EL SUBMARINO

¡Tric-trac!, ¡tric-trac! Así sonaban los discos blancos y negros sobre el tablero, justificando expresivamente con su ruido la expresión francesa aplicada al juego de tablas: ¡Tric-trac! «Se trata sin duda de una nación de poetas —pensaba míster Pringle—: ¿no tienen acaso “¡Teuf-teuf!” para designar un automóvil? ¡Una verdadera inspiración!». Mientras fumaba su puro, el chasquido de los enormes discos sonaba, llenando el aire de un modo discordante.

En una época como aquella en que la cocina no estaba basada totalmente en los air-tights —para emplear la expresión americana que designa las latas de conserva— a un hombre que deseaba cenar, distinguiéndose con ello de la mera alimentación animal, le bastaba con buscar furtivamente algún restaurante en el remoto barrio de Soho, guardando celosamente su secreto ante sus compañeros. Sin embargo, Mr. Pringle, con su predilecta afición por el estudio de la naturaleza humana, solía visitar de vez en cuando el local de la Poissonière, en Gerrard Street, y para mejor proseguir sus investigaciones detectivescas, se abstenía de relacionarse con las lenguas foráneas que escuchaba a su alrededor. El restaurante estaba lleno para no decir abarrotado de gente, y Pringle, aunque sentado cerca de un ventilador amablemente facilitado por la casa, estaba sumido en una especie de somnolencia, cuando de repente un hombre que acababa de sentarse a la mesa contigua con un compañero, se inclinó hacia él:

Nous ne vous dérangeons pas, monsieur?

Pringle, con la sonrisa idiota de quien no comprende nada, inclinó la cabeza, pero sin decir palabra.

Cochon d’Angais, n’entendez-vous pas?

—Lo siento, pero no le entiendo —replicó Pringle, moviendo la cabeza desesperadamente, pero siempre sonriente.

Canaille! Faut-il que je vous tire le nez? —insistió el francés, y, escéptico ante la actitud y la respuesta de Pringle, hizo un gesto de amenaza.

Pero en aquel mismo momento, el camarero acudió diciendo:

—Hace mucho tiempo que conozco a este gentleman inglés y no hay duda de que no entiende el francés.

Satisfecho con aquella corroboración de la inocencia de Pringle, el francés se inclinó y le sonrió amablemente, y tras encargar una botella de Clos de Vougeot, se enfranscó en una animada conversación con el que lo acompañaba.

Mientras ocurría ese pequeño incidente, la somnolencia de Pringle se había desvanecido, reemplazada por una intensa curiosidad. ¿Por qué motivo había insistido tanto aquel francés en no creer en su desconocimiento del idioma galo? Y sobre todo, ¿por qué se había esforzado de aquel modo en hacer que Pringle se traicionara a sí mismo tras los insultos proferidos contra él? Como muy bien sabía, en un restaurante parisién una afrenta mucho más trivial que ésa solía terminar con un desafío y un duelo en el Bois de Boulogne. Además, la palabra cochon era tenida en Francia como una de las más injuriosas.

El francés y su compañero estaban sentados en la única mesa libre, en un rincón de la sala. Pringle, que ocupaba la mesa más cercana, era la única persona que se hallaba al alcance de sus voces; y el sorprendente comportamiento del francés sólo podía ocultar un deseo devorante de secreto.

Instalándose lo más cómodamente posible, Pringle cerró los ojos, fingió reanudar su sueño y aguzó todos sus sentidos para discernir las palabras que se intercambiaban sordamente en la mesa vecina. Vestido a la última moda de Piccadilly, el francés hacía gala de la intolerable presunción de un boulevardier; pero no había en sus rasgos aguileños y sombríos el menor atisbo de frivolidad natural, y el destello de sus ojos hacía pensar en un Mefistófeles de ópera. Su compañero, en cambio, era sin la menor duda un inglés típico, con aire de empleado de banco, que participaba en la conversación con una vacilante y torpe jerga medio inglesa medio francesa, salpicada de una risa nerviosa cuando, a duras penas, extraía de su memoria algunas expresiones tan corrientes como evasivas.

Traducido libremente, he aquí lo que Pringle escuchó:

—¿De manera que su país está interesado por fin en botar el submarino?

—Sí; estoy elaborando los detalles de algunos dibujos a escala reducida.

—¿Pero proceden del Estado Mayor?

—¡Claro! Debidamente firmados y aceptados por el jefe constructor.

—¿Y usted está haciendo…?

—La totalidad de los dibujos.

—¿Y no habrá ninguna clase u otro secreto acerca de ellos?

—Cuanto hago puede ser comprendido por un arquitecto naval.

—¿Un arquitecto inglés?

—Naturalmente, las medidas están en inglés, pero pueden convertirse fácilmente.

—¿No podría hacerlo usted mismo?

—¡Sería demasiado peligroso! ¡Suponga que me encontraran encima una copia en escala métrica! Además, cualquier dibujante es capaz de reducir las medidas al sistema métrico en un par de horas.

—¿Y cuándo podrá entregármelos?

—Aproximadamente dentro de dos semanas.

—¡Imposible! No estaré aquí para entonces.

—A menos que suceda algo que me permita obtenerlos rápidamente, no veo la manera de ir más de prisa. Nunca tengo el tiempo libre que necesitaría para coger los planos; allí son muchos los ojos que están sobre mí. La única posibilidad que tengo es la de estropear los dibujos en cuanto disponga de los detalles más sobresalientes y tras pretender que los voy a destruir, llevármelos a mi casa a escondidas. Además, he de tomar cada día las notas elaboradas y sobre la base de las mismas ultimar todos los detalles por la noche. Me es del todo imposible tratar de sacar los planos ultimados y completos de los astilleros y tal como están las cosas, no vea la manera de sacarlos aun cuando estén estropeados, pues controlan cuidadosamente los dibujos de ese tipo.

—¿Así que dice dos semanas?

—Eso mismo; y habré de pasarme muchas noches copiando el trabajo de la jornada en base a mis notas para conseguirlo.

—¡Entendido! Dentro de una semana, he de presentarme en el Ministerio de Marina en París, pero nuestro agregado militar es amigo mío. Puedo confiar en él; él mismo irá a verle.

—¿Qué? ¿En Chatham? ¿Quiere mi perdición? —y ante la sonrisa del francés, su interlocutor afirmó—: No, tiene que ser en Londres y no en los astilleros de Chatham; en Londres, donde nadie nos conoce.

—¡Perfecto! Mi amigo ya se las compondrá para encontrarle.

—Bien, tan pronto como esté listo, le mandaré un telegrama.

—¿No cree que los empleados de correos se fijarán en la dirección de la embajada? La administración de correos inglesa suele ser muy suspicaz, y no debemos arriesgarnos de ninguna manera.

—Es cierto. En ese caso, vendré a Londres y le telegrafiaré desde aquí. Pero, ¿estará preparado su representante?

—Le avisaré que debe esperar su telegrama dentro de catorce días. Lo anotará en su libreta de apuntes. ¿Cómo firmará el mensaje?

—Gustave Zédé —sugirió el inglés, riéndose a medias por primera vez.

—Demasiado sugestivo. Firme «Pauline» y agregue únicamente la hora.

—¡Bien! «Pauline», así firmaré. ¿Dónde fijamos la cita?

—En el lugar más público que podamos encontrar.

—¿Público?

—Claro. En un lugar donde la gente esté tan abstraída por sus propios asuntos como para no hacer caso de usted. ¿Qué le parece la columna de Nelson? Allí podría esperar del modo que mejor le convenga.

—Será difícil para mí llevar un disfraz.

—Todos los disfraces resultan inoperantes de no tratarse de una persona experta. Escuche: podría estar mirando la estatua con una mano puesta en el pecho, ¿qué le parece?

—¡Perfecto! Y en la otra mano puedo llevar un Baedeker.

—¡Estupendo! Amigo mío, tiene usted el verdadero sentido de un artista —rióse irónicamente el francés.

—Su representante vendrá hacia mí y me dirá «Pauline» y el intercambio podrá realizarse sin más palabras.

—¿El intercambio?

—Supongo que su gobierno estará dispuesto a pagarme espléndidamente por todos los riesgos que asumo en este asunto —dijo el inglés con voz ahogada.

—¡Perdone, amigo mío! ¡Qué imbécil soy! Estoy autorizado para ofrecerle diez mil francos.

Hubo una pausa durante la cual el inglés hizo números en el dorso de un sobre.

—Eso significa cuatrocientas libras esterlinas —hizo constar al tiempo que rompía el sobre en mil pedazos—. Demasiado poco para un riesgo como éste.

—Permítame recordarle, amigo mío, que fue usted quien vino en busca mía o mejor dicho de quienes represento. ¿Tiene algo que vender? ¡Muy bien! Pero habitualmente le toca al cliente adelantar su precio.

—Me he comprometido a entregarle las copias de los planos destinados a los propios constructores. Ya me he entrevistado con usted más veces de lo que la prudencia lo permite. Y como le digo, me ofrece demasiado poco.

—Tenga en cuenta que si los planos resultan inservibles para nosotros, desde luego tendremos que devolverlos al Almirantazgo británico, explicando de qué manera los conseguimos —afirmó el francés con una aviesa sonrisa por debajo de su bigote—. ¿Qué cantidad pide?

—Quinientas libras en billetes pequeños, digamos de cinco libras cada uno.

—¿Cuánto dice? ¡Ah sí, doce mil quinientos francos! ¡Imposible! No puedo ir más arriba de doce mil.

Finalmente, el inglés asintió de mala gana, y tras el intercambio de algunas palabras de cortesía, que por parte del francés llevaban implícitas ciertas amenazas, los dos hombres se levantaron de la mesa.

Bien sea por casualidad o intencionadamente, el francés tropezó con el pie de Pringle quien, con sus largas piernas estiradas por debajo de la mesa, la cabeza inclinada y los labios entreabiertos, parecía estar sumido en un profundo sueño. Abriendo con lentitud los ojos, fingió desperezarse, estiró los brazos y miró perezosamente a su alrededor, para mayor satisfacción del francés, quien al marcharse con su compañero, le vigilaba desde la puerta.

Pringle pidió un café, encendió un pitillo y se puso a meditar con un sentimiento de ardoroso e indignado patriotismo en la sórdida transacción a la que acababa de asistir. Es raro encontrar en un país como Inglaterra a un empleado dispuesto a traicionar a su patria. ¡Cabe recordarlo en honra suya! Pero siempre existe la posibilidad de que algún funcionario mal remunerado sucumba a la tentación de dejarse sobornar por los representantes poco escrupulosos de una potencia extranjera, cuyas acciones al respecto siempre son ignoradas oficialmente por sus superiores.

Para la mente algo cínica de Pringle, la sórdida transacción de un dibujante de los astilleros navales con el agregado naval francés no dejaba de corroborar el famoso principio de Walpole, y mientras se dirigía hacia su apartamento de Furnival’s Inn, decidió, en lo posible, volver su descubrimiento en provecho mutuo de su país y el suyo propio, sobre todo de este último.

Durante los días que siguieron, Pringle elaboró un plan encaminado a establecer su residencia en Chatcham, pero finalmente lo desechó como ya había hecho con los planes anteriores. Eran tantas las dificultades con que tropezaba en cada aspecto de su acción, que el décimo día después de su descubrimiento en el restaurante La Poissonière, por la mañana, iba paseando por la Bond Street sin haber adelantado un solo paso en su asunto. Con su característica y rebuscada pulcritud en sus problemas personales, iba vestido con un traje de un establecimiento de Piccadilly y llevaba un sombrero de West-Enders, la mejor casa de Londres.

—Bretón Street, do you not? —escuchó de pronto, y al volverse, Pringle se encontró con un atezado extranjero.

Bruton Street, n’est-ce pas? —sugirió Pringle.

Mais oui, Bruton Street, monsieur! —fue la réplica del forastero repitiendo con vacilación las sílabas inglesas.

La voilà, a droite —indicó vivamente Pringle, señalando la calle a la derecha.

Levantó cortésmente su sombrero en respuesta al saludo de su interlocutor, y ya se disponía a reanudar su paseo cuando se fijó en que al francés se le unía un compañero, que parecía estar buscando lo mismo. Este último se detuvo y soltó una ligera exclamación cuando su mirada se cruzó con la de Pringle: se habían reconocido mutuamente: ¡era el agregado naval francés!

Mientras se apresuraba por Bond Street, después de aquel inesperado encuentro, Pringle se dio cuenta de que su estratagema en el restaurante no le había servido de nada y pensó con gran dolor que toda esperanza de un contragolpe por el honor de su patria, o sea, en su provecho personal, se había esfumado. La roseta cárdena que llevaba Pringle en la mejilla derecha era demasiado destacada para que el agregado francés no le hubiera reconocido, y se lamentó de su descuido de no haberla hecho desaparecer tan pronto como decidió meterse en aquel asunto. Olvidándose de todo lo demás, se internó en Piccadilly y solamente cuando ya se encontraba a medio camino de regreso a su domicilio, recordó el motivo por el cual había salido aquella mañana de su casa. Pero ahora no dejaba de pensar en la nueva situación y se esforzó por alejar de su mente algo de la preocupación que lo afectaba. Sólo al llegar a la Fonda de Furnival y cruzar el portal se le ocurrió pensar en que había cometido un grave error al venirse directamente a su apartamento. ¿Y si le habían seguido? Nunca se había mostrado tan despreocupado en cuanto a las más simples medidas de precaución. Miró hacia atrás y apenas pudo percibir una silueta que parecía escapar detrás del ángulo del portal. Retrocedió unos pasos y miró hacia Holborn: el agregado francés en persona se hallaba todavía a unos pasos del portal, en franca retirada…

Maldiciéndose a sí mismo por su persistente locura, Pringle volvió a meterse en el portal de la fonda y conformándose con la idea de que el francés ya no descubriría nada más aquel día, giró rápidamente a la izquierda y se metió en su escalera antes de que su seguidor tuviera tiempo de regresar a la fonda.

Lo que más le dolía era su absoluta impotencia en relación con aquel asunto. Por falta de la más elemental clarividencia, sus propósitos se habían derrumbado y no veía la manera de salir de aquella embarazosa situación. Mudarse de domicilio, arrancarse a cuanto éste significaba para él, no cabía ni pensarlo; y al mirar en torno suyo, desde las blandas alfombras y los lujosos sillones hasta las tibias y pintadas paredes con sus viejos grabados por encima de la moldura de la biblioteca, sentía que nunca podría sufrir la angustia de separarse de cuanto se vinculaba con su apartamento. Además, en cualquier parte que se hallara, sería seguido. Nada ganaría con mudarse de casa. Finalmente, lo que sí era cierto es que el trabajo que el francés se tomaba en espiarle demostraba la importancia que asignaba al descubrimiento del secreto por parte de Pringle. Pero esto no hacía sino aumentar el disgusto del detective por la mala suerte con que había tropezado desde el comienzo. Bueno, al fin y al cabo, no había cometido ninguna ilegalidad, por muy contraria que fuese su acción al código de la ética, para que a toda la legación francesa se le ocurriera seguir espiándole hasta el día del Tuicio Final. Y consolándose con esa reflexión, procuró filosóficamente alejar el asunto de su mente.

Serían cerca de las seis de la tarde cuando Pringle volvió a salir de la fonda Furnival para ir al restaurante Pagani, en Great Portland Street, que le gustaba mucho. En lugar de dirigirse hacia el oeste, cruzó Holborn con la idea de dar la vuelta por el Strand y Regent Street y abrir su apetito. Se detuvo un momento en un portal de Staple Inn. La pequeña plaza ajardinada, siempre muy tranquila en medio del ajetreo y el ruido de los alrededores, lo parecía doblemente aquella tarde, con su calma digna del siglo dieciocho, tan acogedora después de las grandes arterias llenas de tumulto.

El ruido de unos pasos se iba acercando, y en el momento en que Pringle salió de la sombra de una estrecha muralla, el recién llegado vaciló y se detuvo, y seguidamente rodeó el jardín, mirando hacia las puertas de las casas como si buscara un nombre. Aquella acción parecía totalmente natural, y veinticuatro horas antes Pringle no hubiera sospechado nada al respecto, pero después de los acontecimientos de aquella mañana, no dejaba de suscitar su interés, con lo cual, reanudando su camino, subió las escaleras de Southampton Buildings y se detuvo cerca de una empalizada. Al mirar hacia atrás, pudo darse cuenta cómo un hombre salía de las arcadas de la plaza y se dirigía hacia las escaleras, deteniéndose tan pronto como llegó a la altura de Pringle. Aunque su cara le era desconocida, Pringle sólo podía llegar a la conclusión de que aquel individuo le venía siguiendo; todas sus dudas se aclararon cuando después de haber seguido adelante por la calle y torcer a la entrada de Chancery Lañe, vio que el espía había reemprendido la caza y ahora se encontraba a sólo unos pasos de él. Como buen filósofo, Pringle estaba más inclinado a reírse que a indignarse ante aquel ridículo espionaje. Con toda malicia, siguió su camino hacia el Strand a paso de tortuga, deteniéndose en cada esquina como si dudase de la dirección a seguir y mirando cada tienda cuyas luces encendidas invitaban a los clientes a entrar.

Un par de veces, su seguidor estuvo tan cerca de él, que optó por retroceder en su paseo, pasando muy cerca de aquel individuo para examinarlo. Su apariencia era de lo más discreta, casi respetable y no había nada en él de un extranjero, lo cual hizo pensar a Pringle que el agregado naval, cansado de seguirle los pasos, habría contratado a algún inglés en quien pudiera confiar.

Y así custodiado, Pringle llegó al restaurante, del que salió después de haber prolongado con toda malicia la degustación de cada plato del menú y tras haberse fumado no menos de tres cigarros puros de una marca especialmente recomendada por el dueño del restaurante. Con un sentido humanista que atenuaba su rencor, estuvo a punto de ofrecerle a su indudablemente cansado seguidor un refresco, pero cuando salió a la calle, no logró localizar al individuo en cuestión.

Pringle se fue para su casa, eligiendo casi el mismo camino que antes y calculando tranquilamente si los puros que acababa de comprar eran o no una buena inversión; hasta que volvió a alcanzar Southampton Buildings y vio la empalizada que le recordó el fracaso de su espía, no se volvió a mirar si aún era seguido. Pero las calles principales estaban ya desiertas y por mucho que mirara a un extremo y otro de Chancery Lañe vacía de todo su tráfico, no percibió ni un alma cerca de donde se hallaba. De acuerdo con un curioso proceso psicológico, Pringle estaba a punto de lamentar la ausencia del hombre que le seguía. Pues había empezado a considerarle casi como un guardaespaldas, como la escolta de algún político eminente… Además, todos aquellos incidentes no dejaban de despertar su aguzado sentido del humor y al pasar por delante de la empalizada, escrutó la sombra que proyectaba con la esperanza de que su seguidor estuviera escondido en ella. Más tarde recordó cómo, mientras miraba hacia arriba, una sombra humana se deslizaba por una escalera hacia la plataforma superior de un andamio. La visión, flotante e insustancial, desapareció antes de que su retina la retuviera, pero su alto momentáneo fue su salvación. Antes de que reanudara el paso, un alud de tablas, de vigas y de ladrillos desprendidos se abatió sobre el lugar por donde se disponía a pasar; una viga perdida le golpeó en el sombrero y rebotando sobre él, le hirió en el hombro, dando con Pringle en el suelo sobre el que yació aturdido por el espantoso tumulto y medio asfixiado por el nubarrón de polvo. A pesar de la rapidez y lo desconcertante de aquel acto, recordó posteriormente una forma oscura y espectral que se acercaba entre las tinieblas. De modo parecido a un sueño, la relacionó con la otra silueta fantasmagórica que había divisado sobre el andamio y, tan pronto como se inclinó sobre él, reconoció los rasgos que ahora ya le eran familiares del espía. Pero otras caras sustituyeron a ésta y cuando le ayudaron a levantarse, le buscó en vano entre la gente que se agrupaba a su alrededor. Pensó que se trataba de una mera alucinación. Después de haber escapado a aquella tentativa criminal, tuvo el ánimo suficiente para agradecer las simpáticas congratulaciones de la multitud y declinar la oferta de un guardia para acompañarle hasta su casa.

En la intimidad de su apartamento, las ideas de Pringle se volvieron mucho más claras. Los acontecimientos se encadenaron en una secuencia enteramente lógica y los espectros cobraron una forma más tangible. Una simple pregunta se imponía sobre todas las demás. Se preguntó a sí mismo: ¿Acaso la catástrofe a la que acababa de escapar era un accidente tal como lo parecía? Y al contemplar su sombrero destrozado, empezó a darse cuenta cuán cerca estuvo de ser víctima de una venganza asesina.

Cuando al día siguiente se levantó, apenas necesitó contemplar nuevamente su arruinado sombrero para recordar los acontecimientos de la víspera. En lugar de un reposo normal y sano, había pasado la noche entrecortada por una serie de breves sueños y de largos momentos de meditación. Aunque estaba asombrado ante la inexorable maldad con que indudablemente le perseguían —con un espíritu capital de nuestra época— no dejaba de arrepentirse amargamente de la fatal curiosidad que le había llevado a mezclarse en un asunto semejante. Aunque no carecía en ningún modo de las formas más groseras del valor físico, la intuición de que, en el juego que se ventilaba, sus adversarios, tan astutos como carentes de escrúpulos, estaban en poder de todos los triunfos, y sobre todo, que su espionaje le impedía efectivamente colmar el vacío que todavía le quedaba por llenar en la conjura que solamente había conseguido descubrir a medias, no dejaba de ser particularmente exasperante para su temperamento activo y algo neurótico. Hasta el día anterior, estaba casi decidido a abandonar el asunto del restaurante Poissonière, pero ahora, después de lo que consideraba firmemente como un intento de asesinarle, se hallaba en la situación de un duelista acorralado contra una pared, con muy poco terreno para moverse y sintiendo las puntas de las espadas de sus adversarios prestas a atravesarle al primer falso movimiento de su parte. ¿Lo consideraban como el depositario de un secreto peligroso? Esto lo movió a actuar sin demora.

Puesto que se había lanzado al ataque, era imprescindible disfrazarse; y al reflexionar cuán lamentablemente había fracasado hasta entonces por falta de ello, se quitó la mancha cárdena que llevaba en la mejilla derecha con su loción habitual y se oscureció el cabello con una aplicación de la tintura que guardaba en su despacho. Después de tomarse como de costumbre un desayuno ligero, salió de su casa con la firme determinación de evitar las calles o paseo? oscuros y muy especialmente los edificios en construcción. Al principio, estuvo dudando de si era seguido o no, pero después de varias idas y venidas, fue incapaz de observar a ningún seguidor de sus pasos; o bien su disfraz había probado su eficacia o bien sus enemigos imaginaban que el atentado de la noche anterior había tenido unos resultados más concluyentes.

Tranquilizado en cierto modo por aquella idea, Pringle ya había subido hacia el Strand y se acercaba a Charing Cross, cuando de pronto observó a un individuo que salía de la estación por la esquina o puesta, llevando un rollo de papel oscuro. Con sus pensamientos fijos en aquella dirección, Pringle reconoció en el acto al dibujante de los astilleros. ¿Acaso se dirigía a la cita al pie de la columna de Nelson? ¿No le habrían avisado del descubrimiento de Pringle y se apresuraba a cumplir su traicionera labor?

En medio de sus reflexiones, el detective resolvió seguirle los pasos por si acaso. El dibujante se fue directamente hacia la oficina de correos. Era el momento de mayor afluencia del día y la mayoría de las taquillas estaban ocupadas por más o menos personas que expedían sus mensajes; el dibujante logró encontrar un sitio vacante en una de las extremidades de la sala de telégrafos; Pringle se fue tras él, alargó el brazo por encima de su hombro hacia el cajón de los formularios, y cogiendo tres o cuatro, los esparció tranquilamente sobre el escritorio, y con una miserable excusa los recuperó junto con el formulario que el dibujante rellenaba. Pringle volvió a pedir excusas, devolviendo la hoja, tras haberla mirado, al dibujante, y ocupando el primer escritorio vacante, fingió componer su propio telegrama.

El mensaje del dibujante era muy breve y (para Pringle) extraordinariamente dulce, consistente como lo esperaba en las tres palabras: «Cuatro treinta, Pauline». Pringle no había alcanzado a leer las señas del destinario, pero ya las conocía. En el momento en que el otro se marchó, Pringle agarró un puñado de formularios y como si éste hubiera sido el único motivo de su visita, salió a toda prisa de la oficina de correos y se subió en el primer cabriolé que pasó para regresar a Furnival’s Inn.

Lo primero que hizo al llegar a su apartamento fue doblar unos periódicos y meterlos en un paquete de papel oscuro parecido al que llevaba el dibujante, y después de recortar cierto número de rectángulos de papel de seda grueso, llenó un gran sobre con ellos, encendió un pitillo y reflexionó unos minutos sobre la fase más dificultosa de su operación. El dibujante le había visto ya dos veces seguidas: una vez en el restaurante, con su disfraz oficial de falso agente literario, con su cara melosa, su rubia cabellera y su falsa mancha cárdena en su mejilla derecha, y por segunda vez aquella misma mañana, con los cabellos oscuros y su rostro inmaculado.

Realmente, debía haberse olvidado del extranjero del restaurante; por otra parte, cabía la posibilidad de que no fuese así, y Pringle, como siempre, estaba firmemente decidido a no dejar nada al azar. Además, teniendo en cuenta su brusco viaje a Londres, era muy probable que el dibujante estuviera prevenido del descubrimiento del detective. Finalmente, no cabía olvidar que con toda seguridad el espía aún estaría en funciones, aunque aquella mañana no hubiese reconocido a Pringle. El problema quedó zanjado con una simple mirada al espejo veneciano que había encima de la chimenea al reflejar el rasgo que se le había escapado: su cabellera oscura. No le quedaba más que disfrazarse de modo que pudiera engañar tanto al espía como al dibujante; después de pensarlo un rato, decidió disfrazarse de hombre del sur y aparecer bajo los rasgos de un funcionario de la Embajada francesa. Recordando al inmortal Tartarín, encontró inmediatamente en su despacho el tieso bigote negro y las recias crines de caballo que le sirvieron para componerse la típica barbita del héroe de Tarascón. Cuando salió al patio de la fonda a las cuatro menos cuarto con el paquete debajo del brazo y el Baedeker y el sobre lleno de rectángulos de papel de seda en el bolsillo, un coche estaba esperándole. Ordenó al cochero que lo llevara a Exeter Hall.

Disimulado en el coche, pensaba poder escapar a cualquier mirada, y cuando se apeara habría frustrado cualquier intento de persecución. Sin embargo, al bajar del carruaje, se dio cuenta de que un fiacre se detenía unos pasos detrás suyo. Un hombre salió de él y se fue paseando hacia el oeste detrás del detective. Alertado por aquella aparición y aunque aquel individuo parecía ser un extranjero, Pringle trató de salir de dudas en el acto. Entró en el bar Romano y pidió una copa de whisky. Tras un rato razonable de espera salió del bar; ¡su pulso se aceleró al ver a unos pasos de allí al mismo individuo mirando a un escaparate!

Pringle retrocedió unos metros por la acera, cruzó la calle, pero pese a deslizarse con grandes riesgos entre la fila de omnibuses, era incapaz de desembarazarse de su satélite que seguía ocupando el horizonte más cercano cuantas veces el detective se volvía para mirar.

Casi por primera vez en su vida Pringle comenzó a desesperarse. Todas sus precauciones se volvían totalmente ilusorias. A pesar de su cuidadoso disfraz, debía ser absolutamente reconocible para sus enemigos, y empezó a preguntarse si realmente valía la pena proseguir la lucha. Aminorando el paso, sintióse presa de una angustia inexplicable. Iba pensando en lo que había estado a punto de costarle su atrevida interferencia en aquel asunto. Este recuerdo lo llenó de ira y sus dedos se clavaron en el paquete que llevaba; aquel contacto le infundió el estímulo que necesitaba. En sus manos tenía el instrumento adecuado para ajustar las cuentas a esos canallas, y desechando sus timoratas dudas, echó adelante, firmemente determinado a dar el golpe final y más atrevido para colmar su venganza.

Las sombras habíanse alargado apreciablemente y las campanadas de las cuatro y cuarto sonaron en el templo cercano de St. Martin, advirtiéndole que no había tiempo que perder: debía desembarazarse de su seguidor a toda costa. Ya podía divisar el estuario del Strand con la plaza que se extendía más allá; a su derecha apareció el túnel de Lowther Arcade, con la vista de los encantos juveniles. Eso fue una inspiración. Precipitándose bajo las arcadas, se metió bruscamente en una tienda artística cuya doble entrada daba al Strand y las arcadas; cerrando la puerta despacio, echó una ojeada sobre las paletas y los cuadros colgados en la vitrina. Acababa apenas de entrar en la tienda, cuanto tuvo la satisfacción de ver a su seguidor, siguiendo el rastro, lanzarse con furia hacia las arcadas, derribando en su carrera los juguetes en medio de los gritos de rabia de los tenderos. Dando media vuelta, Pringle compró lo primero que se le ofrecía, un cuaderno de dibujos, y salió por la puerta que daba al Strand. Se detuvo en la oficina de correos para vigilar la escena. Un solo guardia se encontraba en la parte oriental del zócalo de la columna; la gente que había por los alrededores parecía compuesta por simples viandantes, pero le interesaba mucho el espectáculo que le ofrecía el embrollado tráfico.

Daban las campanadas de las cuatro y cuarto en el reloj del Grand Hotel; paseando a la aventura por delante de las tiendas y demasiado agitado para mirarlas más de unos segundos, el dibujante aguardaba palpitante hasta que dieran las cuatro y media para consumar su traición. Siguiendo las instrucciones del francés, intentaba quedarse entre la multitud, evitando aparecer en el vacío de la plaza hasta el último instante.

Faltaban dos minutos para las cuatro y media cuando Pringle abrió su Baedeker, y llevándose una mano al pecho, se puso a contemplar la estatua y el rollo de cordaje erigidos a la gloria del gran héroe nacional inglés. «¡Pauline!» —dijo una voz con el deje musical inalcanzable para alguien que no sea un francés—. Junto a Pringle se hallaba un hombre joven esbelto y bien vestido, con el pelo corto, un bigote y una barbita estilo imperial, quien echó una significativa mirada al paquete. Pringle se lo entregó en el acto; el moreno francés sacó un sobre de su bolsillo interior y el intercambio se efectuó sin una palabra más. Levantando mutuamente sus sombreros, ambos se saludaron y se marcharon, cuando sonaban las ocho campanillas de Big Ben.

El representante del agregado naval había desaparecido desde hacía un par de minutos detrás del león situado más al oeste antes de que el dibujante hiciera su aparición en la dirección opuesta, con frecuentes altos en su andar indeciso y mirando hacia atrás con grandes muestras de nerviosismo. Volviendo la espalda a la National Gallery, sacó un Baedeker y empezó a levantar la vista hacia el monumento de Nelson, bajando los ojos a cada momento para mirar tímidamente a derecha e izquierda. En su tremenda agitación, el dibujante se olvidó de llevarse la mano al pecho, y cuando Pringle llegó a su lado y murmuró «Pauline», sus piernas (por muy fuerte que fuera) parecían invitarle a escapar del campo del deshonor. Con trémulo apresuramiento, puso el paquete de papel oscuro en manos de Pringle, agarró el sobre que contenía los recortes de papel de seda y cruzó velozmente la calle, desapareciendo en el bar del Grand Hotel.

Pringle volvióse a marchar, pero se encontró ante una pistola; sus ojos, siguiendo el cañón, chocaron con los del individuo que lo encañonaba y reconoció al francés a quien acababa de vender el paquete de periódicos. Apartando el arma, trató de huir, pero se sintió agarrado por ambos codos y empujado contra un ángulo del zócalo, y al volverse se encontró bajo la vigilancia del individuo que unos momentos antes iba corriendo por Lowther Arcade.

Ningún guardia se encontraba por las inmediaciones y los raros transeúntes deambulaban indiferentes por aquel rincón dado el tranquilo desarrollo del pequeño drama que allí tenía lugar. Bajando su pistola, el moreno gentleman recogió el paquete que Pringle había dejado caer durante la lucha. Lo abrió con gran cuidado, extrajo parte de las hojas de dibujo que estuvo examinando atentamente, después de lo cual se metió el paquete en un bolsillo interior, y haciendo al espía un signo para que soltara al detective, habló por primera vez:

—¿Puedo sugerirle, señor —dijo en un excelente inglés con ligero acento extranjero—, puedo sugerirle que en el futuro no se meta en lo que no le importa en absoluto? Esos documentos han sido comprados y vendidos, y aunque ha tenido la bondad de actuar como intermediario en la transacción, puedo asegurarle que no necesitábamos ni mucho menos su ayuda. —En aquel punto su tono se endureció y al hablar con menos calma el acento extranjero se volvió más acusado—: Inmediatamente después de dejarle, me di cuenta de su impertinencia en venderme un paquete de papeles sin ningún valor. De haber logrado su intento tan cuidadosamente planeado, es posible que hubiera vivido lo bastante como para no lamentarlo, ¡pero quizás no! ¡Adiós, señor!

Saludó, imitado por su compañero, mientras que Pringle, prosiguiendo su marcha, desapareció por la esquina del Unión Club.

Eran las cinco menos veinte y Pringle meditaba en toda la serie de acontecimientos que había vivido en el último cuarto de hora. En realidad, no había evitado la venta de los secretos de su país; por otra parte, llevaba el sobre que contenía el dinero. Llamó un fiacre y estaba a punto de subir en él cuando mirando hacia atrás, hacia el rincón de los leones, observó un movimiento confuso. Los dos hombres que acababa de dejar peleaban con un tercero que blandía un puñado de papeles blancos y trataba de pegarles puñetazos: era el dibujante. La gente iba agrupándose alrededor de los combatientes y cuando Pringle subía a su fiacre, dos policías entraban en el improvisado ring, poniendo imparcialmente sus manos sobre los tres hombres.