté, asombrado.

—De Sara.

—Madame Sara está ahí mismo —contesté—. Puede usted verla desde aquí.

Se daba el caso de que nos hallábamos solos. Me acerqué un poco más a Edith:

—¿Por qué la teme usted de esa manera?

—¿Está seguro de que no nos puede escuchar nadie? —fue toda su respuesta. Al cabo de unos segundos, manifestó—: Me aterroriza.

—Le aseguro, Miss Dallas, que no la traicionaré. ¿No quiere confiar en mí? Debe explicarme el motivo de sus temores.

—No puedo; no me atrevo. Ya he dicho demasiado. No me toque Míster Druce; ella no debe vernos juntos.

Después de esas palabras, fue abriéndose paso a través de la multitud de invitados, y antes de que pudiera detenerla, ya estaba junto a Madame Sara.

Recuerdo que la recepción en Portland Place tuvo lugar el veintiséis de julio. Dos días después, los Selby tenían que dar su propia recepción antes de marcharse al campo. Naturalmente, me habían invitado, al igual que a Madame Sara.

Nunca la vi vestida con tanto esplendor, ni nunca la vi tan joven y tan hermosa. Donde quiera que estuviese, las miradas se clavaban en ella. Generalmente, su atuendo era sencillo, muy parecido al que pudiera lucir una muchacha, pero aquella noche iba vestida con un precioso tejido oriental de varios colores y reluciente de brillantes. Su áurea cabellera estaba adornada con una diadema de diamantes y alrededor del cuello lucía un collar de turquesas y de brillantes. En el salón había muchas mujeres jóvenes, pero por jóvenes y bellas que fueran, ninguna podía compararse a Madame Sara. La suya no era sólo belleza, sino encanto, un encanto que no la abandonaba donde quiera que estuviese.

Apercibí a Miss Dallas, alta y esbelta, pero pálida, que estaba de pie no lejos de mí. Me dirigí hacia ella. Antes de que le hablara, se inclinó hacia mí:

—¿No es divina? —susurró—. Es capaz de turbar y encantar a cualquiera. Está conquistando Londres por asalto.

—¿Así que esta noche no la teme?

—La temo más que nunca. Me tiene embrujada. Pero escuche, vuelve a cantar.

No se me había olvidado la canción que Madame Sara nos ofreciera en casa de Lady Farringdon, y me dispuse a escucharla. En el salón reinaba el más profundo silencio. Su voz flotaba por encima de las cabezas de los invitados; cantaba una canción de cuna española. Edith me explicó que Madame Sara se vanagloriaba de adormecer con esa canción a todos los que la escucharan.

—Tiene numerosos pacientes que padecen de insomnio —musitó Edith— y generalmente les cura con esa canción. ¡Ay! no podemos hablar; podría oírnos.

Antes de que tuviera la oportunidad de replicarle, Selby vino apresuradamente hacia nosotros. No pareció hacer caso de Edith y me agarró del brazo:

—Dixon, venga un minuto conmigo; allí, en aquella ventana. Tengo que hablarle. ¿Imagino que no tiene usted ninguna noticia acerca de mi cuñado?

—Ni una palabra —contesté.

—La verdad es que estoy tremendamente desconcertado con este asunto. No podemos solucionar ninguno de nuestros problemas financieros porque ese hombre prefiere esconderse. Los abogados de mi mujer telegrafiaron ayer al Brasil, pero sus banqueros se desentienden del caso y no saben nada de mi cuñado.

—Todo es cuestión de tiempo —le contesté—. ¿Cuándo sale para Hampshire?

—El sábado —al pronunciar estas palabras, Selby echó una ojeada a su alrededor y bajó la voz—: He de decirle algo más. Cuanto más la veo —dijo señalando con la cabeza a Madame Sara— menos me gusta. Edith se halla en un estado muy extraño, ¿no lo ha notado? Y lo peor es que también mi mujer se ha contagiado. Supongo que todo es debido a los trucos de esa mujer para embellecer a la gente. Indudablemente la tentación es arrolladora para una mujer fea, pero Beatriz es hermosa y joven. ¿Qué tiene ella que ver con los cosméticos y las píldoras de belleza?

—¿Acaso quiere decirme que su esposa ha consultado a madame Sara en calidad de médico?

—Concretamente no, pero sí que se ha dirigido a ella como dentista. Se quejaba de un dolor de muelas y madame Sara tiene un gran renombre como dentista. En cuanto a Edith, siempre está en su tienda por una u otra razón, pero mi cuñada está loca por ella.

Después de pronunciar aquellas palabras, Jack Selby me dejó para hablar con otro invitado, y antes de apartarme de la ventana, vi a Edith Dallas y madame Sara que conversaban muy animadamente. Al acercarme, no se me escaparon las siguientes palabras:

—No venga a verme mañana. Salga de vacaciones lo antes que pueda. Está lejos y apartado y es lo mejor que puede hacer.

Mientras hablaba, madame Sara volvió bruscamente la cabeza y se fijó en mi mirada. Me saludó con una inclinación y puede captar en su rostro esa especie de desafío que ya conocía. Aquello me incomodó y durante la noche siguiente no logré quitármelo de la cabeza. Recordaba lo que Selby me había dicho con respecto a su esposa y a sus negocios financieros. Sin duda alguna, mi amigo estaba metido en algún misterio, un misterio que madame Sara debía conocer. Se trataba de mucho dinero y suelen ocurrir cosas muy raras cuando andan en juego los millones.

A la mañana siguiente, acababa de levantarme y me había sentado a la mesa para el desayuno, cuando me entregaron una carta; la había traído un mensajero especial y llevaba la mención «Urgente». La abrí y leí su contenido:

Querido Druce. Una terrible desgracia acaba de abatirse sobre nosotros. Mi cuñada Edith se puso enferma repentinamente esta mañana durante el desayuno. Mandamos llamar al médico más cercano pero nada pudo hacer, Edith murió hace media hora. Venga inmediatamente y si conoce algún especialista experimentado procure que le acompañe hasta aquí. Mi esposa está totalmente aturdida por el choque.
Un abrazo,

Jack Selby

Tuve que leer la carta varias veces antes de poder entender claramente su significado. Entonces salí apresuradamente, y parando el primero coche que pasó por la calle, ordené al cochero:

—Lléveme lo más pronto posible al número ciento noventa y dos, Victoria Street.

Allí vivía un tal Mr. Eric Vandeleur, un antiguo amigo mío, médico forense del distrito de Westminster al que pertenecía Eaton Square. No había nadie más sagaz y experimentado que Vandeleur y aquel caso entraba precisamente en su jurisdicción tanto legal como profesionalmente. No se hallaba en su apartamento cuando llegué, puesto que ya había salido hacia el tribunal. Por consiguiente me fui a toda prisa hacia el juzgado, donde me informaron de que el forense se encontraba en el depósito de cadáveres.

Su jovialidad y su viveza de ingenio eran destacables en un hombre que como él vivía en una perpetua atmósfera de crímenes y de violencias, de muertes y de jueces instructores. Tal vez se tratase únicamente de una reacción frente a su trabajo, ya que tenía la reputación de ser uno de los expertos más astutos del momento en jurisprudencia médica y el mejor y más probado analista de los asuntos de toxicología de la Policía metropolitana. Antes de que pudiera mandarle una nota diciendo que deseaba verle, oí un portazo y me tropecé con Vandeleur que se apresuraba por el pasillo mientras se ponía su chaqueta para salir.

—¡Hola! —gritó—. ¡Cuánto tiempo sin verle! ¿Qué se le ofrece?

—Un caso urgentísimo. ¿Está muy ocupado?

—¡Hasta la coronilla, querido amigo! Ahora no puedo atenderle ni por un momento, tal vez más tarde.

—¿Qué pasa? Lo veo a usted muy excitado.

—Acaban de informarme que debo salir hacia Eaton Square a toda prisa; pero si lo desea puede acompañarme y decirme de lo que se trata.

—¡Estupendo! —exclamé—. ¿Así que ya le han informado del caso? Se dirige a casa de míster Selby, al número 34 a, ¿no es así? Pues le acompaño.

Vandeleur me miró, asombrado:

—¡Si acaban de informarme del caso! ¿Cómo ha podido enterarse y qué sabe acerca del mismo?

—Todo. Cojamos ese coche y ya le explicaré las cosas.

Mientras nos dirigíamos hacia Eaton Square, le fui explicando rápidamente la situación, mirándole de vez en cuando para ver la expresión de su rostro limpiamente rasurado. Eric Vandeleur dejó muy pronto de ser el hombre del último chiste del club y del destello de jovialidad en sus ojos azules; ahora era el Vandeleur forense, con un rostro parecido a una máscara, con su maxilar inferior ligeramente protuberante y las facciones muy serias.

—¡La cosa parece ser muy grave! —manifestó cuando terminé de explicarle el asunto—. Pero no puedo hacer nada hasta después de la autopsia. ¡Bueno, ya hemos llegado! Ahí veo a mi hombre que me espera; ha ido muy rápido.

Ante la escalera de la casa había un hombre uniformado que le saludó.

—El juez instructor —explicó Vandeleur.

Entramos en la casa silenciosa y oscura. Selby nos esperaba en el hall y vino hacia nosotros. Le presenté a Vandeleur e inmediatamente nos condujo al comedor, donde nos encontramos con el doctor Osborne, a quien Selby había llamado cuando Edith empezó a sentirse mal. El doctor Osborne era un hombre muy joven, pálido y de baja estatura; su lustro parecía muy alarmado. Vandeleur hizo cuanto pudo para no impresionarle.

—Dentro de un rato, doctor Osborne, hablaremos usted y yo. Pero antes tengo que escuchar lo que me dice el señor Selby. ¿Hace usted el favor de contarme cómo ocurrieron los hechos exactamente? —le preguntó a mi amigo.

—Naturalmente —contestó Jack—. La noche pasada tuvimos una recepción en casa, y mi cuñada no se fue a acostar hasta muy entrada la madrugada. Aunque estaba de mal humor, su salud era la acostumbrada, se encontraba bien. Mi esposa entró en su habitación después de que se acostara y volvió diciéndome que había encontrado a Edith histérica, pero no logró que le diera explicación alguna. Mi esposa y yo estuvimos hablando de llevarnos sin más demora a Edith al campo. Teníamos la intención de salir esta misma tarde.

—¿Y qué más? —preguntó Vandeleur.

—Solemos desayunar alrededor de las nueve y media, y Edith bajó de su habitación, sin el menor índice de malestar y aparentemente de buen humor. Comió con apetito, y se da el caso que ella y mi esposa comieron lo mismo. Estábamos casi al final del desayuno, cuando Edith se levantó de la mesa, soltó un grito, se puso muy pálida, se llevó la mano al costado y salió corriendo. Mi mujer fue inmediatamente tras ella. Regresó al cabo de un par de minutos diciendo que su hermana sufría unos dolores tremendos y pidiéndome que fuera en busca de un médico. El doctor Osborne vive ahí mismo, en la esquina. Acudió de inmediato, pero Edith murió a los pocos segundos de su llegada.

—¿Estaba usted en la habitación? —preguntó Vandeleur, dirigiéndose a Osborne.

—Sí. Miss Dallas estuvo consciente hasta el último momento y falleció repentinamente.

—¿Dijo algo?

—No dijo nada, salvo que no había comido ni tomado nada en absoluto antes de bajar a desayunar. Inmediatamente después del fallecimiento, mandé mi informe sobre el caso, cerré la habitación donde se encuentra la pobre mujer y cuidé asimismo de que nadie tocase nada de encima de la mesa.

Vandeleur tocó el timbre y se presentó un servidor. Dio rápidamente unas órdenes. Los restos de la comida fueron reunidos para ser analizados, después de lo que el forense y el juez instructor se marcharon.

Cuando estuvimos solos, Selby se sentó. Su rostro estaba descompuesto y sombrío.

—Lo más aterrador es la espantosa rapidez con que ha ocurrido todo esto —exclamó—. En cuanto a Beatriz, no creo que nunca vuelva a ser la misma. Sentía un afecto muy grande por Edith, que le llevaba diez años y siempre se había comportado como una madre para con ella. Este es un mal inicio de nuestro matrimonio. Me cuesta hilvanar mis ideas; estoy confundido por completo.

Me quedé junto a él un buen rato, y al ver que Vandeleur no regresaba, me fui a mi casa. Allí nada podía hacer y cuando a eso de las seis Vandeleur me llamó por teléfono, corrí a su domicilio. Al llegar vi que Selby estaba con él y en sus caras pude descifrar la expresión de la verdad.

—Se trata de un caso francamente malo —afirmó Vandeleur—. Miss Dallas ha muerto bajo la acción de un veneno que había absorbido. El examen y análisis exhaustivo que se ha efectuado, prueba que nos hallamos ante un veneno muy poderoso y desconocido por los toxicólogos europeos. Esto es ya muy extraño en sí, pero la incógnita mayor estriba en saber cómo ha sido administrado el veneno. He de confesar que de momento no sé qué pensar. Lo cierto es que el tóxico no figura entre los restos del desayuno; además, sabemos a través de las últimas palabras de la muerta que no tomó ninguna otra cosa antes del desayuno. Desde luego, un veneno tan potente tenía que obrar con mucha rapidez. Es evidente que la víctima se encontraba perfectamente bien cuando bajó a desayunar y que el veneno comenzó a actuar hacia el final de la comida. Pero ¿cómo le fue administrado? Ese es el problema que hay dilucidar en primerísimo lugar. La situación es grave si tomamos en consideración los asuntos financieros y el valor que tenía la vida de esa mujer. Examinando todos los aspectos del caso, su indudable buen estado de salud y el cariño que sentía hacia su hermana, podemos descartar casi totalmente la idea de un suicidio. Por consiguiente, podemos afirmar que nos hallamos ante un asesinato. Esa mujer indefensa e inofensiva ha sido víctima de un asesino tan diabólicamente astuto que no ha dejado el menor rastro ni la más ínfima pista. Para cometer un acto semejante, tienen que existir unas motivaciones muy poderosas y el individuo que planeó y ejecutó ese asesinato debe ser un gran criminal dotado de habilidad científica. El señor Selby me ha explicado la exacta situación financiera de su pobre cuñada y también la de su esposa. La desaparición absoluta del hermanastro, dado el carácter del asunto, no deja de ser muy extraña, sabiendo como sabemos, que entre él y los dos millones de libras esterlinas se encuentran dos vidas. ¡Y una de ellas ya dejó de existir!

Un frío mortal corrió por mi espalda al oír las últimas palabras de Vandeleur. Miré a Selby. Estaba demacrado y las pupilas de sus ojos se habían encogido, como si contemplara una escena aterradora.

—Lo que acaba de ocurrir puede producirse de nuevo —prosiguió Vandeleur—. Nos enfrentamos a un profundo misterio, y le aconsejo, señor Selby, que vele con el máximo cuidado por la vida de su esposa.

Estas palabras, salidas de boca de un hombre con la autoridad y la experiencia en tales materias como la de Vandeleur, me impresionaron sobremanera. Pero eran mucho más terribles para Selby. Contenían una solemne puesta en guardia acerca de su joven y hermosa mujer, y Selby adoraba a su esposa.

El hombre se llevó las manos a la cabeza:

—¡Dios mío! —murmuró—. ¿Acaso no estamos en una nación civilizada, para que la muerte pueda rondar a nuestro alrededor, invisible, sin poder evitarla? Dígame, señor Vandaleur, ¿qué puedo hacer?

—Debe seguir mis consejos, y créame: en el mundo no existe la magia. Mandaré inmediatamente un detective a su casa. No se alarme; acudirá vestido de paisano y actuará sencillamente como un criado más. No obstante, debe estar enterado de todos los pasos de su esposa. En cuanto a usted, señor Druce —prosiguió—, la policía hace todo lo posible por encontrar a ese Silva y le pido que los ayude por medio de su agencia; hay que empezar ahora mismo.

Puede confiarme a su amigo; y no deje de telegrafiarme tan pronto como sepa algo.

—Puede contar conmigo —dije—, y al rato me marché.

Conforme iba caminando rápidamente por la calle, volví a pensar en madame Sara, su tienda y su misterioso trasfondo, sus instrumentos de cirugía, su mesa de operaciones, sus bobinas inductoras… Pero, ¿qué tenía que ver madame Sara con este misterio actual, tan extraño como inexplicable?

Aquellos pensamientos acababan de ocurrírseme cuando de pronto oír un ruido detrás de mí en la acera, y al volverme vi un carruaje abierto y muy elegante, arrastrado por un tiro de dos caballos; alguien me llamó y vi a madame Sara que bajaba del coche:

—Le he visto andando por la calle, míster Druce. Acabo de enterarme de la terrible noticia acerca de Edith Dallas y estoy tremendamente impresionada y trastornada. Estuve en su casa, pero no quisieron recibirme. ¿Está enterado de cuál fue la causa de su muerte?

Los ojos de madame Sara, mientras me hablaba, estaban llenos de lágrimas.

—No puedo decirle lo que he oído, madame —contesté—, puesto que estoy vinculado oficialmente con el caso.

Sus ojos se estrecharon y sus lágrimas se secaron como por encanto. Me lanzó una mirada de desprecio:

—¡Gracias! —replicó—. Su respuesta me da a entender que Edith no ha muerto de muerte natural. ¡Qué cosa más espantosa! Pero no quiero detenerle. ¿Desea que lo lleve a alguna parte?

—No, se lo agradezco.

—Así, pues, ¡adiós!

Le hizo signo al cochero y cuando el coche se ponía en marcha, madame Sara se volvió para mirarme. Su rostro tenía una expresión mucho más desafiadora que nunca.

¿Acaso estaba relacionada con el crimen? Esa idea atravesó mi mente con tal violencia que parecía casi convincente. Pero no tenía razón alguna para pensar de aquella manera… ninguna razón.

Mi tarea principal era en aquel momento la de encontrar a Henry Joachim Silva. Mis colaboradores tenían la orden de realizar todas las investigaciones posibles, con una importante recompensa para estimularles. Las filiales de las otras agencias en todo el Brasil fueron alertadas por cable y se utilizaron todos los canales de Scotland Yard. Todo ello sin resultado. La prensa se ocupó del asunto; muchos diarios publicaban artículos sobre el desaparecido hermanastro y la muerte misteriosa de Edith Dallas. Luego, alguien sacó a relucir la historia del testamento, con toda una serie de aditamentos para mayor interés del público. Finalmente, la investigación del jurado criminal se cerró con el siguiente veredicto:

«Se ha probado que Miss Edith Dallas murió tras la absorción de un veneno desconocido; pero no hay ninguna prueba que permita decir cómo o quién se lo administró».

Sin embargo, esta situación desagradable iba a cambiar bruscamente. El día 6 de agosto, mientras me encontraba sentado en mi despacho, un mensajero privado me hizo llegar la carta siguiente:

Norfolk Hotel, Strand
Estimado señor,

Acabo de llegar a Londres desde el Brasil y he podido leer sus anuncios. Yo mismo estaba a punto de insertar uno con el fin de encontrar el paradero de mis hermanas. Soy un inválido, incapaz de dejar mi habitación. ¿Puede venir a verme lo antes posible?
Atentamente, su servidor,

Henry Joachim Silva

Con la mayor excitación, me apresuré en despachar dos telegramas, uno para Selby y otro para Vandeleur, rogándoles que vinieran a verme sin falta lo antes posible.

De manera que aquel hombre no estaba ni mucho menos en Inglaterra hasta aquel momento. La situación era más desorientadora que nunca. Con todo, una cosa parecía probable: la muerte de Edith Dallas no era obra de su hermanastro.

Selby se presentó en mi despacho un poco después de las seis y media de la tarde y Vandeleur llegó a los diez minutos. Les conté lo que había ocurrido y les enseñé la carta. Al cabo de media hora, los tres nos presentábamos en el hotel. Después de darme a conocer, nos condujeron a una habitación del tercer piso, guiados por el criado personal de Silva. Al entrar, vimos a un hombre sentado en un sillón. Su rostro era tremendamente delgado. Sus ojos y sus mejillas estaban tan hundidos que parecía una verdadera calavera. No hizo ningún esfuerzo para levantarse cuando nos vio entrar y nos estuvo mirando a uno tras otro con el mayor asombro. Me presenté inmediatamente y le expliqué quiénes éramos. Entonces, hizo un gesto a su criado para que se retirase.

—Seguramente, ya estará enterado usted de los hechos, señor Silva.

—¿Yo? ¿De qué cosas? —contestó mirándome fijamente como si intentara descifrar algo en mi rostro.

Se echó para atrás en su sillón y exclamó:

—¡Por Dios! ¿Alude a mis hermanas? ¿Dígame, pronto, están vivas?

—Su hermana mayor murió el veintinueve de julio y existen muchas razones para pensar que su muerte fue pérfidamente provocada.

Al oír mis palabras, la expresión de su semblante se alteró de un modo tremendamente significativo. Quedó mudo y sin movimiento. Sus manos descarnadas se agarraron a los brazos del sillón, sus ojos desencajados y fijos parecían querer salírsele de las órbitas y su tez tomó un color arcilloso. Sentí cerca de mí la respiración jadeante de Selby, mientras Vandeleur, dando unos pasos hacia Silva, le ponía la mano sobre el hombro.

—Dígame cuanto sepa acerca del caso —dijo ásperamente.

Recobrándose con esfuerzo, el inválido comenzó con voz trémula:

—Escuchen con atención, porque tendrán que actuar con mucha rapidez. Yo soy el responsable indirecto de este espantoso caso. Mi vida entera ha sido insensata y estéril, y ahora voy a morir. Los médicos me han asegurado que no viviré más de un mes; sufro de aneurisma cardíaco. Hace dieciocho meses, me encontraba en Río de Janeiro. Era un vividor y un tahúr. Entre mis compañeros de juego había un hombre mucho mayor que yo, llamado José Aranjo. Era un jugador más hábil que yo. Cierta noche, estuvimos jugando mano a mano. Las apuestas alcanzaron una suma muy considerable. Al amanecer, le debía cerca de doscientas mil libras esterlinas. Aunque yo era rico gracias a la renta que me había dejado mi tío en su testamento, no pude pagar ni la vigésima parte de aquella suma. Aquel hombre conocía mi situación financiera, y además de las cinco mil libras que le aboné en metálico, le entregué un documento. Tenía que estar completamente loco para hacer semejante cosa. En aquel documento, debidamente otorgado v certificado por un notario, me comprometía en caso de sobrevivir a mis hermanas y de heredar toda la fortuna de mi tío, a entregarle quinientas mil libras a José Aranjo. Yo ya notaba por entonces que mis fuerzas flaqueaban y que mis posibilidades de heredar eran muy pocas. Inmediatamente después de la entrega del documento, Aranjo se marchó de Río de Janeiro y fue entonces cuando me enteré de muchas cosas acerca de su persona que antes ignoraba. Era un individuo con los antecedentes más deplorables, mitad indio y mitad italiano. Había pasado gran parte de su vida entre los indios. También supe que era un hombre tan hábil y astuto como cruel y que poseía ciertos secretos acerca de unos venenos totalmente desconocidos en Occidente. No dejaba de pensar en todos aquellos hechos, pues al firmarle aquel documento, me di cuenta de que había interpuesto la vida de mis dos hermanas entre la fortuna y su persona. Salí hacia Para hace seis semanas, y me enteré de que una de mis hermanas acababa de casarse y que ambas habían marchado a Inglaterra. Enfermo como me encontraba, resolví reunirme con ellas para prevenirlas. También deseaba arreglar las cosas con usted, señor Selby.

—¡Un momento! —le corté bruscamente—. ¿Acaso sabe usted si ese individuo, José Aranjo, conoció a una mujer llamada madame Sara?

—¡Sí, la conocía! —exclamó Silva—. Y además muy bien, eso me consta. Aranjo y madame Sara eran muy amigos y se veían constantemente. Ella decía ser una especialista en belleza, era muy hermosa y poseía ciertos secretos para su negocio que ni el mismo Aranjo conocía.

—¡Dios mío! —grité—. ¡Y esa mujer está ahora en Londres! Regresó aquí junto con la señora Selby y Miss Edith Dallas. Edith estaba muy influida por ella y siempre andaban juntas. A mi juicio, no cabe duda de que esa mujer es culpable. Hace ya algún tiempo que lo sospechaba, pero no conseguía encontrar el motivo. Ahora está claro. ¿Podría usted detenerla? —pregunté a Vandeleur.

Vandeleur no contestó. Me miró de un modo extraño y luego se volvió hacia Selby:

—¿Su mujer consultó también a madame Sara? —preguntó vivamente.

—Sí, estuvo una vez en su casa para que la atendiera de un dolor de muelas. Pero no ha vuelto allí desde que murió Edith. La rogué que dejara de ver a esa mujer y me prometió que así lo haría.

—¿Acaso tiene su esposa algún medicamento o alguna loción que le haya facilitado madame Sara, o sigue algún tratamiento que ésta le haya recetado?

—No, de ello estoy seguro.

—Bien. Esta noche veré a su esposa para formularle algunas preguntas. Ambos deberán abandonar la capital cuanto antes. Márchense al campo y permanezcan allí. Hablo muy en serio al afirmar que la señora Selby corre el mayor de los peligros después de la muerte de su hermana. Ahora tenemos que dejarle, señor Silva. Los asuntos financieros pueden esperar de momento. Es absolutamente imprescindible que la señora Selby salga en seguida de Londres. ¡Buenas noches, señor Silva! Mañana por la mañana vendré a visitarle de nuevo.

Los tres nos despedimos del enfermo. Tan pronto como estuvimos en la calle, Vandeleur manifestó:

—Señor Selby, le confío a usted la decisión acerca de lo que deba decirle a su mujer de todo este asunto. En su lugar, yo se lo diría todo. Ha llegado el momento de actuar sin perder un minuto y su esposa es una persona valiente y sensible. A partir de ahora, tendrá usted que vigilar los alimentos y las bebidas que pudiera tomar. Su esposa no debe quedar fuera de su vista o de la de las personas en que usted pueda tener absoluta confianza.

—Yo mismo cuidaré de mi mujer —aseguró Selby—. Pero esto es para volverse loco.

—Yo podría acompañarles a su casa de campo —propuse de repente a Selby.

—¡Ah! —exclamó Vandeleur— eso sería lo mejor y lo que yo mismo deseaba proponerle. Salgan los tres juntos mañana en el primer tren.

—Ahora tengo que ausentarme para resolver unos asuntos —dije—. Selby, mañana nos encontraremos nuevamente en la estación de Waterloo a la hora de salida del primer tren para Cronsmoor.

Cuando me disponía a marchar, Vandeleur me cogió del brazo:

—Me alegra saber que usted irá con ellos. Esta noche le mandaré mis instrucciones. No olvide llevar siempre una pistola cargada. ¡Buenas noches!

A la mañana siguiente, a las 6,15, Selby, su esposa y yo nos encontrábamos en un compartimento cerrado de primera clase del tren que avanzaba a toda velocidad hacia el oeste. Los criados y la doncella de la señora Selby viajaban en otro coche. Selby tenía la cara de quien no ha pegado un ojo en toda la noche, lo que contrastaba con el rostro lleno de frescor de su mujer, por quien se libraba aquella tremenda lucha. Su marido la había puesto al corriente de todos los pormenores y aunque seguía afectada por el choque causado por la muerte de su hermana, su cara estaba descansada y tranquila.

Un coche nos esperaba a nuestra llegada a Cronsmoor, y a las nueve y media ya estábamos en la vieja mansión de los Selby, escondida entre los robles y los olmos. Se habían tomado todas las disposiciones para hacer la estancia en la casa de campo lo más agradable posible, pero Selby no podía arrancarse a la tristeza que le embargaba. Por muchos esfuerzos que hiciera, nada alcanzaba a interesarle.

A la mañana siguiente, recibí una carta de Vandeleur. Era muy corta y una vez más me aconsejaba que tuviese el máximo cuidado. Me decía que dos médicos eminentes habían examinado a Silva y que según su diagnóstico no llegaría a vivir otro mes. Por consiguiente, era preciso tomar las máximas precauciones hasta su fallecimiento.

Hacía un día hermoso y después del desayuno, me disponía a salir para dar un paseo, cuando el mayordomo de los Selby me entregó un telegrama. Lo abrí y vi que era de Vandeleur. En él rezaba lo siguiente:

«Prohibido cualquier alimento hasta mi llegada.
Me dirijo hacia Cronsmoor».

Me fui a toda prisa hacia el despacho y entregué el telegrama a Selby. Lo leyó y se quedó mirándome, atónito. Luego me dijo:

—Mire a qué hora llega el primer tren y salga al encuentro de Vandeleur. Esperemos que esto sea el final de esta odiosa historia.

Me apresuré a mirar el horario de los trenes: el primero llegaba a Cronsmoor a las 10,45. Me dirigí a las cuadras y mandé que me preparasen un carruaje con el que salir a toda prisa. Sin duda, había ocurrido algo inesperado. El hecho de que Vandeleur viniera tan de repente podía significar el esclarecimiento definitivo del misterio. Apenas si acababa de pasar por delante del pabellón del guarda de la finca para esperar mi coche, cuando oí un ruido de caballos al galope y de ruedas. Las puertas estaban abiertas y el fiacre descubierto de Vandeleur entró a toda velocidad en la finca. Antes de que me recobrase de mi asombro, ya estaba Vandeleur fuera del vehículo y junto a mí, con una pequeña maleta negra en la mano.

—He venido con un tren especial —explicó rápidamente—. ¡No hay tiempo que perder! ¡Vamos! ¿La señora Selby está bien?

—¿Qué quiere decir? Claro que está bien. ¿Cree usted que está en peligro?

—¡En peligro de muerte, sí! ¡Vamos!

Corrimos juntos a la casa. Al oír nuestros pasos, Selby acudía hacia nosotros.

—¡Míster Vandeleur! —gritó asombrado—. ¿Qué ocurre? ¿Cómo ha llegado usted?

—Con un tren especial, señor Selby. Y he de ver a su esposa ahora mismo. Es preciso hacerle una ligera operación.

—¡Una operación! —exclamó.

—¡Sí, de inmediato!

Nos apresuramos, atravesando el hall, hasta el pequeño salón donde la señora Selby estaba ocupada en leer y contestar su correspondencia. Se levantó al ver a Vandeleur con una exclamación de sorpresa:

—¿Qué ha ocurrido?

Vandeleur se le acercó y le tomó la mano:

—No debe alarmarse, he venido para acabar con todos sus temores. Ahora, le ruego que me escuche: Cuando visitó a madame Sara con su hermana. ¿Acaso fue para que la atendiera de alguna dolencia?

La señora Selby se sonrojó:

—Me dolía una muela, por eso estuve en su casa. Como debe saber usted sin duda, madame Sara es una dentista maravillosa. Me examinó la muela, dijo que había que empastarla, y llamó a uno de sus asistentes, creo que era brasileño, para que lo hiciera.

—¿Y desde entonces esa muela no la ha vuelto a molestar?

—Precisamente. No he vuelto a sentirla. Ese mismo día también le empastó una muela a mi hermana Edith.

—¿Quiere tener la gentileza de sentarse y enseñarme la muela que le empastaron?

Beatriz Selby se sentó con una sonrisa:

—Esta es —dijo, señalando con la punta del dedo una de las muelas de su maxilar inferior—. ¿Pero, qué significa todo esto? ¿Acaso hay algo que no esté bien?

Vandeleur examinó la muela larga y cuidadosamente. De pronto, hizo un rápido movimiento con la mano y la señora Selby soltó un agudo grito. Con la destreza que le daba su larga experiencia y con su poderosa mano acababa de extraer la muela de un solo golpe. Por muy asombroso que fuera todo aquello, no era nada en comparación con lo que siguió.

—Mande a la doncella que venga junto a su esposa —dijo Vandeleur al marido— y luego venga conmigo a la habitación de al lado.

Seguí a Vandeleur mientras Selby se ocupaba en llamar a la doncella. Tan pronto como ésta llegó, atendiendo solícitamente a la pobre señora Selby, aterrada y medio desfallecida en su silla, mi amigo se reunió con nosotros en el comedor.

—¡Muy bien! —dijo Vandeleur—. ¡Haga usted el favor de cerrar la puerta!

Abrió su negro maletín, extrayendo del mismo varios instrumentos. Con uno de ellos sacó la pasta que obstruía la carie de la muela que acababa de sacarle a Beatriz Selby tan diestramente. Estaba muy blanda y la extrajo con suma facilidad. Seguidamente, metió la mano en su maletín y sacó una cobaya muy pequeñito, y me mandó que la aguantara. Metió la punta de su instrumento en el interior de la muela y, abriendo la boca del animalito, le aplicó la punta en cuestión sobre la lengua. El efecto no pudo ser más instantáneo: la cabeza de la cobaya cayó inerte sobre mi mano, ¡el animalito estaba muerto! Vandeleur estaba pálido como un cirio. Se precipitó hacia Selby y levantó los puños:

—¡Gracias a Dios, llegué a tiempo! ¡Ya era hora! ¡Su esposa está salvada! Ese empaste no podía durar más allá de una hora. He estado pensando toda la noche sobre la misteriosa muerte de su cuñada y en cada una de las posibilidades que pudieran ofrecerse para saber de qué manera podía haberse administrado ese veneno. Súbitamente, la coincidencia de que las dos hermanas llevaran las muelas empastadas, se me antojó extraordinaria. Cuanto más meditaba acerca de ese hecho tanto mayor era mi convicción de que tenía razón. Pero lo que ya no sabría explicar es cómo un plan tan demoníaco y astuto pudo concebirse y llevarse a efecto. El veneno es muy parecido a la hiosciamina, uno de los alcaloides más tóxicos que se conocen, tan violento en su acción letal que la cantidad que pueda contenerse en una muela cariada basta para causar una muerte casi instantánea. El veneno quedaba encerrado con un empaste de gutapercha, con la seguridad de que dicho empaste saltaría al cabo de un mes, tal vez antes, y muy probablemente durante la masticación. La persona habría de morir en el acto o al cabo de pocos minutos, y nadie pensaría en relacionar la visita al dentista con una muerte que se produciría al cabo de un mes.

Lo que siguió puede relatarse en pocas palabras. Madame Sara fue detenida como sospechosa. Se presentó ante el juez, hermosa y aparentemente inocente y se las apañó durante el interrogatorio para desconcertar y confundir a una persona tan clarividente. No negó los hechos, pero afirmó que el veneno pudo haberlo vertido en la muela de Edith y de Beatriz uno de los dos brasileños que había contratado para asistirla en su labor de dentista. Madame Sara tuvo alguna sospecha acerca de esos individuos y los despidió a los pocos días. Pensaba que estaban a sueldo de José Aranjo, pero no podía asegurar nada al respecto. De manera que madame Sara escapó al castigo. Yo estaba seguro de que era culpable, pero no había ni la sombra de una prueba. Silva falleció al cabo de un mes, y Selby es ahora dos veces millonario.