8

LA HIERBA MOLY.
LA DAMA DE MANTINEA

Los efectos de la moly

Llegó la hora de partir. Onésimo echó una manta nueva sobre el lomo de la caballería y le ajustó la silla nueva ciñéndola por detrás de los codillos con una faja recién trenzada. La aseguró con firmeza, con la precaución de quien se dispone a emprender un camino de días. Sujetó el fardo a la grupa, tomó la rienda, montó y arreó a la mula.

El desahogo económico le había llevado a rasgos inusuales de generosidad con él mismo, hasta el punto de renovar por capricho su vestuario y el arnés y jaeces del animal. Todo nuevo. Sólo Pammelokiné, el perro negro, llevaba puesto lo de siempre, aunque pulido y brillante tras la cepillada de la otra noche.

Ticio Justo, como le había prometido, le acompañó un tramo por el camino de Cilene.

—Desde aquí a Estínfalo hay una jornada de viaje. El camino es bueno, pero te prevengo, Onésimo, no es seguro. Las patrullas del procónsul raramente penetran en las rutas del Cilene. En cuanto llegas al monte, el paisaje es turbador por los muchos sucesos trágicos que en él han ocurrido, según cuentan los viajeros. Llevas mucho dinero. Deberías guardarlo y no llevarlo todo contigo.

—No pienso volver a dejarlo en depósito a esos usureros…

—Pues entiérralo, o escóndelo. Llamas la atención. Desde aquí oigo el tintineo de tus monedas.

—¿A qué viene tanto apuro, Ticio? ¿Qué temes perder en realidad, el amigo o las monedas?

—Eres incorregible, Onésimo. Si fueras un indigente nadie te acosaría. Yo lamentaría tu partida y te desearía salud y paz. Pero con ese bagaje y esos alardes vas a encontrarte con una sorpresa desagradable en las primeras revueltas…

—No creo que haya tanto riesgo.

—No has vivido aquí suficiente tiempo. Corinto lo reclama todo. Los clanes, las tríadas, manejan negocios turbios: extorsión, sacrificios a los dioses, el circo, los juegos, la prostitución, el tráfico de esclavos… Es mucho el dinero que circula y se necesita para vivir en la ciudad. Las calles tienen ojos perspicaces para el oro. Tú has vivido entre amigos estos días, pero no has vivido la ciudad.

—Ticio Justo, tanto consejo me recuerda a los que invocan el corazón al amigo para no mencionarle directamente la bolsa.

—Onésimo —dijo Ticio Justo, definitivamente molesto—, llegaré contigo hasta la fuente de Brisé. Luego el camino inicia la ascensión hasta las planas de Belinia. Ya no hay más bifurcaciones que puedan desviarte de tu ruta hasta Estínfalo. Recuerda lo que te digo: hasta hace pocos meses merodeaban por estos montes partidas de bandidos. Esconde la bolsa y vive.

Llegaba el momento de despedirse. Ticio Justo miró a Onésimo a la cara y comprobó en su gesto que había conseguido infundirle un ápice de prudencia. Seguramente se percataba de que volvía a quedarse solo.

—Buscaré la moly, Ticio Justo. Luego seguiré la ruta del sol hasta la tierra de los gálatas. He de cumplir la promesa que le hice a mi padre Eumates. La hierba de Hermes me dará la fuerza y el valor que necesito.

—Encuentra lo que buscas en la Arcadia y vuelve a Corinto. Aquí podrás embarcarte. Sé que vas en buena compañía —dijo Ticio. Y miró al perro.

—Salud y paz. Quizá algún día volvamos a vernos…

—Si vas a ser inmortal, te vendrá bien recordar que un día estuviste sentado entre la mierda… Salud —bromeó Ticio mientras maniobraba con la mula para iniciar el camino de vuelta.

Onésimo, a quien las bromas sobre la calle de Lequeo le tenían harto, pinchó con la punta de su espada el anca de la ticiana que salió despavorida, llevándose camino abajo a Ticio Justo, el petaso, el chiste y las carcajadas, transmutadas ahora en una suerte de aullidos coreados por los ladridos de Pammé.

El camino de Sición a Cilene transcurría entre huertos de frutales y viñedos. Al llegar a Brisé, donde el caño vertía un agua que curaba el estreñimiento, iniciaba el ascenso a la meseta. A medida que el viajero subía, la brisa se convertía en viento. Se achaparraban los pinos. La mirada dominaba sobre el istmo y los mares: cabo Sunion, Atalaya al oriente; al norte, Megara; y más allá del golfo, Parnasos, hogar de las Musas, desde donde llegaban levemente con los aires del norte vapores de la fuente Castalia.

El venero de Brisé era lugar de descanso para algunos viajeros. A unos codos del caño se había erigido un tosco memorial a los dioses.

Pammé se acercó a la fuente. Olfateó, lamió el agua, pero no bebió. Así que Onésimo agarró a su mula y tiró de ella camino arriba a pesar de sus gemidos y relinchos. En cuanto dejó de oírse el manantial, Onésimo comenzó a percibir cómo bailaban los cuartos en la bolsa; cómo el tintineo se iba intensificando a cada paso hasta convertirse en un campaneo insoportable: se hacía preciso buscar un resguardo para su tesoro. Encontró una grieta entre las peñas. Fijó en su memoria unas referencias e impregnó el lugar con un poco de aquel olor de su esenciero que Pammé podía olfatear. Más tranquilo, reinició su marcha con suficientes monedas, pensando en su libertad.

Quizá debiera hablar un día con ese hombre, Pablo. ¡Este Ticio…! ¡Y Gayo!… A veces, Pammé —sí, a ti te hablo aunque no me entiendas—, me pregunto qué tienen en común todos los que siguen a ese predicador y qué los distingue de los devotos de otras religiones. He escuchado hermosos discursos a los dioses olímpicos en Atenas y, desde joven, el relato de hechos memorables, tal como nuestro padre Homero nos los transmitió y que conocemos por las santas tradiciones. De estos otros, de los del Camino, no he visto otra cosa que la fe en un hombre despreciado al que colgaron de una cruz. ¿Será quizá la manera de hablarse entre ellos, a pesar de sus desavenencias en Corinto? La forma de reír o algo en los ojos: algo en el modo de mirar y de mirarse. Mientras escuchaba por el camino el gratificante sonido de las monedas —Onésimo seguía con sus explicaciones a Pammé—, recordaba aquello que escuché tras las paredes en casa del presbítero Gayo: «De nada te aprovechará deshacerte de cuantos bienes tengas en favor de los pobres, o hablar las lenguas de los hombres y de los ángeles; si no amas, eres como el bronce que resuena o el címbalo que retiñe… ¡Qué cosas, Pammé!».

Pasadas las planas de Belinia, Onésimo penetró en los bosques que adornan las faldas del Cilene. Debía seguir ascendiendo y después bordear por el sur el macizo hasta llegar a Estínfalo. Desde allí, bajaría a Feneos, donde crece la hierba moly en la solana del valle, a los pies del monte Aroania.

A medida que avanzaba, sentía más próxima la presencia de la hierba portadora de la fuerza. Notó la atracción que experimentan quienes secretamente están llamados a degustar la ambrosía de los dioses. Eso pensaba él, que empezaba a ver su vida como un prodigio de las delicadezas de Hermes. Iba a poseer la droga divina y el Argifonte[41], de espíritu juicioso, se le haría presente en cualquier momento con un mensaje para el porvenir. Antes de llegar a Estínfalo se dispuso a pasar la noche al raso a la vista del lago que se rebalsaba a sus pies.

Las esquilas de las ovejas despertaron a Onésimo, que había dormido envuelto en su capote al abrigo de unas rocas. Desde allí contempló las aguas y el valle por donde pacía el ganado en lenta avanzada hacia Feneos. Las había a centenares y apenas se movían. Había llegado el tiempo de subir a los pastos de altura. Observó también cómo las hormigas fortificaban las bocas de los hormigueros con la cáscara de las semillas que almacenaban para protegerse del agua, y dedujo la amenaza de lluvias inminentes.

Onésimo decidió bajar hacia la ciudad, pero se detuvo a observar desde la ladera. Estínfalo vivía junto al lago y alrededor de su foro. Las calles, tomadas por los rebaños, estaban intransitables. Las casas, puertas y ventanas cerradas, mantenían al vecindario oculto. Comprendió que era imposible acceder hasta que el pueblo quedara despejado de tanta lana y del estentóreo y monótono balido. Ató a Pammé, muy excitado, a su correa; le desbordaba lo atávico, y ladraba con terquedad. Poco a poco, dejando su rastro inconfundible, las últimas ovejas abandonaron el pueblo. Quedaron algunas rezagadas: una que cojeaba, alguna que parecía más débil.

Amo y perro se disponían a iniciar el descenso cuando un pastor a caballo y con una pica se aproximó a las ovejas retrasadas, y alanceó a las débiles y a la que cojeaba. A las sanas, distraídas, las arreó a la manada. Los despojos de las ovejas quedaron allí mismo, a merced de los perros y las aves de rapiña. Nunca había visto a los pastores de Frigia hacer una cosa igual. Aquello le molestó. Le hacía falta poco estímulo para perder el buen humor desde que no tenía cerca a Eumates. Al fin y al cabo, no eran más que unas ovejas… pero no se trataba de ovejas, era la forma de ser pastor, que creía ocupación de casta.

Cuando la marea de ovejas desapareció de su vista, cesó la murga y el campaneo de las esquilas, entró en Estínfalo montado sobre la mula. Hubiera querido hacerlo andando pero no estaba para ir pisando con sus sandalias de Corinto el reguero dejado por las ovejas. Se habían abierto algunas ventanas. Mujeres y niños con escobas iniciaron de inmediato la limpieza de las calles, recogiendo los excrementos en cestos. Preguntó dónde comprar provisiones y encontrar alojamiento. Había un establo para la mula a la entrada de la ciudad —le informaron— y una posada en la plaza.

La mula blanca quedó en el establo para un cepillado, con agua y una buena ración de forraje. Onésimo y Pammé siguieron hacia la posada. En cuanto el perro hubo acabado con un hueso y él mismo con un plato de carne y una crátera de vino, se acomodaron para esperar un nuevo día.

Las hormigas suelen acertar. Empezó a llover sobre las calles de Estínfalo recién barridas: goterones desde las negras nubes, que parecían llegar desde detrás del Cilene a los valles persiguiendo a las blancas ovejas. Llovió durante toda la noche y el nuevo día amaneció nublado. El agua derritió el hielo que en aquella época del año aún se formaba en los charcos de los caminos y sobre los campos durante las madrugadas. A resguardo de los aires fríos de las cumbres, la comarca se templó bajo la protección de un manto de nubes bajas. Pero el paisaje perdió la alegría del sol. Con aquellas lluvias los caminos quedaron intransitables. El deshielo escurría el agua desde las alturas hacia los valles. Los torrentes se precipitaban violentos por los barrancos, destruían puentes, dificultaban el paso por las cañadas y obligaban a largos rodeos en busca de pasos naturales.

Chapotear entre el barro no era lo que Onésimo había previsto para aquellos días. El panorama de sobresaltos por los truenos, relámpagos y el agua a chorros le obligó a quedarse en la posada fomentando la amistad con el posadero y su familia.

—No son frecuentes las visitas a Estínfalo. ¿Qué te trae por estas montañas? Onésimo evitó dar una explicación.

—En Corinto se dice que es arriesgado llegarse hasta el Cilene a causa de los salteadores. ¿Es cierto? Yo he hecho el viaje hasta aquí sin incidentes…

—Siempre hay desocupados. Si todos pudieran trabajar, aunque fuera subiendo a las ovejas a los pastos… El hambre empuja a los caminos, incluso a las ciudades. Pero no nos dices qué negocios te han traído a Estínfalo.

—Me iré pronto. Debo seguir hasta el valle de Feneos. Busco a Tiresias, el adivino ciego. Supongo que allí podrán darme razón de él. En Atenas me dijeron que residía en el valle…

—No hay nada en Feneos. No se ha oído hablar de Tiresias desde hace años. Si habita por aquí, no se deja ver.

—Pero… entonces… ¿quién puede instruirme…, facilitarme la hierba moly? —preguntó con un punto de desilusión manifiesta.

—¡Ah! ¿Sabes el riesgo que corres? A los mortales no nos está permitido beber la esencia de la planta de las negras raíces. —El posadero se había puesto serio—. Sólo Hermes y sus sacerdotes saben cómo administrarla, pues quienes por su cuenta lo han intentado, primero sufrieron alucinaciones y después perdieron el juicio. Casi todos murieron, algunos despeñados en los barrancos del Cilene. Por eso nadie se atreve con ella; ni siquiera, bajo la dirección de un chamán. ¡Busca, busca a Tiresias!

—He recorrido muchos caminos tras esta hierba mágica, empujado por quienes me han querido bien. No perderé la cabeza tontamente. Sé que los efectos que produce en el alma del que la ingiere de la mano de Hermes son el vigor en la voluntad y la iluminación del discernimiento. Eso es lo que yo busco.

—Tú serás otro de los que sucumben a la atracción de sus efectos inmediatos —auguró la mujer, descreída—. No te engañes. Han venido muchos con la ilusión de compartir con Hermes sus secretos y abonarse a la disciplina de Tiresias, pero…

—Mujer, ¡a nosotros qué nos va! —exclamó el posadero—. Bueno es que vengan por aquí a probar las delicias de Feneos, los elixires que despiertan las ilusiones del amor… ¿Qué era la Arcadia sino el regazo de Apolo y Afrodita? ¡Mira lo que sacamos de las ovejas! —dijo, enseñando sus manos vacías—. ¡Ya nadie nos visita! Miseria…

—Al menos vivimos en paz —replicó la mujer.

—En paz, en paz… Mira, amigo: hubo en la ciudad un templo dedicado a Hermes del que no queda rastro. Un templo levantado en honor a Atenea, la diosa de ojos de lechuza, cuya naos se ha convertido en refugio de pastores; y un monumento a Heracles del que sólo queda un pedestal. ¡Eso es miseria e impiedad! —se lamentó el posadero.

Llegó el día en que, por fin, cesó de llover. Onésimo salió hacia Feneos al despuntar el alba. Avanzó sesenta estadios rodeando la falda del Cilene antes de que el valle apareciera ante él y quedó maravillado al verlo abrirse ante sus ojos. Descabalgó de la mula. Después de un corto paseo se sentó sobre el tronco caído de un viejo álamo para contemplar aquella danza de primavera sobre las laderas del Aroania y del Cilene, el agua que saltaba en las peñas de la montaña Tricrena allí donde nacían las tres fuentes, la luz del sol entre los árboles. Tras un tiempo extasiado, se adentró en el valle, envuelto en el silencio de los campos que despertaban a la mañana.

Al llegar al centro, Onésimo reconoció la hierba moly, la verde planta de Hermes, el encargo de Eumates, el objeto de su esperanza. Descubrió los tupidos macizos de plantas en la ladera, cuajados de blancas y brillantes flores que destacaban sobre tallos erguidos, como las lanzas de los valerosos mirmidones frente a las puertas Esceas[42]. Sus hojas, abiertas a sus pies, formaban un cerrado baluarte, como las naves aqueas varadas sobre la arena, protegiendo el brote y el acceso a la raíz. Se acercó con expectación y, con esfuerzo, arrancó una. Contempló, reverente, la flor luminosa, su negra raíz, oculta en la tierra a la codicia del hombre. Sintió el descanso y el gozo del cumplimiento de una promesa.

«Eumates, lo he conseguido. Ahora, la libertad. Ofreceré una hecatombe a Zeus… si no me rompe la cuerda del pozo». Así pensaba Onésimo mientras, sin saber qué hacer con aquella planta arrancada, acción sacrílega, intentaba torpemente devolverla a su lugar. En ello estaba cuando Pammé comenzó a ladrar. Avisaba de la presencia de un paisano, hombre de aspecto delicado y enfermizo, que se aproximaba.

—Sujeta a ese perro. Un animal tan grande intimida. Y deja de jugar con esa planta —dijo el lugareño.

Al volverse, se dio cuenta de que la mula, que no sabía de las cualidades sagradas de la moly ni de las promesas a Eumates, daba cuenta de hojas y flores sin esperar a recibirlas de la mano de Hermes.

—¡Saca de ahí a la mula, insensato! —comenzó a gritar el recién llegado—. ¡No debe comer de esa planta! Ahora te andará unos días descompuesta… Llévala monte arriba y que no coma en un par de días. Átale las patas delanteras, déjala suelta; andará coceando, pero se le pasará… ¡Joder, las mulas!

—¿A qué tanta precaución? —replicó Onésimo.

—Estas hojas las sacan de sus casillas, y se ponen como locas por cualquier burro o penco…

—¡Lo que me faltaba!

—¿Y tú, qué haces por aquí, estropeando los macizos de la planta moly? No saldrás indemne de las iras de Hermes, celoso administrador de la hierba transformadora de almas.

—He venido desde Frigia en busca de Tiresias, el ciego que ve más allá, y de los beneficios que provienen de esta planta venerable.

—Nadie verá a Tiresias, al menos por siete años. Yo soy Hemeticós, su hijo, su discípulo, cuyo bastón de cornejo ahora ostento.

—¿Eres tú, entonces, quién puede ayudarme? Necesito el extracto de esta planta sagrada.

—Yo podría preparar para ti la hierba moly como Tiresias lo haría. ¿Tienes oro con qué pagar lo que quieres probar?

—No sabía que Hermes necesitara oro. Me dijeron que me mostrara ante Tiresias como un suplicante, que ofreciera sacrificios y ofrendas al dios Cilenio, guardián de los ganados, y que atendiera bien a los servidores del templo…

—Sus sacerdotes somos exigentes. El culto debido a Hermes, pródigo en hechizos, y la preparación del extracto de la planta requieren elevadas sumas.

—¿Cuanto tendré que pagar?

—Pagarás por el valor de cien ovejas. Esto es, tres minas de oro.

Onésimo se sorprendió por el altísimo precio exigido, pero en seguida comprendió que debía de responder al valor de sus prodigiosos efectos.

—Vamos, Hemeticós. Iré contigo y pagaré ese precio.

Siguió Onésimo al hijo y discípulo de Tiresias por un camino cuesta arriba en dirección a la cumbre del Aroania. Recorrieron varios estadios, hasta que al llegar a un prado, Hemeticós dijo:

—Deja aquí a la mula. No aguantará más. Átale las patas delanteras como te he dicho; no se perderá.

—Temo que la ataquen las alimañas por la noche.

—No te preocupes. Con la excitación que le producirán las hojas y las patas traseras libres, tendrá energía y defensas sobradas. El problema vendrá si quiere que la cubra un jabato de los que bajan a hozar a este prado y lo provoca…

Onésimo ató las patas de la caballería. Al poco rato, mientras proseguían la ascensión, la oyeron gemir y rebuznar desesperadamente.

Llegaron a Orcómenos, una pequeña ciudad no lejos de donde había quedado la mula. Al entrar, Onésimo descubrió una población semejante a aquellas donde las recientes batallas diezmaron a los hombres y muchos trabajos quedaron por hacer. Los cultivos, escasos, revelaban la desidia de la población. La maleza iba invadiendo poco a poco los cultivos. El cardo y la chirimía crecían entre los guisantes y garbanzos.

Hemeticós vivía en una casa con corral, próxima al impreciso recinto que acotaba el templo de Hermes, algo separado del núcleo principal de casas y cerca del pequeño anfiteatro donde el pueblo celebraba las sesiones parlamentarias, las justas poéticas, las funciones dramáticas y los festivales de canto que en primavera alternaban con las fiestas en honor a los hijos de Leto. Por los alrededores pacían cerdos y deambulaban gallinas, que picoteaban entre abetos y pinos.

—En estas fechas —explicó Hemeticós a Onésimo—, acuden a Orcómenos visitantes de todas las ciudades próximas para participar en sus fiestas: de Estínfalo, de Mantinea, de Megalópolis, de Tegea… ciudades que, incluso estando en guerra entre sí, suspenden sus disputas para disfrutar de la seducción de Apolo y Afrodita.

En la plaza, encarados, se hallaban los templos de Apolo y Afrodita. La imagen de la diosa, de áureos reflejos, era blanca, etérea, casi transparente. La de Apolo, de una delicada belleza.

—Hoy participaremos en las fiestas de la ciudad y pronto te daré a beber la esencia de la hierba sagrada —siguió Hemeticós—. Después sacrificarás un novillo en honor de Afrodita Pandemos y podrás volver a tu tierra, si es lo que deseas.

»Abrirá los festejos el magistrado a quien corresponde este año el buen orden. Las doncellas y el resto de las mujeres saldrán desde el templo de la diosa risueña en busca de los hombres. Avanzarán en procesión danzando por las calles principales del pueblo hasta volver a la plaza, delante de la estatua de Apolo. Todo el pueblo participará: ellas con vestiduras sagradas, diademas de flores y tirsos. Los hombres llevaremos vestiduras blancas, guirnaldas con hojas de laurel al cuello. Las solicitaremos con nuestros cantos y voces, excitando su deseo, desde las esquinas y en los cruces de las calles al son de las siringas y al ritmo de los tímpanos…

—No sé si tengo una vestidura apropiada para estas ceremonias…

—Lo que lleves encima no es problema. Pronto estará de sobra. Después sacrificaremos un novillo en el altar del dios. Comeremos y beberemos vino mezclado con un néctar que posee la fuerza que inspiró a Afrodita el dulce y ardoroso deseo por el mortal Anquises, mientras él apacentaba su ganado por los prados altos del Ida.

—Hemeticós, participaré con gusto en estas fiestas cuyos ritos se asemejan a los de las sagradas festividades en honor a Dioniso, que se celebran en Frigia a los pies del Tmolo; pero temo que no estoy en condiciones de soportar una de esas orgías finales habituales entre los fieles del dios Evio[43] y sus furiosas ménades.

—No debes preocuparte por ello, pues el deseo que inspira Afrodita no es como el de Dioniso. En el anhelo que suscita la diosa, amante de la risa, hay recreo y curiosidad; ella establece con los mortales un jugueteo entretenido y sensual; el amor progresa con la conversación y las picardías. Mientras que Dioniso, por el contrario, inocula un furor que desemboca inmediatamente en unas relaciones apasionadas, volcánicas, violentas. Tú te dejarás llevar por la diosa y, tras el banquete y las libaciones con vino sagrado, sucumbirás al amor: una hermosa Friné[44], de ojos de gacela, te escogerá para sí.

El pueblo andaba con los preparativos de los fastos de primavera —fiestas del amor— según las costumbres. Hemeticós desmenuzaba a Onésimo la secuencia de los actos en los que participarían.

La huella de Tiresias

Cuando Onésimo se despertó en la sala de banquetes, descubrió a su lado a una mujer gorda, derrotada, que chapaleaba ruidosamente con la boca e intentó cubrirse al comprobar que el joven hacía ademán de incorporarse. Seis o siete hombres y mujeres más yacían alrededor, tirados de cualquier manera.

Onésimo, sin mirar a nadie, salió dando tumbos. Al traspasar el umbral de la sala, el sol, esplendoroso sobre el pueblo, le clavó dos agujas en las pupilas. Anduvo con los ojos entornados, sosteniéndose la cabeza en busca de un alivio. Abandonó el perímetro del pueblo y salió a campo abierto en dirección al anfiteatro. Varios cuerpos dormidos yacían entre la maleza, diseminados entre panderos, flautas, tirsos, diademas y guirnaldas desperdigadas, mientras cerdos y gallinas se diseminaban por la campiña buscando su pitanza. Pammé no estaba a la vista. Lo encontró echado al sol —no se levantó al ver llegar a su amo—, junto a las escaleras de acceso al templo de Hermes. Onésimo se dejó caer sobre uno de los peldaños con la cabeza sujeta entre las manos y esperó que el paso del tiempo aliviara su espeso y pesado embotamiento. Observó las sombras, ya que no podía mirar al cielo: la hora sexta. Luego, postrado, encogido junto a las columnas, al amparo de Hermes, se quedó dormido. El pueblo seguía en silencio.

Pammé lamió la cara de Onésimo y le empujó en el costado con el hocico hasta despertarlo. Orcómenos parecía haber revivido en las dos horas que había permanecido echado en el peristilo del templo. Vuelto en sí, entró en casa de Hemeticós.

—¡Salud, Onésimo! —le saludó el alquimista—. Fue una fiesta memorable, ¿verdad? ¡Lástima que para ti acabara tan pronto!

—No recuerdo mucho. Sólo sé que no me quitaba de encima a aquella… ¡Qué pegajosa!

—Es el vino mezclado con extracto de hojas de la planta moly. ¡Calla, calla! ¡Cómo reímos cuando contabas tu espanto al ver la cara de tu amigo al contraluz, la boca abierta, el petaso aleteando…! Pero tienes poco aguante. Esta tarde, el grupo de amigos que solemos reunirnos para jugar a los dados ofreceremos sacrificios a Apolo, y después tendremos un simposio en nuestro local. Luego iremos en busca de las mujeres. Estás invitado. Ahora puedes bañarte y descansar hasta que te avise.

Onésimo, cuyo dolor de cabeza no acababa de diluirse, no se veía capaz de afrontar un simposio con correría tras las bacantes.

—Hemeticós, agradezco tu interés y hospitalidad, pero he venido a por algo concreto y luego quiero marcharme. No volveré a probar ese vino que me ha dejado inservible.

—Onésimo, no puedes hacer eso. Ayer festejamos a Afrodita, hoy a Apolo. Nadie entendería un desprecio semejante a la deidad que enardece a los guerreros. No te daré tu extracto de raíz hasta que llegue su momento —le amenazó.

Onésimo sucumbió. Recostados sobre los triclinios, iniciaron la conversación mientras se servían frutas, carne de cerdo y cordero, y algunos pescados asados del Olbio y del Ladón. Exquisiteces.

—Onésimo ha venido a la Arcadia en busca de Tiresias y la sagrada hierba moly. Y me ha encontrado a mí. ¿Qué os parece? ¿Ha salido ganando o perdiendo? —preguntó Hemeticós.

—Tiresias es un viejo absurdo. Jamás nos respetó ni nos tomó en serio —apuntó en seguida uno de los comensales.

—Vosotros no entendíais a Tiresias —intervino otro—. Él siempre pretendió que cambiáramos nuestra relación con los dioses antes de acceder al extracto de la raíz. Decía que según fuera nuestra piedad, así sería el modo de entender la vida, el valor de lo que hacemos; y que sólo una vida ejemplar habilita para poseer la planta mágica y disfrutar de los efectos que produce en el alma.

—Claro, nosotros no lo entendíamos —se burló un tal Fanainós—. Y tú, que sí lo entendías, no querías cambiar. ¡Una vida ejemplar…! Ja, ja ¡Vivir en la Arcadia es vivir una vida ejemplar! Ja, ja…

—¡Uy! ¿Tiresias? ¡Muy complicado! —terció otro—. Tú nos vienes mejor. Lo haces más fácil. ¡Sí, al final, todo es lo mismo!

—¡Qué! —dijo aquel que había hablado primero—. Son ellos, los dioses, los que tienen que cambiar su relación con nosotros. Para eso son poderosos. Nosotros no hacemos más que lo que sabemos hacer… Nos han dejado las ovejas, a Leukón, el cabrero, para que nos las cuide; y la hierba moly para que participemos de la vida gozosa de los dioses del amor en el Olimpo. Nada malo hacemos comportándonos tal como los mismos dioses nos enseñan…

—Vine a la Arcadia persiguiendo la libertad y la inmortalidad —dijo Onésimo—. ¿La hierba moly es un fiasco?

Había levantado la voz. Desacostumbrados al tono, los comensales callaron.

—¿Por qué desde que he llegado a vuestro país no he encontrado sino confusión? Hermes, deidad benéfica, de espíritu prudente, entregó a Ulises el néctar de la moly para librarle de las trampas de Circe. «La moly te dará prudencia para discernir lo verdadero de lo falso», así me dijo mi padre en el lecho de muerte, cuando me hizo jurar que vendría a por ella. Anestión de Sardes, personaje ilustrado y de orígenes ignotos, me animó a que encontrara a Tiresias. De igual modo, en Atenas, en las escuelas y el Areópago, me dijeron: «Quizá en la Arcadia encuentres respuestas».

Los comensales miraban a Onésimo, ayer deslavazado y frágil entre las doncellas, a merced del sueño antes de tiempo, y ahora enérgico.

—¿Por qué Tegea y Mantinea y el resto de las ciudades están permanentemente en pie de guerra entre sí? ¿Son inmunes a los efectos beneficiosos de la hierba sagrada? Por lo que he visto hasta ahora, la moly no hace prudentes a las gentes de la Arcadia… ¡No es de Hermes de quién la recibís! ¿No es así?

—Hemeticós, los convidados que hacen tantas preguntas son detestables —comentó Fanainós, al que ya le lloraban los ojos—. Será mejor que llenes al muchacho una crátera de vino con esencia de las hojas y le proporcionemos unas horas de amor y alegres cantos… o nos volverá locos a todos… —Se acercó con la boca babeante a la cara de Onésimo y le dijo—: La moly, muchacho, es el sabroso amor de Afrodita y de Apolo. No hay nada más.

Sin embargo, Hemeticós, intrigado, quiso saber:

—Conocí a Anestión en Chipre. ¿Cómo está ese viejo? Morirá de ansiedad. Persigue obsesivamente lo que cree tener a mano y no alcanza.

—¿Por qué dices eso? He pasado con él bastante tiempo, estudiando el modo de ir más allá de la vida mortal.

—¿Aún sigue en ésas? ¡Olvídate, Onésimo! Lo hemos intentado todo, sin éxito. Tiresias, Mopso, Calcante, la profetisa de Endor, Elimas, Simón, Anestión, Acana Barsebá y tantos otros. Todos hemos corrido detrás de ese sueño. Ya veo, no obstante, que Anestión es indesmayable…

—¿Acana Barsebá, el judío fariseo, también? —preguntó Onésimo, intrigado.

—También. Ése era de los que de mañana van a Sión, por la tarde a Garizim y de noche a contentar a Astarté[45]. ¿Le conoces?

—He tenido relación con él de forma indirecta… —contestó Onésimo, para no entrar en detalles.

—¿No serás judío? A ver, vamos a comprobarlo…

—¡Eso, eso, comprobémoslo! —gritaron algunos.

Onésimo miró a Pammé. El perro levantó la cabeza y la broma se interrumpió.

—¿Más allá de la vida mortal? La Arcadia… —disertaba Fanainós—. De la mano de Apolo y Afrodita gustamos del placer de la vida del dios amante. ¡Ama al ser amante! ¡Contempla despacio cómo se te entrega! Los dioses nos invitan a compartir sus orgías. Es el único placer divino que iguala a dioses, héroes y mortales. ¡Armonías de amor en las moradas olímpicas! ¡Vivir la locura divina de la pasión!

—¡Calla y restriégate los ojos, pues no ves; y rellena de nuevo tu copa!

Hemeticós siguió hablando.

—Tiene razón Fanainós. Ni siquiera los dioses disfrutan en el Olimpo la intensidad del amor como nosotros. Nos envidian por eso. Rechazan su mármol y vienen a abrasarse de pasión por los mortales. Afrodita se consumía por Anquises, Apolo por Cirene y el mismo padre Zeus por Sémele, la de doradas trenzas… Somos afortunados.

—Durante las fiestas —abundó otro comensal que seguía con interés la conversación—, el amor dulce, generoso, espontáneo se abre espléndido a todos. Y en otras épocas puedes ir a purificarte, siempre que quieras, con una vestal al templo de Afrodita Hetera, ¡Dea Porné! Los dioses te invitan a compartir sus orgías y así, ellos aprenden.

—Pero este amor parece desposeído de cualquier sentimiento, de afecto. Es pura complacencia sexual. ¡No hay ni una pizca de compasión! —exclamó Onésimo.

—¿Y qué? —siguió aquél—. Tenemos esposas, amantes, esclavas… Cada cual tiene su papel. Si quieres hijos, búscate una esposa, pero no le abras el corazón: te tendrá atrapado por tus debilidades. Búscate una amante en otro pueblo y ve a llorar a su regazo… Además, cada cual actúa con libertad, y la compasión es un impedimento para la libertad y el amor. Tú mismo rechazabas ayer las caricias de aquella joven desesperada por tus favores y atenciones… Se fue verdaderamente irritada.

—No lo recuerdo. Debí de beber demasiado vino. Quizá deberías haberme proporcionado una doncella continente en el amor, Hemeticós. Aunque dudo que haya en toda la Arcadia una doncella continente…

—¡No lo sientas, Onésimo: esa idiota quería un hijo! Y aquí no estamos para hijos… Mañana le llevas un cervatillo.

—Apolo no obliga a las mujeres a ser continentes o incontinentes en el amor —observó Hemeticós—. La abstinencia es cuestión de voluntad. Es una opción. La que es casta no se pervertirá en las fiestas. Tú limítate a no ver con mente enfermiza. ¿De dónde crees que sacaste tu continencia?

—Del favor de los dioses que inventaron la prudencia —replicó Onésimo—. Pero no conozco mortal que en una bacanal no haya sucumbido a la alegría del vino y la oscilación de unas caderas tras el tirso —añadió con un punto de irritación.

»Habéis relegado a Hermes —siguió Onésimo—. Su templo está abandonado y vacío. El dios guardador de los rebaños ha sido sustituido por un bebedizo de las hojas de la moly. Aquí hay algo que no está bien… Hermes acompaña a Perséfone hasta su madre Deméter. Allí donde está Hermes, está Deméter. La diosa preside el cambio de las estaciones y las labores de los hombres sobre la naturaleza y sus frutos. Pero aquí no hay trabajo, ni esfuerzo. Aquí no hay rastro de las divinidades. Incluso esta promiscuidad que practicáis se vive de espaldas a Apolo y a Dioniso.

—Es cierto —reconoció Hemeticós—. Antiguamente la Arcadia tuvo por reina a Deméter. Hubo templos en Tegea, en Licosura… En Figalea, en el monte Elayo, frente al Cotilio, está la caverna de Deméter la Negra, así llamada porque allí estuvo oculta durante años vestida de luto, penando a Perséfone. Todavía hoy, en el altar que hay a la entrada, algunos pocos que añoran los viejos ritos ofrecen frutos, miel y lana… Pero Deméter era el trabajo, el cuidado de los campos y las cosechas, la recolección, los ganados y la esquila…

—¿Por qué no explotáis vosotros los ganados? La fama de vuestras ovejas (su carne, la lana, las pieles bien trabajadas) trasciende las fronteras de los valles de la Arcadia y todo el Peloponeso —insistió Onésimo.

—¡Uf! Te las regalo —dijo Fanainós—. Yo tengo mil en los pastos de verano… Dan mucho trabajo. Cuantas más, peor.

—Ya vi cómo las trataban los pastores al llegar a Estínfalo…

—Esos animales son infernales. Aquí no los queremos; no podemos ni verlos.

—¡Eso es, llévatelas todas! —apuntó otro a quien atormentaban las arcadas y estaba a punto de devolver—. Si no fuera porque ahora tenemos a otros que trabajan por nosotros… ¡No me mentéis la lana, que sólo de recordar su olor me descompongo!

—¿Qué queda entonces de la sagrada hierba moly que yo he venido a buscar, Hemeticós?

—Nosotros hace tiempo que renunciamos al extracto de raíz. Preferimos destilar las hojas de la sagrada moly. Tiresias se ponía muy pesado…

Onésimo pensó en Ulises y en Circe: «¡Eres sin duda el hijo de Anticlea, fecundo en ardides!», reconoció la diosa de las lindas trenzas. «Alienta en tu pecho un ánimo indomable». «Eso has de ponerlo tú —me dijo Eumates—. Saca de ti el coraje que nace del ansia de libertad, que los dioses te han dado. Entonces la moly será eficaz».

—Onésimo, muchacho —prosiguió Hemeticós— mañana tendrás lo que has venido a buscar. Aunque creo que no habrá bulbos suficientes para calmar tus ansias; veo que aspiras en verdad a la ambrosía, al alimento de los dioses, y eso no se paga ni con el valor de cien ovejas.

De la mano de Hermes

Onésimo estaba decidido a no prolongar un día más su estancia en Orcómenos, así que habló con Hemeticós para urgirle a que preparara el extracto de la hierba sagrada cuanto antes, aquella misma mañana.

—Ve a recoger la mula —dijo el alquimista—. Cuando estés de vuelta, tendré el bebedizo a punto. Después arreglamos las cuentas.

—Hemeticós, decídete. Atrévete conmigo y toma de la sagrada hierba…

—Yo no probaré ese engrudo —replicó Hemeticós—. Tendría que cambiar de costumbres como exigía Tiresias, y a estas alturas no sabría cómo hacerlo. A lo mejor algún día… Además, mañana nos visitan doncellas de Olimpia que vienen por vez primera a Orcómenos para ofrendar a Afrodita. No estoy preparado.

—Nunca estarás preparado…

Onésimo no le insistió. Salió de la casa con Pammé hacia el prado donde había quedado la mula para enfriarse de los ardores. Recorrió el trayecto algo agitado, pensando si la encontraría sana, si podría recuperarla. Al llegar, la vio tumbada sobre la hierba, amansada, agotada, dócil. Le colocó una brida, la levantó y la puso a caminar, tirando suavemente.

Durante el trayecto de vuelta, Onésimo habría querido disfrutar de la soledad y el silencio mientras intentaba prepararse para la libación del líquido sagrado. Pero sintió el vacío que no llena la contemplación de la naturaleza, cuando el paisaje y el entorno se hacen cómplices de la miseria de sus habitantes. Al pensar en las gentes de la Arcadia, crecidas junto a la moly, indiferentes o ignorantes de sus cualidades, se interrogó una vez más sobre el pueblo desconocido con el que, al decir de Eumates, un día tendría que compartir su libertad. Evidentemente aquél tampoco era ese pueblo. Los valles y las montañas de la Arcadia le produjeron desencanto y frustración. Sintió pena, pues cuantas ciudades había conocido le habían defraudado. Después intentó animarse pensando, esperanzado, en tantas otras que en la ruta del sol todavía le quedaban por recorrer y, sobre todo, en tantos amigos como había conocido entre la multitud de gente insignificante…

«Ni en Tiatira —¡vaya ciudad organizada!—, ni en Pérgamo, ni en Atenas, ¡aún menos en Corinto!, hay aire suficiente para vivir lo que aspiro a vivir…».

Había soñado con otra Arcadia. Ahora veía en aquellos valles primitivos, en aquellas cumbres nevadas de la cordillera del Menalo, que protege a Orcómenos de los vientos de poniente, un espíritu en descomposición envuelto en un sudario. ¡Los frondosos bosques del amor reducidos a un tirso!

«¿Dónde pasarás tus días, Onésimo? —se decía a sí mismo por el camino—. ¿Dónde escucharás cantar su estribillo a Deméter, dichosa a la vista de Perséfone, la que luce la hermosa diadema? ¿La observarás un año más indiferente? ¿La dejarás marchar de nuevo viendo cómo oculta su rostro brillante tras las cortinas de las hojas desprendidas, tras los cristales del frío hielo, y dar paso a las estaciones? ¿Dónde perderás, Onésimo, el pelo y te amarillearán los dientes hasta que ya no puedas con ese lobo del frío que te espera paciente? ¿Dónde te aguardará, mientras observa cómo se esfuma tu vigor? ¿Entre las retamas, en los altos riscos, para sorprenderte en un último asalto? Desde luego no será en la Arcadia, al menos en esta Arcadia de las ciudades sin niños…».

Llegaron a casa de Hemeticós, que esperaba, intranquilo, a la puerta.

—Está todo a punto, Onésimo. Cuando quieras puedes tomar el jugo del bulbo de la sagrada moly.

—Iremos al templo, junto a Hermes. Allí lo beberé. Después ofreceré un sacrificio. Si luego deseas que ofrezca otro a Afrodita Pandemos, incluso a Apolo, por ti lo haré.

Salieron hacia el templo. Onésimo llevaba el contenido de la destilación del bulbo en una redoma algo más grande que el esenciero de Eumates. El líquido era denso y de color blanco. De pie, en el pronaos, ante la desvaída estatua de Hermes recubierta de moho, sorbió de un trago aquel líquido lechoso. Pammé ladró. Onésimo se desvaneció. Pammé, perro custodio, se echó a su lado.

Onésimo durmió serenamente largo tiempo. Se despertó sintiéndose ligero, el entendimiento despejado y penetrante. Sin demora, se dirigió a casa de Hemeticós a hacer cuentas.

—Hemeticós, he soñado con Hermes. Vengo a pagarte. Antes necesito confirmar un extremo; acompáñame. Te daré el doble de lo acordado.

—¿Dónde vamos?

—Sígueme. Ahora lo verás.

Caminaron de prisa por Orcómenos sin hablar. Hemeticós apenas podía seguir a Onésimo, que arrastraba la mula de la rienda. En la plaza, bajo los pórticos, encontraron a Fanainós sentado en un banco, de brazos cruzados.

—¿Cuántas ovejas hay en los pastos, Fanainós? Mil, ¿verdad? Las que ayer me regalaste.

—Sí, mil, pero era un decir…

—Era un decir… Lo dijiste, ¿verdad, Hemeticós? Tú lo oíste bien…

—Sí, lo dijo —reconoció Hemeticós—. Es cierto, pero…

—Pues de mis ovejas escoge doscientas, Hemeticós. El doble de lo acordado. Y aquí tienes una moneda de oro por tu hospitalidad.

Onésimo dejó una moneda de oro sobre el banco.

—Fanainós, las ochocientas restantes te las regalo… ¡Vamos, Pammé!

Recogió el saco, subió en su mula, recrecido y firme, se asentó en la silla y se marchó despacio, dejando atrás a Hemeticós y Fanainós, atónitos y resignados bajo las columnas del pórtico.

—¡No es razonable esto que haces! —le chilló Hemeticós, que esperaba hasta cinco monedas, mientras Onésimo se alejaba.

—A veces es mejor quedarse en casa. Sobre todo si se tiene la lengua tan suelta, Fanainós —replicó Onésimo sin volverse.

Atravesó despacio la plaza, donde unos parroquianos trabajaban en los preparativos para las ceremonias de la tarde. Doncellas de Olimpia de refresco. Vio a algunos de los comensales de la noche anterior que le saludaban. Creyó recordar difusamente las caras de algunas mujeres. Al pasar la vista saludando, Onésimo tuvo una alucinación: «Todos tienen cara de conejo sonriente —se dijo—. Están como muertos».

Al cruzar ante el templo de Afrodita, a la que debía un novillo, se detuvo. Admiró a la diosa, la perfección de las formas, la ligereza de los miembros airosos, la levedad del vestido, la sonrisa fijada al mármol, los ojos ciegos, la rigidez verdadera… y el símbolo se vino abajo, la imagen perdió su alma. Quedó la belleza en la piedra, pero no la diosa que él, antaño, había venerado.

En seguida le vino a la cabeza la indicación que le habían dado en Atenas: «Si quieres saber más, ve a Mantinea y pregunta por la dama. Quizá aún viva…».

Dejó contento aquella ciudad a la que no deseaba volver y se encaminó a Mantinea. Contento, porque a pesar de la profunda tristeza que le había producido ver cómo trataban a Hermes y la hierba sagrada, cómo el pueblo se había entontecido, él había cumplido su promesa a Eumates. Sabía que la moly haría poco a poco su trabajo. Había notado sus primeros efectos cuando despertó del sueño: aquella especie de clarividencia; el tono de la voluntad; el ánimo resuelto, que le empujaba a comerse el mundo.

La dama de Mantinea

Mantinea está poblada por descendientes de familias originarias de muchas aldeas de la Arcadia y de la Argólida que en tiempos remotos de guerras e invasiones abandonaron sus casas, se reagruparon y construyeron una ciudad fortificada. Sus habitantes, aleccionados por las desdichas, crearon una sociedad próspera y feliz. Las huertas circundantes, bien cuidadas, muestran hoy al viajero la laboriosidad del pueblo. Suena sin descanso el engranaje del molino en el azud y el agua riega los campos con medida y a su tiempo. A los pies del monte Ménalo acaba el labrantío. El pino y el abeto ascienden por las laderas y forman un bosque apretado hasta las altas tierras de nieves. En los prados del Ménalo medio se apacientan rebaños de ovejas que en los meses de calor ascienden hasta los pastos de altura.

En Mantinea todo el mundo conocía a la mujer. Cuando Onésimo indagó y expresó su deseo de visitarla, los parroquianos hablaron de ella con reverencia: «Deatina, mujer hermosa, célibe, pretendida inútilmente por muchos vecinos. Deseada y respetada. Temida por algunos. Consagrada por un voto a una deidad sin nombre, disfruta con el trabajo en su casa y en la huerta. Posee unas cabras y un corral con gallinas que la proveen de leche fresca y huevos, que prepara sobre cenizas calientes. Con la llegada del buen tiempo la dama pasa muchas tardes en su galería de paredes blancas, tras el frondoso enramado de los jazmines que trepan por las columnas. Teje, cose, lee. Observa y habla a los caminantes que circulan por el “camino de las escaleras”, tallado sobre roca viva, que abre la ruta hacia Epidauro y hacia el istmo por levante. Examina las señales y los indicios sobre los días que están por llegar y que los viajeros arrastran consigo en el gesto, el atuendo y la palabra. Y siempre dispone de tiempo para nosotros, los habitantes de la ciudad».

Onésimo, a hora bien temprana, se preparó para dar con Deatina. Andaba por el corral de arreglos con su caballería cuando Pammé ladró a dos desconocidos que salían sigilosamente de la posada. Ellos, sin inmutarse, saltaron sobre sus caballos y se arrancaron al trote.

Onésimo cabalgó hacia la casa de la dama, sin mayor preocupación. Al sobrepasar la loma distinguió una figura femenina que se movía por el porche. Cuando la mujer se percató de la proximidad del viajero, dejó sus menesteres, se cubrió la cabeza por detrás con un pliegue de la túnica y, de pie, esperó a que llegara. La dama había estado trabajando ante un bastidor grande que sujetaba un bordado sin terminar. A su lado había varias madejas de hilos de colores. La criada, a una señal, retiró los utensilios de trabajo y entró en la casa.

—Señora, soy Onésimo de Colosas —se presentó antes de poner los pies en el pórtico—. No esperaba encontrarme frente a una mujer como vos… —balbució.

La mujer sonrió al ver el desconcierto del recién aparecido. Se adelantó unos pasos y con la palma de la mano abierta, le acompañó bajo el techado.

—¿Por qué, Onésimo?

—En Atenas me urgieron a que buscara a la dama en Mantinea para encontrar algunas respuestas: «Quizá aún viva allí aquella mujer; la que parió muchos hijos…». Esperaba hallar una dama entrada en años.

—Mi nombre es Deatina. Entra en casa.

La mujer hizo ademán de sentarse y solicitó a Onésimo que lo hiciera. La criada, atenta a su ama, dispuso en seguida una jarra de vino, agua caliente y una cesta de brevas. Ofreció higos al invitado y ella misma comenzó a pelar uno hasta dejar al descubierto la dulce carne roja. Dio la mitad a Onésimo y ella se quedó la otra. Comieron ambos.

—Échame vino y agua en el vaso, Onésimo —le pidió—, y cuéntame que te trae a Mantinea.

Onésimo, liberado de su timidez, se explicó.

—Desde mis años de adolescencia, excelsa Deatina, sentí el impulso irresistible de salir del valle de Lyco; Frigia se me quedó pequeña. ¡Ir más allá del mar, si no fuera por el pavor que me produce, fue siempre mi ambición! En cuanto Eumates, mi padre, murió, escapé de mis cadenas, buscando una libertad prometida y nunca otorgada. Un mandato suyo me trajo hasta aquí: «Encuentra la moly en el Cilene, la fuerza para perseverar en el camino, y sé libre», me dijo él. He recorrido un buen trecho y he aprendido que no es la libertad lo que en realidad anhela el espíritu del hombre, sino la inmortalidad. Los hombres rehúyen la libertad, pues eluden la responsabilidad como un pesado fardo. Quizá sea también pesada para mí, pero no estoy dispuesto a renunciar a ella mientras camino hacia la puerta del Hades.

Deatina seguía con atención a su invitado.

—Después, en Atenas, los sofistas y pedagogos consiguieron confundirme: libertad, inmortalidad, ambas cosas son quimeras, me explicaron, el amor y la vida feliz son el destino del hombre. Escuché, reflexioné y discutí hasta que se me agotó la bolsa. Insatisfecho, pregunté dónde encontrar otras respuestas. A punto de abandonar la ciudad, una mujer me dijo: «Si quieres saber más ve a Mantinea y busca a la mujer». Vos habitáis en la Arcadia, adonde me dirigía. Desde que mi padre, hombre prudente, me dijo que buscara la moly de la mano de Hermes, he sentido devoción por el dios consejero y el anhelo de llegar hasta la tierra de sus orígenes[46]. Pero Eumates también me dijo que no me fiara de los dioses. Durante mi viaje, señora, he visto luchar a los mortales como héroes, la indiferencia de los dioses, el abandono y desencanto del hombre. En todas partes. Y desde que ingerí el extracto de la hierba sagrada, mi percepción de estas realidades ha adquirido una mayor precisión.

La mujer no interrumpió a Onésimo.

—En fin, llegué a los valles del Cilene para comprobar cómo, a los pies de Apolo, el uso de la moly en manos de Hemeticós de Orcómenos se había prostituido: sus brebajes producen efectos afrodisíacos, letales para la voluntad, y entontecen con el ensueño de una vida dichosa. ¡El amor y la vida feliz! Remedos de la vida olímpica. Siento una gran frustración, sólo mitigada por la experiencia que viví al probar el extracto de la sagrada raíz de manos de Hermes.

—¿De qué te ha servido el bebedizo? Muestras un pesimismo y una indiferencia impropios de quien ha recibido una dádiva divina…

—Dejadme seguir, señora: al llegar y comprobar la excelencia de la vida en Mantinea, creí equivocadamente que vos suministrabais el extracto de la hierba sagrada a los habitantes de la ciudad para estimular su inteligencia, mantenerse irreprensibles y despiertos ante la amenaza de las ciudades vecinas, que envidian esta paz y libertad. Ahora yo, fatigado, me pregunto qué necesitad tenía de todo este viaje, qué me quiso decir en realidad mi padre cuando me empujó a venir en busca de la moly

Pammé se había levantado. Inmóvil, contemplaba la colina. Al advertirlo, Onésimo volvió la cabeza y forzó la vista hasta definir los perfiles de dos jinetes que se recortaban contra el cielo.

—¿Quiénes son aquellos que nos observan desde el altozano, Deatina? ¿Son de la ciudad? ¿Los conoces? —preguntó volviéndose de nuevo hacia la dama—. Salieron de la posada al galope antes de que pudiera reconocerles.

—¿Dónde dices, Onésimo?

—Allí arriba, sobre la colina.

—No les veo.

Volvió de nuevo el rostro y no vio a nadie. Pammé permanecía con la vista perdida en el horizonte.

—Han desaparecido. Quizá buscan mi bolsa… Recogí dinero en Corinto y ellos lo saben.

—No te sorprenderán mientras vayas con el perro; no obstante, ten cuidado —dijo la mujer acariciando el lomo de Pammé.

—Estoy preparado. No les temo. Ahora percibo en mí una energía desconocida.

—Pues volvamos a tu desencanto. Seguramente tu padre quiso empujarte a una prueba de voluntad y a que reflexionaras: ¿Qué hay más allá de la voluntad que ayuda al hombre a realizar aquello que le supera? ¿Qué da aliento y brío a la voluntad para actuar, aunque sea a regañadientes, a desgana, a pesar de los pesares? La hierba moly exige forzar la voluntad… Para ser eficaz requiere de un ánimo indomable —explicó la dama.

—Eso es: un ánimo indomable. Él lo dijo, mi padre —reconoció Onésimo—. Es verdad, señora. Eso debe ser. Yo creía que la moly era necesaria porque los hombres están tan alicaídos que necesitan un estímulo para activar su voluntad. Eumates me habló de un tiempo pasado en el que la naturaleza y la inteligencia se mostraban despiertas. Las obras de aquellos hombres muestran su antiguo vigor.

—Volverán aquellos días, Onésimo. Pero… ¿qué nos empuja a actuar, decididos y sin titubeos? —siguió la mujer—. Es la pregunta para el tiempo presente. No se puede hacer nada sin la determinación de seguir adelante. Luego, a medida que la tarea avanza, el amor arranca de nosotros el compromiso de no desfallecer.

—Señora, Tiresias exigía un cambio a los habitantes de los valles antes de probar el extracto de la planta sagrada: sustituir el amor y la vida feliz por una nueva actitud, una ascética rigurosa, una pureza en las costumbres, una vida intachable… ¿Es esto lo que ocurrió en Mantinea?

—Tiresias es un viejo terco. Lo que en él empezó siendo un movimiento de piedad se transformó en crueldad, cuando mostró una postura inflexible. Se miraba a sí mismo para juzgar a los demás. Poco a poco empezó a despreciar a los ciudadanos, y en su ofuscación se forjaba juicios inicuos sobre ellos. La moly no es para los puros sino para ayudar a la inteligencia en el esfuerzo. Él se negó a verlo.

—Pero, en esta ciudad, los hombres…

—Mantinea se hizo con la experiencia del sufrimiento, del trabajo, y con la piedad.

—¿La piedad?

—Me decías que fue tu padre quien te habló de la hierba sagrada y te aseguró que en ella encontrarías la fuerza para perseverar en el camino. Algo más te diría, pues hay mucho más…

—Me habló de Circe y de Ulises. De Hermes. Me habló de que la moly me protegería del veneno de embaucadores y me daría la prudencia necesaria para discernir lo verdadero de lo falso.

—Eso es, Onésimo. El culto a la verdad. Eso es la piedad. Y, en eso, ¿te ha sido útil?

—Sí, pero eso mismo dicen todas las tablas y los monumentos erigidos a mayor honra de las ciudades…

—Ahora te sientes humillado porque precisas de una ayuda extraordinaria para comportarte como ves comportarse a las mujeres de Mantinea y a sus hombres, que extraen de sí mismos claridad de mente y coraje para sus trabajos y no han necesitado nunca de la moly.

—Entonces ¿por qué ellos no y yo sí?

—Pero ¿qué aprendiste de los Erga[47]? Tú pareces ilustrado… «Vuestra virtud está en vuestro trabajo»; es lo que dice el poeta. La gente sencilla no necesita de los bebedizos.

—¿Tampoco cuando flaquean?

—El jarabe de la raíz es útil a personas como Ulises, como tú y los pagados de sí mismos. Cuando la inteligencia se ha llenado de palabras inútiles sobre el origen y el devenir del hombre, de oráculos inservibles y profecías de sibilas y de soñadores, de falsos enigmas y números combinados sin sentido, el estado de ánimo y la decepción paralizan la vida. Entonces, la moly ayuda a comprender. Hermes, de quien tu padre Eumates te habló, es quien devuelve el sentido primero a la palabra.

—¿Es acaso inútil la palabra de los dioses, la voz que habla para nosotros a través de los oráculos y los signos que los sacerdotes y la inteligencia de los sabios nos interpretan? ¿Hermes no es un mensajero veraz?

—Hermes, mensajero, transmite las contradicciones del Olimpo. He ahí los dioses hacia los que Eumates mostraba su desconfianza: las esfinges imposibles que proceden de la inteligencia de los sabios; las imágenes pétreas de aquellos que escudriñan la naturaleza e ignoran al creador. Sin embargo, las gentes humildes han conservado el rescoldo de la verdad incontaminada. Ellos no necesitan que se les proporcione un refuerzo para afinar su mirada sobre el alma de las cosas.

—Deatina, yo soy un esclavo fugado. ¿Me estás acusando de orgulloso? Me parece un epíteto inapropiado para alguien de mi condición. ¿Insinúas que ya estaba bien como esclavo, que es pretenciosa y vana mi lucha por la libertad y la inmortalidad?

—Emprender la búsqueda hacia la libertad es una prueba de la calidad de tu amor por ella. Pero todavía te queda mucho camino por recorrer para ser un hombre sin recovecos ni zonas oscuras.

—¡Amor! ¡Fue rabia más que amor! Yo no entiendo el amor, señora…

—¿No has amado a tu padre, Eumates, de quién me has hablado con tanta nostalgia? ¿No estás enamorado?

—Eumates… ¿He de reconocer en él el amor? Creo que solamente soy capaz de apreciar el afecto que él me profesaba. Pero no de amarle como él hizo conmigo. Ahora, descolorida la enjundia de los recuerdos, me pregunto si su presencia imborrable y constante en mí es sólo fruto del respeto y la admiración…

Onésimo, con la mente puesta en Eumates, perdió por un momento el hilo de su discurso. Luego siguió:

—Yo estaba dispuesto y preparado para el amor. Amaba a Tiria, una hermosa esclava, pero él me dijo que el amor del esclavo esclavizaba, y me fui de Colosas. En un par de días conseguí desembarazarme de la nostalgia por todo aquello, incluida Tiria. Luego, lo que vi en Orcómenos me confirmó que si sólo rindes culto a Apolo y Afrodita nunca habrá suficiente carne a tu alrededor para saciarte…

—Eso que dices es fruto de la moly, Onésimo. Haces bien. Rehúye el amor clandestino y confuso, el amor posesivo y pegajoso. Encuentra la libertad y después, si quieres, vuelve a Tiria y busca en ella el amor esforzado y trasparente. Ése era el mensaje de Eumates. Para él te queda el amor perdurable, desnudo y sólido, sin sensiblerías, que engrandecerá tu corazón. Con un amor así, permanente, como el que profesas a tu padre, alcanzarás una victoria sobre el tiempo inexorable.

—No lo entiendo, señora. ¿Cuándo el amor permanente es una victoria?

—Cuando el amante llega incólume al fin.

—Y entonces, cuando se llega al final, ¿para qué le sirve al hombre la corona de esposo fiel?

—En realidad, Onésimo esa corona se obtiene al principio. La carrera se inicia cada mañana, cada hora. El corredor luce la corona de la victoria desde el inicio, sabiendo que la lleva. Cada día sale al camino con la victoria puesta… y ostentando la corona de ayer, la misma que demostró su eficacia, la corona del principio.

—Pero la vida es larga y la mujer se marchita. El hombre va perdiendo su vigor, se hace preguntas y busca repuestas que le satisfagan… Llega un momento en que la pasión se esfuma y antes de agostarse… Todo esto se ve cada día.

—No debes pensar más que en la jornada. ¿Qué pensaba Filípides[48] durante la carrera? Nada trascendente. No podía entretenerse a reflexionar. Sólo corría, corría sin parar. Sorteaba los guijarros y las zarzas del camino y seguía. Todas las razones ya las había pensado. Todos los impedimentos ya los había calibrado. Al iniciar la carrera, ya tenía decidido llegar a Atenas. Para el corredor, un fracaso era impensable.

Onésimo descifraba con entusiasmo la analogía.

—Has decidido que eres el ganador —siguió Deatina—. Pero si después de los primeros sinsabores, la maleza y los arañazos, te paras a revisar el camino recorrido y el trecho que falta, te encontrarás de pronto como Ulises, desconcertado cuando se despertó en Ítaca y exclamó: «¡Ojalá me hubiera quedado junto a los facios!», hasta que Atenea, la diosa de ojos brillantes, le reanimó. Empezarás a pensar si vale la pena el esfuerzo. Te asaltarán las dudas. Circe te envolverá, te enredará con los cabellos de la juventud perdida, con el señuelo de la juventud recuperable junto a ella, y luego te abrirá la puerta de la pocilga para que la compartas con tus compañeros.

—Pero el corredor murió…

—Sí, Filípides, al llegar, cayó muerto. Era el final.

—¿Y Tiria?

—Ella corre junto a ti. Y, como Filípides, al llegar, diréis a vuestros hijos: «», ¡hemos vencido!

—Gayo me decía que, en realidad, no hay final: hay un día más después de la muerte.

—Es posible. Pero hay cierta incongruencia en un corazón mortal que aspira a un amor imperecedero. Yo no lo sé. Todo esto tiene sentido si esperas algo más que ese destello de éxtasis, buscado con persistencia… Quizá tu amigo Gayo tiene razón.

—Yo quise empezar esta carrera, pero Eumates…

—Por lo visto ésa no era la carrera… Escogiste la libertad porque intuías que si no la alcanzas, cualquier amor siempre será poco. Es preciso todo: el amor soberano y libre. Tú sabes que el amor libre libera; y así, cuanto más amor más libertad.

—Repites las palabras de mi padre Eumates. Quizá Hermes os las ha inspirado igualmente a ambos.

—Sin duda. Tu libertad es un fundamento sólido para el amor por Tiria o por quien un día te incite a la carrera. No sé cómo, pero ese amor te abrirá la puerta hacia la inmortalidad. Vuelve al Cilene. —Deatina, se levantó, le besó en la frente y se despidió—: Ve en paz.

Después entró en casa. Onésimo se puso en camino.

Hermes, hijo de Maya, estrella de verano, abandonó para siempre el Cilene, se fue de la Arcadia para dejar expedita la presencia de Deatina, la dama de Mantinea, «la maestra que se entregó sin reservas, con denuedo, a la belleza increada».

Desandando el camino

Onésimo tenía que recoger las monedas que había dejado escondidas en la grieta, así que decidió desandar el camino por el Cilene hasta Corinto. Habría preferido tomar el «camino de las escaleras» atravesar la Argólida, acercarse al santuario de Asklepios en Epidauro y asistir a alguna de las representaciones teatrales. Esta temporada representaban a Eurípides; y para los más festivos, había obras de Aristófanes y Plauto. Cuando el clima se endulza y la luz de la tarde se estira hasta entrar en los dominios de las noches de invierno, Epidauro bulle. La propia Deatina le había comentado que, en aquellas fechas, la mayoría de los que tomaban el camino tallado en la piedra frente a su casa tenían como destino no tanto la búsqueda de un físico como de una máscara en la escena.

Las eventuales conversaciones con la dama habían removido en Onésimo algunos recuerdos: Paneguiristés, la piedrecita blanca que apretaba en su mano durante el sueño, el Asklepión de Peregamo, al decir de éste; y la presencia del valiente Héctor, el viejo dolorido, que frente a las Cabañas del Tránsito Glorioso alentaba la vida. Pero la curiosidad por la suerte de Hemeticós —«¡menudo falomalaké!», pensó en cuanto le vino a la memoria—, el rostro de los parroquianos de Orcómenos, el templo de Hermes y lo que hubiera sido de la ciudad, si bien no le compensaba la renuncia a las representaciones, algo le consolaba.

Onésimo avanzó un buen trecho hacia el norte sin la compañía de Pammé. Al rato, el perro apareció con un conejo en la boca. Onésimo, que desde la mañana estaba a higos y vino con agua, se dispuso a darse un festín. Descabalgó en un claro, degolló al conejo, encendió fuego y, tras despellejarlo, empaló la caza sobre las brasas. Puso la piel a secar y esperó a que la carne se dorara. El sol tibio y deslucido obligó a Onésimo a abrigarse. Ante él se elevaba una tenue columna de humo que expandía aromas de viandas regias. Se le hizo la boca agua, mientras Pammé levantaba el hocico esperando su ración. Abrió su zurrón y sacó el pan y el vino de los pellejos de Deatina. En cuanto comió, satisfecho y abrigado, sintió el sopor de las digestiones.

De pronto, un par de grandes rapaces aterrizaron en el fondo del valle. Aguzó la vista y observó cómo una docena de buitres andaban sobre el prado. Unos iban indecisos de un lado a otro; otros, evolucionaban sobre cadáveres de ovejas y restos diseminados de animales. Revolvían, hurgaban, desgarraban y comían, mientras algunos cuervos, nerviosos, al descuido de los buitres, intentaban una y otra vez aproximarse al banquete. La presencia de Pammé no alteró la actividad de las aves. A sus ladridos y amenazas reaccionaron con un respingo, y prosiguieron encarnizados con su pitanza. Onésimo observaba las evoluciones de las aves cuando vio aproximarse a dos jinetes que se detuvieron a un tiro de piedra. Ambos descabalgaron y se aproximaron, tirando de sus caballerías.

—¡Salud, viajeros! —dijo Onésimo—. ¡Salud y paz! —reiteró elevando un poco más la voz, al ver que no contestaban—. Poco queda del conejo, pero no esperaba visita… Rebañad lo que quede: tengo pan; y vino en ese pellejo.

En cuanto los vio aproximarse a su amo, Pammé abandonó los buitres y corrió hacia él. Onésimo se levantó para sujetar al animal.

—¡Salud! —dijeron ellos, al alcanzar la hoguera—. Un poco de pan y vino nos vendrá bien. Será suficiente.

Acercaron un par de piedras grandes al fuego y se sentaron. Partieron unos trozos de pan y bebieron de la bota.

—Amigos, me llamo Onésimo. Él es Pammé. No os hará nada —se presentó mientras el perro gruñía y se mostraba renuente a echarse junto a aquéllos.

En cuanto se fijó en los atuendos y el ademán de los viajeros, Onésimo aumentó su recelo. Se acercó la vara con el poco conejo que quedaba, y antes de morder, dijo:

—¿Qué os trae por aquí? ¿Vais o volvéis de un largo viaje? ¿Queda lejos vuestro destino?

Los viajeros se miraron. No exponían abiertamente el rostro. Onésimo insistió:

—No sois muy locuaces…

—Sabemos quién eres —dijo uno secamente. Y mostró un rostro indefinido, marchito y seco como una careta.

Onésimo sintió una sacudida violenta. Pammé, sujeto por el collar, se levantó de un salto mostrando su desagrado. Conocía a su perro y sabía que con su actitud le advertía de algún peligro. Pero él estaba preparado: llevaba en la sangre el néctar de Hermes y se sentía capaz de todo. Endureció su expresión y dijo:

—¿Erais vosotros quienes me observabais desde la loma mientras hablaba con la mujer? ¿Qué pretendéis?

—Nosotros peregrinamos por los caminos llevando mensajes… Estimulando, sugiriendo, procurando que nadie olvide… No ha sido difícil dar contigo, Onésimo. No temas; tenemos prohibido tocarte. Pero ¿no te has preguntado cómo las patrullas no te han atrapado aún? No vamos a entregarte porque tienes algo preciso que hacer. Servimos a Anestión de Sardes. ¿Lo recuerdas, verdad? Éste es el recado que tenemos para ti: te espera con impaciencia. Le hiciste un juramento.

—Él sabe que tenía que venir a la Arcadia. He concluido un trabajo y me dispongo a cumplir mi compromiso. Ahora, con la ayuda de Hermes, lo conseguiré. Entonces volveré a Sardes y le impondré las manos.

—Ni Hermes ni Apolo. No hay dios en el Olimpo que pueda ayudarte en tu misión. La fuente de gracia de los dioses hace tiempo que se secó. No queda más que el destino (para ti, un juramento esculpido) y Anestión. No hay marcha atrás, Onésimo. No te entretengas. Que no tenga que ser él mismo quien te lo recuerde… Desde ahora sentirás a menudo su presencia, cómo su sombra se alarga sobre ti sin que puedas evitarla.

Sin mediar más palabra, montaron sus caballerías y desaparecieron por el camino.

El relente de la madrugada despertó a Onésimo. Aterrorizado por el sueño que acababa de tener, metió su mano en la bolsa y tocó la piedra blanca de Pérgamo. Sin acabar de incorporarse, envuelto en su abrigo, alargó el brazo y comprobó que junto a él estaba, echado y tranquilo, su perro. Miró los rescoldos apagados, la percha sobre la que se exponían los restos del conejo. La bota de vino. Y también, dos inesperadas y grandes piedras junto a las cenizas.

Sobrecogido por la pesadilla o lo que fuera que hubiera ocurrido, lamentó no haber hablado con franqueza con la señora cuando las siluetas de los jinetes aparecieron en la loma. «Ella intuyó mis temores profundos, mis secretos, la presencia de Anestión. Por eso me advirtió sobre mis silencios y los complejos. “Te queda mucho camino para ser un hombre sin recovecos ni zonas oscuras”, me dijo Deatina. ¿Podré librarme de esto? Reconozco, Pammé, que me he asustado…».

Onésimo siguió su camino. Al llegar a Orcómenos, comprobó que el aspecto de la ciudad no había cambiado. La plaza, los templos de Apolo y Afrodita. La sala de banquetes. Dirigió la mula hacia las afueras, a casa de Hemeticós, descabalgó y paseó por la zona. No vio cerdos ni gallinas; la casa del hijo de Tiresias, sin puertas, tenía las ventanas arrancadas y estaba saqueada. En el interior se amontonaban restos de cráteras, ánforas, jarras, tinajas: todo destruido. Los suelos estaban levantados y las ortigas y las zarzas brotaban junto a los muros. Más allá, en su templo, Hermes seguía abandonado.

Volvió al ágora para preguntar por Hemeticós y los sucesos de aquellos días. Tal vez encontrara a Fanainós, el de los ojos llorosos. Pero los vecinos se encogían de hombros ante sus preguntas, respondían con evasivas o le rehuían.

Nada tenía que hacer allí aparte de pasar la noche. Buscó cobijo en el pronaos del templo de Hermes, donde días atrás había sorbido el denso y blanquecino extracto del bulbo de la sagrada hierba, y se echó a dormir bajo la estatua recubierta de moho del dios mensajero. Allí soñó que había conocido a Deatina; y en sus sueños se preguntaba, sin poder responderse, si aquella dama estaba por encima de los dioses… Hasta que amaneció un nuevo día.

Se despidió para siempre de Orcómenos, ciudad derrotada, bajó hacia Feneos y al llegar volvió a admirarse de la belleza del valle. Penetró por la ladera del Aroania. Escarmentado por la inclinación de la mula hacia la hoja, la ató junto a un álamo y se adentró con Pammé en el armonioso paisaje de delicados perfiles y colores intensos. Un barro negro cubría ahora el espacio donde antes, como lanzas aqueas, brillaban las blancas flores de la moly, puntas de plata sobre astas talladas de tejos del monte Pelión. Habían desaparecido los macizos. Las plantas habían sido arrancadas. La tierra, removida. Como si los jabalíes hubieran hocicado el campo con saña durante tardes y noches enteras hasta extraer las raíces más profundas de la sagrada medicina, útil para engreídos y fatuos. Onésimo, atónito, volvió donde su mula montó y la hizo trotar hasta el resoplido ronco del animal exhausto. Había tomado el camino de Estínfalo para pasar la noche en la posada donde una vez, a salvo de los rebaños y las aguas, se dispuso a penetrar en la Arcadia lleno de esperanza. Pero hoy volvía defraudado.

No se liberó con facilidad del malhumor que le produjo el estrago sobre la naturaleza sagrada. El vino y un jergón mullido le aliviaron. Al día siguiente, el posadero le explicó las muchas cosas que habían ocurrido desde su partida:

—Hemeticós quiso abandonar la ciudad para negociar con sus brebajes en Corinto y Atenas. El pueblo de Orcómenos, al enterarse, intentó impedirlo, pues temía perder el suministro del jarabe de la hoja afrodisíaca. También bajaron de las majadas a la ciudad algunos pastores, ávidos del caldo de la moly, para subir el incitante jarabe a los campamentos. Los principales convocaron a los ciudadanos y fueron hasta la casa de Hemeticós para retenerlo. La vivienda fue literalmente tomada por los vecinos. El alquimista quedó recluido y bajo custodia. Cuando llegaron los pastores se organizó una discusión, pues querían llevárselo con ellos. El tono subió, hubo un forcejeo y al final se llegó a los golpes. El arconte principal, furioso, rompió en la reyerta el bastón de cornejo, atributo de potestad, que Tiresias había entregado a su discípulo. Hemeticós, al ver la enseña de su maestro destrozada, se escabulló espantado como un gato salvaje entre la confusión y desapareció en el monte.

—¿Cómo? —se sorprendió Onésimo—. ¿No pudieron prenderle? Pero si era poca cosa…

—Pues parece ser que no hubo manera. Luego, entre el bosque y las peñas, es imposible encontrar a quien sabe esconderse en las gargantas del monte Erimanto. Cuando ciudadanos y pastores se percataron de que lo habían perdido, angustiados ante el panorama de verse sin el jarabe, buscaron inútilmente la fórmula magistral por la casa. La levantaron entera. Al no encontrar nada, fueron a Feneos y arrancaron las plantas hasta la raíz para experimentar por su cuenta. Pero todos sus intentos han resultado fallidos.

—¿Y se sabe algo de Hemeticós?

—Nada. Unos dicen que murió al despeñarse, perseguido por un jabalí furioso. Otros, que él mismo se quitó la vida, pues creía que no sería capaz de soportar la mirada de Tiresias cuando le reclamara el bastón y le pidiera cuentas sobre su misión.

—Lo entiendo. Él solo destruyó la ciudad a base de consentir el abandono y fomentar la molicie. Era vomitivo.

—Eso es, vomitivo —ratificó el posadero.

—¡Qué lástima! —siguió Onésimo—. Vi su casa en ruinas al pasar por Orcómenos. Los vecinos ahora parecen ausentes… ¡Qué desastre! —se lamentó.

—Se ignoran, no se soportan. Adolecen de inapetencia por todo. No hay niños. La ciudad se despuebla, los vemos pasar por aquí. Nunca van en familias o en grupo: van solos.

Onésimo, después de comer y aprovisionarse para el resto del viaje, montó en su mula blanca y partió hacia el paraje donde recogería el dinero escondido. Había trascurrido más de un mes desde que dejó el istmo.

«La Arcadia, amorosa y dulce, es en realidad una tierra agreste y violenta: “raza vil, no sois más que vientres…” —recordó el saludo de las musas del Helicón[49] al poeta—. Y entre tanta miseria, Deatina, como un lirio, signo, presagio de inmortalidad. La moly alienta y sustenta el espíritu. He probado el néctar de Ulises, el don de Hermes. Aunque esté pagado de mí mismo, como me dijo la venerable dama, sé que me hallo cerca de la libertad y de la inmortalidad aunque no sepa nada de ese amor que las sustenta. ¿Qué amor?…».

Ahora volvía a Corinto para encararse de nuevo con el sol poniente. «Debo mirar siempre al ocaso, estar vigilante a la caída del sol… No puedo perder de vista la meta…», se dijo, incitado por el recuerdo de los mensajeros de Anestión.

Onésimo recuperó sus monedas y con Pammé y la mula se puso de nuevo en camino hacia la ciudad entre dos mares. Al dejar Belinia, extendió su vista sobre el horizonte. «Puerto de Lequeo, el que mira a poniente. Buscaré un pasaje en una nave de Tarsis». Notó el vacío del vértigo y se le removieron las tripas, pues aunque desde aquella altura el mar parecía quieto, él sentía que se movía. El agua era el espejo de la perfidia. No se quitaba esa idea de la cabeza. Estaba poblada de criaturas misteriosas dispuestas a sorprender a quienes navegaban confiadamente por la superficie para arrastrarlos hacia el fondo, hacerles morir de pavor mostrándoles el espanto del abismo antes de empujarlos a él. «Cómo puede ser un lugar tan engañoso —solía preguntarse—, si al acercarte a la orilla las aguas son tan claras…».

Había llegado a Brisé. Apestaba a letrinas. «Este caño de aguas contaminadas parece recoger la corrupción de Corinto».

La piedra que advertía sobre la calidad de las aguas no estaba a la vista. Unos estadios más abajo apareció de nuevo Pammé que, precavido, había dado un rodeo.

Por el camino, Onésimo se cruzó con algunos rostros de Orcómenos, que se dirigían, apresurados y solos, hacia el istmo.