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LA CARTA

Para Filemón de Colosas, para todos

Con la apertura de los mares llegó el momento de partir. Tíquico y Onésimo saldrían en una semana con la caravana de Sabino y embarcarían en Brindisi con destino a Asia. Una nave los dejaría en Lequeo y, atravesado el istmo, volverían a embarcar en Cencreas hacia Éfeso. Si los vientos ayudaban, a finales de junio avistarían la ciudad de Artemisa. Le explicaron el plan de viaje a Pablo que nada objetó. Tenía preparadas varias cartas: para la Iglesia de Colosas, para la de Laodicea, para la de Éfeso, notas para algunos presbíteros… Envió también abrazos para Aquila, Priscila, para su amigo Evodio…

Onésimo abandonó la reunión con Pablo con una carta para Filemón y un encargo: primero él debía leerla cuidadosamente, después Pablo mismo la enrollaría y sellaría. También él debía entregársela personalmente a Filemón, quien una vez leída a solas, podría hacerla pública o no. Se sentó en el patio y antes de acometer su lectura pensó en Pablo —en su fuerza, la alegría de su rostro, en cómo le brillaban los ojos al verle— y le recordó a Eumates cuando solía ir a visitarle después de un viaje. Pero Pablo, como Eumates, no era un capitán, era un padre que transmitía aliento y confianza. Cuando estaba con él, parecía que tuviera un hijo sólo…

Desenrolló el pergamino. La carta, breve, escrita por el propio apóstol con letras grandes y trazo firme, decía así:

Pablo, prisionero de Cristo Jesús, y el hermano Timoteo, a nuestro querido amigo y colaborador Filemón, a la hermana Apfia, a nuestro compañero de armas, Arquipo, y a la Iglesia que se reúne en tu casa. Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.

Doy gracias sin cesar a mi Dios recordándote en mis oraciones, pues sé de tu caridad y de tu fe en el Señor, para bien de todos los santos. Que tu participación en la fe se haga eficaz al comprender que todo el bien que hay en nosotros se ordena a Cristo. Tuve gran alegría y consuelo porque gracias a tu caridad, hermano, los corazones de los santos han encontrado alivio.

Por lo cual, aun teniendo en Cristo bastante libertad para mandarte lo que conviene, yo, Pablo, ya anciano, y además ahora prisionero de Cristo Jesús, prefiero más bien rogarte en nombre de la caridad. Te ruego en favor de mi hijo Onésimo, al que engendré entre cadenas, quien en otro tiempo te fue inútil[63], pero ahora muy útil para ti y para mí. Te lo devuelvo, a él, mi propio corazón. Querría retenerle a mi lado, para que me sirviera en tu lugar mientras estoy prisionero a causa del Evangelio; mas, sin consultarte, no he querido hacer nada, para que el beneficio que me haces no sea forzado, sino voluntario. Tal vez él se apartó de ti por algún tiempo, precisamente para que lo recuperaras para siempre, no ya como un esclavo, sino como algo mucho mejor, como un hermano querido, que siéndolo mucho para mí, ¡cuánto más lo será para ti!, no sólo en la carne sino también en el Señor.

Por tanto, si me consideras unido a ti, acógele como si fuera yo mismo. Y si en algo te perjudicó, o algo te debe, ponlo en mi cuenta. Yo mismo, Pablo, lo firmo de mi puño y letra; yo te lo pagaré… Por no recordarte tus deudas para conmigo, pues tú mismo te me debes. Sí, hermano, hazme este favor en el Señor. ¡Alivia mi corazón en Cristo!

Te escribo confiando en tu docilidad, pues sé que harás incluso más de lo que te pido. Además, prepárame hospedaje, pues espero que por vuestras oraciones se me conceda la gracia de estar entre vosotros. Te saludan Epafras, mi compañero de cautiverio en Cristo Jesús, y mis colaboradores Marcos, Aristarco, Demas y Lucas.

La gracia del Señor Jesús esté con vuestro espíritu.

Volvió a leer la carta una y otra vez. De un tirón, por párrafos, despacio… Tuvo que interrumpir la lectura varias veces para secarse las lágrimas, conmovido por el eco de aquellas expresiones que solía usar con él Eumates, escritas por Pablo: «Ácreston», «hijo», «mi propio corazón», —«pedazo de mis entrañas», le decía su padre—; y por el reflejo de esa paternidad que ambos podían reclamar con toda propiedad: «Al que engendré entre cadenas»…

Sosegado el ánimo, intentó penetrar en el sentido del mensaje del maestro: «Se entiende todo, pero ¡hay tanto escrito entre líneas! Pablo, ¡y Timoteo…! ¿Por qué Timoteo? Porque el maestro quiere que aparezca como testigo de lo que escribe al amo en esta carta tan personal en la que siempre habla en nombre propio. Y quiere que Filemón lo sepa. ¿Una carta personal? ¡Para Apfia, para Arquipo, para la Iglesia! Creo que le insta a que se decida a leerla ante todos, a todas las iglesias… porque en verdad hay un mensaje del que Timoteo es testigo, que trasciende la relación entre este esclavo y su amo: “Acógele como si fuera yo mismo…, no ya como un esclavo, sino como algo mucho mejor, como un hermano querido.” Pablo no quiere que se deje pasar por alto la enseñanza que esta carta encierra para las comunidades. Pero ahora no se trata de generalidades, se trata de un asunto entre Filemón y yo. Bueno, entre Filemón, Pablo y yo».

Onésimo creía ver claramente las razones por las que Pablo le había indicado que la carta fuera leída previamente por Filemón a solas: comprendía que el compromiso que le estaba exigiendo a su amo requería una reflexión serena y una decisión libre, no impuesta; una decisión que no estuviera condicionada por su lectura ante los demás, ante la iglesia de Colosas, «Que el beneficio que me haces no sea forzado, sino voluntario».

«Pablo le pide a Filemón un compromiso. A mí también. ¡Dios mío! ¿Qué poder liberador encierran estas letras grandes, suaves y a la vez rotundas? Tíquico será testigo de la entrega de esta carta cerrada a Filemón. La carta en mi mano será muestra de mi sumisión y del mensaje de Pablo.

»Pero Pablo me ha dado a leer la carta para decirme: ¿estás dispuesto a llevar y entregar la carta? Me pide que me entregue al amo, que corra el riesgo de llevar la carta, precisamente ahora, cuando estimo más que nunca esta libertad, por ficticia que sea: “Te lo devuelvo, a éste, mi propio corazón”. ¿Cómo podría negarme a volver? Y el amo Filemón, ¿cómo podrá negarse a acoger el corazón de Pablo?».

Sin darse cuenta había transcurrido la mañana cavilando sobre aquellas líneas. Se le notaba que había llorado; era inevitable. Buscó al maestro para decirle que estaba decidido a partir, y pasaron buena parte de la tarde a solas. Al terminar, Pablo le acompañó a la puerta, hasta donde la cadena permitía, apoyándose en su hombro, que recibía aquel peso, muestra de confianza, con agradecimiento, dichoso. Se despidieron con la seguridad de volver a verse pronto. Onésimo mismo le prepararía el hospedaje que en la carta solicitaba a Filemón y le serviría como sabe servir el que ha nacido para servir y con la alegría del que sirve al que ama.

Aquella noche, cuando a su hora la guardia impidió el acceso al apóstol, en la casa de abajo hablaban animadamente Onésimo, Tíquico, Epafras, Lucas, Demas…

—Volvemos a Colosas, Tíquico —decía Onésimo.

—¿Están preparados los rollos y libros que hay que llevar? —preguntó Lucas.

—Faltan unas cartas —dijo Tíquico.

—¿Qué cartas?

—Cartas de Pablo —terció Epafras.

—¿Tenéis dinero? —preguntó Demas.

—Buscaremos el resto del tesoro de Eumates. Servirá para ayudar a muchos —dijo Onésimo.

—¿Un tesoro?

—Uno que está escondido y que sólo quien pueda rastrear por el Meandros el olor del contenido de este esenciero será capaz de encontrar…

—Me tomas el pelo, Onésimo…

—¿Crees que Filemón te concederá la manumisión, Onésimo? —se interesó Lucas.

—Esta tarde he pasado un buen rato con Pablo. Puedo aseguraros que aun siendo un asunto importante, ha dejado de ser una cuestión decisiva.

—¿Ya no es la libertad? ¿Qué es ahora lo decisivo, si puede saberse? —le pinchó Demas.

—Sí, sí es la libertad, Demas, pero sobre todo es el perdón, que constituye la prueba de la libertad. Ésa es la lección de Pablo encadenado, eso es lo decisivo: pedir perdón y perdonar. Nada ni nadie ata al que es capaz de pedir perdón y perdonar.

—Eso es: no hay que estar solo, pues el que está solo ¿a quién pedirá perdón? ¿A quién podrá perdonar? —dijo Lucas.

—Creo que tienes una buena noticia que darnos, Onésimo… —quiso sonsacarle Epafras—. Anda, cuenta.

—Sé que es un secreto a voces. Pablo ha dispuesto que antes de partir reciba la imposición de manos del colegio de presbíteros, de sus propias manos…

A solas en su habitación, preparó detenidamente su equipaje. Como siempre, pocas cosas: Selene-Alce-Eum, el esenciero, la piedra blanca «Ácreston»; la bolsa, vacía. Rebosaba de agradecimiento y de alegría: había descubierto a Onésimo, sin zonas oscuras, libre o esclavo, cuánto le quedaba por hacer y con quién podía contar… Volvía a Colosas dispuesto a servir, como siervo, pero como el siervo laureado por su consagración y con la carta de la libertad —la palabra comprometida, la palabra escrita— que Acana Barsebá temió aquella noche en que el espíritu del Tmolo se deslizó sobre él como la sombra de un cendal.

Antes de echarse a dormir abrió el Libro y leyó: «Señor, yo tengo este día por el más grande de toda mi vida».

De vuelta en el valle del Lyco

Deméter habla por la trayectoria del sol. Repite su mensaje indefinidamente: desde la floración de los almendros hasta la vendimia que prepara las celebraciones de Eleusis. Misterios. Las tormentas de Boedromión empujan los rebaños hacia el encierro invernal, abandonando las altas majadas del Tauro donde ya se anuncian las nieves. Después soplan los vientos del este con suaves lluvias templadas y se abre de nuevo el mar. Reverdecen los campos. Los ríos bajan atropellados. Nacen los terneros. Y antes de la llegada de los vientos africanos, durante los largos y sedientos días, los campesinos preparan los aperos para la siega y los almacenes para el grano. Ésta es la mirada del hombre, del que está solo. Onésimo, con la voz de la criatura ante el templo de la diosa madre de la tierra, que repite eternamente su mensaje, compuso para las celebraciones de las mañanas un himno a la Madre de todos. Ésta es la mirada del hijo, del que nunca está solo:

¡Oh, Selene, que acunas en la noche al Sol de Justicia, que eternamente emerge inmutable por el oriente para regalarnos un nuevo día, y al calor de su mirada crea la vida y llena de alegría la tierra! ¡Oh, Selene, reflejo de la luz desde el principio, diadema de la creación! Acógenos como a hijos tuyos por amor a tu Hijo y llévanos de la mano a la presencia del Padre, donde seamos colmados de la fuerza del Espíritu que quita las penas y llena el corazón de consuelo.

Un día de mar tranquilo, navegando por el Egeo, Onésimo le preguntó a Tíquico:

—¿Conociste a María?

—Sí, en Éfeso. Yo era muy joven.

—¿Cómo era, Tíquico?

—Solía fijarme en sus rasgos mientras ella atendía la casa, hacía labores o cuidaba la huerta. De sus facciones deduje el aire que debió de tener Jesús. Se dejaba observar; no se sentía intimidada. Sabía que a través de ella nos aproximábamos a su Hijo y se complacía.

—¿Qué te decía?

Entonces la conversación se hizo más íntima y ya nadie pudo escuchar de qué hablaban.