1
Lady Molly siempre pensó que si el dedo del Destino hubiese señalado el Mathis de Regent Street en lugar del Lyons, el local más adecuado para nosotros para tomar una taza de té aquella tarde, es muy posible que Mr. Culledon siguiese vivo en estos momentos.
Mi querida lady está convencida —y huelga decir que yo misma comparto su fe en su propia persona— de que hubiese podido anticiparse a los designios del asesino, y evitar así uno de los más crueles y pérfidos crímenes jamás perpetrados en pleno corazón de Londres.
Lady Molly y yo habíamos estado en la representación de Trilby y a la salida del teatro nos metimos en el Lyons para tomar el té. Dicho local se halla situado enfrente mismo del café vienés Mathis en Regent Street. Desde el sitio donde nos sentábamos divisábamos estupendamente la calle y el café, que se había llenado de gente durante la última hora.
Habíamos estado prolongando nuestro té y nuestros bollos de leche tostados hasta después de las seis de la tarde, cuando de pronto nos llamó la atención el vivo ajetreo que observamos del otro lado de la calle, a la puerta del Mathis.
Vimos a dos hombres salir corriendo por la puerta del local y regresar a los pocos minutos acompañados de un policía. Ya saben lo que en tales casos suele ocurrir en una capital como Londres: al poco rato, la multitud ya se aglomeraba delante del café. Dos o tres guardias estaban ya allí y se las veían y deseaban para dejar la entrada del local libre de intrusos.
Pero mi querida Lady Molly, con la viveza de un perro de caza que sigue un rastro, ya había pagado apresuradamente su consumición, y sin esperar a ver si yo la seguía o no, atravesó rápidamente la calle y a los pocos segundos su graciosa figura se perdía entre la multitud.
Movida por la curiosidad, salí tras ella y pude verla, conversando en voz baja con uno de nuestros agentes. Siempre he pensado que Lady Molly tenía ojos en la espalda, pues de otro modo ¿cómo hubiera sabido que yo estaba detrás de ella? En cualquier caso, me hizo una señal y ambas penetramos en el café Mathis, ante el asombro y la ira de la gente menos afortunada.
El local, habitualmente tan alegre, se había llenado de tristeza. En un rincón de la sala, las camareras, ataviadas con sus delantales y sus finos gorros, cuchicheaban, mirando furtivamente el pequeño grupo que se hallaba ante uno de los bonitos camarotes, que, como saben, se abren a lo largo de todo el perímetro de la gran sala de té del Mathis.
Allí había dos o tres personas muy ocupadas con sus lápices y sus libretas de notas, mientras una camarera rubia, desecha en lágrimas, parecía facilitarles un montón de informaciones tan irrelevantes como confusas.
Según entendí, ya habían mandado a buscar al inspector principal Saunders: los guardias, en presencia de aquella extraordinaria tragedia, no dejaban de mirar ansiosamente hacia la puerta del café, mientras proseguían formulando las preguntas convencionales a la joven camarera.
En aquel camarote, separado del piso de la sala por un par de escalones alfombrados, el origen de toda aquella conmoción, de toda aquella angustia y de todas aquellas lágrimas, se hallaba acurrucado en una silla, con los brazos en reposo sobre el mármol de la mesa y con los utensilios habituales del té delante de él. La parte superior del cuerpo, fláccida, de través y blanda, apoyada contra la pared, y los miembros inertes, decía claramente que aquel hombre estaba muerto.
Antes de que mi querida Lady Molly y yo tuviéramos la oportunidad de formular alguna pregunta, Saunders llegó en un taxi. Le acompañaba el médico forense, Dr. Townson, quien se ocupó en el acto del cadáver, mientras Saunders se dirigía rápidamente hacia Lady Molly.
—El jefe sugirió que fuésemos a buscarla —dijo el inspector—. Le dejé telefoneándole a usted cuando salí. En este asunto hay una mujer y hemos de contar en buena parte con su ayuda.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mi querida lady, cuyos ojos tan hermosos se encendieron de excitación ante la simple idea del trabajo.
—Sólo conozco ciertos indicios —contestó Saunders—, pero el principal testigo es esa muchacha rubia que está ahí. Tenemos que sonsacarle todo cuanto podamos tan pronto como el Dr. Townson nos haya dado su opinión.
El forense, que estaba arrodillado junto al cuerno, se incorporó y se dirigió hacia Saunders; su rostro reflejaba gran seriedad.
—En cuanto a mí respecta, el asunto es bastante sencillo —manifestó—. Este hombre ha fallecido tras la absorción de una dosis tremenda de morfina, que sin duda alguna le fue administrada en esa taza de chocolate —agregó el forense, señalando una taza en cuyo interior aún quedaban restos enfriados del espeso brebaje.
—Pero ¿cuándo ocurrió? —le preguntó Saunders a la camarera.
—No lo sé —contestó la muchacha, azorada—. Ese señor llegó muy temprano con una señora; serían las cuatro más o menos; y se instalaron directamente en este camarote. Los clientes empezaban a llenar la sala y la música ya había comenzado a tocar.
—¿Y dónde está esa señora?
—Se marchó casi en seguida. La señora pidió un té para ella y una taza de chocolate para el gentleman, así como también unos bollos de leche y unos pasteles. Cinco minutos después, al pasar cerca de la mesa que ocupaban, oí que ella le decía a él: «Lo siento mucho, pero he de salir ahora mismo porque si no en casa de Jay estará cerrado, volveré antes de media hora. ¿Me esperarás?».
—¿Y ese señor parecía estar de acuerdo?
—Pues sí —manifestó la camarera—. Había comenzado a tomarse su chocolate y lo único que dijo fue: «No tardes mucho» al tiempo que ella cogía sus guantes y su regalo y se marchaba.
—¿Y ya no volvió?
—No.
—¿Cuándo se dio cuenta por primera vez que algo le pasaba al señor? —preguntó Lady Molly.
—Pues, verá —contestó la muchacha con cierta vacilación—, miré a ese señor un par de veces mientras yo iba y venía por la sala, pues ciertamente parecía haberse desplomado. Naturalmente, pensé que se había dormido; cuando se lo dije a la directora, me aconsejó que lo dejásemos tranquilo un rato. Luego, estuvimos muy atareadas y dejé de preocuparme por ese señor hasta cerca de las seis, en que la mayoría de los clientes del té de la tarde ya se habían marchado y empezábamos a preparar las mesas para la cena. Fue entonces cuando pensé que algo malo le había pasado a ese señor. Llamé a la directora y avisamos a la policía.
—¿Podría decirnos cómo era la señora que estuvo con él a primera hora? ¿Sería capaz de reconocerla? —preguntó Saunders.
—No lo sé —contestó la muchacha—. Mire usted, en una tarde he de atender a tanta gente, que me resulta imposible fijarme en cada cliente. Además, esa señora llevaba un sombrero hongo tan gigantesco que no había manera de verle el rostro ni tampoco el mentón, a no ser de que una fuese a mirarla adrede por debajo de su sombrero.
—¿Sería capaz de reconocer ese sombrero? —preguntó Lady Molly.
—Creo que sí —contestó la camarera—. Era de terciopelo negro, con un gran penacho de plumas. ¡Un sombrero enorme! —añadió la muchacha con una mueca de admiración y de ardiente codicia por tan monumental tocado.
Mientras la rubia camarera hacía su relato, uno de los policías registró los bolsillos del muerto. Entre otros objetos, encontró varias cartas dirigidas al Sr. Mark Culledon, algunas de las cuales llevaban una dirección en Lombard Street, mientras que otras llevaban la dirección de Fitzjohn’s Avenue, Hapstead. Las iniciales M. C., que aparecían en el interior del sombrero y en la cartera del infortunado gentleman, probaban sin lugar a dudas su identidad.
En cualquier caso, una casa de Fitzjohn’s Avenue no sugería ni mucho menos ningún establecimiento para solteros. Mientras Saunders y los demás agentes se preocupaban por las cosas pertenecientes al muerto, Lady Molly ya pensaba en sus familiares, sus hijos, su esposa o su madre ¿quién sabía?
¡Qué cosa más espantosa tener que comunicar semejante noticia a una familia feliz y confiada, que espera el regreso del padre, del marido o del hijo, cuando en ese preciso momento yace asesinado en un local público, víctima de una odiosa conjura o de una venganza femenina!
Como suelen decir nuestros estimados amigos de París, saltaba a la vista que alguna mujer estaba metida en el asunto: una mujer que llevaba un gigantesco sombrero con el claro propósito de no ser identificada cuando llegara la hora de resolver el caso de su infortunado compañero, víctima de un asesinato. ¡Y habría que exponer todos esos hechos ante una esposa que esperaba su regreso o ante una madre ansiosa!
Sin duda, nuestros lectores ya se imaginan que Lady Molly asumió esa dificultosa tarea. Ella y yo salimos juntas para Lorbury House, en Fitzjohn’s Avenue. Al llegar allí y preguntar al servidor que nos abrió la puerta si la señora estaba en casa, nos contestó que Lady Irene Culledon estaba en el salón.
Como quiera que mi relato no es ninguna historia sentimental, me ahorraré el exponer los pormenores de aquella entrevista, uno de los momentos más desagradables y penosos que hasta entonces me había tocado vivir.
Lady Irene era una mujer joven, no parecía tener más de veinticinco años; era más bien pequeña y de aspecto delicado, pero con un aire de dignidad tranquila en sus facciones que no dejaba de impresionar. Era irlandesa, hija del conde de Athyville, y al parecer se había casado con Mr. Mark Culledon en contra de la voluntad de sus padres, tan aristocráticos como pobres, mientras que Mr. Culledon tenía mucho dinero y un estupendo negocio, pero no tenía ni alta alcurnia ni relaciones poderosas. Lady Irene sólo llevaba seis meses de casada, la pobrecita, y con toda seguridad adoraría a su marido.
Lady Molly informó a la joven y desgraciada esposa con el más infinito tacto, pero la escena fue terrible. ¡Qué golpe más espantoso! ¡Una mujer tan joven y de pronto viuda! ¿Qué palabras de consuelo pueden ocurrírsele a un forastero en tales circunstancias? Pese a lo cariñoso de su voz, a su elocuencia persuasiva y a sus tiernas palabras, mi querida Lady Molly sólo pudo decir cosas que sonaban huecas y convencionales ante un dolor tan abrumador.
2
Naturalmente, todo el mundo esperaba que la investigación policial revelara algunos elementos relacionados con la vida íntima del muerto, algo que efectivamente permitiera al público expectante penetrar, aunque solo fuera un poco, en el secreto vergel de Mr. Mark Culledon, en el que paseaba una mujer que llevaba unos sombreros de terciopelo gigantescos y que escondía en su corazón un rencor tan tremendo contra aquel hombre que sólo pudo saciarlo por medio de un crimen.
Pero evidentemente, la investigación policial no sacó a relucir ningún elemento que ya no conociera el público. La joven viuda se mostraba muy reticente sobre la vida de su fallecido esposo y por otra parte la totalidad de la servidumbre acababa de ser contratada cuando la joven pareja, al regresar de su luna de miel, se instaló en su nueva casa de Lorbury House.
La víctima tenía una anciana tía, Mrs. Steinberg, que vivía con el joven matrimonio Culledon, pero que en aquel preciso momento se encontraba muy enferma. Alguna persona de la casa —probablemente una de las sirvientas más jóvenes— había cometido la locura de contarle la espantosa tragedia con todos los detalles. Con una fuerza asombrosa, la débil anciana insistía en hacer una declaración bajo juramento y en presentarla ante el jurado que se ocupaba del caso. Mrs. Steinberg deseaba declarar únicamente con el propósito de atestiguar sobre la integridad moral de su desaparecido sobrino, Mark Culledon, en el caso de que la personalidad de la misteriosa dama del gran sombrero pudiese dar lugar a cualquier escándalo.
—Mark Culledon era el único sobrino que yo quería —manifestó la anciana tía con solemnidad—. Le he expresado mi cariño absoluto al legarle la gran fortuna que me dejó mi marido. Mark era el espejo de la honra, pues de lo contrario le habría dejado al margen de mi testamento, como ya lo hice con mis demás sobrinos y sobrinas. Yo me he criado en una casa escocesa y odio todas esas coqueterías y esas conductas ligeras que no son más que desvergüenza y libertinaje, como yo digo.
Huelga decir que la declaración de la anciana lady, por muy solemne que fuese, no aportó nada capaz de desentrañar y dilucidar el profundo misterio que rodeaba la muerte de Mr. Mark Culledon. Ahora bien, como quiera que Mrs. Steinberg se había referido a «sus demás sobrinos», a los cuales había dejado fuera de su testamento, legando toda su fortuna al que ahora había muerto, la policía encarriló sus investigaciones hacia aquellas pistas.
Míster Mark Culledon tenía efectivamente varios hermanos y hermanas, así como primos, que, en diferentes ocasiones —generalmente por algún pecadillo o cosas de ese tipo— se habían granjeado la ira de la gazmoña tía. Sin embargo, no parecía que aquel hecho hubiese suscitado ningún sentimiento rencoroso en el seno de sus familiares. Al fin y al cabo, Mrs. Steinberg era la dueña absoluta de su fortuna. Igualmente hubiera podido legársela en su totalidad a algún hospital en vez de hacerlo en favor de su sobrino preferido; a fin de cuentas, toda la familia estaba satisfecha de que el dinero quedara dentro de ella, en lugar de ir a parar fuera.
A medida que el tiempo transcurría, el misterio de la mujer del gran sombrero se volvía cada vez más impenetrable. Y como es sabido, cuanto más tiempo pasa entre el momento del crimen y la identificación del criminal, tanto mayores son las posibilidades de que éste escape al castigo.
Pese a los esfuerzos más denodados y a los interrogatorios más hábiles de los empleados del Mathis, nadie fue capaz de ofrecer una clara descripción de la mujer que tomó el té con la víctima aquella tarde fatal.
El primer rayo de luz que se obtuvo acerca de aquel caso tan misterioso, fue aportado, al cabo de tres semanas, por una muchacha llamada Katherine Harris, que había trabajado como doncella en Lorbury House inmediatamente después de que los esposos Culledon regresaran de su viaje de novios.
Cabe decir que la tía, Mrs. Steinberg, había fallecido a los pocos días de iniciarse la investigación policial: su débil corazón no pudo aguantar aquel tremendo golpe. Antes de su muerte, había depositado en casa de su banquero una cantidad de 250 libras esterlinas, suma que estaba destinada a recompensar a la persona que pudiera facilitar la información susceptible de permitir la detención y condena del asesino de Mark Culledon.
Aquella prima estimuló el celo de todo el mundo, y cabe pensar que incitó a Katherine Harris a realizar lo que en cualquier caso no era sino su más apremiante obligación.
Lady Molly recibió a la antigua doncella en su despacho privado y tuvo grandes dificultades en desenmarañar los hilos del confuso relato de la muchacha. Sin embargo, el principal elemento de la historia de Katherine Harris resultó ser que una semana aproximadamente después del regreso de sus amos de su luna de miel, una señora extranjera se había presentado en Lorbury House. Lady Irene se encontraba fuera de casa en aquel preciso momento y fue Mr. Culledon quien recibió a dicha señora en el salón.
—Esa señora era muy hermosa e iba vestida con mucha elegancia —manifestó la doncella.
—¿Acaso llevaba un gran sombrero? —preguntó Lady Molly.
—No recuerdo que fuese especialmente grande —contestó la muchacha.
—¿Pero recuerda cómo era esa señora? —sugirió Lady Molly.
—Ya lo creo. Era alta, muy alta y muy hermosa.
—¿Sería capaz de reconocerla si volviera a verla? —insistió mi querida lady.
—Creo que sí —contestó Katherine Harris.
Sin embargo, pese a su aplomo, la muchacha no pudo afirmar nada realmente concreto. Al parecer, la señora en cuestión permaneció durante una hora junto a míster Culledon y fue entonces cuando Lady Irene regresó a casa.
Como quiera que el mayordomo se había ausentado aquella tarde, le tocó a Katherine Harris abrir la puerta a la señora Culledon y dado que ésta no preguntó nada, la doncella no se atrevió a informarla de que su esposo tenía una visita. Katherine se reunió de nuevo con el resto de la servidumbre, pero al cabo de cinco minutos la campanilla del salón sonó y volvió a salir. En aquel momento, la señora extranjera ya esperaba en el hall para que la acompañaran a la puerta. Así lo hizo la doncella; inmediatamente después de ello, Mr. Culledon salió de su habitación y según las propias y gráficas palabras de la muchacha, «se puso como una fiera».
—Yo no alcanzaba a imaginar lo que había hecho mal —explicó la muchacha—, pero mi amo parecía estar furiosísimo y me soltó que yo era una mala doncella, pues si hubiese conocido mi oficio, hubiese debido saber que nunca hay que permitir la entrada a los visitantes desconocidos de aquella manera tan torpe. Hubiera debido decirle a la visitante que no sabía si Mr. Culledon estaba en casa en aquel preciso momento, y que antes tenía que haberle avisado. ¡Oh, las cosas que me dijo! —prosiguió Katherine Harris con locuacidad—. Y supongo que se quejó a la señora, puesto que al día siguiente ella misma me lo dijo.
—¿Y desde entonces no volvió a ver a la dama extranjera? —preguntó Lady Molly.
—No; nunca volvió mientras yo serví en casa de los Culledon.
—Pero dígame ¿cómo supo que era extranjera? ¿Acaso se expresaba con un deje característico?
—Pues no —replicó la doncella—. La verdad es que no dijo gran cosa; limitóse a preguntar por Mr. Culledon; de todas maneras, se parecía mucho a una francesa.
Las declaraciones de Katherine Harris concluyeron con esa irrefutable respuesta, matizada de lógica. Lo que más ansiaba era saber de qué manera podría cobrar las 250 libras de recompensa si la dama extranjera era colgada por asesina.
Al oír las palabras de Lady Molly de que, sin duda, las cobraría, la muchacha salió contentísima del despacho.
3
—¡Bien! —manifestó el jefe con un gesto de impaciencia después de que Katherine Harris hubiese salido del despacho—; me parece que hemos adelantado muy poco.
—No crea tal cosa —replicó suavemente Lady Molly.
—¿Acaso considera que lo que acabemos de oír nos ha ayudado a descubrir quién es la señora del gran sombrero? —soltó el jefe con cierta ironía.
—A lo mejor no —contestó mi querida lady con su dulce sonrisa—. Pero quizá pueda ayudarnos a descubrir a la persona que asesinó a Mr. Culledon.
Lady Molly le cerró la boca al jefe con esas enigmáticas palabras, y finalmente salió del despacho, seguida por su fiel Mary.
De acuerdo con las indicaciones facilitadas por Katherine Harris, se hizo circular ampliamente la descripción de la mujer que la policía buscaba en relación con el asesinato de Mr. Culledon, y a los dos días de la entrevista con la antigua doncella, otra persona muy importante se presentó en el despacho.
Lady Molly estaba examinando con el jefe algunos expedientes mientras yo tomaba notas taquigráficas en el escritorio de al lado, cuando uno de nuestros agentes trajo una tarjeta de visita. Al cabo de un momento y sin ni siquiera esperar que le dieran permiso para pasar o que la anunciaran más formalmente, una soberbia aparición surcó literalmente el pequeño y polvoriento despacho, llenándolo al segundo de una sutil fragancia de violetas de Parma y de cuero de Rusia…
No creo haber contemplado nunca a una mujer tan hermosa como aquella. Alta, con un rostro divino y una silueta perfecta, me recordaba vagamente los retratos que uno pudo admirar de la desaparecida Emperatriz de Austria. Aquella mujer iba vestida con suma elegancia y llevaba un gran sombrero adornado con una enorme cantidad de plumas.
Instintivamente, nuestro jefe se había levantado para saludarla, mientras que Lady Molly la miraba tranquilamente con una sonrisa burlona.
—Ya sabe usted quien soy —manifestó la visitante tan pronto como hubo ocupado con mucha gracia la silla que le ofrecían—; mi nombre figura en esa tarjeta de visita. Por lo visto, me parezco exactamente a la mujer que se sospecha ha asesinado a Mark Culledon.
Pronunció aquellas palabras con tanta calma, con tal dominio de sí, que me quedé atónita. Por su parte, nuestro jefe parecía haber crecido metafóricamente e intentaba hallar la adecuada respuesta.
—¡Oh, no se preocupe usted, sir! —prosiguió la dama con una fina sonrisa—. La propietaria de la casa en donde vivo, mi criada y mis amigos han leído la descripción de la mujer que asesinó a Mr. Culledon. Durante las últimas veinticuatro horas he sido seguida por sus policías, motivo por el que he decidido presentarme antes de que me detuvieran en mi apartamento. ¿Acaso he venido demasiado pronto? —preguntó con esa misma indiferencia y frialdad tan asombrosas, dado el tema de la entrevista.
Hablaba inglés con un acento extranjero casi imperceptible, pero entonces comprendí realmente lo que Katherine Harris quería expresar al afirmar que aquella mujer «se parecía a una francesa». Efectivamente no tenía los rasgos de una inglesa y tan pronto como pude leer su nombre la tarjeta de visita que el jefe le pasó a Lady Molly, inmediatamente vi que se trataba de una vienesa. Miss Elisabeth Lowenthal tenía toda la gracia y el encanto, la elegancia que sientan a una mujer austríaca mucho mejor que a las de cualquier otra nación.
No cabe extrañarse de que nuestro jefe se sintiera tan molesto para informarla de que efectivamente, la policía estaba a punto de lanzar una orden de arresto aquella misma mañana para detenerle bajo la acusación de asesinato premeditado.
—Ya sé, ya sé —manifestó Miss Elisabeth, quien parecía adivinar los pensamientos del jefe—. Pero permítame decirle ahora mismo, sir, que yo no he asesinado a Mark Culledon. El me trató vergonzosamente y yo de todo corazón deseaba hacer un escándalo para afrentarle: ¡se había vuelto tan respetable y tan gazmoño! Pero entre un escándalo y un asesinato hay una gran diferencia… ¿No lo cree así, señora? —añadió, volviéndose por primera vez hacia Lady Molly.
—Claro que sí —replicó mi querida lady con la misma irónica sonrisa.
—Efectivamente, entre ambas cosas hay un abismo, que miss Elisabeth Lowenthal será capaz de demostrar mañana ante el magistrado instructor —agregó nuestro jefe con una severidad muy oficial en su tono.
Me pareció que, durante unos segundos, la hermosa dama había perdido su presencia de ánimo ante aquella clara sugerencia del jefe. Su fino rostro palideció y dos arrugas aparecieron, duramente marcadas, entre sus maravillosos ojos. Sin embargo, asustada o no, muy pronto recobró su calma y manifestó tranquilamente:
—Bien, estimado señor, tratemos de aclarar las cosas. He venido aquí movida por esa firme intención. Supongo que ustedes no querrán poner en ridículo a sus agentes de policía del mismo modo que yo no quiero levantar un escándalo. No quiero que los detectives sigan rondando por mi casa, haciendo presuntas a mis criados y a mis vecinos. Muy pronto habrían de convencerse, sin duda ninguna, de que yo no maté a Mark Culledon, pero me hallaría sumida en una atmósfera policíaca… y, y yo prefiero el perfumado ambiente de las violetas de Parma —añadió miss Elisabeth Lowenthal, llevándose a la nariz un pañuelo de encaje perfumado.
—¿De manera que ha venido usted a hacer una declaración? —preguntó el jefe.
—Así es. Le diré todo cuanto sé —afirmó la bella criatura—. Mark Culledon debía casarse conmigo, pero luego conoció a la hija de un conde y por lo visto pensó que sería para él una esposa mejor que no una simple miss Lowenthal. Imagino que yo no era la mujer ideal para un joven que tenía a una tía tan respetable y admiradora de la alta sociedad que había de legarle toda su fortuna a condición de que hiciese un gran casamiento. Yo tengo una bella voz y llegué a Inglaterra hace un par de años para estudiar el inglés; así pude cantar un oratorio en el Albert Hall. Conocí a Mark en el barco de Calais a Dover, cuando él regresaba de un viaje de vacaciones. Se enamoró de mí e inmediatamente me pidió que me casara con él. Después de pensarlo un poco, acepté y nos prometimos. Sin embargo, Mark me dijo que nuestro compromiso debía permanecer secreto porque tenía una vieja tía de quien esperaba una gran herencia y que sin duda no aprobaría su matrimonio con una muchacha extranjera, sin altas relaciones y por añadidura, cantante profesional. A partir de aquel momento desconfié de Mark y no me sorprendió en lo más mínimo que su cariño hacia mí fuera enfriándose. Poco después, me dijo despiadadamente que había cambiado de idea y que iba a casarse con una aristocrática lady inglesa. Esto no me afectó demasiado, pero quería castigarle por su mal comportamiento hacia mí, promoviendo un escándalo. Eso es todo. De manera que me presenté en su casa simplemente para atormentarlo y fastidiarle y finalmente decidí demandarlo por ruptura de promesa de matrimonio. Sé que eso lo habría derrotado y que su tía lo habría desheredado. Y eso era todo cuanto yo deseaba hacer; pues no me preocupaba su persona hasta el punto de querer su muerte.
El relato de miss Lowenthal no dejaba de ser convincente y todos los que lo oímos quedamos francamente impresionados. El único que parecía estar realmente preocupado era nuestro jefe y pude descifrar sin pena lo que en ese momento estaba pensando.
—Como bien lo ha hecho hace un momento usted misma, miss Lowenthal —manifestó el jefe— la policía hubiera descubierto todos esos elementos en las próximas horas. Desde que nos enteramos de sus relaciones con la víctima, lo más fácil para nosotros era investigar acerca de su pasado y el de Mark. No ha de dudar tampoco —agregó insinuante— que nuestros agentes habrían deseado hallarse rápidamente en poder de una prueba indiscutible acerca de su total inocencia en relación con la fatídica tarde pasada en el café Mathis.
—¿Qué quiere decir? —preguntó suavemente miss Lowenthal.
—Una coartada.
—¿Eso supone que debo decir dónde me encontraba cuando asesinaron a Mark en el salón de té?
—Exactamente —afirmó nuestro jefe.
—Había salido a dar un paseo —contestó tranquilamente la hermosa cantante.
—¿De compras tal vez?
—No.
—¿Acaso se encontró con alguna persona capaz de recordar esa circunstancia, o alguno de sus criados podría decirnos a qué hora regresó a su casa?
—No —repitió secamente miss Lowenthal—. No encontré a ninguna persona puesto que fui a dar un paseo y tomar el aire en Primrose Hill. Mis dos criadas solamente pueden decir que salí de casa a las tres de la tarde y que regresé después de las cinco.
Durante un momento, en el pequeño despacho reinó el silencio. Podía percibir el leve chirrido de la pluma con la que nuestro jefe dibujaba unas fútiles figuras geométricas sobre su carpeta.
Lady Molly permanecía muy tranquila. Sus grandes y luminosos ojos estaban clavados en la hermosa mujer que acababa de contarnos su asombrosa historia y cuyas últimas palabras no habían hecho sino profundizar más aún el misterio caso del café Mathis. Yo me di cuenta de que miss Lowenthal tenía plena conciencia del peligro en que se hallaba. No soy sin embargo lo suficientemente psicólogo como para afirmar si era un sentimiento de culpabilidad o de mero temor el que en aquel mismo momento alteraba su hermoso semblante y hacía temblar sus labios.
Lady Molly anotó unas palabras en un trozo de papel y se lo pasó al jefe. Por lo visto, miss Lowenthal trataba de recobrar su presencia de ánimo, tensando todos sus nervios.
—Eso es todo cuanto tenía que decirles —manifestó la hermosa austríaca con un tono seco y brusco—. ¿Supongo que ahora ya puedo marcharme?
Sin embargo, no hizo ningún gesto para levantarse de su silla, como si temiera que no le concedieran permiso para salir del despacho.
Pero ante su gran asombro —y también al mío— nuestro jefe se levantó inmediatamente y le dijo muy cortésmente:
—Le estoy sumamente agradecido por las informaciones tan valiosas que tuvo a bien facilitarme. Naturalmente, deberá permanecer en la ciudad durante los próximos días ¿puedo contar con ello?
Miss Lowenthal asintió con un hondo suspiro de alivio, recobrando en el acto su primitivo encanto y toda la gracia y elegancia de sus facciones, y una sonrisa iluminó su hermoso semblante.
El jefe se inclinó ante ella como lo hiciera un verdadero extranjero, pero pese a su aparente tranquilidad miss Lowenthal lo estuvo mirando muy atentamente. Seguidamente se dirigió hacia Lady Molly y le tendió la mano.
Mi querida lady se la agarró sin la más mínima vacilación. Yo, sabedora de que las palabras rápidamente escritas por Lady Molly en el trozo de papel habían dictado al jefe su conducta hacia miss Lowenthal, me quedé asombrada al ver que la mujer que más quería en el mundo estrechaba la mano de una asesina.
3
El lector recordará sin duda la sensación causada por la detención de miss Lowenthal, acusada del asesinato de Mark Culledon al administrarle una fuerte dosis de morfina en una taza de chocolate en el café Mathis de Regent Street. La belleza de la acusada, el encanto innegable de sus maneras, el carácter intachable de su vida hasta aquel momento, todo ello hizo que el público se pusiera con igual violencia a su lado o en contra de ella y el habitual torrente de cartas con sugerencias, recriminaciones y consejos inundó el despacho de nuestro jefe en unas proporciones titánicas.
Tengo que decir que, personalmente, todas mis simpatías iban a miss Lowenthal. Como creo haber manifestado anteriormente, no soy una gran psicólogo, pero la había visto durante la declaración prestada en el despacho y no podía sacarme de la cabeza la absoluta, aunque irrazonada certeza, de que la hermosa cantante vienesa era inocente.
La sala del tribunal estaba abarrotada de público, como bien pueden imaginar, el día en que comenzó la vista de la causa. Naturalmente, el público manifestó abiertamente su simpatía hacia la acusada cuando se sentó en el banquillo, con toda su hermosura pese a que sus facciones no dejaban de verse afectadas por el horror, la angustia y el temor originados por la terrible amenaza que sobre ella se cernía.
El juez se mostró muy amable con ella; su abogado dio pruebas de una gran maestría y nuestros propios compañeros de la policía, llamados a probar los elementos de la acusación, se limitaron a cumplir con su obligación del modo más estricto, mostrándose lo más indulgentes posible en sus declaraciones.
Miss Lowenthal había sido detenida en su casa por el inspector Danvers, acompañado por dos guardias. La cantante no había dejado de proclamar su inocencia desde el primer momento y continuaba en esa misma postura ante el tribunal, alegando su inocencia con voz firme.
Lo que había determinado la detención de Miss Lowenthal era, en primer lugar, el motivo indudable de su rencor y deseo de venganza en contra su novio infiel, y en segundo lugar su total incapacidad en alegar una coartada; todo lo cual, dadas las circunstancias del caso, contribuía a agravar las apariencias de su culpabilidad.
El problema de cómo y en qué lugar se había conseguido el veneno fatal, resultó muy difícil de probar. Se demostró que Mr. Mark Culledon era director de una serie de firmas importantes, una de las cuales se dedicaba al comercio al por mayor de los productos farmacéuticos.
Por consiguiente, se puso de manifiesto que en diferentes ocasiones y bajo distintos pretextos, la acusada había conseguido ciertas drogas a través del propio Mr. Culledon. Ella reconoció que por dos veces, antes de su boda y después de la misma, había visitado a Mark Culledon en su despacho de la City.
Miss Lowenthal escuchó todas las declaraciones de los testigos de la acusación con entereza, comportándose del mismo modo ante la declaración de Katherine Harris acerca de su visita a Mr. Culleton en su casa de Lorbury. Sin embargo, su semblante pareció animarse mucho más cuando introdujeron ante la corte a los empleados del café Mathis.
Se mostró a los testigos en cuestión un gran sombrero perteneciente a la acusada; sin embargo, pese a que la policía sostenía la teoría de que aquél era el sombrero que la misteriosa dama llevaba en el café en la tarde del crimen, las camareras hicieron unas declaraciones claramente contradictorias en relación con el mismo.
Mientras una de las muchachas juraba que reconocía el sombrero, otra afirmaba con la misma firmeza que era mucho más pequeño que el que ella recordaba. Entonces, cuando ordenaron a Miss Lowenthal que se pusiese su sombrero, tres de los testigos sobre cuatro, se negaron formalmente a identificar a la acusada.
La mayoría de las muchachas del Mathis manifestaron que, aun cuando se puso el gran sombrero, Miss Lowenthal se parecía a la mujer incriminada, no dejaba de haber en ella cierto rasgo distinto.
Con la falta de concreción y los muy irritantes modales que suelen caracterizarlas, las camareras eludieron todas las preguntas, negándose a pronunciarse formalmente en pro o en contra de la identificación de Miss Lowenthal.
Finalmente, una de las muchachas afirmó tajantemente que de todas maneras, en la cantante había algo que la diferenciaba de la presunta mujer vista en la tarde del crimen en el café Mathis.
—¿En qué consiste esa diferencia? —preguntó el abobado, insistiendo sobre ese punto.
—No sabría decirlo.
Tal fue la contestación hecha reiteradamente por la interesada.
Naturalmente, la desgraciada y joven viuda había sido arrastrada hasta la sala del tribunal y, al parecer, las opiniones y las expresiones de simpatía hacia su persona eran unánimes por completo.
Aquella tragedia era dolorosísima para ella y las escenas del tribunal no hacían sino redoblar su angustia y su dolor. El escándalo en el que se había sumido el nombre de su marido sólo podía añadir su sentimiento de vergüenza a su profundo dolor. Mark Culledon se había comportado tan vergonzosamente con la mujer con la cual se había casado por puros motivos de interés familiar, como con la que había abandonado tan despiadadamente, rompiendo su promesa de matrimonio.
Sin embargo, Lady Irene se manifestó con mucha moderación en sus declaraciones. Era indudable que estaba enterada del anterior compromiso de su marido con Miss Lowenthal, pero por lo visto no se le ocurrió pedirle ninguna responsabilidad por su pasado. No sabía que la cantante le había amenazado con llevarle a los tribunales por ruptura de su promesa de matrimonio.
Durante su declaración, Lady Irene se expresó con una calma y una dignidad absolutas, y ofreciendo a la vez el más vivo contraste, vestida con su estricto traje de chaqueta de franela negra y su modesta toca negra, con la mujer ataviada muchísimo más lucidamente que ocupaba el banquillo de los acusados.
Los dos elementos más importantes a favor de la acusada eran, en primer lugar, la vaguedad de las declaraciones hechas por las testigos llamadas a identificarla y, en segundo lugar, el hecho de que ya habían comenzado incuestionablemente los procedimientos judiciales para atacar al desaparecido Mark Culledon por ruptura de su promesa de matrimonio. A tenor de las cartas de éste. Miss Lowenthal disponía de un arma magnífica en contra de Mark Culledon, hecho que no dejaba de asestar un fuerte golpe a la teoría del asesinato.
En resumen, el juez advirtió que no existían suficientes pruebas contra la acusada para procesarla formalmente, con lo que la absolvió, y Miss Lowenthal salió libremente del tribunal en medio de los vivos aplausos del público.
He de señalar que el público, muy justamente a juicio mío, criticó severamente a la policía por haber procedido a una detención tan injustificada como cruel. Me sentía vinculada más que nadie en aquel asunto, puesto que ya sabía que aquella detención se había llevado a cabo en contra de la clara voluntad y de los consejos de Lady Molly y en franca contradicción con las pruebas que ella misma había reunido. De manera que cuando nuestro jefe le pidió a mi querida lady que reanudara sus esfuerzos en relación con aquel misterioso caso, no es de extrañar que contestara con poco entusiasmo a su demanda. Era indudable que Lady Molly cumpliría a rajatabla con su compromiso, pero está claro que había perdido su más ferviente interés en el caso.
La misteriosa mujer del gran sombrero seguía siendo el principal tema de los comentarios de la prensa, junto con la incapacidad de la policía de dar con ella. En las vitrinas y escaparates de muchas tiendas podían contemplarse las caricaturas y los retratos de una figura tocada con un enorme sombrero, que solamente dejaba ver los pies y un mentón puntiagudo saliendo de tan gigantesca prenda. Al pie de dichas caricaturas podía leerse: «¿Quién es esta mujer? Pregúnteselo a la policía».
Un día, el segundo desde la absolución de Miss Lowenthal, mi querida lady entró en mi habitación, toda ella radiante. Era la primera vez que la veía sonreír desde hacía más de una semana, y ya había adivinado qué era lo que tanto la alegraba.
—Mary, tenemos noticias estupendas —exclamó jubilosamente—. Por fin, he conseguido que el jefe me dejara plena libertad… ¡Oh, querida, qué montón de argumentos hay que gastar para arrancar a ese hombre del intrincado laberinto de sus expedientes!
—¿Qué piensa usted hacer ahora? —le pregunté.
—Demostrar la justeza de mi teoría acerca de quién asesinó a Mark Culledon —contestó seriamente—. Y en primer lugar, vamos a ir a Lorbury House para formular ciertas preguntas a los criados.
Eran las tres de la tarde. Siguiendo la orden de Lady Molly, me vestí con cierta elegancia y las dos salimos en un taxi para Fitzjohn’s Avenue.
Lady Molly había escrito unas palabras en una de sus tarjetas, solicitando ser recibida con urgencia por Lady Irene Culleron. La entregó al criado que vino a abrirnos la puerta de la mansión de Lorbury. Al rato, nos hallábamos sentadas en el sofá del saloncito. La joven viuda, llena de dignidad y muy aristocrática con su estricto vestido negro, sentóse enfrente de nosotras, con sus blancas manos gentilmente cruzadas sobre las rodillas. Su pequeña cabeza, con su tocado realmente ajustado, se tendía con sostenida atención hacia Lady Molly.
—Espero muy sinceramente —comenzó diciendo mi querida lady con su voz más persuasiva y dulce— que sabrá usted perdonar mi ardiente deseo, compartido, puedo asegurárselo, por todos mis superiores de Scotland Yard, de dilucidar el misterio que rodea la muerte de su difunto esposo.
Lady Molly hizo una pausa, como si esperase algún estímulo antes de proseguir, pues el asunto tenía que ser extremadamente doloroso para la joven viuda. Sin embargo, Lady Irene contestó con mucha amabilidad:
—Comprendo que la policía desea cumplir totalmente con sus obligaciones al respecto; en lo que a mí se refiere, creo haber hecho todo cuanto podía; no soy de hierro v después del día que he pasado en el tribunal…
Lady Irene se estremeció, como si temiera haber manifestado una emoción demasiado aparente para su aristocrática posición, y concluyó con más tranquilidad:
—No puedo hacer nada más.
—Aprecio plenamente sus sentimientos —dijo Lady Molly—, pero ¿no le sería posible ayudarme de una forma pasiva, con unos medios capaces de favorecer a la justicia?
—¿Qué desea que haga? —preguntó Lady Irene.
—Que me permita solamente llamar a dos de sus sirvientas para hacerles unas cuentas preguntas. Le prometo que lo que les preguntaré no habrá de infligirle a usted la más pequeña molestia.
Durante un momento, pensé que la joven viuda vacilaba, pero después, sin una palabra, se levantó y tiró de la campanilla; luego preguntó a mi querida lady tan pronto como el mayordomo se presentó:
—¿Con cuál de mis sirvientas desea hablar?
—Con su sirvienta y su doncella, si es posible.
Lady Irene impartió las necesarias órdenes y todas permanecimos sentadas hasta que, expectantes y silenciosas, vimos aparecer al cabo de unos minutos a las dos muchachas llamadas por el mayordomo. Una de ellas iba vestida con un delantal y tocada con un gorro, mientras que la otra, con su limpio vestido negro y su delicado cuello de encaje, parecía ser sin ninguna duda la doncella de Lady Irene.
—Esta señora —manifestó la joven viuda a ambas muchachas— desea hacerles algunas preguntas. Se trata de la representante de la policía, de modo que traten de contestar lo mejor posible a cuanto pueda preguntarles.
—¡Oh! —replicó Lady Molly suavemente, como si no hubiera advertido el tono acerbo utilizado por Lady Irene ni la clara barrera de hostilidad y reserva que sus palabras habían levantado inmediatamente entre las dos jóvenes criadas y la «representante de la policía»—. Cuanto he de preguntar a estas muchachas no es ni difícil ni desagradable. Sólo deseo que se presten gentilmente a desempeñar un pequeño papel en la comedia que hemos de representar esta tarde con miras a comprobar la veracidad de ciertas afirmaciones hechas por una de las camareras del salón de té Mathis, en relación con la terrible tragedia que ha enlutado esta casa. ¿Querrán ustedes hacerlo? —agregó mi querida lady, dirigiéndose directamente a ambas muchachas.
Nadie sabía ser tan seductora o persuasiva como mi querida lady. En un abrir y cerrar de ojos, vi como la fría hostilidad de las criadas se derretía ante la radiante sonrisa de Lady Molly.
—Haremos lo que podamos, madame —contestó la criada.
—¡Qué buenas chicas! —afirmó mi querida lady—. Han de saber que la camarera principal del Mathis ha identificado esta misma mañana a la mujer del gran sombrero, que, según creemos, asesinó a su señorito. ¡Sí, tal como lo digo! —prosiguió en respuesta a la exclamación de asombro que rompió como una ola a través de la habitación—. Esa muchacha se mostró totalmente afirmativa tanto en lo que respecta al sombrero como a la mujer que lo llevaba puesto. Pero es claro que uno no puede dejar que una persona sea enviada al cadalso sin tener todas las pruebas posibles acerca de semejante testimonio, y estoy segura de que todos los que viven en esta casa comprenderán que no queramos introducir a más personas extrañas de las que realmente puedan ayudarnos en este triste asunto, que ya se ha extendido demasiado entre la opinión pública.
Lady Molly hizo una pequeña pausa, y viendo que ni Lady Irene ni sus criadas se manifestaban, prosiguió:
—Mis superiores de Scotland Yard opinan que tienen la obligación de probar y confundir lo más posible a la testigo en cuestión durante el acto de identificación. Por ello desean que un cierto número de señoras tocadas con unos sombreros anormalmente grandes desfilen ante la citada camarera. Entre ellas pudiera encontrarse, evidentemente, la mujer que esa muchacha ha identificado ya como la misteriosa persona que tomó el té con Mr. Culledon en el café Mathis aquella tarde.
»Mis jefes —prosiguió mi querida lady— podrán percatarse entonces de si la camarera está segura de su afirmación al señalar invariable y reiteradamente a una misma persona entre un grupo de mujeres tocadas con grandes sombreros.
—¿A buen seguro —cortó secamente Lady Irene— que usted y sus jefes no piensan que mis criadas les ayuden en semejante comedia?
—No consideramos que ello sea ninguna comedia, Lady Irene —replicó cortésmente Lady Molly—. Esto suele ser a menudo uno de los recursos para salir en defensa de una persona incriminada, y con toda seguridad tendremos que pedirla la colaboración de sus criados.
—No veo para qué pueden servirles.
Sin embargo, las dos muchachas no parecían echarse atrás. La idea parecía gustarles, puesto que sugería para ellas su apasionante episodio que prometía cambiar un poquitín sus vidas llenas de monotonía.
—Estoy segura de que estas muchachas disponen de unos hermosos y grandes sombreros —prosiguió Lady Molly con una alentadora sonrisa.
—¡No les permitiré que se pongan ningún ridículo tocado! —replicó con dureza Lady Irene.
—Yo tengo el sombrero que la señorita ya no quiso ponerse y desechó —intervino la joven doncella—. Me lo pondré junto con los vestidos viejos que encuentre en el desván.
En aquel momento, imperó el más absoluto silencio; era uno de esos momentos magnéticos en los que el Destino parece haber dejado caer la madeja en la que estaba enrollando el hilo de la vida y se inclina sobre ella para recogerla.
Lady Irene se llevó un pañuelo bordado de negro a los labios y dijo con tranquilidad:
—No sé lo que quiere usted decir, Mary. Yo nunca me puse ningún sombrero grande.
—Perdone, señora, pero no es cierto —cortó la otra criada—. Mary se refiere al sombrero que la señorita encargó en la tienda de Sanchia y que solamente se puso una vez, el día en que estuvo en el concierto.
—¿Qué día fue? —preguntó Lady Molly con suavidad.
—¡Oh, no puedo olvidar ese día! —exclamó la criada—. Ese día, la señorita regresó del concierto y cuando la ayudé a quitarse la ropa, me dijo que nunca volvería a llevar aquel sombrero porque era demasiado pesado. Fue el mismo día en que Mr. Culledon murió asesinado.
—Ese sombrero respondería muy bien a nuestros propósitos —manifestó Lady Molly con perfecta calma—. Tal vez Mary pueda ir a buscarlo, y usted pueda ir con ella para ayudarla a ponérselo.
Las dos muchachas salieron de la habitación sin decir una palabra, mientras las tres mujeres quedábamos mirándonos, con aquel espantoso secreto a medio desvelar, flotando en el aire como un espectro intangible.
—¿Qué va a hacer, Lady Irene? —preguntó Lady Molly tras una larga pausa durante la que sentía latir mi propio corazón mientras miraba la rígida figura de la viuda con su ropa de luto, su rostro pálido y deshecho y sus ojos clavados en Lady Molly.
—¡Usted no puede probarlo! —gritó desafiadora.
—Creo poderlo hacer —replicó Lady Molly con cuma sencillez—. En cualquier caso, lo intentaremos. En la puerta de su casa están esperando, en un cabriolé, dos de las camareras del Mathis, y ya he hablado con el empleado que la atendió en la tienda de Sanchia, la desconocida modista de una callejuela cerca de Portland Road.
Sabemos que tuvo usted grandes dificultades para encargar un sombrero de ciertas dimensiones y confeccionado de acuerdo con su minuciosa descripción; ese sombrero era la réplica exacta del que Miss Lowenthal llevaba cuando la vio cierta vez en la oficina de su difunto esposo. Podemos probar asimismo ese encuentro entre ella y usted. Por otra parte, tenemos el testimonio de sus criadas afirmando que usted se puso ese sombrero una sola vez, el día en que, supuestamente, estuvo en el concierto —afirmación que les costaría mucho probar—, el día también en que su marido fue asesinado.
—¡Bah!, ¡la gente se reirá de usted! —replicó Lady Irene, siempre tan desafiadora—. ¡No se atreverá a formular una acusación tan monstruosa!
—No parecerá en absoluto monstruosa tan pronto como la justicia haya sopesado los hechos que podemos probar. Permítame adelantarle solamente algunos de esos hechos, que son el resultado de una esmerada investigación: Está el hecho de que usted estaba enterada del compromiso de Mr. Culledon con Miss Elisabeth Lowenthal y mucho se guardó de que la anciana señora Steinberg lo conociera, sabiendo que cualquier escándalo relacionado con su sobrino preferido, llevaría a la vieja tía a borrarlo —y por ende a borrarla a usted también— de su testamento. Licenció a su primitiva doncella, Katherine Harris, por el solo motivo de que se hallaba presente cuando Miss Lowenthal fue introducida en el despacho de Mr. Culledon. Está el hecho de que la señora Steinberg había redactado su testamento de tal manera que, en caso de que su sobrino muriese antes que ella, su fortuna recaería en usted; está el hecho de que con la acción judicial de Miss Lowenthal contra su marido, por ruptura de compromiso matrimonial, perdía usted toda esperanza de impedir que el escándalo llegase a oídos de la anciana tía. Entonces vio que la fortuna se le esfumaba y temió que la señora Steinberg alterara su testamento. Claro que hubiera preferido matar a la vieja dama, pero el crimen se habría descubierto muy pronto, y el otro crimen era mucho más fácil y seguro. Y usted ha heredado los millones de la vieja tía, porque ésta nunca se enteró de los pecadillos anteriores de su sobrino. Todo eso —afirmó mi querida lady— podemos presentarlo y demostrarlo; y la historia del sombrero, comprado y llevado sólo un día, ese día memorable, y luego tirado; eso también podemos probarlo.
Una risa pesada la interrumpió, una risa que me puso la carne de gallina.
—Hay un hecho del cual se olvidó, mi querida señora de Scotland Yard —gritó la enlutada figura que parecía haberse vuelto asombrosamente espectral en medio de la última luz crepuscular que envolvía el lujoso y pequeño saloncito—. Se olvidó del hecho de que el acusado se tomó la justicia por su propia mano.
Y antes de que mi querida Lady Molly y yo misma pudiésemos evitarlo, Lady Irene Culledon se llevó algo —no nos atrevimos a pensar qué cosa— a la boca.
—¡Mary, vaya a buscar inmediatamente a Danver! —dijo con calma Lady Molly—. Lo encontrará delante de la puerta. Y traiga consigo a un médico.
Mientras Lady Molly me hablaba. Lady Irene, con un grito de agonía, se desplomó en sus brazos.
Como era de esperar, el médico acudió demasiado tarde. La desgraciada mujer conocía evidentemente los venenos. Estaba resuelta a no fracasar; en caso de descubrirse su crimen, estaba dispuesta a hacerse justicia.
No creo que el público conociera nunca toda la verdad acerca de la mujer del gran sombrero. El interés por ella siguió el camino de todo lo demás, y acabó por caer en el olvido. Mi querida lady tenía toda la razón desde el comienzo del caso. Con una exactitud infalible, había puesto su delicado dedo en el motivo concreto y en el verdadero autor del crimen: una mujer ambiciosa que sólo se había casado por dinero y que pensó apoderarse de ese dinero incluso a costa del asesinato más ignominioso que ensombreció la crónica criminal del país.
Pregunté a Lady Molly cómo y qué le había hecho pensar en Lady Irene como presunta asesina. Pues nadie más había imaginado ni por un momento que pudiese ser la culpable.
—El gran sombrero —afirmó mi querida lady con una sonrisa—. Si la misteriosa mujer del café Mathis hubiese sido alta, las camareras no se habrían podido asombrar, ni una ni otra, ante las dimensiones anormales del sombrero en cuestión. La que lo llevaba tenía que ser bajita, motivo por el cual bajo su ancha ala solamente podía divisarse el mentón. Inmediatamente pensé en una mujer de baja estatura; pero nuestros compañeros no repararon en ello, porque son varones.
¡Ya ven lo sencillo que fue!