I
Las empresas fabricantes de bicicletas invadían el mercado. En pocos días hacían fortunas inmensas y, a veces, se perdían algunas por montar nuevas sociedades. Las acciones mineras no estaban muy boyantes por aquel entonces, y cualquier sociedad que tuviera en su denominación la palabra «bicicleta» o «neumático» estaba segura de atraer capital, independientemente de las perspectivas que pudiese ofrecer a los ojos de los expertos. Las viejas empresas privadas de fabricación de bicicletas se ofrecían repentinamente a la venta y sus antiguos dueños, ya enriquecidos, se hacían construir hermosas torres en la Riviera, compraban yates, caballos para las carreras, y se retiraban para siempre de los negocios. En ciertos casos, los accionistas cobraban el valor de sus acciones, algunas veces ganaban mucho dinero, otras menos, y en ocasiones todo eran pérdidas; pero esto no impedía que las cosas siguiesen adelante. Era muy raro que, al abrir un periódico, uno no encontrase, cubriendo varias columnas, anuncios publicitarios de nuevas sociedades fabricantes de bicicletas, con el capital expresado en cantidad de por lo menos seis números, y a menudo hasta de siete. Los más antiguos y tradicionales periódicos, en cuyos editoriales nunca se leía nada que no se hubiera olvidado desde hacía años, exhibieron de pronto en sus columnas el escandaloso fenómeno de «anuncios de quiebras», y las ofertas de suscripciones ocupaban afrentosamente media página y hasta toda ella en las secciones de anuncios, lo cual no dejaba de ser un hecho capaz de causar una apoplejía a los directores de la vieja escuela.
En medio de toda esta agitación, ocurrió que la firma detectivesca Dorrington & Hicks, fue llamada para realizar una investigación a cuenta de la famosa y antigua firma Indestructible Bicycle and Tricycle Manufacturing Company de Londres y Coventry. El caso no era lo bastante intrincado o dificultoso como para requerir la atención personal de Dorrington, razón por la cual lo puso en manos de uno de sus auxiliares. El caso es que existían ciertas dudas acerca de la validez y autenticidad de una patente relacionada con un método especial para tensar rayos y enderezar ruedas de las bicicletas, y el ayudante de Dorrington debía indagar, sin llamar la atención sobre el asunto, si existía o no alguna prueba evidente, un documento o memoria de algún veterano del ramo, sobre la aplicación de dicho método, o sistema similar, antes del año 1885. El ayudante cumplió con su tarea de investigación y entregó el dictamen a Dorrington.
Hemos de decir, por cuanto esta es la verdad, que el principal motivo del interés de Dorrington por aquel asunto, era su propia conveniencia personal, pues como los demás, también estaba enterado de que era posible ganar mucho dinero con las sociedades fabricantes de bicicletas. Por eso mismo, al igual que la demás gente, abrigaba el gran deseo de conseguir consejos confidenciales de cualquier persona «metida en el secreto», consejos que podían permitirle introducirse en el «buen negocio», tan codiciado por cuantos revoloteaban angelicalmente al margen del mercado de rentas y acciones.
Esa es la razón por la cual Dorrington decidió convertir el pequeño asunto de la patente de ruedas en un propio y provechoso negocio. Dorrington era un hombre de infinitos recursos, muy capaz y buen compañero, y no olvidaba que había mucho dinero que ganar en el comercio de bicicletas. ¿Por qué perder la oportunidad de lucrarse en la selva de aquel negocio y, a la vez, conseguir cuanto pudiera en su camino: informaciones, participación en acciones, un puesto de dirección, etc.? De manera que Dorrington se adueñó de la información de su ayudante y fue directamente a la oficina central de la Sociedad «Indestructible» en Holborn Viaduct, decidido a convertirse en uno de los consejeros del director de la empresa.
Por el camino le llamó la atención el hermoso escaparate de un comercio de bicicletas, que le pareció recién instalado pues no recordaba haberlo visto anteriormente. En la luna de la vitrina rezaba el nombre de la sociedad The Avalanche Bicycle and Tyre Company; detrás de la vitrina podían contemplarse numerosas máquinas relucientes y flamantes con sus pinturas esmaltadas y sus níqueles, marcadas con el magnífico calco rojo y oro de la firma; en medio de todas aquellas máquinas nuevas, se mostraba otra bicicleta, cubierta de barro seco, pero que habían tenido el gran cuidado de limpiarla en el sitio indicado para que pudiera verse la misma marca que decoraba a las demás. Sobre la vieja bicicleta podía leerse un cartel que decía que su propietario, una persona cualquiera, había cubierto montada en ella una distancia increíble por malos caminos y en muy poco tiempo. La gente se detenía ante la vitrina y miraba con la boca abierta y gran respeto el cartel, las bicicletas, los calcos y el barro, pero sin dedicar mucha atención a unas pilas de tarjetas blancas, cubiertas de gruesos caracteres con el nombre de la empresa, con la palabra «limitado» y, al pie, la frase «suscripción pública» en letras negras muy destacadas. Se trataba naturalmente de la misma tarjeta que, al igual que varios miles de personas, Dorrington había recibido aquella misma mañana por correo: detalle que no se le escapó, ni mucho menos. Asimismo había podido leer en el diario matutino toda una media página con ese mismo anuncio de suscripción pública y, por la tarde, el periódico vespertino publicaba el mismo anuncio. En la relación de los directores de la firma, figuraban varios nombres ilustres, junto con otros nombres desconocidos, sin duda los de los «artesanos». Al pie de la lista, rezaban positivas promesas de pingües dividendos, apoyadas y probadas incuestionablemente por un montón de cifras concretas, tan genuinas y seguras, que ningún hombre razonable, al parecer, podía dejar de vender inmediatamente el sombrero y las botas para comprar por lo menos una acción y con ello iniciar su fortuna.
Es cierto que el negocio acababa de montarse, pero las cosas iban muy bien pues se estaba desarrollando con asombrosa rapidez, lo cual era natural para una avalancha, se desbordaba y ya no era posible, en absoluto, cumplir con los pedidos; por esto los dueños se veían obligados, aunque a regañadientes, a dejar que el público participase de aquella fortuna.
Esto ocurría un jueves. La suscripción de las acciones se abriría el lunes siguiente por la mañana y se cerraría inexorablemente el martes a las cuatro de la tarde, pero habría una prórroga misericordiosa hasta el miércoles por la mañana para los candidatos a la riqueza que fuesen tan desventurados como para vivir en las aldeas y el campo. De manera que convenía no perder tiempo si uno no quería estar entre los desafortunados cuyo dinero les sería totalmente devuelto, sin que pudieran participar en el reparto de acciones. El anuncio de la suscripción no decía textualmente eso, pero ninguna persona sensata podía dejar de sentir que los directores de la firma estaban deseosos de que nadie sufriera una lesión en la avalancha que se avecinaba.
Dorrington abandonó el escaparate de la tienda de bicicletas y se dirigió hacia la sede de la conocida empresa Indestructible Bicycle Company. Desde hacía ya diez años, o más, la empresa estaba constituida como sociedad anónima de tipo privado y, durante los ocho o nueve años anteriores, había sido un consorcio de experiencia muy próspera. El fundador de la firma, Mr. Paul Mallows, ocupaba actualmente el cargo de director gerente y era considerado como uno de los grandes pilares de la industria de la bicleta. Al llegar a la oficina central, Dorrington entregó su tarjeta a un empleado, solicitando entrevistarse con Mr. Mallows.
Al parecer, éste estaba fuera, pero su secretario, míster Stedman, se hallaba en su despacho y recibió a Dorrington. Mr. Stedman era un hombre joven y simpático, antiguo ciclista amateur y todavía gran aficionado a este deporte. En diez minutos el asunto quedó zanjado y el buen tacto de Dorrington enfrascó al secretario en una charla muy amena de intercambio de anécdotas. Dorrington manifestó gran interés por el ciclismo y, sabiendo que su interlocutor había sido corredor, se mostró especialmente apasionado por las carreras.
—El próximo sábado tendrá lugar una prueba interesantísima, cuando menos así lo espero —dijo Stedman—. Mejor dicho —prosiguió—, espero que el récord de las cincuenta millas será batido. Creo que nuestro hombre, Gillett, triunfará con toda seguridad, pero necesitará esforzarse. La semana que viene espero ver una buena lista de nuevos récords en nuestros anuncios publicitarios. Su rival más temible es Lant, el nuevo corredor, ya sabe, que está contratado por la marca Avalanche.
—Por lo visto, se presenta ante el público como una sociedad limitada, ¿no es así? —preguntó casualmente Dorrington.
Stedman asintió con la cabeza, haciendo una pequeña mueca.
—¿Parece que no lo considera algo correcto? —dijo Dorrington al advertir la mueca—. ¿Qué ocurre?
—Bueno —contestó Stedman—, naturalmente yo no sé nada. No conozco mucho a esa firma; nada se sabe concretamente, pero en lo que a mí respecta, puedo decirle que parece que han realizado un gran negocio en muy poco tiempo. Bueno, si es que se trata de un negocio auténtico como se presenta a simple vista. Pero esa gente quiere un montón de capital, y luego está eso de la suscripción. Bueno, esa gente está muy satisfecha, sabe. No digo que las cosas no estén bien, claro, pero no me atrevería a aconsejarle a un amigo que se metiera en ese negocio.
—¿No?
—Desde luego que no. Aunque no dudo de que conseguirán el capital o gran parte de él. En estos momentos casi todos los fabricantes de bicicletas o de neumáticos logran cubrir sus suscripciones. Y esa Avalanche negocia con los dos productos a la vez, y además tiene una excelente publicidad, ya sabe. Lant ha ganado últimamente muchas carreras con sus máquinas y lo han pregonado por doquiera con todos los medios. Sabe Dios qué pasará si consiguen que su hombre gane la carrera de las cincuenta millas el sábado batiendo a nuestro corredor Gillett. ¡Eso les ayudaría mucho! Este sería precisamente el momento más oportuno. He de decirle que hasta la fecha, Gillett no ha perdido nunca en esa distancia; Lant no debería ganar aunque, como ya le he dicho, es muy rápido. ¡Va a ser una gran carrera, se lo aseguro!
—Me gustara verla.
—¿Por qué no viene? Trate de hacerlo. Tal vez quisiera venir esta noche después de cenar al velódromo para ver el entrenamiento de nuestro corredor. Puedo asegurarle que es muy interesante presenciar todo el sistema de máquinas necesarias para entrenar. ¿Querrá venir?
Dorrington aceptó con sumo gusto y sugirió que Stedman cenase con él antes de ir al velódromo. Stedman, encantado con su nueva relación —como le ocurría a cualquiera en su primer encuentro con Dorrington— aceptó con gran satisfacción.
En ese preciso momento se abrió la puerta del despacho y apareció un hombre muy bien vestido, de mediana edad y de cara afeitada y fofa.
—Le ruego que me disculpe —dijo el recién llegado—, pensaba que estaba usted solo. Acabo de lastimarme un dedo al abrir la puerta de mi cabriolé: uno de los tornillos de la empuñadura se salió… ¿No tendría un trozo de esparadrapo? —preguntó, enseñando su dedo ensangrentado.
Stedman miró en el cajón de su escritorio, con aire de duda, al tiempo que Dorrington exclamaba:
—No busque, tengo un poco de esparadrapo en mi cuaderno de apuntes. Siempre es conveniente llevarlo. ¿Necesita mucho?
—Gracias, con una pulgada bastará.
—Permítanme presentarles —dijo Stedman—: Míster Dorrington, de la firma Dorrington & Hicks. Nuestro director gerente, Mr. Paul Mallows.
Dorrington estaba satisfechísimo de conocer a Mr. Mallows y personalmente se encargó de envolverle con esparadrapo el dedo lastimado.
Mr. Mallows tenía la fuerte corpulencia de un hombre que en otros tiempos tuvo aue trabaiar duramente, pero ahora lucía las carnes pesadas y fláccidas que denotaban que vivía un período de holgura y pereza.
—Míster Mallows —exclamó Stedman—, ¡lo meior es la bicicleta! Después de todo, los cabriolés son peligrosos.
—¡Ah, la juventud! —replicó Mr. Mallows enunciando lentamente las palabras—. Los jóvenes pueden permitirse el lujo de ser activos. Pero nosotros, los mayores…
—Podemos permitirnos el lujo de un cabriolé —agregó Dorrington antes de que el director pronunciara sus últimas palabras—. ¡Perfectamente, la bicicleta lo puede todo; la bicicleta es una cosa maravillosa!
Dorrington no se había equivocado al catalogar a su hombre y su indirecta referencia a su riqueza halagó mucho a Mr. Mallows. Dorrington volvió a exponer su informe acerca de la patente de los rayos, después de lo cual el director se despidió:
—Hasta la vista, Mr. Dorrington —dijo—, le estoy sumamente agradecido por haberse ocupado personalmente con tanto esmero de este asunto de la patente. Pienso que ahora Mr. Stedman y yo podremos atender el caso. ¡Hasta la vista! Espero tener el placer de encontrarle de nuevo.
Y Mr. Mallows se marchó haciendo gala de su torpe majestad.
II
—¿De manera que piensa usted que esa Avalanche no es un buen negocio de inversión? —preguntó Dorrington tan pronto como Stedman y él, tras una cena excelente, se dirigían en un coche hacia el velódromo.
—Bueno, bueno —contestó Stedman— dejemos ese asunto. De momento hay otras cosas mucho más importantes que hacer. Tal vez un poco más tarde pueda indicarle algo más interesante, pero no debe apresurarse. En cuanto a Avalanche, aun cuando todo se desenvolviera satisfactoriamente, se está haciendo demasiada propaganda en torno a ella como para poderme gustar. Ya sabe, corren toda clase de rumores, se dice que esa gente tiene algo metido «en las mangas» y cosas parecidas; hay toda una serie de insinuaciones misteriosas en los periódicos y hasta se afirma que los de Avalanche tienen en sus manos un asunto capaz de revolucionar el negocio de las bicicletas. Tal vez sea cierto. Pero el hecho de que no lo saquen a relucir con miras a la suscripción pública de las acciones, es algo que no entiendo, a menos que esa gente no desee un verdadero alud. De todos modos, hasta ahora nunca se habían mostrado temerosos ante ningún asunto de ese tipo.
Llegaron al velódromo poco después de la siete, pero Gillett aún no estaba entrenándose. Dorrington observó que Gillett tal vez apareciera un poco más tarde.
—Le diré —explicó Stedman— que se trata de uno de esos corredores a quienes no les gusta mucho entrenar por la tarde, a no ser que se trate de un ligero ejercicio pedestre. Se conforma con hacer unas cuantas millas por la mañana y un par de sprints, y luego se presenta antes de la puesta del sol para hacer diez o quince millas a toda velocidad sobre la pista. Y esto cuando debe disputar una prueba como la del próximo sábado. Esta noche será su último recorrido antes del sábado pues mañana será la víspera de la competición y sólo realizará uno o dos sprints para lueeo descansar durante el resto del día.
Los dos hombres estuvieron paseando un momento por el velódromo, en cuya pista cercada por sólidas barreras ya se deslizaban, volando, los corredores con que entrenaría Gillett. Además de Dorrington y Stedman, sólo se encontraban tres o cuatro personas alrededor de la pista; míster Paul Mallows llegó diez minutos más tarde.
—¡Aquí tenemos al director! —dijo Stedman—. Es bastante raro verle aquí. Pero me imagino que está ansioso por ver cómo marcha Gillett antes de la prueba del sábado.
—¡Buenas tardes, Mr. Mallows! —dijo Dorrington—. ¿Cómo va su dedo? ¿Necesita más esparadrapo?
—¡Buenas tardes, buenas tardes! —contestó pesadamente Mr. Mallows—. Muchas gracias, el dedo ya no me molesta en lo más mínimo. —Y enseñó su dedo, adornado aún con el esparadrapo negro—. Le aseguro que su esparadrapo aguanta estupendamente bien. He tenido cuidado en no despegarlo al lavarme.
Míster Mallows se sentó en una de las sillas metálicas que guarnecían el borde exterior de la pista y se dispuso a contemplar la carrera.
La pista se divisaba nítidamente bajo la luz crepuscular, pues ya se había puesto el sol cuando, por fin, Gillett hizo su aparición. Contestó a las amistosas preguntas que le hicieron Mallows y Stedman, y, seguidamente, entregándole su chaqueta al preparador, se montó en su máquina y se deslizó sobre el anillo de la pista, detrás del tándem, el cual contaba a su vez con la presencia de una tripleta, o bicileta de tres asientos. Al cabo de cincuenta yardas, Gillett marchaba a toda velocidad manteniendo el pedaleo con la regularidad de un reloj. El tándem y la tripleta se relevaban delante del corredor, sin que Gillett cambiase de rumbo, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del preparador situado en el centro del velódromo. Los corredores iban cubriendo una milla tras otra y arrojaban tiempos de dos minutos y unos cuantos segundos.
—¡Miren como corre! —exclamó Stedman entusiasmado—. ¡Mírenlo! ¡No despilfarra ni un ápice de su fuerza! ¿Se han fijado en la regularidad de sus piernas? ¿Acaso hay otro que guarde una mejor posición y estilo? ¡Miren, miren! ¡Ni un solo movimiento más arriba de las caderas!
—¡Ah! —asintió Mr. Mallows—. Gillett tiene un estilo maravilloso, realmente maravilloso.
La gente que presenciaba el entrenamiento deambulaba de un lado a otro del césped, detrás de las barreras, admirando el estilo del campeón como si se tratase de una gran obra de arte, y, en verdad, de eso se trataba cuando Gillett corría. Allí se encontraban, además de Mallows, Stedman, Dorrington y el entrenador, dos directivos de la Unión Ciclista, un corredor amateur llamado Sparks, el director del velódromo y otro hombre. El cielo iba oscureciéndose y poco a poco la noche se cerraba sobre la pista. Las máquinas iban volviéndose invisibles y apenas si se podía distinguir a los corredores, el rítmico movimiento de sus piernas y el gorro blanco llevado por Gillett. El entrenador vino a decirle a Stedman que su hombre daría aún tres o cuatro vueltas a toda velocidad y que luego abandonaría la pista.
—Bien, Mr. Stedman —dijo Mr. Mallows—, supongo que todo saldrá estupendamente el próximo sábado.
—¡Seguro! —contestó Stedman con la mayor convicción—. ¡Gillett es un gran tipo y regular como un reloj! ¡Está en plena forma!
De pronto, los corredores aceleraron la marcha. El tándem se puso una vez más al frente, con la tripleta junto a él, y el grupo de los ciclistas voló sobre la pista a una velocidad de «un minuto y cincuenta segundos». Los espectadores corrían alrededor de las barreras siguiendo los destellos de las ruedas… Pero bruscamente, el tándem perdió la dirección, pegó un pequeño salto y Gillett chocó contra la rueda trasera, mientras la tripleta, sin poderlo evitar, chocaba a su vez con la máquina del campeón y caían todos sobre la pista. Las tres máquinas y los seis hombres formaban un embarullado montón de cuerpos y ruedas…
El entrenador corrió hacia el lugar del accidente, seguido por cuantos se hallaban presenciando el espectáculo. La causa del desastre apareció en el acto a la vista: en el borde de la pista, una silla metálica de las que se encontraban detrás de las barreras, estaba en medio del revoltijo de corredores y máquinas. Los tres hombres que montaban la tripleta ya se habían levantado del suelo, con las piernas vacilantes aún, y aunque con muchas contusiones y arañazos, parecían ser los menos lastimados de todos. Uno de los ciclistas del tándem había perdido el conocimiento, y Gillett, que debido a su posición había encajado el golpe más duro, también yacía sin sentido, fuertemente lastimado y con el brazo izquierdo fracturado.
El entrenador se arrancaba los cabellos de desesperación.
—¡Si conociera al autor de esta fechoría lo haría papilla con esta misma silla! —gritaba Stedman.
—¡Ah! ¡Esas apuestas, esas apuestas! —se lamentaba Mr. Mallows, dando saltitos distraídamente—. ¡Fíjense en lo que las apuestas son capaces de hacerle cometer a un hombre! Esto no es un accidente, de ninguna manera.
—¿Un accidente? ¡Déjese de tonterías! Un hombre no puede lanzar por casualidad una silla sobre la pista en medio de la oscuridad. ¿Nadie escapó de aquí? ¿No vieron a nadie huir del velódromo? —preguntó Stedman.
—No, no hemos visto a nadie —contestó alguien—. Además, no esperaría a que se produjera el accidente. Hará ya más de un minuto o dos que habrá escapado.
—Fielders, cierre la puerta exterior —ordenó Stedman—. Veremos quienes salen por ella.
Pero allí no parecía haber ningún sospechoso. Fuera del empleado que cuidaba del césped, de su hijo, del entrenador de Gillett y de los corredores, que acababan de vestirse en el pabellón, parecía que no había habido en el interior del velódromo ninguna otra persona que las que estuvieron presenciando el entrenamiento al borde la pista. En cualquier caso, cualquier persona habría tenido tiempo más que suficiente para colocarse contra la barrera exterior sin ser visto y, aprovechando la oscuridad, lanzar la silla sobre la pista después del paso de los corredores, y escapar antes de que terminasen la vuelta y se estrellaran contra ella.
Los corredores lesionados fueron transportados al pabellón junto con las máquinas estropeadas.
—Ofrezco cincuenta libras; más, cien libras, a quien descubra al individuo que lanzó la silla sobre la pista —dijo acaloradamente Mr. Mallows—. Esto hubiera podido acabar con una muerte. Debe ser, me imagino, algún corredor de apuestas que habrá aceptado un montón de dinero a favor de Gillett. Como lo he dicho mil veces, las apuestas son la maldición del deporte.
—El director está muy excitado por las apuestas y los corredores de apuestas —dijo Stedman a Dorrington mientras se dirigían hacia el pabellón—. Aunque, y que esto quede entre nosotros, yo estoy persuadido que los de Avalanche están metidos en esto. El asunto de las apuestas es la mosca que siempre está detrás de la oreja de Mallows pero, en realidad, se apuesta muy poco en las carreras de bicicletas, a lo sumo media corona o medio soberano el día de la prueba. No siempre el corredor se llena los bolsillos. Aunque naturalmente no diré que no pueda haber algo de eso, pero debe existir alguna otra razón esta vez. En cuanto a los de la sociedad Avalanche, es un hecho que con Gillett fuera de combate, su corredor con toda seguridad ganará el sábado y, si el tiempo es bueno, casi seguro batirá el record. Actualmente es muv fácil batir el record de las cincuenta millas, v eso se verá muy pronto. Claro que por eso nosotros estábamos seguros que Gillett lo pulverizará este sábado. De no sufrir un accidente era el seguro vencedor, y además estaba preparado para batir el record por poco que el tiempo fuese bueno. Pero ahora que nuestro corredor está descartado, Lant se llevará la palma con la misma seguridad con que lo habría hecho Gillett si las cosas no se hubieran torcido. Y la victoria de Lant será un verdadero «boom» para la sociedad Avalanche justo en la víspera, como quien dice, de la suscripción pública de las acciones. Le diré que toda esta temporada Lant se mantuvo en segunda fila, pero últimamente ha mejorado muchísimo, concretamente en los últimos dos meses, desde que fue contratado por los de Avalanche. Basta con que gane la prueba para que proclame que todo se lo debió a la máquina que monta: «Aquí tienen —clamarán—, un hombre que raras veces ganaba una prueba. Siempre en el segundo puesto… hasta que montó una Avalanche». Y no dejarán de añadir: «Con ella acaba de batir el récord de las cincuenta millas, colocándose en cabeza, de los profesionales». Eso les reportará un gran capital. Naturalmente que no nos preocupa en lo más mínimo la suscripción y el aumento de capital, pero sí la pérdida del récord y el hecho de que Gillett esté fuera de carrera en medio de la temporada; esto nos afecta mucho.
—Claro, imagino que para ustedes no se trata únicamente de esa prueba.
—Evidentemente, y todo esto redundará en beneficio de la sociedad Avalanche. Dése cuenta de que con Gillett sin poder competir todo el resto de la temporada, Lant tiene el camino abierto para nada menos que las cien millas. Eso será un nuevo «boom» para las acciones y habrá mucho dinero que ganar especulando con ellas. ¡Ah, ya le digo a usted que este asunto se me antoja muy sospechoso!
—Míster Stedman —dijo Dorrington—, ¿podría prestarme una linterna para ir hasta el lugar del accidente? La gente está en el pabellón y podré investigar con toda tranquilidad en el lugar.
—Se la conseguiré. ¿Trata de competir por la recompensa de las cien libras ofrecidas por el director?
—Tal vez. En cualquier caso, trataré de echarle una mano mientras esté aquí. A lo mejor un día usted podrá ayudarme a mí.
—Tiene mucha razón. Ahora mismo le pediré la linterna al empleado del velódromo.
Trajeron la linterna y Dorrington se fue directamente al lugar donde aún estaba la silla mientras Stedman se reunía con los demás en el pabellón.
Dorrington estuvo examinando minuciosamente el césped en un radio de dos yardas de donde yacía la silla y, seguidamente, saltó la barrera e hizo lo mismo en la grava húmeda que guarnecía la banda exterior de la pista. El suelo de la pista era de cemento y por consiguiente no podía conservar huellas de pisadas; sin embargo estuvo escrutándolo con el mismo cuidado que la barrera. Luego volvió su atención hacia la silla. Como ya dijimos, era una silla fabricada con ligeras varillas planas de hierro, puestas en orden y remachadas. Estaba muy usada y la capa de pintura verde distaba mucho de ser la original. El hierro estaba salpicado de manchas de herrumbre y algunas partes de la silla habían sido restauradas y reforzadas con travesaños metálicos sujetados por tornillos y tuercas cuadradas, todo ello oxidado y faltando algún que otro tornillo. Los ojos del detective se clavaron de pronto en una de las tuercas de sujección del respaldo superior de la silla: parecía ser un cabello. Dorrington lo cogió y lo puso cuidadosamente en su libreta de apuntes. Volvió a echar una última ojeada por los alrededores de la silla y se marchó hacia el pabellón.
Un médico acababa de llegar para examinar al herido principal. Gillett tenía una simple fractura sin importancia para un individuo tan sano como él. Cuando Dorrington entró, estaban vendándole el brazo.
—¿Encontró algo? —preguntó Stedman a Dorrington en voz baja.
El detective, movió la cabeza y musitó:
—No mucho. He de pensar en este asunto más adelante.
Dorrington preguntó a uno de los directivos de la Unión Ciclista si podía dejarle un lápiz, y tras anotar algo con él lo devolvió, y se dirigió seguidamente a Sparks, el corredor amateur, y le pidió prestado un lápiz.
Stedman había hablado mientras tanto a Mr. Mallows de la investigación efectuada por el detective con la linterna, y el director le dijo a éste con mucha calma:
—Míster Dorrington, ¿recuerda usted lo que dije acerca de la recompensa para quien descubriera al autor de esa fechoría? Pues bien, aunque en ese momento estaba muy excitado, he de decirle que mantengo mi promesa. Ese acto es vergonzoso. Acaban de decirme que ha estado investigando en el lugar del accidente y espero que haya ido allí con la idea de encontrar algo capaz de ayudarle a descubrir al culpable. Nada me agradaría más que el tener que entregarle la recompensa; se lo aseguro.
—Bien —contestó Dorrington—, pero temo no haber encontrado nada lo bastante importante como para dilucidar el caso, Mr. Mallows. No obstante, he de meditar en ello. Lo peor de todo es que no sé quiénes eran esos tipos de las apuestas. ¿Acaso usted conoce a los que han escapado? Hay tantos que cualquiera de ellos puede ser, y no sólo eso, sino que incluso pudieron haber pagado a alguien.
—Desde luego, esa gente es de lo más perversa. Estoy espantado. Stedman sugiere que nuestros competidores podrían estar metidos en este asunto. Pero eso me parece ir demasiado lejos, ¿no cree? Evidentemente nosotros estamos muy por encima y hay muchos celos en este negocio, pero hay un hecho, y es que estoy convencido de que ninguna firma podría rebajarse a ese extremo, al menos por ahora. No, le aseguro que el fondo de esto hay que buscarlo en las apuestas. Eso me temo. Y espero, Mr. Dorrington, que hará todo lo posible por desenmascarar a los culpables.
Stedman volvió a conversar con el detective.
—Estoy pensando que hay algo que pudiera ayudarle. Para comenzar, es posible que el acto haya sido cometido por una persona desde el exterior de la pista…
—¿De qué manera?
—Bueno, hay que contar con todas las probabilidades del caso. Los que estaban dentro del velódromo tenían interés en el éxito de Gillett, salvo los directivos de la Unión Ciclista y Sparks, quien es un hombre por encima de cualquier sospecha, igual, evidentemente, que los directivos de la Unión. También estaba el empleado que cuida del césped, pero es una persona de toda honradez, lo garantizo…
—¿Y el entrenador?
—¡Oh, hay que descartarle totalmente! Pero iba diciendo que…
—¿Qué iba a decir? —preguntó el detective, agregando inmediatamente—: ¿Qué haba otro hombre junto a la pista? Pero no he oído su nombre.
—Eso mismo. Yo tampoco le conozco. A lo mejor aún está aquí.
Pero ese individuo había desaparecido.
—Voy a tratar de investigar ahora mismo quién era ese hombre —prosiguió Stedman—. Con la excitación del momento me olvidé enteramente de él. Quiero decir que aún cuando el culpable podría haber escapado fácilmente por la puerta antes de que se produjera la caída, muy posiblemente no lo habría hecho así por temor a ser visto al pasar por delante del pabellón. En tal caso pudo escapar, y naturalmente también pudo entrar por ahí para cometer su fechoría, por uno de los muros que cercan el velódromo por el lado donde se produjo la caída. De ser así, ese individuo debe vivir en una de esas casas o conocer a alguien que vive allí. Tal vez usted pueda mandar a uno de sus ayudantes para rastrear a lo largo de la calle; se trata de una calle corta llamada Chisnall Road.
—Sí, sí —contestó pacientemente Dorrington—. Es posible que allí encontremos algo.
Mientras tanto, el médico había atendido a Gillett, poniéndole unas férulas en el brazo y vendándoselo, y un cabriolé había llevado al herido a su casa. Mr. Mallows se fue con Stedman, con quien tenía que hablar de negocios, y Dorrington se marchó solo a su domicilio.
El detective no estuvo investigando en Chisnall Road. Se dirigió hasta la más cercana parada de carruajes riéndose un par de veces para su capote porque acababa de imaginar la manera de realizar una estupenda y lucrativa operación financiera en el negocio de las bicicletas sin arriesgar ningún capital.
Tan pronto como obtuvo un cabriolé, subió en él y fue a casa de dos de sus ayudantes para darles instrucciones precisas. Luego estuvo en su casa de Conduit Street, llenó una pequeña maleta y, a medianoche, cogió el último expreso para Birmingham.
III
El anuncio para la suscripción de acciones de Avalan-che Bicycle and Tyre Company indicaba que las fábricas se hallaban en Exeter y Birmingham. Exeter es una vieja y encantadora ciudad, pero muy difícilmente podía considerarse como el centro del negocio de bicicletas; tampoco tiene comunicaciones cómodas y rápidas con Birmingham. Este era un asunto que no podía pasar desapercibido a un crítico ansioso de encontrar algo extraño en el anuncio para la suscripción; por eso uno de los ayudantes de Dorrington viajó en el tren de la noche para investigar en la fábrica de Exeter.
Estando en Birmingham, Dorrington recibió al día siguiente del accidente de Gillett, a eso del mediodía, un telegrama de su ayudante:
Fábrica este lugar vieja fábrica paños cerrada afueras ciudad. Cerrada y vacía pero gran cartel anunciando que ahora talleres instalados en Birmingham. Agente afirma sólo depósito pago corriendo acuerdo no firmado. Farrish.
El telegrama no hizo sino incrementar la satisfacción de Dorrington porque precisamente acababa de echar un vistazo a los talleres de Birmingham. Estos no estaban vacíos, aunque poco les faltaba, pero tampoco eran muy grandes. Y allí mismo, un hombre le había afirmado que los edificios principales, donde se realizaba la mayoría del trabajo, estaban en Exeter. Con todo esto, ya sabía mucho más de lo que deseaba acerca de aquel pérfido negocio. En la mañana temprano, despachó un telegrama, sin firmarlo, en el que decía lo siguiente:
Mallows, 58, Upper Sandown Place, Londres, W. Temo que las cosas no estén muy claras aquí. Salga en el tren de las 10,10 sin falta.
Pero ocurrió que poco después de las ocho y media, el otro ayudante de Dorrington, que estaba vigilando el número 58 en Upper Sandown Place, observó cómo entregaban el telegrama e, inmediatamente después. Mr. Mallows salía apresuradamente de su casa y subía a un cabriolé que encontró al final de la calle. El ayudante del detective se metió en otro coche para seguirlo. Mr. Mallows se bajó de su cabriolé ante la tienda de un peluquero de teatro en Bow Street y entró en ella. Cuando salió de allí, al cabo de poco más de cuarenta minutos, nadie sino un experimentado investigador capaz de adivinar el objeto de su visita, hubiese reconocido a Mr. Mallows. No había recurrido al tosco disfraz de una falsa barba: iba maquillado muy hábilmente. Sus colores habían sido realzados y su rostro parecía más delgado. Tampoco había recurrido a una peluca; unas ligeras patillas postizas le hacían un disfraz mucho mejor y menos vistoso. Ahora parecía un hombre joven y sano. El espía lo siguió hasta que salió para Birmingham en el tren de las diez y diez, e inmediatamente puso un telegrama a Dorrington indicándole de qué manera iba disfrazado Mr. Mallows.
El tren debía llegar a la una a Birmingham. La entrada a la fábrica Avalanche estaba en un gran portal en el que se abría una pequeña puerta que sólo daba paso a un hombre y detrás de la puerta había un patio. Un poco antes de la una, el detective abrió aquella puerta, echó una ojeada y entró. En el patio no había nadie, pero podía escucharse un ligero ruido que provenga de la derecha del edificio. A la izquierda se veían pilas de sólidas cajas para exportación, las cuales ya había notado Dorrington aquella misma mañana durante su visita a la fábrica v que podían servirle de escondite en caso de necesidad. Por eso ahora se escondió tras el montón de cajas y esperó a que diera la una.
A la una en punto, la puerta se abrió en la puerta opuesta del patio, y dos hombres y un muchacho salieron del edificio y uno tras otro salieron por la pequeña puerta del gran portal. Inmediatamente después, otro hombre, que más que un obrero parecía un contramaestre, salió por la misma puerta que los anteriores, cerrándola cuidadosamente y desapareció tras el portal. Dorrington se encontraba solo en los únicos talleres en servicio de la Avalanche Bicycle and Tyre Company Limited.
Se dirigió hacia la puerta del edificio y no tuvo más que empujarla para abrirla. Una vez dentro del taller vio en un rincón una lámpara qué habían dejado encendida y, frente a él un gran horno de esmaltar, parecido a un enorme armario. Alrededor del horno había una serie de bancos llenos de relucientes calcografías de color rojo v oro, idénticas a las que el detective contemplara el día anterior en las bicicletas exhibidas en la vitrina del almacén de Holborn Viaduct. Algunas bicicletas ya lucían la marca recién aplicada, mientras que otras aún no la tenían. Todo parecía indicar que el trabajo principal en Avalanche Bicycle and Tyre Company, Limited consistía en colocar las marcas de la citada sociedad sobre bicicletas anónimas. Pero no había mucho tiempo que perder como para examinar las cosas detalladamente; efectivamente, de pronto Dorrington oyó el ruido de una llave en el portal exterior. Se puso a esperar junto al horno de esmaltar para saludar a Mr. Mallows.
Al abrirse la puerta del taller, Dorrington dio unos pasos y se inclinó cortésmente ante el que acababa de entrar. Mr. Mallows se estremeció con aire culpable pero, recordando su disfraz, recobró su aplomo en el acto y preguntó con voz huraña:
—Bien, señor, ¿quién es usted?
—Yo —contestó Dorrington con toda su sangre fría— soy Mr. Paul Mallows de quien habrá oído hablar en relación con Indestructible Bicycle Company.
Mallows estaba completamente desconcertado pero inmediatamente pensó que tal vez el detective, deseoso de cobrar la recompensa que había ofrecido por el asunto Gillett, estaba investigando v fingiendo ante el hombre que tenía al frente, irreconocible bajo su disfraz. Por eso, tras una pausa, volvió a preguntar, menos arisco:
—¿Y qué le trajo a este taller?
—Pues mire usted —contestó Dorrington— pienso adquirir acciones de esta sociedad. ¿Imagino que no habrá ningún inconveniente en que el director de otra sociedad desee participar en ésta?
—Claro que no —replicó Mallows, sorprendido por el cari?: que iban tomando las cosas.
—Bien. Pero estoy seguro que no piensa en eso ¿eh? —manifestó el detective, mirándole con ojos maliciosos mientras Mallows comenzaba a sentirse molesto—. Pero aquí traigo otra cosa —prosiguió Dorrington sacando su libreta de apuntes sin dejar de mirar a su interlocutor—; sí, otra cosa. ¿Dígame, no desea otro trozo de esparadrapo? Aquí lo traigo. No diga que no; es para mí una gran satisfacción poderle ayudar.
Y con una mirada realmente demoníaca, Dorrington le dio en las narices con el rollo de esparadrapo.
Mallows palideció bajo su maquillaje y buscó un apoyo. El detective se rió con ganas:
—¡Vamos, vamos, no ponga esa cara de espanto! Admiro su habilidad, Mr. Mallows, y arreglaremos las cosas muy bien. Ya sé que ya no necesita el esparadrapo; ya tiene otro. ¿Por qué no se pinta siempre en casa de Clarkson? ¡Le aseguro que lo hacen realmente bien! Y tiene usted mucha razón: un hombre como usted corría el riesgo de ser reconocido en un lugar como Birmingham, y hubiera sido una verdadera lástima para los dos. Para los dos, sí, se lo aseguro… Pero, por Dios, no me mire como si fuera a degollarle. Le certifico que no es mi intención. Es usted un hábil hombre de negocios y he tenido la suerte de descubrir una de sus pequeñas operaciones; eso es todo. Le voy a ofrecer las mejores condiciones… Recóbrese totalmente y hablemos de negocios antes de que regresen los obreros. Siéntese en este banco.
Completamente anonadado, Mallows se dejó llevar hasta un banco en el que se sentó pesadamente.
—Bien, lo primero que nos interesa —dijo Dorrington— es el pequeño asunto de las cien libras. Se trata de la recompensa que usted prometió si lograba descubrir al individuo que la otra noche le rompió el brazo a Gillett. Pues bien, ya lo tengo. ¿A lo mejor no lleva encima esa cantidad de dinero? En tal caso, me entrega un cheque y listo.
—Pero, pero… ¿cómo? Creo que… que… ¿Quién, quién?
—Vamos, vamos, déjese de cuentos y no pierda el tiempo, Mr. Mallows. ¿Quién ha de ser? Usted, naturalmente. Yo ya estaba enterado de todo la otra noche, aunque no era muy conveniente exigir la recompensa en ese momento por la razón que usted mismo ahora comprenderá. ¡Vengan esas cien libras!
—¿Pero qué pruebas tiene? ¡No estoy dispuesto a dejarme engañar de esa manera! —exclamó Mr. Mallows, volviendo a recobrar todas sus facultades.
—¿Pruebas? Vamos, sea razonable. Suponga que no tengo ninguna, absolutamente ninguna. ¿Qué diferencia habría? No tengo más que salir y decir a los otros directivos de su sociedad el lugar dónde lo he encontrado. ¿Me entrega esas cien libras? ¿Qué prefiere? Más todavía. ¿Quiere que pregone por doquier que Mr. Paul Mallows es el alma que mueve la corrompida Avalanche Bicycle Company?
—Bueno —asintió Mallows a regañadientes—, si pone las cosas así…
—Solamente las pongo así para que vea usted las cosas razonablemente. En realidad, su relación con esta nueva sociedad basta para probar casi enteramente su pequeña acción con la silla metálica. Pero llegué a ello por otro lado. Es usted demasiado torpe con sus dedos, Mr. Mallows. En primer lugar va y se lastima el dedo medio al abrir la puerta de su cabriolé, tras lo cual yo he de ponerle un trozo de esparadrapo. Seguidamente deja que el esparadrapo se deshilache por los bordes, pero sigue llevándolo. Luego ejecuta su muy lograda operación con la silla. Mientras todos los demás están mirando a los corredores, usted agarra la silla con la mano que lleva el trozo de esparadrapo, sujetándola por el sitio donde están los rugosos tornillos y las tuercas de refuerzo, y lanza tan desmañadamente la silla sobre la pista, que en una de las tuercas que sobresalen se queda enganchado un hilo del esparadrapo. Y aquí lo llevo, mire, en mi libreta de apuntes, donde lo puse la noche pasada bajo la luz de la linterna; un simple hilito pegajoso de seda negra: eso es todo. Lo he traído sólo para demostrarle que juego limpio con usted. Evidentemente hubiese podido fácilmente encontrar testigos antes de sacar el hilo de la tuerca si hubiese creído que iba usted a luchar por este asunto. Pero sabía que no lucharía. No puede hacerlo, ya sabe, conociendo como conozco su equívoco negocio de la nueva sociedad. Así que solamente le estoy enseñando ese hilo como un acto de gracia, para demostrarle que le he puesto fuera de combate con perfecta lealtad. Y ahora, ¡vengan las cien libras! Aquí tiene una estilográfica por si la necesita.
—Bien —farfulló Mr. Mallows—, supongo que no tengo más remedio—. Cogió la estilográfica y extendió el cheque, que Dorrington metió en su libreta cerrándola.
—¡Asunto concluido! Pero se trata solamente de un simple preliminar, ¿entiende? —advirtió el detective—. Hemos hecho esta pequeña cosa sólo como garantía de nuestra buena fe. Claro que no es preciso publicarla, aunque ha de recordar que aún no hay nada que pueda impedirlo. He descubierto al que provocó la caída de Gillett, como tanto me dijo que deseaba, y usted ha cumplido lealmente con su parte del contrato al pagarme la prometida recompensa, aun cuando tiene que reconocer que no la ha pagado con todo el gusto que dijo que iba a tener si encontraba al culpable. Bueno, se lo perdono. Y puesto que este pequeño entremés ha sido despachado, vamos a abordar negocios más serios.
Mallows puso una cara muy sombría.
—No tiene por qué avergonzarse de esa manera, míster Mallows —dijo Dorrington fingiendo una mala interpretación de su aire—, los negocios son así. Usted estaba dispuesto a realizar una pequeña jugarreta —llamémoslo así—, una pequeña especulación al margen de su negocio corriente. De modo que no debe avergonzarse por ello ni mucho menos.
—Claro que no —observó Mr. Mallows, recobrando en parte sus pomposos modales—; es evidente que no. Se trata de una simple especulación. Todo el mundo suele hacerlo. Hay mucho dinero que ganar con ello.
—Precisamente. Y dado que todo el mundo lo hace y que hay tanto dinero que ganar, usted no hace más que sacar su parte.
—Naturalmente.
En ese momento, Mr. Mallows estaba casi pomposo.
—Naturalmente —asintió Dorrington, tosiendo ligeramente—. Pues le diré que soy el mismo tipo de hombre que usted, si me permite la comparación, y también estoy dispuesto a realizar una pequeña jugarreta, mejor dicho, una pequeña especulación al margen de mis ocupaciones corrientes. Yo tampoco me siento avergonzado por ello. Y puesto que todos lo hacen y hay mucho dinero que ganar en el negocio, pues yo también estoy pensando en conseguir mi parte. No cabe duda que formamos una buena pareja, y que estamos destinados a entendernos el uno con el otro.
Mr. Paul Mallows pareció desconcertarse nuevamente.
—Mire usted —prosiguió Dorrington—, hace ya algún tiempo que vengo pensando en trabajar un poquito en el mercado de las acciones de bicicletas. Esa fue la razón por la cual me metí personalmente en el pequeño asunto de los rayos en lugar de confiárselo a uno de mis ayudantes. Deseaba conocer a una persona que estuviese bien introducida en el mercado de bicicletas, con miras a conseguir ciertos informes confidenciales. Ya ve que soy enteramente sincero con usted. Pues bien, lo he logrado a las mil maravillas. Y quiero que comprenda que he dado todos los pasos necesarios para hacer un buen trabajo. No tenía nada seguro, pero he jugado limpiamente. Cuando usted me preguntó, pues tenía acuciantes motivos para hacerlo, si había encontrado algo en el lugar del accidente, le contesté que no había hallado ninguna cosa muy importante: ¡mire qué cosa más pequeña es un simple hilito! Antes de salir del pabellón, me aseguré bien de que era usted el único hombre que llevaba un trozo de esparadrapo negro en el dedo. Ya había observado las manos de cada uno de los que allí se encontraban, salvo dos hombres, por lo cual les pedí que me prestaran algo, un lápiz, para asegurarme totalmente. Me fijé en su pretendida sospecha de los que suelen apostar en las carreras, y en ello me basé. Esta mañana recibí un informe telegráfico sobre su fábrica de Exeter, una vieja fábrica de paños vacía en la cual no hay nada suyo más que un anuncio y el depósito del pago del arriendo. Allí dijeron que los talleres se encuentran aquí. ¡Realmente la jugada es habilísima! Recibí igualmente otro informe telegráfico sobre su maquillaje de esta mañana; Clarkson lo realiza a las mil maravillas, ¿verdad? Y de la misma manera, el telegrama pidiéndole venir a Birmingham no era de su socio en este lugar, como tal vez usted imaginó, sino mío. ¡Gracias por haber venido tan rápidamente! Me las apañé para inspeccionar tranquilamente este taller antes de su llegada; la conclusión a la cual he podido llegar acerca de la Avalanche Bicycle and Tyre Company, Limited, es la siguiente: un hombre muy hábil, a quien tengo el gran placer de conocer, me inclino ante usted, Mr. Mallows, concibe la idea de ofrecerle al público la más fantasmal empresa de fabricación de bicicletas que jamás pudiera imaginarse; y todo ello sin dar la cara en lo más mínimo. Encuentra el pequeño capital que para ello necesita; dos o tres socios que le ayudan a montar una gerencia con un par de hombres de paja, que además no entienden nada del negocio ni tampoco se preocupan por él, y el resto es facilísimo. Se contrata a un corredor profesional para ganar carreras y establecer nuevos récords con máquinas fabricadas especialmente por otra empresa (tal vez por la Indestructible), y que luego se pintan según el estilo y la marca de la sociedad fantasma. Las bicicletas son adquiridas a un precio muy reducido y por centenares a los fabricantes, y lo único que falta es ponerle el nombre o la marca apetecida. Así resultan muy baratas y se venden a buen precio: los beneficios cubren sobradamente los gastos. Luego viene la quiebra. El capital se reparte, el que maneja el negocio y sus socios desaparecen, y a los hombres de paja se les deja para que se enfrenten con el barullo. Y el alma del corrompido negocio queda limpio de toda sospecha y continúa gozando de estima y respeto en el comercio. ¡Admirable! Todo el trabajo que ha de realizarse en «los talleres» consiste en un ligero esmaltado y en pegar la marca en las bicicletas. ¡Todo es estupendo! ¿No es esa la dimensión de sus operaciones?
—Pues sí —contestó Mallows de mala gana pero con algo de orgullo en el semblante; y añadió—: ésa era la idea, como acaba de explicar tan llanamente.
—Evidentemente, esa era la idea, y todo ha de ser cómo lo planeó, pero con una sola excepción, que es la siguiente: el alma del negocio se repartirá el botín conmigo.
—¿Con usted? Pero, pero… ¿por qué? ¡Acabo de entregarle cien libras!
—¡Querido Mr. Mallows! ¿Por qué vuelve con esa sosa cantinela de las cien libras? Eso quedó zanjado para siempre. Se trataba de nuestro pequeño pacto personal con relación al lamentable accidente de la silla. Ahora estamos hablando de un negocio mucho más cuantioso, no de centenares, sino de miles, y no de un millar, sino de un montón de miles. Bueno, un hombre como usted debe ser lo bastante inteligente como para ver las cosas con amplitud. Si me abstengo de divulgar un plan tan encantador como el suyo, habré de percibir una parte de ese escandaloso robo. De manera que quiero mi parte en dinero, y por el conducto normal. ¿Acaso puedo cerrar los ojos y permitir tamaña iniquidad sin percibir nada en concepto de indemnización personal? Cuando todos los gastos estén pagados y sus socios despachados con lo poco que les pertenece, usted y yo podremos repartirnos limpiamente el dinero, Mr. Mallows, como unos respetables hermanos en truhanería. Mire que hubiese podido pedirle repartir el dinero pero dejando que pagara usted todos los gastos. Sin embargo no lo hice pues siempre he sido un socio leal en los asuntos de este tipo. Solamente deseo una pequeña garantía que es siempre lo más seguro en esta clase de negocios: digamos una letra con vencimiento a seis meses por una cantidad de diez mil libras, lo cual es muy poco. Tan pronto como procedamos satisfactoriamente al reparto del dinero, le será devuelta la letra. Vamos, aquí tengo lista la letra, y en la que gasté cinco libras esta mañana convencido de que se mostraría usted muy razonable.
—¡Eso es absurdo! ¡Está tratando de imponerme una cosa…! Puedo darle una cantidad razonable, pero la mitad no puede ser. ¡Ni hablar! ¿Qué se ha creído? ¡Después de todas las molestias y los sinsabores y los riesgos que he tenido!
—Basta con que levante tan sólo un dedo para que vaya usted a parar a la cárcel.
—¡Sea razonable! Admito que es usted un hombre muy hábil y que me tiene cogido por el cuello; pongamos el diez por ciento…
—Está perdiendo el tiempo. Los obreros no tardarán en volver. Ha de escoger entre darme la mitad o no hacerlo e ir a parar a la cárcel por añadidura. ¡Elija!
—Pero es justo considerar…
—¡Elija!
—Pero es justo considerar…
—¡Elija!
Mallows miraba al detective con aire desesperado:
—Realmente, me gusta el dinero más de lo que pueda imaginarse. Yo…
—¡Elija! ¡Por última vez se lo digo!
Los ojos angustiados de Mallows se clavaron en el horno de esmaltar:
—Bien, bien —asintió—, si debo hacerlo, lo haré. Pero le advierto que lo lamentará.
—Querido Mr. Mallows, eso no. No soy tan pesimista. Vamos, llene usted el cheque, y ahora yo le daré la letra: «A los seis meses de esta fecha, me pagará a mí o a mi orden la suma de diez mil libras por el valor recibido». Excelente valor también, ¡ya lo creo! ¡Bien, aquí la tiene!
Tan pronto como la letra estuvo redactada y firmada, Mallows inscribió su conformidad con mucha más presteza de lo que cabía suponer. Seguidamente se puso en pie y manifestó con cierto buen humor:
—Muy bien, esto está hecho, y cuanto menos se hable de ello, mucho mejor será. Ganó usted y yo no voy a refunfuñar. Supongo que me he comportado bien, ¿eh? Bueno, ahora vamos a ver «los talleres».
Todo el resto del local, fuera del horno de esmaltar y los bancos, estaba casi totalmente vacío y sin ninguna maquinaria; sólo se veían unos cuadros y ruedas de bicicletas listos para montar y ponerlos a la venta, y en otro rincón las bicicletas ya montadas en las que únicamente faltaba imprimir la calcografía de color rojo y oro de la sociedad Avalanche Bicycle and Tyre.
Seguidamente Mallows abrió la puerta de acero del horno de esmaltar:
—Mire esto —dijo—, es el horno de esmaltar. Eche una ojeada por dentro. Los cuadros y las diferentes piezas cuelgan de los ganchos tras recibir el esmalte, y todas esas boquillas de gas se encienden para endurecerlo. ¿Quiere ver la profundidad del horno? Acérquese.
Dorrington sintió un empujón en la espalda y la puerta del horno se cerró con violencia; se oyó deslizarse el cerrojo. El infortunado detective quedó atrapado en el interior de la cámara de acero en medio de tinieblas.
—Ya le advertí —gritó Mallows desde fuera—, ya le advertí que lo lamentaría.
Dorrington notó inmediatamente el olor del gas que salía por las boquillas.
Mallows le había entregado la letra con la idea de asesinarle y volverla a recuperar; para ello lo había empujado dentro del horno y abierto el grifo del gas.
El detective estaba rodeado de tinieblas, pero encender una cerilla suponía la muerte instantánea por explosión, y sin luz para buscar cómo salir de aquella cámara, moriría intoxicado por el gas en pocos minutos. Era inútil llamar a Mallows; Dorrington sabía demasiado. Todo parecía indicar que, finalmente, un horrible castigo iba a terminar con su vida, igual que él y sus ayudantes habían perpetrado la muerte de otros. Las víctimas de Dorrington se habían ahogado, mientras que ahora él mismo se asfixiaría con el gas…
El horno estaba construido con planchas de acero, sujetas en el centro por un cerrojo. Dorrington se lanzó desesperadamente contra la puerta, empujándola por abajo con todas sus fuerzas; agarró una escuadra de hierro con la que sus manos hablan tropezado, se volvió a lanzar contra la puerta y metió el hierro en la rendija de la puerta. Seguidamente, con otro tremendo empujón, hizo ceder un poco más la puerta hacia afuera y forzó sobre el otro extremo de la escuadra que le servía de palanca; forzó una vez más, otra vez, y otra… Estaba casi al borde de perder el sentido, cuando por fin saltó el cerrojo —que no estaba destinado a este tratamiento— y la puerta del horno se abrió, Dorrington, con la cara azulada de asfixia, empapado de sudor, tosiendo y vacilante sobre sus pies, se fue titubeando a respirar aire puro, envuelto en una nube de gas.
Mallows se había refugiado en el local contiguo. Dorrington, ganando en vigor y en furia a cada paso, no tardó en alcanzarlo.
Al verlo aparecer, el miserable Mallows se metió en un rincón, jadeando y temblando de espanto. El detective lo agarró por el cuello y lo sacudió como a un guiñapo. Ahora ya no podía mediar ningún honor entre los dos ladrones. Ahora podía vengarse y recuperar la letra de diez mil libras. Arrastró al miserable y tembloroso Mallows por el local, arrancándole las falsas patillas, mientras que éste suplicaba y gemía temiendo que Dorrington lo encerrase en el horno de esmaltar. Pero conforme iban avanzando hacia el taller del horno, el gas acumulado había alcanzado a la lámpara que seguía encendida y, de repente, el muro de separación se desplomó en medio de una tremenda explosión sepultando a medias a Mallows y derribando a Dorrington.
Las ventanas del edificio volaron despedidas por la explosión y los obreros entraron corriendo por la puerta principal, y, atravesando el devastado taller, cerraron el gas que seguía saliendo. Cuando los dos obreros y el muchacho se reunieron con el socio encargado de talleres, se encontraron con una multitud estacionada frente al edificio que contemplaba con mucho interés el espectáculo ofrecido por la extracción de Mr. Paul Mallows, director general de Indestructible Bicycle Company, de entre ladrillos rotos, cascotes, bicicletas y calcografías de Avalanche Bicycle and Tyre Company, Limited, y lo preparaban para transportarlo a casa de un médico que le atendiese y recompusiera su pierna rota.
En cuanto a Dorrington se refiere, el sombrero aplastado y la chaqueta desgarrada fueron sus únicas lesiones, además de unos cuantos arañazos sin importancia.
Y en un par de horas ya se sabía en todo Birmingham, y el rumor se extendía a los demás lugares, que el negocio de la Avalanche Bicycle and Tyre Company consistía en pegar una flamante marca en bicicletas fabricadas y compradas a granel; todo fue descubierto al público con la explosión.
Así que, al día siguiente, cuando Lant ganó la prueba de las cincuenta millas en Londres, fue saludado con irónicas exclamaciones: «¡Vaya con tu calcografía!». «¡Eh, cuidado con la marca!». «¿Dónde robaste esa bicicleta?». «¿Vendes tus acciones?», y cosas por el estilo.
De todas maneras, nunca se procedió al reparto de las acciones de la Avalanche Bicycle and Tyre Company, Limited. Se decía que unas cuantas personas, residentes en lugares muy remotos y desconocidos, adonde no llegaban las noticias más que cuando ya figuraban en los libros de historia, solicitaron participar en la suscripción de acciones, pero que los banqueros les habían devuelto el dinero, sin duda para su gran decepción. También se consideró muy político que Mr. Paul Mallows se retirase de la dirección de la Indestructible Bicycle Company, una empresa que, según creo, sigue siendo muy próspera.
En cuanto a Dorrington, consiguió su recompensa de cien libras. Pero nunca presentó la letra de diez mil libras. El por qué lo ignoramos totalmente, a no ser que se diera cuenta de que la situación financiera de Mr. Mallows no era como la había insinuado ni tan buena como se suponía. De todos modos, la letra figuraba entre las notas y telegramas relacionados con el caso, en el cofre de documentos de Dorrington.