Acababan de dar las seis de la tarde; los clientes en busca de la cena, comenzaron a fluir por debajo de la arcada eléctrica que adornaba la entrada del restaurante Cristiani’s. Las puertas no cesaban de abrirse y cerrarse; los espejos no tardaron en reflejar los escuadrones de mesas y servilletas tiesas; el rumor de las conversaciones se mezclaba ahora con el estrépito de los cubiertos y los chasquidos de los corchos al saltar de las botellas, mientras el animado correteo de los camareros por la sala reemplazaba la calma y la tranquilidad de la tarde.
Aunque el restaurante estaba invadido ya por los clientes mucho antes de su llegada, Mr. Romney Pringle tenía resérvado su asiento favorito enfrente de la reproducción de un retrato femenino del famoso pintor Gainsborough, y mientras servían la cena, escuchaba en el electrófono una selección de obras de Mascagni, tras haber echado seis peniques por la rendija del aparato. A pesar de la estación, la noche era tibia y un tiempo húmedo había seguido a toda una semana de viento del nordeste, con lo que la atmósfera se había vuelto un tanto pesada, muy especialmente para quienes habían cenado opíparamente. Sin embargo, ello no parecía afectar en lo más mínimo a Mr. Pringle, cuya tez (su único defecto era una pequeña mancha o roseta cárdena en la mejilla derecha) era tan hermosa, que le impartía a su feliz poseedor un aire de juventud, pese a haber cumplido los cuarenta con creces; sobre todo en una persona que se afeita pulcramente y acostumbra acostarse antes de las dos de la madrugada.
Mientras el humo de su habano ascendía en espiral hacia el extractor, la mirada de Pringle volvió a fijarse una vez más en el hombre que cenaba en la mesa de al lado. Era un anciano que ya debía rondar los setenta, pero cuyas facciones erguidas lo hacían aparecer algunos años más joven, y en él se adivinaba, por su escrupuloso aseo y sus bigotes esmeradamente retorcidos y engomados, a un militar retirado. Había terminado de cenar desde hacía un rato, pero seguía sentado a la mesa, examinando una carta con una atención y un interés sin duda inherentes mucho más a su objeto que a la longitud del escrito, ya que Pringle pudo percatarse que no era excesiva. Finalmente, con un gesto en el que entraban por igual el hastío y el disgusto, el anciano se levantó y fue a ponerse su abrigo con la ayuda de un camarero, que le abrió la puerta con aire obsequioso, habitual en esos menesteres.
La simple curiosidad con que Pringle había mirado a su vecino se convirtió rápidamente en un profundo interés, tan pronto como la puerta se cerró tras el anciano militar. Tuvo que reprimir un sobresalto, puesto que acababa de divisar sobre la vecina mesa la carta que unos minutos antes el hombre había estado leyendo con tanto cuidado. Su primer impulso fue el de correr tras el anciano para devolverle el escrito olvidado sobre la mesa, pero ya había desaparecido y tampoco se veía al camarero por la sala. Pringle optó por sentarse y leer la carta que decía lo siguiente:
The Assvrian Rejuvenator, Co.,
82, Barbican, E. C. 5 de abril.
Distinguido Sr.:
Lamentamos oír que el «Rejuvenecedor» fracasó en sus manos. Ello puede haber ocurrido muy posiblemente por no haber seguido con todo el cuidado necesario las instrucciones para su uso, aunque hemos de señalar que nunca garantizamos su infalible éxito. Dado que se trata de una preparación sumamente costosa, no podemos admitir su reclamación según la cual nuestra tarifa es exorbitante. En ningún caso podemos acceder a su demanda de reintegrarle la totalidad o parte del importe. En el caso de que lleve a cabo su amenaza de recurrir a la vía judicial para recuperar su dinero, habrá de asumir toda la responsabilidad por cualquier publicidad que pueda resultar de su ensayo de la preparación.
Atentamente,
Henry Jacobs, secretario.
272, Piccadilly, W.
Teniente coronel Sandstream
A Pringle le pareció que aquella clara carta de tipo comercial difícilmente podía merecer la atención que el coronel Sandstream le había prestado; pero después de leerla y sopesarla nuevamente, regresó a su despacho de Furnival’s Inn.
Residía en el n.° 33, a la izquierda viniendo de Holborn y cualquier persona que subiera las escaleras de piedra y llegase al segundo piso, podía observar, sobre la puerta del despacho, el rótulo: «Mr. Romney Pringle, agente literario». Según las altas autoridades, la razón de ser de un agente literario consiste en servir de intermediario entre un editor voraz y su presa. Sin embargo, pese al hermoso escritorio de roble fino con amplios estantes que se ofrecía a la vista en el pequeño salón de Pringle, el mueble estaba vacío de cualquier manuscrito u original mecanografiado. Por lo visto no era muy escaso, sino totalmente nulo, el negocio que se realizaba en aquel despacho. De momento, el agente literario se hallaba ocioso, o «suspendida su actuación» para emplear la expresión teatral.
Mr. Pringle era madrugador, y a la mañana siguiente, cuando en el reloj-linterna de cobre que había encima de la chimenea —limpia del habitual barullo existente en las habitaciones de los solteros— dieron las nueve, ya había pasado un buen rato reflexionando acerca del incidente de la noche anterior, y tras un nuevo examen de la carta, su curiosidad no había dejado de crecer, por lo que decidió investigar el asunto del misterioso «Rejuvenecedor». Abriendo el armario situado en la parte inferior del escritorio, sacó una serie de botellas y de botes. Vertió unas gotas de uno de los frascos sobre una borla y, después de una leve fricción, hizo desaparecer por completo la rojez de su mejilla derecha. Acto seguido, puso un poco de líquido de otro frasco en una esponja y se lo pasó por las cejas, que de rubias se volvieron negras como el azabache. Luego, sacó una caja de falsos bigotes, escogió uno (el elemento más sencillo de un disfraz) y se lo pegó con unas gotas de goma líquida; cubrió su cabeza con una peluca negra que, como suele ocurrir en esos casos, seguía siendo un claro fraude a pesar de todos los arreglos. Satisfecho por la perfección de su disfraz, Pringle salió a la calle en busca de las oficinas del «Rejuvenecedor Asirio», fingiendo un porte militar que su alta y esbelta estatura y su rígida figura le permitieron componer en el acto.
—Mi nombre es Parkins, mayor Parkins —manifestó Pringle al abrir la puerta de una humilde habitación en el segundo piso del n.° 82, en la calle Barbican. Se dirigía a un caballero de aspecto lleno de unción— cuya rizada cabellera y luenga barba recordaban los toros alados de Nínive —que parecía ser el único representante de la sociedad. Este se inclinó cortésmente y le ofreció una silla.
—He sido encargado por un amigo —prosiguió Pringle— que ha leído su anuncio, para pedirle a usted alguna información suplementaria.
Como quiera que el problema del rejuvenecimiento era de los más delicados, sobre todo si se trataba de mujeres, los negocios de la sociedad The Assyrian Rejuvenator se realizaban en su mayoría por correspondencia. Era tan raro que un cliente desease una entrevista personal que el hombre que parecía un asirio, llegó a la conclusión de que su visitante se interesaba por un asunto totalmente distinto.
—¡Ah, sí! Se refiere usted al producto «Pelosia» —dijo vivamente—. Permítame que le lea un extracto del prospecto.
Y antes que Pringle pudiera replicar, el de la barba empezó a leer una hojita con su voz cargada de unción:
—Pelosia. El soberano tratamiento del barro, se utilizaba ya desde los tiempos más antiguos y con el mayor éxito en los famosos balnearios de Schwalbach y Franzensbad. Los propietarios de Pelosia, tras haber observado los efectos benéficos que, para los animales inferiores, se derivan del consumo de la tierra en su alimentación, se inclinaron a investigar sobre los usos internos del barro. El éxito que coronó el tratamiento de ciertos casos de dispepsia rebelde (la enfermedad tan característica de la edad neurótica) les indujo a que todo el mundo pudiera beneficiarse con el citado tratamiento. Para la absoluta salvaguarda del público, los empresarios se han asegurado los derechos de explotación de los depósitos de aluvión dejados por las corrientes de los ríos en los lugares más alejados de las aglomeraciones humanas y por consiguiente, de cualquier tipo de contaminación. Un cuidadoso análisis ha demostrado que los aluviones depositados en cierta zona, consistentes en partículas de minerales finamente divididas y prácticamente limpias de cualquier mezcla orgánica, dan los más satisfactorios resultados. Los propietarios de la empresa están dispuestos a facilitar las mejores condiciones a las entidades públicas.
—Muy agradecido —dijo Pringle, aprovechando una pausa del lector, pero me parece que anda usted un tanto confundido. He venido aquí para informarme acerca del «Rejuvenecedor Asirio». ¿Acaso me equivoqué de oficina?
—¡Le ruego disculpe mi absurdo error! Soy el secretario de la Assyrian Rejuvenator Company y nuestra empresa ostenta asimismo la propiedad de Pelosia —afirmó el barbudo, mirando fijamente a su interlocutor con sumo interés.
Era evidente que no era aquella la primera vez que el secretario se hallaba frente a una persona tímida, que fingía interesarse por la senilidad de un amigo, y en su fuero interno llegó a la conclusión que los bigotes postizos, las cejas teñidas de un negro azulado y la inconfundible peluca delataban, con toda evidencia, la decrepitud de Pringle, un nuevo cliente que a buen seguro venía en busca del auxilio de la compañía.
—Debo decirle, estimado señor —manifestó el secretario echándose hacia atrás en su sillón y juntando las yemas de los dedos—, debo decirle que nuestro específico es una fórmula reconocida y reputada en el mundo entero para aliviar los destrozos infligidos por los años en el cuerpo humano. Se trata de un secreto que se ha venido transmitiendo de generación en generación en la familia de su dueño original, y su fracaso es absolutamente imposible. No se trata de una droga, no es tampoco un cosmético aunque tenga las propiedades de ambos. Resulta agradable y calmante al usarlo y si es bien administrado durante las horas del sueño, no interfiere en lo más mínimo en las ocupaciones de la vida diaria. El precio es tan moderado, diez chelines y seis peniques, incluido el sello del Gobierno, que solamente puede resultar remunerador si se vende en enormes cantidades. Si usted, ¡naturalmente, en favor de su amigo!, desea comprar un frasco, con el mayor gusto le explicaré cómo ha de procederse a su uso.
Mr. Pringle depositó medio soberano y seis peniques encima de la mesa, mientras el secretario, metiendo la mano en una gran caja que tenía a su lado, sacó un paquete que contenía una cajita de cartón adornada con la reproducción de la absurda ilustración de La Tumba de Blake, en la que se veía a un anciano centenario cojeando con sus muletas dentro de una especie de sótano de banco, con una cumbre rocosa en la cual estaba sentado un joven desnudo y con una expresión extática.
—¡Aquí tenemos todo el sistema! —dijo expresivamente Mr. Jacobs.
Abrió la cajita y extrajo de ella un frasco de tamaño regular y un infernillo de alcohol atado con un lacito.
—Antes de marcharse a la cama —explicó— se vierten unas gotas del frasco dentro del recipiente que está encima del infernillo, que hay que encender para vaporizar la preparación que el paciente debe inhalar. Lo mejor es concentrar el pensamiento en cualquier objeto hermoso, mientras que el delicioso aroma relaja al paciente para dormir.
—¿Pero cómo actúa? —inquirióse el mayor un tanto impaciente.
—Del siguiente modo —contestó el secretario, impertérrito—: Cabe recordar que la apariencia de la edad es debida esencialmente a las arrugas; esto significa que la piel pierde su elasticidad y su plenitud, y es una gran verdad que la belleza se halla a flor de piel. —El barbudo secretario se rió alegremente y prosiguió—: Las articulaciones se vuelven rígidas al perder su tonicidad natural, la figura se encorva y los órganos vitales declinan en sus funciones por la misma causa. En una palabra, la vejez es debida a la pérdida de la elasticidad, y esta es la verdadera propiedad que el «Rejuvenecedor» le imparte a todo el sistema, si se inhala durante unas horas cada día.
Mr. Pringle consiguió mantener diplomáticamente su seriedad mientras le explicaban los méritos del «Rejuvenecedor» y sólo después de haberse despedido muy cortésmente de Mr. Jacobs y una vez fuera del despacho, pudo soltar una carcajada sin importarle el buen equilibrio de su bigote postizo.
Aquella misma noche, alrededor de las nueve, la portera de la oficina de la calle Barbican regresaba de efectuar sus compras, pensando en el sabroso pescado fresco que había adquirido para la cena.
—¿Mistress Smith? —preguntó una voz masculina a sus espaldas, cuando sacaba la llave.
—¡Mi nombre es Hodges! —replicó la portera inadvertidamente, dejando caer la llave en su azoramiento.
—Es usted la portera, ¿verdad? —preguntó el forastero, recogiendo la llave y tendiéndosela cortésmente.
—¡Dios mío! Me ha dado usted un susto, señor —exclamó vacilante.
—Crea que lo siento. Solamente deseaba saber si puedo entrevistarme con Mr. Jacobs, de la Assyrian Rejuvenator Company.
—Bueno, señor, me ha dicho que no debía darle a nadie su dirección. Además, no la sé en absoluto, señor, pues siempre mando las cartas a Mr. Weeks.
—No quiero que incurra usted en una falta. Ya sé que no le permitiría decírmela.
Un soberano sonó contra la llave en la palma de la señora Hodges; la mujer se quedó dudando unos segundos, pero sus ojos percibieron el destello del oro y cedió:
—Todo cuanto sé, señor, es que cuando Mr. Jacobs está fuera, yo mando las cartas —y hay un buen montón— a Mr. Newton Weeks, al Northumberland Avenue Hotel.
—¿Se trata de alguien de la firma?
—Lo ignoro, señor, pues nadie viene aquí a no ser Mr. Jacobs.
—Muy agradecido, señora, y buenas noches —dijo el forastero, bajando la calle Barbican, mientras Mistress Hodges seguía mirándose la mano, como si temiese que el tan ansiado oro pudiera desaparecer.
Al día siguiente, Mr. Jacobs recibía una carta en el hotel:
7 de abril.
Señor: Mi amigo el coronel Sandstream me informa que se ha presentado a la policía solicitando que abra una investigación en contra de usted, con respecto del dinero que recibió de él con falsos pretextos, según sus alegaciones. Como quiera que estoy persuadido de que su postura es justa, hecho que pude comprender mucho mejor aún después de mi entrevista de ayer con usted, tengo a bien mandarle este aviso para que pueda escapar antes de que sea demasiado tarde. No confunda mis motivaciones; no tengo la intención de salvarle del castigo que tanto merece, sino que deseo simplemente ahorrar a mi amigo la ridícula situación en la que se hallaría ante la gente si le persiguiera a usted.
Su fiel servidor,
Mayor Joseph Parkins
Sr. Newton Weeks
Northumberland Avenue Hotel.
Mr. Jacobs leyó aquella carta, mejor dicho, aquella declaración de guerra con toda una mezcla de impresiones.
¡De modo que su visitante de ayer era el amigo del coronel Sandstream! Evidentemente, se presentó para informarse en contra suya. ¡Viejo demonio ese Sandstream! ¿Pero cómo se las había apañado para descubrir su dirección? Todo parecía señalar que la policía había metido las narices en el asunto. La señora Hodges era muy discreta. A nadie más podía darle la dirección que no fuese la policía. Pese a todas las precauciones, las cosas tomaban un cariz muy feo; todo parecía señalar que el juego había terminado. Algún día tenía que ocurrir, y ya se había encontrado en situaciones mucho peores. Al fin y al cabo, no podía quejarse: últimamente, el negocio del «Rejuvenecedor» había marchado óptimamente. Pero ¿y si todo aquello no fuera más que un camelo, un ardid para intimidarle?
Volvió a leer la carta; su autor había cuidado mucho en no dar sus señas, pero aquello no dejaba de ser muy lógico en un asunto de esa índole. De todas maneras, fueran cuales fueran las motivaciones del mayor, no podía ignorar el aviso y estaba claro que en aquel preciso momento Londres se había convertido en un lugar peligroso para él. Debía hacer sus maletas y estar preparado para cualquier emergencia y tenía que llegarse hasta Barbican para efectuar un reconocimiento. Si las cosas se ponían negras, correría directamente a la estación de Cannon Street para coger el tren continental de las 11,5. ¡Demostraría a aquella gente que Harry Jacobs no era de los que se dejan embaucar con reclamaciones!
Míster Jacobs mandó detener su carruaje a cierta distancia del edificio donde se hallaba la oficina del «Rejuvenecedor», pero en el momento en que iba a bajar se detuvo, fascinado por la brusca aparición de Pringle. Este estaba paseando tranquilamente por delante del n.° 82, y tan pronto como el carruaje se paró, se puso a consultar ostensiblemente una gran libreta, mirándola varias veces y luego mirando hacia su víctima, como si comparara una descripción. Vestido con un largo chaquetón, un hongo y unas gruesas botas que en la febril imaginación de Mr. Jacobs cobraban un aspecto claramente policial, Pringle representaba con toda evidencia el interés de la policía por el establecimiento; y esa idea se confirmó cuando Pringle, fingiendo su satisfacción por su minucioso examen, sacó un papel de su libreta y dio unos pasos hacia él. Sin esperar mayores acontecimientos, Mr. Jacobs se echó hacia atrás precipitadamente y susurró con voz ronca a través de la ventanilla.
—¡A Cannon Street! ¡A toda prisa!
El cochero hizo girar su caballo con rapidez. Interesado, había asistido a la escena, y simpatizaba con el deseo de su cliente de escapar cuanto antes a lo que parecía ser la larga mano de la ley. En aquel mismo instante, se presentó un cabriolé vacío en el que Pringle se metió prestamente:
—¡Siga aquel coche y no lo pierda de vista por lo que más quiera! —gritó, señalando al que se alejaba.
Mientras corrían por la calle Barbican, el cochero de Mr. Jacobs se volvía de vez en cuando para observar su expresiva pantomima, y con el instinto de un verdadero deportista, lanzó su caballo a pequeño galope. Pero al doblar la esquina de Aldersgate Street, la vigilante mirada de un guardia hizo frenar aquella moderada exhibición de velocidad, y de no haber sido por un pesado ómnibus sobre rieles que allí se interpuso cerrando el camino, Pringle habría alcanzado a su perseguido y la farsa hubiera terminado allí mismo. Pero el ómnibus salvó la situación. Aquel momento de respiro era cuanto el perseguido míster Jacobs necesitaba, y correspondiendo a las munificientes promesas de su cliente, el cochero volvió a lanzar su caballo a galope por el pavimento de madera, seguido a larga distancia por el coche de Pringle.
Aquella carrera sembró la desbandada por Aldersgate Street. Ambos carruajes iban zigzagueando de una parte a otra de la calle por entre las apretadas filas de omnibuses y de carros; los caballos patinaban y resbalaban sobre el grasiento suelo, arrancando el barro con sus cascos y proyectándolo en todas las direcciones, siempre al borde de la colisión… En vano los guardias gritaban a los dos coches que se detuvieran: las órdenes caían en oídos de sordos; la gente agitaba las manos en balde e incluso algunos trataban de empuñar las riendas de las bestias aparentemente desbocadas… Si un carro hubiera surgido inesperadamente de una calle lateral, el desastre habría sido inevitable; los obstáculos se desvanecían a medida que los carruajes lanzados a toda velocidad se acercaban, conducidos triunfalmente en los pasos más estrechos, hasta que se metieron sanos y salvos en St. Martin’s-le-Grand.
Al entrar en la Newgate Street, se encontraron con un embotellamiento que paralizaba el tráfico. El cabriolé de Mr. Jacobs se coló por una brecha, rozando el varal de un ómnibus y siendo insultado vigorosamente por los viajeros. Pero el cochero de Pringle que intentaba seguirlo, fue detenido por la orden imperiosa de un guardia.
—¡Lo siento, señor, no hay nada que hacer! —exclamó el cochero cuando, después de tres minutos de espera, entraron en St. Paul’s Churchyard—. ¡Ya no lo veo por ninguna parte!
—¡No importa! —replicó Pringle alegremente—. ¡Lléveme a la oficina de telégrafos de Charing Cross!
Allí, Pringle mandó el siguiente mensaje:
Para la Sra. Hodges, 82, Rarbican. He tenido que salir de la capital. Mr. Weeks se hará cargo de la oficina.
Jacobs
A eso de las dos de la tarde, Pringle, disfrazado con la peluca y los bigotes del mayor Perkins, tiraba de la campanilla de la portería en el n.° 82.
—Soy Mr. Weeks —anunció a Mistress Hodges cuando ésta asomó, saliendo de las entrañas de la tierra—. Mr. Jacobs tuvo que salir de la ciudad y me ha pedido que me haga cargo de la oficina.
—¡Sí señor! He recibido un telegrama de Mr. Jacobs al respecto. Supongo que conoce usted el camino.
—Claro que sí, pero Mr. Jacobs se ha olvidado de mandarme la llave de la oficina.
—Será mejor que le deje la mía hasta que Mr. Jacobs pueda mandársela —dijo la portera, buscando en su voluminoso bolsillo—. ¿Espero que no le habrá ocurrido nada malo?
—¡Oh no! Por lo visto, necesitaba tomarse un corto descanso; eso es todo.
Cogiendo la llave que le tendía la confiada mujer, Pringle subió al segundo piso y entró en la oficina. Se sentó ante el escritorio y echó una ojeada al despacho.
Aquel Jacobs debía ser un pobre hombre, pues a pesar de toda su bajeza, no hubiera debido asustarse con tanta facilidad, pensó Pringle. Y sacando un trozo de cera de su bolsillo, se puso a extraer cuidadosamente un molde de la llave que la portera le había entregado.
Una vez tomada posesión del despacho del «Rejuvenecedor», no tardó mucho en percatarse de que el deseo de Mr. Jacobs de cambiar de negocio había fracasado totalmente. Hay que recordar que durante su entrevista con Pringle, Mr. Jacobs supuso que su visita se relacionaba con el preparado llamado Pelosia y cuyas virtudes elogió leyendo un papelito compuesto con su tan acusado estilo. Pringle encontró allí mismo varios miles de prospectos similares, que por lo visto llevaban mucho tiempo en el despacho, abandonados por completo. Ante la falta de cartas o de demandas al respecto, estaba claro que el público no había prestado la más mínima atención a las ventajas derivadas de la administración interna del barro, y que Mr. Jacobs no tuvo otro remedio que seguir aferrándose a la estafa que ya estaba en marcha. ¡Al fin y al cabo, el «Rejuvenecedor Asirio» era muy rentable! Además, el mercado de las especialidades farmacéuticas estaba francamente saturado.
El precio del «Rejuvenecedor Asirio» era de los que permitían hacer muy fácil el pago contra reembolso de la mercancía. Diez chelines y seis peniques era una cantidad que la mayoría de los banqueros se negaban a abonar por cheque, razón por la que los pagos se efectuaban generalmente por giro postal; y Pringle fue adquiriendo una confianza cada vez mayor en la opinión de Carlyle acerca de sus semejantes, al cobrar cada mañana en la Oficina General de Correos los giros del día anterior, de camino hacia el despacho de la calle Barbican. El negocio no podía ser más floreciente y lo único que empañaba su satisfacción era la posibilidad de una interferencia legal a petición del coronel Sandstream, contra las operaciones de la empresa The Assyrian Rejuvenator. Sin embargo, de momento la fortuna le sonreía y Pringle seguía despachando con suma energía los paquetes de «Rejuvenecedor» en respuesta a la lluvia diaria de pedidos postales. Lo cual pudo realizar sin la menor dificultad ya que había encontrado en el despacho una enorme cantidad de paquetes debidamente embalados y listos para ser expedidos por correo.
Un día en que se hallaba atareado en aquella operación, que con el tiempo habíase vuelto puramente maquinal, oyó cómo alguien subía pausadamente las escaleras y se detenía en el descansillo ante la puerta del despacho. En el piso de arriba, el tercero, vivía un importador de cigarros puros de Alemania, y por lo visto el visitante estaba recobrando el aliento antes de subir el resto de las escaleras. Pero después de jadear un par de veces, el visitante recobró su respiración y se fue directamente hacia la puerta del despacho ocupado por Pringle, llamó perentoriamente y, abriéndola, entró sin más ceremonias.
No necesitaba presentarse: Pringle le reconoció a la primera mirada aunque nunca lo había vuelto a encontrar desde la noche memorable en el restaurante Cristiani’s.
—¡Soy el coronel Sandstream! —gruñó, mirando en torno suyo con fiereza.
—Mucho gusto en conocerle, caballero —replicó Pringle con firmeza—. ¡Siéntese, por favor! —agregó cortésmente.
—¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Mi nombre es Newton Weeks. Soy…
—¡No es a usted a quien quiero ver! —interrumpió ásperamente el coronel—. Quiero ver al secretario de esta empresa, y no tengo tiempo que perder.
—Lamento decirle que míster Jacobs…
—¡Ah, sí, ese es el nombre! ¿Dónde está? —interrumpió de nuevo el viejo militar.
—El señor Jacobs se halla fuera de la ciudad en este momento.
—¡Bueno! Pero no voy a correr tras él… ¿Cuándo volverá?
—Me es totalmente imposible decírselo. Pero estaba diciéndole precisamente a usted que en mi calidad de director de la empresa, actúo asimismo de secretario durante la ausencia de Mr. Jacobs.
—¿Cómo dice que se llama? —preguntó el coronel, desdeñando la silla que Pringle le había ofrecido.
—Newton Weeks.
—Newton Weeks —repitió el viejo militar, anotando el nombre en el revés de un sobre.
—Director gerente —agregó con suavidad Pringle.
—Pues bien, míster Weeks, puesto que representa usted a la compañía —dijo el coronel con una mirada de desprecio a su alrededor—, le diré que he venido con motivo de la carta que tuvo usted la impertinencia de mandarme.
—¿De qué fecha es dicha carta? —preguntó ingenuamente Pringle.
—¡No lo recuerdo! —soltó el coronel.
—¿Puedo preguntarle cuál era el objeto de la carta?
—¿El objeto? ¡Ese maldito «Rejuvenecedor» suyo, evidentemente!
—Ha de saber que recibimos y mandamos un montón de cartas relacionadas con el «Rejuvenecedor», y mucho me temo que si no trae usted la carta…
—¡La perdí o se me olvidó en algún lugar!
—¡Lo siento! Aunque si recordase usted el contenido de su carta, puesto que a mí me es absolutamente imposible recordarlo…
—¡Lo recuerdo perfectamente bien! ¡No se me olvidará tan pronto! Les pedía que me devolviesen el dinero que les pagué por ese «Rejuvenecedor» que dicen… porque es totalmente inútil, y en su respuesta no sólo se niegan a devolvérmelo, sino que tienen la osadía de insinuar que no me atreva a demandarles.
Al ver que Pringle no contestaba, prosiguió con mayor furia:
—¿Quiere que le diga cuál es mi opinión acerca de usted?
—Siempre es agradable escuchar la opinión de nuestros clientes.
La calma de Pringle parecía enfurecer todavía más al coronel.
—¡Pues bien, señor, ahora mismo la va a escuchar! ¡Considero esa carta como la más imprudente tentativa de chantaje que jamás se haya visto! —Las palabras rechinaban entre los apretados dientes del viejo militar iracundo.
—¡Un chantaje! —repitió Pringle, fingiendo una expresión de horror para guardar su presencia de ánimo.
—¡Sí señor! ¡Un chantaje! —afirmó el coronel, asintiendo vigorosamente con la cabeza.
—Evidentemente —afirmó Pringle con un gesto de disculpa—, sé que entre nosotros ha habido un intercambio de correspondencia, pero no puedo recordar todas y cada una de las palabras de la misma. Además aunque trate usted de sacar esa lamentable conclusión de la carta, estoy persuadido de que existe algún, malentendido en este caso. Debo negarme a aceptar que por parte de nuestra compañía hubiera una intención semejante a la que acaba usted de aludir.
—¡Ah! ¿De manera que se niega a admitirla? ¡Tampoco admite que ha estado cobrándome libras y más libras por su absurda mixtura que no me ha servido de nada! ¿Acaso se niega a devolverme el dinero? ¡Se imagina usted que no me atreveré a demandarle porque ello pondría de manifiesto lo estúpido que he sido! ¡No me diga eso, señor! ¡Le juro que se acordará usted de mí!
—Siento mucho que haya surgido este desagradable incidente —manifestó Pringle—, pero…
—¡Desagradable o no, señor, voy a acabar con ese pequeño juego! Si no hubiera perdido su carta, habría venido antes. Pero puesto que es usted el director, mucho me alegra el haberle encontrado en lugar de su secretario. ¡En cualquier caso, he venido para decirles que son un atajo de estafadores! ¡De estafadores, señor!
—Puedo permitirle todos sus desplantes —dijo Pringle, levantándose de su silla con aire de afectada dignidad—, pero lamento ver a un honorable oficial de Su Majestad perdiendo los estribos de esa manera.
—¡Al igual que su impertinencia, señor! —vociferó el viejo militar—. ¡El dinero no me preocupa, se lo aseguro, pero por mucho que me cueste, le juro que he de llevarles a ustedes ante el tribunal! ¡Sí señor, a usted y al tunante de su secretario también! ¡Hoy mismo presentaré una querella!
Rojo de ira, el coronel salió del despacho y bajó furiosamente las escaleras.
Pringle lo siguió corriendo y llegó a la puerta exterior a punto para oír al coronel darle al conductor de un coche de alquiler la siguiente orden: «¡A la comisaría de Mansión House!». El coche arrancó a toda marcha.
De regreso al despacho, Pringle se dedicó inmediatamente a quemar toda la correspondencia de los últimos días. Seguidamente, recogió el último paquete de giros postales que fue a cobrar a la Oficina General de Correos, después de lo que volvió a su residencia de Furnival’s Inn. De todas maneras, la farsa no podía prolongarse durante mucho tiempo.
Al llegar a su casa, Pringle se quitó rápidamente la peluca y el bigote postizo y volvió a hacer aparecer de nuevo la mancha cárdena de su mejilla derecha, con lo que volvió a ser un agente literario desocupado.
Era ya la una y media de la tarde cuando, después de almorzar ligeramente en un restaurante cercano, encendió un puro y se fue paseando ociosamente hacia el este.
En el momento en que llegaba a la calle Barbican, daban las tres en el reloj de St. Paul. Entró en una taberna situada frente al número 82 y se sentó ante una ventana que le permitía vigilar aquella casa.
Las campanadas iban marcando el tiempo que transcurría, un cuarto de hora tras otro. Pringle tuvo que pedir una nueva bebida. Encendía su tercer cigarro, cuando por fin su paciencia obtuvo su recompensa. Mirando de pronto hacia la ventana del segundo piso, pudo ver a un extraño individuo que vigilaba la calle.
La marcha de los acontecimientos no pudo ser más rápida: ¡Por lo visto, había renunciado a tiempo a su cargo de secretario!
Poco después de que la cara extraña desapareciera de la ventana, un carruaje de cuatro ruedas se detuvo frente a la taberna y un individuo con un par de gruesas gafas azules y con un bolso Gladstone, se apeó y miró cuidadosamente hacia la oficina del «Rejuvenecedor». Míster Jacobs —pues se trataba de él— no deseaba que le atraparan desprevenido esta vez.
Finalmente, satisfecho por la apariencia normal del edificio, cruzó la calle, y para mayor diversión de Pringle, desapareció en la casa de enfrente. No tuvo que esperar mucho tiempo para presenciar el nuevo acto del drama. No habrían transcurrido diez minutos desde la desaparición de Mr. Tacobs, cuando el hombre que vigilaba desde la ventana del segundo piso salió de la casa y llamó al cabriolé que esperaba delante de la taberna. Mientras abría la puerta del coche, un segundo individuo salió de la casa, sujetando a Mr. Jacobs por el brazo. El secretario, confuso y abatido, volvió a meterse en el carruaje seguido por el hombre que acababa de detenerle; el primer hombre subió a su vez y el grupo salió hacia un destino que Pringle no tuvo que esforzarse mucho en adivinar. Pagó al camarero y salió a la calle.
La oficina del «Rejuvenecedor» parecía estar desierta una vez más, y el cartero entró durante su recorrido de la tarde. Pringle paseó por la calle y luego, tan pronto como reapareció el cartero, dio media vuelta y entró resueltamente en la casa. Subió las escaleras sin ruido y llamó a la puerta. Nadie contestaba. Volvió a llamar con más fuerza, y finalmente accionó el picaporte. Tal como pensaba, la puerta estaba cerrada con llave y satisfecho al ver que no había nadie, metió su duplicado de la llave en la cerradura, abrió y entró en la oficina.
Los libros yacían desordenadamente por el suelo, los cajones estaban abiertos y las cajas revueltas: todo ello atestiguaba claramente que habían registrado el despacho en busca de pruebas comprometedoras. Sin embargo, Pringle no prestó la menor atención a esos detalles. ¡Lo único que le interesaba era el buzón! Abrió los sobres recién llegados y se metió los giros postales en el bolsillo, tirando las cartas inservibles en una caja vacía.
Cuando deambulaba por la calle, dirigiéndose por última vez a la Oficina General de Correos, se cruzó con los dos detectives que regresaban en busca del «Director gerente».