11

VÍA APIA

Es una diosa

Onésimo se percató de su propio nerviosismo al desembarcar y ver el ajetreo de la gente rebuscando entre los equipajes y hablándose a gritos. Padecía la misma excitación de cuantos iban a la Urbe.

—Roma siempre asusta. Si es la primera vez que la visitas, ve con alguien que te aconseje, muchacho. Tienes quince jornadas para prepararte. Necesitarás una cabeza nueva, otra manera de ver las cosas. Únete a la caravana; se organiza en seguida. Suele viajar gente avezada en los entresijos de la ciudad. ¡Los guías: pregunta a los guías! —le aconsejó un mercader al que había estado observando mientras se manejaba por el muelle entre mercancías.

Onésimo pagó los derechos y se incorporó a la caravana. En cuanto los pasajeros procedentes de Dyrrachium[57] se les unieron, la comitiva inició pesadamente la marcha.

La vía Apia, en su recorrido por la Apulia, sortea suaves colinas pobladas de garrigas, enebros y algunos encinares. La calzada se desliza entre hileras de pinos y plátanos, con granjas y alquerías desperdigadas a ambos lados y rodeadas de sembrados; sobre las tierras yermas se ven pequeños rebaños de ovejas y cabras. Los campesinos, acostumbrados al paso frecuente de las caravanas, atentos a la labranza, sólo miran de reojo. Onésimo se acercó al carro guía y preguntó al conductor:

—¿Amigo, Roma es como Atenas?

El carretero miró a Onésimo y su perro.

—¿Como Atenas? No sé cómo es Atenas. Pero estoy seguro de que no te imaginas lo que vas a ver.

—¿Por qué? También he vivido en Corinto. He visto ciudades grandes y pequeñas…

—Bueno, Roma es distinta… —intentaba precisar el guía—. Todo el mundo lo dice. Incluso los que han viajado por las grandes ciudades del imperio, como Alejandría o Antioquía de Siria, y también por Atenas.

—¿Y qué la hace diferente? Atenas…

—Roma es la ciudad —le interrumpió—. Es una diosa.

—¿Tan hermosa y poderosa es?

—Roma es el imperio, el alma del emperador, la morada de todos los dioses…

—Ya veo… —dijo Onésimo sin acabar de comprender.

—¿Tienes trabajo, habitación, amigos en la ciudad? —siguió el carretero, que se había aficionado a la conversación.

—No.

—¿Dinero?

—Poco.

—Entonces Roma se te tragará.

—¿Sabes dónde puedo encontrar un buen hospedaje?

—Si no eres rico no encontrarás un buen hospedaje.

—Bueno, algo asequible, una cama para mí y un agujero para Pammé, mi perro.

—Ve a los barrios del Esquilino, alquila un cuarto e intenta respirar. Un sestercio diario. Paga por adelantado y no te olvides de reclamar un recibo, de lo contrario cualquier día te encontrarás a otro ocupando tu habitación. Procura evitar los pisos altos y las calles estrechas.

—¿Por qué?

—Las islas de viviendas se incendian con facilidad. Si el fuego te pesca durmiendo arriba, te irás al infierno con un empacho de humo, sin enterarte. Si estás despierto será peor: no podrás bajar; te irás al infierno igualmente, pero te enterarás. Una vez vi arder unas habitaciones; las brasas incandescentes brincaban de una ínsula a la vecina, las ventanas estallaban y los inquilinos saltaban al vacío gritando, envueltos en llamas…

—¿No hay otro lugar barato dónde dormir? —interrumpió Onésimo.

—Más barato, el campo. Aunque te juegas la vida…

—¿Y qué me decías de las calles estrechas? —preguntó, decepcionado por las alternativas.

—¡Ah! Si deambulas por las callejuelas, o te asaltarán o te llenarás de mierda. Algunos desaprensivos se deshacen de sus deposiciones arrojándolas por las ventanas.

—¿No se utilizan letrinas?

—A veces, pero quedan lejos del catre. Por la noche da pereza…

—Roma, la morada de todos los dioses… —masculló Onésimo entre dientes.

—Pero no toda la ciudad es así —le aclaró el guía.

—¿Ah, no?

—No. Pero esa otra Roma, no es Roma ni para mí, ni creo que para ti.

El carretero contaba aquellas cosas con naturalidad, con la tranquilidad de quien describe su entorno cotidiano.

—Sé fabricar membranas para escritura y tratar con tintes la lana y el lino. Sé leer y escribir. ¿Crees que podría encontrar un trabajo?

—¿En la lengua del Lacio también?

—No. Además de la lengua de mi tierra, sólo sé griego. Pero aprenderé en seguida.

—No lo sé. Pon a pelear a tu perro; podrás ganar mucho dinero si tu animal sabe comportarse.

—No. No es un perro para eso.

—Pues procura que no te lo roben. Es un ejemplar codiciable para preñar a unas cuantas perras.

—Lo tendré en cuenta. También he sido capataz de una granja.

—¿Cómo te llamas?

Onésimo se presentó como hijo de Filemón del Lyco.

—Mi nombre es Sabino —dijo el guía—. Miraré si alguien de la caravana… Te diré alguna cosa antes de cruzar el puente en Silvium: si no tienes a nadie por aquí —señaló refiriéndose a la caravana—, quédate cerca. Hay algunos carros de patricios y mercaderes a los que te convendría arrimarte.

—¿Crees que alguien podría ayudarme?

—En Roma nadie te echará una mano. Si tienes problemas te llamarán falomalaké y te volverán la cara, pero antes se ensañarán contigo. La vida en el campo es distinta. Si no tienes algo preciso que hacer, evita la ciudad.

—Intentaré habituarme. A alguien le aprovechará alguna de mis habilidades.

—Ahora déjame —le dijo Sabino, concentrándose en las riendas—. Llegamos a un tramo de la calzada en obras. Hay que salir a un camino improvisado y las carretas se atascan con facilidad. Si quieres, acércate esta noche a nuestro fuego. Sondearemos el humor de viajeros más pudientes.

La caravana derivó hacia una pista de tierra paralela a la principal. En la calzada, una brigada de esclavos explanaba los suelos, cimentaba y asentaba losas sobre el concreto y los lechos de gravas. Cepos y cadenas, esclavos sin peculio y trabajos forzados a lo largo del trazado. Onésimo apartó la vista al primer escalofrío. Allí estaban los suyos.

Cubierta la jornada, se formaron algunos grupos para compartir el fuego. Onésimo, recostado sobre su petate y envuelto en su capote bajo uno de los carros, observaba a los contertulios. Sabino, el guía amigo, le sugirió que por el momento mantuviera los oídos abiertos y la boca cerrada.

—Nerón se aleja de Séneca, ya no le escucha. Nadie sabe qué le baila al emperador por la cabeza —escuchó Onésimo.

—Séneca está harto. Es él quien quiere alejarse de Nerón. Ha ofrecido todo cuanto tiene al tesoro imperial y ha solicitado licencia para retirarse al campo. No aguanta más. Se le nota demasiado que no soporta a Petronio y sus maneras frívolas con el emperador. Además, no se fía de Tigelino.

—Séneca y Burro están acabados: son prescindibles. El emperador no está para escuchar sus monsergas. Nerón flota sobre una multitud de funcionarios que se deleitan haciéndole babear.

—Antes de salir de Roma, supe que Nerón se había abandonado al arte. Quiere endulzar sus modales. Dicen que estimula la creatividad arrojando palitos secos y pajitas sobre el rescoldo de un brasero y contempla cómo arden. Entonces, cuando siente el soplo de la musa Euterpe, coge la lira, canta y escribe la música.

—Seguro… Pero no sólo Euterpe, ¡las nueve Musas le asistirán! —apuntó alguien con desdén.

—Intenta componer una melodía para cantar el Iliupersis[58] y ensaya sin descanso. Pero está atascado en un estribillo que dice: «Finalmente se impuso la tercera opinión». Entonces se irrita, abandona la tarea y va a la estufa a quemar palillos.

—¿Y puede saberse por qué hace eso? —preguntó uno de ellos que intentaba disimular su regocijo.

—Pues se dice que el emperador es partidario de la segunda opinión que describe el poema —siguió el entendido sobre la casa del césar—, la que defiende no entrar el caballo de madera en la ciudad para ofrecérselo a Atenea, sino quemarlo ante las puertas.

—Pero se trata de una epopeya ya escrita —terció alguien sin poder contener la risa.

—Pues Nerón se empeña en readaptar el poema a su criterio. Claro que en seguida se da cuenta de que, quemando el caballo y con todos los de dentro abrasados, el canto concluye rápido. Quedarse sin versos le irrita aún más. En fin, cada día levanta más la voz. Dióforo, a quien el césar dice amar con la ternura de una cierva, y presente en sus ensayos cotidianos, languidece de aburrimiento. Aunque se rumorea que el pobre mancebo va en busca de los consuelos de Popea en cuanto puede.

De pronto, uno de ellos se puso a cantar: «Entonces los griegos salieron de la panza del equino y asolaron la ciudad…». Los demás corearon entre risas.

—Desafinas, Livio —reprochó uno—. ¡No cantas como el emperador! ¡Te sales de la armonía cósmica!

—Eso es —dijo otro—. Quiebras el orden celestial. Las esferas que describió Pitagóras se desconciertan. ¡Las veo: se golpean entre sí, enloquecidas!

—El emperador piensa dictar un decreto advirtiendo de que el hombre no dotado para la música está predestinado al Orco y, si alborota con cantos, será encarcelado con la boca cosida a las afueras de Roma —apuntó otro.

—Y aquel que incite al canto a los inarmónicos, especialmente en las celebraciones y durante los ritos ante los dioses, sufrirá el empalamiento y después el castigo del eterno estribillo monocorde.

—Por lo visto, en tu caso mejor callar, Livio —intervino el de más allá, tras un largo y ruidoso eructo.

—Cambiemos de tema, se acercan legionarios. No vayan a pensar que hablamos de Nerón —apuntó alguien intentando ponerse serio sin conseguirlo.

—¿Qué lleváis ahí? —preguntó el decurión.

—Son piezas labradas de mármol y loza roja de Corinto, para los jardines del nuevo palacio que proyecta el césar.

Más tarde, entre el escurrido final de las cráteras de mosto y la evocación de largos y penosos viajes, se cantaron las melodías lascivas que acompañan el exceso de bebida.

Onésimo comprendió el consejo del guía amigo; con aquellas preocupaciones e intereses entre los viajeros, nadie hubiera entendido las suyas. Después se quedó dormido.

Tres Tabernas

Aunque la mayoría prefería el cielo raso para pernoctar, las sucesivas mansiones y tabernas se atiborraban. Una crátera de vino, agua caliente y legumbres con cecina, pan y letrinas bajo techado sólido; friegas y estimulantes golpes sobre la piel con ramas olorosas, vapores perfumados, alivio para los cuerpos traqueteados. Onésimo se aficionó a la compañía de Sabino, el guía, y procuraba mantenerse cerca de él. Se encontraban para compartir historias y cena al finalizar las etapas. Pronto las inquietudes de Onésimo acabaron siendo el motivo principal de la conversación:

—Es preciso que alcance la meta que me fijé, amigo Sabino. Eumates me la señaló y yo la acepté. Deatina, en Mantinea, me desveló un motivo admirable. Mi compromiso me ha traído hasta Roma. Evodio, mi compañero de viajes y fiel amigo, como un auspicio, señaló una dirección: encuentra a Pablo de Tarso.

Onésimo evitaba mostrar su condición de esclavo. Nadie está seguro en Roma, diosa de la delación, del veneno y del puñal togado.

—Tras el paso por el desfiladero de Caudio[59], puedes tomar el camino que te lleva a Puteoli —le indicó Sabino—. Allí están los campos Ardientes y el Averno[60]. Nadie va a pasear junto a sus aguas; quizá tú encuentres en sus orillas la puerta del inframundo. Se dice que estuvo abierta pues hay allí vestigios de la presencia de Hades, pero ¿quién te la abrirá ahora?

—Espero una señal. El sol poniente me mostrará el acceso, o quizá lo haga una indicación de Selene. En Filipos una sibila me auguró que Selene me acompañaría hasta el final.

—En Cumas vivió una, pero nadie ha vuelto a verla desde antiguo. Su morada está vacía.

—Alguien poseerá hoy su ciencia, la sabiduría acumulada a lo largo de los años. Alguna divinidad protegerá ese bagaje.

—Y de existir, ¿cómo la encontrarás, Onésimo?

—En realidad debo encontrar primero a quienes me pueden transmitir el conocimiento de los misterios para penetrar en el inframundo y seguir el itinerario del sol. Supongo que es preciso un período iniciático, como en Eleusis.

—¿Y quiénes son esos que han de enseñarte, si puede saberse? —preguntó Sabino.

—Son los jefes de la secta que siguen a un judío crucificado en Jerusalén en tiempos de Tiberio. Se presentan como testigos de su resurrección. Los hay allí por donde vayas. Entre ellos, el que más poder tiene es Pablo de Tarso, aquél a quien Evodio me instó a buscar.

—Pues ve a Roma. Deja Puteoli; lo que buscas está en la capital. Allí también encontrarás a los cristianos. Conozco a algunos; más de uno ha viajado conmigo.

—¿Y sabes por dónde paran en Roma?

—Se encuentran cada día en el foro, bajo la colina Capitolina. Los reconocerás entre la muchedumbre. Hablan y atraen a la gente a sus corros. Son incansables.

La proximidad a la Urbe resultaba más apreciable a medida que se incrementaba el ritmo procesional de la caravana, la pesadez y limitación de sus movimientos sobre la calzada, y el griterío de los nerviosos peregrinos. Desde los puertos del sur se incorporaban a la vía nuevas caravanas y vehículos con materiales para las construcciones y obras imperiales; carros ligeros y literas buscaban un paso expedito. Los jinetes y las milicias tenían paso preferente. En los aledaños de la calzada, piaras y rebaños afluían hacia los mataderos y los corrales, suministros para las despensas de los patricios, alimento para la avidez de los dioses. El hambre de Roma, que no requiere transporte, arraiga desde siempre en callejones y arrabales.

Las dolorosas y rítmicas pulsaciones en la frente de Onésimo se aceleraron, aviso del Tmolo latente. Desde sus visitas en Zakinthos a la peña Espolón, sólo descansaba del reclamo de poniente los días apagados. Cada tarde, una mirada al oeste. Cada puesta de sol, una fiesta para su esperanza. Desde Sinuessa, la vía Apia trascurre en compañía del mar. Faltan pocos días para alcanzar Roma.

—¿Qué te ocurre, Onésimo?

—Es la ansiedad y mis dolores de cabeza. Estoy cansado.

—Debería verte un físico. Vuelve a tu casa, a tu vida de antes. Seguro que…

—No, Sabino. No me quejo… Sólo es agitación porque presiento la recompensa.

Onésimo había llegado a amar aquel padecimiento como la campana a su badajo. Amaba el son de la llamada a cumplir su cometido. Amaba el golpe que le mantenía despierto. Por eso, cuanto más intenso era el dolor más resuelta era su voluntad de alcanzar la libertad.

El cielo se cubrió de densas nubes bajas y oscuras, a punto de caer a plomo sobre la tierra. Onésimo pasó la noche en Tres Tabernas, a resguardo de la lluvia en el patio de una de las posadas, ovillado con Pammé. Despertó al alba, molido. Las pesadillas no le dejaban descansar, aunque la piedra blanca de Pérgamo en su mano le sosegara. La etérea presencia de Anestión le llevaba a presentir el umbral de la puerta. Salió al camino y anduvo junto a las sementeras, excitado ante la próxima visión de Roma. Volvía sobre lo que había escuchado a muchos desde que desembarcó: «Joven, vuelve a tu casa. No se puede ser humano y vivir en Roma». Se asustó por su inseguridad y fragilidad ante la ciudad, pero su determinación era inconmovible.

Aquella mañana Sabino se despidió de él.

—Aquí termina el viaje y la caravana se deshace, amigo. Quizá nos volvamos a ver. Yo debo presentarme en la estación de Puerta Capena para acompañar a otra caravana hacia cualquier lugar. Ve al Celio y pregunta por Servilio. Es mi primo. Dile que vas de mi parte y te encontrará habitación. Luego podrás ir en busca de los cristianos.

Una nueva despedida que le removía el corazón y volvía a dejarle solo. Esclavo fugado y cautivo: atado al silencio. Solo, con Pammé como única compañía. Demasiadas despedidas. Demasiados fracasos, promesas incumplidas, amistades y amores desdeñados por una meta. Atemorizado, se entretuvo con los pequeños gorriones sobre los rastrojales, viendo cómo se esponjaban y sacudían el rocío de sus plumas. Como ellos, debía arrojar de sí los temores. Había bebido la moly y llegado hasta Roma. Nada le impediría alcanzar la meta, llegar al final. Pero su ánimo y sus pasos eran más premiosos y las pulsaciones en su cabeza, más intensas. «Onésimo, ¿quién eres cuando te quedas solo?», se preguntaba.

La Urbe

Porta Apia. Matriz noble, generosa, de la reina de los caminos, que mereció engalanarse con el brillo de seis mil esclavos sobre seis mil cruces[61]. A ambos lados, las tumbas de los notables: saludo de los muertos a los que aún caminan. Los despojos de los Escipiones guardan la entrada.

Onésimo atravesó los campamentos de los arrabales, población de indecisos, antes de entrar en la Urbe, y subió la cuesta del Celio hasta las terrazas de la cima sin detenerse. Allí se entretuvo un buen rato admirando los perfiles de la ciudad y los contrastes entre las colinas. Absorto ante el panorama, recorría con la mirada las casas nobles, los fríos templos blancos, la frondosidad de los jardines cerrados, los abigarrados bloques de viviendas y las imponentes edificaciones públicas junto a las avenidas. Su vista descansaba frente a la armonía de la ladera del monte Esquilino y del Palatino, donde las residencias patricias de paredes amarillas y las villas de muros rojos, vestidas de enredaderas florecidas y hiedras, se extendían entre amplios bancales. Se extasió ante las residencias de delicados jardines y bosquecillos de pinos y cipreses que se deslizaban hacia el Tíber sin pisar la orilla, difundiendo frescura y aromas de jazmines y rosas entre el hedor de los tugurios y el humo de las hogueras. Sufrió también al contemplar las barcazas de transporte, con esclavos a los remos, junto a botes de recreo bajo los puentes. Agua limpia por los acueductos, indigencia entre los arcos. Escuchaba distraído el estruendo de los carretones sobre el basalto brillante, el mazo sobre la piedra en vía Prestina. A ratos, según se movía el aire, llegaban hasta arriba los ecos del gentío desde la Salaria, trayecto de vendedores hacia los mercados; y, cuando también a impulsos del viento, el hedor del Velabro, exudación de las cloacas, ascendía la colina, Pammé y él se agitaban. Más allá, vio al Tíber abrazarse a su isla; y a la ciudad, escapar por el puente Cestio hacia el campo Janículo, huerto de césar. Cada tarde, el soplo del mar penetraba ligero y purificador por el camino de Ostia y dispersaba los males de la Urbe por las campiñas del Lacio.

Onésimo quedó admirado. Roma era una diosa. Hubiera esperado la caída de la tarde para verla revestida de noche pero debía encontrar a Servilio, el primo de Sabino, antes de que oscureciera.

Era éste un sujeto espontáneo y franco, parlanchín y de modales afeminados, tocado con una peluca, que alquilaba habitaciones en una ínsula cerca de los nuevos mercados construidos por el emperador. Onésimo le habló de su viaje desde Brindisi en compañía de su primo el guía y le pagó por una semana.

—Servilio, quiero una habitación que no esté en lo alto.

—Tú pides mucho… Tendrás de lo que haya. Creo que en el segundo piso de esta manzana. Veamos…

En cuanto accedió al edificio de habitaciones, Onésimo comprendió las advertencias de Sabino: las gentes vivían hacinadas, la suciedad se acumulaba en los rincones y el maderamen crujía. Vulcano parecía aguardar el tiempo oportuno, pedernal en mano. Subieron por una escalera hasta la galería del segundo piso y Servilio le abrió la puerta de un cubículo: un catre, un brasero, un arcón y una ventana al fondo. Se oían voces a través de las paredes.

—Si quieres un jergón, te lo conseguiré a buen precio. Este animal, si ladra, se va. Y el amo también —le amenazó después de arrebatarle el alquiler de la mano—. Si los vecinos protestan, te vas. Y si traes a vivir gente, te haré pagar el doble. Las letrinas, bajando…

Dejó su bolsa, atrancó la puerta y se lanzó a deambular por calles y plazas. Paseó por la ciudad sin pensar, confundido con la plebe, contemplando la vida entre la hermosura de los templos, edificios de la administración pública y las obras de mejora que Nerón había iniciado, hasta llegar al foro.

A la entrada, una aglomeración frente a una columna intentaba leer un aviso del Senado al pueblo de Roma. No se atrevió a hacerse sitio entre el gentío con Pammé. Preguntó a unos que volvían comentando la información.

—Son buenas noticias. El emperador se homenajea: el Senado ofrece al pueblo de Roma una semana de juegos en honor de Nerón Claudio César Augusto Germánico, guía y salvador de los hombres…

—Se rumorea que va a levantar un templo nuevo donde vivirán él y Apolo —comentó uno de ellos con ironía.

—Pero es el Senado el que organiza los juegos —quiso corregir Onésimo.

—El Senado, el Senado… —dijo un tercero—. ¿Acabas de llegar, verdad?

—Sí. Vengo de Asia. Allí se comenta que los mismos dioses despreciaron el Olimpo por la belleza de la Urbe y que durante un tiempo habitaron sus templos. Por lo poco que he visto…

—Amigo como te llames, Nerón es Roma. Nerón es el Senado. Los dioses han vuelto a sus moradas defraudados por la indiferencia de los romanos: mantienen los ritos, las ceremonias y los sacrificios, pero el pueblo tiene el corazón en las Saturnales y el circo.

—¿Se marcharon por la indiferencia o por el hedor? —preguntó otro.

—Por la indiferencia, Cornelio; los dioses no huelen: no hubieran aguantado hasta comprobar nuestra indiferencia…

—¡Salud, joven!

Dejaron a Onésimo y siguieron su camino.

Al ponerse el sol la ciudad ardió entre luces, reflejos de mármoles y bronces bruñidos. Insignias y estandartes, triunfos y trofeos: Roma Invicta. Asombrado y rendido, regresó a su habitación.

Para Onésimo aquella primera noche fue de espanto: del silencioso compás de la vida bajo las estrellas al colmo del estrépito, a la destrucción de Troya: ronquidos, lloros infantiles, de mujeres, voces iracundas, jadeos, gritos, cacharrería. Solamente a última hora, con el zureo de las palomas y las primeras luces, cayó dormido. Pensaba que estaba hecho a todo, pero decidió que era preferible vivir entre las tumbas de la vía Apia que entre aquella escandalera. Ni siquiera había sido capaz de encontrar las letrinas.

Campo de Marte

A la mañana siguiente, Onésimo sacudió y miró su bolsa enflaquecida. Dentro ya no bailoteaban alegres las monedas de oro, y empezó a sentir la angustia del desamparo como en los días de Filipos y Corinto. «Nadie hace preguntas impertinentes a un joven con dinero. ¡Esclavo, sin tu oro estás perdido!». Salió para informarse sobre el paradero de Pablo de Tarso y en busca de un trabajo antes de que la bolsa se vaciara del todo. Caminó colina abajo, atravesó las obras del nuevo acueducto y fue a internarse en la amplia plaza porticada entre el palatino y la colina capitolina. Por cuanto le había dicho Sabino, los corros de cristianos eran habituales durante las mañanas. Al menos así lo había entendido él. Al llegar, se acercó a un grupo de judíos, inconfundibles por sus atuendos.

—¿Sabéis dónde puedo encontrar a Saulo de Tarso? —preguntó, aun sabiendo que no era precisamente afecto lo que profesaban a aquel maestro.

—Vive cerca del Castro Pretorio. Bajo arresto. Tiene una causa abierta en el tribunal del césar. La mano del emperador ejercerá la justicia del Altísimo (¡Bendito sea su Nombre!), con ese renegado.

—¿Bajo arresto? ¿Y por qué? ¿Es posible verle?

—¡Yo qué sé! Ve al otro lado del foro… Los de la secta suelen reunirse allí…

Dio varias vueltas por la plaza y decidió esperar. Preguntó a alguno de los transeúntes, pero no supieron darle razón:

—No. No les he visto. Quizá más tarde…

Cansado, decidió probar al día siguiente. Como era habitual al llegar la tarde, los terrores nocturnos le hacían temer la noche incipiente, la sutil presencia que le susurraba inexpresables palabras sobre su destino y el doloroso golpeteo en la cabeza. Durante el paseo de vuelta, la conciencia de una amenaza fue adquiriendo relieve. En los aledaños de la casa de Augusto, reparó en una patrulla de soldados de la guardia de la ciudad estacionada a media calle. Percibió que le observaban y, por sus gestos, que hablaban de él. Se asustó, y el tendón sensible a la esclavitud y la fuga se le tensó repentinamente. «No será nada… —quiso tranquilizarse—. Un extranjero y un perro negro: Roma rebosa de extravagancias… No es posible que la denuncia de Filemón haya llegado finalmente a Roma, que algún cazador de fugitivos, que…» Onésimo no encontraba a izquierda o derecha un callejón por donde desviarse.

—¡Eh, tú! ¡Detente! ¿Es tuyo este animal?

—Sí.

—¡Agárralo bien! —ordenó el oficial mientras se acercaba.

En cuanto Pammé estuvo sujeto entre sus manos, dos guardias echaron una red sobre el perro y se lo arrebataron.

—Es un regalo para el emperador. Participará en los espectáculos —le informaron—. Puedes estar orgulloso.

—Pero…

—Lárgate. Ahora es propiedad del césar.

Pammé se revolvía titánicamente sacudiendo a los cuatro que intentaban subirle a un carro cerrado. Con la boca atrapada por una correa, dejaba escapar un sonido lastimero, una rabiosa protesta ante la que Onésimo se mostró indefenso y paralizado.

—¡Eh, guardias! ¿Qué hacéis? ¡Dejad ese perro…! —gritó sin acercarse, titubeando, como un estúpido.

—¡Lárgate ya! —reiteró el oficial, mientras uno de ellos le ponía la mano sobre el pecho, impidiendo que se acercara al carro.

El corazón empezó a latirle aceleradamente. Iba a perder a Pammé para siempre.

Se quedó solo en la calle, enfurecido, muerto de rabia. Oía el aullido de Pammé, su ladrido lastimero. El transporte desapareció traqueteando calle abajo, hacia el anfiteatro, en el Campo de Marte. ¿Dónde estaba el derecho? ¿Quién protegía la propiedad? ¿Qué ley? ¿Qué Senado? Claro que con él, todo aquello no contaba. Él era un esclavo. Aunque no se vieran los cepos, estaba encadenado de pies y manos. Ante los guardias ni siquiera era un hombre, aunque ellos no lo supieran. Onésimo, inútil, humillado y furioso. Roma: una ilusión; más todavía, una trampa. El mundo se le vino encima. No había podido reaccionar. Un esclavo es un objeto, no reacciona.

Acobardado, anduvo hacia la ínsula sin saber qué hacer. En cuanto consiguió serenarse, decidió ir a las dependencias de corrales y jaulas del circo. Sin influencias, sólo el dinero podría recuperar a Pammé.

Encontró el carro a la puerta. Traspasó la arcada y entró sumiso en el cuerpo de guardia. Los mismos que le habían abordado en la calle jugaban a los dados.

—¡Eh, mirad, el del perro negro! ¿Qué haces aquí? —preguntó uno.

—¡Vaya bestia, ese animal! —exclamó otro.

—Querría rescatar a mi perro. Puedo pagar algunas monedas…

—¿Cuántas monedas? —quiso el primero poniéndose en pie.

—Cincuenta denarios —alardeó, y mostró su bolsa.

—¿Cincuenta denarios? A ver.

De un manotazo le arrebató la bolsa de la mano. El resto de los guardias se levantaron y rodearon a Onésimo.

—Mirad, aquí hay para repartir…

En ese momento entró el oficial y, al reconocer a Onésimo, le dijo:

—Olvídate ya de ese animal. El emperador ha decidido que es demasiado perro para ti. Ahora es parte del regocijo del pueblo de Roma. Ve mañana al Campo de Marte y lo verás pelear junto a otros con los leones. Morirá valientemente, como un gladiador. Ahora, fuera de aquí.

—¿Y mi bolsa? —dijo mirando a los soldados.

—¿Bolsa? ¿Qué bolsa? —replicaron los otros—. ¡Fuera, fuera de aquí, falomalaké! ¡Venga!

—¡Centinela! —gritó el oficial, instando a que se llevara a Onésimo.

Una vez estuvo fuera de las dependencias, los soldados cerraron la puerta. Onésimo hizo ademán de volver a entrar pero el centinela se lo impidió. De nuevo en la calle, humillado otra vez, avergonzado, sonrojado como una doncella, se maldijo por su estupidez: Sabino se lo había advertido hacía pocas jornadas en el camino de Brindisi a Roma.

Aquella noche no pudo dormir. Envuelto en su capote, salió a caminar, vagabundeó hasta la orilla del río y se dejó guiar por la corriente más allá del puente Milvio. Al escuchar cantos, avanzó con cautela entre las cañas. Quieto en la oscuridad, contempló horrorizado la ceremonia de un rito en honor a alguna divinidad desconocida. Dos docenas de individuos, iluminados por un círculo de linternas y ante un fuego central, celebraban un sacrificio de sangre. Asistió incrédulo a un espectáculo inhumano envuelto en una torrentera de promiscuidad, entre hombres y mujeres, doncellas, niños y animales. Un furor cruento interrumpido por el estrépito de las armas de una patrulla que bajaba presurosa hacia aquella congregación. Tíber, río de sangre.

Onésimo fue directamente al anfiteatro a esperar la mañana. Desde primeras horas, las gentes se arremolinaban a las puertas para asistir a los espectáculos. Acobardado y aturdido por la falta de sueño, se mantuvo a distancia. Su cansancio, la excitación de los espectadores que se abalanzaban hacia las gradas, el vocerío de los aguadores, vendedores de abanicos y pañuelos le turbaban. No obstante permaneció allí, a la espera, por si el destino se mostraba veleidoso. Pero esta vez la diosa Até incluía en su programa el sacrificio inevitable de los perros: carne de perro, alimento de fieras. Los animales fueron azuzados a la pelea hasta la muerte. La jauría acosaba a los felinos. Onésimo, sin corazón para asistir a la matanza, se tapó los oídos para no oír los rugidos de advertencia, los ladridos, los agónicos aullidos de dolor de las bestias, los gritos de la muchedumbre. Se largó de allí espantado, asqueado.

Pammelokiné, el perro negro, el que sobrevivió al grito de la mandrágora en las noches de ritual en los bosques frigios. Pammé, nacido para afrentar a los demonios, más negro que todos ellos, sucumbió en la arena entre las garras de los leones. Al son de las trompas, cesó el griterío: «Ahora me ha sido arrebatado todo. ¿Qué me queda después de años de caminar? ¿Qué soy sino lo que siempre he sido?: un esclavo inútil envuelto en un sueño inútil. Nada ha cambiado. Roma se te tragará. Roma, charco de sangre, me ha vuelto a poner en mi sitio. He cimentado mi esperanza sobre una bolsa de monedas de oro y una ambición inalcanzable, desdeñando la sabiduría y la amistad. Me he quedado solo. No podía ser de otra manera».

Volvió a su tugurio, recogió su bolsa y salió hacia los arrabales: abandonaba. Derrotado el sueño de una manumisión, se resignó a la esclavitud con resentimiento. Renunciaba a la justicia capitolina. Desde que dejó Colosas había vivido en una mentira, había construido con las palabras de Eumates una esperanza sin fundamento. Llevaba dentro de sí las mentiras del de Sardes y las suyas propias. Y sentía más dolor y vergüenza por su propia miseria, a la que no había sabido enfrentarse, que por la perversidad de Anestión. Su optimismo de ayer era disimulo; su tenacidad, un pretexto para seguir huyendo, para intentar superar el tropiezo sin caer.

«Eres imposible, Onésimo, ácreston. Los hombres se van a Roma, dejando su vida en la campiña. Luego, Hades engorda con los muertos que Roma le provee. Abandonaré la ciudad. Lo abandonaré todo…».

Anduvo en dirección a Ostia como un buey manso y al llegar la noche se refugió entre las piedras húmedas de un monumento funerario. Sin darse cuenta, se envolvió en pensamientos de muerte. Quiso acariciar a Pammé pero su mano no alcanzó el pelo negro. «Salimos a la vida de un lugar oscuro y húmedo, como éste, semejante al que nos tiene preparado la muerte. La vida de cuantos he amado se ha deshilachado entre mis manos y, en lo que dura un parpadeo, se han esfumado y me han dejado solo. Pero no era ése el modo de morir para un perro como Pammé, que ha recorrido el camino del sol a mi lado. El perro de Eumates… Mi Pammé. ¡Más negro que los demonios! Anestión de Sardes se regodea sobre el perro muerto», se dijo al notar el incipiente dolor de cabeza.

Observó cómo las copas negras de los pinos se recortaban contra un cielo que se iba despejando para mostrar una luna clara y brillante. Cogió entre sus manos la estatuilla —Selene-Alce-Eum—, el esenciero y la piedra blanca de Pérgamo. «Selene, señora de los cielos —se dijo apretando la terracota de Eumates—. Tú me devolverás libre a casa. ¿Qué me queda salvo acogerme a tu augusta piedad?». Entonces, como tantas noches, sintió el calor del cuerpo de Pammé y se dijo: «Tú has cumplido, perro. Me trajiste hasta Roma para algo». Y, confortado, se quedó dormido.

Con las primeras luces, Onésimo se dispuso a buscar qué comer. A pocas millas se encontraba el puerto y, en él, un trabajo para sobrevivir. Inició su camino hacia el mar con una idea: «¿Qué me queda por abandonar si nada me queda? Onésimo, resiste, pues aún has de superar situaciones más difíciles».

¡Hijo, te esperaba!

Anduvo entre acebuches y campos labrados durante un buen rato, apartado del camino, evitando la compañía. El aire marino se había levantado con fuerza y le atacaba de frente. Las bolas de barrilla espinosa rodaban contra él. A pesar de que los sucesos de aquellos días le habían agotado, al luchar contra el viento sintió su propio vigor, su vitalidad. Para avanzar tenía que echar el cuerpo adelante. Siguió las sendas de los labradores que acompañan el río y tropezó con una noria cuya rueda empujaban media docena de esclavos, uncidos como bestias. Recordó la del camino de Colosas a Hierápolis: «Es como la de Morión, pero más grande». Se incorporó a la calzada; no soportaba aquella visión de hombres encadenados. Para evitar el polvo en los ojos, siguió andando con la vista puesta en las rodaduras, y trató de aventar el rescoldo que incendiara de nuevo en su corazón un ánimo indomable: «Me quedan las cadenas».

«¡Perro, Pammé, estás muerto y me has dejado solo! —se lamentó—. ¿Y Pablo de Tarso? —se preguntó—. Debería ir a buscarle; quizá él pueda convencer a Filemón como dijo Evodio. Evodio es de fiar. “No dejes de ir a verle”, insistía cuando nos despedimos. Además, siempre encontré una escudilla caliente en casa de estos cristianos y un rostro afable… bueno, menos el de Ticio Justo; en fin, una sonrisa amable… bueno, salvo la de aquel Crispo… No sé qué hago andando hacia Ostia… ¡Perro, Pammé, cómo te echo de menos!».

El viento fue amainando y se convirtió en un suave céfiro. Onésimo se detuvo. «¡Volveré a Roma y encontraré a Pablo de Tarso!». Dio media vuelta e intentó reanudar la marcha hacia la Urbe. De pronto se le nubló la vista y una punzada tras las cuencas de sus ojos lo derribó entre convulsiones. Envuelto en un abismo de oscuridad, quedó como muerto, tendido junto al camino. Sin embargo percibía junto a él toda la maldad de Anestión puesta en pie, mientras un grito rechinaba intensamente en sus oídos: «No permitiré que lo encuentres». Cumplía así la amenaza que se reveló aquella noche al fariseo Acana Barsebá en Corinto: «¡Mata a Onésimo! ¡Mata a Saulo! ¡No podemos permitir que se encuentren! ¡Será una catástrofe…!». El de Sardes ya le había arrebatado a Pammé, estaba seguro.

Lentamente, el agudo dolor fue dejando paso un dolor persistente y a la ansiedad que tan bien conocía. Intentó levantarse sujetándose la cabeza con las manos y consiguió recuperar el equilibrio lo bastante para avanzar torpemente unos pasos. Asustado, con los estigmas de aquel hombre de ojos vacíos, poderoso, que robaba la juventud de los jóvenes, siguió adelante a duras penas. Decidido, se apoyaba a cada paso en los sufrimientos del viejo Héctor del Asklepión de Pérgamo, en las espaldas abiertas por la fusta de Morión a los encadenados a la noria, en los golpes de Filemón sobre su cuerpo… Y vio ante él la imagen de Eumates en el umbral de la muerte: «Mira, One, veo la luz brillante y magnífica del sol que despunta. ¡El Sol Invicto!», porque había llegado a creer que él también iba a morir. Y dio un paso más y luego otro.

La tarde fue alargando su sombra a medida que la vía Ostiense le devolvía hacia Puerta Capena. El dolor, sin desaparecer, había ido cediendo. El sol poniente a su espalda doraba los negros cipreses mientras los carmines y los púrpuras iban tiñendo el paisaje. Se volvió a mirar el mar y evocó como tantas otras veces las palabras de Cibelina Miria en Filipos durante su despedida: «Dónde se encuentra la puerta del sueño de Helios, dónde se inicia el camino de retorno, por dónde penetra el sol en el Hades cada tarde para hacer su recorrido de vuelta, nadie lo sabe. Pero tú llegarás a ese punto en donde, si quieres, podrás iniciar el regreso. Necesitarás ayuda y la obtendrás si la pides. Acuérdate: Selene».

A medida que la noche avanzaba se fue levantando la luna. Onésimo acampó bajo los pinos y, sin otro entretenimiento que sus propios recuerdos y la limpia imagen de Selene, volvió sobre aquella sibila, sierva de Lidia: «En el camino de vuelta encontrarás las respuestas». Onésimo empezó a confiar y a amar su historia.

A la mañana siguiente, hambriento, subió el último repecho para alcanzar Puerta Capena. Temió no obstante que el dolor se recrudeciera, que otra sacudida acabara con él allí mismo, y apretó la blanca piedrecita de Paneguiristés. Junto a él entraban en la ciudad caravanas de suministros y mercancías desde el puerto de Ostia y el Portus, para los abastos de la Urbe. Frente a las caballerizas vio a Sabino departiendo con un grupo de peregrinos.

—¡Sabino! ¡Sabino!

—¿Onésimo? ¿Adónde vas? ¿Y tu perro? Acabo con estos amigos y estoy contigo… —Despachó a los forasteros y se le acercó contento—: Amigo, tienes un aspecto deplorable…

Entraron en el mesón. Onésimo devoró el contenido de un puchero mientras contaba entre lágrimas sus desdichas.

—… así que ahora voy en busca de Pablo de Tarso.

—Sé donde vive, te acompañaré…

En el entorno del Castro Pretorio, en el barrio del Quirinal, junto a la vía Nomentana, se arracimaban pequeñas viviendas. Mientras caminaban, Sabino observaba de reojo la tristeza del rostro de Onésimo, la fatiga que una semana en la ciudad había dejado en su aspecto. Sabía que algo profundo y oculto corroía el corazón de aquel joven asiático, pero hay cosas que no se preguntan. Advirtió cómo su amigo desviaba la mirada hacia un lado de vez en cuando, buscando instintivamente a su perro, y, defraudado, bajaba la cabeza. Avanzaron en silencio por una larga calle. Al fondo, destacaba una casa con pórtico donde un legionario, sentado a la puerta, apoyaba aburrido la cabeza sobre su lanza.

—Debe de ser allí —dijo, señalando al guardia.

Dos hombres se aproximaron de bajada y, al encontrarse, se cruzaron las miradas, sorprendidos al reconocerse.

—Yo te conozco… ¿Colosas? ¿De la casa de Filemón de Colosas?

—Sí. Soy Onésimo. Y tú… ¡eres Epafras, ¿verdad?!

—¡Tíquico —le dijo Epafras al compañero—, es Onésimo de Colosas! ¿Has venido a traernos noticias de allí?

Epafras abrazó a Onésimo y le besó en las mejillas.

—Él es Sabino. Me ha ayudado a encontraros…

—Venid, venid… —Epafras no le dejaba hablar—. Veréis en seguida a Pablo; se alegrará…

Entraron en una sala. La ventana dejaba entrar las luces del sol para iluminar una pared estucada, encuadrada por una cenefa dorada. En el centro se veía un sol y en su interior, una cruz. Entre los ángulos podía leerse una parte de la siguiente inscripción: «JESUCRISTO, AYER Y HOY. ÉL MISMO Y POR SIEMPRE».

—Pablo, éste es Onésimo, de la casa de Filemón. Nos trae noticias del valle del Lyco, en Asia.

—¡Onésimo!, Ácreston, hijo, te esperaba. Evodio me habló de ti. —Y Pablo de Tarso le dio un abrazo.

Durante aquellos instantes, Onésimo escuchó la voz de Eumates —Ácreston— y sintió el calor de Pammé, la amistad de Evodio, el afecto manifiesto de Ticio Justo, el cariño de Paneguiristés, la protección de la sibila… y un impulso irrefrenable hacia el amor desmesurado del que le había hablado la dama de Mantinea.

Calle abajo

Pablo mandó a Onésimo a la vivienda de Epafras, calle abajo. Le aconsejó dormir hasta que le cambiara la cara, y pasados unos días, trascurrido el tiempo preciso para calmar y reordenar su cabeza, volvería a verle. La semana vivida en Roma y la intensidad del sufrimiento por causa de Anestión le habían consumido. El maestro dispuso que trabajara en lo suyo, pues eso le ayudaría a recuperar fuerzas y ánimo. Además, las membranas para escritura hacían mucha falta: había iniciado el proyecto de poner por escrito un texto para la formación de los presbíteros. En medio de las constantes visitas, de la preparación por su defensa ante el tribunal y la atención a sus discípulos, el maestro solía dictar mientras arrastraba su cadena. Como era costumbre, se ponía mucho cuidado en qué se decía o escribía, pues las palabras de Pablo, de Timoteo, de cuantos hacían cabeza, se retorcían maliciosamente en boca de algunos. Los sellos y las copias falsificadas constituían una pesadilla a pesar de las precauciones.

Pedro, cabeza y padre de la Iglesia, que desde hacía años vivía en Roma, había vuelto a Jerusalén para visitar las iglesias de Palestina, no sin antes haber escrito a las de toda Anatolia, como expresión de la unidad y para salir al paso de la tentación de banderías y rivalidades. En sus cartas reconocía explícitamente el magisterio de Pablo ante los reticentes a admitir la autoridad del apóstol de Tarso.

Transcurrieron algunos días tranquilos y Onésimo, ya recuperado, advirtió en sus salidas de la casa, que era observado. Dos figuras distantes, que se dejaban ver inesperadamente, y un redoble acelerado en la pulsación de sus sienes, le recordaban su compromiso.

Una mañana, Onésimo le dijo a Epafras:

—Necesito pasar un rato con Pablo, no verlo fugazmente como hasta ahora…

—Ten paciencia. Apenas ha pasado una semana desde tu llegada. Mira, Pablo no puede moverse de casa…

—Pero es preciso que le hable de Filemón y de mi viaje —replicó él con impaciencia.

—Él ya sabe que eres un esclavo fugitivo —respondió Epafras para tranquilizarlo.

—Vine a él en busca de su apoyo para mi libertad y del camino hacia la inmortalidad. Aunque Ticio Justo ya me advirtió de que entre vosotros se habla de resurrección.

—Ticio Justo…, ¡qué buen tipo! —comentó Epafras, añorando al amigo.

—He sufrido por mi libertad, y por la virtud de la imposición de las manos. Crispo me maldijo porque veía en mí intereses espurios. Hoy todavía siento la amenaza de Anestión. Sus esbirros me vigilan, merodean por el barrio. Percibo su presencia por la intensidad de mis persistentes dolores de cabeza. Se mantienen al acecho pendientes de que cumpla la promesa que hice…

—Debes confiar y esperar, Onésimo. No fue una banalidad esa promesa. Pero aquí nadie te hará daño.

—Últimamente he pensado con más intensidad en lo ocurrido. Quizá es que no he comprendido nada. Aunque todo cuanto me decís me atrae, sobre todo vuestra forma de ser y de vivir. Tengo que empezar a aprender, a entender desde el principio.

—El Señor acabará haciendo que entiendas.

—Epafras, ¿no podrías enseñarme tú?

—Es la fe. La fe es lo que te falta. Y la fe es cosa Suya —dijo señalando al cielo—. Lo demás, a su tiempo, yo te lo iré enseñando.

—Necesito esa fe, Epafras.

—Escucha: a la naturaleza le gusta ocultarse en la noche, velarse con la niebla, disimular la intensidad de sus colores atenuando la luz con las sombras, difuminar sus perfiles elevando las calimas de la tierra caliente… La naturaleza juguetea con los sentidos del hombre… hasta que el sol sale y lo descubre todo. También el logos: cuando intentas penetrar la esencia de las cosas, la inteligencia hace trampas… hasta que la propia armonía del ser impone su conclusión. En el orden de los misterios de Dios es la fe la que revela al mismo Dios en su Hijo. Pídela de corazón. Él te la dará.

—¿Y qué pasa cuando tienes fe?

—Que te percatas de quién eres.

A Onésimo había llegado a cansarle hablar de su peripecia y procuraba silenciar detalles, pero las claves de sus motivos acababan saliendo a la luz porque explicaban su presencia en Roma y justificaban su fuga.

—Epafras, ¿recuerdas a Eumates? Algo mantiene mi esperanza; él siempre me tomó en serio: Ánimo indomable. Amor esforzado. Palabra verdadera. Él me inspiró esa fuerza.

—Onésimo, te faltaba eso: palabra verdadera —le confió Epafras.

—¿Por qué? ¿A qué te refieres?

—Nada te ha doblegado y has dado muestras de aspirar a un amor sin reservas. Pero no acababas de renunciar definitivamente a Anestión de Sardes. Llegar hasta aquí, a pesar del riesgo, fue la prueba de la transparencia de tu voluntad. Era lo que te faltaba. Como sabes, Evodio puso a Pablo en antecedentes, y desde que te dejó en Lequeo no ha dejado de rogar incesantemente a Dios por ti.

—Pero esos dos que me vigilan…

—No serás puesto a prueba por encima de tus fuerzas y, si confías, aunque fallaras, si te mantienes sinceramente unido a nosotros, a la sombra de la Cruz siempre es posible encontrar remedio.

Onésimo reflexionó sobre la confidencia.

—¿Tú crees que Pablo intercederá por mí? —preguntó.

—Lo hace ante Dios y, ten confianza, lo hará ante Filemón.

Un día, acabado el trabajo, Onésimo paseaba solo junto a los campos sembrados, engolfado en un solo pensamiento: «A lo largo de mi camino he encontrado personas a las que confiarme, que me han alentado, que me han advertido y orientado, y cuya amistad me renueva la certeza de la presencia de aquel que vela por mí de una manera misteriosa. Sé que por un tiempo anduve ocultando mis verdaderas intenciones. Pero ha podido más el afecto. Me he sentido acompañado y, a pesar de tanta confusión, de mis tropiezos, esta compañía ha venido a ser un regalo de Eumates que desde allí donde se encuentra ruega por mí. Tú, aunque no te conozco, eres un Dios absorbente. Aunque no sé quién eres, me persigues como un podenco, y sé que esto no acabará hasta que te me sacuda de encima o acabe rendido a ti. ¿Quién eres, Dios crucificado?».

—Onésimo, One…, Pablo te llama —le anunció Epafras, que había salido a buscarle.

Había llegado el momento de ver a Pablo.

Debió de ser un largo monólogo, tan prolongado que cuando Onésimo dejó al maestro era noche cerrada. Pablo le descubrió que junto a sus andanzas en compañía de Pammé también había recorrido un itinerario íntimo: un camino iniciado con el amoroso aliento de Eumates, un ejercicio de voluntad y de fe en el que había conseguido alisar aquellos pliegues y recovecos del alma, las zonas oscuras de las que le hablara Deatina en Mantinea y que le había impulsado tenazmente hasta Roma. Al final, el apóstol debió de decirle algo enjundioso, pues al día siguiente Onésimo, muy inquieto, habló con Epafras:

—Apenas le dejé hablar. Cuando acabé me puso frente a la imagen de la cruz grabada en el muro para decirme que en verdad Cristo era Dios, que se había hecho hombre y, más aún, esclavo como yo, pues como tal murió, para enseñarme a mí precisamente hasta dónde llega el amor de Dios por sus hijos… (yo, ¡su hijo!); para hacerme ver que toda mi vida había sido una manifestación de esa predilección de Dios por mí: desde el primer beso de Eumates hasta el encuentro con la Iglesia de Dios. Me dijo que lo agradeciera; que a partir de ahora nada podría separarme del amor de Dios.

—Es la providencia que nos precede y nos tiende su mano a pesar de las contradicicones —le confirmó Epafras—. Pablo mismo siempre quiso ser el hombre que corría delante de los caballos, de un lado a otro. Ya ves: al que siente preocupación por todas las iglesias, necesidad y ansia de estar en todas partes a la vez, el Señor lo tiene encadenado desde hace años. Y aunque siente impaciencia, dice y nos hace decir: «Hágase tu voluntad, en la tierra…», y poco a poco nos invade la paz.

—¡Claro! Por eso al final, serenamente, me dijo: «Sé a quien me he confiado». Me hizo recordar a Crispo gritándome enfurecido que «el misterio de Dios es Cristo: es Belén y el Gólgota…». No lo podía entender: Dios y el Hombre. Dios vivo; el hombre, el esclavo, muerto. Entonces Anestión aún dominaba mi voluntad y mi cabeza.

—Muerto y resucitado —le interpeló Epafras.

—No es que lo entienda, pero quiero creer —dijo Onésimo sencillamente.

—Eso es, Onésimo. Sabemos que es Dios y sabemos que es Hombre. Cómo es posible no lo sabemos, pero sabemos que Él es. Quizá vengan otros detrás de nosotros que reciban en su inteligencia luces más claras para comprender mejor estos misterios divinos y explicárselos a los hombres.

Onésimo disfrutaba de la vida familiar en casa de Epafras, con Lucas, Justo, Tíquico, Aristarco, Demas y, por supuesto, con Pablo y Timoteo. Aprendió a vivir entre cristianos, a sentirse en casa. Leía y escuchaba. Con las luces que iba recibiendo, sus vivencias —especialmente aquellas confidencias sobre la muerte y resurrección de Jesús que Crispo le había hecho— adquirieron un nuevo relieve y un encaje en su forma de percibir la realidad. La virtud aprendida y practicada por el ejemplo y las costumbres de Eumates, en los relatos homéricos y los libros de otros sabios eran en él buen mantillo. Y la misericordia de Dios abría delicadamente la inteligencia de Onésimo al Evangelio que Pablo predicaba.

Noticias de Frigia

El camino a Nomentum alejaba a los viajeros de la agitación de los mercados y de los foros y traía noticias de todas las latitudes. Y por esta vía llegaron las noticias del terremoto que había sacudido la costa de Anatolia hasta más allá del valle del Lyco[62] y tirado por tierra más de cuarenta años de trabajos de cantería. Desde Pérgamo hasta Atalya el suelo se movió y las ciudades del litoral vieron erguirse la superficie del mar, arrasando naves y amarres, redes y aparejos, casas, almacenes. Las losas de muchas tumbas y mausoleos se abrieron por los temblores. Otras muchas tuvieron que ser abiertas después para acoger a los muertos. En el valle, Colosas se despobló: las familias abandonaron sus casas para ir a Hierápolis y a Laodicea donde aún quedaban recursos para su reconstrucción y los balnearios y la industria proporcionaban algún trabajo. A Onésimo, los tristes relatos le despertaron los recuerdos de Eumates, que entre sorbos de aimatía, el dulce vino afrutado, le narraba cómo en los días de su juventud, cuando la naturaleza exultaba, vio venirse abajo el trabajo de años, al estremecerse la tierra de repente. Por lo que se supo, la granja de Filemón no sufrió mucho aunque los ganados se dispersaron.

«¿Qué habrá sido de Sedas, de Rúbeo y Armita? ¿Y de la niña Nisa, expósita como yo? ¿Estarán bien Evodio y Naval? ¿Habrá parido más hijos Inverna? ¿Y el peligroso Arquipo? ¿Y el amo Filemón? Quizá Tiria se haya casado y tenga ya un hijo…».

Las noticias que a oleadas iban llegando de Asia, le incitaban a volver a su tierra. Supo también de la destrucción de Sardes. Indagó sobre la suerte de sus habitantes, de Anestión. «La tierra se resquebrajó a los pies del Tmolo, las galerías, perforadas para la extracción de oro, cedieron y engulleron algunas hermosas villas…», le confiaron algunos viajeros.

Se percató entonces de que la vigilancia esporádica de aquellos hombres había desaparecido aunque conservaba sus molestas cefaleas.

Pablo se movilizó. Buscaba la forma de ayudar y fortalecer las iglesias damnificadas de Asia que había evangelizado. Estimuló a los suyos para que se esforzaran en encontrar socorros y para que algunos de ellos se dispusieran a trasladarse allí y asistir a los hermanos más necesitados.

Onésimo deseaba ir. Sabía que podía ayudar pero se debatía entre la inquietud por las gentes del valle —le reclamaba la tierra, el deseo de ver de nuevo sus colinas, su choza y su parra en la granja, las higueras junto al arroyo, la tumba de Eumates— y la necesidad de mantenerse lo más lejos posible de la presencia de Anestión y de su difícil situación como esclavo fugitivo. Con todo detalle puso al corriente a Epafras de los motivos de su desasosiego:

—Cuando pienso en volver, siento la amenaza de aquel hombre. Su recuerdo me sobrecoge y aterroriza —le confesó—. La perspectiva de tenerlo cerca me pone los pelos de punta. Sé que no me ha olvidado… Todavía persiste en su acecho y su presencia, aunque difusa y lejana, se me manifiesta de forma recurrente. Entre vosotros, junto a Pablo, me siento protegido; pero pensar en abandonar este refugio me atormenta. Temo sucumbir y, en una de aquellas crisis de dolor que solían zarandearme, en un arranque de desesperación, quitarme la vida.

—Exponle a Pablo tu disponibilidad para ayudar y ponerte al servicio de los tuyos. Respecto del poder de Anestión no has de temer nada, One. Confía. Pablo mismo te confirmará que ése nada puede contra quienes se deciden por servir a la Iglesia.

Respecto a su situación no veía salida. En Colosas seguían el amo y la ley. Sabía que Pablo intercedería por él ante Filemón aunque no acababa de ver el modo, pero si el maestro le respaldaba, él estaba dispuesto a correr el riesgo de volver. Finalmente, se decidió a hablar con Pablo. Reveló cómo podía ayudar: quedaban monedas de oro del tesoro de Eumates, escondidas, quizá recuperables, aun después del terremoto.

—Sé que con aquellas monedas —le dijo al apóstol— muchas familias podrán reconstruir su vida: reedificar sus casas, comprar enseres y herramientas y comenzar de nuevo sus oficios. Estoy dispuesto a volver, Pablo.

Guardó silencio y esperó indicaciones. Mientras tanto, la desazón y las fuertes pulsaciones recurrentes en las sienes mantenían despierto el recuerdo de su promesa al de Sardes, así que discretamente, siguió indagando sobre la suerte de Anestión.

—Sabino —le pidió a su amigo, el guía de caravanas—, averigua cuanto puedas de Anestión de Sardes. Los peregrinos de Lidia y de Frigia sabrán qué ha sido de él. Tenme informado.

El interés de Pablo por mejorar la conservación de los libros y las cartas le llevó a interesarse por el trabajo de Onésimo con los pergaminos y conversaban con cierta frecuencia. Durante aquellas semanas disfrutó de la compañía del apóstol. Sabía que seguía madurando la idea de pedirle que volviera a Asia pero ninguno de los dos mencionaba el asunto. La voz de Pablo calmaba su angustia, sabía cómo aquietar su ansiedad y alentar su ánimo. Y poco a poco, durante aquellas jornadas, con la sencillez del agua del arroyo que va buscando su hueco para avanzar, fue creciendo su deseo de incorporarse decididamente a la comunidad cristiana.

«Vosotros sois el pueblo de mi libertad. Lo dijo Eumates», pensaba convencido.

Una de aquellas mañanas entre las hojas de piel para escribir, se lo confesó decidido al propio Pablo.

—Siento el deseo de recibir el bautismo. Desde hace tiempo, Dios me ha hecho ver que Jesús es el Cristo, que es el Hijo de Dios. He visto que no puede ser de otra manera: que Él es el Logos, la misma sabiduría de Dios, sometida a los límites de lo humano…, que se desborda, roto de amor por nosotros, desde la cruz… No sé cómo pero contemplo este misterio y me siento sobrecogido y veo que es una realidad verdadera y presente. Percibo su presencia en medio de vosotros, y una atracción indefinible y poderosa a participar de vuestros asuntos, para vivir como se vive en la comunidad cristiana, para vivir la libertad que Él nos ha ganado aunque yo sea un esclavo, fugitivo e inútil…

Pablo le escuchó. Después le confirmó que ya estaba en condiciones de recibir el bautismo y que él mismo, asistido por Epafras, se lo administraría.

A los pocos días y mediante una ceremonia en la que por tres veces y en el nombre de las tres Divinas Personas fue inmergido en el agua, Onésimo quedó incorporado a la Iglesia.

Por la virtud del agua sagrada Onésimo percibió la alegría de la liberación de las cargas y de los temores de antaño, de la atadura a Anestión y su dolorosa presencia: desaparecieron los padecimientos físicos. Era un hombre nuevo: lo que quiso ser cuando se llamó a sí mismo Eudokeo pero ahora de una manera inefable, sin tener que esconderse tras el engaño de otro nombre. Por fin había dejado de bracear a ciegas donde acecha el sinsentido de lo mágico. Se afianzaba sobre un cimiento de pedernal: «Estoy apoyado en Ti, Señor; ahora me siento firme». Onésimo vuela, adquiere la soltura, la ligereza de espíritu del que por tenerlo a Él sabe que no tiene nada que perder. Respiraba feliz.

«Vosotros sois el pueblo de la libertad».

Entonces leyó y entendió: «Padre, santificado sea tu Nombre…» y balbucía durante sus horas de trabajo entre pieles resecas, encaladas y tensadas en sus marcos: Padre… Padre…

—Sobre ese nombre que mencionaste, Anestión, también llamado Epíforos, te diré que alguien creyó reconocerle en un anciano medio ciego, que partió solo de la ciudad de Sardes con rumbo desconocido; unos dicen que hacia los grandes ríos, otros que hacia Arabia… Su casa, la hermosa villa de Campo Hermon, fue engullida cuando el terremoto abrió el monte Tmolo y un desprendimiento cubrió el lugar de rocas y gravas —le confirmó, días después de aquellos acontecimientos alegres y decisivos, el propio Sabino.

Renuevo de Apolo

Uno de aquellos días Onésimo llegó satisfecho a casa: había comprado unas buenas pieles de cervato. Encontró a Epafras sentado en un taburete, medio a oscuras, retorciéndose las manos. Durante un momento estuvo observando cómo hervía en sus preocupaciones. Por fin se acercó y le dijo:

—¿Se puede saber qué te preocupa?

—Es un presagio. El Señor me ha hecho ver que las cosas se van a poner más difíciles para nosotros, Onésimo.

—¿Por qué, si hasta ahora habéis vivido en paz?

—Se trata del emperador: quiere hacernos la vida imposible. Hasta ahora eran sólo algunos judíos…

—Nerón tiene otras preocupaciones. ¿Quiénes somos para él? No representamos ninguna amenaza para el césar. Ahora prepara un recital público de sus composiciones para los grandes fastos quinquenales, persigue enloquecido a Popea y a alguno de los efebos que le sirven y, además, busca desesperadamente cómplices entre los senadores para imponer nuevas tasas con las que llenar el Tesoro.

—Fausto Cloro, que sirve en la casa del césar, nos confesó que desde que Nerón recibió la visita de los legados del rey de Partia, ha adoptado un ademán hierático y una mirada evanescente. Camina por palacio como si flotara, como si estuviera iluminado por una revelación o ante la visión de un ángel, concentrado en un solo pensamiento. Intermitentemente se abraza a la lira y, susurrando, entona cantos llenos de melancolía. Hace pocos días se le oyó decir: «¡Oh, Nerón Germánico, Dios Capitolino, todas las criaturas de la tierra se postrarán ante ti! ¡Alégrate, Roma, porque tienes por rey al que no da gloria a ningún otro!».

—¿Y eso es una novedad? Todos los emperadores han exigido el reconocimiento de su condición divina.

—Ahora es distinto. Hubo un tiempo en que la condición divina atribuida al emperador procedía del hecho de encarnar y representar la divinidad del pueblo de Roma primero y del imperio después, pero hasta el propio emperador, incluido el infame Calígula, era bien consciente de cuál era su verdadera naturaleza. La reverencia debida supone que Dominus Imperator, Dea Roma. Pero en Nerón se ha producido una transformación: ¡Él mismo es Dios! Él mismo está convencido de ser el Hijo de Dios.

—¿Y qué te hace suponer que las cosas han cambiado en ese sentido?

—La forma en que el emperador interpretó el mensaje del rey Tirídates. Parece ser que el rey de Partia envió embajadores para anunciar su deseo de venir hasta Roma para ser coronado. El césar escuchó por boca de los legados: «Vengo a ti, mi dios, a adorarte…». Ese mensaje fue el desencadenante: con esas palabras la confusión penetró en el espíritu del emperador.

Nerón pidió que le trajeran inmediatamente una copia de las obras de Virgilio para meditar sobre la Égloga IV:

Desciende del alto cielo un nuevo vástago…

… ya reina Apolo.

Por ti, cónsul, comenzará esta edad gloriosa…

Este niño recibirá la vida de los dioses, y él mismo será visto entre ellos…

¡El tiempo está cumplido, renuevo de Júpiter!…

¡Mira cómo el mar, la tierra, el cielo y las estrellas se inclinan ante ti!

Después, Nerón mandó a su secretario Epafrodito anotar en los anales que aquel venturoso día había recibido una revelación jupiterina que le confirmaba como la encarnación de la divinidad. «Sin duda profetizaban sobre mí los versos del poeta», le confesó al escribiente. Y Epafrodito se postró y adoró. Después propuso a toda la casa del césar que quemaran incienso ante los bustos y las estatuas del emperador.

—Bueno, todo seguirá igual —dijo Onésimo intentando tranquilizar a su amigo.

—No. No seguirá igual. Los sacerdotes de los templos aplacan con sus sacrificios a los dioses porque son de mármol y están muertos. Pero el hombre que se cree dios es insaciable. No soporta la rivalidad. Requerirá al pueblo para quemar ante él y nosotros no podremos hacerlo. Pronto nos buscarán para cazarnos.

Durante un momento ambos permanecieron en silencio. Onésimo había oído hablar —incluso sufrido— algunas de las muchas adversidades padecidas por los cristianos, pero siempre quedaba el recurso a la justicia del imperio frente a la insidia. Esto era distinto. Miró a Epafras, que volvió la cara y le sonrió.

A los dos días, acabada la cena, Epafras le dijo a Onésimo:

—One, irás con Tíquico a Asia, como querías. Llevaréis algunas cartas de parte de Pablo. Él quiere ir a Hispania, hacia el sol poniente…, hacia donde tú querías ir —dijo con cierta sorna.

—¿Yo? ¿Volveré a Asia? ¿Onésimo, el esclavo fugado? ¿Pablo intercederá por mí? ¿Van a liberarlo?

—Pablo prepara algo para ti; fíate. Su tiempo de reclusión bajo custodia está a punto de prescribir y, si nada se tuerce, los que iniciaron el proceso contra él no comparecerán. Lo suponíamos desde el principio. Incluso los judíos de Roma… En cuanto Pablo llegó, habló con ellos. Le confesaron que no habían recibido ninguna carta sobre la denuncia interpuesta en Jerusalén y que las opiniones que sobre él les llegaban de los viajeros de Judea no eran malas. Además, nadie en Roma se ha atrevido después a asumir el coste de cargar con el proceso. Así que, sabiendo que Acana Barsebá y los judíos de Asia no se presentarán aquí…

—¡Qué me dices! —Onésimo no daba crédito—. ¡Acana Barsebá! Nunca antes habíamos hablado de esto. ¡Acana y los judíos de Asia! ¿Qué ha sido de él? ¿Y de Caleb, su secretario?

—Fue él quien movilizó contra Pablo a los judíos de Sardes y Pérgamo, que estaban en Jerusalén, cuando le vieron en compañía de Trófimo de Éfeso por los alrededores del Templo. Sin embargo, de nada le valió su celo hipócrita. Ni a él ni a su pupilo Caleb. Desde que estuvieron en Corinto ambos habían sido denunciados al Gran Sanedrín por haber robado una buena parte de la colecta de la Dispersión. En cuanto llegaron a la ciudad se les vigiló, y cuando se les detuvo e interrogó, fueron incapaces de explicar el destino de las monedas de oro que la sinagoga de aquella ciudad había entregado para el Santuario. Se defendían recurriendo a un engaño, a un ardid de los minim, como ahora nos llaman estos judíos… Acabaron acusándose el uno al otro. Luego Evodio nos explicó lo que les habíais hecho.

—Pero… pero ¿por qué no me dijiste que lo sabías?

—Porque aún no estabas preparado para entender el perdón, para perdonar…

—Acana Barsebá, Caleb: «Siempre complicándose la vida y complicando la del vecino. ¡Siempre de mal humor!», dijo con sabiduría aquel gálata en el puerto de Atalya… ¿Os habrán apedreado por fin, hijos de puta?

—¡Onéee… simo…!

—Así que los que iniciaron la acusación contra el maestro no podrán presentarse y nadie ha tomado el relevo…

—Nadie hasta ahora, que sepamos —confirmó Epafras.

—¿Y no hubo manera de suspender antes la reclusión de Pablo?

—No. Lo intentamos todo, pero cuando Pablo apeló al Tribunal Imperial se puso en marcha un procedimiento que sólo concluye por sentencia o incomparecencia de la acusación.

—Entonces ¿cuándo quedará libre?

—En las calendas de mayo…

—¿Sabes qué es lo que Pablo prepara para mí?

—Él mismo te lo dirá a su tiempo.