Para una mente reflexiva, puede resultar asombroso la velocidad con la cual los habitantes de las mayores capitales del mundo se aferran a una idea o un nombre, y se familiarizan con él. Para ilustrarlo, citaré el caso de Klimo, el detective privado más famoso del momento, quien se granjeó el derecho a ser considerado tan grande como el propio Lecocq y hasta el llorado Sherlock Holmes.
El caso es que, hasta cierto día, Londres nunca había oído ese nombre ni tenía la más remota idea de quién o qué podía ser. La gente era tan ignorante y descuidada al respecto como pudiesen serlo los habitantes de Kamtchatka o del Perú. Sin embargo, en el transcurso de veinticuatro horas las cosas cambiaron diametralmente. El hombre, la mujer o el niño que no hubiese visto su nombre en los periódicos o lo hubiese oído en la calle sólo podía ser calificado de burro, indigno de relacionarse con los seres humanos.
Los príncipes se familiarizaban con Klimo cuando se dirigió al palacio de Windsor para almorzar con la reina; los aristócratas comentaban sus hechos al circular en sus coches por la capital; los comerciantes, y los negociantes en general, podían leer los titulares que la prensa dedicaba al gran detective cuando iban en los omnibuses o en el metro hacia sus tiendas o despachos; los muchachos de los arrabales gustaban de darse aquel apodo tan célebre como misterioso; los artistas de music-hall lo introducían en sus cuplés y hasta se rumoreaba que, en el Stock Exchange, en la misma Bolsa de Londres, habían hecho una pausa en medio de toda la oleada de negocios para desentrañar la clave de aquel enigma.
Lo cierto es que Klimo sacaba pingües ganancias de su profesión, lo cual demostrábase en primerísimo lugar por el elevadísimo precio de sus consejos, y, en segundo lugar, por la casa que había alquilado en Belverton Street, Park Lañe, puerta contigua a la de Porchester House, donde, para mayor consternación del aristocrático vecindario, anunciaba que la estaba preparando para recibir y aconsejar a sus clientes. La invitación fue correspondida magníficamente y, desde el primer día, de las doce a las dos de la tarde, toda la acera situada en la parte norte de la calle estaba bordeada de carruajes ocupados por personas deseosas de comprobar la habilidad del gran detective.
Relatamos todo esto para explicar en qué condiciones se hallaban los asuntos en Belverton Street y en Park Lañe cuando Simón Carne llegó o estaba a punto de llegar a Londres. Si mi memoria no me engaña, fue el miércoles 3 de mayo cuando el conde de Amberley se dirigió en su coche hacia la estación Victoria para recibir y saludar al hombre que había conocido en la India en circunstancias muy peculiares, y bajo cuyo encanto y fascinación se encontraba al igual que toda su familia.
Al llegar a la estación, el conde se apeó de su carruaje y fue hacia el andén especial en que se esperaba al expreso continental. Su señoría andaba con paso alegre y parecía estar muy contento consigo mismo y con el resto de la humanidad. ¡El conde no sospechaba ni por asomo de la trampa en que tan ingenuamente iba a caer!
Para mayor satisfacción del conde, el tren asomó a los pocos minutos de esperar en el andén. Lord Amberley se situó de manera que no pudiese perderse la llegada del hombre que deseaba ver, y estuvo aguardando pacientemente hasta divisarlo. Naturalmente, Carne no se encontraba entre la primera hornada, y la mayoría de los viajeros desfiló ante la vista del conde.
De todas maneras, el hecho real es que habría sido muy difícil equivocarse con la figura de Simón Carne, pues padecía de una deformación física y su rostro, de belleza muy singular, lo hacía fácilmente reconocible. Es probable que su larga estancia en la India le hiciera sentir el frescor de la mañana londinense, pues Carne hizo su aparición enfundado en un largo abrigo de piel, con el cuello levantado hasta las orejas, que enmarcaba perfectamente su delicado rostro. Al percibir a Lord Amberley, aceleró el paso hacia él.
—Ha sido muy amable y amistoso de su parte venir —dijo al darle la mano al conde—. ¡Un día espléndido y Lord Amberley esperándome! Muy difícilmente podía imaginarme mejor recibimiento.
Mientras ambos conversaban, uno de los servidores hindúes de Carne se acercó e inclinó ante ellos. Carne le dio una orden y obtuvo una respuesta en indostaní; luego se volvió hacia Lord Amberley:
—No se figura lo ansioso que estoy por ver mi nueva residencia. Mi servidor acaba de decirme que el carruaje está aquí y espero que se dignará regresar conmigo para que pueda percatarse personalmente de lo estupendamente que estoy alojado.
—Estaré encantado de hacerlo —contestó Lord Amberley, quien solamente aguardaba esa oportunidad.
Los dos hombres salieron al patio de la estación donde estaba esperándolos un cupé tirado por un par de magníficos caballos y, en el pescante, Nur AH, en toda la gloria de su blanco atuendo y encopetado turbante.
El conde mandó regresar a su cabriolé modelo «victoría» y tan pronto como Jowur Singh ocupó su sitio en el pescante, junto al otro servidor, el carruaje salió de la estación en dirección a Hyde Park.
—Espero que la señora condesa esté bien —manifestó muy cortésmente Simón Carne cuando el coche entraba en Gloucester Place.
—Está muy bien, muchas gracias —contestó Lord Amberley—. Me ha encargado que le saludara en su nombre y el mío a su llegada a Londres, y le confieso que está deseando verle.
—Es muy amable de su parte y tendré el gran honor de visitar a la condesa tan pronto como las circunstancias me lo permitan —contestó Simón Carne—. Le ruego transmita a Lady Amberley mi agradecimiento por haber pensado en mí.
Mientras ambos hombres intercambiaban estas palabras de cortesía, el coche iba acercándose rápidamente a una gran empalizada sobre la cual se podía ver un gran cartel ostentando el nombre del nuevo y famoso detective Klimo.
Simón Carne, inclinándose hacia fuera, estuvo contemplando el cartel y tan pronto como lo perdió de vista, se volvió hacia su amigo:
—En la estación Victoria y en todas las empalizadas que hemos pasado, he visto siempre ese enorme cartel con el nombre «Klimo». Por favor, ¿qué significa?
Lord Amberley se echó a reír:
—Me acaba de formular una pregunta que hace tan sólo un mes apenas estaba en los labios de un londinense de cada diez. Solamente en la última quincena nos hemos enterado de quién y qué significa «Klimo».
—¿Por favor, quién es?
—La explicación no puede ser más sencilla. Es ni más ni menos que un muy destacado y astuto detective privado, cuya fama se ha vuelto tan grande que la mitad de Londres lo ha apadrinado. Personalmente no he tenido que relacionarme con ese hombre, pero un amigo, Lord Orpington, ha sido víctima del más audaz robo, y como la policía falló en resolver el misterio, llamó a Klimo para encargarle del asunto. Dentro de pocos días, espero, podremos enterarnos de lo que el detective ha podido hacer. Pero supongo que muy pronto usted sabrá mucho más acerca de él que cualquiera de nosotros.
—¡Cómo! ¿De qué manera?
—Por la sencilla razón de que ha alquilado el n.° 1 de Belverton Terrace, la casa vecina a la de usted, y allí van a consultarle sus clientes.
Simón Carne frunció los labios y pareció entregado a reflexionar.
—Espero que no nos molestará tenerlo tan cerca —manifestó finalmente Carne—. La agencia que me ha encontrado la casa hubiera debido informarme de ese hecho. No me parece muy deseable tener como vecino a un detective privado, por muy famoso que sea, sobre todo para un hombre tan amante de la quietud como soy yo.
En ese momento llegaban a la residencia de Carne. En el mismo instante en que el coche se detenía en Belverton Street, Lord Amberley señaló la larga fila de vehículos que estaba estacionada en fila frente a la puerta del detective:
—Usted mismo puede percatarse del negocio que está haciendo. Esos son los carruajes de sus clientes y es muy probable que más del doble lleguen a pie.
—Tendré que hablar a la agencia inmobiliaria de este asunto —replicó Carne con una sombra de molestia en el rostro—. Considero que tener a ese individuo tan cerca de mí es un serio inconveniente para mi valorización de la casa.
Jowur Singh bajó del pescante y abrió la puerta para que su amo y su huésped pudiesen bajar del coche mientras el majestuoso Ram Gafur, el mayordomo, bajaba las escaleras de la entrada y saludaba a los recién llegados con una obsequiosidad oriental. Carne saludó a sus sirvientes con amable condescendencia y, acompañado por el antiguo virrey, entró en su nueva mansión.
—Creo que puede felicitarse por haber encontrado una de las residencias más agradables de Londres —dijo Lord Amberley al cabo de unos minutos, tras explorar las principales habitaciones.
—Mucho me alegra oírselo decir —contestó Carne—. Confío en que su señoría recordará que siempre será bienvenido en esta casa mientras sea mía.
—Muy amable de su parte —contestó Lord Amberley con afecto—. Durante meses será usted la más agradable de nuestras relaciones. Pero ahora he de marcharme. Mañana, si sus ocupaciones no se lo impiden, estaríamos muy complacidos de tenerle como invitado a cenar. Su fama ya se extendió por todas partes, e invitaremos a nuestra casa a algunas personas escogidas para que lo conozcan, incluyendo a mi hermano y su esposa y a Lord y Lady Gelpington, a Lord y Lady Orpington y a mi prima la duquesa de Wiltshire, cuyo interés por el arte chino e hindú a lo mejor ya conoce usted.
—Será para mí un placer acudir a cenar en su casa.
—¿Podemos contar pues con verle en Eaton Square a las ocho?
—Si estoy vivo, puede contar con que allí estaré. Ah, ¿pero se marcha usted? Bien, entonces hasta mañana y agradecido una vez más por haber ido a recibirme.
Tan pronto como Lord Amberley se hubo marchado, Simón Carne subió las escaleras y se dirigió al cuarto de aseo, que encontró —hay que decirlo— sin tener que buscar, y tocó tres veces el timbre que estaba junto a la chimenea. Mientras llegaba el criado, Carne echó una mirada por la ventana hacia la larga fila de carruajes que se estacionaba en la calle.
—Las cosas están saliendo magníficamente —dijo para sus adentros—. Amberley no sospecha nada, igual que los demás. La mejor prueba de ello es que me ha invitado a cenar mañana por la noche y a entrevistarme con su hermano y su esposa, dos de sus amigos y, sobre todo, con la duquesa de Wilthshire.
En ese mismo momento la puerta se abrió y entró en la habitación su criado, el grave y respetable Belton. Carne se volvió para saludarlo, diciendo con tono impaciente:
—¡Adelante, adelante Belton! Hemos de apresurarnos. Son ya las doce menos veinte, y si no nos damos prisa el gentío se va a impacientar en la puerta de al lado. ¿Conseguiste realizar lo que te encargué la noche pasada?
—Todo se hizo como me lo ordenó, señor.
—Me satisface oírlo. Ahora cierra la puerta y trabajemos. Mientras me visto puedes darme tus informes.
Belton abrió la puerta de un gran armario-ropero que ocupaba todo un muro de la habitación, y sacó una serie de atuendos, entre los que se encontraba una chaqueta de terciopelo bastante usada, un par de pantalones muy anchos tan viejos que solamente un mendigo o un millonario se hubiese atrevido a ponerse, un chaleco de franela, un cuello Gladstone, una corbata de fina seda y un par de zapatillas bordadas por las que el más arriesgado comerciante en ropas viejas de Petticoat Lañe no habría adelantado ni medio penique. Y Belton se dispuso inmediatamente a ayudar a su amo a mudarse de ropa.
—Ahora pásame la peluca y desabrocha las correas de mi joroba —ordenó Carne mientras su criado colocaba la ropa recién sacada del armario sobre el respaldo de una silla.
Belton cumplió la orden de su amo y ocurrió un hecho totalmente increíble: al soltar las correas sujetas en los hombros de Simón Carne, el criado deslizó su mano por debajo del chaleco y extrajó una gran joroba de papier mâché que su amo llevaba y fue a colocarla cuidadosa-mente dentro de un cajón del escritorio. Aliviado de aquel fardo, Simón Carne se enderezó, con el cuerpo tan recto como el del varón mejor conformado de los dominios de Su Majestad. La malformación, por la cual tantas personas, incluidos el conde y la condesa de Amberley, sentían tanta compasión, no era más que una mistificación encaminada a causar un efecto que le ayudase a disfrazarse con mayor facilidad.
Sin joroba y con la peluca gris cuidadosamente fijada en su cabeza, a fin de no dejar ver ni un mechón de su propia cabellera, Carne adornó sus mejillas con un par de enormes patillas rizadas, se puso el chaleco de franela y la chaqueta de terciopelo, se calzó las zapatillas, se puso un par de gafas con cristales ahumados encima de la nariz, y manifestó que estaba listo para comenzar el negocio.
La persona que hubiese reconocido en aquel hombre a Simón Carne habría sido sumamente astuta, tan astuta, digámoslo, como el mismísimo Klimo.
—Van a dar las doce —dijo Carne dándose una ojeada final al espejo del tocador y arreglándose la corbata con satisfacción—. Si alguien pregunta por mí, dile a Ram Gafur que le diga a quien sea que he salido y que no volveré hasta las tres de la tarde.
—Entendido, señor.
—Y ahora ábreme la puerta y déjame salir.
Al oír estas palabras, Belton se dirigió hacia el vasto armario que, como ya dijimos, cubría toda una parte de la habitación, y abrió la puerta central. Dos o tres trajes estaban colgados en el interior; el criado los apartó y empujó el panel del fondo del armario hacia la derecha. Entonces apareció una amplia abertura en la pared que separaba a las dos casas. Carne se deslizó por ella cerrando tras de sí el panel.
En el número 1 de Belverton Terrace, la casa ocupada por el detective cuya presencia en la misma calle parecía molestar tanto a Carne, tenía en la entrada una especie de confesionario en el que Klimo recibía invariablemente a sus clientes y cuya puerta trasera se abría del mismo modo que el panel del armario ropero del cuarto de aseo. Le bastaba, al entrar en aquel recinto, cerrar el panel, sentarse en la silla, tocar el timbre eléctrico para avisar al portero que estaba preparado, y luego despachar a sus clientes con la misma celeridad con que habían llegado.
Las consultas terminaban a las dos en punto. Luego de cosechar una buena partida de honorarios, Klimo volvía a Porchester House para convertirse nuevamente en Simón Carne.
Quizá porque el conde y la condesa de Amberley multiplicaran los elogios acerca de su persona, o porque había corrido el rumor de que era tan rico y tenía más millones que los dedos que uno tiene en la mano, lo cierto es que a las veinticuatro horas de su encuentro con el bueno del conde en la estación Victoria, Simón Carne se había convertido en la comidilla no sólo de la gente más encopetada y selecta de Londres, sino también de la gente común.
Entre los canards o infundios que corrían por la capital acerca de su persona, no eran los mayores aquellos que afirmaban que su servidumbre, salvo una sola excepción, eran nativos de la India; que por la mansión de Porchester House pagaba una renta que alcanzaba cinco números; que era una de las mayores autoridades en arte chino e hindú, y que estaba en Inglaterra en busca de una esposa.
Al día siguiente durante la cena en casa de los condes de Amberley, Simón Carne hizo cuanto pudo para agradar a los comensales. Estaba sentado a la derecha de su anfitriona y a la izquierda de la duquesa de Wiltshire. Dedicó muy especial atención a esta última y con tanto éxito que cuando las señoras volvieron al salón al terminar la cena, la duquesa se deshacía en elogios sobre él. Carne y ella habían estado hablando de todo tipo de arte chino, y él le prometió un objeto por el cual la duquesa había estado suspirando toda su vida, pero sin conseguirlo; a cambio, Lady Wiltshire prometió enseñarle un cofrecito hindú de joyas, singularmente labrado, dentro del cual se guardaba el famoso collar del que, sin lugar a dudas, Carne había oído tanto hablar. La duquesa tendría a bien lucir dicha joya en el baile que, según le informó, ofrecería la semana siguiente, y si él tenía interés en contemplar el cofrecito cuando lo trajeran del Banco ese mismo día, ella tendría el máximo gusto en mostrárselo.
Al regresar a su domicilio en su lujoso cupé, después de la cena en casa de los condes de Amberley, Simón Carne no dejaba de sonreír al pensar en el éxito de su primera tentativa. Dos de los invitados, administradores del Tockey Club, habían escuchado con mucho agrado su idea de comprar un caballo con el fin de participar en el próximo Derbv. Por su parte, otro de los comensales, al escuchar que deseaba adquirir un yate, le ofreció ingresar en el R.C.Y.C., para lo cual serviría de proponente. Como coronando todo ello, lo mejor fue, sin duda, que la duquesa de Wiltshire le prometiera enseñarle sus famosos diamantes.
«Por muy satisfactorios que hayan sido mis progresos hasta ahora —decíase Simón Carne—, la dificultad estriba en cómo apoderarme de esas piedras preciosas. En este momento sólo he podido descubrir que el famoso collar será sacado del Banco el mismo día en que la duquesa se propone ponérselo, v que será devuelto por Lord Wiltshire a la mañana siguiente».
Y Simón Carne continuó su razonamiento: «Tan pronto como se hava puesto el collar de diamantes será totalmente imposible apoderarse de él. Y cuando se lo quite, lo volverá a meter en su cofrecito, el cual irá directamente a descansar en la caja fuerte construida en una de las paredes del dormitorio contiguo, que precisamente está ocupado por el mayordomo y uno de los servidores subalternos, y cuya única llave la tiene el propio duque, lo cual significa que también sería una locura pensar en apoderarse en ese momento de la joya. De manera que por ahora el hecho de saber cómo me apoderaré de los diamantes rebasa mi comprensión. Sin embargo, lo cierto es que es factible conseguirlos y que ello ha de intentarse, dentro de lo que cabe, durante la misma noche del baile. Mientras tanto, tendré que aguzar mis cinco sentidos para elaborar un buen plan».
Al día siguiente, Simón Carne recibió la invitación para el baile y, dos días después, se presentaba en la residencia de la duquesa de Wiltshire, en Belgrave Square, con su plan ultimado. También llevaba consigo el pequeño jarrón que prometiera cuatro días antes. La duquesa lo recibió con la mayor gentileza y la conversación se encaminó en el acto por el tema habitual. Tras examinar la colección, y encantar a la duquesa con un par de apreciaciones críticas muy juiciosas, Carne pidió permiso para insertar fotografías de algunos de los tesoros en su próximo libro, y luego, paulatinamente, fue desviando hábilmente la conversación hacia el tema de los diamantes.
—Puesto que estamos hablando de piedras preciosas, Mr. Carne —dijo Lady Wiltshire— a lo mejor le interesaría admirar mi famoso collar. Afortunadamente en estos momentos lo tengo en casa porque mis joyeros deben efectuar en el cierre una pequeña modificación.
—No sabe cuánto me gustaría verlo —contestó Carne—. En varias ocasiones he tenido la suerte de admirar las joyas de los principales Príncipes de la India, y me gustaría poder afirmar también que he contemplado el famoso collar de Wiltshire.
—Pues ciertamente tendrá ese honor —contestó la duquesa con una sonrisa—. Si quiere hacer el favor de tocar esta campanilla, ordenaré que lo vayan a buscar.
Simón Carne tocó la campanilla tal como acababan de pedírselo, y cuando el mayordomo se presentó la duquesa le entregó la llave de la caja fuerte diciéndole que trajera el cofrecito al salón.
—No podremos tenerlo mucho tiempo —observó la duquesa mientras el mayordomo se retiraba—. Ha de devolverse al Banco dentro de una hora.
—Por lo visto —replicó Carne—, soy muy afortunado —y volvió a la descripción de una curiosa talla en madera hindú sobre la que estaba escribiendo una reseña especial para su libro. Explicó a la duquesa que había estado cosechando ilustraciones en las puertas de los templos de la India, en los portales de los palacios, en los viejos objetos de cobre labrado y hasta en sillas y cajas esculpidas que había encontrado en toda suerte de lugares. Lady Wiltshire se mostraba interesadísima.
—Todo cuanto acaba de explicarme es muy sorprendente —manifestó la duquesa—. Si los cofres labrados le interesan, es muy probable que el mío también le pueda interesar. Creo haberle dicho durante la cena en casa de Lady Amberley, que el cofrecito proviene de Benarés y que en él están esculpidas las figuras de casi todos los dioses del panteón hindú.
—Está usted despertando tremendamente mi curiosidad —dijo Carne.
Al cabo de unos minutos, el mayordomo regresó con un cofre de madera de unas dieciséis pulgadas de largo por doce de ancho y ocho de alto, que dejó encima de la mesa junto a la duquesa, retirándose después.
—Este es el cofrecito del cual le hablaba —dijo la duquesa cogiéndolo en su mano—. Puede observar de qué manera tan exquisita está labrado.
Disimulando a duras penas su excitación, Simón Carne acercó su silla a la mesa y estuvo examinando el cofrecito.
Con mucho acierto había afirmado Lady Wiltshire que se trataba de una obra de arte. Aunque Carne no pudiera decir con que madera estaba elaborado, era muy pesada y oscura, y se parecía mucho a la teca, aunque tampoco lo era. Estaba totalmente cubierto de extrañas esculturas y era, en su género, un objeto de arte incomparable y único.
—Es tan curioso como hermoso —reconoció Carne después de haberlo examinado—. Con toda mi experiencia puedo asegurarle que nunca he contemplado una pieza igual. Si me lo permite, mucho me gustaría incluir en mi libro su descripción e ilustración.
—Claro que sí, me alegraría mucho que lo hiciera —contestó Lady Wiltshire—. Si ello puede ayudarle en su labor, con gusto se lo dejaría unas horas para que pudiera dibujarlo.
Eso era lo que Carne estaba deseando y, por lo tanto, aceptó la oferta con prontitud.
—Muy bien —dijo la duquesa—, el día del baile, cuando lo vuelvan a traer del Banco, sacaré el collar y le entregaré el cofrecito, pero he de ponerle una condición, y es que deberá devolvérmelo ese mismo día.
—Le prometo que así lo haré —aseguró Carne.
—Y ahora, veamos cómo es por dentro —dijo la duquesa.
Sacó el llavero que guardaba en su bolso, escogió una llave, abrió el cierre del cofrecito y levantó la tapa. Por muy acostumbrado que estuviese a contemplar joyas durante su vida, las que ahora tenía ante sus ojos casi le cortaron el aliento. Ambos lados y el fondo de la alhajera estaban forrados con el más fino de los cueros de Rusia y, sobre este lujoso lecho, yacía el famoso collar. Los destellos de los diamantes heridos por la luz, cegaban la vista.
Carne pudo percatarse de la perfección de cada brillante. El collar lo formaban no menos de trescientas piezas. El engaste era el más fino ejemplar del arte de joyería y el valor de toda la prenda debía alcanzar más o menos unas cincuenta mil libras: una bagatela para el hombre que se lo había regalado a su esposa, pero una fortuna para cualquier otra persona.
—Y ahora que acaba de contemplar mi collar, ¿qué le parece? —preguntó la duquesa mirando a su huésped.
—Es realmente hermoso y no me extraña que se sienta tan orgulloso de él. Sí, los diamantes son extraordinariamente finos, pero creo que lo que más me ha fascinado es el lugar donde descansan. ¿Tendría la bondad de dejarme medir el cofrecito?
—Si ello le ayuda en algo, por favor, hágalo —contestó Lady Wiltshire muy amablemente.
Carne sacó una pequeña regla graduada de marfil de su bolsillo y, midiendo la alhajera, fue anotando sus dimensiones en su libreta.
Diez minutos más tarde, cuando el cofrecito hubo vuelto a su lugar en la caja fuerte, Simón Carne se despidió de la duquesa tras agradecerle su gentileza y prometiéndole regresar la mañana del día del baile para llevarse el cofrecito vacío.
Al llegar a su casa, pasó inmediatamente al estudio y, sentándose ante su escritorio, sacó una hoja de papel y se puso a dibujar la alhajera que acababa de ver lo mejor que pudo recordarla. Seguidamente se recostó sobre el respaldo de la silla y cerró los ojos.
«En mi vida he cascado muchas nueces duras —pensaba—, pero ninguna me pareció a simple vista tan dura como esta. Tal como ahora lo veo, el asunto se presenta de la siguiente manera: la misma mañana del día del baile, sacarán el cofrecito del Banco para llevarlo a casa de los Wiltshire. Me permitirán guardarlo, sin el collar, evidentemente, durante un tiempo que durará desde las once de la mañana hasta las cuatro o cinco de la tarde, en cualquier caso no más allá de las siete. Después del baile, el collar volverá a la alhajera, la cual será encerrada en la caja fuerte, bajo la vigilancia del mayordomo y de un criado. Intentar penetrar en aquella habitación durante la noche no solamente es demasiado arriesgado, sino físicamente imposible; por tanto hay que descartarlo. Asimismo resulta imposible robarle el collar a la duquesa durante el baile. Por otra parte, el propio duque es quien va a sacar y también devolver el cofrecito al Banco; de manera que sigo estando muy lejos de una solución para mis propósitos e intentos».
Transcurrió una media hora y Carne siguió sentado ante su escritorio, mirando el dibujo que había hecho sobre la hoja de papel. Pasó media hora más. El ruido de la calle no llegaba hasta el estudio. Finalmente, Jowur Singh entró para anunciar que el coche estaba listo y, con la intención de que alguna idea podría ocurrírsele cambiando de escenario, Simón Carne salió a dar un paseo por el parque.
Por entonces, el elegante faetón arrastrado por magníficos caballos y con un criado hindú en el asiento trasero, era ya tan conocido como el propio equipaje de Su Majestad, y llamaba mucho la atención. Por tal razón, aquel día todo el mundo aristocrático que paseaba por el parque, pudo darse cuenta de que Simón Carne estaba preocupado por algo. Seguía pensando en el problema, pero sin éxito. De repente, y sin saber de qué manera ocurrió, una idea le vino a la mente. No acababa de nacer en su cerebro cuando ya estaba dejando el parque y regresando con la mayor rapidez a su casa.
No habrían transcurrido diez minutos desde que dejara el parque, cuando ya estaba de nuevo en su estudio ordenando que Wajib Baksh acudiese inmediatamente.
Tan pronto como se presentó, Carne le tendió el papel sobre el que había dibujado el cofrecito de los diamantes.
—Mira este dibujo y dime lo que ves en él.
—Veo un cofrecito —contestó el hombre, acostumbrado desde largo tiempo a los modales de su amo.
—Como bien dices, se trata de un cofrecito. Esta hecho de una madera pesada y espesa, aunque no sé decir de qué clase. Las dimensiones están al pie del dibujo. En su interior, los lados y el fondo están forrados de piel fina, com muy bien lo puedes ver. Y ahora, Wajib Baksh, has de reflexionar mucho pues en este caso debes valerte de todos tus sentidos. Dime si eres capaz, tú, el más astuto de todos los artesanos, de insertar en esta caja unos tabiques suplementarios y sujetos con muelles, de tal forma que queden tan bien disimulados que no puedan ser vistos por ninguna persona corriente. Has de arreglarte de tal manera que, cuando el cofrecito esté cerrado, los tabiques caigan sobre el fondo, pero cubriendo y sujetando firmemente lo que se halle debajo de ellos, y además haciendo que la caja, al mirar en su interior, aparezca como si estuviese vacía. ¿Serás capaz de hacer lo que te pido?
Durante unos segundos, Wajib Baksh no contestó. Su instinto le indicaba lo que su amo deseaba y no estaba dispuesto a responder apresuradamente pues sabía que también su fama de ser el más hábil artesano de la India estaba en juego.
—Si Su señoría me concede esta noche para reflexionar —contestó finalmente Wajib—, tan pronto como se levante de su cama vendré y le diré lo que puedo hacer y entonces podrá indicarme lo que le plazca.
—¡Muy bien! Mañana por la mañana esperaré tu dictamen. Piensa mucho para que el trabajo salga bien y como recompensa tendrás muchas rupias. En cuanto a la cerradura y la manera en que ha de funcionar, déjaselo a Hiram Singh.
Wajib Baksh se inclinó ceremoniosamente y se retiró, mientras que Simón Carne, de momento, trataba de alejar el asunto de su mente.
A la mañana siguiente, mientras Simón Carne se vestía, Belton le informó de que dos artesanos deseaban entrevistarse con él. Ordenó que entrasen inmediatamente y a los pocos segundos estaban en la habitación. Wajib Baksh traía consigo una pesada caja que colocó encima de la mesa antes de que Carne se lo indicara.
—¿Reflexionaron sobre el asunto? —preguntó al ver que los artesanos esperaban para hablarle.
—Hemos pensado en él —contestó Hiram Singh, quien siempre solía hacer de portavoz de la pareja—. Si Su Señoría se digna mirar, verá que hemos fabricado un cofrecito de las mismas dimensiones y forma del que figura en el dibujo.
—Efectivamente, es una excelente réplica del original —asintió Carne, condescendiente, después de haberlo examinado.
Wajib Baksh enseñó sus níveos dientes en señal de satisfacción por el cumplido, y su compañero Hiram Singh acercóse a la mesa.
—Ahora, si el Sahib quiere abrirlo, podrá decirnos con su gran sabiduría si se parece al cofrecito que lleva en la mente.
Carne abrió el cofrecito y comprobó que el interior era la exacta réplica de la alhajera de la duquesa de Wiltshire, incluido el almohadillado de piel que formaba una de sus principales características. Afirmó que la similitud era tal y como la deseaba.
—Puesto que está satisfecho —dijo Hiram Singh—, es probable que el Protector de los Pobres se digne probar el cofrecito. Mire, señor, aquí tenemos este peine. Lo meteremos en la caja, y ahora verá lo que pasará.
Un ancho peine chapado en plata, que yacía sobre el tocador, fue colocado en el fondo del cofrecito, se bajó la tapa y la cerradura quedó cerrada con llave. Tras esta operación, con el cofrecito bien cerrado, Hiram Singh se dirigió hacia su amo.
—Supongo que ahora he de abrirlo ¿verdad? —dijo Carne al coger la llave y meterla en la cerradura.
—Si mi amo lo desea —contestó Hiram.
Carne accionó la llave, levantó la tapa y miró en el interior. Para su asombro, y en contra de lo que cabía pensar, la alhajera estaba vacía. El peine había desaparecido y, sin embargo, los lados y el fondo del cofrecito eran exactamente los mismos que los que había estado examinando unos minutos antes.
—¡Esto es asombroso! —exclamó. Realmente se trataba del truco y el escamoteo más hábil que podía imaginarse.
—No, es de lo más sencillo —replicó Wajib Baksh—. Su Señoría me recomendó que no hubiera el menor riesgo.
Cogió el cofrecito en sus manos y deslizando sus uñas hacia el centro del forro, dividió el falso fondo en dos partes; las levantó y el peine reapareció descansando sobre el auténtico fondo inferior.
—Como puede observar Su Señoría —explicó a su vez Hiram Singh—, los costados están sujetos en sus respectivos lugares con estos dos muelles. Así, cuando se da vuelta a la llave, los muelles se relajan y los costados son empujados hacia el fondo, donde la costura del forro disimula su juntura. Sin embargo existe un inconveniente y es el siguiente: cuando las piezas que forman el fondo se levantan para que Su Señoría pueda sacar lo que se esconde debajo, los muelles necesariamente han de descubrirse. Pero evidentemente, cualquier persona que conozca suficientemente el funcionamiento de este cofrecito como para levantar el falso fondo, retirará fácilmente los muelles y los esconderá.
—Ya que dices que es cosa fácil —dijo Carne— trataré de no olvidarlo. Y ahora otra pregunta: suponiendo que pueda poner en vuestras manos el auténtico cofrecito durante, digamos, ocho horas, ¿pensáis que eso os dará tiempo para prepararlo de manera tal que impida cualquier observación de la trampa?
—Seguramente, señor —replicó Hiram Singh con absoluta convicción—. Habrá que fabricar la cerradura y efectuar el montaje de los muelles; bastarán tres horas para hacerlo.
—Estoy muy satisfecho de vosotros —afirmó Carne—. Como testimonio de mi reconocimiento, tan pronto como el trabajo haya terminado cada uno de vosotros recibirá quinientas rupias. Y ahora, ya podéis iros.
Cumpliendo con su promesa, a las diez de la mañana del viernes siguiente, Carne iba en su cabriolé hacia Belgrave Square. Estaba un tanto preocupado, hecho que cualquier observador momentáneo habría notado en seguida. La magnitud del juego que estaba llevando adelante era suficiente como para quebrantar los nervios de un maestro del oficio, aunque fuese Simón Carne.
Al llegar a la casa de los duques de Wiltshire, vio a unos obreros instalando un toldo encima de la entrada, con miras al baile que tendría lugar aquella misma noche. Carne no tardó mucho en encontrarse en el boudoir de la duquesa para recordarle su promesa de permitirle hacer un dibujo de la famosa alhajera. Naturalmente, la duquesa estaba ocupadísima, y al cabo de un cuarto de hora, Simón Carne se hallaba de regreso en su coche con el tan deseado cofrecito colocado junto a él en el asiento.
«Ahora —pensaba al acariciarlo con buen humor—, si el truco de Hiram Singh y Wajib Baksh sale bien, los famosos diamantes de Wiltshire estarán en mi poder antes de que transcurran muchas horas. Mañana, a esta misma hora, todo Londres estará sobresaltado con la noticia del robo».
Al llegar a su casa, dejó el carruaje y llevó consigo el joyero a su despacho. Tocó el timbre y mandó llamar a Hiram Singh y Wajib Baksh. Tan pronto como llegaron, les enseñó el cofrecito sobre el cual habrían de ejercitar todo su ingenio.
—Traed vuestras herramientas aquí mismo —ordenó Carne—. Váis a trabajar delante de mí. Tenéis nueve horas ante vosotros, lo que significa que os ha de sobrar tiempo.
Los dos artesanos fueron por sus herramientas e inmediatamente se dedicaron a la tarea. Trabajaron sin desmayo y, como resultado de su labor, a las cinco de la tarde las modificaciones estaban terminadas y el cofrecito listo. Cuando Carne regresó de su paseo en coche por el parque, el joyero estaba listo para desempeñar el papel que le había sido asignado en el plan. Tras agradecerles su trabajo, despidió a los dos artesanos y cerró tras ellos la puerta del despacho. Luego volvió a su escritorio y abrió uno de sus cajones, del que sacó una alhajera de piel; contenía un collar de falsos diamantes, quizás un poquitín más grande que el que trataba de conseguir. Lo había comprado aquella misma mañana en Burlington Arcade con el propósito de probar el aparato que sus servidores habían fabricado.
Metiendo muy cuidadosamente el falso collar en el fondo del cofrecito, dejó caer la tapa y dio una vuelta de llave a la cerradura. Cuando volvió a abrir el cofrecito, el collar había desaparecido y, aunque ya conocía el secreto, no fue capaz de ver dónde empezaba y terminaba el falso fondo. Seguidamente volvió a montar el armadijo y colocó cuidadosamente el collar en el interior del cofrecito. Para su gran satisfacción, el sistema funcionó tan estupendamente como antes. Carne contuvo a duras penas su alegría. Su conciencia era lo bastante elástica como para no perturbarle en lo más mínimo. Lo que planeaba, según pensaba, difícilmente podía calificarse de robo; se trataba más bien de una prueba de habilidad artística en la que contraponía su inteligencia y astucia a las fuerzas de la sociedad.
Cenó a las siete y media y luego pasó a la sala de billar para fumarse un puro y leer el periódico vespertino. La invitación para el baile estaba fijada a las diez de la noche. A las nueve y media se dirigió a su cuarto de aseo.
—Arréglame lo más pronto que puedas —le ordenó a Bulton tan pronto como se presentó— y mientras tanto, escucha mis últimas instrucciones: esta noche, como ya sabes, intentaré apoderarme del collar de la duquesa de Wiltshire. Mañana por la mañana, todo Londres estará escandalizado y he perfilado mis planes de tal manera que Klimo será la primera persona en ser consultada. Cuando el mensajero se presente, pues habrá de presentarse, trata de que la anciana de la puerta de al lado le ordene comunicarle al duque que venga personalmente a las doce. ¿Has comprendido?
—Perfectamente, señor.
—Muy bien. Y ahora dame el joyero y déjame salir. No necesitas velar por mí.
En el preciso momento en que los relojes del vecindario daban las diez de la noche, Simón Carne llegaba a Belgrave Square y, tal como lo esperaba, se encontró siendo el primer invitado que acudía.
La duquesa y su esposo lo recibieron en la antesala del gran salón.
—Les pido mil perdones —dijo al besar la mano de Lady Wiltshire, deshaciéndose en las ceremoniosas cortesías que eran muy características de él—. Reconozco que he llegado demasiado temprano, pero me he apresurado así porque deseaba devolverle rápidamente el cofrecito que tan gentilmente me había prestado. Confío en su generosidad para perdonarme, pero el dibujo me llevó más tiempo del que pensaba.
—Por favor, no tiene por qué disculparse. Es muy amable de su parte haber traído personalmente el cofrecito. Espero que los dibujos le salieran muy bien. Será para mí un verdadero placer verlos tan pronto como estén listos. Ah, pero está usted con el cofrecito en la mano; ahora mismo uno de los criados lo llevará a mi habitación.
Lady Wiltshire llamó a un lacayo y le entregó el joyero ordenándole que lo pusiera encima de su tocador.
—Antes de que se lo lleven, le rogaría, señora duquesa, que lo mirara para comprobar que no se ha estropeado en lo más mínimo ni por dentro ni por fuera —manifestó Carne con una sonrisa—. Se trata de un cofrecito tan precioso, que no me perdonaría a mí mismo el que sufriera el más leve arañazo mientras lo tuve en mi poder.
Al pronunciar estas palabras, alzó la tapa del cofrecito para que la duquesa viera su interior.
Aparentemente era exactamente el mismo que Lady Wiltshire le había dejado aquella mañana.
—Ha sido usted muy cuidadoso —dijo la duquesa. Prosiguió con gracejo— si lo desea, con mucho gusto le extenderé un certificado al respecto.
Así estuvieron conversando durante unos minutos tras la salida del criado, y Carne prometió que al día siguiente, a las 11, volvería a casa de la duquesa con las ilustraciones que había realizado y, además, con un pequeño objeto de arte chino que había tenido la suerte de encontrar en una tienda la tarde anterior. Mientras conversaban, la gente selecta de Londres iba subiendo por las grandes escaleras y la conversación se volvió imposible.
Poco después de las doce de la noche, Carne se despidió de los duques y se fue en su coche para dirigirse a su casa. Estaba muy satisfecho de la velada y, si la llave del cofrecito no era accionada antes de que colocaran dentro el collar de diamantes, estaba seguro de que se apoderaría de la famosa joya. Y aunque sólo fuese para demostrar la fortaleza de sus nervios, diremos que aquella noche durmió con un sueño tan apacible y tranquilo como el de un niño.
A la mañana siguiente, apenas acababan de servirle el desayuno cuando un cabriolé se detuvo a la puerta de la casa de Simón Carne para que se apease de él Lord Amberley. Fue introducido inmediatamente y, al ver la sorpresa de Carne ante aquella visita tan temprana, se apresuró a explicarse:
—Mi buen amigo —comenzó diciendo al ocupar la silla que le ofrecían— he venido a toda prisa para hablarle de un asunto muy importante. Como le dije la noche pasada durante el baile, cuando tan amablemente me invitó a visitar el yate de vapor que había comprado, tenía una cita con Lord Wiltshire a las nueve y media de esta mañana. Cuando llegué a Belgrave Square, me encontré con toda la casa revuelta. Los criados iban de un lado para otro con caras de espanto, el mayordomo estaba al borde de la locura, la duquesa casi histérica en su boudoir, mientras que su esposo estaba en su despacho clamando venganza contra el mundo entero.
—Me está alarmando usted —exclamó Carne encendiendo un cigarrillo con el pulso tan firme como una roca—. ¿Qué ha sucedido?
—Creo que puedo permitirle hacer cincuenta conjeturas y luego apostarle cien libras a que no dará en el clavo, y, sin embargo, hasta cierto punto es un asunto que le concierne.
—¿Qué me concierne? ¡Válgame Dios! ¿Qué tengo que ver yo en todo eso?
—Por favor, no se alarme de esa manera —dijo Lord Amberley—. Personalmente no tiene nada que ver en todo ello. Además, por otra parte, no sé si tengo derecho a decirle que eso le concierne. El caso es, amigo Carne, que la noche pasada cometieron un robo en casa de los duques de Wiltshire, y ha desaparecido el famoso collar de diamantes…
—¡Por Dios, no me diga!
—Como lo está oyendo. Las circunstancias del caso son las siguientes: cuando mi prima se retiró a su habitación la noche pasada, después del baile, se quitó el collar y, en presencia de su esposo, lo metió cuidadosamente en el cofrecito, que ella misma cerró con llave. Seguidamente, Lord Wiltshire llevó el cofre a la habitación donde está la caja fuerte, y él mismo lo guardó en ella cerrando la puerta de acero con su propia llave. La habitación estuvo ocupada toda la noche, como de costumbre, por el mayordomo y uno de los criados, que llevan en la casa desde su niñez. A la mañana siguiente, después del desayuno, el duque abrió la caja fuerte y sacó el joyero con la intención de llevarlo al Banco como es costumbre. Antes de llevarlo, lo colocó sobre la mesa de su despacho y subió a la habitación de su esposa para hablar con ella. El duque no logra recordar exactamente cuánto tiempo estuvo ausente de su despacho, pero está convencido que no tardó más de un cuarto de hora. Cuando hubo terminado de hablar con su esposa, ésta lo acompañó hasta la planta baja y vio como Lord Wiltshire cogía el cofrecito y se lo llevaba hasta su carruaje. Pero antes de que saliera de la casa, la duquesa le preguntó:
¿Supongo que habrás mirado si el collar está en su sitio?
»¡Cómo podría mirarlo si no tengo yo la llave! —replicó el duque—, ya sabes que la única llave capaz de abrir el joyero está en tu poder». Entonces, Lady Wiltshire miró en sus bolsillos pero, para su gran asombro, no llevaba la llave.
—Si yo fuese detective, diría que se trata de un detalle a no olvidar —dijo Carne con una sonrisa—. Dígame, ¿dónde estaba la llave?
—Encima del tocador —contestó Amberley—. Pero no recordaba en absoluto haberla dejado allí.
—Y cuando hubo encontrado la llave, ¿qué pasó?
—Pues abrieron el cofrecito y para su gran estupefacción y dolor se encontraron con que estaba vacío: ¡los diamantes habían desaparecido!
—¡Válgame Dios! ¡Qué pérdida más tremenda! ¡Es casi imposible creerlo! ¿Y qué hicieron entonces?
—Primero estuvieron mirando el cofrecito vacío, como si se negaran a dar fe a sus propios ojos, pero por más que mirasen era claro que el collar no volvería por sí solo. Lo cierto es que los diamantes habían desaparecido, pero cuándo y cómo, nadie lo sabía. Inmediatamente llamaron a toda la servidumbre para interrogarla, pero como cabía preverlo desde el mayordomo hasta la cocinera nadie era capaz de esclarecer el asunto. Hasta ahora sigue siendo un misterio tan grande como cuando descubrieron la desaparición del collar de diamantes.
—Pues el asunto me concierne más de lo que usted cree —dijo Carne—. Menos mal que ayer en la noche le devolví el cofrecito a la duquesa. Pero por pensar en mí he olvidado preguntarle por qué ha venido a verme. Si puedo ayudar en algo, le ruego que me lo diga.
—Bien, le diré por lo que he venido —contestó Lord Amberley—. Naturalmente, los duques están ansiosos por resolver el misterio y recuperar los diamantes lo antes posible. Lord Wiltshire quería avisar inmediatamente a Scotland Yard, pero su esposa y yo la persuadimos de que era preferible consultar a Klimo. Como usted debe saber, si las autoridades policiales son avisadas en primer lugar, Klimo se niega en absoluto a ocuparse del asunto. Y puesto que es usted su vecino más inmediato, hemos pensado que tal vez pudiera ayudarnos.
—Puede estar seguro, Lord Amberley, que haré cuanto esté a mi alcance. Ahora mismo iremos a ver al detective.
Al pronunciar estas palabras, Simón Carne dejó la colilla de su cigarrillo en el cenicero. Su visitante siguió su ejemplo y, tras coger sus sombreros, se fueron directamente al número uno de Belverton Street. Después de haber tirado de la campanilla, la puerta se abrió y se encontraron ante la anciana que invariablemente recibía a los clientes del detective.
—¿Está Mr. Klimo en casa? —preguntó Carne—. Querríamos hablar con él.
La vieja era algo sorda, y tuvieron que repetir la pregunta varias veces hasta que se enterara. Tan pronto como comprendió de qué iba, la anciana contestó que su amo había salido de la capital pero que volvería como de costumbre a las doce para recibir a sus clientes.
—¡Demonios! ¿Y ahora qué hacemos? —exclamó Lord Amberley aterrado—. Temo mucho no poder volver pues tengo una cita muy importante dentro de una hora.
—¿No piensa que podría confiarme el asunto? —preguntó Carne—. En ese caso yo mismo me presentaré aquí a las doce y luego iré a casa de los duques de Wiltshire para informarles del resultado de la entrevista con el detective.
—Es muy amable de su parte —asintió Lord Amberley—. Si de veras no le molesta que le encargue el asunto, eso será lo mejor.
—Lo haré con mucho gusto. Ya sabe que considero como una obligación el poder servirles en lo que pueda.
—Se lo agradezco infinitamente —dijo Lord Amberley—. Así que, si mal no he comprendido, usted vendrá a ver a Klimo a las doce y luego irá a decir a mis primos lo que ha podido conseguir. Espero que nos ayude a atrapar al ladrón. Son ya demasiados los robos que estamos padeciendo. Bien, voy a coger ese cabriolé que pasa vacío y me marcho. ¡Muchas gracias, y hasta pronto!
—¡Hasta pronto! —contestó Carne.
Tan pronto como el cabriolé se hubo alejado, Simón Carne volvió a su casa.
«Es verdaderamente extraño —murmuraba al dirigirse hacia su puerta— cómo la suerte tan a menudo suele ayudarme en mis pequeños planes. El solo hecho de que Lord Wiltshire dejara el cofrecito sin vigilancia en su despacho durante un cuarto de hora, servirá para que la policía siga una pista totalmente distinta. También me alegra que decidieran abrir el cofrecito en la casa, pues si hubiese llegado hasta el Banco y lo hubieran metido en la caja fuerte sin mirarlo por dentro, nunca habría sido capaz de apoderarme de los diamantes».
Tres horas más tarde, Simón Carne llegaba a Wiltshire House y se entrevistaba con el duque, pues la duquesa estaba demasiado afligida por la catástrofe para ver a nadie.
—Es muy amable de su parte, Mr. Carne —dijo Lord Wiltshire tan pronto como su interlocutor le hubo informado de los resultados de su entrevista con Klimo—. Le estamos sumamente agradecidos. Lamento que el detective no pueda venir antes de las diez de la noche y que pusiera como condición que se le dejara solo pues debo confesarle que me habría gustado que alguien más estuviese presente para preguntarle lo que a mí pudiera escapárseme. Más si esa es su hora y su costumbre, no hay más remedio que conformarse, ¿no es así? Espero que Klimo sea una gran ayuda pues esta es la mayor calamidad que he sufrido en mi vida. Como le he dicho, mi esposa está enferma por culpa del robo y recluida en su habitación totalmente histérica.
—Y no sospecha de nadie, claro —dijo Carne.
—En absoluto. El caso es tan misterioso que no sabemos qué pensar. Sin embargo, estoy convencido de que mis servidores son tan inocentes como yo. Nada podría hacerme pensar diferente sobre esto. Espero que podamos atrapar al ladrón y hacerle pagar su jugarreta.
Carne supo hallar la réplica adecuada y, después de una breve conversación sobre el asunto, se despidió del airado duque y abandonó la casa. Desde Belgrave Square se fue en su coche a uno de los clubs del que había sido elegido miembro, en busca de Lord Orpington con quien estaba comprometido a almorzar y llevarle luego a unos astilleros cerca de Greenwich para enseñarle el yate de vapor que acababa de comprar.
Era ya casi la hora de la cena cuando Carne regresó a su casa. Le acompañaba Lord Orpington y cenaron juntos. A las nueve su invitado se marchó, y a las diez de la noche, Carne se retiró a su cuarto de aseo y llamó a Belton.
—¿Cuál es tu informe —preguntó— acerca de lo que debías hacer en Belgrave Square?
—He seguido sus instrucciones al pie de la letra —contestó Belton—. Ayer por la mañana, mandé una carta a los Sres. Horniblow y Jimson, los agentes inmobiliarios de Piccadilly, en nombre del coronel Braithwaite, solicitando permiso para visitar la casa que está a la derecha de Wiltshire House. Dije que la orden de visita debía mandarse directamente a aquella casa pues el coronel se presentaría ahí tan pronto como llegase. Yo mismo eché la carta en Basingstoke, tal como usted me ordenó hacrlo. A las nueve de la mañana me vestí lo mejor posible, como si fuese un antiguo oficial del ejército, y cogí un cabriolé para Belgrave Square. El portero, un anciano de unos setenta años, me hizo entrar inmediatamente al oír mi nombre y me propuso acompañarme para visitarla. Naturalmente le dije que no era necesario, acompañando mis palabras de media corona, con lo que el hombre quedó muy satisfecho mientras yo andaba a mis anchas por toda la casa. Al llegar al piso sobre el cual se halla ubicada la habitación en la que se encuentra la caja fuerte donde el duque guarda el cofrecito con los diamantes, me di cuenta de que su hipótesis, señor, era totalmente correcta, y que a un hombre le sería posible, después de abrir la ventana, caminar a lo largo de la albardilla desde una casa a la otra sin ser visto. Me aseguré de que no había nadie en el dormitorio que suele ocupar el mayordomo, e inmediatamente preparé el largo bastón telescópico que usted me entregó, y colocando una de mis botas en el extremo con ayuda de un tornillo, marqué toda una serie de huellas de pasos sobre el polvo de la albardilla de una ventana a otra. Tras ello, bajé las escaleras de la casa, me despedí del portero y me fui en el cabriolé. De Belgrave Square fui a casa del prestamista que usted me dijo se encontraba ausente de la capital. Su empleado me preguntó lo que deseaba y afirmó que trataría de hacer lo que pudiera por mí. Naturalmente, le dije que deseaba ver personalmente a su amo pues se trataba de la venta de unos diamantes que llevaba conmigo. Manifesté claramente mi contrariedad por no encontrar al prestamista en su casa, y murmuré para mí, pero lo bastante fuerte para que el empleado lo oyera, acerca de un viaje que iba a emprender hacia Amsterdam. Después de esto salí del despacho del prestamista, despedí al cabriolé y, mientras andaba por la calle, me quité los bigotes y cambié mi apariencia abandonando mi gran chaqueta y la bufanda. Unas calles más allá, me compré un sombrero hongo que cambié por el viejo sombrero de copa que llevaba hasta ese momento y, al llegar a Picadilly, subí a un cabriolé y me vine para casa.
—Has seguido admirablemente mis instrucciones —dijo Carne—, y si el negocio sale bien, como espero, recibirás, como siempre, un buen porcentaje. Y ahora he de convertirme en Klimo y salir para Belgrave Square para poner al duque sobre la pista de los ladrones.
Aquella noche, antes de retirarse a descansar. Simón Carne sacó del bolsillo de la chaqueta que Klimo llevaba puesta unos minutos antes, un objeto envuelto en un pañuelo de seda roja. Una vez desenrollado el pañuelo, sacó a luz el magnífico collar que durante tantos años había sido alegría y orgullo de la casa ducal de Wiltshire. La luz eléctrica hirió los diamantes que refulgieron con mil destellos diferentes.
«Donde tantos han fracasado no deja de ser agradable congratularse a sí mismo por haberlo conseguido» —se decía Simón Carne mientras volvía a envolver el collar en el pañuelo y lo encerraba en su caja fuerte.
A la mañana siguiente, todo Londres se asombró al enterarse de que los famosos diamantes de los duques de Wiltshire habían sido robados. Y unas horas más tarde, Carne supo por el periódico vespertino que los detectives que se ocupaban del asunto tras la supuesta negativa de Klimo, habían fracasado totalmente hasta ese momento.
Aquella noche había invitado a cenar a varios amigos, entre ellos, a Lord Amberley, Lord Orpington y a un insigne miembro del Consejo Privado. Lord Amberley llegó tarde, pero desbordando importancia; sus amigos inmediatamente le preguntaron a qué obedecía su estado de ánimo.
—Bien, caballeros —contestó al tiempo que ocupaba su silla a la cabecera de la mesa—, puedo informarles que Klimo ha emitido su dictamen acerca del caso, y que la conclusión del mismo es que el misterio de los diamantes de Wiltshire dejó ya de ser un misterio.
—¿Qué quiere decir? —exclamaron al unísono los demás.
—Quiero decir que, tal y como había quedado convenido, el detective mandó esta misma tarde su informe a los duques de Wiltshire. En él decía que la otra noche, después de quedarse solo en la habitación con el cofrecito vacío y una espléndida bebida durante un par de minuto» más o menos, ya estaba en condiciones de describir el modus operandi, y más aún, de poner a la policía sobre la pista del ladrón.
—¿Y cómo operó el ladrón? —preguntó Carne.
—Desde la casa vecina que está deshabitada —explicó Lord Amberley—. La mañana del robo, un hombre que se hizo pasar por un oficial retirado del ejército, se presentó en la casa para visitarla y, tras haber esquivado la vigilancia del portero, se internó en la casa de los duques de Wiltshire por el saliente de la fachada y se metió en la habitación, mientras los criados estaban desayunando, para abrir la caja fuerte y llevarse las joyas.
—¿Pero cómo se las apañó Klimo para averiguar todo eso? —preguntó Lord Orpington.
—Gracias a su inimitable sagacidad —contestó Lord Amberley—. En cualquier caso, se ha probado que su hipótesis es correcta. El ladrón salió por la puerta vecina y la policía ya ha descubierto que un individuo, que responde a la descripción del sospechoso, estuvo en casa de un prestamista de la capital, una hora más tarde aproximadamente, diciendo que tenía unos diamantes para vender.
—Siendo así, al fin y al cabo se trata de un misterio muy simple —afirmó Lord Orpington cuando comenzaba la cena.
—Gracias a la sagacidad del más hábil detective del mundo —observó Lord Amberley.
—En tal caso, brindemos a la salud de Klimo —propuso el Consejero Privado levantando su copa.
—A ello me uno —dijo Simón Carne—. Salud por Klimo y su labor en relación con los diamantes de la duquesa de Wiltshire. ¡Qué siempre tenga el mismo éxito!
—¡Muy bien dicho, muy bien! —contestaron sus invitados.