—No deja de ser curioso, sir —manifestó el inspector Beedel al mirar a Mr. Carrados con aquel reflexivo respeto que siempre había demostrado hacia el ciego detective-amateur—, no deja de ser curioso que, por poco que usted se lo proponga y se tome la molestia de investigar, son pocas, al parecer, las cosas que suceden en el extranjero y que no dejen alguna huella aquí mismo, en Londres.
—Siempre y cuando tenga la suerte de investigar en el buen lugar —agregó Carrados.
—Claro —asintió el inspector—. Pero en el noventa por ciento de los casos no se saca nada porque a uno no le corresponde mirar en ese lugar o porque el asunto debe abordarse y concluirse por el otro extremo. No me refiero a los asesinatos o a los simples desvalijamientos, naturalmente, sino a los verdaderos delitos de primera clase —subrayó el inspector con un tono de modesto orgullo profesional que contrastaba con su tranquila manera de ser.
—¿La Finca Antonio, los Bonos de Renta al cinco por ciento? —sugirió Carrados.
—Eso mismo, Mr. Carrados; eso mismo, tiene usted razón —afirmó Beedel moviendo la cabeza tristemente, como si en aquel momento alguien estuviese mirándolo—. Un individuo ocupa un puesto en el Servicio de Información del Agente General del Ecuador Británico y resulta que en Méjico se descubren cincuenta mil libras de valores camuflados. Luego tenemos esa joya, esa cruz gamada de jade empeñada por unos chelines en casa de Basin y el uso que pudo hacerse de esa joya en el proceso del «asesinato ritual» de Kharkov.
—El misterio del amnésico de West Hampstead y la conspiración de la bomba de Baripur, que hubiera podido sofocarse si alguien hubiese sabido.
—Muy cierto, sir. ¿Y qué me dice de los tres hijos del millonario de Chicago, Cyrus V. Bunting, si mal no recuerdo, raptados en pleno día delante del New York Lyric; y aquí mismo, en Londres, tres semanas más tarde, la muchacha muda que escribía con tiza en la pared de la estación de Charing Cross? Recuerdo haber leído en un artículo financiero que cada moneda de oro extranjera llevaba un hilo atado antes de salir para Threadneedle Street. Claro, se trata de una manera de hablar, pero bastante acertada, no cabe duda. En resumen, sir, en mi opinión cualquier delito importante que se comete en el extranjero, siempre deja algunas huellas dactilares en Londres, a condición, naturalmente, de que uno sepa mirar en el lugar adecuado, como dice usted muy bien.
—Y en el momento adecuado —agregó Carrados—. El tiempo suele ser a menudo el presente; el lugar, el que uno tiene delante de sus narices. Sin embargo, basta con dar un paso para que la oportunidad se pierda para siempre.
El inspector asintió con la cabeza y pronunció algunos monosílabos en señal de conformidad con lo que su interlocutor acababa de afirmar. Pues el más prosaico de los hombres no deja de manifestar algún atisbo de vanidad con tal de que su profesión sea considerada románticamente cuando no está empeñado en una labor importante.
—Tal vez no se pierda la oportunidad para siempre en un casco sobre mil —corrigió el ciego con tono meditativo—. El duelo constante entre la Ley y el Criminal siempre se me ha antojado como una especie de juego de cricket, inspector. La Ley está en el campo y el criminal en su puesto con el bate. Si la Ley incurre en falta, el criminal marca un punto y disfruta de un respiro, que a lo mejor le permite seguir viviendo. Pero si por el contrario, es el criminal quien yerra, entonces está perdido, pues sus errores le resultan siempre fatales, mientras que los de la Ley suelen ser temporales y corregibles.
—Muy bien dicho, sir —afirmó el inspector Beedel al levantarse de su silla para despedirse, pues la entrevista tenía lugar en el despacho del mismo Carrados, en su casa de Richmond, denominada The Turrets—; es muy acertada su imagen y no se me olvidará, se lo aseguro. Bien, sir, solamente me queda por desear que ese Guido el Navajero cometa alguna falta en relación con nosotros.
El demostrativo «ése», delicadamente subrayado por el inspector Beedel, expresaba su instintivo desprecio hacia el mencionado Guido, un individuo muy hábil a quien no había que subestimar en atención a su triste fama. Por eso mismo, el inspector se había valido de su amistad con Carrados para estudiar el asunto. Guido el Navajero era un extranjero; peor aún, un italiano, y si Beedel hubiese tenido que contar con sus propios recursos, hubiera debido oponer a la sinuosa flexibilidad de su adversario sus métodos tan rígidos y de corte puramente británico, aquellos métodos tan pesados y convencionales, que asombran al observador imparcial, aunque, la verdad sea dicha, a menudo resultan tan extraña e inexplicablemente coronados por el éxito.
El delito, que indirectamente había llevado al Navajero y a «destino» a enfrentarse con Scotland Yard, perfilaba ese tipo de historias que suelen sugerir con suma discreción los periodistas dedicados a recoger los ecos de sociedad y que el lector perspicaz, y cortés, no se traga nunca; o sea esos sucesos que al cabo de una generación aparecen indiscretamente desvelados con todos sus detalles en las ineludibles memorias de algún príncipe. Todo el asunto giraba en torno a una boda real en Viena, en el que andaba metida una muy celosa «condesa X» (aquí tenemos la discreción del periodista), y un par de documentos relacionados con dicho casamiento (el aristocrático biógrafo daría a conocer en sus memorias todas las contingencias ligadas con esos misteriosos papeles) y que estaban destinados a frustrar y arruinar el inminente enlace matrimonial de los príncipes en cuestión. Para procurarse aquellos documentos, la condesa se había confabulado con el tal Guido, un miserable con toda seguridad, pero al parecer merecedor de su confianza. Hasta cierto punto, o sea, la sustracción de los documentos, todo había salido bien; pero la policía andaba pisando los talones del individuo contratado por la condesa para aquella faena. Y la desventaja que tiene el emplear a un canalla para cometer una canallada es que por muy legítimos que fueran los derechos de la condesa sobre aquellos documentos, su cómplice no tenía ningún derecho a disfrutar de la libertad. Ya que sobre él pesaban media docena de cargos criminales y podían detenerlo en varias capitales de Europa con tal de que la policía lo viera. El tal Guido escapó de Viena con el Nordbahn, o tren del Norte, pero dado que el destino del tren era conocido, se las ingenió para detener el expreso en las inmediaciones de Czaslau y escapar hacia Chrudin. Mientras tanto, en muchos lugares altamente interesados en el asunto, se tomaron las medidas pertinentes; la diplomacia se sumó a la justicia y la historia de Guido se convirtió inmediatamente en la de un zorro perseguido por los cazadores de madrigüera, sin poder detenerse en ninguna de ellas. Desde Pardubitz escapó a Glatz, logró alcanzar Breslau y desde allí, bajó siguiendo el río Oder hasta encontrarse en Stetin. Además de los adelantos generosos de quienes lo empleaban, Guido contaba con importantes fondos para seguir adelante y reunirse con sus cómplices cuando la ocasión se presentara. Al cabo de una semana de acoso, se encontraba en Copenhague, pero sin tiempo que perder, y allí también le fallaron las cosas. Entonces se fue a Malmoe con el ferry, cogió el tren de la noche para Estocolmo y al día siguiente por la mañana se subió en un barco que zarpaba hacia Reval con la intención, una vez allí, de regresar al centro de Europa por los caminos menos transitados. Sin embargo, una vez más la suerte dejó de sonreírle y al recibir el aviso a tiempo por parte de la misteriosa agencia que hasta allí le venía protegiendo, se las arregló para abandonar el vapor y subir en una barca en medio de las islas hasta alcanzar Helsinki. Al cabo de cuarenta y ocho horas ya estaba de regreso a Frihaven donde momentáneamente la persecución policíaca amainó y pudo respirar un poco.
Para valorar la significación exacta de aquel vagabundeo es preciso recordar las circunstancias. Guido no corría en zigzag por Europa en busca de lo pintoresco o movido por algún interés melodramático, sino que cada uno de sus pasos era vital, cada tangente o desvío era consecuencia del acoso constante que frustraba sus planes. Llevaba en sus bolsillos los documentos por los que había asumido tantos riesgos. La retribución prometida era lo suficientemente fuerte como para enfrentarse con todos los peligros; pero para consumar la transacción era indispensable que el botín llegara a manos de quienes le habían contratado, en este caso la condesa. Esta anduvo a través de media Europa, esperando, con toda la paciencia de que era capaz, pero también a ella la seguían cada paso, siempre bajo la vigilancia de la policía. La condesa X ostentaba un rango demasiado alto como para no estar inmunizada contra los métodos arbitrarios de los servicios secretos de su país, pero no había quien pudiese acercársele. Para Guido, el problema consistía en conseguir un respiro y una libertad de movimientos que le permitiera comunicarse con la condesa, mientras que para ella se planteaba el llegar hasta su cómplice o mandar hacia él a una persona de confianza. En aquella situación, toda la intriga corría el riesgo de desmoronarse por la sencilla razón de que el tiempo transcurría mientras Guido el Navajero escapaba de un lugar a otro a la persecución de la policía y los agentes de las potencias interesadas en su captura.
Se perdió la pista del malhechor después de Hutola —según aclaró el inspector Beedel al contarle el caso a Max Carrados—. Tres días más tarde, se encontraron que Guido había vuelto a Copenhague, pero ya había volado de la capital danesa. Ahora mismo, se habían perdido todas las huellas, a excepción de la inferencia de esos «azahares» que aparecen de vez en cuando en las columnas de anuncios personales del The Times. Pero la condesa salió apresuradamente hacia París, y Lafayard, nuestro colega, cree que todos los hilos de la maquinación conducen a Londres.
—¿En tal caso —manifestó el ciego detective— el Foreign Office debe ansiar que aquí se ocupen del caso?
—Así lo espero, sir —asintió Beedel— pero las instrucciones que tengo no proceden de ese departamento. Lo que a nosotros nos interesa es la gloria que pueda granjearnos el nuevo caso, pues en Scotland Yard siguen todavía bastante doloridos con el caso de Hans el Gaitero.
—Me lo figuro —admitió Carrados—. Bien, estudiaré el caso para ver lo que puede hacerse si se me depara una verdadera oportunidad. Déjeme instruirme de todos los detalles y si por su parte vislumbra alguna posibilidad, venga usted a verme cuando le parezca bien. ¿Estamos a miércoles ¿no es así? En cualquier caso, nos veremos el viernes por la noche.
Sin pecar de rigorista, el ciego detective solía ser puntual en sus citas. Hay personas que sostienen que es obligatorio cumplir con un compromiso a toda costa; hasta el extremo de no contestar a un parte de defunción por cumplir con la promesa dada a un mendigo. Pero Carrados solía pisar un terreno más firme.
—Mi palabra —como le gustaba decir—, está sujeta a las contingencias de la vida, al igual que todo lo que me rodea. Si hago una promesa, siempre está condicionada a que no surja algún hecho más importante que me impida cumplir con ella. Esto lo comprende cualquier persona de buen sentido.
Y en esta ocasión, fue lo que sucedió.
El viernes por la noche, justo antes de la cena, Carrados fue llamado al teléfono para un asunto estrictamente personal. Su secretario, Greatorex, acababa de recoger la llamada, pero entró en el despacho de su jefe diciendo que el que llamaba se había limitado a dar su nombre: Brebner. Carrados no conocía dicho nombre, pero como estaba acostumbrado a aquellas cosas, contestó al teléfono.
—Diga, Max Carrados al habla. ¿Qué se le ofrece, señor?
—¡Ah!, ¿es usted mismo, señor Carrados? Míster Brickwell me ha encargado que le llamara personalmente.
—Pues aquí me tiene. ¿Brickwell? ¿Acaso pertenece usted al British Museum?
—Precisamente. Soy Brebner, del Departamento de Arte Caldeo En estos momentos reina una tremenda confusión en nuestro Museo. Acabamos de descubrir que alguien consiguió introducirse en la segunda Sala Griega y han desvalijado algunas vitrinas. Se trata de un robo misterioso.
—¿Qué han encontrado a faltar? —preguntó Carrados.
—Por de pronto, solamente podemos afirmar que han desaparecido seis colecciones de monedas griegas, como unas cien a ciento veinte piezas más o menos.
—¿Importantes?
En la línea se escuchó una especie de dramático plañido:
—¡Ya lo creo! Puedo asegurarle que se trata de un robo muy importante. El ladrón conoce muy bien el asunto: han desaparecido los más hermosos especímenes del mejor período; monedas de Siracusa, Mesina, Creta, Amfípolis, Eumens, Evainetos, Kimons… lo principal ha sido sustraído.
Carrados dejó escapar un gruñido: en todo ello no había un solo ejemplar que no hubiera palpado con toda su pasión de coleccionista.
—¿Qué han decidido? —preguntó.
—Mr. Brickwell ha estado en Scotland Yard, pero siguiendo sus instrucciones, no daremos a conocer el robo; como siempre, esperaremos. No queremos que se sepa ni una sola palabra de este asunto sin que usted nos dé su opinión.
—Eso está muy bien.
—Esa es la razón por la cual quise hablarle personalmente. Vamos a avisar a los principales comerciantes y coleccionistas a los que es muy posible que ofrezcan todo el botín o algunas de las monedas antiguas, en el caso de que no logremos recuperarlas antes. A juzgar por la pericia del ladrón o los ladrones en escoger las piezas más valiosas, no pensamos que se corra el riesgo de que todo el lote sea vendido a un prestamista o un negociante en metales preciosos, por lo cual opinamos que se corre poco peligro al no anunciar el robo.
—Efectivamente, quizá sea mejor. Bien, usted me dirá lo que Mr. Brickwell desea de mí.
—Solamente una cosa, sir: en el caso de que le llegaran a ofrecer una colección de antiguas monedas griegas o que oiga hablar de semejante oferta, trate de averiguar si se trata de las nuestras —pues estoy seguro de que serán las mismas— y en caso afirmativo comuníquese inmediatamente con nosotros y con Scotland Yard.
—Bien. Diga a Mr. Brickwell que puede contar conmigo si llego a tener alguna indicación relacionada con el asunto. Dígale también que siento mucho ese incidente, pues esa pérdida me afecta como si se tratara de algo personal… Pero dígame, señor Brebner ¿hemos tenido ya el gusto de encontrarnos anteriormente?
—Pues no señor —contestó su interlocutor con cierta vacilación—; aunque hubiera sido para mí un gran placer; tal vez este desgraciado asunto me brinde la oportunidad de conocerle a usted personalmente, lo cual me encantaría.
—Es usted muy amable, gracias. En todo caso… Quería decirle que a lo mejor no conoce usted mi debilidad, pues he pasado muchos ratos agradables junto a sus maravillosas colecciones. Ello me caracteriza como persona, se lo aseguro. ¡Hasta la vista, señor!
Carrados se sentía verdaderamente afectado por la desaparición de aquellas valiosas colecciones, aunque estaba convencido de que las monedas antiguas volverían a emprender ineludiblemente su camino de vuelta al Museo. El hecho de que su devolución implicara un rescate que a lo mejor sumaría varios miles de libras no era el único detalle amargo del caso. Lo peor de todo, lo más lamentable era que por ignorancia o por imperiosa necesidad el botín fuese a parar al crisol. Aquella contingencia, por remota no menos peligrosa, bastaba para perturbar el apetito de Max Carrados, apasionado coleccionista pese a su invidencia.
Estaba esperando al inspector Beedel, quien a buen seguro tendría mucho que contarle acerca del caso que tanto le preocupaba, pero sin embargo, Carrados no podía renunciar de ningún modo a la oportunidad que le acababa de deparar la comunicación del empleado del Museo. No podía quitarse de la mente la idea de que quizá la preciada colección quedase destruida y su preocupación era mayor aún por cuanto Greatorex parecía indiferente ante dicho asunto. El secretario estaba sentado junto a él cuando se presentó Parkinson. Ya habían cenado, pero Carrados se quedó a la mesa más tiempo del que acostumbraba, fumando su cigarrillo turco en silencio.
—Una señora desea verle, sir —dijo Parkinson—. Pretende que no conoce usted su nombre, pero que trae un asunto muy interesante.
El mensaje era bastante inhabitual en su forma como para no despertar el interés de ambos hombres.
—¿Naturalmente, usted tampoco la conoce, verdad? —preguntó el ciego.
El irreprochable Parkinson se quedó mudo por unos segundos. Pero inmediatamente recuperó su tono más ceremonioso:
—Siento decir que no tengo ese gusto, sir.
—Vale más que me deje ocuparme de ella, sir —sugirió Greatorex con cierto desparpajo—. Se trata probablemente de alguna subalterna.
Carrados declinó la oferta con una sonrisa y se volvió hacia su criado:
—Ahora subiré a mi despacho, Parkinson. Conduzca a esa mujer allí mismo dentro de tres minutos. Mientras tanto, Greatorex, se fuma usted otro cigarrillo. Para cuando lo termine, esa mujer ya se habrá marchado o de lo contrario me interesará lo que trae.
A los tres minutos, Parkinson abrió la puerta del despacho:
—La señora, sir —anunció.
Si no hubiese sido ciego, Carrados habría tenido la impresión de encontrarse ante una mujer joven, regordeta y vestida sin gusto. Llevaba un velo, pero era totalmente superfluo por cuanto el rostro que pretendía disimular no tenía ningún atractivo. Los rasgos eran más bien oscuros y en el labio superior se percibía la sombra de algo más que el incipiente bigote de las morenas del Sur. Además, tenía la piel picada de viruelas. Al penetrar en el despacho, echó una mirada circular por el mismo y sus ocupantes.
—Haga el favor de sentarse, madame. ¿Desea hablarme?
La sombra de una sonrisa de gatita muerta dibujóse en sus labios y en aquel momento su rostro pareció menos feo. Durante unos segundos clavó su mirada en la vitrina que había encima del escritorio; sus ojos tuvieron un relámpago de codicia. Seguidamente manifestó:
—¿Es usted el signor Carrados en… en persona?
Carrados sonrióse afirmativamente y cambió algo su postura, quizá para captar un poco mejor el curioso acento de la visitante.
—¿El gran coleccionista de antigüedades?
—Soy un poco coleccionista —asintió prudentemente el ciego.
—Tiene usted que perdonarme, signor, si mi forma de expresar no es buena. Cuando vivíamos en Nápoles con mi madre, alquilábamos habitaciones, sobre todo a ingleses y americanos. Entonces aprendí el inglés, pero después me casé y con mi marido fuimos a vivir a Calabria; ello explica que mi inglés se haya vuelto tan, tan… erum… herrumbroso. ¡Eso mismo, herrumbroso de tan poco servir!
—Lo habla usted perfectamente —afirmó Carrados cortésmente— y estoy seguro que nos vamos a entender muy bien usted y yo.
La recién llegada lanzó una mirada penetrante, pero la expresión del detective ciego era de lo más suave y cortés. Entonces prosiguió:
—Mi marido se llama Ferraja, Michele Ferraja. Tenemos una finca vinícola y una pequeña propiedad cerca de Forenzana.
La mujer se detuvo para examinar la punta de sus guantes durante un buen momento; luego exclamó con cierta vehemencia:
—¡Signor, las leyes de mi país no son buenas en absoluto!
—Me consta que ello es igual en todos los países —repuso Carrados—. Temo que su país no sea el único en cuanto a eso se refiere.
—En Forenzana tenemos a un pobre labrador, llamado Gian Verde —prosiguió la visitante con volubilidad—. Un día cavaba en la viña de mi esposo, cuando su azada tropezó contra un obstáculo. «¡Ajá!» dijo Gian «¿qué será esto?» y se arrodilló para ver lo que era: era una antigua jarra para poner el aceite, signor, como las que se usaban en otros tiempos; y estaba llena de monedas de plata… Gian es pobre, pero honrado y muy sagaz. ¿Tenía que entregar parte de su hallazgo a las autoridades? ¡De ninguna manera! Pues él sabía muy bien que están corrompidas; con que llevó el tesoro a mi esposo sabiendo que es un hombre de honor. Por su parte, mi marido no tardó en tomar una decisión: «Gian —dijo al labrador— no te vayas de la lengua, que eso no beneficiaría a nadie. En cambio, si callas, recibirás tu buena parte». Gian asintió, pues tiene confianza en mi marido, hizo una señal de mutua implicación en el negocio y se volvió a la viña a cavar. Mi esposo entiende un tanto de esas cosas, pero no lo bastante. Fuimos a ver las colecciones de monedas en Mesina y Nápoles; estuvimos incluso en Roma y allí pudimos contemplar unas monedas de plata similares a las nuestras, enterándonos de que tenían un valor muy grande. Se trata de unas monedas de varios tamaños, pero cada una de ellas es tan grande como una lira y dos veces más espesa. En una de las caras llevan una deidad pagana y en la cara opuesta… en la cara opuesta hay muchas cosas que ahora no llego a recordar —exclamó la visitante con un gesto expresivo de la infinita variedad de aquellas figuras…
—¿Una biga o una cuadriga de muías? —sugirió Carrados—. ¿Un águila llevando una liebre en sus garras? ¿Una figura volando con una corona? ¿Un trofeo de armas? ¿Algo de eso, quizá?
—¡Sí, sí, bene! —gritó Madame Ferraja—. Veo que me entiende usted, signor. El caso es que hemos de tener mucho cuidado, puesto que en todos lados no hay más que extorsión y leyes injustas. Hasta nos está prohibido sacar esas cosas de Italia y si llegaran a encontrárnoslas en nuestra casa, nos detendrían y nos castigarían por tratarse de un tesoro trovado, o sea un hallazgo que por derecho pertenece al Estado. ¡Se da cuenta, unas monedas descubiertas gracias a Gian y que llevaban tantos siglos enterradas en la viña de mi marido!
—¿De manera que las trajeron a Inglaterra?
—Sí, signor. Pues nos dijeron que es una nación de gran justicia y de gente rica que compran esas cosas a un precio muy alto. Por eso, el hecho de que yo hable un poco el inglés puede sernos muy útil ahora.
—Supongo que tienen las monedas a su disposición ¿podrán enseñármelas?
—Es mi marido quien las guarda. Puedo llevarle a usted conmigo, pero antes ha de darme su palabra de honor de signor inglés de no traicionarnos o de hablar de esto a otra persona.
Carrados ya había vislumbrado aquella eventualidad y decidió aceptarla. No cabía descartar la posibilidad de que su promesa acerca del tesoro encontrado lo pusiera en relación con los ladrones del British Museum. La prudencia requería que investigara inmediatamente aquella oferta que se le hacía, pero cualquier regateo acerca de las condiciones planteadas por la señora Ferraja podía resultar fatal. Si las monedas eran el producto de un robo, y eran muchas las razones para creerlo, una suma modesta a guisa de rescate sería la mejor manera de salvaguardar el irreemplazable tesoro, y en tal caso, Carrados podía ofrecer sus servicios en calidad de imprescindible intermediario.
—Le hago la promesa que usted exige, señora —afirmó Carrados.
—Eso me basta. Ahora mismo le llevaré al lugar. Es necesario que venga solo; nadie más debe acompañarle, pues mi esposo se siente tan perdido en este país donde no entiende ni una sola palabra de lo que habla la gente, que sería capaz de gritar: «¡Estamos cercados!» si viera a dos forasteros acercarse a la casa. Mi marido siente una angustia espantosa, se lo aseguro. Figúrese que guarda constantemente un caldero lleno de plomo hirviente sobre el fuego y no vacilaría en meter en él todo el tesoro y hacerlo desaparecer si imaginara que corre cualquier peligro.
—¡Vaya! —pensó para sí Carrados—. ¡Cuántas precauciones por parte de un simple agricultor de Calabria!
Sin embargo, contestó afirmativamente:
—Está bien. Iré solo con usted. ¿Dónde está su casa?
La señora Ferraja buscó en su raído bolso y sacó una hoja de papel:
—A veces, la gente no me entiende cuando lo digo —explicó—. Sette, Herringbone…
—¿Me permite? —dijo Carrados alargando la mano hacia la esquela—. Agarró la hoja de papel y estuvo tocando el escrito con la yema de sus dedos: ¡Ah, sí! Se trata de Heronsbourne Place n.° 7 ¿no es cierto?
Carrados metió la hoja de papel en su cajón, como si lo hiciera inadvertidamente y se levantó:
—¿Cómo vino usted hasta aquí, Madame Ferraja? La italiana dibujó una sonrisa, pero manifestó con una voz muy tranquila:
—En autobús, primero uno y luego otro, preguntando en cada esquina. Eso era interminable —exclamó.
—Mi chófer ya se marchó —manifestó Carrados—. Esta noche ya no pensaba salir, pero ahora mismo mandaré llamaré un taxi y lo tendremos esperando a la puerta cuando nosotros bajemos.
El ciego despachó la orden y seguidamente, descolgó el teléfono interior para comunicar con su secretario:
—Greatorex, ahora mismo salgo para Heronsbourne Park; si alguien pregunta por mí, puede usted decirle que cuento estar de regreso dentro de una hora más o menos.
Parkinson estaba muy atareado en el hall, acarreando para su amo toda una serie de cosas que no eran necesarias. Todo parecía indicar que la fea señora Ferraja ejercía una tremenda fascinación sobre el complaciente criado, pues en repetidas ocasiones la italiana le sorprendió mirándola y otras tantas veces Parkinson volvió la mirada a otra parte, confuso y avergonzado. Pero esas incongruencias no duraron más que los pocos minutos en que el criado tardó en abrir la puerta y en decir:
—¿No acompaño al señor? —preguntó, como dando a entender que sería mucho más seguro que fuese con él.
—Esta vez no hace falta, Parkinson —contestó Carrados.
—Bien, señor. ¿Puedo telefonearle a alguna dirección en caso de que alguien pregunte por el señor?
—Ya tiene Mr. Greatorex mis instrucciones.
Parkinson dejó de insistir, mientras Madame Ferraja se reía un poquitín, mofándose de él, al subir en el coche:
—Su criado debe figurarse que me lo voy a comer a usted, signor Carrados —exclamó con vivacidad.
Carrados, que ya estaba en posesión del motivo que tanto parecía perturbas a su fiel criado —pues el ciego también había reconocido en la señora Ferraja a la angélica Nina Brun, la del famoso asunto del tetradacma siciliano, desde el preciso instante en que había abierto la boca— admitió lo picante de su audacia femenina. Sin embargo, Parkinson tardó más de media hora en ver claramente las cosas. El inspector Beedel acababa de llegar y estaba conversando con Greatorex, cuando el concienzudo criado, que desde la salida de su amo con aquella mujer había meditado tratando de hacer memoria, entró precipitadamente en el despacho, angustiado como nunca lo había estado en toda su vida y con la respiración jadeante exclamó:
—¡Eran sus orejas! ¡Finalmente he reconocido sus orejas! —con lo que expresaba todas sus sospechas, su reconocimiento e identificación de aquella mujer, y sus actuales temores acerca de su amo.
Mientras tanto, Carrados y Madame Ferraja ya hacía tiempo que habían marchado. Al subir en el coche, el ciego había indicado la dirección al chófer:
—Heronsbourne Place, n.° 7.
—No, no —se interpuso la mujer resueltamente—. Dígale que pare a la entrada de la calle. No hay mucho, que andar, y mi esposo podría asustarse al ver llegar un coche creyendo que se trata de la policía, ¿entiende?
—Entonces, nos dejará en Brackedge Road, frente al extremo de Heronsbourne Place —corrigió Carrados.
Para quienes se interesan por tales materias, Heronsbourne Place tenía fama de ser uno de los lugares residenciales más retirados y discretos en cuatro millas a la redonda. En resumen, se trataba de un verdadero callejón sin salida, que daba por uno de sus extremos a Heronsbourne Park. A todo lo largo del mismo se levantaban únicamente unas casitas carentes de cualquier ostentación, de estilo chalet o cottage, algunas aisladas o bien un par de ellas juntas, pero todas poseían un vasto jardín muy sombreado para protegerse del sol. Los agentes inmobiliarios describían aquellas moradas como «deliciosamente anticuadas» o bien «completamente modernizadas» según las exigencias del eventual inquilino.
El coche fue despedido en la esquina citada por Carrados y Madame Ferraja condujo a su acompañante a través del callejón silencioso y oscuro. La presunta italiana había vuelto a hablar con renovada animación, pero su incesante charla solamente tenía por objeto disimular ante Carrados una verdad que el ciego, astutamente, fingía no conocer.
—¿Acaso no se equivocará de casa al tener que ocuparse de mí, Madame Ferraja? Es el número siete —manifestó Carrados.
—No tema —replicó ella prestamente—. Es un poco más adelante. La numeración empieza en el fondo de la calle. Pero, ¡ya hemos llegado! ¡Ecco!
Se detuvo ante el portal y lo abrió, guiando al ciego. Penetraron en el jardín, húmedo y lleno de fragancias con el rocío de la noche. Madame Ferraja se volvió para cerrar el portal; Carrados quiso adelantarse cortésmente para hacerlo, pero el sombrero se le cayó al suelo.
—¡Qué torpe soy! —exclamó, excusándose a la vez que recogía su sombrero—. Mis viejos impulsos han sido traicionados por mi actual impotencia al pretender ayudarla. ¡Qué desgracia la mía, Madame Ferraja!
—Uno aprende a ser prudente con la experiencia —replicó sagazmente la italiana.
Sin embargo, la pobre mujer no se había dado cuenta de que, al amparo de la oscuridad y de su sombrero caído, y antes de que soltase su triste aforismo, Carrados había echado a perder su sortija de oro al trazar un «7» sobre el peldaño del portal, para identificar la casa en caso de necesidad. Pues el callejón estaba bastante mal numerado y debía costar un poco encontrar la casa que uno quería. En contestación a las palabras aleccionadoras de Madame Ferraja, Carrados manifestó:
—Eso ocurre rara vez; se aprende mucho más al arriesgarse. ¿Así que ya hemos llegado?
A guisa de respuesta, la señora Ferraja abrió la puerta de la casa y tras dejar pasar al ciego, volvió a cerrarla, echando el cerrojo. Seguidamente, guió a Carrados por el angosto pasillo. La habitación adonde se dirigían abríase al fondo del mismo y sus ventanas daban al parque que se extendía detrás de la casa.
—¡El famoso míster Carrados! —anunció madame Ferraja con un tono triunfal al introducir al ciego en la habitación y cerrarla con llave. Hizo un gesto con la mano hacia un hombre moreno y descarnado que estaba cerca de la puerta al entrar—: ¡Mi marido!
—En esta humilde morada, se sentirá como en su propia casa —manifestó el supuesto marido con la misma ironía que la Ferraja gastara al presentar a Carrados—. ¡Esto no deja de ser realmente maravilloso! —agregó con énfasis.
—Si no me equivoco —replicó Carrados con suavidad— aquí tenemos al muy célebre Monsieur Dompierre. Tengo el gusto de saludarle en nuestro primer encuentro real y verdadero.
—¡Ya estaba enterado! —exclamó Dompierre asombrado e incrédulo a raíz de ese primer incidente—. Stoker, usted tenía razón y le debo cien liras. ¿Cómo te reconoció, Nina?
—Qué sé yo —replicó la auténtica Madame Dompierre de mal humor—. Ese ciego lo habrá adivinado por casualidad.
—¡Qué pésimo cumplido le hace a su encantadora esposa al imaginar que uno puede olvidarse tan pronto de ella! —terció Carrados irónicamente—. ¡Dompierre, un francés como usted!; ¡eso no está bien!
—Monsieur Carrados —reiteró Dompierre— ya estaba enterado del asunto y sin embargo se atrevió a venir hasta aquí. ¡Es usted un loco o un héroe!
—Yo más bien diría un entusiasta, que es lo mismo que lo uno y lo otro —cortó la mujer—. ¿No te lo decía? ¡Ya ves cómo me ha reconocido!
—No exagere, Monsieur Dompierre —terció nuevamente Carrados—. Aún soy capaz de pagar el necesario tributo a su industria. Tal vez me duelan las circunstancias y la necesidad en que me hallo, sin embargo, he venido aquí para hacer las cosas lo mejor posible. Déjeme ver las monedas de las que me habló su mujer y seguidamente contemplaremos los detalles del precio, tanto si me las quedo para mí como si son para otras personas.
No hubo respuesta a sus palabras, por lo menos de inmediato. Dompierre soltó un sordo graznido, mientras Madame Dompierre dejaba escapar una risa ahogada, acompañada de una mueca.
Raras eran las veces en su vida en que Carrados se había encontrado en una situación tan extraña como aquélla. Instintivamente volvió la cabeza hacia el otro ocupante de la habitación, el llamado Stoker, quien —el ciego ya lo había intuido— estaba de pie cerca de la ventana.
—Este desgraciado negocio me ha servido de presentación —manifestó una voz conocida.
Durante unos segundos, a Carrados le pareció que el suelo se hundía bajo sus plantas. Fue entonces cuando, en su agitada mente, todo el plan demoníaco de sus adversarios se fue perfilando, al igual que las diferentes piezas de un gigantesco rompecabezas van colocándose en su sitio una tras otra.
¡En el British Museum no se había producido ningún robo! Todo aquel tinglado no era sino una ficción al igual que el cuento del tesoro hallado en la viña. Ahora, Carrados era consciente de cuán ineficaz hubiese resultado una estratagema sin la otra para arrastrarle a la trampa, y cuán convincentes habían sido las dos juntas, y pese a sentirse herido por el aguijón de cierta humillación, no pudo por menos que sentir una franca admiración por la ingeniosa conjura. De nuevo se trataba del truco corriente, de la maliciosa trampa disimulada por una tosca cubierta. ¡Y había que ver de qué manera tan atolondrada había caído en ella!
—¡Y éste es Carrados —prosiguió la misma voz—, Max Carrados, en cuya perspicacia confía el gobierno —solamente el actual gobierno, en verdad sea dicho— para encontrar, la pista de un indeseable extranjero! ¡Ay, desgraciada patria mía!
—¿Acaso se trata realmente de Max Carrados —terció Dompierre sarcásticamente—; estás segura, Nina, de no habernos traído en su lugar a uno de los agentes de Scotland Yard?
—¡Basta! Aquí lo tenéis. ¿Qué más queréis? Hagan el favor de no mofarse de un pobre ciego —replicó Madame Dompierre con dudosa simpatía.
—Eso es lo que yo esperaba —manifestó Carrados suavemente—. Aquí estoy ¿qué más quieren? ¿A lo mejor, míster Stoker…?
—Perdone —replicó el tal Stoker—. Ese nombre no es más que una mera cualificación coloquial basada en un incidente insignificante de mi carrera relacionado con un transatlántico averiado. Ése nombre ilustra la debilidad infantil que los delincuentes sienten por los apodos, conjuntamente a su lamentable falta de espíritu inventivo. Mi verdadero apellido es Montmorency, míster Carrados, Eustace Montmorency.
—Le agradezco su sinceridad, míster Montmorency —replicó seriamente el ciego. Esta noche nos hallamos uno frente a otro, pero ello no es óbice para que aún me sienta orgulloso de haberme encontrado junto a usted en el cuarto de fogoneros del Benvenuto.
—Fue un gran placer para mí —musitó el inglés—. Así son los negocios.
—Desde luego —asintió Carrados—. Y no seré yo quien se queje. Pero considero que ya es hora de que se me diga —y me dirijo a usted en persona— por qué motivo se me ha arrastrado hasta aquí y que esperan de mí.
Míster Montmorency se volvió hacia sus cómplices:
—¿Dompierre —preguntó con suma nitidez— por qué demonios no hace sentarse al señor Carrados?
Madame Dompierre dejó escapar un suspiro de trágica resignación y se levantó del sofá.
—¡Scusi! —farfulló el descarnado Dompierre, y con una gracia burlona se apresuró a ofrecer una silla al ciego.
—Su curiosidad es muy natural —prosiguió Montmorency con una fría mirada hacia las bufonadas de Dompierre— aunque yo estaba convencido que a estas alturas, míster Carrados, ya habría adivinado las cosas y que solamente trataba de ganar tiempo. En realidad, estoy seguro que sabe usted la verdad. Por eso mismo, y para convencerle tal vez de que no tenemos nada que temer, no me molesta en lo más mínimo el complacerle.
—¡Venga, y sin rodeos! —murmuró Dompierre de mal humor.
—¡Gracias, Bill! —exclamó el inglés con genial desparpajo—. No dejaré de hablarle de tu inteligencia al Rasojo. Pues, efectivamente, míster Carrados, tal como ya se lo habrá imaginado, le debe estas molestias al asunto de la condesa X. Estoy seguro que sabrá apreciar las felicitaciones que han de derivarse de su temporal aislamiento. Cuando las circunstancias favorecieron nuestros planes y Londres se convirtió en el lugar ineludible de nuestra reunión, usted y sólo usted se interpuso en nuestro camino. Nosotros adivinamos que le consultarían, y, sinceramente, temimos su intervención. Y fueron a consultarle. Supimos que el inspector Beedel le visitó hace dos días y que no tenía ningún otro caso entre sus manos. Habíamos de conseguir a toda costa que usted se mantuviera tranquilo durante tres días. Por eso se encuentra aquí.
—Comprendo —asintió Carrados—. ¿Y ahora que ya me han arrastrado hasta aquí, cómo se proponen guardarme?
—Naturalmente, no nos hemos olvidado de ese pequeño detalle. Con esa intención precisamente alquilamos esta casa amueblada. Ahora nos hallamos ante tres soluciones: la primera, francamente agradable, consiste en lograr su conformidad; la segunda, más drástica, es tomar las medidas adecuadas si usted rechaza nuestros planes, y la tercera… Pero realmente, míster Carrados, supongo que no querrá obligarme a explicarle esa tercera solución. Comprenderá muy bien que me dolería mucho tener que contemplar la necesidad de que dos hombres con sus plenas facultades físicas tuvieran que ejercer las más mínimas coacciones contra un hombre ciego e indefenso. Supongo que se mostrará razonable y aceptará lo inevitable.
—Lo inevitable es lo único que yo acepto invariablemente —replicó Carrados—. ¿Qué es lo que implica?
—Tendrá usted que escribir una nota a su secretario explicándole que los hechos que logró investigar en el número 7 de Heronsbourne Place le obligan a usted a salir inmediatamente para el extranjero por unos días. Y permítame decirle, míster Carrados, que aunque nos encontremos en Heronsbourne Place, éste no es el número 7.
—¡Vaya, vaya! —musitó el prisionero—. Al parecer, míster Montmorency, me tienen agarrado por todos los costados.
—Se trata de una precaución muy natural. Hemos desechado totalmente la idea de indicarle otra calle por ser demasiado arriesgado el arrancarle de ella. Proseguimos: Para que sea más convincente, en el mensaje ordenará a su criado Parkinson que le siga a usted con el primer tren-paquebote de mañana por la mañana, con todos los requisitos para una breve estancia y que como de costumbre se hospede en el Hotel Mascot para esperar en él su llegada.
—¡Muy convincente! —exclamó Carrados—. ¿Y dónde estaré en realidad?
—En un encantador aunque bastante aislado bungalow de la costa del Sur. Allí no le faltará nada. Estará usted muy bien atendido. Habrá una barca con la que podrá practicar el remo y pescar. Podrá llegar hasta la costa en automóvil y regresar con él a su casa. Resultará muy agradable para unos días. Yo mismo he pasado varias temporadas en ese lugar.
—Su recomendación no deja de pesar. Pero ¿supongamos que me niegue?
—De todas maneras irá usted allí, pero en tal caso nos veremos obligados a tratarle en función de su comportamiento. El coche que tiene que llevarle ya espera en este momento en un lugar adecuado del otro lado del parque. Saldremos por la puerta trasera del jardín, atravesaremos el parque y lo meteremos a usted en el coche, lo quiera o no.
—¿Y si me resisto?
El individuo que por bromear se había llamado a sí mismo Eustace Montmorency se encogió de hombros:
—No se haga el loco —manifestó con tono tolerante—. Ya sabe con quién se las juega usted y el riesgo que corremos. Si grita o nos pone en peligro en el momento crítico, no vacilaremos en silenciarle eficientemente.
El ciego sabía que no se trataba de una amenaza fútil. Pese a todo el humor y la fantasía de los procedimientos, se hallaba en poder de unos individuos dispuestos a todo. La ventana estaba cerrada y con las cortinas echadas, nadie podría verle ni oírle y la puerta estaba cerrada con llave. A lo mejor, en aquel momento un revólver apuntaba en su dirección; en cualquier caso, sus enemigos debían tener alguna arma al alcance de la mano.
—Díganme lo que he de escribir —manifestó Carrados con un tono de capitulación.
Dompierre se retorció los bigotes en señal de alegre aprobación. Madame Ferraja se rió en su sofá y agarró un libro, mirando a Montmorency por encima de sus páginas. En cuanto al citado gentleman, disimuló su satisfacción al ocuparse de colocar en la mesa delante de Carrados lo necesario para escribir una carta.
—Escriba con su puño y letra el mensaje que ahora mismo le voy a dictar —manifestó Montmorency.
—Quizá sea más natural que escriba la carta en una de las hojas de mi cuaderno de apuntes, como suelo hacerlo siempre —sugirió Carrados.
—¿Piensa que así el mensaje parecerá totalmente natural? —preguntó Montmorency con cierta sospecha.
—Si no quiere que sus planes fracasen, he de hacerlo así —replicó Carrados.
—¡Bien! —gruñó Dompierre; tratando de capear la fría mirada que Montmorency le lanzó y encendió la lámpara que había sobre la mesa, como si realmente Carrados necesitara la luz para escribir el citado mensaje.
Madame Dompierre soltó una carcajada.
—Muchas gracias, Monsieur —dijo Carrados—. Hizo muy bien las cosas: lo que para ustedes es luz, para mí representa calor… cabeza, energía, inspiración. ¡Ahora, a trabajar!
Sacó su cuaderno de apuntes y lo abrió cómodamente sobre la mesa delante de él. Sus apacibles y hermosos ojos recorrieron toda la habitación, hasta el punto que resultaba difícil creer que los postigos de unas tinieblas impenetrables mediaban entre ellos y el mundo que le rodeaba. Durante unos segundos, sus ojos se clavaron en los dos cómplices, se volvieron hacia Madame Dompierre echada perezosamente en el sofá a su derecha y midieron las proporciones de la estancia larga y angosta. Aquellos ojos parecían anotar la posición de la ventana a una de las extremidades de la habitación y de la puerta a la extremidad opuesta, y darse cuenta incluso de la existencia de la araña eléctrica que hasta ese momento había sido la única luz en dicha habitación.
—¿Acaso prefiere un lápiz? —preguntó Montmorency.
—Suelo emplearlo en contados casos; pero esta vez prefiero un lápiz —contestó el ciego en aquel punto crítico.
Vigilantes ante cualquier síntoma de represalias, los dos hombres le vieron sacar de su bolsillo una navaja diminuta con la cual se puso a sacarle punta a su lápiz. ¿Qué podía hacer con un arma tan insignificante? En cualquier caso, Dompierre torció el rostro con una expresión feroz y apretó el puño de su navaja para mayor seguridad. Montmorency se quedó mirando a su cómplice unos segundos y luego, silbando para sí mismo, volvió la espalda a la mesa y se fue hacia la ventana.
Las cosas se desarrollaron con una rapidez vertiginosa y totalmente inesperadas y asombrosas: Carrados acababa de afilar el lápiz sin la menor precipitación, regodeándose en su tarea, sin el menor gesto sospechoso capaz de llamar la atención de sus secuestradores; poquito a poco, del modo más natural, había ido acercando la punta de su navajita al cordón eléctrico de la lámpara de sobremesa… de pronto, la habitación se sumió en las tinieblas!
—¡A la puerta, Dom! —gritó Montmorency—, yo me quedo en la ventana. No lo dejes pasar y todo saldrá bien…
—Ya estoy en ella —contestó Dompierre desde la puerta.
—No trate de salir —aconsejó el ciego con voz muy tranquila desde la mesa—. En este momento, los dos se encuentran en el lugar que yo deseaba precisamente y a ambos los tengo enfilados con mi pistola. Un solo movimiento, un solo paso que den y disparo. Y no olviden que yo disparo al sonido, no necesito verles.
—¿Pero… pero, qué significa esto? —exclamó Montmorency por encima del grito de lamentación de Madame Dompierre.
—Significa que ahora nos encontramos en iguales condiciones: tres hombres ciegos en una habitación. Su ventaja numérica se halla anulada por encontrarse totalmente fuera de su elemento, mientras que las tinieblas son el mío.
—Dom —murmuró Montmorency desde la ventana— enciende una cerilla, yo no llevo ninguna.
—Guárdese mucho de hacerlo, Dompierre, pudiera resultarle muy peligroso —advirtió Carrados con una risa breve.
La voz del ciego se volvió bruscamente amenazadora:
—¡Tire esa caja de cerillas o cava su propia tumba!
¡Idiota! ¡Le mando que la tire al suelo, para que yo la oiga al caer! ¡Vamos!
Hubo un suspiro tras una pausa brevísima y se oyó el ruido de la caja que chocaba contra el piso alfombrado cerca de la puerta. Los dos cómplices parecían aguantar el aliento.
—Así está bien —dijo Carrados con un tono nuevamente sosegado—. ¿Por qué no hacer las cosas agradablemente? Odio tener que disparar, pero por lo visto aún no se han dado cuenta de la situación. Recuerden que yo no suelo tomar el más mínimo riesgo en estos casos. Por eso mismo, míster Montmorency, no deje de recordar que incluso una automática de doble gatillo hace ruido, aunque muy ligero, al armarla. Se lo advierto para su bien, porque si tuviera la mala idea de intentar disparar contra mí al amparo de la oscuridad, ese ruido que usted haría yo lo captaría unas décimas de segundo antes que usted. ¿Acaso no conoce el stand de Zinghi en Mercer Street? Conque permanezca quieto y no haga tonterías.
—¿El stand de tiro? —preguntó Mr. Montmorency de mal humor.
—Eso mismo. Si desea salir con vida de aquí y pedirle a Zinghi que le enseñe un blanco de tiro que él guarda, con siete dianas a veinte yardas, con el blanco indicado por cuatro relojes, y ninguno de ellos tan ruidoso como el que usted lleva, podrá satisfacer su curiosidad.
—Yo no llevo ningún reloj —murmuró Dompierre, expresando su pensamiento en voz alta.
—De acuerdo, Monsieur Dompierre, pero lleva un corazón y para el caso es lo mismo —afirmó Carrados—. Y en este momento hace tanto ruido como el reloj de Mr. Montmorency. También es más céntrico, y no podré fallar. Así que ya lo saben ustedes, y trate de respirar normalmente (el pobre Dompierre acababa de hipar de miedo), pues para mí no hay diferencia y me resulta penoso oírle jadear de esa manera.
—Monsieur —manifestó Dompierre con sinceridad— no tenemos la más mínima intención de hacerle daño. Se lo juro. Este inglés habla mucho pero no deja de pensárselo. En el peor de los casos a usted lo habríamos atado y amordazado. Pero tenga cuidado: matar es muy peligroso.
—Para ustedes sí, pero no para mí —replicó el ciego—. Si ustedes me matan, serán colgados. Pero si yo los mato me indultarán honrosamente. ¿Imaginan la escena?: Los jueces simpáticos, el relato de sus villanías, la historia de mis ultrajes y de mis penalidades. Seguidamente, con su paso vacilante y sus manos tanteadores, introducen al acusado, al hombre ciego, para que declare. ¡Sensación en la sala! No, no, sé que eso no está bien, pero yo los puedo matar a ambos con plena certidumbre y tolas las responsabilidades se las cargarían a la Providencia. ¡Señor Dompierre, cuidado con no mover sus pies! Ya sé que no trata de hacer nada, pero uno está expuesto a incurrir en un lamentable error.
—Antes de morir —manifestó Montmorency, riendo por algún motivo y sin gran convicción en la oscuridad—, antes de morir, míster Carrados, me gustaría saber lo que ha ocurrido con la luz. ¡¿A buen seguro se trata de la Providencia, no?!
—¿No sería mezquino sugerir que está tratando de ganar tiempo, míster Montmorency? Debería saber lo que ha ocurrido; pero si ello ha de satisfacer su curiosidad, puesto que nada he de temer con alargar las cosas, se lo voy a decir: En mis manos tenía una navajita muy afilada aunque despreciable como arma, como bien lo pudo observar; delante de mis narices tenía el cordón eléctrico de la lámpara de sobremesa. Sólo bastaba con cortarlo para provocar un cortocircuito en todo el sistema eléctrico. Todas las lámparas de la habitación se han quemado y los plomos se han fundido en la caja de distribución de la corriente situada en el pasillo. A usted quizá no se le ocurriera, pero a Monsieur Dompierre su experiencia en el arte de tal galvanoplástica debió indicarle que se trataba sencillamente de un cortocircuito.
—¿Y cómo sabe que la caja de distribución se encuentra en el pasillo? —preguntó Dompierre con un obtuso rencor.
—Mi querido Dompierre, ¿a qué vienen esas fútiles preguntas? —replicó Carrados—. Si lo prefiere, puede que esté en la bodega.
—Cierto —terció Montmorency—. Lo único que ahora nos interesa…
—Pues yo afirmo que la caja de distribución de la corriente está en el pasillo, a una altura de nueve pies —gruñó Dompierre de mal humor—. Y ese ciego…
—Lo único que nos interesa —prosiguió el inglés sin hacer caso de las palabras de su cómplice— es saber lo que se propone hacer en definitiva, míster Carrados.
—Es muy difícil vaticinar el final. Por de pronto, me pronuncio totalmente por mantener el status quo. ¿Acaso despuntará el alba y nos encuentre en este callejón sin salida? Eso no ha de ocurrir puesto que entre todos hemos condenado la habitación a la oscuridad eterna. Es posible que al clarear el día, a Dompierre le entre tanto sueño que se desplome junto a la puerta y que yo, por interpretar erróneamente sus intenciones, dispare contra él… Perdone, Madame, siento recordárselo, pero haga el favor de no moverse.
—¡Protesto, Monsieur!
—No proteste y permanezca sentada. A lo mejor es a míster Montmorency a quien le entra sueño el primero.
—En tal caso, vamos a anticiparnos a dichas dificultades —replicó Montmorency con renovado aplomo.
Si así lo desea, vamos a poner las cartas boca arriba. Nina, míster Carrados no se atreverá a disparar contra ti pase lo que pase. Ha llegado el momento de que te levantes.
—Ojo —replicó Carrados con tono resuelto—. Mi postura es precaria y no voy a tomar ningún riesgo. Como bien dice, Montmorency, no le haré ningún daño a Madame Dompierre, pero ustedes dos, los varones, son mis rehenes y la garantía de su buen comportamiento. Si ella se levanta del sofá, usted, Dompierre caerá el primero, y si ella da un nuevo paso, la bala siguiente será para usted, Montmorency.
—No te atrevas a moverte, carissima —la apremió su marido con apasionada solicitud— podrías morir en lugar de tocarme a mí. Ya encontraremos otro medio mejor.
—¡No se atreverá, Mr. Carrados! —gritó Montmorency, quien por primera vez daba muestras de debilidad en aquel duelo de sangre fría que se libraba en la habitación oscura— ¡Dompierre, ese hombre no se atreverá a matarnos; no puede asesinarnos a sangre fría! ¡Ningún jurado lo absolvería!
—Otro que se equivoca en relación con usted, Madame Nina —dijo el ciego con irónica galantería—. Cabe admitir que las cosas serían un tanto arbitrarias, pero cuando usted, adecuadamente vestida y con su recta silueta llegara ante el tribunal para prestar declaración, y yo exclamara: ¿Señores del jurado, cuál es mi crimen? ¿El haber hecho de Madame Dompierre una viuda?, ¿acaso puede dudar que me lo agradecerían y me absolverían? Puede estar segura, Madame, de que mis compatriotas no son todos unos vividores o unos frailes.
Ahora, Dompierre respiraba con holgura, mientras que del sofá le llegaban unos ruidos ahogados: los de su mujer que muy bien podía estar sollozando como aguantando difícilmente la risa.
Habría transcurrido una hora más o menos desde la floreada presentación con la cual Madame Dompierre había cerrado la puerta de la habitación y el ciego había caído en la trampa.
Los minutos habían ido pasando, pero la situación seguía sin variar, pese a que ambos secuestradores se hubieron devanado los sesos para encontrar la manera de volver las cosas a su favor. Además, la tremenda omnisciencia del ciego en las tinieblas y el respeto que infundía su destreza al tiro junto con su presencia de ánimo habían dominado y subyugado al grupo. Sin embargo, aún quedaba por jugar una baza y finalmente llegó el momento en el que los conjurados habían depositado sus últimas esperanzas.
Se oyeron unos ruidos de pasos en el hall; ya se habían escuchado otros ruidos anteriormente alrededor de la casa, pero esta vez Carrados pareció no preocuparse lo más mínimo. Es cierto que Montmorency, para pasar los ratos más peligrosos, había estado hablando en voz bastante alta. Pero ahora se acercaban unos pasos inconfundibles, que para ambos cómplices sólo podían significar una cosa. Montmorency gritó inmediatamente:
—¡Cuerpo a tierra, Dom! ¡Echate al suelo! ¡Aguanta la puerta, Guido, aguántala! ¡Nos van a detener!
La respuesta no tardó en llegar. Bajo la presión de un ariete humano, la puerta cedió estrepitosamente. Cuatro o cinco hombres se perfilaron en el marco, contemplando con gran asombro la escena tan extraordinaria que se les ofrecía a la luz del pasillo y de sus linternas: estirados contra el piso, ofreciendo el menor bulto posible a la pistola de Carrados, Dompierre y Montmorency yacían en el suelo, éste delante de la ventana y aquél detrás de la puerta. Madame Dompierre, con su cabeza metida debajo de los cojines del sofá, trataba de ignorar la visión y el ruido de aquella violencia.
Carrados no se había movido siquiera; con las manos sobre la mesa y sus dedos apaciblemente apretados, se sonrió afablemente ante los recién llegados. En comparación con la extravagancia que lo rodeaba, su actitud semejábase a la de una moderna y complaciente deidad presidiendo algún ceremonial grotesco de un culto pagano.
—¿Y bien, inspector, en resumidas cuentas, no pudo esperarme? —dijo Carrados a guisa de saludo.