HUELLAS EN EL ROSTRO
De paso por Sición
Onésimo llegó a Corinto con sus habitantes inmersos en las festividades de primavera. La ciudad se animaba antes del equinoccio y con el primer plenilunio iniciaba un delirio que sólo se abandonaría por puro agotamiento. Desde los secretos y perseguidos ritos de emasculación en honor a Attis por su desquiciado amor a Cibeles hasta las Floralias[50], un rosario de festejos en reconocimiento a todas las deidades agitaban los distritos. Las procesiones confluían en las calles, entre guirnaldas, música y cantos. Fiestas de la primavera…, ofrendas a Cloris y Céfiro[51]. Corinto, plaza rendida por los aires de un mar y otro, ruidosa y procaz, donde los comedidos ciudadanos de ayer compiten hoy en desvergüenza. Puerto donde cuantas naves fondean dejan con las mercancías el rastro de sus marineros, noticias y costumbres de todos los lugares del orbe y la impronta de dioses desconocidos de lejanos países. Dinero abundante, matronas y prostitutas. Efebos y maricas.
Onésimo, aturdido por el bullicio, sintió la fatiga de los días transcurridos y decidió acogerse de nuevo a la hospitalidad de Ticio Justo. A medida que se aproximaba a casa de su amigo, la imaginación lo llevó a la despedida del alocado jinete del petaso sobre la desenfrenada mula ticiana, camino abajo. Y aunque subsistía una cierta tirantez por las bromas sobre la calle de Lequeo y por la colecta para atender el hambre de los pobres de Judea, sabía que sería bien recibido. Pensó en la imposición de manos, el don del Libro de Yahvé. Fortalecido por la moly y estimulado por las palabras de Deatina, volvería al camino del sol; pero ahora afinaría bien la dirección a tomar.
«Presiento la fuerza que Germen otorgó a sus escogidos. Crispo posee ese poder que me habilitará para acceder a la inmortalidad. Lo sé. ¿Quién puede reprocharme mis trabajos por seguir los mandatos de mi padre? ¿Es acaso reprensible aspirar a los bienes que mi corazón anhela desde lo más hondo, luchar sin descanso por la libertad y la inmortalidad? Hablaré con Crispo. Según Ticio Justo, fue uno de los que vio cara a cara al Cristo. Después seguiré mi camino».
Encontró a Ticio Justo en su campo, injertando algunas variedades de frutales. La huerta limpia y fresca: los surcos, bien alineados; los plantones, recién regados, y los alcorques, rebosantes.
—¡Onésimo! —exclamó en cuanto lo vio. Luego quiso moderar su entusiamo—. Si has venido para los juegos, ya han concluido… El año que viene, en Olimpia. Pero sé bienvenido.
—Ticio, vengo a suplicarte que me acojas en tu casa al menos esta noche. Mañana buscaré una posada.
Ticio Justo dejó el cuchillo y fue a lavarse a la pila. Después estrechó el brazo de Onésimo al modo romano y le besó.
—Me alegro de verte bien, Onésimo. Sentémonos. ¡Cógete unas manzanas! Traeré vino y agua caliente. Supongo que tendrás mucho que contar… Dime, ¿encontraste tu moly? ¿Conseguiste el extracto? ¡Cuánto agradecimos tu ayuda para los hermanos de Jerusalén! Crispo querrá saludarte. Se quedó despagado por no poder verte.
Onésimo reconoció la alegría sincera de Ticio por aquella manera atropellada de hablarle.
—Ha sido un mes agitado, lleno de sorpresas. Como me advertiste, los conflictos empezaron pronto, en cuanto llegué a Estínfalo. —Onésimo relató los acontecimientos vividos durante su peregrinaje por la Arcadia—: Conseguí acceder a la sagrada bebida. No fue fácil; tuve que llegar hasta Orcómenos. Allí ejercía de oficiante Hemeticós, que poseía el cetro de Tiresias. No todos tienen acceso al estracto de la raíz de la hierba sagrada, sólo aquellos que han sido instruidos previamente por Hermes. Entonces, sus efectos son prodigiosos: el entendimiento se ilumina y brilla como sus flores blancas, y la palabra se fija y afianza profundamente, como sus negras raíces en lo más hondo de la tierra. La moly refuerza la transformación de los hombres que se acogen a la pedagogía del dios mensajero.
—Orcómenos debe de ser un lugar espléndido… —le interrumpió Ticio Justo—. No sé cómo no nos han llegado noticias… Habrá que ir a hablarles del Camino del Señor…
—Yo no lo llamaría espléndido… Hemeticós despreció la sabiduría de Hermes y, en lugar de estimular al pueblo hacia la piedad con la ayuda de la moly, procuraba a los vecinos un bebedizo de efectos afrodisíacos, organizaba constantes festejos y persuadía a los jóvenes de que Afrodita y Apolo ennoblecen y deifican a la persona a través del éxtasis del amor. Y mientras tanto, el trabajo por hacer: los campos por cultivar y el pastoreo en manos de asalariados y mercenarios. Hasta que…
A medida que iba describiendo la destrucción de los macizos de la hierba sagrada comenzó a irritarse. Finalmente confesó:
—No creo que pueda llegar a entender esta clase de comportamiento: por qué el hombre destruye aquello que no puede poseer. ¡Hasta la verdad, cuando no le conviene! No se puede dejar a cualquiera a su albedrío. La libertad retrasa la acción del bien. El hombre todo lo estropea, todo lo embrutece…
—¡Eso es, Onésimo! Cualquiera —subrayó Ticio Justo abriendo los brazos— no puede ser libre. Algunos —y enfatizó con el mismo gesto— han de ser esclavos. Mucho has cambiado en poco más de un mes, amigo. ¿También tú retrasarás la acción del bien cuando encuentres la libertad que andas buscando? ¿Para eso la persigues? —recalcó—. ¿Lo estropearás y embrutecerás todo?
—Retuerces el sentido de lo que digo. Quiero decir que a veces el hombre hace mal a conciencia y sin motivo. Destruye porque sí.
—Tú has probado el néctar de la hierba moly, quizá has experimentado la luz de la clarividencia. Ahora te permites juzgar y despreciar a los hombres que han de soportarse a sí mismos y aguantar sus propias limitaciones y torpezas y, sin ayudas, seguir en la brega. ¿De dónde surge esa desconfianza hacia los demás? ¿Será porque ahora te conoces bien?
—Ticio Justo, no es eso. Eres injusto conmigo. No insistas. Sabes lo que quiero decir…
—No. No sé qué quieres decir, pues no sé qué quieres hacer con tu vida ni para qué quieres la libertad, ni la inmortalidad… Creo que ni tú mismo lo sabes, aunque esto es otro cantar. Será mejor hablar en otro momento. ¿Qué te dijo aquella mujer, Deatina? ¿Por qué no dio a probar o, al menos, aconsejó la moly a sus propios vecinos? ¿O es que en Mantinea no hay quien aspire a la libertad y a la inmortalidad?
Onésimo se sintió cogido en falta. Le daba vergüenza responderle y hacía esfuerzos por evitarlo.
—Deatina me habló de la libertad y del amor como requisitos para alcanzar la inmortalidad. Me habló de evitar el amor que había visto practicar en la Arcadia, la enfermiza obsesión sexual, el ocio y el desorden y…
—Dime, ¿por qué no les dio extracto de la moly? —insistió Ticio Justo.
—Me dijo que sólo era útil para gente como Ulises, como yo y algunos otros… —Evitó ser más explícito.
—Ya. ¡Es sabia esa mujer! Sabe de los graves riesgos que se corren al utilizar medios extraordinarios para realizar cosas que se pueden hacer de forma natural, aunque para ello se exija un sobreesfuerzo.
Onésimo quedó pensativo. Se sirvió de la crátera, apuró el vino de un trago y dijo:
—¿Ticio Justo, crees honradamente que, salvo por la promesa que hice a mi padre, era preciso que yo probara la moly?
—Sí.
—¿Por qué?
—Me hablaste de que habías aprendido el triple sentido y significado de la moly, ¿verdad?
—Sí, amor esforzado. Ánimo indomable. Palabra verdadera.
—Para ti la moly es necesaria… porque eres un engreído y aún no te has enterado de que donde mejor papel haces es sentado entre la mierda en medio de la calle —y comezó a reír ruidosamente.
—¡Eres un falomalaké, Ticio Justo! Me voy. ¡No aguanto tus bromas…!
Ticio Justo se levantó, le cogió de la cabeza y le abrazó contra su pecho. Onésimo se calmó en seguida. Sabía que su amigo tenía razón. Inesperadamente, algunas hojas revolotearon sobre ellos a merced de un vientecillo impredecible. Aires de Corinto. Al verlas, ambos se echaron a reír aunque por distintos motivos, pues aquél veía a Onésimo, sentado entre el estiércol, y éste, a Ticio con la boca abierta, a punto de morir de risa. En cuanto se calmaron, retomaron el hilo de la conversación.
—Comprender el bien que hay que hacer o el mal a evitar no te hace grato a Dios, que es lo que importa —explicó Ticio—. Hacer el bien, evitar el mal: he ahí el mérito. Pero hay algo en nosotros que nos lleva a menudo a hacer el mal que no queremos y no hacer el bien que queremos. Es la funesta tendencia a corromper lo santo: hacer de lo bueno una desgracia, destruir la belleza, desear y alegrarnos del mal ajeno, dolernos por el bien del otro. El instinto de muerte. Pero para todo esto hay remedio.
—¿Sí? Quizá todavía no he viajado bastante para encontrar quién nos enseñe a librarnos de la envidia y del odio. —Onésimo dejó ver una punta de ironía.
—La iniquidad siempre nos acompaña. Tú eres responsable de tus errores, de tus debilidades, de tus maldades. Tú también ejecutas el mal que no querrías hacer. Pero ahora podemos compartir la responsabilidad, desde que tenemos a Jesús por Salvador. Él ha pagado en la cruz el precio de nuestras injusticias y ha restaurado la justicia. Tomó sobre sí la responsabilidad de nuestras culpas y nos dejó ese regusto que la conciencia destila como efecto sensible de nuestras ofensas a Dios; y que se vuelve alegría con la compunción sincera.
—No comprendo estas cosas vuestras, Ticio. Me impresionan. Quisiera saber más pero esa historia del hombre crucificado que resucita me repele. No me cabe en la cabeza.
—Se hace de noche, Onésimo. Mañana iremos a ver a Crispo.
Fueron a verle al día siguiente atravesando la ciudad entre dos luces. Algunos transeúntes, últimos ciudadanos en retirada, deambulaban frente a la tribuna de los magistrados, por la plaza y las calles adyacentes, tambaleándose extenuados. Corinto andaba esas semanas con el sueño cambiado.
Crispo no estaba bien de salud. Había perdido vista.
—Maestro Crispo —le llamó Ticio Justo, levantando la voz—. Ha venido Onésimo. ¿Lo recuerdas? Hizo una generosa aportación…
—Dios te lo pague, hijo. Sé que has estado ausente. ¿Qué planes tienes? ¿Piensas quedarte en Corinto?
—No lo sé, maestro Crispo. No sé qué haré —mintió.
—¿Qué os trae por aquí, Ticio Justo?
Onésimo se adelantó:
—Ticio Justo me informó de que tú fuiste testigo de los sucesos de Jerusalén… Quisiera oírte hablar de ello.
—Ven a quedarte conmigo esta noche y te contaré algo si me prometes no interrumpir.
—Lo prometo, maestro.
Con la puesta de sol, Onésimo salió de Sición hacia la casa de Crispo. Fulgens, el joven hijo del matrimonio de siervos del presbítero Gayo, lo recogió en la fuente de Pirene. Ambos pasarían la noche con el anciano. El muchacho, atento a su salud; Onésimo, distrayendo el insomnio del maestro.
Huellas en el rostro
Cenaron frugalmente, envueltos en mantas, a resguardo del relente de la noche, debajo de una parra. Luego, el anciano maestro empezó a hablar.
—Las musas olímpicas, hijas de Zeus, portador de la égida, confesaron: «Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades, y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad». Después desvelaron al cantor el origen de la estirpe olímpica y del cosmos. Éste nos transmitió en versos ese testimonio para nuestro consuelo y recreo. Así pues, el incomparable Hesíodo actuó de fedatario de aquella revelación. Nuestros antepasados forjaron su fe sobre un misterio sin más respaldo que la palabra del rapsoda y la belleza de los himnos. Más tarde, construyeron la historia sobre los mitos que sobrevuelan las legendarias hazañas de los héroes, aproximaron las deidades al hombre e intentaron hacernos convincente el Olimpo. Y los hombres miraron a Zeus y Hera con temblor y con más terror cuanto más profundizaban en la turbulenta vida doméstica de los dioses.
Tomó aliento, se arrellanó en el sillón y prosiguió:
—Pero la fe que profeso, por el contrario, se fundamenta en una historia real, una historia que encierra un misterio: la muerte y resurrección de Cristo. Somos testigos de una resurrección. Nosotros contamos lo que hemos visto. Ésa es la historia. Por eso, la fe no es en lo que hemos visto sino en los misterios que se nos han revelado, y cuya garantía de verdad es el propio Cristo, que dijo de sí: «Yo soy la Verdad». La fe no es en Jesús muerto y resucitado, pues a Él lo he visto, y no sólo yo. Creemos (en esto consiste nuestra fe, insisto) que Él es el Hijo de Dios. Ése es el misterio.
—Entonces, maestro Crispo…
—Quedamos en que no me interrumpirías… —Crispo continuó—: Pero en mi vida las cosas empezaron de otra forma. Estas marcas en mi rostro son las desdichas de Israel —siguió despacio. El rostro se le tensó—. Yo, Crispo, un judío sin genealogía, amé, más que muchos, la Tora. ¡Colina de Sión, siento por tus muros un celo ardiente y un amor que me consume! Estos surcos, os digo, son las desventuras de Israel. Y ésta —dijo, poniendo el dedo sobre la cicatriz que llevaba en la frente— es la huella del rechazo de Israel a la salvación de Dios. Por eso, desde hace años, como Jeremías, me levanto y gimo de noche, levantando las palmas hacia Él por la vida de los niños de Israel.
Calló unos momentos. Dejó vagar la mirada sobre Corinto y prosiguió.
—Mirad la luna. Plenilunio del equinoccio de primavera. La Pascua. Hace años, una noche así, un desconocido de ojos encendidos y desvariados, un enajenado encapuchado, se me acercó y me susurró al oído: «Cuando el que le envió vea lo que le hemos hecho a ése, nunca podrá perdonarnos». Siguió calle abajo, dando tumbos y gritos, golpeándose contra las paredes y las piedras. Le sangraban los pies y aullaba como si riera. Me fui angustiado de allí, no podía soportar más aquella visión sobre la colina del Gólgota, pero no sabía dónde refugiarme.
El anciano maestro pasó un pañuelo sobre sus ojos, respiró hondo y dijo:
—Yo estuve presente. Cuando alguien gritó «caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos», nosotros asentimos. Decidimos correr el riesgo, aunque no sabíamos lo que nos aguardaba. Después, con aquel hombre colgando, toda la naturaleza, la creación entera fue maltratada, escarnecida, descompuesta. Con aquella vejación en la persona de aquel ajusticiado que se decía Hijo de Dios el tiempo se detuvo: nunca me sentí más hundido, humillado, más miserable y abatido. Yo era un perro apaleado. Una sensación de orfandad se apoderó de mí. Habíamos dejado de pertenecer al pueblo elegido. Vi el estupor también en las caras de quienes me rodeaban. Doloridos por dentro y por fuera, nos lo reprochamos unos a otros con la mirada, porque comprendimos la culpa y la malicia. Aquí —Crispo señaló su corazón, luego su frente— se quedó la imagen del horror: la retorcida y convulsa figura del agonizante. Nosotros éramos los rostros del mal y veíamos cómo el Crucificado nos miraba. Fueron unos minutos de desorientación hasta aquel grito que escuchamos desde la cruz: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». Yo sentí ese perdón. Penetró como un bálsamo; mi cabeza dejó de dar vueltas y se aquietó mi corazón. «Padre, perdónales…», decía. Era la mirada del amor misericordioso. ¡Era la justicia de Dios que pagaba por nosotros, y nadie lo entendía!… Una tristeza mortal se extendió por todas partes: el silencio y la pena de la gente, la actitud huidiza de los animales y las bestias, la vegetación replegada, agostándose. Hasta que aquel galileo resucitó y todo volvió a reverdecer. En Israel nunca se había visto ni volvió a verse una primavera semejante. El Crucificado había arrancado para nosotros la compasión divina. Aquel loco de la capucha estaba equivocado.
Crispo calló. Fulgens lloraba, Onésimo se había asustado. No acababa de entender el énfasis que el anciano ponía en aquel gesto de perdón. Lo importante era el poder sobre la muerte. Ninguno se atrevía a hablar.
—Y yo lo vi, un día, fugazmente. Después de cruzar la mirada con él, pensé en la última mirada de mi padre. Todos los rostros, todos los gestos, han palidecido ante la intensidad de la de aquel Jesús que había vuelto a la vida. ¿Creéis que es posible olvidar los ojos de un resucitado?
—¿Qué fue de aquel loco que gritaba? —preguntó Fulgens, impresionado.
—Dicen que ahora vaga por los montes, por el desierto de Arabia. —El maestro suspiró. Volvió a guardar silencio unos instantes. Después más relajado siguió—: Desde entonces, como una ironía del Espíritu, el Señor crucificado me inspira una y otra vez las palabras de la Escritura: «Son mis delicias estar con los hijos de los hombres». «¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella llegara a olvidarse, yo no te olvido».
—¿A pesar de cómo le trataron?
—El mal no se había apoderado definitivamente de nosotros —continuó Crispo como quien habla solo— porque aún quedaba un vestigio de libertad, capaz de seguir luchando por lo que habíamos visto, y de amar y de perdonar lo imperdonable.
—¿Qué pasó luego, Crispo?
—Yo me volví a Corinto, a mi trabajo, a la sinagoga, con una espina que no me dejaba vivir. No era desesperación, era una necesidad de volver a las Escrituras y profundizar en los textos mesiánicos. Durante meses repetía frecuentemente, «Escucha, oh, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno»… Y después por las noches, cansado, resonaba un eco que parecía decirme «… aunque ella llegara a olvidarse, yo no te olvido. Yo no te olvido».
—¿Dejaste la sinagoga por esto? —quiso saber Onésimo.
—Tuvieron que pasar veinte años. Cuando Pablo de Tarso llegó a Corinto se hizo por fin la luz. Hablé con él. Me bautizó con agua y me impuso las manos. Los recuerdos, las imágenes inolvidables y la experiencia de aquel hombre muerto y resucitado se integraron con cuanto había estudiado en los Libros. Todo adquirió sentido. ¡La Tora lanzaba llamaradas ante mis ojos! Hablamos de Cristo al pueblo y el Espíritu del Señor se derramó con abundancia entre las gentes de Corinto. Recuerdo cómo evocábamos las palabras del salmo: «Cuando Yahvé hizo volver a los cautivos de Sión estábamos todos como quien sueña»… Así nos sentíamos al ver acercarse a hombres y mujeres al camino del Señor. Pero Pablo y yo compartíamos una gran pena: el desdén de nuestros hermanos, a quienes están destinadas las promesas. Confiábamos en aquello que tantas veces habíamos leído: «Diles a esos que andan dispersos, así habla el Señor: “Yo les daré otro corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo, quitaré de su cuerpo su corazón de piedra y les daré un corazón de carne, para que sigan mis mandamientos, y observen y practiquen mis leyes, y sean mi pueblo y sea yo su Dios”». Pensamos que la casa de Israel vería cómo el Señor se había manifestado a todos los pueblos… Pero no hubo más que problemas. A Sóstenes lo apalearon y por todas partes somos acosados y reprobados. El Gran Sanedrín actúa contra los cristianos con ferocidad. Desde luego —se lamentó— la salvación procede de los judíos, pero el Señor la dispensa a todos sus hijos a pesar y al margen de los judíos.
—¿Y qué hizo Pablo?
—Aquellos días le vi verdaderamente enfadado. Una tarde él mismo fue víctima de esta rara cualidad que tenemos los corintios para la pendencia. Creo que desde entonces nos comprende más. Pablo es el campeón del sufrimiento.
—Crispo, ¿qué quieres decir cuando hablas de la salvación? También el césar es salvador. Y así lo proclaman y honran los pueblos.
Oyeron cantar a los gallos. Fulgens había empezado a cabecear.
—Si sigues aquí mañana, mañana contestaré a tu pregunta, Onésimo.
No había despuntado el sol cuando Onésimo salió a lavarse a la pila que había junto al pozo. Se echó, como solía, agua fría por la cabeza y el pecho y se restregó con la toalla. En seguida entró en calor. Aunque había dormido poco se encontraba muy despierto, no tanto por la impresión del agua sobre el cuerpo caliente como por el fuego de las historias de Crispo, que lo mantenían en ebullición. Llegaría al fondo de aquellas palabras misteriosas que lo harían inmortal. Por eso, en cuanto Crispo se sentó de nuevo junto a la parra, fue a saludarle.
—Maestro Crispo —le dijo—, anoche quedó una pregunta sin responder a propósito de la salvación. Me dijiste que si hoy seguía aquí me darías una respuesta. Pues aquí me tienes.
—¿Y el muchacho, Fulgens?
—Sigue durmiendo. Anoche parecía agotado. Después lo despertaré…
—La salvación… Jesús, el Señor. Él es nuestra salvación. —Crispo había cogido el hilo—. Te diré que por Él (¿recuerdas lo que hablamos anoche del perdón?), tú puedes disfrutar, si quieres, de la vida inmortal, eterna y feliz que Dios ha preparado para sus elegidos. Con su muerte y su resurrección ganó la salvación para todos.
—¿Y el poder de resucitar de dónde lo obtuvo?
—Jesús de Nazaret resucitó de entre los muertos por su propio poder. El que devolvió la vida a Lázaro y realizó innumerables prodigios resucitó para confirmar cuanto dijo; y nos prometió que un día resucitaríamos con él. Pero, previendo nuestra debilidad, otorgó a los apóstoles el poder de realizar prodigios.
—Pero ese poder…
—¡Muchacho, entiéndelo! ¿Cómo podía el Hijo de Dios hacernos comprensible ese mensaje de salvación si no era haciéndose él mismo hombre como tú y yo? Claro que así corría el riesgo de que los hombres sólo vieran en él al hombre…, como ocurrió: vimos al hombre, fatigado, sediento, en los caminos, en el trabajo; al hombre muerto en la cruz. Pero para revelarse también como Dios, tuvo que manifestar su poder con algo incontestable: se mostró como Dios ante el Templo y el Sanedrín perdonando los pecados, y realizó milagros para avalar ese poder: curó a los enfermos, a los ciegos, a los tullidos, y resucitó a los muertos. Y no sólo eso, Onésimo, para que no quedara ninguna duda, en una apoteosis de autoridad sobre la naturaleza y sobre el mal, se resucitó a sí mismo. Y así, la muerte y la resurrección nos mostraron al hombre y a Dios en el mismo Jesús.
Escuchaba con entusiasmo a aquel hombre anciano hablar del poder de Dios sobre la vida y la muerte. Sus palabras confirmaban los secretos que guardaba desde los días de Sardes.
—Crispo, es lo que ando buscando desde que abandoné mi casa —declaró Onésimo, que se removió sobre el asiento y apretó los puños—. La vida inmortal, eterna y feliz de los elegidos, el poder…
Crispo se incorporó, inseguro.
—El poder… Si es lo que buscas estás muy cerca. ¿Qué piensas hacer para merecerlo, Onésimo?
—Crispo, ¿debo ir a Jerusalén? Poseo más dinero… Me prepararé aquí, si es lo conveniente, para ser digno de presentarme ante el Arca de la Alianza y recibir la imposición de las manos…
—Onésimo ¿de qué hablas, qué pretendes? No existe el Arca de la Alianza. —El viejo levantó la voz—. El Templo de Jerusalén está vacío y no hay más alianza que la sellada con la Cruz. ¡El Arca!… ¡El Arca nadie la ha encontrado, ni la encontrará jamás hasta el fin de los días! ¡Qué sabrás tú del Arca de la Alianza!
—Anestión de Sardes me dijo que el misterio de Dios se guarda…
—¡Anestión! He oído hablar de él; todo engaño y maldad. Hijo del diablo, enemigo de toda justicia. El misterio… ¡El misterio de Dios es Cristo: es Belén, el Gólgota y el Tabor! ¡Es Pentecostés! Éste es el misterio de Dios. ¡Pero tú no entiendes nada y nada tienes que entender! ¡Anda, anda! ¡Vete a buscar tu libertad a otro lugar!
Onésimo se agitó al ver a Crispo al límite de la iracundia.
—¿Has venido a mí a intentar corromper el espíritu de Dios? ¿Crees que se puede abrir la puerta de la gracia divina haciendo sonar la bolsa? Se necesita un corazón que hoy tú no tienes. ¡Vuelve cuando seas transparente y sencillo! ¡Yo te impondré las manos, pero te acordarás de Crispo cuando caigan sobre ti, maldito! Has intentado servirte de Dios para tus intereses, pero Él no admite bromas: te dejará hacer hasta tu desesperación… Anda, anda, vete. Pero la verdad te perseguirá hasta alcanzarte y derrotarte.
Escuchó a aquel hombre, dotado del carisma de la ira de Dios, con estupefacción. Sus pensamientos ocultos salían a la luz. Al verse descubierto, se sintió avergonzado. Abandonó la casa de Crispo arrastrando los pies y tirando de la mula. Al llegar a la fuente de Pirene decidió sentarse junto a los caños. Hacía poco que había salido el sol. Alguna fiesta había acabado mal: las pilas estaban sucias. Demasiada gente en el recinto, durmiendo entre vomiteras… «¿Quién se atreve a beber del agua de Pirene? —pensó—. El hombre todo lo corrompe. Todo lo embrutece». Abandonó el lugar y salió a la calle.
Vio llegar a Pammé a través la plaza desde la bema, la tribuna de oradores donde también solía impartirse justicia. Avanzaba ligero, contento, moviendo su rabo, como si celebrara las lecciones que su amo aprendía.
Puerto de Cencreas
En Éfeso, Evodio y Aquila afianzaron una buena amistad. Durante aquellos días hablaron de todo: familia, hijos; también del Evangelio. Aunque sus muchos años de milicia le habían endurecido y vuelto descreído, Evodio era un veterano de las legiones, sensible al esfuerzo que Roma se había impuesto para establecer en todo el orbe un orden inspirado en las Doce Tablas[52]. Su sentido de la justicia le hacía ver que si la mano del césar y del Senado no alcanzaba todos los lugares para aplicar el derecho y garantizar la paz, era porque llegaría un tiempo en que la justicia se impondría. El poder y la majestad de Roma eran, sin duda, un pobre reflejo de lo que vendría a ser la justicia, la justicia de verdad; no un destello de la convivencia en las divinas moradas capitolinas, como algunos aduladores describían con versos empalagosos ante el césar.
Se alegró al descubrir que Aquila compartía esa misma opinión. Le prometió pasar por la escuela de Tirano, pero sólo cuando los últimos abandonaban el recinto, pues sabía que su olor corporal producía malestar.
—Nada te impedirá servir a Dios y al césar, porque no hay autoridad que no provenga del Omnipotente —le explicó Aquila con una carta de Pablo en la mano—. Por tanto, tú y yo, como todos, estamos sometidos a los poderes legítimamente constituidos, y no por temor al castigo, sino en conciencia. Si nosotros somos siervos del Señor, ellos son funcionarios de Dios y les tendremos que dar lo que se les debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto.
Evodio volvió a leer el billete que Pablo le había dejado escrito unas semanas antes: «Evodio, vístete con la armadura… pues estás llamado a capitanear la milicia del Señor».
Habló con Pablo. Cada una de sus palabras disolvió un prejuicio, aclaró una duda, iluminó una sombra, encendió en él el deseo de Dios. Quien se creía inflexible, se doblegó. La amistad hizo el resto, y Evodio decidió entregarse a servir la causa del Camino con el mismo entusiasmo con que había servido a Tiberio.
«Ahora, lo más importante es volver a casa darle un abrazo a Inverna y contárselo todo —se decía, lleno de emoción—. Pero antes debo encontrar a Onésimo», recapacitó.
Cuando habló de seguir tras los pasos de Onésimo, Aquila le aconsejó:
—Haz lo que tengas que hacer y hazlo bien. —Le dio cartas para los cristianos de Corinto y una recomendación—: Desembarca en Cencreas y ve a casa de Febe, la diaconisa; ella te orientará. Corinto es una ciudad tortuosa y torturante. Cuídate de los judíos, te estarán esperando.
Evodio partió de inmediato. Encontraría a Pammé y, junto al perro, a Onésimo.
Las naves que surcan el Egeo desde Éfeso hasta Corinto siguen un tranquilo itinerario entre las Cícladas y los fondeaderos de las grandes islas hasta entrar relajadamente en el Sarónico. Salvo las espontáneas furias del mar, frecuentes al decaer el verano, el viaje suele ser un paseo sin contratiempos. Las naves apenas pierden de vista la costa.
Evodio desembarcó en Cencreas, preguntó por los establos y se apresuró a hacerse con un caballo en condiciones. Resuelto el transporte, buscó a Febe. La mujer, popular en toda la comarca, controlaba varios de los almacenes más activos del puerto. Viuda de un contratista, dirigía un emporio desde la trastienda. Dispuesta, inquieta viajera, organizadora de la caridad, había creado una red para atender a las viudas pobres, a los enfermos y necesitados. Recogía y distribuía las mermas y los sobrantes de las mercaderías de los almacenes donde era notable el despilfarro: el grano esparcido, el granel que se abandonaba, las vasijas de aceite dañadas, los rechazos por embalajes rotos, los bienes a medio consumir. Con esto y una parte de las ganancias de los depósitos proporcionaba consuelo y pan. No había objeto sin amo al que Febe no le encontrara un destino.
La presencia de Onésimo fue fácil de rastrear. Febe sabía que el esclavo del perro negro había estado con Gayo y Ticio Justo. La intervención de Erasto, el donativo para la Iglesia de Jerusalén, los sucesos de la calle de Lequeo, la mula ticiana y el perro negro habían dejado una secuela de historias para comentar en los corrillos habituales de los nazarenos.
—¿El muchacho presuntuoso y su perro? Ve a casa de Gayo, el macedonio, y te llevará hasta él. Creo que se refugia en casa de Ticio Justo, en Sición. Te diré dónde está. Entrégale esta nota de mi parte.
Febe le proporcionó una esquelita de presentación para Gayo y le señaló el camino hacia el presbítero, en Corinto.
Entretanto, Onésimo, malhumorado, incómodo y desorientado tras la reprensión de Crispo, volvió a Sición en busca de sus cosas. No encontró a Ticio y pensó en dejarle la mula a cambio de un pasaje en una nave que partiera hacia Alejandría. Preparó sus bártulos. Miró las cosas que guardaba: Selene-Alce-Eum, el esenciero y la piedra blanca —«Ácreston»—, memoria de aquellos que había querido, y esperó la vuelta de Ticio Justo.
No podía quedarse allí. Había frustrado sus posibilidades entre aquellos cristianos. Él no era una persona difícil, podía hablar con todo el mundo de cualquier cosa… Sin embargo, se daba cuenta de que algo en él, un punto impenetrable, producía recelos: «Es fácil ver mis intenciones escondidas —cayó en la cuenta—. La dama me advirtió antes de dejar Mantinea: “Te falta mucho para llegar a ser un hombre sin recovecos ni zonas oscuras”».
Evodio divisó la casa de Ticio Justo desde la distancia. Pammé detectó su presencia todavía lejana —piel restregada con hojas de romero— y comenzó a ladrar, nervioso. Onésimo, alarmado, se volvió a examinar cuidadosamente el camino y en cuanto identificó al jinete, se alegró como en los días de sus viajes por Frigia y el Tauro, como en sus encuentros durante las festividades en el valle. Su corazón recuperó la fuerza de antaño y sintió su pulso vibrante y poderoso. Evodio: ¡por fin, un amigo!
En cuanto descabalgó, los amigos se abrazaron. Evodio tampoco pudo ocultar su alegría al verle. Apreció el cambio en el aspecto de Onésimo, saludable y más maduro. Por su parte, Onésimo deseaba sincerarse con Evodio, pero algo le contuvo. Sin pensar, de pronto, dijo:
—Evodio, ¿vienes como enemigo?
El legionario percibió su tensión y le habló sin rodeos:
—Onésimo, vengo a llevarte conmigo. Tu amo te pide que vuelvas con él, a la granja, a tus obligaciones. Que te sometas. Que repares la injusticia y pidas clemencia. Te aprecia, lo sabes, y te echa de menos. No te ha denunciado ni creo que lo haga. Sin embargo, no resistirá mucho tiempo la presión de los principales del valle por tu impunidad. Le están amargando la vida y pronto los cazadores de esclavos saltarán sobre ti.
—¿Te ha prometido la libertad para mí? ¿Te ha dado una garantía, una carta, algo…? Eso es lo único que me haría pensar en volver.
—No, no lo ha hecho. Sólo su benevolencia.
—No volveré contigo, Evodio. Tendrás que denunciarme, o capturarme tú mismo. —Onésimo desenvainó su gladio y de un golpe lo clavó sobre el banco. Pammé se puso en guardia—. Pero te advierto que no me dejaré —añadió, resuelto.
—No lucharé contigo, One. Guarda la espada. Mi compromiso con Filemón es hacerte entrar en razón.
Onésimo se conmovió al escuchar esa forma familiar de llamarle.
—¿Qué ha quedado del espíritu de la aguerrida Legión Escítica, Evodio? —preguntó sorprendido, más relajado.
—Ahora se manifiesta en otras contiendas no tan cruentas.
—No podrás obligarme a volver, Evodio. Sabes que voy detrás de la libertad prometida a mi padre Eumates, la que buscaban aquellos gálatas de Atalya. ¿Recuerdas los días en el Aspendos? En el lago, junto a la estela de Esquirón, suspiraba por ella, por la libertad que se vislumbra en la vida de algunos que después he conocido. He andado mucho… hasta Mantinea…, tras el sol poniente. Y debo seguir.
—¿Quién te ha de conceder la libertad que no sea Filemón?
—No voy a aburrirte con historias. Te basta saber que el poder de unas manos poderosas obrará el prodigio.
Una respuesta ininteligible. Evodio intentó conmoverle:
—Sé que Tiria te espera.
—No volveré a ella siendo esclavo. Ni mi cuerpo ni el suyo responderán por nuestras equivocaciones. No dejaré a mi prole atada a la granja, engrillada para siempre, a merced de un flagelo. ¿No lo entiendes, Evodio?
—Te entiendo. Pero sólo si cambias la voluntad de Filemón conseguirás tu manumisión. En Colosas puedes insistir, importunar hasta que el amo capitule. Desde aquí, no.
En éstas estaban cuando vieron llegar a Ticio Justo, que llegó a su casa con novedades: Acana Barsebá y Caleb habían desembarcado en Corinto.
—Me advirtieron sobre ambos en casa de Aquila, antes de partir —contó Evodio—. No sé cómo han deducido que transportamos parte del dinero recogido para paliar el hambre entre las comunidades de Palestina. En Éfeso, un hondero me derribó de un cantazo. Nunca me había visto tan humillado. Me abandonaron desnudo, atado a un árbol, mientras alguien revolvía mis cosas en la habitación donde me hospedaba. No pudieron encontrar lo que no tenía.
—Pues estos mismos o sus secuaces, en Pérgamo, asesinaron a un presbítero de la secta llamado Antipas. A él sí le robaron todo —intervino Onésimo—. Después, aquí en Corinto, a Ticio Justo y a mí nos intentó derribar un gigantón, un fanático de la sinagoga. Salimos bien librados gracias a Pammé.
—Algunos han tenido que abandonar Corinto después de que los vapulearan —apuntó Ticio Justo.
—Tenemos que acabar con esto —decidió Evodio. Se habían apoderado inesperadamente de él los belicosos aires de campaña.
—Pensemos algo… —dijo Onésimo.
—Ninguno de nosotros levantará la mano contra nadie —intervino Ticio Justo muy serio—. Con la sangre del Señor ya hubo bastante… Si alguno de vosotros se ve perjudicado, denunciadlo al procónsul.
—Son los aires de Corinto, Ticio Justo. No te enfades. Además, nosotros no somos de la secta y vienen contra nosotros… así que nada nos obliga.
—Pero vuestros desmanes revertirán sobre algún inocente —replicó algo asustado al verles resueltos a un ajuste de cuentas.
—Dejémoslo estar, One —concluyó Evodio, cansado del viaje—. Ahora debo buscar hospedaje.
—Gayo quiere hablar contigo, Evodio —anunció Ticio Justo—. Desea saber de las comunidades de Asia: de Pablo, de Epafras, de Trófimo y Tíquico, de Aquila y Prisca… En fin, a todos nos gustaría saber… Nos llegaron ecos del exorcismo y los dos hijos de Esceva. El sábado por la tarde podríamos disfrutar juntos del ágape y nos cuentas cosas de allí. En cuanto a tu alojamiento, tienes mi casa…
Evodio agradeció la hospitalidad. Ticio Justo reparó en la mula de Onésimo, preparada para la partida. Mientras Evodio se instalaba, llevó al joven aparte y le dijo:
—Onésimo, ¿pensabas marcharte ya? ¿Por tu resbalón ante Crispo? ¿Creías que al viejo le pasarían inadvertidas tus intenciones? El maestro ve a través de las palabras, especialmente de las que no se pronuncian. Pero no te vayas. Nadie te ha expulsado de aquí. Además, ahora estás con tu amigo…
—Pensaba que estaba de sobra entre vosotros… «¿Cómo podemos confiar en ti?», me repetían al salir de casa de Crispo.
—Es cierto, muchacho. Tus intereses siguen estando para ti muy por encima de los intereses de Dios. Esta circunstancia te hace impredecible. Estamos muy escarmentados. Todo cuanto decimos se tergiversa. Nuestras palabras se retuercen y por ellas somos acusados de impiedad ante las autoridades.
—También yo tengo que soportar el acoso de los judíos por algo que no es de mi incumbencia —interrumpió Onésimo—. Y si Crispo desconfiaba ¿por qué me explicó lo que me explicó?
—Será por el presentimiento de que estas contradicciones que soportas no caen en saco roto.
Onésimo descargó la mula.
Seis monedas de oro
En cuanto estuvieron a solas, Onésimo volvió a tantear a Evodio.
—¿Recuerdas a esos dos judíos durante las Tesmoforias en Hierápolis? Pues ahora los tenemos aquí, acosándonos como perros. ¿Tú estás dispuesto a soportarlos? Yo desde luego no. O les paramos los pies o, como en aquellos días, acabarán por echarnos a la gente encima.
—Eso es verdad. Yo también estoy harto de esta gente, de esa obsesión por señalar a los demás: éstos son puros; éstos, apestados…
—Se merecen un escarmiento. Hay que dejarles claro que no pueden intimidarnos. Además, tienen que entender de una vez por todas que nosotros nada tenemos que ver con ese dinero que reclaman.
—Pero saben que tú has sacado dinero de la sinagoga y…
—Ésa es otra cuestión —le cortó Onésimo, alterándose.
—No se sacan de la cabeza tu pagaré de Sardes, One. Ese Acana no acepta con facilidad las explicaciones, por muy razonables que sean.
—Pues habrá que metérselas a la fuerza… y también al joven de la risita. ¡Cómo se reía durante la vista del pobre maestro Samuel y Celestia! ¿Qué habrá sido de él?
—Ya te contaré sobre Samuel —dijo Evodio, recordando los sucesos de Éfeso—. Ahora, sea lo que fuere que hagamos, debemos ser prudentes. Ticio Justo tiene razón: no podemos provocar represalias sobre esta casa o la de Gayo o Crispo. Ni nosotros, ni nadie por cuenta nuestra, puede agredirles.
—Entonces estamos atados de pies y manos, Evodio —reflexionó Onésimo—. Hoy es el pagaré, mañana incordiarán por cualquier otra cosa…
Se apoderó de ellos la decepción. Al caer la noche, echados ya en sus catres, Onésimo volvió sobre el escarmiento:
—Evodio, yo no me resigno. Algo hay que hacer.
—Será mejor que olvidemos este asunto —insistió el legionario.
—¿Y si intentamos…? —empezó Onésimo, reflexivo.
—Ahora duerme y déjame dormir.
Acana Barsebá y Caleb se habían instalado en la vivienda del arquisinagogo. Cuando el fariseo conoció la historia del pagaré y el fracaso de Menahem el siervo, se enfureció. Anduvo por el atrio arriba y abajo intentando calmarse.
—Como comprenderás, Ragel, esto no puede quedar así —dijo.
—¿Esos dos siguen aquí, en Corinto? —preguntó Caleb.
Le confirmaron que la víspera ambos habían sido vistos en la ciudad. Entonces el secretario volvió sobre sí. Debía urdir un plan. Necesitaba un poco de silencio, así que salió solo a caminar por las calles.
Mientras tanto, Acana Barsebá rebuscaba en las alforjas un haz de rollos escritos. Los inspeccionó detenidamente y se los entregó al arquisinagogo.
—Ragel, toma. Estas fundas contienen copias de notas y cartas de los que abomina el Altísimo. Están debidamente ilustradas y corregidas. Yo mismo lo hice. Hay que conseguir que se lean y se debatan entre los blasfemos. ¿No hay alguno entre ellos que siga en contacto contigo, en quién te puedas apoyar?
—Sí, algunos hay. Pero no sé ahora…
—Piensa un nombre. ¿Quién viene aún a la sinagoga de vez en cuando? ¿Quién de entre ellos te habla con confianza?
—Diotrefes es el hombre.
—¿Estás seguro de él?
—Sí. Desde luego estoy seguro de su ambición y su amor propio. Hará cualquier cosa que le distinga. Además, se precia de conocer la Escritura y la Ley. Sigue creyendo que nuestras diferencias son pasajeras. Nunca ha dejado de sentirse hijo de la sinagoga.
—Tráemelo. Yo hablaré con él —decidió Acana—. Le explicaré el sentido de las cosas aquí escritas. Mira —extendió un rollo ante el arquisinagogo—: el propio Saulo se pone en nuestras manos cuando reconoce que la fe de Abraham es el principio de cuanto hace y predica, y que es a nosotros a quienes pertenecen la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas… Esto le entusiasmará a Diotrefes.
Ragel extrajo de la funda un pequeño papiro, lo desenrolló, leyó y luego dijo:
—¡Vaya, lleva un sello!
—Es una copia autenticada —confirmó Acana mientras recuperaba el documento.
El fariseo empujó suavemente por el codo al arquisinagogo y mientras paseaban hacia el comedor le ordenó en voz baja:
—Ahora, Ragel, prepara los libros de cuentas. Supongo que tendrás a punto el montante de los diezmos y la recaudación del didracma para el Templo. Veo que haces obras en tu casa…
Ragel balbució algo ininteligible mientras una diadema de pequeñas gotas de sudor perlaba su frente y el estómago se le encogía de golpe.
Luego, en tanto el arquisinagogo terminaba de poner al día los libros, Acana Barsebá, en su aposento, escribía un pequeño billete:
Del presbítero Nicetas a Diotrefes. Jesús, el maestro, te bendiga. Hermano, aprovéchate de la palabra de Pablo, nuestro padre, y participa con todos los hermanos de Corinto de sus beneficios y del pan sagrado.
Salud y paz.
Después dedicó un rato a preparar la predicación del sabbat. La oratoria de los forasteros atraía una multitud a la sinagoga. Hablaría con más énfasis a prosélitos y a los «temerosos del Altísimo» sobre la maldición de aquella secta: les haría ver que allí donde se asientan atraen a los malos espíritus y la cólera de quien habita en lo alto.
Cuando llegó el día del Señor, la comunidad cristiana de Corinto esperaba escuchar a Evodio durante el ágape. Aquella vez se reunirían en casa de Gayo para hablar de los progresos de la fe en Éfeso y otras ciudades de Asia.
—Onésimo, vente con nosotros. Pasaremos la tarde allí —le invitó Ticio Justo.
—¿Estará Crispo? —preguntó.
—No. Su estado de salud no le permite moverse por ahora.
Onésimo se sintió aliviado. De haber ido el anciano, él no lo habría hecho. No tenía cuajo para presentarse de nuevo ante «la ira de Dios». Aparejó su mula, llamó a Pammé y los siguió. De camino encontraron a Diotrefes.
—Ticio Justo —dijo el recién llegado— llevo conmigo una copia de una carta de Pablo. Está escrita no hace mucho a nuestros hermanos de Tesalónica. Es la segunda que reciben del maestro. También tengo algunas notas escritas por uno de los presbíteros de Priene acerca de las cosas que últimamente dijo Pablo a su paso por la ciudad…
—¿Y qué dice en la carta? ¿De qué nos habla, Diotrefes? Siempre es una alegría tener noticias de Pablo.
—Será mejor que os la lea y comente durante el ágape. Habla del próximo advenimiento del Señor… También son ilustrativas las notas y las instrucciones con respecto a algunas costumbres.
—¿Y cómo es que te las envían a ti y no a Gayo o a Crispo?
—Quizá el propio Pablo lo ha indicado así. No somos muchos entre nosotros los que sabemos leer e interpretar…
—¡Ah! Claro.
Los congregados en la casa no pasarían de veinte. En seguida Diotrefes mostró a Gayo los documentos. El presbítero los tomó, miró el sello de la carta y le dijo:
—Esto es cosa nuestra, no para los amigos que hoy nos acompañan. La leeremos más adelante, si no nos entretenemos mucho. Ahora nos gustaría escuchar a Evodio sobre sus días en Éfeso, junto a Pablo, Aquila y Prisca, a quienes todos conocemos…
La velada, frugal para el gusto de Onésimo, se prolongó, pues había mucho que contar.
—… Entonces, me dejó escrita esta nota —iba narrando Evodio—. Desde entonces mi corazón está inquieto. —Y mostró el pequeño billete—: «… estás llamado a capitanear la milicia del Señor. De mi mano y con letras grandes te lo escribo. Pablo».
Todos quisieron ver el escrito. Y fue pasando de mano en mano.
Gayo dio por terminada la cena con la noche muy avanzada. Onésimo y Evodio volvieron a casa más tarde, una vez concluyó la Cena del Señor, con Ticio Justo y acompañados por Diotrefes. Onésimo no hablaba; pensaba en Evodio. Se sentía molesto con él, no entendía por qué había tenido que enterarse de tantas cosas prodigiosas a la vez que los demás. «Es mi amigo. Pero no es el Evodio que conocí», pensó, puntilloso.
—Vuelve conmigo al valle, One —le pidió Evodio, que percibía la distancia—. Vuelve conmigo. Yo iré a hablar con Filemón… Arquipo y Sedas intercederán…
—No te voy a seguir, Evodio. No insistas. Tengo un destino que cumplir. Seguiré al sol. Lo he jurado.
—¿Por fin te has decidido a ir hasta Roma? ¿Y después irás más allá? —preguntó ingenuamente Ticio Justo—. Ve tú con él, Evodio. Roma…, ¡quién pudiera! Pablo se encamina hacia allí.
—Eso es, One —interrumpió Evodio—. Ve a ver a Pablo. Es la solución. Él te comprenderá, intercederá por ti. Tiene autoridad sobre Filemón. Ve a Roma; Pablo te abrirá la puerta a la libertad que buscas.
—¡Déjalo ya, Evodio! —exclamó, enfadado por la insistencia.
Callaron todos y siguieron cabalgando. En cuanto se separaron de Diotrefes, Ticio Justo dijo:
—Este Diotrefes aún tiene un pie en la sinagoga. Nos ha traido copias de cartas contaminadas. El sello de Pablo es falso. Él ni se entera. No sabíamos con certeza quién mantenía a los judíos al corriente de nuestra vida, pero ahora está claro. No tiene mala voluntad, lo suyo es ingenuidad e imprudencia: es la vanidad que lo tiene entontecido… Por si acaso, vosotros cuidad vuestra lengua ante él.
A la mañana siguiente, Onésimo se levantó radiante. Despertó a Evodio y mientras preparaban el desayuno, le dijo:
—Vamos a escarmentar a Acana y Caleb.
—¿No habíamos quedado…?
—No vamos a enfrentarnos con ellos, ni pondremos en riesgo a nadie.
—¿Qué es lo que se te ha ocurrido? ¿Lo has soñado o te has pasado la noche cavilando?
—Atiende. El plan es el siguiente: haré llegar a Caleb tres monedas de oro. Mejor, yo mismo se las daré. «Se trata de un donativo para el Templo, Caleb. No hay más dinero que el que mi padre me legó», le explicaré. Si hace falta se lo cuento todo, lo de Eumates y la producción de membranas… Si conozco a este personaje —siguió—, las monedas no irán a parar al fondo de limosnas. Se las quedará él. Esperará a ver si Acana Barsebá le menciona algo al respecto. Mañana, tú, por tu parte, entregarás otras tres monedas de oro a Acana. (No me mires así, Evodio, yo te las daré). Le sueltas algo así: «Últimamente tengo muy presente al Altísimo y sus leyes» —dijo, con un punto de sorna—. Y le entregas esa limosna para que él haga lo que le parezca oportuno: los pobres, la sinagoga, el Templo…
—En eso no andas errado… Eso que dices del Altísimo es cierto.
—Lo sé. Ya vi anoche que vas de cabeza al agua, a la inmersión en el agua de los de la secta, quiero decir. En fin…
—¿Confías en que Caleb y ese Acana se crean que las monedas de oro son nuestras, de nuestros bienes personales? —preguntó Evodio, eludiendo conscientemente la ironía y el reproche de Onésimo—. No creerán que un esclavo y un exlegionario van por ahí con monedas de oro para hacer limosnas… No nos dejarán en paz.
—Desde luego, Evodio. Por eso tenemos que actuar de prisa. Acana y Caleb, mientras tengan un plan para sacarnos hasta el último as, no mencionarán entre ellos las monedas recibidas. Tampoco dirán nada al arquisinagogo. Cada uno se quedará con las suyas. Pero empezarán a mirarse con desconfianza; durante unos días estarán desconcertados, recelosos de lo que el otro pueda saber sobre el oro que cada uno guarda. Tendrán que actuar rápido y nosotros también. Abandonaremos Corinto en seguida. Es lo que pienso hacer mañana mismo: en cuanto se enteren de que hemos salido de la ciudad me perseguirán, pues el pagaré era mío. Luego, tú haz lo que quieras.
—Y si se confiesan el uno al otro…
—Durante un tiempo, mientras tengan la cabeza puesta en el oro, en el que guardan y en el que esperan conseguir, la mantendrán alejada de esta comunidad cristiana de Corinto. Dejarán a la gente en paz. Después de unos días, cuando todos estemos lejos, alguien (Ticio Justo mismo, si no tiene inconveniente), a través de Diotrefes, deberá hacer llegar al arquisinagogo Ragel que el fariseo y su secretario consiguieron de nosotros una importante suma en oro. Ragel conoce el valor de mi pagaré de Sardes y no dudes de que esta noticia jubilosa pronto llegará hasta el Gran Sanedrín. Así, en cuanto el fariseo y su secretario pongan término a su viaje y lleguen a Jerusalén, los sacerdotes del Templo les estarán esperando…
—¿Cómo has maquinado todo esto?
—Es cosa de la moly, Evodio.
El vuelo de un cendal
En cuanto Ragel vio acercarse a Diotrefes, atravesó el pórtico de la sinagoga y se adelantó a preguntarle:
—Diotrefes, hijo, ¿qué impresión causó la carta de Saulo de Tarso? ¿Ves cómo poco a poco se aclaran los malentendidos…?
—Todavía no se ha comentado, maestro. Gayo prefirió que se pospusiera su lectura. En el último ágape tuvimos un invitado de excepción: un prosélito llamado Evodio, correo y exlegionario. Nos estuvo hablando sobre sus días en Éfeso y de algunos que conocimos aquí, en Corinto, y que ahora viven en Asia.
Diotrefes, por prudencia, obvió algunas anécdotas, como la del exorcismo del maestro Samuel, que se hacía llamar Setenta y dos. No le convenía humillar a los aludidos en aquellos sucesos. Aún menos, poner en evidencia a Acana Barsebá y Caleb, cuyos nombres habían salido en el relato.
—¿Has vuelto a saber algo del muchacho del perro, el amigo de Ticio Justo?
—Resulta que ese muchacho, Onésimo se llama, conocía al tal Evodio. Son paisanos. —Diotrefes intentaba mostrarse distante de ambos para protegerse de preguntas espinosas—. El legionario animó a su amigo a ir a Roma y buscar allí a Saulo no sé para qué. Quizá se marchen juntos. Pero ese Onésimo se muestra enigmático. Dice que tiene un compromiso sagrado con alguien para seguir la ruta del sol hasta no sé dónde. El muchacho, que también es gentil, comparte con su amigo algún secreto que no acabo de descifrar.
—¡Yo sé qué oculta ese miserable! —masculló el judío.
Diotrefes interpretó la exclamación del maestro como el final de la conversación y discretamente abandonó su compañía.
Ragel pensó que la próxima partida de Onésimo y Evodio podía influir en los planes que Caleb urdía para recuperar el dinero. Así que, esa misma noche, puso al corriente a Acana Barsebá de las intenciones de aquéllos. Sobre todo, de la insistencia del legionario en que su amigo fuera a buscar el amparo de Saulo.
Durante el crepúsculo, Acana Barsebá estuvo paseando por el atrio mientras hacía balance de su viaje. Desde su salida de Jerusalén había desbaratado muchos proyectos de los de la secta, pero el Altísimo no acababa de mostrar su misericordia por el pueblo de Israel: su trabajo fructificaba a duras penas, se estrellaba contra el amor manifestado y el perdón sin medida, y la abominación del Crucificado se afianzaba y se expandía. Además, entre la rapacería de Roma y la escasez por la sequía y la langosta, las sinagogas estaban esquilmadas. Aquella expedición acabaría costándole dinero.
Se retiró malhumorado a su aposento y se acostó inquieto. Al cabo de un rato, ansioso, salió del lecho y bebió agua. Ahuecó el jergón y las almohadas, y se tumbó con la espalda apoyada sobre los cojines; desde allí veía el resplandor neblinoso de un cielo sin estrellas. Fue a cerrar la ventana para librarse de aquel cielo amortajado y encendió varias linternas. Intentó dormirse, protegido de la oscuridad por el titilar de las lámparas. Procuraba convencerse de que debía dormir. Intentó una y otra vez cerrar los ojos, pero no soportaba mirarse adentro. Resignado, mantuvo abiertos sus párpados, con la vista perdida en cualquier rincón, en cualquier objeto abandonado al paso del tiempo. De pronto, las mechas se debilitaron y la estancia se oscureció. Sintió sus manos heladas. No sabía dónde poner los ojos. En la penumbra, percibió la presencia de una sombra suspendida en el aire que, esporádicamente, con un susurro, se deslizaba rozando la cama como el vuelo de un cendal. Empezó a aterrorizarse. Aquel velo oscuro sin contornos planeó de nuevo y en cierto momento se estabilizó sobre él. Acana Barsebá sintió el espanto de la muerte. Iba a gritar cuando aquella forma vaga y tenebrosa desapareció. Sobresaltado, saltó de la cama. Una arcada violenta le hizo vomitar la cena y, temblando, comenzó a vociferar con una voz que no era suya:
—¡Mátalos! ¡Mata a Onésimo! ¡Mata a Saulo! ¡No podemos permitir que se encuentren! ¡Será una catástrofe!
Caleb, atraído por los gritos, acudió a la estancia y encontró al fariseo en el suelo, encogido sobre su vómito y enredado entre los lienzos del lecho, con las manos agarrotadas.
—¡Mátalos! ¡Mata a Onésimo! ¡Mata a Saulo! —seguía gritando el fariseo, sin moverse—. ¡Será una catástrofe…!
—Maestro Acana, despertad. ¿Qué os pasa? ¿Qué catástrofe?
El secretario no podía despertarle. Su boca, entreabierta, exhalaba un aliento fétido. Caleb, aturdido, salió a llamar a los criados. Al volver, descubrió a Acana vuelto en sí, sentado en el suelo y escondido tras la puerta. Sudaba y jadeaba y gemía. Y entre las palabras ininteligibles que pronunciaba, Caleb creyó entender:
—Se producirá un portento si ambos se encuentran.
—¿Qué os ha ocurrido, maestro? —preguntó Caleb—. ¿Soñabais?
—Un prodigio… —siguió balbuciendo el fariseo—. Sus efectos se prolongarán. Tendrá repercusiones imprevisibles.
—¿Qué queréis decir, maestro Acana? ¿Qué prodigio?
—Será la señal, la palabra lo dirá. Una señal. Una advertencia. Una furia desatada, que penetrará sin ruido en el hombre. La palabra comprometida, la palabra escrita sin vuelta atrás. El siervo laureado. Ésa será la señal.
Los aposentos, apestados, mostraban el furor desatado entre aquellas paredes. Los criados, perplejos y en silencio, no entendieron nada de lo que el maestro decía. Le cambiaron la ropa de noche, devolvieron a su lugar muebles y enseres, y fregaron el suelo. Un par de quemadores de perfume restablecieron en la estancia un ambiente respirable.
Caleb dejó a Acana de nuevo en la cama, al cuidado de dos criados que se miraban asustados. Aún no se había oído a los gallos, y el fariseo durmió hasta bien entrada la mañana. En cuanto despertó, avisaron a Caleb, que entró a saludarle todavía impactado por los sucesos de la noche anterior.
Antes de que el secretario abriera la boca, Acana dijo:
—Anoche sentí el frío de los vientos del Tmolo, de las sombras del Hermon, de la seducción de Sardes. No son palabras sin sentido.
Caleb permaneció en silencio; sabía de qué hablaba. Acana se levantó y se dirigió a la sinagoga. Intentaría hallar consuelo en los Libros Santos.
Aquella misma mañana, uno de los criados que habían asistido al fariseo durante la noche fue a visitar a Gayo para contarle los sucesos vividos en aquella casa. Gayo alertó de inmediato a Evodio y Onésimo.
—No soy capaz de interpretar las palabras de Acana durante su trance —les confesó el presbítero—, pero la amenaza no es ya sólo por una cuestión de dinero. Algo sobrenatural se manifiesta tras estos acontecimientos. Alejaos lo más posible de ambos judíos.
Onésimo, algo escéptico, miró a Evodio, que entendió su mirada. Pero el legionario, que ya había presenciado algunas cosas inexplicables, se mostró más afín con las apreciaciones de Gayo.
Onésimo, aunque todavía inquieto por el sueño en el camino de vuelta y las frecuentes reminiscencias de Anestión, compartía el criterio del presbítero respecto a la distancia a poner entre él y los judíos. Volvía a verse envuelto en conflictos de los que no sabía cómo desembarazarse. Se acercaba a la vida de los nazarenos y una y otra vez se veía hostigado. Tropezaba con ellos y se veía inmerso en un mundo de problemas. Pero algo le decía que se mantuviera cerca de ellos con aquel ánimo indomable que Hermes reclama. Además, tenía que reconocer que admiraba la fibra de aquellos cristianos y la paz que transmitían. «Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; estamos apurados, pero no desesperados; acosados, pero no abandonados; nos derriban, pero no nos rematan», le dijo una vez Ticio Justo con palabras de su maestro Pablo. Durante sus días en la Arcadia los había echado de menos. «Por eso no renunciaré a seguir el plan para escarmentar a Acana y Caleb», pensó.
—¡Me tienen harto, Evodio! —exclamó ante un legionario, sorprendido de aquel pronto. Inmediatamente, acompañado de Pammé, salió hacia la sinagoga buscando un encuentro con Caleb.
Durante el trayecto meditó sobre el oráculo de Acana Barsebá: una catástrofe de repercusiones imprevisibles tras el encuentro con Pablo de Tarso. «Quizá haya entrevisto que un día levantará para mí el picaporte de la Puerta del Hades», interpretó con impaciencia.
Entretanto, el secretario judío repasaba mentalmente las caras de algunos fervorosos que el sábado habían salido de la sinagoga encendidos por las palabras del maestro Acana. Intentaba escoger cabecillas para organizar una protesta contra los nazarenos. Preparó una lista y durante un rato estuvo repasándola. Después salió a respirar un poco.
Al llegar, Onésimo vio al judío pasear por el patio. Discretamente, se le acercó y dijo:
—¡Salud, Caleb! Sé que te acuerdas de mí: Alba Roma, Hierápolis…, el rabino Samuel…, ¿verdad?
—Sí, sí, claro —respondió el otro, sorprendido—. ¿Qué hace el esclavo Onésimo por aquí?
—Creo que ya sabes que cobré una importante cantidad de dinero. —Mientras Onésimo hablaba, Pammé, quieto, miraba a Caleb. Y éste, quieto, miraba de reojo al perro—. Quisiera ofrecer al Altísimo algo de lo que mi padre me legó para mi manumisión. He querido entregarte a ti este donativo para que lo emplees según tu recto entender: lo entregas en el Templo, lo distribuyes entre los necesitados… Tú verás, como mejor te parezca. Sé discreto.
Onésimo puso tres monedas de oro en la mano del secretario y se despidió de él. Caleb tardó en reaccionar. Luego miró las monedas y comenzó a dar vueltas al mejor destino posible para aquel dinero.
Por su parte Evodio, fue en busca de Acana. El mismo criado que había informado a Gayo de los sucesos de la víspera le acompañó hasta su presencia. El fariseo le recibió en uno de los aposentos anexos a la sinagoga. Evodio fue escueto: explicó su propósito y, sin dejar intervenir al judío, acabó diciendo:
—Ojalá el Altísimo renueve mi corazón y lo haga apto para entender y aceptar sus designios.
Acana Barsebá, sorprendido por las palabras del legionario y el color de las monedas, aceptó el dinero.
Por la tarde, Evodio y Onésimo contaron a Ticio Justo sus respectivos encuentros, le anunciaron su marcha y se aseguraron de que el criado informara a la sinagoga de la inminente partida de Onésimo.
—Y en cuanto los judíos prosigan su viaje —dijo el esclavo—, ocúpate tú de que Diotrefes deslice al arquisinagogo Ragel la noticia de que el fariseo y su secretario llevan consigo oro nuestro.
Onésimo se embarcaría en Lequeo al día siguiente en un esquife con destino a la isla de Cefalonia. Allí, hacia finales del mes, debía recalar una nave de Alejandría que alcanzaría el puerto de Roma antes del solsticio vernal.
—Yo iré a Cencreas —dijo Evodio—. Volveré a Éfeso, a casa.
—Antes, Evodio, dejarás mi mula en casa de Gayo. Es para ti, Ticio Justo, pero sólo hasta que vuelva. Cuídamela —dijo Onésimo, intentando aliviar la emoción del momento.
Consumieron una crátera de vino y se desearon paz y salud. Durante la despedida, Ticio Justo intentó ocultar sus lágrimas bajo las alas del petaso. Corinto, entre dos puertos, no dejaba de torturar su corazón por aquellos encuentros pasajeros con amistades imperecederas.
—¡Acuérdate de la calle de Lequeo, Onésimo, y de mi mula, la ticiana! ¡No te olvides, te hará bien! —le gritó al esclavo mientras se alejaba.
Puerto de Lequeo
Los dos amigos esperaron en la taberna de la Tortuga al patrón del bote que llevaría a Onésimo. Pidieron algo de comer y un poco de vino. Acababan de servírselo cuando apareció el marinero.
—Zarpamos en cuanto levante la brisa de la tarde, joven. Estáte preparado a la hora tercia. ¿Vas a llevar a ese perro contigo? Espero que el animal no dé problemas; llevo algunas jaulas con aves…
Onésimo tranquilizó al capitán.
—No me resigno a que sigas tú solo tu quimera, One. Tu sitio está en Colosas… —insistió Evodio.
—Evodio, no vuelvas sobre esto. Tu insistencia resulta cansina. ¿Y tú qué? ¿Vuelves a casa? ¿Qué queda del Evodio que un día me dijo que la vida de la granja le producía un tedio mortal?
—Seguro que mucho. Pero estoy cansado de tantas andanzas. Pienso en los míos. Añoro el ruido de la muela, la luz de la candela, el canturreo de Inverna, los ojos de Naval. La casa vivida, la huerta trabajada… Tengo que dedicarme a ellos. Supongo que un día me volverán las ganas de recorrer mundo, pero procuraré permanecer el mayor tiempo posible con mi mujer y mi hijo.
—Y cuando vuelvas a Colosas, ¿qué dirás de mí?
—Que te propuse seguir el camino de vuelta y lo rechazaste.
—¿Cómo crees que reaccionará Filemón?
—Se llevará un disgusto. Acabará reprochándome que no te llevara conmigo aunque fuera a rastras.
—Explícaselo tú, Evodio. Pregúntale quién está legitimado para determinar que Onésimo vale poco más que una vaca. ¿Los dioses? ¿El Altísimo? ¿El césar? Al menos la vaca no reflexiona, no se hace preguntas.
—No sé si sabré explicárselo. Estas cosas no le caben en la cabeza, no son fáciles de entender. En el fondo es un granjero tozudo que aún se pregunta por qué Onésimo se marchó de su lado. No sé ahora, pero cuando lo dejé, fruncía el ceño y todos temblaban.
—Así que está contrariado…
—Eso es, contrariado e irascible.
—Evodio, es el momento. Díselo. Hay de por medio una promesa de libertad incumplida. Quisiera volver, pero lo haré siendo libre o no lo haré. Y por lejos que me encuentre, amigo, sabré que tú estás ahí, pase lo que pase.
Pammé ladró a Evodio: también se lamentaba de aquella separación. Los amigos se abrazaron. Después, Onésimo y su perro se encaminaron hacia el muelle de pescadores donde estaba amarrado el bote, dispuesto a hacerse a la mar.
Cuatro marineros sacaron el esquife a mar abierto, recogieron los remos y desplegaron la vela. Sopló el viento, se hinchó la lona, y una ligera sacudida aproó la nave, alegre y ligera, sobre su rumbo.
Más arriba, desde los soportales de la plaza que mira a la dársena, protegidos por la sombra, dos hombres observaban en silencio las maniobras de la pequeña nave de pesca que se llevaría al esclavo hacia la puesta de sol. En cuanto comprobaron la izada, montaron sus caballos y cabalgaron hacia el puerto de Cencreas para llevar a Sardes cuanto antes las noticias que a su señor ya le habían sido reveladas días antes por el vuelo de un cendal.
Onésimo volvió la vista hacia la costa. A medida que se alejaba sus pensamientos se iban concentrando en sí mismo: «“Tan sólo la cara oculta doblega el valor y la verdad”. Esto lo escribí en Vania, junto al lago Egerdir, sobre la estela de Esquirón. No se trata sólo de la traición ajena. ¿Será que hay también un Onésimo sin rostro que no reconozco, que sólo deja ver velada la verdad de sí mismo? Mis intenciones ocultas disimulan mis facciones ante los demás. ¿O es la presencia de Anestión, cuya sombra anda superpuesta a la mía para atormentarme durante la noche? No encuentro salida a estos pensamientos. Evodio, amigo, ¿dónde estás? ¿Crees acaso que no añoro la paz de los días en el valle del Lyco? Hera, diosa de blancos brazos, ¿estás ahí? Ah, ya sé. Los dioses fueron derrotados y se hizo el silencio. ¡A qué tantas vueltas a estos pensamientos! Me golpean insistentes como el reclamo de hierro a la hora de comer. “Eres como un bronce que resuena…”, decían en casa de Gayo. “… si no amas…”. ¿A qué viene ahora el amor? Conseguiré el don sólo para mí, pero a nadie transmitiré ese poder, aunque haya jurado lo contrario. ¿Hacia dónde debo ir? ¿Quién me dará la sabiduría para reconocer mi deber ante un juramento? “Aunque conocieras todos los misterios y toda la ciencia, sin amor, nada eres”, me dijo Ticio Justo. ¿Es esto la libertad, decidir sobre lo que ni tan siquiera entiendo? La moly me hace ver claro: no quiero tener nada con Anestión de Sardes. Como Circe, ese mago es un embaucador y compañero de la mentira».
Seis jornadas de navegación hacia poniente bastarían para avistar Cefalonia. La embarcación seguía su derrota hacia Patras con un suave cabeceo. El horizonte a su espalda cambió su perfil, el cielo volvía a posarse suavemente sobre el mar. Anochecía. Un terror medular atrapó a Onésimo al verse sobre unos frágiles maderos ensamblados, rodeado de un mar y un cielo ilimitados donde no se puede apoyar el pie y la mano no encuentra agarradero. Avergonzado de su propio miedo, se envolvió en su abrigo y echado en proa junto a Pammé, por fin, se quedó dormido. Después de una noche más de temblores y sueños intermitentes, Onésimo despertó a un día radiante frente a la isla y el color le volvió a la cara.
Por su parte, Evodio llegó a Cencreas y fue directamente en busca de la diaconisa Febe. Pensaba hablar con ella antes de que saliera hacia Roma. Necesitaba conseguir un pasaje para la primera nave a Éfeso, pero no la encontró. «Otro contratiempo. —Estaba inusualmente disgustado—. He dejado solo a un amigo que ha perdido la alegría», se dijo. Esta reflexión le acentuó el malhumor. Se acercó al muelle; por suerte, una nave saldría aquella misma noche. Pagó el trayecto y aseguró su turno; después, llevó su caballo a las cuadras.
Cuando caminaba de vuelta hacia el muelle, vio a lo lejos a Caleb, que cuchicheaba con algunos individuos malcarados. Se detuvo. «Ese indeseable siempre maquina engaños. Éste está aquí buscando a Onésimo: se ha equivocado de puerto…».
Esperó a la sombra en el callejón de los salazones, desde donde observó los movimientos del judío. En cuanto vio que los secuaces se alejaban, se plantó ante él. Caleb, al verlo, se quedó paralizado. Se mordía los labios, respiraba ira, le goteaba el sudor. Aterrado, sacó una daga y alargó el brazo para atravesar al legionario. Evodio le agarró la muñeca y la retorció hasta desarmarlo. Después lo levantó y zarandeó hasta que los subligaria se le deslizaron hasta los tobillos; mirándole con desprecio, lo dejó caer, dio media vuelta y, sin decir palabra, se fue reconfortado.