EL SECRETO DEL CAZADOR DE ZORROS

Hace ya tres años, en el invierno, acababa de regresar de Stuttgart, donde había pasado unas semanas en el Marquardt con el nombre que tan frecuentemente solía tomar, o sea, el de monsieur Gustave Dreux, viajante de comercio de París. Mi tarea consistía en vigilar y seguir los pasos de dos personas, un hombre y una mujer, que se hospedaban en aquel hotel. Estaba contento de encontrarme nuevamente en Bloomsbury para disfrutar de las comodidades de mi sillón y mi pipa.

Estaba satisfecho de haber concluido una labor muy delicada de espionaje y conseguido la información que deseaba, lo cual me permitió dar cuenta a mi jefe, el marqués de Macclesfield, de ciertos hechos capaces de reforzar su postura en unas negociaciones sumamente intrincadas con Alemania. El cargo de embajador en Berlín era quizá el más exigente de toda la diplomacia británica, por cuanto los alemanes eran de momento nuestros enemigos a la vez que nuestros amigos, y estaban dispuestos precisamente a entablar una querella con nosotros por unos motivos de celos susceptibles de provocar unos resultados muy serios.

Los negros nubarrones de la guerra seguían planeando sobre Europa; de ahí que un enjambre de espías de ambos sexos tramaran sus intrigas y obraran en secreto en medio de nosotros. El lector se asombraría si pudiese echar una ojeada a cierto libro encuadernado en rojo, guardado bajo llave en el Foreign Office, en el que están registrados los nombres, las señas personales y demás datos relativos a todos los espías extranjeros que viven en Londres y otras ciudades de Inglaterra.

Pero por muy activos que sean los agentes de nuestros enemigos, los de nuestro país no se quedan atrás. Nuestro Imperio asume unas responsabilidades tan tremendas que no puede depender solamente de la gente bien nacida y con fortuna, ni bien relacionada, sino que debe recurrir a la sagacidad, el tacto, el subterfugio y al empleo de agentes secretos para luchar contra las conjuras de cuantos tratan de asestar un golpe demoledor a Inglaterra.

En mi calidad de atento observador de los asuntos internacionales, estaba enterado de los conflictos que se tramaban en China. Algunos de los despachos confidenciales de nuestro ministro en Pekín me habían sido enseñados por el marqués de Macclesfield, quien en varias ocasiones me honraba con su plena confianza, y así pude enterarme que Rusia estaba obrando en secreto para socavar nuestra influencia en el Lejano Oriente.

Sabía que el sagaz y amable viejo político estaba muy preocupado por las sombras siniestras que subían lentamente en el horizonte, pero cuando celebramos la consulta al día siguiente de mi regreso de Stuttgart, Su Señoría opinó que de momento no contaba con bases suficientes para proceder a una investigación.

—Por de pronto, Drew —me dijo el marqués— hemos de permanecer vigilantes y esperar. La guerra está en el aire, primero en Pekín y luego en Europa. Pero hemos de evitarla a toda costa. Huntley sale esta noche para Pekín con un mensaje en el cual explicó detalladamente la línea a seguir por Sir Henry. De manera que debe usted estar alerta para el caso en que tenga que salir para Alemania o Rusia mañana. No podremos permanecer mucho tiempo en la sombra. Hemos de frustrar cualquier alianza entre Petersburgo y Berlín.

—Un telegrama a mi casa bastará para que me presente ante su Señoría —contesté.

—¿Dispuesto para ir a cualquier parte, eh, Drew? —dijo el marqués sonriéndose.

Tras una breve charla, salí de Downing Street y regresé a Bloomsbury.

Sabiendo que podía quedar libre durante una semana o dos cuando menos, le dejé mi dirección a Boyd y me marché a Cotterstock, en el condado de Northampton, para pasar unos días con mi amigo de colegio, George Hamilton, quien había alquilado un pabellón de caza y cabalgaba con la jauría de Fitzwilliam.

Hacía ya mucho tiempo que me había invitado a su casa para salir de caza con los perros, pero mis constantes viajes al extranjero me lo habían impedido hasta entonces. Naturalmente, ninguno de mis amigos estaba al corriente de mi verdadero empleo en el Foreign Office; todos creían que ostentaba el cargo de agregado.

Personalmente, soy un gran aficionado a la caza de montería, por lo que al cenar aquella noche junto a mi amigo George, su esposa y la prima de ésta, Beatrice Graham, estaba impaciente por participar en algunas buenas partidas de caza a caballo. Una casa de campo inglesa, con sus viejos robles, su vieja platería y su aire de solidez, resulta siempre muy agradable para mí después de la pacotilla inconsistente de la vida continental. Aquella velada transcurrió estupendamente. Nunca me había encontrado con Beatrice Graham hasta entonces, y me sentía atraído por su asombrosa belleza. Era alta y morena, de unos veintidós años de edad, con una hermosa figura que realzaba más aún su vestido de turquesa. Su voz tan hermosa al hablar, me pareció maravillosa cuando cantó la Jeune Filie de Dupont, y me habló de la caza con tal entusiasmo que antes de haber pasado una hora junto a ella, me sentía completamente hipnotizado por su encanto.

La cita para la cacería tuvo lugar tres días después en Wandsford, un antiguo coto situado a orillas del Nene, a unas seis millas de la casa de campo de mi amigo George. Conforme iba cabalgando a su lado a lo largo del camino que pasa por los históricos lugares de Fotheringhay y Nassington, me di cuenta de cuán magnífica amazona era Beatrice Graham. Llevaba su morena cabellera estrechamente recogida en la nuca y su sombrero hongo le sentaba admirablemente, mientras su chaqueta le moldeaba su espléndida figura. La cola de su yegua llevaba un lazo encarnado, para avisar a los demás que era coceadora.

En Wandsford, frente al antiguo Haycock, una vieja posada de la época de las diligencias, ahora convertida en el pabellón de caza de Lord Chesham, había mucha gente reunida. De todos los pasillos del gran caserón, salían los criados llevando copas de licor de ciruela silvestre para cuantos compartían la hospitalidad de Su Señoría. La multitud crecía por momentos en medio del ajetreo de los caballos y los carruajes que no cesaban de llegar.

George estaba charlando con el Maestre de la montería, míster George Fitzwilliam, que acababa de llegar y aún estaba vestido con su abrigo, con lo que me encontré a solas con mi hermosa compañera, que parecía gozar de gran popularidad en todas partes. Docenas de caballeros y de señoras vinieron a saludarla, sobre todo los varones, hasta que por fin el montero Barnard apareció con la jauría; dieron la voz de partida y los perros se lanzaron hacia la colina para batir la primera madriguera.

La cacería tenía lugar en una mañana fría de mediados de febrero; había helado y todos contábamos con una estupenda jornada por cuanto los rastros tenían que ser excelentes para la jauría. Cabalgando junto a la encantadora Beatrice, íbamos conversando y bromeando a lo largo del camino hasta llegar al coto de caza, donde nos detuvimos junto a los demás jinetes, mientras los perros seguían rastreando.

La primera madriguera resultó decepcionante; pero ya en la segunda un zorro escapó hacia Elton, seguido por los perros que ladraban furiosamente y por los jinetes al galope. Habíamos recorrido un par de millas por el campo cuando de pronto, sin esfuerzo aparente, mi compañera de caza lanzó su yegua por encima de un seto y galopó por los pastizales antes de que me diese cuenta de que se había apartado de la senda que seguíamos. Quede asombrado al ver lo estupendamente que montaba a caballo y he de confesar que por mi parte preferí pasar por una de las puertas en lugar de saltar el seto y la zanja como ella acababa de hacer con tanta facilidad.

Media hora más tarde tenía lugar el último acoso del zorro y Beatrice Graham figuraba entre la media docena de cazadores que participaron en la muerte del animal.

Cuando llegué, cinco minutos más tarde, me sonrió. Tenía el rostro ligeramente sonrosado por la dura cabalgata, pero su cabellera no se había movido en lo más mínimo y me aseguró que había disfrutado tremendamente con aquel furioso galope.

Mirábamos cómo el montero Barnard cortaba el rabo del zorro, cuando se presentó un jinete, de alta estatura y buena apariencia, que por lo visto había venido detrás de mí. Al acercarse, me di cuenta que le lanzaba una extraña mirada a mi hermosa amiga, casi una advertencia, mientras que ella por su parte se retenía en reconocerle. Parecía como si le hubiera hecho una señal secreta, que ella había comprendido.

Pero había algo más que me intrigaba sobremanera: acababa de reconocer en aquel jinete tan apuesto a una persona que en varias oportunidades se había presentado a mi memoria. Al principio no logré identificarlo, pero al cabo de un rato, cuando me fijé en su semblante, lo vi como en un sueño y entonces me acordé plenamente. Aquel jinete que cabalgaba con un porte tan militar no era sino un famoso espía, uno de los agentes secretos más hábiles del mundo, el propio Otto Krempelstein, jefe del Servicio Secreto alemán.

El que mi encantadora amiga no lo conociera era pura ficción, pues no se me había escapado el leve estremecimiento de sus párpados ni el fruncimiento de sus labios. Entre ellos había algún secreto cuya naturaleza desconocía, claro. Todo el resto de aquella jornada estuve con los ojos muy abiertos con la esperanza de volver a encontrar al hombre cuyo ingenio y astucia habían competido en tantas ocasiones con mi propia experiencia. Le vi dos veces más, la primera cabalgando junto a un hombre alto y moreno con una casaca roja y montado en un magnífico caballo bayo, seguido por un lacayo con un segundo caballo, y por segunda vez, en el seto de Stockhill Wood donde esperábamos Beatrice y yo cuando nos pasó por delante a todo galope, pero sin hacer el más pequeño signo de reconocimiento.

—Me pregunto quién puede ser ese caballero —dije casualmente, tan pronto como se hubo alejado.

—No lo sé —replicó con presteza mi amiga—. Suele estar muy a menudo con la jauría; debe ser algún extranjero; probablemente uno de los que vienen a Inglaterra durante la temporada de caza. Desde que la última emperadora de Austria adquirió la costumbre de venir a cazar aquí, la mesnada de Fitzwilliam siempre fue la favorita entre los cazadores extranjeros.

Me di cuenta de que no estaba dispuesta a admitir que le conocía. Como todas las mujeres, Beatrice era muy diplomática. Sin embargo, aquel hombre le había hecho una señal, una señal secreta.

Yo mismo me preguntaba si Krempelstein me había reconocido. Cabía pensar que no era así, pues nunca nos habíamos encontrado frente a frente. Tan sólo una vez me lo habían mostrado a distancia en la Wilhemstrasse de Berlín, gracias a uno de nuestros agentes secretos que le conocía y, desde entonces, sus rasgos habían quedado grabados en mi memoria.

Aquella misma noche, estando sentado junto a mi amigo George, pude enterarme por él de que el tío de su esposa, Mr. Graham, había vivido muchos años en el continente como director de una gran firma comercial, que Beatrice había nacido en Francia donde también había vivido mucho tiempo. Traté de averiguar quiénes eran los extranjeros que esta temporada cazaban con la mesnada de Fitzwilliam, pero mi amigo, con su prejuicio de inglés, afirmó que no conocía a ninguno y que tampoco deseaba enterarse de su identidad.

Los días fueron pasando y participamos en varias cacerías en Apethorpe, en Castor Hanglands, en Laxton Park y otros lugares, pero ya no supe nada más acerca de Krempelstein. Sin embargo, me encontré en repetidas ocasiones con su distinguido amigo y me enteré que se trataba del barón Stern, un rico vienés que había arrendado un pabellón de caza cerca de Stoke Doyle y que tenía como amigo a un joven llamado Percival, quien salía frecuentemente de caza con las jaurías.

El hecho de haber descubierto a Krempelstein en aquel lugar había despertado por completo mi curiosidad. No cabía duda de que le había traído allí un asunto que nada tenía que ver con la caza. Por consiguiente, alerté inmediatamente a Kersch, uno de nuestros agentes secretos en Berlín, empleado en el Ministerio de Asuntos Exteriores, quien me hizo saber que Krempelstein había regresado a Berlín, y advirtiéndome de que tramaba algo insólito en Inglaterra.

Esto me inclinó a actuar prestamente. Sabía que Krempelstein y sus agentes se afanaban por conseguir los secretos de nuestra artillería, de nuestros navíos de guerra y de nuestra diplomacia con las demás naciones, y resolví que esta vez fracasarían. Aunque admiraba mucho a Beatrice Graham, ahora sabía que me había engañado y que con toda probabilidad era cómplice de aquellos manejos. Por ello, la vigilé cuidadosamente y tan pronto como salía a pasear montada en su yegua, lo que hacía frecuentemente, le seguía los pasos.

No me preocupaba en lo más mínimo si mi comportamiento era lícito o no. Inesperadamente había descubierto ciertos hechos sospechosos y estaba decidido a dilucidarlos cuanto antes. El único extranjero con quien Beatrice solía entrevistarse era Percival. Cierto atardecer, cuando ya anochecía, detuvo su yegua debajo de los árboles mientras cruzaba Burghley Park, y al cabo de pocos minutos, vino hacia su encuentro el joven extranjero, quien después de saludarla, estuvo hablando en voz baja y animadamente, como si le estuviera impartiendo sus instrucciones. Beatrice parecía protestar, pero desde el lugar en que estaba escondido, no pude entender lo que decían. Sin embargo, pude ver cómo él le entregaba algo y luego, levantando su sombrero, volvió su caballo y salió al galope en dirección contraria.

No la volví a ver hasta la hora de la cena, en que me senté a la mesa a su vera; fue entonces cuando me di cuenta de lo pálida y angustiada que estaba, totalmente cambiada en su acostumbrado modo de ser alegre y cariñosa.

Me dijo que había estado cabalgando en Stamford para hacer un poco de ejercicio, pero nada agregó acerca de su clandestino encuentro Yo ardía en deseos de conocer lo que el joven extranjero le había entregado. Pero fuera lo que fuese, guardó el más riguroso secreto.

Más de una vez estuve a punto de penetrar en su habitación durante su ausencia para buscar en sus cajones, sus armarios o sus maletas de viaje. Me comportaba hacia ella como un hombre completamente enamorado, pues me había percatado de que la muchacha se sentía muy halagada por cualquier atención hacia su persona.

Busqué alguna excusa para conocer al barón Stern, pero era raro que acudiera a las cacerías durante más de una semana. Parecía como si quisiera evitar mi encuentro premeditadamente. Aún se encontraba en Weldon Lodge, cerca de Stoke Doyle, y por George me enteré de que lo había visto sólo dos días antes en Oundle.

Pasaron tres semanas enteras y seguía tan confundido como antes. Al fin y al cabo, Beatrice Graham era una deliciosa compañera y aunque para mí fuese un misterio, nos habíamos hecho muy buenos amigos.

Una tarde, cuando penetré en el salón donde había quedado sola, vi cómo se apresuraba en romper una carta, cuyos pedazos tiró al fuego que ardía en la chimenea. Me di cuenta de que uno de los fragmentos no se había quemado y media hora más tarde me las arreglé para recuperarlo.

Sólo pude percatarme de que la carta estaba redactada en alemán, pues en el trozo que se había salvado del fuego, no quedaban más que cuatro palabras, que sin el contexto, no me daban absolutamente nada a entender.

La noche siguiente, la señora Hamilton, la esposa de mi amigo George y Beatrice permanecieron con nosotros en el salón hasta cerca de las once, y a medianoche me despedí de mi amigo para irme a descansar. Llevaba media hora en mi habitación cuando me pareció oír unos pasos muy ligeros. A los pocos segundos, supe que mi intuición era justa: era Beatrice, que bajaba las escaleras.

Me vestí apresuradamente y evitando el menor ruido me deslicé tras mi hermosa compañera a través del salón hasta llegar, después de atravesar el césped, al camino que se encontraba a poca distancia. Una neblina blanca subía del río y el sordo murmullo del agua impedía que Beatrice oyera mis pasos a su espalda. Temiendo perderla de vista, me acerqué cuanto pude, siguiéndola a través de varios prados hasta que llegó a Southwick Wood, un lugar oscuro y desierto, alejado de cualquier vivienda.

Estaba claro que iba al encuentro de alguna persona. Se detuvo muy pronto al pie de unos abetos, mientras yo me escondía a poca distancia.

Se sentó en el tronco de un árbol caído y allí se quedó esperando pacientemente. A medida que pasaba el tiempo, sentía cómo el frío de la noche me calaba los huesos. Sentía deseos de encender mi pipa, pero temía que el olor del tabaco o el resplandor de la cerilla me delatara. No tenía más remedio que acurrucarme y esperar la cita clandestina.

Beatrice seguía esperando tranquilamente. No se movía ni una sola hoja seca; ningún ruido me llegaba del lugar donde se encontraba. Me extrañaba que permaneciera en medio de aquel silencio tan profundo.

Transcurrieron casi dos horas, cuando por fin, lleno de calambres y medio muerto de frío, me puse en pie para escrutar las tinieblas hacia donde Beatrice se hallaba.

Al comienzo no pude ver nada, pero a medida que mis ojos se acostumbraban a la oscuridad, logré ver, con gran consternación, que había caído del tronco en el que estaba sentada y que yacía, inerte y hecha un ovillo sobre el suelo.

La llamé, pero no contestó. Entonces corrí hacia el lugar donde yacía, me arrodillé lleno de espanto y traté de levantarla. Mi mano tocó su pálida mejilla: estaba fría como el mármol.

Seguidamente, desabroché su abrigo de piel y su blusa y puse mi mano sobre su corazón. Había dejado de latir: ¡Beatrice estaba muerta!

Aquel hecho me dejó atónito. Cuando a los pocos segundos me volví a incorporar para pasar a la acción, me enfrenté con un difícil problema: ¿Podía regresar furtivamente a mi habitación sin decir nada o debía dar la alarma y admitir que había espiado a la pobre Beatrice? Mi primera preocupación fue buscar en los bolsillos de la infortunada muchacha, pero solamente encontré su pañuelo y su monedero.

Entonces, volví corriendo a la casa y di la alarma sin reparar en las consecuencias.

Huelga describir la impresión causada por aquel descubrimiento o la escena que se produjo cuando trajimos el cuerpo de la muerta a la casa. Basta decir que llamamos al médico, quien no pudo encontrar ninguna huella de violencia ni el verdadero motivo de la muerte.

Además, Beatrice había fallecido bruscamente, sin un grito.

Sin embargo, un hecho intrigaba al doctor: el brazo y la mano izquierdos de la muerta estaban hinchados y casi negros mientras que su espina dorsal estaba encorvada. Todos estos hechos hacían sospechar de algún veneno relacionado con la estricnina.

Desde el principio pensé que había sido envenenada, pero era incapaz de imaginar por qué razón.

Al día siguiente, tres médicos procedieron a efectuar la autopsia, pero en contra de mi propia teoría del envenenamiento criminal, no descubrieron nada.

A la mañana siguiente, unas horas antes de que comenzara la investigación, un telegrama me mandaba presentarme en el Foreign Office y acuella misma tarde me encontraba en el despacho privado del marqués de Macclesfield, recibiendo sus instrucciones.

Un telegrama urgente de Lord Rockingham, nuestro embajador en Petersburgo, decía claramente que Rusia había propuesto una alianza a Alemania, con la finalidad de derrocar el poder británico en el Lejano Oriente. El embajador señalaba que las cláusulas secretas del tratado ya estaban redactadas y que sólo faltaba su firma. Agregaba que ya hubiera debido firmarse a no ser por la oposición de ciertos medios desconocidos, y que mientras dicha oposición subsistiera cabía ganar tiempo para enterarse de los términos concretos del citado tratado de alianza. Hay que decir que esta tarea no resultaría fácil en un país como Rusia donde existen a millares los confidentes de la policía, y cuantas veces tuve que pasar la frontera en Wirballen, me había visto en la obligación de pensar con sumo cuidado en mi disfraz.

El marqués me instó a poner en marcha todo nuestro sistema secreto para descubrir los términos del tratado propuesto y muy especialmente en lo tocante al incremento de la influencia rusa en Manchuria.

—Conozco muy bien las enormes dificultades de esta investigación —manifestó el marqués—, pero tiene usted que recordar, Drew, que en este asunto, es usted nuestro principal instrumento para salvar la situación en el Lejano Oriente. Si consigue conocer la verdad, estaremos en condiciones de actuar pronta y eficazmente. De lo contrario… ¡bueno, ya sabe! —y el anciano político se encogió de hombros expresivamente sin concluir su frase.

Con todo el sentimiento que me causaba el no poder permanecer en Cotterstock y penetrar el misterio que rodeaba a la muerte de Beatrice Graham, aquella misma noche salí de Londres para Berlín, donde a la tarde siguiente, me reunía con nuestro agente secreto, Kersch, que vivía en una casita confortable de Teltow, uno de los suburbios de la capital germana. Kersch ostentaba un puesto responsable en el Ministerio alemán de Asuntos Exteriores, pero como quiera que tenía unos gustos muy onerosos y le gustaban las cartas, no vacilaba en aceptar el oro británico a cambio de las informaciones confidenciales que de vez en cuando nos facilitaba.

Ambos estuvimos sentados un buen rato, analizando la situación. Según me hizo saber, era cierto que un proyecto de tratado había sido elaborado y entregado al Zar y al Kaiser, pero aún no lo habían firmado. No sabía nada acerca de las cláusulas, por cuanto el propio ministro las había elaborado en secreto y no veía la manera de enterarse de las mismas.

Mi primer impulso fue el de salir al día siguiente para Petersburgo. Sin embargo, algo me decía que podría conseguir un mayor éxito en Alemania que en Rusia, y decidí proseguir mi investigación en Berlín.

—A propósito —manifestó Kersch— me escribió usted acerca de Krempelstein. Últimamente, estuvo ausente durante mucho tiempo, pero no tenía la menor idea de que estuviera en Inglaterra. ¿No estará interesado en el mismo asunto que el de usted ahora?

—¿Se encuentra en Berlín en este momento? —pregunté vivamente.

—Hace tres días que me lo encontré en Boxhagen. En estos momentos parece moverse mucho.

—¡Hace tres días! —repetí—. ¿Está completamente seguro de la fecha? —le pregunté, pues si su afirmación era cierta, ello atestiguaba sin la menor duda que el espía germano no estaba vinculado en la muerte de la desgraciada muchacha.

—Estoy totalmente seguro —replicó Kersch—. Lo vi entrar en la estación el lunes por la mañana.

Aquella misma noche, a las once, estuve en la embajada británica donde conversé largo rato con el embajador en su despacho privado. Su Excelencia me contó todo lo relacionado con las complicaciones internacionales, que el marqués de Macclesfield ya vislumbraba unas semanas atrás en su despacho de Downing Street, pero no pudo sugerirme nada acerca del desarrollo de mi acción. No cabía la menor duda de que los nubarrones de la guerra se acumulaban y que la firma del tratado de alianza entre nuestros enemigos podía desencadenar bruscamente el conflicto en Europa. La crisis era una de las más serias de la historia inglesa.

Un hecho nos intrigaba al igual que había intrigado a mi jefe en Londres, a saber: si el tratado había sido leído y aprobado por ambos emperadores ¿por qué no lo firmaban? Ello daba a pensar que el contratiempo que había surgido era más poderoso que la voluntad de los dos monarcas más potentes de Europa.

A mi regreso al hotel, redacté rápidamente una nota y la mandé con un mensajero a la residencia del hijo del Canciller imperial en Charlottenburg. La nota estaba dirigida a miss Maud Baines, el aya inglesa de los hijos del conde Canciller, quien, como muy bien sabía, estaba a nuestro servicio. Era una mujer joven, ingeniosa y fascinante. Bajo mi dirección, había actuado como institutriz en casa de varias grandes familias en Francia, Rusia y Alemania. Ahora estaba empleada en casa del Canciller para vigilar cuidadosamente al gran estadista alemán.

La cita tuvo lugar a la mañana siguiente en un café oscuro, cerca de la Behrenstrasse. Miss Maud era más bien pequeña, vestida con elegancia, con un rostro que disimulaba totalmente su fina inteligencia y su maravillosa astucia.

Cuando estuvo sentada a una mesa junto a mí, le revelé en voz baja el objeto de mi visita a Berlín, y solicité su ayuda.

—Han surgido serias complicaciones, y estaba a punto de informarle a través de la Embajada —explicó miss Maud—. La noche pasada, el Canciller cenó con nosotros y pude escuchar cómo discutía del problema con su hijo tan pronto como quedaron solos fumando después de que salieran las señoras. Escuché detrás de la puerta y oí claramente cómo el Canciller decía que el proyecto de tratado había sido robado.

—¡Robado! ¿Por quién? —exclamé sordamente.

—¡Ah! ese es el misterio; el misterio que hemos de dilucidar. El hecho de que alguien más conozca las intenciones de Alemania y de Rusia contra Inglaterra, intenciones que se consideraban absolutamente secretas, es sin duda el motivo que indujo a no firmarlo.

—¡Porque dejó de ser un secreto! —agregué—. ¿Está segura de no haberse equivocado?

—¡Absolutamente segura! —contestó vivamente—. Supongo que puede confiar en mí después de todos los asuntos intrincados que le ayudé a desenredar… ¿Cuándo podré volver a Gloucester para visitar a mis amigos?

—Pronto, miss Baines, tan pronto como hayamos esclarecido este asunto. Pero dígame ¿el Canciller no expresó el temor de que surjan complicaciones cuando se desvele el secreto de la conjura contra Inglaterra?

—Sí; el Canciller confesó ante su hijo que temía las represalias inglesas. Explicó que todo cuanto se sabía era que después de haber sido presentado al Zar y aprobado por él, el documento secreto había desaparecido misteriosamente. Los agentes secretos de Rusia y de Alemania habían hecho investigaciones y el propio Krempelstein a quien habían encargado ulteriormente del asunto estaba totalmente confundido.

El nombre de Krempelstein me trajo nuevamente a la memoria la tragedia acontecida en la finca de mi amigo George Hamilton.

—Nos ha prestado un señalado servicio, miss Baines. Sus informaciones son de la mayor importancia. Le mandaré un despacho cifrado a Lord Macclesfield ahora mismo. ¿Acaso conocía usted a una joven mujer del nombre de Graham? —pregunté al recordar que la muerta había vivido en Alemania durante varios años.

La respuesta de miss Baines fue negativa. Entonces saqué de mi bolsillo una foto instantánea que había tomado durante una de las reuniones de caza en Wansford, y se la enseñé, preguntando si reconocía a alguien en ella.

Después de examinar atentamente la fotografía, miss Baines señaló con la punta del dedo al barón Stern, que había quedado fotografiado encendiendo un cigarrillo, y exclamó:

—¡Qué! ¡Este es el coronel Davidoff, que era el secretario del príncipe Obolenski cuando yo estaba a su servicio! ¿Lo conoce?

—No, pero estuvo cazando en Inglaterra bajo el nombre de barón Stern, de Viena. Y ese hombre —añadí señalando a Percival— es su amigo.

—Se trata sin duda del hombre que usted conoce muy bien de reputación: Moore, el jefe del Servicio Secreto ruso en Inglaterra. Una vez vino a casa del príncipe Obolenski, cuando estaba en Petersburgo, y el príncipe me dijo quién era.

Desgraciadamente, no había podido incluir a Beatrice en el grupo, por lo cual sólo pude describírsela a la sagaz miss Baines, quien en muchas ocasiones logró penetrar ciertos secretos que nos habían escapado a mis agentes y a mí. Su labor era siempre muy difícil, pero estaba muy bien pagada, era una lingüista maravillosa, y en cuanto a paciencia y astucia, inigualable.

Le describí lo mejor que pude a Beatrice, pero no la había conocido. Estuvo meditando un rato y entonces manifestó:

—Dijo usted que por lo visto ella conocía a Moore —puesto que es el nombre verdadero de ese Percival—. Sé que últimamente Moore volvió a estar en Petersburgo; por consiguiente es posible que se conocieran allí. Es probable que en aquella capital sepan algo sobre Beatrice Graham. ¿Por qué no trata de buscar sus huellas en Rusia?

Esto parecía tanto como pedir la luna; sin embargo, aquel asunto era tan trágico y misterioso que estaba dispuesto a aceptar cualquier sugerencia capaz de darme la clave del enigma. Las reticencias de la señora Hamilton acerca de su prima, y la aparente relación secreta de la muerte de la muchacha con aquellos dos espías consumados, constituían un problema que me intrigaba tremendamente.

Miss Baines me manifestó que en Petersburgo podría encontrar probablemente a uno de los dos agentes rusos, Davidoff o Moore, quienes debían haber estado en Inglaterra con algún propósito desconocido que nada tenía que ver con la caza de montería.

Así que aquella misma noche salí con el expreso para la capital de Rusia. Me hospedé en un pequeño hotel de baja categoría en lugar de hacerlo en el Europe, y disimulando con sumo cuidado mi verdadera identidad, me dediqué en seguida a investigar en cuantos lugares pudiera enterarme si los dos espías habían regresado a Rusia. Supe que efectivamente habían regresado y que los dos se habían entrevistado largamente dos días antes, con el general Zouboff, jefe del Servicio Secreto y con el ministro ruso de Asuntos Exteriores.

Busqué las huellas de la mujer cuya muerte estaba rodeada de tan profundo misterio en la Embajada británica y en varias entidades inglesas de Petersburgo, pero sin resultado. Finalmente, pensé de pronto en otra fuente de información aún sin agotar, o sea en el registro de la Oficina de Asistencia Inglesa de la capital rusa. Y buscando en dicho registro, me encontré, para mayor satisfacción mía, con que unas seis semanas antes Beatrice Graham se había presentado en aquella oficina, donde le dieron el dinero necesario para regresar a Inglaterra. Según rezaba en el registro, era la hija de Mr. Charles Graham, el director de una fábrica textil de Moscú, fallecido a consecuencia de un accidente, y que había dejado a su hija sin un céntimo. Durante varios meses la muchacha trató de ganarse la vida en la tienda de un sastre de teatro del paseo Nevski, pero al no conocer suficientemente el ruso, la habían despedido. Antes de morir el padre, estuvo a punto de casarse con un joven inglés, cuyo nombre no se daba, pero que según decían era el preceptor de los hijos del gobernador general de Varsovia, el general Vraski.

La información era muy interesante, pero no me moví de Petersburgo, sino que traté de buscar y vigilar a los dos hombres que habían venido desde Inglaterra para consultar al principal consejero del Zar. Ayudado por dos rusos, que estaban a sueldo de Inglaterra, seguí los pasos de los dos espías durante seis días enteros, hasta que una tarde, logré seguir a Davidoff hasta la estación del ferrocarril donde sacó un billete para la frontera. Le seguí personalmente, sin equipaje, pues todos sus movimientos eran los de un hombre que escapa del país. Pasó la frontera y llegó a Viena, donde cogió el tren directo hacia París; a su llegada a la capital de Francia, se hospedó en el Hotel Terminus, cerca de la estación de Saint-Lazare.

Hasta nuestra llegada al hotel, Davidoff no se había percatado de que le seguía, pero el segundo día de estancia en París, nos encontramos frente a frente en el gran hall central que servía como sala de espera del Terminus. Me miró furtivamente, pero no tuve la impresión de que me reconociera como el compañero de Beatrice Graham en la cacería. Todo lo que pude observar es que sus gestos eran extremadamente sospechosos, por lo que pedí la colaboración de tres de nuestros agentes secretos en París para vigilarle cuidadosamente, como ya lo había hecho en Petersburgo.

La cuarta noche de nuestra llegada a la capital de Francia, regresé al hotel a eso de la medianoche, después de cenar en el Café Américain con Greville, el agregado naval de nuestra Embajada. Al lavarme las manos antes de acostarme, me hice un arañazo en la muñeca izquierda con un alfiler que la lavandera había dejado descuidadamente en la toalla. Se trataba de una pequeña herida, me la vendé con el pañuelo y como estaba muy cansado, me acosté y me dormí muy pronto.

Sin embargo, al cabo de media hora, me desperté con un dolor espantoso en todo el costado izquierdo, con una extraña contracción de los músculos de la cara y de las manos y con la garganta tan apretada que me impedía respirar o gritar.

Traté de levantarme y de pulsar el timbre eléctrico para pedir auxilio, pero no pude. Parecía como si tuviese el cuerpo totalmente paralizado. Entonces, la espantosa verdad atravesó por mi mente, y tuve un sudor frío.

Aquel alfiler había sido colocado premeditadamente: ¡Me habían envenenado de la misma manera que a Beatrice Graham!

Recuerdo que mi corazón pareció dejar de latir y que mis uñas se crispaban contra las palmas de la mano angustiosamente; luego perdí el sentido.

Cuando recobré el conocimiento, Ted Greville junto a un hombre alto con una barba negra llamado Delisle, que pertenecía al departamento secreto del Quai d’Orsay y a menudo nos había facilitado informaciones, una gran persona, hay que decirlo, estaban a mi lado, mientras un médico francés estaba inclinado al pie de la cama, mirándome.

—¡Gracias a Dios, ya está mejor, amigo! —exclamó Greville—. Ellos pensaban que estaba muerto. ¡De buena ha escapado! ¿Cómo ocurrió?

—¡Ese alfiler! —grité, señalando la toalla.

—¿Qué alfiler? —preguntó sorprendido Greville.

—¡Cuidado! ¡No toquen esa toalla! —grité de nuevo—. ¡En ella hay un alfiler, y está envenenado! Ese ruso debió introducirse en mi habitación en mi ausencia y muy pérfidamente me montó esa trampa mortal.

—Querrá decir Davidoff —intervino Delisle—. Cuando el médico salga de aquí, tengo que decirle algo confidencial.

El doctor se eclipsó discretamente; entonces nuestro agente manifestó:

—Davidoff ha traicionado a su propia patria. He descubierto que el verdadero motivo de su llegada a París es debido a que se haya en poder del proyecto original del tratado secreto que Rusia y Alemania se disponían a firmar en contra de Inglaterra, y en este momento está negociando para vendérnoslo por cien mil francos. La noche pasada tuve una entrevista confidencial con nuestro jefe en su residencia privada de la Avenue des Champs Elysées.

—¡Eso significa que es Davidoff quien lo ha robado después de ser aprobado por el Zar! —grité, y saltando de la cama, me dispuse a actuar en seguida para informarme—. ¿Entregó ya el documento a Francia?

—Aún no; sigue en su poder.

—¿Y dónde se encuentra? ¿Aquí?

—No. Se esconde en una casa, en el n.° 247 de la Rué Lafavette, mientras el ministro de Asuntos Exteriores decide si ha de comprar el documento.

—¿Y bajo qué nombre se le conoce ahora?

—Se hace pasar por un griego llamado Geunadios.

—Hay que vigilarle muy de cerca. No debe escapar; trató de asesinarme.

—Ya está vigilado —contestó Delisle.

Agotado por mi esfuerzo, volví a meterme en la cama.

Antes de las doce de la noche, me presenté en la habitación del traidor, en la Rué Lafavette. Al verme, Davidoff retrocedió, pálido y con las manos temblorosas.

—No dudo que mi presencia le sorprenda —dije—, pero ahora mismo le diré por qué he venido aquí; quiero el documento que está relacionado con Alemania y con su propio país, el documento que ha robado usted para vendérselo a Francia.

—¿Qué me dice usted, monsieur? —replicó con fingida altanería.

—Lo que digo no puede ser más sencillo y claro: o me entrega ese documento o de lo contrario yo le entrego a usted a manos de la policía por tentativa de asesinato. La policía parisién le detendrá hasta que las autoridades de Petersburgo pidan su extradición por traidor. Ya sabe lo que significa: ¡la fortaleza de Schusselburg!

El nombre de la terrible isla-fortaleza, temida por todos los rusos, lo hizo estremecerse. Me miró fijamente y aunque levó mi determinación en mis ojos, seguía inflexible, negándose durante un buen rato a entregarme el preciado documento. Entonces le hablé de su estancia en Stoke Doyle y de su amistad con el espía Moore, para que se percatara de que conocía toda la verdad. Finalmente, me propuso un arreglo entre él y yo, a saber que a cambio del proyecto de tratado contra Inglaterra yo guardaría el silencio y le permitirá regresar a Rusia.

Naturalmente, acepté su proposición y el tipo extrajo de un secreto escondrijo de su maleta de viaje el papel de inocente apariencia, que de haberse firmado, habría arruinado el prestigio de Inglaterra en el Lejano Oriente. Me entregó el documento por el cual contaba conseguir cien mil francos y a cambio, lo dejé libre de regresar a Rusia sin ser molestado.

Nuestra despedida distó mucho de ser cordial, pues sin la menor duda Davidoff era quien había puesto en mi toalla el alfiler impregnado de un veneno sutil y mortífero. Escapó inmediatamente del hotel, sabiendo que tarde o temprano me habría de arañar en aquel alfiler y ser su víctima.

Ciertamente, tuve mucha suerte de escapar con vida del pérfido atentado y por añadidura de poder entregar rápidamente el preciado documento a Lord Macclesfield, cosa que hice al día siguiente a las doce.

Mi vida había estado en juego, pues más tarde me enteré que otro individuo había sido el cómplice de Davidoff en su tentativa de asesinarme, pero afortunadamente todo había salido bien al conseguir el documento gracias al cual Inglaterra pudo actuar con la presteza y el vigor necesarios, salvando la situación y abriendo el Camino, como ya saben, al tratado anglo-japonés, firmado unos meses después para mayor fracaso de Alemania.

***

Han transcurrido casi dos años desde aquellos dramáticos acontecimientos, y sólo el otro día, por pura casualidad, pude descubrir un nuevo elemento que explica la muerte de la infortunada Beatrice Graham.

Un joven teniente de infantería, llamado Bellingham, haciéndose pasar por ruso v que llevaba cuatro años en nuestro Servicio Secreto, había estado en Rusia para realizar una misión. Hace unos días, a su regreso a Londres después de haber efectuado una peligrosa misión de espionaje en la frontera ruso-germana, se presentó en mi domicilio de Bloomsburv. Durante nuestra conversación me dijo que un par de años antes había desempeñado el carao de preceptor de los hijos del gobernador general de Varsovia, con el fin de poder conseguir cierto documento relacionado con el plan ruso de movilización militar en la frontera occidental.

Al oírle, una singular hipótesis me vino a la mente y le pregunté

—¿Acaso me equivoco al pensar que conoció en Rusia a una joven con el apellido de Graham, Beatrice Graham?

Me miró fijamente, lleno de extrañeza, y su rostro se cubrió de tristeza:

—Sí —contestó—. La conocí, y nuestro encuentro acabó en una terrible tragedia. Debido al cargo que ostentaba, hubiese sido mucho mejor guardar silencio sobre mi labor, pues eso ha sido la tragedia de mi vida.

—¿Por qué? ¡Cuénteme! —le pedí con gran simpatía.

—¡Ah! —suspiró—. Es una historia extraña. La conocí en Petersburgo, donde estaba empleada en una tienda de la avenida Nevski. Yo la quería y nos hicimos novios. Sin esconderle nada, le dije quién era y los motivos por los cuales estaba al servicio del gobernador general de Varsovia. En lugar de despreciarme por mi labor de espía, se entusiasmó como buena inglesa que era y afirmó que estaba dispuesta a ayudarme. Ella estaba deseando que nos casáramos y sabía que si yo lograba dar un gran golpe, mi posición iba a mejorar con ello y que podríamos unirnos.

Bellingham se interrumpió y guardó silencio un momento, mirando con tristeza hacia la calle gris; luego prosiguió:

—Le expliqué que se sospechaba que Alemania y Rusia conspiraban en el Lejano Oriente y que probablemente existía un proyecto de tratado, siendo dicho documento de una importancia capital para los intereses británicos. Cuál no sería mi sorpresa, cuando una semana más tarde, Beatrice me entregaba dicho documento, del que se había apoderado en el despacho privado del príncipe Korolkoff, jefe de la Cancillería privado del emperador, en cuya residencia había podido entrar llevándole un encargo a la princesa. Realmente, había actuado con una habilidad y una audacia asombrosas. Conocedor de la trascendental importancia del citado documento, la insté a salir de Rusia sin demora para que fuera a esconderse en Inglaterra en casa de sus amigos o parientes, y que cuidara mucho de no desprenderse del documento secreto. Beatrice siguió ese plan, pero antes fue a colocarse bajo la protección de la Oficina Británica de Asistencia, para eludir las sospechas por parte de la policía.

La pobre muchacha se marchó a casa de una prima suya, Lady Hamilton, en el condado de Northampton, pero desde el mismo momento de la desaparición del documento los servicios secretos alemán y ruso estuvieron alerta y todo el aparato de investigación se puso en marcha; dos agentes de Rusia, un inglés llamado Moore y un ruso llamado Davidoff, al igual que el jefe del servicio germano, Krempelstein, tuvieron alguna sospecha y siguieron a Beatrice a Inglaterra con el propósito de recuperar el precioso documento. Durante varias semanas los tres espías conspiraron en balde, aunque el alemán y el inglés lograran relacionarse amistosamente con ella.

Beatrice me mandó un telegrama, preguntándome lo que tenía que hacer con el documento, pero al no estar enterado del carácter desesperado que el asunto había cobrado, le contesté que allí no había nada que temer. ¡Estaba loco! —exclamó amargamente mi interlocutor—. No supe reconocer la vital importancia de la información. No alcancé a ver que estaban en juego varios imperios! Davidoff, quien se hacía pasar por un rico barón austríaco, llegó a descubrir que mi novia seguía guardando el precioso proyecto de tratado en su corsé; por consiguiente recurrió a un ardid infame. Como descubrí más tarde, un día Davidoff logró esconder en el abrigo de piel de Beatrice un alfiler impregnado con un veneno mortal desconocido por los toxicólogos. Seguidamente, hizo despachar! desde Londres un telegrama firmado con mi nombre, instándola a reunirse conmigo aquella misma noche en cierto lugar secreto. La pobre muchacha acudió a la cita con la mayor expectación, pensando que yo había regresado inesperadamente de Rusia. Pero al ponerse el abrigo, se pinchó un dedo en el alfiler envenenado. Mientras me esperaba fue presa de la fatal parálisis y expiró, después de lo cual Davidoff se arrastró hasta ella, le quitó el documento y desapareció. Estaba ansioso de apoderarse de él para vendérselo a una potencia extranjera por una crecida suma de dinero, pero antes de conseguir su propósito tuvo que regresar a Rusia para informar. Nadie sabía que Davidoff poseía realmente el documento, pues tanto Krempelstein como Moore creyeron que la muerte de mi pobre Beatrice obedecía a causas naturales, mientras que Davidoff había arreglado muy bien las cosas para que nunca pudiera probarse su presencia en el lugar donde mi infortunada novia había fallecido. Naturalmente, los espías se marcharon de Inglaterra después de la tragedia, pensando que aunque el documento hubiera estado en manos de mi infortunada Beatrice, ya habría pasado a otras manos desconocidas.

—¿Y qué ha sido del asesino Davidoff? —pregunté.

—He vengado la muerte de Beatrice —contestó Bellingham, apretando los dientes—. Informé al general Zouboff del intento del traidor de venderle el proyecto de tratado a Francia, lo que trajo como resultado que la corte marcial lo condenara a prisión perpetua en las celdas de Schusselburg.