LA MISTERIOSA MUERTE DEL METROPOLITANO

Estuvo muy bien que Mr. Richard Frobisher (del London Mail) tomara tan mal la cosa. Polly no podía censurarle en lo más mínimo.

A ella le gustaba por encima de todo su arrebato de mal humor, tan viril, y que al fin y al cabo no era sino una manifestación muy halagadora de los celos masculinos.

Además, Polly se sentía claramente culpable: había prometido reunirse con Dickie (o sea, con Richard Frobisher) a las dos en punto delante del Palace Theatre, porque deseaba asistir a la representación de la gran bailarina Maud Alian, y porque, como es natural, él estaba deseando ir con ella.

Pero ya habían dado las dos y Polly seguía en Norfolk Street, en el Strand, en un salón de té de la cadena A.B.C. (Aerated Bread Company), tomando su café, frente a un grotesco anciano ocupado en jugar con un trozo de cuerda.

¿Cómo iba a acordarse de Maud Alian, del Palace Theatre o del propio Dickie ante lo que estaba escuchando? Pues el «Hombre de la Esquina» —así llamaban al anciano— había empezado a hablar de la misteriosa muerte del ferrocarril metropolitano, y Polly se había olvidado del tiempo, del lugar y demás circunstancias.

Había llegado muy temprano al A.B.C. para almorzar con la intención de no perderse la representación en el Palace Theatre.

El viejo espantajo estaba sentado en su sitio habitual cuando Polly entró en el salón de té, pero no dijo una sola palabra mientras la muchacha estuvo comiendo su scone o galletas con mantequilla. Pensaba precisamente en lo arisco que era el anciano al no decir ni siquiera «buenos días», cuando de pronto una brusca observación del Hombre de la Esquina le hizo alzar la cabeza:

—¿Tendría la gentileza de describirme al hombre que hace tan sólo unos segundos estaba sentado ahí mismo a su lado mientras usted se tomaba su café y sus galletas?

Polly volvió involuntariamente la cabeza hacia la alejada puerta por la que un hombre vestido con un abrigo ligero salía en aquel momento. Aquel hombre había estado sentado ciertamente a su lado cuando ella pidió su café y sus galletas; y el hombre había terminado su almuerzo —o lo que fuera— hacía un rato, había pagado en la taquilla y se había marchado. La cosa no parecía tener la menor importancia; así pensaba Polly.

Por consiguiente, no contestó siquiera al arisco anciano, y encogiéndose de hombros, llamó a la camarera para que le trajera la nota del gasto.

—¿Sabría decirme si ese hombre era alto o bajo, moreno o rubio? —prosiguió el Hombre de la Esquina, sin! inmutarse ante la indiferencia de la muchacha—. ¿Podría decirme cuál era su aspecto?

—¡Claro que puedo! —replicó Polly impacientada—, pero no veo en qué podría interesarle mi descripción de uno de los clientes de un salón de té de la cadena A.B.C.

El anciano guardó silencio un minuto, mientras sus dedos buscaban afanosamente en sus amplios bolsillos para sacar otro trocito de cuerda. Tan pronto como tuvo en sus manos el indispensable «ayuda-memoria», miró a la muchacha entre sus párpados medio cerrados y dijo maliciosamente:

—Pero supongamos que fuera de capital importancia que facilitara una descripción exacta del hombre que hoy estuvo sentado a su lado durante media hora, ¿cómo se las arreglaría?

—Podría decir que era de mediana estatura…

—¿Unos cinco pies y ocho, nueve o diez pulgadas? —cortó tranquilamente el anciano.

—¿Cómo puede uno afirmar si tenía una o dos pulgadas de más o de menos? —replicó Polly de mal humor—. El color de su pelo, pongamos que ni lo uno ni lo otro…

—¿Es decir? —preguntó suavemente el anciano.

—Ni rubio ni moreno… Su nariz…

—¿A ver, cómo era su nariz? ¿Podría dibujarla?

—No soy ninguna artista. Su nariz era recta, sin duda; y tenía los ojos…

—Ni negros ni claros… su cabello tenía la misma particularidad… no era ni bajo ni alto… su nariz no era ni aguileña ni respingada —recapituló el Hombre de la Esquina sarcásticamente.

—No —replicó Polly—; era un hombre de apariencia corriente.

—¿Sería capaz de reconocerlo, pongamos mañana, entre un grupo de hombres que serían «ni altos ni bajos, ni morenos ni rubios, de nariz ni aguileña ni respingada, etcétera»?

—Pues no lo sé… Es posible… que efectivamente no fuera lo bastante singular en sus facciones para poderle recordar.

—Exactamente —afirmó el anciano; inclinándose excitadamente hacia la muchacha, se parecía totalmente a un polichinela enfurecido—. Precisamente; y es usted periodista —así por lo menos dice que es— y debe formar parte de su profesión tomar nota y describir a la gente. Y no me refiero solamente al admirable personaje con los claros rasgos del sajón, los hermosos ojos azules, las nobles cejas y el clásico rostro, sino a las personas corrientes, al individuo que representa a más del noventa por ciento del inglés medio, o sea, de la clase, que ni es muy alto ni muy bajo, que lleva unos bigotes ni rubios ni morenos, pero que le cubren la boca, y con un sombrero de copa que disimula la forma de su cabeza y de sus cejas; en una palabra, un hombre que se viste igual que centenares de semejantes suyos, que habla como ellos, se mueve como ellos y no tiene ningún rasgo verdaderamente singular. Trate de describir a esa persona —prosiguió el anciano—, de reconocerla, digamos al cabo de una semana, entre otros ochenta o noventa que se le parecen; peor aún, mándelo al cadalso si se halla implicado por casualidad en algún crimen, por cuanto el hecho de reconocerlo es tanto como ponerle la soga al cuello. Trate de hacerlo —le digo— y después de haber fracasado completamente, comprenderá en el acto cómo uno de los peores racimos de horca sigue aún en libertad, y por qué nunca se esclareció el misterio de la muerte del ferrocarril metropolitano. Creo que esta ha sido la primera vez en mi vida en que estuve realmente tentado de facilitarle a la policía mi propio punto de vista sobre el asunto. Pues ha de saber usted que, por mucho que admire a ese bruto por su habilidad, no creo que el hecho de que escape al merecido castigo pueda beneficiar a nadie.

»En esta época de tracción a vapor y a motor de todos los tipos, el anticuado medio de transporte, el mejor, más barato y más rápido, para ir hacia la City y West End, con mucha frecuencia se encuentra vacío y no puede decirse que en ningún momento los compartimentos del ferrocarril metropolitano estén abarrotados. En cualquier caso, cuando el tren llegó a Aldgate alrededor de las cuatro de la tarde del día dieciocho de marzo próximo pasado, los vagones de primera clase estaban casi vacíos.

»El jefe de tren anduvo a una parte y otra del andén, mirando en el interior de los vagones por si alguien se había olvidado algún diario vespertino de medio penique para él, y al abrir la puerta de uno de los compartimentos de primera clase advirtió a una señora sentada en el rincón opuesto con la cara vuelta hacia la ventanilla, y que sin duda se había olvidado de que en aquella línea, Aldgate es la estación terminal.

»¿Qué hace usted ahí, señora? —preguntó.

»La señora no se movió y el jefe de tren entró en el compartimento, pensando que a lo mejor la señora se había quedado dormida. Le tocó levemente el brazo y miró su rostro. Según el poético lenguaje del jefe de tren se quedó «atontado». Los ojos vidriosos, el color ceniciento de las mejillas y la rigidez de la cabeza, probaban sin la menor duda que estaba muerta.

»Cerrando cuidadosamente la puerta del compartimento, el jefe de tren llamó a un par de mozos de cuerda, uno de los cuales fue a avisar al jefe de estación mientras el otro avisaba a la policía

»Afortunadamente, a aquellas horas no suele haber mucha gente por el andén, ya que todo el tráfico se dirige por la tarde hacia el oeste. La gente solamente empezó a aglomerarse, curiosa, cuando aparecieron un inspector y dos guardias, acompañados por un policía de paisano y el médico forense para inspeccionar el compartimento donde el cadáver se encontraba.

»La prensa dio cuenta del extraordinario acontecimiento en sus últimas ediciones, bajo el sensacional título de «Misterioso suicidio en el ferrocarril metropolitano». El forense había llegado muy pronto a la conclusión de que el jefe de tren no se había equivocado y que aquella mujer estaba muerta.

»La mujer era joven y debía ser muy hermosa antes de que el espanto y el frío de la muerte alteraran tremendamente sus rasgos. Iba vestida con mucha elegancia, y los periódicos más frívolos no dejaron de ofrecer a sus lectoras el detallado relato descriptivo del vestido, los zapatos, el sombrero y los guantes de la infortunada mujer.

»Resultó que uno de los guantes, el de la mano derecha, estaba parcialmente quitado, dejando desnudos la muñeca y el pulgar. En esa misma mano la víctima llevaba un pequeño bolso, dentro del cual la policía sólo encontró, al abrirlo en busca de una posible identificación de la pobre mujer, un poco de calderilla, algunas sales volátiles inglesas y un Frasquito, que fue entregado al médico forense para su análisis.

»Fue la presencia de aquel Frasquito lo que originó que se extendiera por doquiera la noticia según la cual el caso misterioso del metropolitano era un suicidio. Un hecho era cierto, a saber, que ni en la víctima ni en la apariencia del compartimento, se había hallado el más mínimo rastro de lucha o de resistencia ante una posible agresión. Sólo los ojos de la infortunada mujer guardaban el súbito terror, la rápida visión de una muerte tan inesperada como violenta, la cual había debido producirse en una infinitesimal fracción de segundo, pero dejando sin embargo sus huellas indelebles en el rostro antes plácido y sereno.

»Trasladaron el cuerpo al depósito de cadáveres. Hasta entonces, naturalmente, nadie fue capaz de identificar a la muerta o de proyectar la más pequeña luz sobre el misterio de su muerte.

»En vista de ello, una multitud de ociosos —genuinamente interesados o no— fueron autorizados a ver el cadáver, bajo el pretexto de haber perdido a algún familiar o amigo.

»Hacia las ocho y media de la noche, un hombre joven y bien vestido llegó a la estación en un cabriolé y enseñó su tarjeta al comisario de policía. Era míster Hazeldene, agente naviero, con domicilio en el n.° 11 de Crow Lañe, E. C. y que vivía en Addison Row, 19, en Kensington.

»El recién llegado parecía estar en un estado de gran desesperación; sus manos estrujaban nerviosamente un ejemplar de la St. James Gazette que publicaba la fatal noticia. Dijo muy pocas cosas al comisario, salvo que una persona muy querida no había regresado a su casa aquella noche.

»No se había sentido verdaderamente angustiado hasta una media hora antes en que bruscamente se le ocurrió mirar en el periódico que llevaba. La descripción de la muerta, aunque bastante vaga, le había alarmado terriblemente. Subió en un cabriolé y ahora pedía que le autorizaran a ver el cuerpo con miras a poder alejar de sí los peores temores.

»Ya imagina lo que siguió —prosiguió el Hombre de la Esquina—; el dolor del pobre joven era realmente lastimoso verlo: acababa de reconocer en el cuerpo que yacía ante él a su propia esposa.

»Me estoy volviendo melodramático —dijo el anciano, mirando a Polly con una leve, pero amable sonrisa, mientras sus dedos se afanaban nerviosamente en añadir otro nudo al pedazo de cuerda raída con el que no dejaba de jugar— y mucho me temo que toda esta historia huela a novelita de un penique; pero ha de admitir y no dudo que debe acordarse de que fue un momento de intensa emoción y verdaderamente dramático.

»Aquella noche, el desgraciado marido de la muerta no fue molestado con muchas preguntas. En verdad, no estaba en condiciones de hacer una declaración coherente. Al día siguiente, al iniciarse la investigación del juez instructor, cabía suponer que se proyectaría alguna luz sobre el misterio que envolvía la muerte de la señora Hazeldene, pero es un hecho que las tinieblas que rodeaban aquel caso se volvieron aún más densas si cabe.

»El primer testigo fue naturalmente el propio Mr. Hazeldene. Supongo que todos sentían simpatía hacia este joven e infortunado esposo cuando se presentó ante el juez instructor y trató de proyectar alguna luz sobre el misterio. Iba bien vestido, lo mismo que la noche anterior, pero parecía estar tremendamente afectado y preocupado y el hecho de que no se hubiese afeitado le daba a su rostro un aire sombrío y desaliñado.

»Se supo que se habían casado seis años antes y que en su vida matrimonial habían sido siempre muy felices. No tenían hijos. La señora Hazeldene parecía haber disfrutado de muy buena salud hasta hacía poco en que tuvo un ligero ataque de gripe, siendo atendida por el Dr. Arthur Iones. El doctor se hallaba también en la sala del tribunal y tanto el juez instructor como el jurado pudieron enterarse de si la señora Hazeldene tenía o no la más leve predisposición a una enfermedad cardíaca, capaz de haber tenido un brusco y fatal desenlace.

»Evidentemente, el juez instructor se mostró muy amable y cortés para el afligido marido. Tras varios circunloquios, llegó al punto que deseaba aclarar, o sea, si las condiciones mentales de su infortunada esposa eran buenas últimamente. Pero al señor Hazeldene parecía molestarle el hablar de ese asunto. No cabe duda de que ya estaba enterado del frasquito que habían encontrado en el bolso de su malograda esposa.

»A veces me pareció —admitió finalmente a regañadientes Mr. Hazeldene— que mi mujer no se encontraba demasiado bien. Acostumbraba a ser muy alegre y despreocupada; sin embargo, de un tiempo a esta parte pude observarla cuando se sentaba por la noche meditando alguna cosa, pero evidentemente nunca tuvo la franqueza de decirme nada.

»El magistrado insistió y entonces sacó a relucir el frasquito.

»Ya sé, ya sé —contestó el joven marido, con un breve y pesado suspiro—. Piensa Su Señoría en el problema del suicidio, pero soy absolutamente incapaz de comprenderlo… todo ha sido tan brusco y tan espantoso… es cierto que mi esposa parecía estar últimamente distraída y preocupada, pero sólo a veces; y ayer por la mañana, cuando la dejé para irme al trabajo, parecía absolutamente tranquila y cuando le propuse que aquella noche fuéramos a la ópera, se alegró mucho, me consta, y me dijo que quería salir de compras y hacer algunas visitas por la tarde.

»¿Sabe usted adonde se dirigía cuando cogió el metropolitano? —le preguntó el juez.

»Pues no exactamente. Según creo, tenía la intención de ir a Baker Street y luego a Bond Street para sus compras. A veces, solía ir a una tienda de St. Paul’s Churchyard, en cuyo caso tenía que sacar un billete para Aldersgate Street; pero no lo sé.

»Ahora, Mr. Hazeldene —dijo finalmente el magistrado con mucha amabilidad— ¿podría decirme si en la vida de la señora Hazeldene había algo conocido por usted y capaz de explicarnos en cierto modo el motivo de su angustioso estado de ánimo, algo que usted mismo haya podido observar? ¿Acaso existía alguna dificultad económica que pudiera preocupar a su esposa? ¿Algún amigo quizá, cuyas relaciones con la señora Hazeldene… ¡Hum!… le hubiese chocado a usted? ¿Podría usted —agregó el juez, como si afortunadamente hubiese salido de un trance desagradable— darme la más pequeña indicación tendente a confirmar la sospecha de que su infortunada señora, en un momento de ansiedad o de trastorno mental, pudo haber deseado quitarse la vida?

»Durante un momento, el más profundo silencio reinó en el tribunal. A todo el mundo le parecía que el señor Hazeldene era presa de la duda moral más terrible. Estaba muy pálido y lastimoso; intentó hablar por dos veces, y finalmente declaró con una voz apenas perceptible:

»No; no existían dificultades económicas de ningún tipo. Mi mujer tenía su propia fortuna, y no tenía ningún gasto excesivo…

»¿Tampoco ningún amigo contra quien pudiera usted objetar? —insistió el juez.

»Ni ningún amigo; nunca tuve que objetarle nada en ese sentido —balbuceó el infortunado joven, con un esfuerzo evidente.

»Yo mismo asistí a la encuesta judicial ante el jurado —manifestó el Hombre de la Esquina, después de tomarse un vaso de leche y de pedir otro— y puedo asegurarle que la persona más necia se dio cuenta claramente de que Mr. Hazeldene mentía. Estaba clarísimo para la mente menos aguda, que la infortunada señora no había caído en lo más mínimo en un estado de depresión mórbida, y que tal vez existiera una tercera persona capaz de dar más luz sobre aquella muerte extraña y repentina que el desgraciado y afligido viudo.

»Muy pronto resultó que la muerte era mucho más misteriosa de lo que parecía al principio. Sin duda, usted leyó el caso en su tiempo, y debe recordar la excitación provocada entre la opinión pública por el testimonio de dos médicos: el Dr. Arthur Jones, médico de cabecera de la víctima, que la había atendido en su última y muy ligera enfermedad y la había visitado facultativamente hacía muy pocos días, declaró con mucho énfasis que la señora Hazeldene no padecía ninguna dolencia orgánica capaz de haber causado su repentino fallecimiento. Además, el Dr. Jones había asistido al médico forense del distrito, Andrew Thornton, en la autopsia, y ambos habían llegado a la conclusión de que el fallecimiento era debido a la acción de una dosis de ácido prúsico que había originado el paro instantáneo del corazón. Sin embargo, ni el uno ni el otro eran capaces de establecer de momento de qué manera había sido administrado el veneno en cuestión.

»Así que el juez instructor preguntó:

»¿Debo entender, Dr. Jones, que la víctima ha muerto envenenada con ácido prúsico?

»Así lo creo —contestó el doctor.

»¿La botellita hallada en el bolso de la muerta contenía ácido prúsico?

»Ciertamente, había contenido cierta cantidad.

»¿A juicio suyo, esa señora se quitó la vida tomando una dosis de dicho veneno?

»¡Perdón! Nunca sugerí tal cosa: la señora Hazeldene falleció envenenada por esa droga, pero ¿cómo fue administrado el veneno? eso no lo sabe nadie. Por inyección de algún tipo, eso es seguro. Sin embargo, lo cierto es que la droga no fue ingerida, pues no se halló ningún rastro de la misma en el estómago.

»Sí —agregó el doctor Jones a otra pregunta del magistrado— la muerte siguió casi instantáneamente a la inyección; digamos al cabo de un par de minutos, tal vez tres. Es muy posible que el cuerpo no tuviera más de una rápida y súbita convulsión, quizá ninguna; en tales casos, la muerte es repentina y fulminante.

»No creo que en ese momento ninguno de los que estaban en la sala del tribunal se diera cuenta de la trascendencia que revestía la afirmación del doctor —manifestó el Hombre de la Esquina prosiguiendo su relato—, afirmación que, por lo demás, fue ratificada por el forense del distrito que efectuó la autopsia. La señora Hazeldene había fallecido súbitamente tras la inyección de una dosis de ácido prúsico, administrada nadie sabía cómo ni cuándo. La infortunada mujer había viajado en un compartimento de primera clase en uno de los momentos de más tráfico de la jornada. Esa joven y elegante mujer hubiera debido tener unos nervios y una sangre fría muy singulares para inyectarse ella misma el mortífero veneno en presencia de dos o tres personas.

»Bueno, cuando le dije que nadie se daba cuenta de la importancia de la afirmación del doctor en aquel momento, yo mismo incurrí en un error; pues había tres personas en la sala del tribunal que comprendieron en el acto la gravedad de la situación y el asombroso desarrollo que aquel caso iba a tener a partir de ese momento. Naturalmente, hubiese podido desentenderme del problema —agregó el extravagante anciano con la inimitable suficiencia tan peculiar en él—. Sin embargo, yo adiviné en el acto lo que había sucedido en unos momentos en que la policía andaba despistada y en que seguiría despistada hasta que la misteriosa muerte del ferrocarril metropolitano cayese en el olvido junto con otros casos en los que se suelen equivocar de vez en cuando.

»He dicho que en la sala había tres personas que comprendieron la gravedad de las aserciones de los dos doctores; las otras dos eran, en primer lugar, el detective que había examinado desde un principio el compartimento del metro, un hombre joven, enérgico y lleno de inteligencia, pero falto de sagacidad, y el propio Mr. Hazeldene.

»Llegados a este punto, el primer elemento interesante de todo el asunto fue introducido en el proceso a través del humilde canal de Emma Funel, la criada de la señora Hazeldene, que según se sabía por entonces era la última persona que había visto y hablado a la víctima.

»La señora Hazeldene almorzó en casa —explicó Emma, una mujer muy tímida y que hablaba casi en un susurro—; parecía sentirse muy bien y alegre. Se marchó a eso de las tres y media de la tarde y me dijo que iba a casa de Spence, en St. Paul’s Churchyard, para probarse su nuevo traje chaqueta. La señora Hazeldene tenía la intención de ir allí por la mañana, pero no pudo hacerlo a causa de la visita de míster Errington.

»¿Míster Errington? —preguntó el juez—. ¿Y quién es Mr. Errington?

»Pero la criada tuvo muchas dificultades en explicarlo:

»Míster Errington es… Míster Errington es… ¡el señor Errington y nada más!

»Por fin pudo saberse que el señor Errington era un amigo de los Hazeldene, que vivía en un apartamento de Albert Mansions y que solía visitar a menudo Addison Row, quedándose generalmente hasta muy tarde.

»Acosada a preguntas, Emma manifestó finalmente que en los últimos tiempos la señora Hazeldene había ido varias veces al teatro con míster Errington, y que aquellas noches, su amo estaba muy triste y confuso.

»Cabe recordar —prosiguió el Hombre de la Esquina— que el joven viudo se mostraba muy reticente. Contestaba a regañadientes y el magistrado instructor se hallaba la mar de satisfecho cuando al cabo de un cuarto de hora de asaetarlo a preguntas el testigo se dignaba suministrarle la información apetecida.

»Así se llegó a saber que Mr. Errington era el amigo de su esposa. Que era un rico gentleman y que parecía tener mucho tiempo a disposición suya. El propio señor Hazeldene no sentía ninguna amistad hacia Mr. Errington, pero nunca le hizo una observación al respecto a su mujer.

»¿Pero quién es ese Mr. Errington? —volvió a preguntar el juez—. ¿Qué hace? ¿Cuál es su profesión o a qué se dedica?

»No tiene ninguna profesión ni se dedica a ningún negocio.

»¿Entonces, cuáles son sus ocupaciones?

»No tiene ninguna ocupación especial. Tiene una gran fortuna. Sin embargo tiene un hobby que le absorbe mucho.

»¿Y cuál es su hobby?

»Se pasa el tiempo haciendo experimentos químicos, y según creo, es, aunque aficionado, un distinguido toxicólogo».

El Hombre de la Esquina colocó ante miss Polly Burton unas cuantas fotos instantáneas de pequeño tamaño y le preguntó:

—¿Acaso ha visto alguna vez a Mr. Errington, el hombre tan íntimamente relacionado con la misteriosa muerte del metropolitano? Pues ahí lo tiene; muy animoso y apuesto, con un rostro bastante agradable, pero muy corriente, de lo más corriente.

»Y fue esa falta de toda peculiaridad la que estuvo casi a punto de causar su perdición y de ponerle la soga al cuello a míster Errington.

»¡Pero voy demasiado de prisa! —dijo el Hombre de la Esquina—. Corre usted el riesgo de perder el hilo. El público, evidentemente, nunca llegó a comprender cómo ni por qué Mr. Errington, el rico solterón de Albert Mansions, de Grosvenor y de otros clubs de los jóvenes elegantes, se encontró un buen día ante los magistrados de Bow Street, acusado de estar implicado en la muerte de Mary Beatrice Hazeldene, en vida domiciliada en el n.° 19 de Addison Row.

»Puedo asegurarle que tanto la prensa como el público se quedaron estupefactos. Pues le diré que Mr. Errington era un miembro muy conocido y popular de cierto sector elegante de la sociedad londinense. Asistía asiduamente a la ópera, a las carreras de caballos y se le veía en el Park, en el Carlton; tenía muchos amigos y por consiguiente había una gran expectación aquella mañana en el tribunal de justicia. He aquí lo que había sucedido:

»Ante las muy fragmentarias pruebas a las cuales la investigación criminal había dado lugar, dos señores llegaron a pensar que tal vez tuvieran alguna obligación para con el Estado y el público en general, con lo que se presentaron ante el tribunal con la intención de esclarecer en lo posible el misterioso caso del ferrocarril metropolitano.

»Naturalmente, la policía opinaba que las informaciones que aquellos dos nuevos testigos pudieran aducir llegaban un poco tarde; sin embargo eran de una importancia capital. Además, ambos señores, que indudablemente ocupaban una buena posición en la sociedad, eran conscientes del paso que daban y actuaron en ese sentido, al denunciar a Mr. Errington y acusarle de asesinato ante el magistrado.

»El acusado estaba pálido y muy preocupado cuando lo vi por primera vez en el tribunal ese día, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta su situación. Pues le habían detenido en Marsella cuando se disponía a salir para Colombo.

»No creo que se diera cuenta de la terrible situación en que estaba metido, hasta después de oír a los testigos que relataron su detención y a la criada Emma Funnel que repetía su declaración según la cual Mr. Errington se había presentado por la mañana en el n.° 19 de Addison Row y que la señora Hazeldene se había marchado a St. Paul’s Churchyard a las tres y media de la tarde. Por su parte, el señor Hazeldene no agregó nada a las declaraciones que ya le había hecho al juez instructor, en las que afirmaba que había visto a su mujer viva por última vez en la mañana del día fatal y que parecía estar muy bien y alegre.

»Creo —dijo el Hombre de la Esquina— que todos los que asistían a la vista de la causa comprendieron que el joven viudo trataba de decir lo menos posible, con el fin de no vincular el nombre de su fallecida esposa con el acusado. Sin embargo, se supo a través del testimonio de la criada, que la señor Hazeldene, que era una mujer muy hermosa y evidentemente muy aficionada a sentirse admirada, había molestado más de una vez a su esposo con su claro aunque inocente flirt con Mr. Errington. Me parece que todo el público se hallaba agradablemente impresionado por la actitud moderada y digna del joven viudo. Ahora mismo le enseñaré su foto —dijo el Hombre de la Esquina—: Aquí está. Así se presentó ante el tribunal. Vestido de luto, naturalmente, pero sin ningún gesto de ostentación en su dolor. Últimamente, se había dejado crecer la barba y la llevaba muy bien cortada.

»Después de su declaración, ocurrió lo más sensacional de la jornada: un hombre alto y moreno, que llevaba la palabra City pegada metafóricamente a su persona, prestó juramento sobre la Biblia y se disponía a decir la verdad y sólo la verdad. Dijo llamarse Andrew Campbell, director de la firma Campbell & Co., corredores de cambios, de Throgmorton Street.

»En la tarde del día 1 de marzo, cuando viajaba en el Metropolitano, Mr. Campbell había visto en su compartimento a una mujer muy hermosa, que le había preguntado si aquel era realmente el tren para Aldersgate. Míster Campbell respondió afirmativamente y luego se sumió en la lectura de las cotizaciones de la Bolsa en su periódico vespertino.

»En la estación de Gower Street, un caballero vestido con un traje de tweed y con sombrero hongo entró en el compartimento y se sentó frente de la señora. La dama se asombró muchísimo al verle, pero Mr. Campbell no recordaba con exactitud las palabras que pronunció.

»EL recién llegado y la mujer conversaron un buen rato y por lo visto la señora parecía estar muy animada y contenta. El testigo no prestó atención a la pareja, pues estaba demasiado atareado con sus cálculos, y por último, se apeó del vagón en Farrington Street. Sin embargo, vio cómo el hombre del traje de tweed también dejaba el compartimento detrás de él, después de dar la mano a la señora y decirle del modo más simpático: «Au revoir! ¡No te retrases esta noche!» Mr. Campbell no escuchó la respuesta de la mujer, y muy pronto el hombre que bajó del tren detrás de él se perdió entre la gente.

»Todo el público estaba a la expectativa, esperando con pasión el momento en que el testigo describiera e identificara al hombre que había visto hablando el último con la infortunada mujer, probablemente cinco minutos antes de su extraño y misterioso fallecimiento.

»Personalmente —manifestó el Hombre de la Esquina— yo ya sabía lo que iba a suceder antes de que el corredor de cambios escocés hablara. Hubiese podido ofrecer yo mismo el vivo retrato capaz de dar con el posible asesino. Y ese retrato se podría ajustar estupendamente al hombre que hace un rato estaba sentado almorzando en la mesa de al lado; mi retrato podía describir con toda seguridad a cinco de cada diez jóvenes ingleses que conoce usted.

»EL individuo en cuestión era de mediana estatura, con un bigote ni rubio ni moreno, con el pelo ni de un color ni de otro. Llevaba un sombrero hongo, un traje de tweed, y… ¡eso es todo! El señor Campbell tal vez le reconocería, pero tal vez no, puesto que no se había fijado demasiado en él; aquel individuo estaba sentado del mismo lado que Mr. Campbell en el compartimento y no se quitó el sombrero durante todo el viaje. Mr. Campbell estaba muy atareado con su periódico… bueno, tal vez sería capaz de reconocerle, pero realmente no sabía qué decir.

»De modo que el testimonio de Mr. Campbell no era demasiado valioso, hay que decirlo. En suma, no hubiera podido justificar ninguna detención a no ser por las declaraciones adicionales de Mr. Tames Verner, director de la firma Rodney & Co., impresores cromográficos.

»Mr. Verner es el amigo del señor Campbell, y dio la casualidad de que en Farrington Street, donde esperaba el tren, vio a su amigo Campbell salir del compartimento de primera clase. Mr. Verner habló con él unos segundos y luego, cuando el tren estaba a punto de salir, se subió en el mismo compartimento que antes ocuparan el corredor de cambios y el hombre del traje de tweed. Recordaba vagamente a la señora que estaba sentada en el rincón opuesto al suyo, con el rostro vuelto hacia él, aparentemente dormida, pero no se fijó especialmente en ella. Mr. Verner se parecía a casi todos los hombres de negocios cuando viajan: sumido en su periódico. En aquel momento, le interesaba alguna cotización que deseaba anotar; sacó un lápiz del bolsillo de su chaqueta y al ver en el suelo una tarjeta limpia, la recogió, hizo en ella su anotación y se la metió en el bolsillo.

»Fue solamente dos o tres días más tarde —manifestó Mr. Verner en medio de un religioso silencio— cuando tuve la oportunidad de utilizar nuevamente mis notas. Entre tanto, los periódicos habían relatado extensamente la misteriosa muerte del ferrocarril subterráneo y me había familiarizado con los nombres que citaban, relacionados con el caso. De manera que fue para mí una gran sorpresa, al mirar la tarjeta de visita que había recogido casualmente en el compartimento del metropolitano, leer en ella el nombre de Frank Errington.

»La impresión causada por aquella declaración en la sala del tribunal fue evidentemente muy grande. Nunca se había notado tanta expectación desde los días del misterio de Fenchurch Street y del proceso de Smethurst. Sin embargo, le diré que personalmente no sentía ninguna excitación, pues ya conocía cada uno de los detalles de aquel crimen como si yo mismo lo hubiera cometido. En realidad —afirmó el Hombre de la Esquina— no lo hubiese perpetrado mejor, aunque llevo muchísimos años estudiando el crimen. Muchos de los que allí se encontraban, principalmente sus amigos, pensaron que Errington estaba perdido. Yo también llegué a creerlo, como el propio acusado, pues su rostro palideció terriblemente y no cesaba de pasarse la lengua por los labios, como si los tuviera resecos.

»Lo cierto es que Errington se hallaba en un espantoso dilema, ya que era por completo incapaz de alegar una coartada. El crimen —si es que lo era— había sido cometido tres semanas antes. Un hombre tan mundano como Mr. Frank Errington hubiese podido recordar que durante la tarde del crimen había pasado varias horas en su club, o en el Parque y es de suponer que existían nueve posibilidades contra una de que un amigo suyo jurara positivamente que lo había visto allí. Pero eso no se le ocurrió, ¡y Mr. Errington se encontraba en un gran aprieto! Pues además de los testigos, había dos o tres circunstancias que no le favorecían en absoluto. Para comenzar, estaba el hecho de su afición a la toxicología. La policía había encontrado en su apartamento la descripción de todas las sustancias venenosas, incluido el ácido prúsico. En segundo lugar, estaba el viaje a Marsella, y la salida para Colombo, por inocente que fuera, no dejaba de ser muy desafortunada. Mr. Errington había salido —según manifestó— en un viaje sin importancia, de recreo, pero el público pensaba que, aterrado por su crimen, había huido.

»Sin embargo, su defensor, Sir Arthur Inglewood, volvió a hacer gala de su maravillosa habilidad en favor de su cliente, anulando uno tras otro los testimonios de la acusación.

»Para empezar, el abogado consiguió de Mr. Andrew Campbell la declaración según la cual, en el acusado, no reconocía con toda certeza al hombre del traje de tweed; al cabo de veinte minutos de contrainterrogatorio, el eminente jurista había confundido de tal manera al corredor de cambios que es muy probable que no fuera capaz de reconocer ni a su propio auxiliar administrativo.

»Sin embargo, pese a su confusión y su molestia, Mr. Andrew Campbell seguía estando seguro de una cosa, a saber, que la señora Hazeldene estaba muy animosa y alegre, que había conversado agradablemente con el hombre del traje de tweed, hasta que éste, después de estrechar su mano, se despidió de ella con un simpático: «Au revoir! ¡No te retrases esta noche!». No se había oído ningún grito ni hubo ningún forcejeo, y en opinión del testigo, si el individuo con el traje de tweed le había administrado a su compañera una dosis de veneno, ello tenía que haber sido con pleno conocimiento y libre voluntad de la señora Hazeldene; y ésta, categóricamente, no se parecía ni por asomo a una mujer dispuesta a una muerte súbita y violenta.

»A su vez, Mr. James Verner juró que había observado la puerta del compartimento desde que Mr. Campbell salió y él mismo subió al tren, que dentro del compartimento no había nadie más entre Farrington Street y Aldgate, y que aquella señora, estaba seguro de ello, no había hecho ni un solo movimiento durante todo el viaje.

»Pues no; Frank Errington no fue condenado a la pena capital gracias a la habilidad de su abogado Sir Arthur Inglewood —dijo el Hombre de la Esquina con su sardónica sonrisa—. El acusado negó ser el individuo del traje de tweed y juró que no había visto a la señora Hazeldene desde las once de la mañana de aquella trágica jornada. No había ninguna prueba de lo contrario. Además, a juicio de Mr. Campbell, el individuo del traje de tweed no podía ser el asesino; pues es absurdo pensar que una mujer pueda dejarse inyectar un veneno mortífero sin darse cuenta y mientras está charlando agradablemente con su asesino.

Míster Errington vive ahora en el extranjero y está a punto de casarse. No creo que ninguno de sus amigos verdaderos pensara en aquel momento que había cometido un crimen infame. La policía piensa que sabe más; pero sólo sabe que no puede tratarse de un caso de suicidio y que si el hombre que viajó con la señora Hazeldene en la tarde fatal no tuviera un crimen sobre la conciencia hace ya mucho tiempo que se habría presentado para ayudar en lo posible a esclarecer ese misterio. En cuanto a saber quién es ese hombre, la policía, en su ceguera, no tiene la más mínima duda. Con la inquebrantable convicción de que Errington es culpable se han pasado los últimos meses investigando y tratando de encontrar nuevas y más sólidas pruebas de su culpabilidad. Pero no las han encontrado, porque no existen. No existe ninguna prueba positiva contra el verdadero asesino, porque se trata de uno de esos hábiles canallas que piensan en todo, prevén cualquier eventualidad, conocen perfectamente la naturaleza humana y pueden predecir exactamente qué pruebas pueden presentarse contra ellos, y obran en consecuencia.

»Desde un principio, ese canalla tiene en la mente la figura y la personalidad de Frank Errington. Frank Errington es el polvo que metafóricamente el infame individuo echa en los ojos de la policía y cabe afirmar que ha conseguido cegarla, hasta el extremo de hacerles olvidar por completo la sencilla frase que sorprendió a Mr. Andrew Campbell, y que era, evidentemente, la clave de todo el asunto v el único traspiés dado por el astuto criminal, la simple frase «Au revoir! ¡No te retrases esta noche!».

»Aquella noche, la señora Hazeldene debía ir a la ópera con su marido.

»¿¡Está usted asombrada?! —exclamó el Hombre de la Esquina, encogiéndose de hombros—. Aún no ve la tragedia como yo la he visto desde hace tiempo. ¿La joven esposa frívola? ¿Su flirt con el amigo? todo ficción y engaño. Pienso en la impresión de la policía si hubiese encontrado algo en relación con las finanzas del matrimonio Hazeldene. En el noventa por cien de los casos el dinero es el móvil del crimen.

»Yo descubrí que el testamento de Mary Beatrice Hazeldene había sido homologado por su marido, único albacea, y que la herencia ascendía a 15.000 libras esterlinas. Además, descubrí que Edward Sholto Hazeldene era un pobre empleado naviero cuando se casó con la hija de un rico constructor de Kensington. Y después noté el hecho de que el inconsolable viudo se había dejado crecer la barba desde la muerte de su esposa.

»No cabe duda de que se trata de un hábil canalla —agregó el extraño anciano, inclinándose con excitación sobre la mesa y mirando fijamente a Polly—. ¿Sabe de qué manera el mortífero veneno fue inyectado en el cuerpo de la pobre mujer? Del modo más sencillo, conocido por todos los tunantes del sur de Europa: con un anillo ¡sí! un simple anillo que lleva una aguja hueca capaz de contener una cantidad de veneno, de ácido prúsico, suficiente para matar a dos personas en lugar de una. El hombre con el traje de tweed apretó la mano de su hermosa compañera; ella sintió probablemente el pinchazo, pero no fue tan doloroso como para hacerla gritar. Y piense que el canalla tuvo todas las facilidades: gracias a sus amistosas relaciones con Mr. Errington, pudo procurarse el veneno que necesitaba, sin hablar de la tarjeta de visita. No podemos decir cuantos meses hace que comenzó a copiar a Frank Errington en su modo de vestir, de cortarse el bigote y en su apariencia general; sin duda realizaría el cambio paulatinamente, para evitar que quienes le rodeaban se apercibieran de ello. Había escogido como modelo a un hombre de su misma estatura y corpulencia, con el mismo color del pelo».

—Pero existía el tremendo riesgo de ser identificado por algún compañero de viaje en el metropolitano —sugirió Polly.

—Es cierto; existía ese riesgo, pero decidió afrontarlo y con ello demostró su sagacidad. Calculó que en cualquier caso transcurrirían unos días antes de que una persona que viajara en el mismo vagón, por lo general un hombre de negocios sumido en su periódico, lo volviese a ver. El gran secreto del crimen perfecto radica en el estudio de la naturaleza humana —agregó el Hombre de la Esquina al mirar hacia su sombrero y su abrigo—. Y Edward Hazeldene la conocía muy bien.

—¿Pero, y el anillo?

—Tal vez lo comprara durante su viaje de luna de miel —sugirió el anciano con una sardónica sonrisa—. La tragedia no se planeó en una semana; tardó años en madurar. Puede estar segura de que nos hallamos ante un monstruoso criminal. Ya le he mostrado su fotografía sacada hace un año, y otra de cómo es ahora. Ha podido observar que se ha vuelto a quitar la barba, así como también el bigote. ¡Me figuro que ahora se ha hecho amigo de Mr. Andrew Campbell!

El extravagante Hombre de la Esquina se marchó, dejando a miss Polly asombrada, sin saber en qué creer.

Y fue así cómo Polly se olvidó de su cita con Mr. Richard Frobisher (del London Mail) para asistir aquella tarde a la representación de la bailarina Maud Alian en el Palace Theatre.