NOTA DEL AUTOR

Ésta es la historia de Onésimo, el esclavo que no se resignó a su condición y escapó de Colosas para conseguir arrancarle a su amo la carta de libertad. Una historia cuyo desenlace, sorprendente y aleccionador, conocemos por la epístola de san Pablo a Filemón: en ella se vislumbra la apasionante vida del fugitivo que volverá a presentarse ante su señor con el aval del apóstol, prisionero en Roma, y con un mensaje inaudito.

Esa carta a propósito de Onésimo me sedujo desde muy joven. Resulta un documento emocionante, lleno de afecto, que afronta de un modo imprevisible un asunto tan sensible y espinoso como la esclavitud y la libertad entre cristianos en el duro ambiente de la segunda mitad del siglo I. Por eso escogí al esclavo Onésimo como protagonista de una novela en la que la conquista de la libertad es el argumento.

Hay mucho escrito sobre la Epístola a Filemón, y sus interpretaciones son variadas, pero de Onésimo no hay apenas referencias documentales. Antes de lanzarme con El enigma del esclavo indagué en distintas fuentes tras alguna pista pero no encontré nada significativo. Camino de Roma, san Ignacio de Antioquía, en la carta que escribe desde Esmirna para los fieles de Éfeso, en el año 110 d. J. C. aproximadamente, hace referencia al obispo Onésimo. En ella dice: «En nombre de Dios recibí, pues, a toda vuestra comunidad en la persona de Onésimo, varón de insigne amor y vuestro obispo en la carne; os ruego que le améis todos según Jesucristo y os hagáis semejantes a él. ¡Alabado sea aquel que os dio la gracia de merecer tal obispo!». Y más adelante: «En realidad el mismo Onésimo exalta mucho vuestro buen comportamiento en Dios, porque vivís todos conforme a la verdad…». Ambas aseveraciones son lo más relevante, aunque nada asegura que se trate del mismo Onésimo.

En cualquier caso, la Epístola a Filemón es un prodigio. Quizá sea su brevedad —veinticinco versículos— la causa inmediata de esa cualidad, genuina de la poética, de aquellos escritos destinados a trascender: algo imperecedero se mueve en la confiada relación entre el apóstol y su amigo, y escapa del discurso; los mensajes desprenden una energía que toca las fibras íntimas del lector. Hay demasiado contenido para quedar atrapado en el texto: la palabra sobrepasa y permanece.

La falta de datos sobre Onésimo desarboló mis primeras intenciones literarias; ¿cómo construir una novela sobre las veinticinco líneas de una carta? Pero aunque la Epístola a Filemón no fuera el material más adecuado para construir un relato, apremiado por el compromiso y tras la enésima lectura, me ajusté al método de siempre y poco a poco empecé a entrever posibilidades; se trataba de responder algunas preguntas sencillas aunque las contestaciones fueran complicadas: ¿quién es Onésimo? ¿Qué podría decir de él? Sabemos que era esclavo y huyó de su amo: ¿por qué huiría? ¿Cómo conseguiría llegar hasta Pablo? ¿Con qué recursos contaría en un viaje tan largo —de Colosas, en Asia Menor, a Roma— dada su condición de esclavo? ¿Qué itinerario pudo seguir? ¿Y Filemón, cómo sería? (Imagino su asombro ante Onésimo, de vuelta con una carta de Pablo en la mano). ¿Y el resto de los personajes que aparecen en la carta? Las preguntas se van sucediendo y anotando antes de encontrar respuestas…

Con los interrogantes abiertos y unos cuantos libros de referencia, empecé a escribir sobre la aventura del esclavo fugado: Onésimo atravesará las ciudades del imperio y caminará decidido en busca de un valedor para su libertad, vivirá acosado desde su huida y se enfrentará a los conflictos de su tiempo hasta encontrar a Pablo de Tarso.

Después de un año, había conseguido cuajar unos cuantos esquemas, acumulaba bastante material y había redactado algunos capítulos, pero parecía que la fuente se agotaba. Antes del verano de 2009 tuve la oportunidad de visitar con mi esposa y algunos amigos —José Pedro, José María, Mualla, Andrei…— a los que debo tanto, una parte de los escenarios de la novela: desde Tróade, puerta de los Dardanelos, hasta Afrodisias, pasando por Pérgamo, Sardes, Éfeso y otras ciudades de la costa de Asia Menor, hoy Turquía. Yo deseaba vivamente visitar el valle del río Lyco, las ciudades de Hierápolis, Laodicea y Colosas —cuna y destino de Onésimo—, pues sabía que el aire y la mirada excitarían mi imaginación. Así ocurrió y, durante aquella jornada, Onésimo estuvo muy presente en mis pensamientos. Pero fue en Hierápolis cuando se produjo un pequeño portento que precipitó muchos acontecimientos, una de esas cosas menudas que dejan una señal indeleble en el corazón de quien la experimenta y sólo en él. La anécdota se desarrolló así: una gran necrópolis precede la entrada de Hierápolis, un reguero de monumentos sepulcrales se suceden a ambos lados de la calzada y a lo largo de más de kilómetro y medio hasta las puertas de la ciudad. Aunque hacía un calor efervescente, unos cuantos de nosotros, bien protegidos, nos dispusimos a recorrer el trayecto hasta las aguas que producen las blancas y singulares formaciones calcáreas que posteriormente dieron a la ciudad el nombre de Pamukkale, «Castillo de algodón». Hacia la mitad del camino, percibí ése no sé qué que obliga a fijar la vista en un lugar irrelevante, confundido entre el paisaje, y que por alguna razón desconocida debe ser observado: aunque el resol del mediodía obligaba a entornar los ojos, miré entre aquellas tumbas; en una de ellas se podía leer: «DE ONÉSIMO», como se muestra en la imagen de la cubierta.

No podía creer que entre la abigarrada secuencia de monumentos y entre los cientos de inscripciones en griego, apenas legibles, difuminadas por el paso de los siglos, se encontrara allí mismo una tumba con el nombre de Onésimo para que, precisamente aquel día, yo la viera. Alguien dijo que, por la sorpresa y la emoción, levitaba. No es cierto, incluso saqué fotos. Pero de aquel regalo providencial salió la fuerza para explorar el misterio que hizo que Onésimo no desfalleciera, que le mantuvo alerta y firme en su propósito hasta el final, que le devolvió a su amo Filemón como el esclavo laureado, tal como se revela en esta novela.

Por cierto, quien se haya atrevido con El enigma del esclavo y esté familiarizado con los textos del Nuevo Testamento, especialmente con los Hechos de los Apóstoles, habrá descubierto la coincidencia de ambientes y de ciertos personajes; algunos conservan el mismo nombre, a otros, anónimos en los Hechos, me he permitido darles uno, incluso dotarles de una cierta biografía. Quizá el lector pueda perdonarme estas licencias, ya que ellos no sé… La carrera de Onésimo hasta llegar a Roma, hasta Pablo —un amicus dómini de excepción que intercederá por el esclavo de forma admirable—, coincide en gran medida con las rutas del apóstol. A quienes no hayan leído los Hechos, les sugiero encarecidamente su lectura. Además de razones de interés histórico y literario, la apasionante narración de san Lucas ayuda a desvelar el trasfondo de algunos pasajes de esta aventura, cuyo sentido podría quedar algo velado. Para el más interesado y como ayuda para identificar a los personajes en los textos del Nuevo Testamento, facilito la relación que se acompaña con algunas referencias, utilizando las mismas siglas, abreviaturas y numeración de capítulos y versículos que habitualmente se usan en los textos sagrados.