LA CLAVE MOABITA

Una gran multitud abigarrada se aglomeraba en las aceras de Oxford Street cuando Thorndyke y yo nos dirigíamos tranquilamente hacia el este. Las decoraciones florales y las banderas que colgaban a lo largo de la calle anunciaban una de esas recepciones promovidas de vez en cuando por un Gobierno benévolo para mayor distracción de los elegantes azotacalles y consuelo de los afligidos carteristas. Pues un gran duque ruso, que no podía sustraerse a las manifestaciones de cariñosa despedida de la población, había de pasar de un momento a otro de camino hacia Guildhall, y un príncipe británico, heroicamente indiscreto, debía ocupar un asiento en el carruaje ducal.

Cerca de Rathbone Place, Thorndyke se detuvo y llamó mi atención, señalándome a un individuo de aspecto elegante que estaba debajo de un portal, boquiabierto y con un cigarrillo en la mano.

—Nuestro viejo amigo el inspector Badger —dijo Thorndyke—. Parece interesarse sobremanera por ese gentleman del abrigó ligero.

En aquel preciso momento, el detective miró hacia nosotros v se inclinó para saludar.

—¡Hola, Badger! ¿Qué tal? ¿Quién ese amigo suyo?

—Eso mismo es lo que querría saber, sir —replicó el inspector—. Lo vengo siguiendo desde hace media hora, pero no logro dar con su identidad, aunque me parece haberlo visto ya en alguna parte. No tiene aspecto de extranjero, pero lleva algo bastante voluminoso en uno de sus bolsillos, motivo por el cual he de vigilarle hasta que el duque haya pasado sin novedad; por lo menos así lo deseo —agregó sombríamente el inspector—. Esos bestias de rusos querrían darle un susto. ¡Ya podrían quedarse en su país, que bastantes quebraderos de cabeza nos están dando!

—¿Acaso espera algún incidente? —preguntó Thorndyke.

—¡No lo quiera Dios, sir! —exclamó Badger—. Todo el camino está bordeado por agentes de la policía secreta. Ya sabe, es notorio que varios forajidos han seguido al duque hasta Inglaterra y aquí mismo tenemos a muchos exiliados a quienes gustaría dar un golpe. ¡Eh! ¿Adónde se escapa ahora?

El del abrigo ligero acababa de escabullirse de la mirada inquisidora del inspector, colándose en el acto entre la multitud que esperaba en la acera. En su precipitación, le dio un pisotón a un hombre gordo y malcarado, quien de un empujón le mandó rodando en medio de la calle con tal violencia que cayó de bruces contra el pavimento. Y la desgracia ocurrió: un guardia montado retrocedía precisamente entre la multitud y antes de percibir el significado del grito de los que allí estaban presenciando la escena, los cascos traseros de su caballo golpearon duramente contra la espalda del hombre que yacía por el suelo.

El inspector llamó a un policía para que nos abriera paso entre la gente; pero antes de que nos acercásemos al herido, va se había vuelto a levantar pesadamente, mirando en torno suyo con la cara atónita y pálida.

—¿Está usted herido? —le preguntó Thorndyke amablemente con una compasiva mirada.

—No señor —contestó el hombre—; sólo que ahora me siento mal v sin fuerzas.

Se llevó una mano temblorosa al pecho, y Thorndyke, sin dejar de mirarle ansiosamente, dijo en voz baja al inspector:

—¡Un cabriolé o una ambulancia, lo más rápido que pueda!

Un coche llegaba de Newman Street y el herido fue subido en él. Thorndyke, Badger y yo nos metimos también en el cabriolé que partió hacia Rathbone Place. A medida que avanzábamos, el rostro del hombre se volvía más ceniciento y angustiado; respiraba leve y entrecortadamente, y sus dientes castañeteaban. El coche se metió en Goodge Street a toda prisa. Súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos, las cosas empeoraron terriblemente. Los párpados y los maxilares del herido se relajaron, los ojos se velaron y todo el cuerpo se desplomó en un encogido montón en el rincón del coche, con la blandura gelatinosa de un ser muerto aunque sus tejidos todavía siguieran vivos.

—¡Dios nos ampare! ¡Ese hombre está muerto! —exclamó el inspector con voz atónita (pues también los policías tienen sus sentimientos), Se quedó mirando el cuerpo, mecido por el traqueteo del cabriolé, hasta que nos detuvimos en el patio del Hospital de Middlesex.

El inspector bajó prestamente del coche; ya había recobrado su calma y ayudó a los enfermeros a colocar el cuerpo en la camilla de ruedas.

—Hemos de saber a toda costa quién es este hombre —dijo el inspector, siguiendo la camilla hasta la sala de urgencias.

Thorndyke asintió con cierto desagrado. En aquel momento, su instinto de médico era más fuerte que su instinto legal.

El médico de guardia se inclinó sobre la camilla, examinado rápidamente al herido mientras escuchaba nuestro relato del accidente. Luego se volvió a incorporar y miró a Thorndyke:

—Creo que se trata de una hemorragia interna —manifestó—. ¡Sea como fuere, este pobre diablo está muerto! ¡Tan muerto como Nabucodonosor! ¡Ah! Ahí viene un policía; es asunto suyo desde ahora.

El policía entró en la sala, jadeante, y miró con asombro el cadáver y luego al inspector. Pero éste, sin perder un segundo, ya se ocupaba en registrar los bolsillos del muerto, empezando con el objeto voluminoso que tanto le había llamado la atención; se trataba de un paquete de papel oscuro atado con un lazo rojo.

—¡Demonios! —exclamó con aire desconcertado al cortar el lazo y abrir el paquete—. ¡Sargento, será mejor que mire en los otros bolsillos!

El pequeño montón de objetos resultantes del registro, con una sola excepción, parecía dar muy poca luz sobre la identidad del muerto. La excepción era una carta, cerrada pero sin sellar, dirigida por una mano muy inexperta en el arte de escribir a Mr. Adolf Schonberg, 213, Greek Street, Soho.

—Supongo que este hombre iba a llevar él mismo la carta —observó el inspector, con una mirada envidiosa hacia la carta cerrada—. Creo que voy a ir yo mismo a llevarla, y sería mejor que me acompañara, sargento.

Se metió la carta en el bolsillo, y dejando que el sargento se encargara de llevar los demás objetos, se dirigió hacia la salida del hospital.

—Imagino, doctor —manifestó el inspector cuando caminábamos por Berners Street—, que no seguimos el mismo camino. ¿No le gustaría saber quién es Mr. Schonberg?

Thorndyke estuvo reflexionando unos segundos:

—¡Bueno! No está tan lejos y nos gustaría ver en qué queda este incidente. Sí, vamos juntos.

El número 213 de Greek Street era una de esas casas que le sugiere al observador la idea de un órgano de iglesia, con los dos montantes de la puerta adornados con una fila de tirantes de campanillas de cobre que corresponden a las teclas de un órgano.

El sargento examinó aquello con el aire de un músico experto, y después de haber calibrado, por lo visto, la capacidad del instrumento, escogió la campanilla que había en medio del montante de la derecha y tiró de ella con viveza. Inmediatamente, una ventana se abrió en el primer piso y se asomó una cabeza. Pero solamente nos echó una rápida mirada y al ver al sargento que miraba hacia arriba, se retiró con sorprendente precipitación. Antes de que nos diera tiempo a especular sobre aquella aparición, la puerta de la calle se abrió y un hombre salió de ella. Tras haber cerrado la puerta, el inspector preguntó:

—¿Vive aquí el señor Adolf Schonberg?

El recién llegado, un verdadero judío pelirrojo, nos miró a través de sus gafas con montura de oro, al tiempo que repetía el nombre:

—¿Schonberg, Schonberg? ¡Ah, sí! Le conozco. Vive en el tercer piso. Hace poco que le he visto subir. El tercer piso, hacia el fondo; —e indicando la puerta con un gesto de la mano, levantó su sombrero y salió a la calle.

—Creo que lo mejor será subir —dijo el inspector con una mirada de duda hacia las hileras de campanillas.

Así lo hizo y lo seguimos escaleras arriba. Al fondo del pasillo del tercer piso había dos puertas; una de ellas estaba abierta dejando ver un dormitorio desocupado. El inspector llamó con fuerza en la otra puerta, la cual se abrió casi en el acto, dejando aparecer a un hombre de aspecto brutal y de baja estatura, que nos echó una mirada hostil:

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿El señor Adolf Shonberg? —preguntó el inspector.

—¿Y bien? ¿Qué quiere? —soltó nuestro nuevo conocido.

—Desearía hablarle —contestó el inspector Badger.

—¿Entonces, por qué demonios ha golpeado usted mi puerta? —se quejó el otro.

—¿Acaso no vive aquí?

—¡No! ¡En la parte delantera del primer piso! —volvió a soltar nuestro amigo, disponiéndose a cerrar la puerta.

—Le ruego que me perdone —intervino Thorndyke—, pero ¿cómo es el señor Schonberg? Quiero decir…

—¿Que cómo es? —cortó el inquilino—. Se parece a un próspero judío, con una barba pelirroja y unas antiparras de oro —y tras esa impresionante descripción, dio por terminada la entrevista pegando un portazo y echando la llave.

Con una exclamación de ira, el inspector volvió a bajar las escaleras por las que el sargento ya se deslizaba apresuradamente. Throndyke y yo seguimos tras ellos hasta llegar a la planta baja. En las escaleras de la puerta de entrada nos encontramos al sargento jadente e interrogando a un joven vestido con elegancia, que había visto bajar de un coupé cuando entrábamos en la casa unos minutos antes y que, con su libreta de apuntes debajo del brazo, sacaba punta a su lápiz con gran esmero.

—Míster James dice que lo ha visto escapar, sir —manifestó el sargento—. Se dirigía hacia la plaza.

—¿Iba corriendo? —preguntó el inspector.

—Yo diría que sí —contestó el reportero—. Tan pronto como ustedes entraron en la casa, él escapó como un farolero. Ahora ya no podrán atraparle.

—¡No queremos atraparle! —soltó el detective de mal humor.

Luego, alejándose un poco para no ser oído del impaciente periodista, el inspector dijo en voz baja:

—Sin ninguna duda, se trataba de Mr. Schonberg, y está claro que tenía algún motivo para escapar. De manera que ahora tengo todo el derecho de abrir esa carta.

Hizo lo que acababa de decir, y tras cortar el sobre con una pulcritud muy oficial, sacó la carta:

—¡Caramba! —exclamó, mientras sus ojos se clavaban en el contenido de la misiva—. ¡Esto no es estenografía, que digamos!; pero, ¿qué demonios puede ser?

Alargó el documento a Thorndyke, quien, sacando el escrito a la luz y palpando críticamente el papel, lo examinó con sumo interés. Se trataba de una simple media hoja de papel de escribir, cuyas dos caras estaban cubiertas de unos extraños y enmarañados caracteres, escritos con una tinta negruzca en líneas continuas, sin ningún espacio que indicara la división de las palabras, y de no haber sido por el moderno material que soportaba la escritura, el documento en cuestión muy bien se parecía a un fragmento de antiguo manuscrito o de un código olvidado.

—¿Qué le parece ese documento, doctor? —inquirió el inspector ansioso, tras una pausa durante la cual Thorndyke escrutó la extraña misiva con el ceño fruncido.

—No sabría decirle gran cosa —contestó Thorndyke—. Los caracteres proceden del moabita o del fenicio, en todo caso, son del semita primitivo, y hay que leerlos desde la derecha hacia la izquierda. Me parece que se trata del idioma hebreo. En cualquier caso, no encuentro ninguna palabra griega y aquí veo un grupo de letras que pueden formar uno de los pocos términos hebreos que conozco: la palabra badim que significa «mentiras». Pero lo mejor será que se lo descifre un experto.

—Si está en hebreo —dijo el inspector Badger— todo se arreglará. Tenemos a una gran masa de judíos a disposición nuestra.

—Sería mucho mejor llevar esa carta al British Museum —sugirió Thorndyke— y que la examinara el conservador de las antigüedades fenicias para descifrarla.

El inspector Badger tuvo una sonrisa de zorro al meterse la carta en el bolsillo:

—Primero, veremos lo que podemos hacer con ella nosotros mismos —manifestó—, y muy agradecido por su consejo, doctor.

Y dirigiéndose al reportero, dijo:

—No, Mr. James, de momento no puedo darle ninguna información; vale más que vaya a preguntar en el hospital.

—Me imagino —dijo Thorndyke cuando regresábamos a casa— que Mr. James ha reunido ya el suficiente material para hacer su relato. Debió seguirnos desde el hospital y estoy seguro que ya tiene dispuestos todos los detalles del artículo en su mente, y con todos los pelos y señales. Y no estoy tan seguro que no le haya echado una ojeada al misterioso documento, pese a todas las precauciones del inspector.

—Puesto que nos referimos a ese documento —le pregunté a Thorndyke— ¿qué piensa acerca del mismo?

—Se trata muy probablemente de un mensaje cifrado —contestó—. Está redactado en el primitivo alfabeto semítico, que como usted sabe, es prácticamente igual al griego primitivo. Está escrito de derecha a izquierda, como el fenicio, el hebreo y el moabita, al igual que las más antiguas inscripciones griegas. El papel es un tipo corriente de papel de escribir y la tinta es una tinta china indeleble, parecida a la que utilizan los dibujantes. Tales son los hechos, y sin un examen ulterior del documento en sí, no podemos ir muy lejos.

—¿Por qué le parece que se trata más bien de un mensaje cifrado que de un documento escrito puramente en hebreo?

—Porque se trata sin duda de un mensaje secreto de algún tipo. Actualmente, cualquier judío ilustrado conoce más o menos el hebreo, y aunque sea capaz de leer y escribir solamente los caracteres del hebreo genuino, es fácil asimismo de trasponer un alfabeto en otro para que el mero lenguaje no ofrezca ninguna claridad. Por consiguiente, creo que cuando los expertos hayan traducido el documento, la traducción o la transcripción no sea sino un verdadero fárrago de términos absolutamente incomprensibles. Sin embargo, tendremos que verlo; mientras tanto, los datos que ya tenemos, nos brindan una serie de interesantes sugerencias que vale la pena tener muy en cuenta.

—¿Por ejemplo?

—¡Bueno! Mi querido Jervis —dijo Thorndyke apuntando su dedo hacia mí—, le ruego que no se deje arrastrar por la indolencia mental. Ya tiene esos hechos que acabo de referir. Considérelos por separado y colectivamente, y en relación con las circunstancias. No trate de exprimir mi cerebro cuando tiene usted una cabeza muy buena para buscar.

Al día siguiente, los periódicos matutinos justificaron totalmente la opinión de mi colega acerca de Mr. lames. Todos los acontecimientos que habían ocurrido, así como algunos puramente inventados, se presentaban con los más vivos detalles, y se referían dilatadamente al documento «encontrado en los bolsillos del anarquista muerto» y «redactado en una estenografía secreta o en un criptograma».

El artículo de Mr. James terminaba con un comentario (aunque falso) muy elogioso, según el cual «en este caso intrincado e importante la policía se había asegurado sabiamente la asistencia del Dr. John Thorndyke, gracias a cuya sagaz inteligencia y gran experiencia, el portentoso criptograma revelaría muy pronto sus secretos».

—¡Muy lisonjero! —sonrióse Thorndyke cuando le leí el artículo a su regreso del hospital—. Pero un poco molesto si induce a nuestros amigos a depositar en nuestra escalera principal o nuestra bodega un pequeño recuerdo bajo forma de compuesto nítrico. Por si las moscas, me entrevisté con el comisario Miller en el Puente de Londres. El «criptograma», como dice Mr. James, ha puesto en gran alarma a todo el aparato de Scotland Yard.

—Es natural. ¿Y qué han decidido al respecto?

—Adoptaron mi sugerencia; finalmente, vieron que ellos mismos no sacarían nada positivo del documento y lo han entregado al British Museum. Allí, les presentaron al profesor Poppelbaum, el insigne paleógrafo, quien debe examinarlo.

—¿Ha expresado ya su opinión acerca del documento?

—Sí, pero provisionalmente. Tras examinarlo rápidamente, manifestó que se trata según él de cierto número de palabras hebreas, entremezcladas con ciertos grupos de letras aparentemente sin ninguna significación. Le entregó al comisario la traducción de las palabras, y Miller hizo policopiar en el acto cierto número de hojas que ha repartido entre las altas autoridades de su departamento. De manera que en estos momentos —dijo Thorndyke soltando una carcajada —Scotland Yard está metido en una especie de competición en busca de las palabras o mejor dicho del sentido que falta. Miller me ha invitado a participar en dicho deporte y para terminar me regaló una de esas copias con que ejercitar mi sagacidad; me regaló asimismo una fotografía del documento.

—¿Y va a hacerlo? —pregunté.

—¡Ni hablar! —replicó riéndose—. En primer lugar, no me han consultado formalmente; por consiguiente, sigo siendo un espectador pasivo, aunque interesado. En segundo lugar, tengo mi propia teoría que si ha lugar tendré que probar. Ahora bien, si usted desea tomar parte en esa competición estoy autorizado a enseñarle la fotografía y la traducción del documento. Se las paso ¡y le deseo que se divierta!

El doctor Thorndyke me entregó la fotografía y la hoja de papel que acababa de sacar de su bolsillo y se quedó mirándome con un aire de regocijo mientras yo leía las primeras líneas:

EL DOCUMENTO CIFRADO

«Desgracia, ciudad, mentiras, robos, presa, ruidos, látigo, escándalo, ruedas, caballo, carro, día, oscuridad, tristeza, nubes, tinieblas, mañana, montaña, gente, fuerte, fuego, ellos, llama».

—A simple vista, no me parece muy prometedor —manifestó—. ¿Cuál es la teoría del profesor Poppelbaum?

—Su teoría —provisional, naturalmente— es que las palabras forman un mensaje y los grupos de letras no son sino unos meros espacios colocados entre las palabras.

—Con toda seguridad —manifesté— todo eso debe formar una trampa la mar de transparente.

Thorndyke se rió:

—Todo ello es de una simplicidad infantil, muy atractiva, aunque desalentadora. Lo más probable es que las palabras sean palabras muertas, y que las letras contengan el mensaje. O que quepa buscar la solución en una dirección totalmente distinta. ¡Pero escuche! ¿No se acerca un cabriolé?

Efectivamente, un carruaje se detuvo enfrente de nuestra casa. A los pocos minutos, oímos que alguien subía por las escaleras y llamaba a la puerta. Al abrirla, me encontré ante un forastero muy bien vestido, quien después de una rápida mirada hacia mí, guiñó por encima de mi hombro hacia el interior de la habitación.

—¡Qué alivio para mí, doctor Jervis! —exclamó el recién llegado—, encontrarles a usted y al doctor Thorndyke en casa. Pues he venido con un recado urgentísimo. Mi nombre —prosiguió mientras entraba en respuesta a mi invitación—, mi nombre es Barton, pero ustedes no me conocen, aunque yo les conozco de vista. He venido para pedirles si uno de ustedes, o, mejor todavía, ambos, pueden venir esta noche para ver a mi hermano.

—Todo depende —manifestó Thorndyke— de las circunstancias y de donde viva su hermano.

—Las circunstancias —afirmó míster Barton— son a mi juicio harto sospechosas y se las explicaré ahora mismo, pero, naturalmente, del modo más confidencial.

Thorndyke asintió con la cabeza y ofreció una silla.

—Mi hermano —prosiguió míster Barton sentándose en la silla que le ofrecían— se casó últimamente por segunda vez. Tiene cincuenta y cinco años y su mujer veintiséis, y debo decir que ese matrimonio no ha sido… digamos que no ha sido feliz. Resulta que hace quince días, mi hermano ha sufrido una misteriosa y muy dolorosa infección de estómago, que su médico es incapaz de diagnosticar con certeza. Todos los tratamientos hasta ahora resultaron ineficaces. Los dolores y la angustia son cada vez más acusados y temo que de no remediarlo rápidamente, mi hermano se muera.

—¿Arrecian los dolores después de las comidas? —preguntó Thorndyke.

—¡Precisamente! —exclamó nuestro visitante—. Ya sé lo que está usted pensando y eso mismo es lo que yo creo; por ese mismo he tratado repetidas veces de conseguir alguna muestra de los alimentos que toma. Esta mañana lo logré.

Entonces, sacó de su bolsillo un frasco de cuello ancho, lo deslió del papel que lo envolvía y lo colocó encima de la mesa.

—Cuando llegué esta mañana a casa de mi hermano, estaba desayunándose con arrurruz, y se quejaba de encontrarle un sabor a piedra muy extraño; su mujer dijo que posiblemente fuera debido al azúcar. Yo ya me había procurado este frasco antes de ir a su casa, y aprovechando la momentánea ausencia de su mujer, me las apañé para meter una porción de arrurruz en dicho frasco. Mucho les agradecería que lo analizaran y me dijeran si este alimento contiene algo que no debiera.

Entregó la botella a Thorndyke, quien se la llevó hacia la ventana y sacando una pequeña cantidad de aquella sustancia con una varilla de cristal, la examinó con un lupa; seguidamente, levantó la campana de vidrio que cubría el microscopio situado encima de una mesa frente a la ventana, puso una pequeña cantidad de la materia sospechosa sobre una lámina de cristal que colocó sobre el zócalo del aparato.

—Observo que contiene un cierto número de partículas cristalinas —declaró tras un breve examen— que tienen la apariencia de arsénico.

—¡Ah! —exclamó míster Barton—. Precisamente lo que yo temía. ¿Pero está seguro?

—No —contestó Thorndyke—, pero será fácil comprobarlo.

Apretó el botón del timbre que comunicaba con el laboratorio; era la señal que hizo presentarse muy prestamente al asistente que allí se encontraba.

—Polton, haga el favor de preparar el aparato de Marsh —dijo Thorndyke.

—Tengo ya listos Un par de ellos —contestó Polton.

—Entonces, llene uno de ácido y tráigamelo, junto con una losa de porcelana.

Mientras el asistente iba a buscar lo que le habían pedido, Thorndyke se volvió hacia Mr. Barton:

—Suponiendo que encontremos arsénico en el arrurruz, como lo creo, ¿qué quiere que hagamos?

—Me gustaría que viniesen para ver a mi hermano —dijo el cliente.

—¿Y por qué no llevarle una nota de mi parte al médico de su hermano?

—No, no; quiero que vengan ustedes dos y acaben con ese espantoso asunto. ¡Han de considerar que se trata de un caso de vida o muerte! ¡No pueden ustedes negarse! Les ruego que me ayuden en estas terribles circunstancias.

—¡Bien! —manifestó Thorndyke, al tiempo que el asistente volvía a aparecer—. Veamos en primer lugar lo que nos da la comprobación.

Polton fue hacia la mesa donde colocó un pequeño frasco cuyo contenido estaba en plena efervescencia; en la etiqueta del frasco rezaba: «hipoclorito de calcio»; también traía una losa de porcelana. El frasco llevaba un embudo con un tubo de cristal del que salía un fino chorro de gas al que Polton acercó con sumo cuidado una cerilla encendida. Inmediatamente, de la boca del tubo salió una tenue llama de color morado claro. Thorndyke cogió la losa de porcelana y la mantuvo sobre la llama unos segundos; la superficie de la losa parecía estar intacta, salvo un pequeño círculo de vapor condensado. Seguidamente, mezcló el arrurruz con agua destilada hasta convertirlo en una masa enteramente fluida; luego, vertió una pequeña cantidad en el embudo. El arrurruz licuado bajó lentamente por el tubo hasta el contenido efervescente del frasco con el que se mezcló en el acto. Casi instantáneamente, comenzó a verificarse un cambio en el aspecto de la llama, que de morado pálido se fue volviendo gradualmente azul claro, despidiendo una leve voluta de humo blanco. Thorndyke volvió a colocar la losa sobre la llama, pero esta vez, tan pronto como la llama tocó la fría superficie de la porcelana, sobre ésta apareció una mancha de un negro reluciente.

—La prueba no puede ser más concluyente —observó Thorndyke al tiempo que destapaba la botella de reactivo—, pero hemos de proceder a la última comprobación.

Entonces, vertió unas gotas de hipoclorito sobre la losa de porcelana e inmediatamente la mancha negra fue reduciéndose hasta desaparecer totalmente.

—Ahora podemos contestar a mi interrogante, míster Barton —afirmó al tiempo que volvía a tapar la botella de ácido—. La muestra que nos ha traído contiene arsénico, y en una proporción muy considerable.

—En ese caso —exclamó míster Barton saltando de su silla— tiene que venir ustedes y ayudarme a salvar a mi hermano de un peligro mortal. ¡No se niegue, doctor Thorndyke, por el amor de Dios no se niegue!

Thorndyke se quedó reflexionando unos segundos, luego dijo:

—Antes de decidir, tengo que ver los compromisos que tenemos.

Con una mirada significativa hacia mí, se fue al despacho, adonde le seguí bastante desconcertado, puesto que sabía que aquella noche no teníamos ningún compromiso.

—Y ahora, Tervis —dijo Thorndyke al tiempo que cerraba la puerta del despacho—, ¿qué hacemos?

—Supongo que vamos a ir —contesté—. Me parece que se trata de un caso de suma urgencia.

—Lo es —asintió—. Después de todo, ese hombre debe decir la verdad.

—¿Acaso piensa que nos está engañando?

—Bueno; es posible que sea un cuento, pues hay una cantidad demasiado grande de arsénico en ese arrurruz. Sin embargo, creo que he de ir. Se trata de un riesgo profesional muy corriente. Pero creo que no hay ninguna razón para que se meta usted en ese lío.

—¡Hombre, se lo agradezco! —repliqué un tanto picado—. Ignoro qué riesgo puede haber, pero si de veras lo hay, tengo derecho a compartirlo.

—¡Muy bien! —contestó Thorndyke con una sonrisa—. Iremos juntos. Sin embargo, creo que habremos de tener cuidado.

Thorndyke regresó a la sala de espera para anunciar su decisión a míster Barton, quien se deshizo literalmente en palabras de gratitud.

—Ahora pienso —dijo Thorndyke— que aún no nos ha dicho adónde vive su hermano.

—Vive en Rexford —contestó Barton—. Rexford, en Essex. Se trata de un lugar apartado, pero si cogemos el tren de las siete y cuarto en la estación de Liverpool Street, podemos estar allí dentro de hora y media.

—¿Y para regresar? ¿Supongo que conoce el horario de los trenes?

—¡Claro que sí! —contestó nuestro cliente—. Les aseguro que no perderán el tren de regreso.

—¡Bien! Vuelvo dentro de un minuto —dijo Thorndyke.

Cogiendo la botella de ácido aún hirviente, se fue al laboratorio, de donde regresó al cabo de unos minutos con su sombrero y su abrigo.

El cabriolé que había traído a nuestro cliente aún esperaba, y muy pronto estuvimos galopando por las calles hacia la estación, adonde llegamos con el tiempo suficiente para proveernos de unos cestos de comida y escoger con toda comodidad nuestro compartimento.

Durante la primera parte del viaje, nuestro compañero estaba de muy buen humor. Despachó con gran apetito el ave fría que iba en su cesta y se bebió el clarete más bien pésimo con un placer singular, como si no tuviera en el mundo a ningún pariente en trance de muerte, y después de comer se volvió de una jovialidad que rozaba con la hilaridad. Sin embargo, a medida que el tiempo transcurría, en sus facciones iba apareciendo cierta inquietud ansiosa. Se volvió silencioso y preocupado, y no dejaba de mirar su reloj.

—¡Este tren anda tremendamente retrasado! —exclamó irritado—. ¡Ya llevamos siete minutos de retraso!

—Unos minutos más o menos no tienen gran importancia —dijo Thorndyke.

—Evidentemente que no, pero de todas maneras. ¡Ah! ¡Gracias a Dios, ya llegamos!

Sacó la cabeza por la ventanilla y miró impacientemente hacia la locomotora; luego pegó un salto hacia la puerta del compartimento y se bajó antes de que el tren parase. Al tiempo que nosotros bajábamos, una campanilla de alarma tocaba con furia en el andén y mientras míster Barton salía a toda prisa de la estación, pudimos oír el ruido de un tren que se acercaba cubriendo el de nuestro propio tren que ya se disponía a salir.

—Me parece que mi carruaje aún no ha llegado —exclamó míster Barton, mirando ansiosamente a su alrededor—. Si quieren esperar un momento, ahora mismo voy a enterarme.

Volvió a entrar en la sala de espera y desde allí pasó al andén, en el preciso momento en que el nuevo tren silbaba, anunciando su partida. Thorndyke siguió a Barton con paso rápido pero furtivo, y mirando a través de la puerta de la sala de espera, vigiló sus movimiento; luego se volvió y me hizo signo de acercarme:

—Por allí anda —dijo, señalando la pasarela de hierro que cruzaba por encima de la vía.

Miré y vi, claramente dibujada sobre la tenue luz del cielo, una silueta corriendo hacia el andén de salida.

No habría recorrido las dos terceras partes del trayecto cuando el silbato del jefe de estación comenzó a pitar.

—¡Rápido, Jervis! —exclamó Thorndyke—, ¡que se nos escapa!

Dio un salto, y pisándole los talones, cruzamos la vía hasta el otro tren, en el que nos subimos al estribo de un vagón de primera clase. Pero siendo la parte contraria del andén, la puerta estaba cerrada. Mientras el tren arrancaba, Thorndyke, sacó su navaja de bolsillo, que entre otros instrumentos llevaba una llave, con la que muy pronto pudo abrir la puerta y entramos en el compartimento. Thorndyke salió al pasillo y regresó inmediatamente, exclamando:

—¡Llegamos a tiempo! ¡Está en uno de los compartimentos de adelante!

Volvió a cerrar la puerta, y sentándose, se puso a llenar su pipa.

—Y ahora —pregunté cuando salíamos de la estación— ¿quizá me pueda explicar esta pequeña comedia?

—¡Desde luego! —replicó Thorndyke—. Pero me parece que sobran las explicaciones: ¿acaso se olvidó de las palabras lisonjeras de Mr. Tames en su relato acerca del incidente de Greek Street, dando claramente la impresión de que yo estaba en poder del misterioso documento? Cuando leí ese artículo, ya sabía que cabía esperar que trataran de recuperar el mensaje cifrado, pero no me imaginaba que las cosas discurrieran tan rápidamente. Además, cuando Mr. Barton se presentó sin ninguna credencial ni cita previa, todo ello me pareció bastante sospechoso. Mis sospechas aumentaron cuando ese individuo manifestó el deseo de que usted y yo le acompañaramos a casa de su hermano; y mucho más aún cuando encontré en la muestra de comida que nos trajo una cantidad inverosímil de arsénico. Todas mis sospechas se confirmaron al dejar a Mr. Barton que eligiera los trenes en los que debíamos viajar, puesto que al volver al laboratorio estuve consultando la guía de los ferrocarriles y me di cuenta de que el último tren que salía de Rexford para regresar a Londres, lo hacía diez minutos después de nuestra prevista llegada a aquella localidad. De manera que se trataba con toda evidencia de un plan para dejarnos a los dos plantados mientras Mr. Barton y sus amigos registraban nuestra casa con miras a recuperar el famoso documento.

—Ya veo, y eso explica su extraordinaria ansiedad ante el retraso del tren. Pero ¿por qué decidió venir, sabiendo que se trataba de una jugarreta?

—Mi querido amigo —manifestó Thorndyke— nunca dejo de acometer una experiencia interesante si se me presenta. Además ¿no le parece que en todo esto se ofrecen una serie de posibilidades?

—¿Pero supongamos que los amigos de Barton ya estén registrando nuestra casa?

—También pensé en esa contingencia; pero lo más probable es que esperen a Mr. Barton… ¡y nosotros con él!

Nuestro tren era el último que regresaba a Londres, motivo por el cual paraba en todas las estaciones y corría muy poco entre una y otra; de modo que eran ya más de las once de la noche cuando llegamos a la estación de Liverpool Street. Mezclados entre los viajeros, obramos con gran cautela, siguiendo los pasos del desprevenido Barton por el andén hasta salir a la calle. No parecía tener mucha prisa, puesto que tomándose tiempo de encender un puro, se fue con paso tranquilo hacia New Broad Street.

Thorndyke llamó un cupé y los dos nos instalamos en él, ordenando al cochero que nos llevara hasta Clifford’s Inn Passáge.

—Echese hacia atrás —dijo mi compañero cuando entramos por New Broad Street—. Ahora vamos a pasar delante de nuestro bellaco: ¡ahí le tenemos! En realidad, se trata de la viva ilustración de la necia subestimación de la capacidad e inteligencia del adversario.

Dejando el cupé en Clifford’s Inn Passage, nos disimulamos en la sombra del angosto pasaje, sin dejar de vigilar atentamente hacia el portal de Inner Temple Lañe. Al cabo de unos veinte minutos, vimos acercarse a nuestro amigo por la parte sur de Fleet Street. Se detuvo en el portal, accionó la aldaba y después de hablar brevemente con el guardia nocturno, desapareció por el portillo. Esperamos unos cinco minutos y después de haberle dado tiempo de alejarse de la entrada, cruzamos la calle.

El portero nos miró con cierta sorpresa:

—Un señor acaba de dirigirse a su casa, sir —manifestó—. Me ha dicho que ustedes le esperaban.

—¡Muy bien! —contestó Thorndyke con una seca sonrisa—. Vamos allí. ¡Buenas noches!

Nos deslizamos furtivamente por el callejón, pasamos la iglesia y seguimos adelante, en medio del claustro sombrío, evitando todas las lámparas y las entradas iluminadas, hasta que llegamos a los edificios Paper; entonces atravesamos por la parte oscura hasta King’s Bench Walk, desde donde Thorndyke se fue directamente hacia la casa de nuestro amigo Anstey que se encontraba dos puertas más allá de la nuestra.

—¿Por qué vamos a su casa? —pregunté cuando subíamos las escaleras.

Pero la pregunta no necesitaba ser contestada: cuando llegamos al descansillo, a través de la puerta abierta del apartamento de nuestro amigo, pude divisar en la oscura habitación al propio Anstey junto con dos guardias de uniforme y una pareja de policías de paisano.

—Todavía no hubo señal alguna, sir —dijo uno de los policías, en cuya persona reconocí al sargento detective de nuestra división.

—No —dijo Thorndyke—, pero el Maestre de Ceremonia ya llegó; nos llevaba cinco minutos de ventaja.

—Entonces —exclamó Anstey bromeando—, señoras y señores, la sala de baile abrirá pronto sus puertas, la pista está encerada, los violinistas están listos, y…

—¡Por favor, sir, no hable tan fuerte! —aconsejó el sargento—. Me parece que alguien viene por Crown Office Row.

En realidad, el baile había comenzado… Al mirar cuidadosamente por la ventana abierta, disimulándonos en la habitación, vimos a una silueta que surgía de las tinieblas; cruzando la calle, se deslizó furtivamente por la puerta de la casa de Thorndyke. Pronto fue seguido por otro individuo, y luego por un tercero, en quien pudimos reconocer a nuestro huidizo cliente.

—¡Ojo con la señal! —dijo Thorndyke—. Esos tipos no van a perder tiempo. ¡Maldito reloj!

La dulce voz de la campana de Innes Temple, mezclada con las estridentes tonalidades de los relojes de St. Dunstan y de Law Courts, dio lentamente las doce de la noche. Aún flotaban por el aire los últimos ecos de las campanadas, cuando un objeto metálico, probablemente una moneda, vino a caer con un seco chasquido sobre el pavimento debajo de nuestra ventana.

Al oír el sonido, todos los vigilantes se pusieron en pie.

—Ustedes dos salgan los primeros —dijo el sargento a los guardias, quienes deslizándose sin ruido sobre sus suelas de goma, bajaron a la calle. Nosotros les seguimos con menos cuidado, y al llegar a la casa de Thorndyke, pudimos escuchar unos pasos furtivos y rápidos por las escaleras.

—Ya han empezado a trabajar, vean —murmuró uno de los guardias, dirigiendo el haz luminoso de su linterna sobre el zuncho externo de la puerta del salón: las marcas de una gran palanqueta eran enteramente visibles.

Mientras subíamos, llegaban hasta nosotros algunos débiles ruidos de la parte alta y cuando alcanzamos el descansillo del segundo piso nos tropezamos con un individuo que bajaba vivamente aunque sin gran prisa del tercer piso. Era Mr. Barton, y no pude por menos que admirar la sangre fría con que pasó ante los dos detectives. Pero de pronto sus ojos tropezaron con Thorndyke y toda su presencia de ánimo se esfumó. Con una mirada de espanto increíble se detuvo, totalmente petrificado; luego, se lanzó furiosamente escaleras abajo y a los pocos segundos un grito ahogado y un ruido de lucha nos enteró que le habían echado el guante. En el piso siguiente, nos encontramos con otros dos individuos, mucho más apresurados y menos seguros de sí, que intentaron escapar; pero el sargento les cerró el paso.

—¡Vaya! —exclamó el sargento—. ¡Aquí tenemos a Moakey! ¿Y este no es Tom Harris?

—Tiene razón, sargento —contestó Moakey en tono lastimero. Y tratando de escabullirse de la garra del policía, manifestó—: Nos hemos equivocado de casa, eso es todo.

El sargento sonrió con indulgencia:

—Ya sé, Moakey, usted siempre se equivoca de casa; pero ahora ¡va a ir derechito a la buena casa!

Metió sus manos en los bolsillos del cautivo y diestramente sacó de uno de ellos una gran palanqueta plegable, con lo que el afligido ladrón dejó ya de protestar.

Al regresar al primer piso, nos encontramos con míster Barton esperando con muy mala cara, esposado a uno de los guardias, bajo la mirada desaprobadora de Polton.

—Bien, esta noche ya dejaremos de molestarle, doctor —dijo el sargento al tiempo que encabezaba a su pequeña tropa de policías y de cautivos—. Mañana por la mañana le informaremos. ¡Buenas noches, sir!

La triste procesión se fue escaleras abajo, mientras nosotros nos retirábamos en la habitación de Anstey para fumarnos una última pipa.

—Ese Barton es un tipo muy listo —observó Thorndyke—, dispuesto, con palique e ingenioso, pero echado a perder a través de su prolongado contacto con los idiotas. Me extrañaría que la policía percibiera la significación de este pequeño asunto.

—Si lo consigue, tendrá que mostrarse mucho más sagaz que yo lo he sido hasta ahora —manifesté.

—Naturalmente —intervino Anstey, a quien le gustaba «picar» a su respetado jefe— no hay por qué mostrar ninguna sagacidad. ¡Se trata únicamente de una jactancia de Thorndyke, pues él mismo está sumido en una niebla del demonio!

Sea lo que fuere, la policía se encontraba tremendamente confundida por el incidente, puesto que a la mañana siguiente, tuvimos la visita de nadie menos que del comisario Miller, de Scotland Yard.

—Nos hallamos ante un caso muy extraño —dijo Miller sin rodeos—. Me refiero a ese desvalijo. ¿Por qué esos individuos quisieron robar su apartamento, aquí mismo, en Temple? Explíquemelo. ¿Acaso aquí tiene algo que valga la pena? ¿Por ejemplo, algunos «objetos consistentes», como dice esa gente?

—No tengo otra cosa aparte de una cucharita de plata —replicó Thorndyke, quien además era enemigo de las vajillas de cualquier tipo.

—Esto no deja de ser raro —prosiguió el comisario—, muy raro. Cuando recibimos su mensaje, creímos que esos idiotas de anarquistas le habían metido a usted en ese lío, ya sabe, eso que dijeron los periódicos, y suponíamos que querían introducirse en su casa por esa razón. Pensamos que les habíamos echado el guante encima y en lugar de eso nos encontramos con una partida de vulgares ladrones que nos tienen asqueados. ¡Créame, sir, no hay nada peor que pensar que uno pescó un salmón y encontrarse con una simple anguila en el anzuelo!

—Desde luego, no puede haber mayor desilusión —asintió Thorndyke, reteniendo una sonrisa.

—Lo es, lo es —manifestó el detective—. No es que no estemos satisfechos de haber agarrado a esos tunantes, especialmente a Halkett, o Barton como se hace llamar; menudo pajarraco es ese Halkett, y malicioso, pero en estos momentos tropezamos con toda una serie de dificultades. Ahí tenemos ese importante asunto de las joyas en Piccadilly, ya sabe, la firma Taplin and Horne. Y no necesito decirle que aún no hemos encontrado ni la sombra de una pista. Luego, tenemos ese asunto de los anarquistas, y también seguimos en las tinieblas.

—¿Y qué ocurre con lo del documento cifrado? —preguntó Thorndyke.

—¡Al demonio con él! —exclamó irritado el detective—. Ese profesor Poppelbaum puede ser un hombre muy sabio, pero el caso es que nos ayuda muy poco. Dice que el documento está redactado en hebreo y él mismo lo ha traducido en un lenguaje incomprensible. ¡Bueno, aquí se lo traigo, léalo usted!

Miller sacó de su bolsillo un paquete de papeles y facilitándole a Thorndyke una fotografía del documento, comenzó a leer en voz alta el dictamen del profesor:

«El documento está redactado en los caracteres de una muy conocida inscripción de Mesha, rey de los moabitas». (¿Quién demonios será ese rey? Nadie oyó hablar nunca de él. ¡Muy conocido, en efecto!). «El lenguaje es hebreo, y las palabras están separadas por grupos de letras que carecen de significación, y que han sido introducidas en el texto para equivocar y confundir al lector. Las palabras en sí no son estrictamente consecutivas; sin embargo, mediante la interpolación de algunas otras palabras, se consiguen una serie de frases inteligibles, cuya significación no está clara, por ser sin duda alegórica. El método de desciframiento se muestra en las tablas adjuntas y la traducción total figura en la hoja que se acompaña. Cabe destacar que la persona que escribió dicho documento, por lo visto no está familiarizada con el idioma hebreo, tal como aparece ante la carencia de cualquier construcción gramatical».

—Ahí tiene el dictamen del profesor, doctor, y aquí están las tablas que demuestran de qué manera lo elaboró. ¡La cabeza me da vueltas con sólo mirarlas!

Le alargó un rollo de papeles, que Thorndyke examinó cuidadosamente durante un rato, y luego me los pasó.

—Esto me parece muy sistemático y completo —manifestó—. Pero ahora veamos el resultado final al cual ha llegado el profesor.

—Tiene que ser todo muy sistemático —refunfuñó el comisario, rebuscando entre sus papeles—. ¡Yo le digo, sir, que todo eso es IDIOTA!

Soltó la última palabra con ira, al tiempo que tiraba sobre la mesa el producto final del trabajo del profesor Poppelbaum:

—¡Ahí tienen lo que él califica de «traducción completa», y estoy seguro de que se les van a poner los pelos de punta! ¡Eso debe ser el mensaje de una casa de locos como la de Bedlam!

Análisis del documentó cifrado con su transposición en moderno idioma hebreo y su traducción al inglés. P.D.: el documento cifrado se lee de derecha a izquierda.

EL ANÁLISIS DEL PROFESOR

Thorndyke cogió la primera hoja y comparó la traducción con la transposición literal: la sombra de una sonrisa pasó por su semblante habitualmente impasible:

—El significado es ciertamente un tanto oscuro —manifestó—, aunque la reconstrucción no deja de ser muy ingeniosa; además, creo que el profesor tiene razón. Quiero decir que las palabras que ha facilitado son probablemente las partes omitidas en los pasajes de los cuales fueron extraídas las palabras del criptograma. ¿Qué le parece, Jervis?

Me alargó las dos hojas, una de las cuales ofrecía las palabras reales del criptograma y la otra una reconstrucción con las palabras que faltaban. En la primera se leía:

«Desgracia ciudad mentiras robo presa
ruido látigo fragor rueda caballo
carro día oscuridad tristeza
nube tinieblas mañana montaña llama
pueblo fuerte fuego ellos».

En el segundo papel, pude leer la sugestiva traducción:

«¡Desgracia en la ciudad ensangrentada! Está llena de mentiras y de robos; la presa no ha desaparecido. El ruido del látigo, y el fragor de las ruedas, y de los caballos caracoleando y de los carros traqueteando.
»Un día de tinieblas y de tristeza, un día de nubarrones y de espesa oscuridad, cuando la mañana se levantaba sobre las montañas, un gran pueblo y un pueblo fuerte.
»El fuego devorador delante de ellos y detrás de ellos las llamas ardientes».

Aquí terminaba la primera hoja. Cuando la solté, Thorndyke me miró, esperando a ver lo que decía.

—A juicio mío, hay una buena parte de reconstrucción en relación con el documento original —objeté—. El profesor ha «facilitado» más de las tres cuartas partes de la traducción final.

—Exactamente —exclamó el comisario Miller—, todo es del profesor y muy poco del criptograma.

—Sin embargo, creo que la lectura es correcta —dijo Thorndyke—. Tanto como era de esperar, vaya.

—¡Por Dios! —soltó el espantado detective—. ¡No me dirá, sir, que esas tonterías tienen algo que ver con el documento!

—No he dicho tal cosa, pero si afirmo que en lo que cabe la traducción es correcta; aunque dudo que sea la solución del criptograma.

—¿Ha estudiado usted la fotografía que le entregué? —preguntó Miller con súbita impaciencia.

—La he mirado —contestó Thorndyke evasivamente—, pero preferiría examinar el original si lo lleva usted encima.

—Lo tengo. El profesor Poppelbaum me lo devolvió junto con la solución. Puede usted mirarlo, pero no se lo puedo dejar sin una autorización especial.

El comisario sacó el documento de su bolsillo y se lo entregó a Thorndyke, quien se fue hacia la ventana y lo miró cuidadosamente. Seguidamente, se metió en la habitación contigua y cerró la puerta a su espalda; a los pocos segundos, oí el ruido de una ligera explosión, lo cual me indicó que acababa de encender, el gas.

—Naturalmente —dijo Miller al volver a coger la traducción— esa jerigonza es todo lo que cabe esperar de un atajo de anarquistas locos de remate; pero a mí me parece que no tiene ningún significado.

—A nosotros nos parece que no —asentí—; sin embargo, esas frases deben tener alguna significación pre-elaborada. Además, están las letras intercaladas entre las palabras, y es muy posible que tengan la forma de una clave.

—Eso mismo es lo que le sugerí al profesor —manifestó Miller—, pero no quiso escucharme. Está seguro que esas letras son nulas.

—Creo que está en un error, y asimismo piensa mi compañero, cuando menos así lo imagino; pero ahora mismo sobremos lo que opina.

—Ya sé lo que nos va a decir —gruñó Miller—. Pondrá el documento debajo del microscopio y nos dirá quién ha fabricado el papel, cuál es la composición de la tinta y luego seguiremos en el mismo punto en que estábamos.

Evidentemente, el comisario Miller se sentía muy deprimido.

Estuvimos sentados un rato, ponderando en silencio las nebulosas frases de la traducción realizada por el profesor Poppelbaum, hasta que por fin Thorndyke reapareció, con el documento en la mano. Lo dejó tranquilamente sobre la mesa delante del detective y preguntó:

—¿Se trata de una consulta oficial?

—Evidentemente —replicó Miller—. Estoy autorizado a consultarle acerca de la traducción, pero no se me ha dicho nada acerca del original. Si lo necesita para su estudio ulterior, conseguiré que se lo dejen.

—No, gracias —manifestó Thorndyke—. He terminado con él. Mi teoría se ha revelado totalmente correcta.

—¿Su teoría? —exclamó el detective vivamente—. ¿Qué quiere decir con eso? ¿No pretenderá…?

—Bueno, puesto que me consulta oficialmente, yo muy bien puedo entregarle esto.

Entonces, le entregó una hoja de papel, que Miller se dispuso a leer en el acto, exclamando:

—¿Qué es esto? ¿De dónde viene? —agregó frunciendo el ceño.

—La solución del criptograma —aseguró Thorndyke.

El comisario volvió a leer el contenido del papel, y perplejo, estuvo mirándonos a los dos:

—Esto es una broma, sir; está mofándose de mí —soltó refunfuñando.

—Nada de eso —contestó Thorndyke—. Esa es la verdadera solución.

—¡Eso es imposible! —exclamó Miller—. ¡Mire esto, doctor Jervis!

Me pasó la hoja de papel, y al echarle una ojeada, comprendí en el acto su asombro. El papel llevaba una breve inscripción en letras mayúsculas:

«EL BOTIN DE PICKERDILLEY SE ENCUENTRA EN LA CHIMENEA DEL 416 DE WARDOUR STREET, 2do PISO PARTE TRASERA; HA SIDO ESCONDIDO PORQUE EL MAYOR DE LOS MOAKEYS, JOOD MOAKEY ES UN FRESCALES».

—¿De manera que ese tipo no era ningún anarquista? —exclamé.

—Ni mucho menos —afirmó Miller—. Era uno de los miembros de la pandilla de Moakey. Nosotros sospechábamos que Moakey estaba metido en ese asunto, pero no conseguimos determinarlo. ¡Caramba! —soltó dándose una palmada en el muslo— ¡si eso es cierto, tengo que intentar poner las manos en el botín! ¿Doctor, podría dejarme una maleta? ¡Corro ahora mismo a Wardour Street!

Le dejamos una maleta vacía; y por la ventana, vimos a Miller apresurándose por Mitre Court.

—Me extrañaría que encontrara el botín —dijo Thorndyke—. Todo depende de si el escondite era conocido por más de uno de los miembros de la banda. ¡Bien! Ha sido un caso extraordinariamente raro y asimismo instructivo. Sospecho a nuestro amigo Barton y al escurridizo Schonberg de haber colaborado en la elaboración de esa curiosa literatura.

—¿Pero cómo consiguió descifrar el documento? —pregunté—. Por lo visto no tardó mucho en hacerlo.

—Desde luego que no. Se trataba simplemente de comprobar una hipótesis; y usted no hubiera debido hacerme esa pregunta —añadió con un aire de fingida severidad— puesto que hace ya dos días que los hechos necesarios para encontrar la solución estaban en su poder. Sin embargo, voy a preparar un documento y mañana por la mañana le haré la demostración.

—De manera que Miller ha tenido un éxito absoluto en su tarea —manifestó Thorndyke a la mañana siguiente, cuando estábamos fumando nuestras pipas después del desayuno—. Todo el botín —como él dice— se encontraba enterito «en la chimenea».

Me tendió el mensaje que un guardia había traído poco antes junto con la maleta vacía, y me disponía a leerlo cuando oímos que llamaban a la puerta.

Fui a abrir, y me encontré ante un anciano gentleman, más bien escuálido y despeinado, quien al entrar, nos estuvo mirando a mi compañero y a mí de un modo inquisitivo a través de sus gafas de cristales cóncavos.

—Permitan que me presente, señores —dijo el anciano—. Soy el profesor Poppelbaum.

Thorndyke lo saludó y le ofreció una silla.

—Ayer tarde estuve en Scotland Yard —manifestó nuestro visitante— donde me informaron de su extraordinario desciframiento y de la prueba convincente de su corrección. Les pedí que me dejaran el criptograma y me he pasado toda la noche estudiándolo, pero no he logrado ligar su solución con ninguno de los caracteres del documento. Espero que tendrá la amabilidad de explicarme su método para descifrar en aras de evitarme así nuevas noches de insomnio. Puede contar con mi absoluta discreción.

—¿Trae usted el documento? —preguntó Thorndyke.

El profesor lo extrajo de su libro de apuntes, y se lo entregó a mi compañero.

—Observará usted, señor profesor —dijo Thorndyke— que se trata de un papel verjurado y sin filigrana.

—Así es, lo observé.

—Y que está escrito con tinta china indeleble.

—Sí, sí —dijo el sabio con impaciencia—, pero lo que me interesa es la inscripción, no el papel ni la tinta.

—Precisamente —replicó Thorndyke—. Sin embargo, lo que a mí me llamó la atención cuando miré el documento hace tres días fue la tinta. ¿Por qué razón —me pregunté a mí mismo— han utilizado esta tinta incómoda —pues vi que era una tinta pegajosa— cuando hubieran podido valerse de una buena tinta de escribir? ¿Cuáles son las ventajas de la tinta china sobre las demás tintas de escribir? Tiene varias ventajas como tinta de dibujar, pero como tinta de escribir solamente tiene una: la de ser totalmente inalterable a la humedad. Por consiguiente, cabía pensar que, por la causa que fuere, dicho documento pudiera ser expuesto posiblemente a la acción de la humedad. Sin embargo, esta deducción sugería al instante otra que ayer pude comprobar, de la siguiente manera:

Thorndyke llenó un gran vaso de agua y enrollando el documento, lo sumergió en ella. Inmediatamente, comenzaron a perfilarse en el papel unas nuevas líneas de caracteres de un curioso color gris. Al cabo de unos segundos, Thorndyke sacó el papel mojado, lo puso debajo de la luz y entonces apareció muy visible una inscripción en letras transparentes, semejantes a unas filigranas. La inscripción estaba impresa en letras mayúsculas romanas a través de la otra escritura, y rezaba como sigue:

«El botín de Pickerdílley se encuentra en la chimenea del 416 de Wardour Street, 2.° piso parte trasera; ha sido escondido porque el mayor de los Moakeys, Jood Moakey es un frescales».

El profesor estuvo contemplando la inscripción con un aire altamente desaprobador:

—¿Cómo supone que se realizó esa inscripción? —refunfuñó.

—Ahora mismo se lo demostraré —contestó Thorndyke—. Yo mismo preparé una hoja de papel para demostrarle al doctor Jervis el procedimiento utilizado. Es francamente sencillo.

Sé fue a su despacho a buscar una pequeña lámina de cristal plano y una cubeta de fotógrafo en la cual estaba puesta a remojo en el agua una fina hoja de papel de escribir.

—Este papel —manifestó Thorndyke al sacar la hoja y colocarla sobre el cristal— ha estado en remojo toda la noche y ahora se ha convertido en una verdadera pulpa.

Entonces, extendió una hoja de papel seco sobre la hoja mojada, y con un lápiz duro escribió sobre la primera, acusando los trazos, las siguientes palabras: Moakey es un frescales.

Después, levantó la hoja de encima y se vio cómo la inscripción se había traspuesto, con un color gris oscuro, sobre el papel mojado; al colocarlo debajo de la luz, todo lo escrito apareció tan claro y transparente como si se hubiese impreso con aceite.

—Tan pronto como esta hoja quede seca —manifestó Thorndyke— la escritura desaparecerá totalmente, pero volverá a reaparecer cuando se vuelva a humedecer el papel.

El profesor Poppelbaum asintió con la cabeza:

—¡Verdaderamente ingenioso! —afirmó—. Es una especie de palimpsesto artificial; eso mismo. Pero no llego a entender de qué manera un analfabeto pudo redactar ese documento en el difícil idioma moabita.

—No lo redactó ningún analfabeto —dijo Thorndyke—. El criptograma, para así llamarlo, lo escribió probablemente uno de los cabecillas de la banda, quien sin duda, facilitó las copias del mismo a los demás miembros del gong con el fin de valerse de él para las comunicaciones secretas en lugar de servirse de una hoja en blanco. Sin duda alguna, el escrito moabita tendía a desviar la atención del papel en sí, en caso de que la comunicación cayese en manos enemigas, y me parece que cabe afirmar que consiguieron enteramente su propósito.

El profesor Poppelbaum se levantó de su silla, como picado de pronto por el recuerdo de sus trabajos:

—Sí, sí —dijo pegando un bufido—, pero yo soy un científico y no un policía. ¡Cada cual a su tarea!

Tomó su sombrero, y con un breve saludo, se marchó airado.

Thorndyke se sonrió:

—¡Pobre profesor! ¡Nuestro alegre amigo Barton tiene toda la culpa.