DE MACEDONIA A CORINTO
La sibila
Tras las islas de Imbros y Samotracia, la de Thassos es la última tierra antes de alcanzar la costa de Macedonia y Tracia. Tres piedras para cruzar el Egeo —pie a salvo de las profundidades— que Urano puso para Gea, su esposa, aun cuando ésta ya maquinaba enturbiar la inteligencia de su hijo Cronos contra su padre[34].
Desde el puerto de Neápolis, a los pies del monte Pangeos, se distribuye la pesca diaria: pescado fresco para el mercado y para Filipos, también para salazón. Carretas con las conservas para la venta ambulante y los tenderetes. Suministros del mar para Macedonia y Tracia. Aparejos, cabos, redes, salabres. Carros con sal hacia la factoría. Por la colina que guarda la dársena, se encaraman las casas de los pescadores.
Antes de que se iniciara la estiba, Onésimo recogió su equipaje, desembarcó tan de prisa como pudo y se alejó de la orilla del mar sin entretenerse. La travesía, expuesto a los fríos aires y al balanceo de las olas, le había dejado los huesos blandos, los músculos acuosos, las ideas oscilantes. Sabía que al tocar la tierra firme recuperaría su consistencia. Pammé también se alegraba de sentir que el suelo no se movía.
—No tendrás que entrar en Atenas, si no quieres. Has de llegar hasta Corinto, la ciudad entre dos mares. Allí está la Arcadia. La nave vuelve a zarpar dentro de tres días; bordearemos la costa. Hay sitio a bordo… —levantó la voz el contramaestre desde la amura, intentando retenerle, mientras Onésimo se alejaba.
—Deja, deja… Caminaré durante una temporada. ¡Salud!
La vía que llevaba del mar hasta Filipos era un camino recto, bordeado de cipreses. La ciudad, reducto privilegiado para sus habitantes, estaba protegida con celo y rigor por su estatuto de colonia. Los dos pretores, escogidos por Roma, aseguraban que Filipos era una isla de suelo itálico en Macedonia. Se vestía el atuendo de la Urbe, se hablaba latín y se vivía según las costumbres romanas. La imagen de Claudio César protegía una moneda fuerte, de garantía, que acuñaba su propia ceca. Ni siquiera el gobernador de la provincia tenía jurisdicción sobre la ciudad. Filipos era la ciudad de Augusto; nadie perturbaría la paz de los filipenses, descendientes de legionarios victoriosos. Ni siquiera se toleraraba a forasteros y predicadores proponer costumbres equívocas para un romano cabal. La guardia, atenta a cualquier amago de alboroto, velaba porque los infractores recibieran su castigo.
Allí mismo, en el puerto, Onésimo preguntó dónde podía hacerse con una mula.
—En la salida hacia Filipos encontrarás caballerías. Hay una posada; el dueño se llama Aulo Nola y tiene de todo: taller, cuadra, comida, camas, mujeres y, además, vende mulas.
—¿Hay algún otro sitio?
—En Filipos hay un tal Rufo Amela que también tiene caballerías…
Onésimo dejó al perro atado y entró en el mesón, donde pidió comida y vino. Se dio un banquete y le regaló a Pammé una buena ración de restos de carne que seleccionó de la cocina. A la vista de las monedas que mostraba, nadie osó objetar.
Cuando reclamó la presencia de Nola para negociar sobre la mula, el dispendio realizado avaló a Onésimo.
—Escoge la que te guste más de las que hay en la cuadra. Son buenas caballerías, jóvenes y fuertes. ¿Es tuyo ese perro negro?
—Sí, es mi perro. ¿Cuánto pides por la blanca?
—¡Ah, ya las has visto! A ver, por la blanca… tendrás que darme mil sestercios y me quedaré con tu perro.
—Si le digo al perro lo que me pides a cambio de la mula, nos destrozará a los dos por jugar con su vida. Así que mejor no metamos en esto al perro.
—Pues no hay mula.
—Pronto y mal acabas los negocios, Nola.
Sacó Onésimo una moneda de oro y la puso encima de la mesa. El otro la miró.
—¿Tienes muchas de ésas? —quiso saber—. ¿Juegas a los dados?
—Suficientes para que lleguemos a un acuerdo razonable sobre el precio. En Tróade vendí mi mula antes de embarcar. No soy jugador y no me gusta el juego. Hablemos en serio.
—Si te quedas en este mesón por una temporada —aquí tienes cama, mujeres, entretenimiento—, digamos… hasta la próxima luna llena, puedo dejarte el animal por quinientos sestercios.
—Aulo Nola, te daré ahora mismo doscientos. Si me quedo o me voy es cosa mía. ¿De acuerdo? Si no lo aceptas iré a buscar a Rufo Amela a Filipos.
No le hizo falta presionar más. Fueron al establo, señaló la mula, volvieron a la mesa y escribieron en griego y en latín un recibo que firmó Aulo Nola a cambio de las monedas.
—Aquí tienes: un as por el heno que consuma hasta que me la lleve —añadió Onésimo.
Aquella noche durmió en el mesón, y por la mañana bajó con la mula y Pammé al puerto, donde compró provisiones de pescado seco. Antes del mediodía se encaminó a Filipos.
—¡Paz y seguridad! —le saludó Nola cuando le vio pasar de nuevo camino de la ciudad—. Anda, Onésimo, come hoy conmigo. Tú y tu perro seréis mis invitados. Después sigue tu camino.
—Tu hospitalidad te honra. No despreciaremos tu benevolencia.
La comida consistía en carne bien condimentada, una jarra grande de vino negro y pan, acelgas y un puré de guisantes. Después pescado y más vino. La larga mesa se llenó con la compañía de Aulo y varios amigos. Comieron entre bromas como si de las fiestas Saturnales se tratara.
Era la hora sexta cuando Onésimo, embotado de vino y carne, buscó el camino hacia la puerta del sol. Se adentró en la vía Egnacia, que le llevaría al origen de todos los caminos.
Atravesó Filipos sin detenerse a lomos de la mula, cabeceando de sueño. Tras recorrer unos treinta estadios en dirección a Tesalónica, empezó a sentir angustia y descabalgó. Anduvo hacia un bosquecillo de pinos, ató la mula y envuelto en su cobertor se dispuso a dormir. Había perdido de vista a Pammé.
Al despertar, comprobó que le habían robado la bolsa con lo más querido: Selene-Alce-Eum, el esenciero, las monedas de oro y el pagaré de la sinagoga de Sardes, y el escrito de Anestión. Le habían dejado el fardo con los subligaria y la piedra blanca de Paneguiristés. En un instante volvía a ser un esclavo inútil —un ácreston— y vulnerable.
Descorazonado, mareado por el vino, llamó al perro, que en seguida apareció. Bajó el fardo de la mula para rebuscar mejor entre las ropas, mientras Pammé ladraba al fardo.
Decidido, regresó a Filipos en busca de ayuda. Cavilaba tortuosamente, atormentado por la impotencia. De vez en cuando, Pammé ladraba al aire.
Aún no se había puesto el sol cuando llegó al punto donde el río y el camino se encuentran a las afueras de la ciudad. A un lado, los árboles dan sombra a una pequeña pradera cercada por un muro; al otro, un olivo frondoso se alza sobre una leve colina. Abatido y triste, Onésimo decidió acampar allí hasta ver el nuevo día. Quizá tras pasar la noche y digerir el vino, la luz volviera a la inteligencia y el ánimo a la voluntad. Ató entre sí las patas delanteras de la mula y la dejó pastando a su aire. En ello estaba cuando llegó al río una mujer.
—Joven, ¿puedes ayudarme a cruzar el río? —le pidió—. Hoy viene un poco más crecido y las piedras se han movido…
—En seguida, señora. Colocaré bien las losas para que podáis pasar.
—Habéis sido un regalo. Vengo aquí cada tarde a sentarme junto a este lozano olivo, donde desde hace años observo el movimiento de las aves y escucho sus cantos y diálogos, ininteligibles para los hombres.
La mujer observó la mueca de malestar de Onésimo mientras recomponía el paso sobre el río. Al tomarla de la mano para ayudarla, la mujer le dijo:
—Tienes mala cara, joven. Si no tienes nada mejor que hacer, una vez te instales para pasar la noche ven bajo el olivo y hablemos. Te enseñaré algo sobre las aves. Te lo debo.
—No me debéis nada, señora. Estoy acostumbrado a servir, y no tengo ganas de hablar.
—Nadie, salvo tú, me llama señora. Yo también sirvo.
Onésimo no volvió al prado cercado. Siguió, mojado hasta la rodilla, a la mujer y se sentó frente a ella debajo del olivo. Pammé saltó a la otra orilla y se echó junto a su amo.
—¿Quién eres? —preguntó Onésimo.
Al apartar un poco el manto que cubría su cabeza, le impresionó su cara. Vio a una mujer castigada, un rostro curtido que irradiaba dulzura al mirar.
—¿Eres acaso una náyade? —le preguntó, desconcertado—. ¿Una sibila que profetiza junto a los árboles? ¿Das tus oráculos a través del vuelo de las aves?
—Soy una sierva de Lidia; mi nombre es Cibelina. Ahora todos me llaman Miria, porque hace años fui rescatada de un espíritu de adivinación. Por aquel entonces era esclava de dos amos: del mesonero de Neápolis, rico, jugador y mal perdedor, y de un tratante de ganado de aquí, de Filipos, que le ganó a aquél una mitad de mí a los dados. Durante mucho tiempo fui explotada y maltratada por ambos. Te cuento esto porque quizá haya algo en tu vida que pueda verse reflejado en la mía.
—Dices no ser una sibila, mas por lo que veo, aun desposeída del poder de vaticinar, ahora también adivinas. Me llamo Onésimo.
—No soy adivina. Poseo, eso sí, cierta clarividencia para el consejo. Especialmente para aquellos que con empeño andan tras una meta ardua, ambiciosa y digna.
—¡Qué sabrás de mí! Conozco al tabernero rico de Neápolis del que me hablas, Nola. Le compré mi acémila. Creo que el muy ladrón me robó el dinero pero, sobre todo, la seguridad para el camino. Me siento desnudo, a merced del destino. De ahí mi angustia, mi mala cara, como dices. Otra vez la opresión de la fatalidad, la burla de los dioses. Eumates me previno: «Ten siempre a punto un recambio para la cuerda del pozo, porque ellos intentarán romperla cuando estés sacando el agua». Y ahora apareces tú, como un augurio que parece mostrarme un velado atisbo de esperanza. Me aturden estas cosas. ¡Estoy harto!
—¿Quién es Eumates?
—Mi ayo, mi padre, mi maestro.
—¿Y no te dio ningún otro consejo, Onésimo?
—Que ignorara a los dioses cuando me sucedieran estas cosas, porque eso significaría que me han soltado de su mano.
—Ya. ¿Y qué más te dijo?
—Que buscara la hierba moly. Que desde donde él esté (Eumates murió) no parará de insistir a quienquiera que sea para que vele por mí.
Calló un momento; la mujer parecía esperar ansiosa que prosiguiera con su discurso.
—Son cosas que no acabo de entender —continuó Onésimo—. Los dioses olímpicos, el que ha llegado entre las brumas a la tierra de los galos, Yahvé de los judíos, el Cristo que colgaron, Isis, que llega más allá del Nilo, los dioses del Indo que huelen a especias, las sanguinarias deidades de las tríadas, todo este enjambre de dioses que se odian y nos odian… Siento de nuevo el terror ante lo inexorable. En tiempos remotos los dioses nos hablaban a través de las náyades o las sibilas. Luego llegaron los judíos y nos dijeron: «Nosotros somos el pueblo escogido de Yahvé; hemos recibido mensajes divinos a través de los profetas. Vosotros, aunque estáis excluidos del privilegio de formar parte de la raza escogida, podéis imitarnos; he aquí lo que debéis hacer». Entonces quisieron abrumarnos con cientos de normas y obligarnos a la circuncisión. ¡Bah! Luego llegó al valle del Lyco un tal Epafras, de parte de su maestro Saulo, y dijo: «Cristo, el Hijo de Dios, ha ganado con su muerte la libertad para vosotros. Ya no hay esclavo ni libre, ni judío ni gentil…». Pero allí donde hablaba, allí le corrían. Y cuando pedí mi manumisión, me fue denegada. Y ahora soy un fugitivo. ¡Estamos solos!
—Ten paciencia, Onésimo. Mira los estorninos: en sus evoluciones, no hay ninguno que tropiece. Es gracias a la misma mano providente que vela por ti y ante quien Eumates insiste sin descanso. A mí, una vez liberada, me bastó escuchar la naturaleza para entender y admirar, pues todo lo que ves, si te fijas, habla de Él a gritos.
Onésimo paseó la mirada a su alrededor: el olivo, la mula en el prado cercado, la vista de la ciudad, las montañas. Sus recuerdos. Fijó los ojos en la mujer —su mirada dulce y risueña— y creyó comprender lo que quería decirle. Pero no acababa de fiarse.
—¿Crees que debo buscar la purificación de Eleusis?
—Si sigues adelante, lo sabrás. En un punto del camino está aquello que buscas. Selene te acompañará y te amparará.
—¡Selene! Me han robado una estatuilla de ella —exclamó, sobresaltado—. Me la dio Eumates, antes de morir —añadió, escéptico.
—Ahí tienes tu presagio: ella recorrerá el camino contigo hasta el final.
—Ya he oído hablar de ese camino.
—Las naves de Tarsis traen noticias del mar desconocido. Dónde se encuentra la puerta del sueño de Helios, dónde se inicia el camino de retorno, por dónde penetra el sol en el Hades cada tarde para hacer su recorrido de vuelta, nadie lo sabe. Pero tú llegarás a ese punto y entonces, si quieres, podrás iniciar el regreso. Necesitarás ayuda y la obtendrás si la pides. Acuérdate: Selene.
—Lo que me dices es oscuro, Miria. ¿No podrías ser más precisa?
—Te revelas como un joven ambicioso. Hablas de la divinidad de manera desafiante. No te diré más. Tampoco te preguntaré más, pues sabes lo que quieres aunque todavía no sepas cómo lograrlo. Pero estás en el camino. Encuentra la moly, conserva la rectitud de intención y deshecha las tentaciones que te desvíen de tu ruta.
—Pero ahora no puedo dar un paso. El romano me ha desplumado y ¡soy un esclavo fugitivo!
—Se hace tarde, Onésimo. Mañana, a la salida del sol, volveré. Arreglaremos lo de tu bolsa. Creo que tu perro sabe mucho.
Al quedarse solo, envuelto por el calor que irradiaba la lumbre y el cuerpo de Pammé echado junto a él, se acurrucó bajo su cobertor de pelo de cabra. Intentó recordar las lecciones aprendidas sobre el itinerario hacia la puerta del Hades y el asalto al árbol de la vida que había aprendido con Anestión:
«Entrarás. Comerás de su fruto y serás libre e inmortal. Después, mediante la imposición de las manos, harás también de mí un ser libre e inmortal». «No sé —pensó—. Quizá haya otra manera…».
Mientras sus ideas se iban oscureciendo como la tarde, Onésimo se durmió. Pammé vigilaba.
Miria había llenado de paz el corazón de Onésimo, y el sueño le sacó los malos posos del vino de Nola. De madrugada, el agua fría del río devolvió el vigor a su naturaleza. La visión de un grupo de mujeres que se acercaban hacia el prado, entre las que pudo distinguir a su sibila, llenó de optimismo al esclavo.
—Ésta es Lidia, mi señora —dijo Miria.
—He oído hablar de ti —respondió Onésimo—. Pasé hace semanas por Tiatira, y allí me hablaron de Eufemio, de voz poderosa y veraz, de su animosa y valiente esposa, y de Meter Etbaleria. Padecí el acoso de los gremios.
Lidia irradiaba respeto y firmeza, y su presencia imponía. No ocultaba las canas bajo el velo, y su suavidad al pedir obligaba.
—Cuéntame qué pasó con tu bolsa, Onésimo —demandó.
Mientras describía la peripecia de su desembarco, el encuentro con Aulo Nola y la compra de la mula, Pammé empezó a olfatear el saco y ladrar. Pronto, Onésimo cayó en la cuenta de que el perro sería capaz de seguir el rastro. La paz, el sueño y el agua fría también habían hecho efecto sobre su perspicacia.
—Creo que mi perro puede seguir el rastro. Quien me robó no sabía que entre los enseres hay un esenciero que contiene un perfume, si así puede llamarse, que Pammé —acarició al animal— es capaz de oler ¡a mil millas!
Lidia subió a su carro acompañada de Miria y de dos criados, y Onésimo montó su mula blanca. Dejaron el trabajo al perro, que los llevó hasta Neápolis, a la vista de la posada de Nola. Era temprano.
—Señora Lidia —Onésimo, descabalgado, mantenía sujeto a Pammé—, no hay duda. Como mímimo, el esenciero está dentro, y seguro que lo demás también.
Lidia misma volvió hasta la ciudad para entrevistarse con Desmofilates, lictor y encargado de la seguridad de Filipos. Éste, que había empezado su carrera siendo carcelero, había vivido el último terremoto en la ciudad de Filipos, que afectó gravemente a su familia y a él mismo. De aquellos días conservaba una pequeña cicatriz en el vientre, terrores nocturnos que le despertaban algunas noches y una alegría de vivir poco frecuente entre aquellos toscos macedonios romanizados. Formaba parte de la pequeña Iglesia que se reunía en casa de Lidia.
Neápolis no pertenecía a la jurisdicción del pretor de Filipos, así que Desmofilates, para no incurrir en un conflicto por intromisión en la competencia ajena, pidió la firma del pretor Silvano Aumente para un escrito a Celio Burro, el gobernador de las provincias de Macedonia, con residencia en Tesalónica, que decía:
Silvano Aumente a Celio Burro
Salve,
Aulo Nola y Rufo Amela, ciudadanos romanos de Neápolis y Filipos, han sido sorprendidos en hurto y los bienes objeto de su delito recuperados en la misma casa de Aulo Nola, en Neápolis. He procedido a su detención e interrogatorio. Ambos han hecho mucho mal a los ciudadanos de estas dos ciudades. Te entrego a Aulo Nola, de tu jurisdicción, con los cargos imputados y la lista de los testigos que declararán cuando su causa sea vista por ti, estimado Celio Burro, a quien la divinidad, el césar y el Senado han señalado como juez por tus acreditadas virtudes.
Pido que tengas salud. Queda en paz.
El lictor Desmofilates se dirigió con un piquete a Neápolis, y entraron en la taberna con Onésimo y el perro. En una mesa, Nola y Amela bebían y jugaban a los dados con unas monedas, algunas de oro. Pammé salió corriendo y ladrando hacia la trastienda. Ladró. El juego, el vaso, las monedas, los soldados y los ladrones, todo quedó quieto por un instante.
—Aquí está todo —se oyó la voz de Onésimo—. Sólo falta algo de dinero; debe de ser el que hay encima de la mesa… —señaló mientras, acompañado de un legionario, recuperaba su bolsa del interior de un cántaro en la bodega.
—Roma os acusa. ¡Guardias, prendedlos!
Cuando Nola se levantó, pálido, arrastrado del brazo por uno de aquellos soldados, dejó un charco de orina sobre el banco. Nadie se lo esperaba. A la vista de todos les pusieron los grilletes, y la comitiva inició la vuelta hacia Filipos. El lictor caminaba junto a Nola, que, sollozando, le dijo:
—Te acusaré ante los pretores, Desmofilates. Siempre me has odiado, desde los sucesos que llevaron a aquel Pablo y al otro, Silas, a la cárcel. Pero fuiste tú quien los azotó y llenó de llagas, yo sólo reclamé mi derecho sobre la esclava que profetizaba, esa que ahora llamas Miria; que se me hiciera justicia. La dejaron muda y me robaron una muy buena fuente de ingresos. ¡No me iba a quedar callado…!
—Nola —le dijo Desmofilates—, de mis pecados y mi dolor ya me ocuparé yo. Tú, de momento, ve haciendo tus propias cuentas: si eres declarado culpable de hurto manifiesto perderás tu condición de ciudadano romano y pasarás como esclavo al servicio del joven Onésimo, a quien tendrás que recompensarle con cuatro veces el valor de lo robado. El pagaré sustraído te llevará a la ruina inmediata; tiene demasiado valor incluso para ti. No podrás pagar tu manumisión aunque vendas los derechos de la posada. De momento, prepara las nalgas para las varas. En esta vida los errores se pagan, y las ofensas a Dios se pagan en esta vida y en la otra.
Aulo Nola, encadenado, engrosó las brigadas de trabajo en la vía Egnacia. A Rufo Amela no se le pudo probar complicidad; no obstante, el pretor Aumente le impuso una fuerte multa por encubridor. Sabía que había sido socio de Nola en múltiples fechorías.
La casa de Lidia ganó prestigio entre el vecindario porque, gracias a estos acontecimientos, muchos se vieron libres de la extorsión y la usura que Nola y Amela habían venido practicando. Onésimo, deudor de tantas atenciones, agradecido y contento, pasó unos días plácidos en la casa.
—¿Es que no hay quien se alegre de lo que ha pasado, de ver a Nola con el cepo en el tobillo? —preguntó un día.
—Aquí nadie se alegra del mal ajeno. Tú has recuperado lo tuyo, la justicia se ha restaurado gracias a los testimonios sobre las extorsiones y el castigo de los abusadores. Ahora, nosotros a lo nuestro —fue la respuesta que recibió.
Como en la villa todos trabajaban, Onésimo se dedicó a lo que sabía hacer bien: aprovechó algunas pieles almacenadas para tratarlas y dejar a punto membranas de escritura. Todos admiraron la calidad de su labor. Oyó decir que la propia Lidia había guardado aquellas hojas preparadas por él para que Pablo escribiera en ellas las cartas que solía enviar a las demás comunidades. Orgulloso de su pericia, se dijo: «Que Pablo las use, será un privilegio, pero tal como se ha realizado este trabajo, no es para menos».
Pronto sintió que había llegado el momento de proseguir su camino. Buscó a Cibelina Miria, con quien no había vuelto a hablar a solas desde la tarde en el río, y la encontró atareada en la cocina. Mientras hervía un caldero, ella desplumaba un pollo.
—¿Dónde puedo buscar ayuda, Cibelina? —le preguntó—. ¿Cómo puedo saber qué es preciso para alcanzar la libertad que busco?
—Me dijiste que vas en busca de la hierba moly como tu padre te pidió, ¿no es así? Pues haz lo que te dijo. Obedece.
—¿Qué sabes tú de la moly, sibila? ¿Cómo es?
—La reconocerás porque sus flores son como nimbos engastados de brilllantes sobre un tallo alto y firme, sustentado por un abanico de verdes hojas que emergen a ras del suelo.
—¿Posee tanto poder como Eumates me dio a entender?
—Sí. La moly es el sentido común, Onésimo. —Cibelina le hablaba despacio, suavemente, para asegurarse de que cada afirmación penetraba en el lugar de la memoria que ordena y fija las ideas para siempre—. La moly es la razón de ser de las cosas, aquello sobre lo que se puede construir. La naturaleza madura que aspira a lo sobrenatural. La moly es la fuerza que sostiene todo cuanto llega a su tiempo, que ni se precipita ni se demora… ¡Anda! ¡Encuéntrala! Te ayudará.
Onésimo no acabó de comprender las cualidades de la planta sagrada que la mujer le explicaba, pero sus palabras sonaban como una confidencia de Eumates. Quizá, si hubiera estado hablando con él en lugar de hablar con una dama, le habría insistido sobre su significado, pero prefirió no pasar por ignorante. Se despidió agradecido y después fue a ver a la señora Lidia.
—Seguramente algún día nos volveremos a ver, joven Onésimo —le dijo la dama de Tiatira—; pareces ser de aquellos que no aflojan hasta dar con lo que buscan. Es posible que lo que persigues nos vuelva a reunir algún día…
—Me queda mucho camino por recorrer, señora Lidia, pero donde sea que os vuelva a ver, será un motivo de alegría.
Antígona, proscrita
Aquellas palabras le recordaron los días de Atalya, la despedida de los galos. Comprendió que tenía que irse de allí con celeridad. Se había vuelto a meter entre los seguidores del Crucificado y, aunque nada tenía que reprocharles, prefería dejarlos atrás y seguir su camino. Después de saludar a todos cuantos le habían acogido, tomó la vía Egnacia en dirección a Tesalónica. Atrás quedó el macizo del Ródope y los valles del Nesto y del Hebro, sobre cuyas aguas flota silente la lira de Orfeo. Avanzó a paso ligero por aquellos caminos bien enlosados con idea de salir cuanto antes del alcance de las patrullas de legionarios que vigilaban el comercio en torno al golfo Termaico. Al llegar a Berea observó el sol poniente, esperando un destello. Pero, como tantas veces, sólo pudo contemplar cómo el astro se ocultaba. Abandonó resignado la calzada principal y se encaminó al sur, hacia Corinto, a reclamar su pagaré. Y se le pusieron los pelos de punta al pensar en manos de quién había dejado su dinero.
A su paso bajo el monte Olimpo emprendió un trotecillo incómodo y apresurado, mientras miraba de reojo aquel sobrecogedor macizo nevado, cuyas cumbres, ocultas en las nubes, pertenecen más al cielo que a la tierra. Pocas distracciones podía permitirse junto a las moradas de aquellos que, al decir de Eumates, le romperían la cuerda del pozo en un descuido.
Llegó el momento de reponer víveres. Frente a él a lo lejos, una ciudad: Coronea. Fresca aún la reciente experiencia con Nola y Amela en Filipos, receló de entrar en la población. Echó mano al fardo para asegurarse de que llevaba la carta de Anestión. Le molestaba verse obligado a tantas cautelas. Siguió adelante, y la suavidad de las lomas sucesivas le fue devolviendo la calma.
Un poco más adelante, vio una casa junto al camino. Un banco, una parra, una higuera, una huerta, un corral. Un hombre de largo pelo cano permanecía sentado al sol, quieto, impasible. «Le preguntaré —se dijo al verlo—. Si llego a un acuerdo con él, evitaré la ciudad».
El hombre, que tenía a su lado un tambor lleno de papiros y membranas, se movió lo imprescindible para manifestar que había percibido la presencia del visitante.
—Salud, hombre, permitidme que os moleste ¿Podríais ayudarme? Busco víveres para el camino y un poco de descanso…
—Por la voz veo que eres joven. ¿Cómo podría un ciego ayudar a un joven? No estás lejos de la ciudad.
—Me queda mucho camino por recorrer. —El aspecto grave y sesudo del ciego le llevó a añadir—: Aunque lo que de verdad busco no se halla en esta ciudad, ni siquiera debe de estar por estas tierras…
—¿Y por qué crees que yo puedo hacer algo por ti?
—Aunque seáis ciego, como decís, quizá sepáis ver lo que yo no puedo: un camino que hayáis recorrido ya…
—Lo que un joven no sea capaz de encontrar si se lo propone, difícilmente podrá verlo un ciego por sabio que pueda parecer. —Al hombre le pareció considerada la actitud de su visitante—. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Onésimo.
—Un nombre inapropiado para quien no es capaz de valerse por sí mismo.
—No os burléis. Quizá vos no hayáis sido tan útil a los vuestros como puedo llegar a serlo yo con quien a mí confía sus trabajos.
—Ahora te muestras insolente, joven. Tienes la respuesta iracunda a flor de piel, saltas como una rana y tus modales son superficiales. En fin, no eres como parecías… En la plaza podrás comprar pescado seco, escanda y legumbres —replicó el ciego, malhumorado—. También venden carne de ave y de cerdo. Los miércoles por la mañana se sacrifican novillos. Anda, anda, sigue tu camino…
—No os ofendáis. He cabalgado sobre esta mula durante muchas horas y me encuentro fatigado… Soy Onésimo de Colosas, ciudad de Frigia.
—Bien. Estás alterado porque andas perdido, no por el cansancio, pero ya que estás aquí, haremos un trato: yo te suministraré lo que necesitas si tú me llevas a la representación y, hasta que sea la hora, lees para mí. Mi criado no ha venido. Tú sabes leer, ¿verdad? ¿Qué te parece?
—De acuerdo, os acompañaré y leeré para vos, señor.
—Mi nombre es Periceatos.
—¿De qué representación me habláis?
—Faltan dos días para que se inicien las festividades de la ciudad y, como todos los años, esta noche los jóvenes de Coronea y algunas otras ciudades pequeñas nos reunimos clandestinamente para representar una obra prohibida, y yo debo estar con ellos. Prométeme que me ayudarás a llegar; yo solo no puedo encontrar el camino. Después, si quieres, te puedes quedar al espectáculo.
—¿Los jóvenes de Coronea?
—Los jóvenes de Coronea no tenemos edad. Hoy es el día de la representación y yo tengo un papel en ella. No puedo faltar. Este año será en el soto bajo las peñas del Nartacio, un lugar discreto y con césped entre hayas y laureles, protegido por grandes bloques de piedra. Las musas te han enviado para sustituir al pícaro de mi siervo. Así que tú serás mi lazarillo esta noche, y mañana saldrás hacia tu destino con la mula cargada de provisiones.
—Todavía no me has dicho de qué representación se trata, Periceatos…
—Es la historia de la rebeldía ante la arbitrariedad. Por el camino te la contaré. Ahora dile a tu perro que se acerque a mí para que lo acaricie, tú da de comer a tu mula y luego vienes y lees esto para mí —ordenó mientras cogía uno de los rollos.
Cuando al atardecer emprendieron el camino, Periceatos le puso al corriente.
—He de serte franco, joven Onésimo, pues lo que voy a hacer no está exento de un cierto riesgo. Por eso no ha venido hoy mi criado. Mañana cuando aparezca, le daré los palos que hoy ha pretendido eludir.
En un instante, al escuchar la amenaza de los golpes, el ánimo de Onésimo se vino abajo y emitió un suspiro que el ciego captó al vuelo.
—¿Te acobardas, muchacho? No te preocupes. Como te he dicho, no tienes que quedarte a la representación si no quieres. Nunca ha ocurrido nada serio… No obstante, para evitar que el consejo de Coronea reclute reventadores y boicotee la obra, el aviso de la representación pasó anoche de boca en boca entre la gente de confianza. Si te vuelves, te perderás una representación sublime. Los hombres mueven la máscara, Melpómene pone la pasión, Sófocles, el alma.
—Sigo sin saber en qué consiste esa representación…
—Ahora, ahora te lo cuento. Antes debes saber que la ciudad está gobernada por un Consejo de arcontes presidido por un epistatés, que es el título que aquí recibe el primero entre los mejores, elegido entre sus miembros. Hace unos años, cuando la viuda de uno de ellos decidió volver a casarse con un rico mercader de Larissa, algo más joven que ella, el epistatés, un hombre altivo y poderoso, defendió ante el Consejo que aquella unión matrimonial no debía celebrarse. La categoría de la viuda, argumentó, exigía un matrimonio con un ciudadano de mayor renombre, y la institución a la que había representado por su anterior matrimonio, otro trato. Todos sabíamos que en sus palabras subyacían unos celos incontenibles, pero el Consejo dictó un decreto prohibiendo el matrimonio de las viudas de los arcontes con cualquiera que no fuera un miembro del Consejo de la ciudad. La misma ley establecía que a las viudas se les otorgaría una dote de por vida y se les obligaría a renunciar al amor en caso de no casarse con un arconte.
—Pero dictar una ley por un matrimonio concreto… —observó Onésimo—. Parece un exceso.
—En seguida hubo quien pensó que aquella norma atentaba contra las leyes que los dioses habían inspirado y transmitido a través de los mayores al pueblo, pues nadie está obligado a renunciar al amor. Siempre ha sido así. El malestar creció, pues a muchos nos producía desazón admitir una norma que suponía un abuso. Otros, por el contrario, estaban de acuerdo con el parecer del Consejo. La ciudad se dividió en muchas facciones y al final, por la irracionalidad de algunos, se llegó a la sangre.
—¿Cómo es posible que por una boda…, por los celos de uno…? —preguntó Onésimo.
—En realidad se discutía sobre el fundamento de las leyes: «¿Por qué hemos de suponer que ésta es una ley injusta? Coronea está bien gobernada; quienes ostentan el mando son hombres sabios que se dedican al estudio. Eso es lo que aprendimos en la Academia ¡Lo enseñó el mismísimo Platón!», decían unos. Otros replicaban: «Eso fue al principio, pero las exigencias del mando han relegado al olvido el cultivo de la sabiduría. Ahora los principales sólo se ocupan de retener el poder, han abandonado la reflexión y la crítica y se han convertido en déspotas». Así, se iba encendiendo el ambiente.
—¿Fue entonces cuando se llegó a la sangre?
—No, fue después. Coincidiendo con las fiestas de la ciudad y con las representaciones oficiales. Llegó a Coronea una compañía de cómicos y se representó Antígona de nuestro padre Sófocles, la que a riesgo de su vida se enfrentó a una ley injusta y asumió con dignidad su destino y su dolor. Nadie se esperaba aquel espectáculo. La ciudad quedó sobrecogida; todo el anfiteatro lloró. Pero las autoridades se sintieron aludidas y, molestas, abandonaron el recinto ante la mirada de cuantos no entendían de imposiciones arbitrarias. Especialmente de los jóvenes.
—Y entonces fueron contra el epistatés…
—No. El Consejo, ante aquella situación incómoda y el creciente aumento de la polémica, dictó el decreto que prohibía para siempre la representación de Antígona en la ciudad. Y cuando los ciudadanos preguntaron por las razones de esa sorprendente medida, les contestaron: «Debéis comprenderlo: ¿Qué necesidad hay de hacer que el pueblo se entristezca haciéndose preguntas inútiles que no saben responderse?». Pero la polémica, imparable, estaba en la calle. La gente pedía criterio a los ancianos y a los principales, y sólo encontraba evasivas. «¿Quién de nosotros les dará respuestas?», se decían los consejeros, acobardados, avergonzados. Finalmente, el epistatés determinó que, a menos que un dios apareciera en medio de la asamblea a promulgar una ley, no habría más voluntad divina que la del Consejo: «La voluntad de los dioses se expresa de forma exclusiva y unívoca a través de las leyes que el propio Consejo dicta…». Así se escribió y así se promulgó.
—Bien. Parece lo más conveniente, es la manera de acabar con las polémicas. Se hace lo que manda el Consejo y se vuelve al orden. Me parece bien… —comentó Onésimo, que de sus días de capataz recordaba lo que costaba meter a la gente en cintura.
—La mayoría de los ciudadanos vivíamos resignados. Pero la convicción de que hay leyes superiores, antiguas, que el propio Consejo debe respetar, seguía planeando sobre la conciencia del pueblo. Hasta que un día, un muchacho se presentó en la plaza y dijo: «¿De qué nos sirve conocer la verdad si hemos de mantenernos igualmente cobardes e infieles a ella? ¿Qué se podrá esperar de los hombres del pueblo cuando, frente a la agresión o la tiranía, se les exija un compromiso audaz, si los sabios se encadenan voluntariamente al error aun cuando ellos conocen la verdad?». Entonces se lanzó sobre su espada y murió allí mismo desangrado. Primero cundió el estupor en la ciudad, pero en seguida se desató una revuelta: luchas y sangre. Una centuria de la legión acudió a sofocarla desde Tesalónica, pero aquel sacrificio fue la semilla: creamos la sociedad para la representación clandestina de Antígona y cada año recordamos las leyes que los dioses nos dejaron impresas en el corazón para distinguir lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso…
Hacía un rato que habían abandonado el camino para internarse por las zonas boscosas que bordean las estribaciones del Nartacio. A partir de entonces caminaron con cierto sigilo, sin levantar la voz. Pammé alzaba su hocico al aire de vez en cuando; parecía saber dónde iban.
—¿Ves un farallón pelado más allá del bosque, en la montaña? —preguntó Periceatos a Onésimo—. ¿A cuánto estamos?
—Sí, lo veo. Estamos a tres o cuatro estadios.
El ciego silbó una contraseña y obtuvo su respuesta.
Llegaron al lugar señalado. Anochecía, y una zona acotada por pequeñas lámparas de aceite se iba llenando poco a poco de espectadores, que se sentaban sobre los lienzos desplegados a tal efecto. Había cierto revuelo y movimiento; actores, máscaras, los del coro… Ismene y Antígona, discretas, se ajustaban la caída de las clámides detrás de unos arbustos mientras se daban los últimos retoques al peinado. El paraje se veía iluminado por las estrellas y las antorchas; todo el mundo estaba en su sitio.
Onésimo acompañó a Periceatos al lugar que un joven —el director de escena— le indicó. Luego, buscó para él un lugar de retirada fácil —por si acaso— y ató la mula cerca.
Sonó un repique sobre un pandero y el director de escena salió acompañado de una joven que llevaba una tea encendida. Esperó hasta que se hizo el silencio, y entonces dijo con solemnidad:
«Sólo los dioses juzgan la conciencia del hombre.
Sólo la conciencia del hombre sabe si es recto el juicio de los dioses».
Se encendieron lámparas y Antígona apareció en escena diciendo:
«Ismene, hermana querida, tú que conoces las desgracias de la casa de Edipo…».
La función había comenzado. Cuantos allí estaban quedaron de inmediato atrapados por el ardor de la representación. A medida que subía la tensión dramática, los espectadores se iban indignando. Cuando oyeron decir a Creonte:
«En cuanto a mí, pues he cambiado de opinión, lo mismo que antes até, quiero ahora desatar, ya que me temo que no es lo mejor pasarse la vida observando siempre las mismas leyes instituidas…», les chirriaron los dientes.
Pammé, que escuchó aquel «quiero ahora desatar», estiró el cabo de la cuerda que sujetaba la mula. Mientras tanto, Antígona proseguía:
«No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que los hombres puedan pasar por encima de las leyes de los dioses, no escritas, inmutables, pues su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo aparecieron».
Los reventadores que habían podido ser movilizados avanzaban sigilosos entre las carrascas mientras la representación progresaba. Tras escuchar a Creonte, Antígona, con la altivez y el orgullo de quien posee la razón del Olimpo, dijo:
«No nací para compartir el odio, sino el amor».
Los corazones estaban encogidos. Se llegaba al clímax. Los esclavos de Creonte empujaban a Antígona hacia la muerte y todas las miradas se centraban en la doncella, que declamó:
«¡Tierra tebana, ciudad de mis padres, dioses de mi estirpe! ¡Miradme, ciudadanos principales de Tebas…, mirad lo que he de sufrir y a manos de qué hombres! Y todo por haber respetado la piedad».
A punto de terminar la representación, los reventadores se aprestaron al asalto.
«Con mucho, la prudencia es la base de la felicidad —recitaba Periceatos—. Y, en lo debido a los dioses, no hay que cometer ni un desliz. Las palabras, hinchadas por el orgullo, acarrean a los orgullosos los mayores golpes; ellas, con la vejez, enseñan a tener prudencia».
Entonces Pammé ladró a la mula, que dio un brinco y, azuzada por el perro, inició una desatinada carrera mientras coceaba y gruñía. Ladridos. Aullidos. Los reventadores, atropellados por las evoluciones del perro y una mula enloquecida, salieron confundidos de sus escondites. Los espectadores, avisados por la algarabía y las carreras, persiguieron a aquellos indeseables que se habían acercado más que nunca, cargados de las peores intenciones.
No hubo aplausos a la interpretación, sino risas tras la tragedia.
De vuelta a casa, satisfechos, Onésimo le dijo al ciego:
—Verdaderamente ha sido memorable: no tanto la interpretación como el fin de fiesta.
—Los dioses resuelven muchas cosas de forma inesperada —señaló el ciego, evocando la forma en que solían concluir las tragedias—. Lo esperado no se llega a cumplir y a lo inesperado, la divinidad le encuentra una salida…
—Los dioses nos tienen atrapados. Es mejor no hacerles caso —comentó Onésimo.
—¿Por qué dices eso?
—Yo busco la libertad, y ellos nos la arrebatan.
—Nosotros no sabemos cómo entienden los dioses la libertad de los hombres. Cuando intervienen en nuestros asuntos nos desconciertan, aunque habitualmente, ante su indiferencia, sentimos la opresión y la angustia de un destino inexorable… Pero ya Homero, el cantor ciego, intuyó que respetaban la libertad.
—Yo siempre he sobrellevado su presencia como una losa, no veo de dónde deduces…
—El poeta lo dejó escrito. ¿Recuerdas en aquella escena entre Zeus y Tetis, madre de Aquiles, cuando hablaban sobre la contienda suscitada a propósito del cadáver de Héctor? El propio padre de los dioses parecía suplicar a la diosa: «Ve en seguida al ejército y amonesta a tu hijo, por si, por temor a ti, consiente que el cadáver sea rescatado, pues prefiero dar a Aquiles la gloria de devolverlo y conservar así su respeto y amistad».
—La recuerdo, Periceatos. Es cierto; Zeus parece querer avenirse a la voluntad del héroe… Quizá se relacionen con éstos de una manera comprensible, pero con los simples mortales… Nunca me he fiado de ellos. Los dioses no tienen las respuestas que nosotros precisamos.
—Y fuera de ellos, ¿dónde crees que las encontrarás?
—De momento voy a Atenas. Quizá algún pedagogo o maestro…
—La razón te dará algunas claves. En cualquier caso, no dejes de buscar en la poesía, Onésimo. La evocación te llevará a desentrañar el sentido real y verdadero de las palabras, y quizá la misma palabra te devuelva a los dioses. ¿Ya has cargado la mula? ¡Vete en paz!
Atenas
Onésimo llegó a Atenas cargado de buenas intenciones y con la mente abierta. Desde muchas millas atrás presentía el clamor de los filósofos, sus atrayentes discursos, el ímpetu de las escuelas que contendían en el Areópago. Quería embeberse de aquella sabiduría como fuera, encontrar respuestas a sus preguntas sobre la inmortalidad y la libertad; por eso acudía con ilusión a la llamada de los maestros.
En cuanto alcanzó a ver los perfiles de la Acrópolis desmontó de la mula, salió del camino y se acercó al borde de la colina para contemplar la majestuosidad de la ciudad y el valle, el Pireo y las islas. Permaneció ante aquel panorama desde el mediodía hasta ver los reflejos de la luna sobre el espejo negro de Poseidón y el correteo de linternas y faroles por calles y plazas. Había admirado, sin cansarse y reverente, la blanca imagen, fría y sólida, del Partenón. Retiró la vista con pena mientras el templo acogía la cabecera de una multitudinaria procesión: los cantos y las antorchas encendidas atravesaron los propileos y subieron las escaleras hacia el imponente peristilo, desde la gran avenida de las Panateneas. El reguero de luces y el eco de las voces le mantenían absorto, hechizado; pero debía encontrar un acomodo.
Había oído hablar tanto de la ciudad, que se aproximaba a ella con recelo. Sabía que no encontraría una acogida cálida ni podría moverse por sus calles con la soltura con que lo haría en una ciudad pequeña. Atenas era una metrópoli venida a menos, en lucha con la pérdida de su apogeo. Se lo habían contado en Filipos: «Sus habitantes compensan el menoscabo de sus glorias antiguas con altanería y desdén hacia todo lo extranjero. Pero aceptan sin miramientos cuantos sestercios afluyen desde Roma para mantener los viejos templos y sostener el culto olímpico. Atenas evita hablar de triunfos pasados, no sea que le recuerden las servidumbres presentes».
Onésimo alquiló una habitación amplia y bien iluminada con salida a una huerta, en casa de un tal Anfóteros, un tipo extremadamente pacífico y discreto. La vivienda, no lejos del ágora y a espaldas del templo de Hefesto, disponía de cuadra y un refugio para Pammé.
El casero mostraba una calma chicha crónica. Sobrevivía tratando de no consumir energías, y a pesar de ello daba muestras de estar permanentemente agotado. Onésimo llegó a preocuparse cuando un día, sentados ambos bajo la parra, dijo mirando a la enramada:
—Si los racimos no se descuelgan lo suficiente, tendré un mal año de uvas.
Anfóteros explicó a Onésimo que la mejor forma de sacar provecho de Atenas era ponerse en manos de un tutor que le guiara por las rutas del conocimiento. Le recomendó a su amigo Kinterós, quien le abriría las más afamadas puertas, especialmente la de Apolodoro de Focea, una lumbrera entre los estoicos, y la de Antípatros de Lamia, que destacaba entre los epicúreos. Además, podía presentarle a un sinfín de maestros y sacerdotes entre la multitud de escuelas que proliferaban buscando a quien iniciar en la manera más feliz de vivir y de morir. Atenas: conocimiento y ascesis.
Onésimo se puso de inmediato en manos de Kinterós.
—Introducirse en una escuela y recibir lecciones de un maestro no es barato. ¿Dispones de dinero suficiente?
—Depende de lo que pidan.
—Ten en cuenta que lo peor es empezar y quedarse a la mitad por falta de dinero. Sé de algunos que quisieron iniciarse en la oratoria y, por falta de pago, no pudieron realizar las prácticas prescritas…
—Amigo, informémonos de los programas y precios de cada maestro…
—Las lecciones están tasadas, pero siempre se puede llegar a un arreglo con los maestros.
—Eso estaría bien.
—Entonces, déjame a mí. Sé cómo se manejan estos asuntos. Yo negociaré con ellos y después tú decides…
—De acuerdo.
—Tienes que pensar también en mis servicios…
—¿Cuánto me vas a pedir por tus servicios?
—Un dracma por cada diez que hayas de pagar al maestro.
—Yo creía que me pedirías sólo tres por cada cien. Es lo que me insinuaron… Me vas a salir demasiado caro.
—Ese precio es el que cobran en otras ciudades, normalmente en provincias, en la Tarraconense. Pero no en Atenas.
—Ya —dijo Onésimo, pensativo.
—Pero si crees que el ahorro que supone mi trabajo no compensa este precio —prosiguió Kinterós intentando forzar el compromiso—, tendrás que buscarte a otro. ¡A ver a quien encuentras por ahí de fiar!
Onésimo dedicó varias semanas a las lecciones. Se esforzaba en comprender, demandaba respuestas a sus inquietudes, y escuchó evasivas y ambigüedades. Había invertido cuanto tenía en maestros y ofrendas en los templos. Se sintió íntimamente engañado, y cuando Kinterós le acabó de desangrar, decidió que sus horas en Atenas se habían terminado.
—La mayoría de los rabinos enseña a las puertas de las sinagogas a todo el que con respeto se acerque, sin exigir esas sumas —les recordó a Anfóteros y Kinterós antes de despedirse—. Nadie se queda sin recibir su lección por falta de dinero. Sin embargo, en Atenas, salvo en la sinagoga, la sabiduría es un espectáculo: justas de oradores, diatribas y polémicas entre maestros del buen vivir. Discursos calumniosos. Burlas y parodias. Un espectáculo demasiado caro si quieres participar en él.
—El espíritu de Solón y de Pericles hace ya muchos años que se ha desvanecido, amigo Onésimo. Tampoco estos tiempos difieren tanto de la época de los grandes maestros. Pero ¿es ésa la imagen que te ha quedado de las escuelas? ¿No has aprendido nada?
—«La vida de mañana es demasiado tardía, vive hoy. Mañana estarás muerto»: es el resumen de tres semanas de lecciones. Aprender esto me ha costado más que una yunta de bueyes, incluidos los aperos y el carro… Ayer me despedí del maestro Antípatros y le dije con claridad que los dioses le consentían mucho, pues si seguía así, efectivamente mañana podría estar muerto: «No provoques al Olimpo —le dije— pues no tardarán en enviarte algún discípulo con poca paciencia que te dará un disgusto…». Las otras lecciones, las del estoico, son un paradigma del aburrimiento. Aún no había empezado a degustar la ataraxia y ya había caído en la apatía. En fin, puedes percibir la nada a poco que estires el cuello para mirar un poco más allá. Así que me voy de Atenas.
—Eres un mal ejemplo para los discípulos verdaderos. Sin paciencia, es imposible. Te avisé al llegar: quedarse a mitad es lo peor. Nada podrá liberarte de la impresión de que te han engañado. Si tuvieras un poco más de paciencia… —insistió Kinterós.
—Además, ahora que había acomodado tu estancia y un establo propio para tu mula… —comentó Anfóteros.
—¿Paciencia? ¿Paciencia para qué? ¿Para ver cómo adelgaza la bolsa mientras los maestros dan vueltas y más vueltas alrededor de cuestiones insignificantes y vosotros ponéis la mano, esperando que se descuelguen de ahí los racimos y de aquí los sestercios? —dijo, señalando la parra y el saquillo.
—No sé, Onésimo. Quizá hasta ahora se trataba de aprender el método: la lógica, la epistemología, las técnicas de uso del lenguaje…
—¡Será eso! —exclamó enfadado y con un punto de sarcasmo—. ¡Es miedo! Los maestros temen enfrentarse con las preguntas de siempre, así que rehúyen el diálogo y dicen que las respuestas a lo que pregunto hay que buscarlas en los templos.
—¡Pues eso! ¿Ya has ido al templo de Apolo, como te recomendé? —preguntó Kinterós.
—¡Claro que he ido! ¡A todos! Y no he encontrado nada sólido ni convincente. Por eso nadie escucha ya a los sacerdotes: el pueblo está harto de discursos vacíos. Sólo son capaces de transmitir sus propias dudas, sus incertidumbres y sus vacilaciones. Son simples maestros de ceremonias.
Anfóteros seguía la conversación mientras contemplaba el emparrado como cada tarde.
—Me he gastado una fortuna —siguió Onésimo— intentando aprender a descifrar los arcanos de pitagorismo. Aquel maestro es un sacaperras que con la excusa de la magia de los números ha llevado a la ruina a unas cuantas viudas, que ahora dócilmente le sirven y dan consuelo.
—Te llevas una imagen errónea de Atenas —volvió Kinterós—. Seguramente has venido a buscar respuestas que no es posible encontrar aquí. Menos aún yendo de oyente de una escuela a otra y destinando unas pocas semanas a lo que el filósofo dedica una vida entera.
—Quédate o vuelve a casa. Atenas no es Delfos —dijo Anfóteros, indolente—. ¡Ve a Delfos! ¡Eso, ve a Delfos! Pero ¿te dará respuestas el oráculo? Prepara bien la pregunta que has de hacerle a Apolo y ve a Delfos. O mejor, busca a Tiresias el Adivino. ¡Tiresias, eso es lo que tú necesitas!
Tiresias. Anestión de Sardes lo había mencionado. Onésimo se despidió tan amigablemente como pudo de los dos hombres, miró la bolsa, contó las cuatro monedas que le quedaban y salió hacia la plaza con Pammé, tirando de la mula.
Al llegar, encontró a un grupo de hombres sentados sobre taburetes, hablando distendidamente. Se acercó y les preguntó:
—Busco a Tiresias. ¿Sabéis dónde lo puedo encontrar?
Se miraron unos a otros. Uno de ellos, arqueando las cejas y mirando de reojo a los demás, contestó:
—Hace años que le esperamos…
—Pero no se deja ver por aquí —comentó otro.
—Le instamos a acudir a un certamen y medir su sabiduría con nuestras razones, pero no quiso. Se acobardó —dijo un tercero.
—¿Se acobardó? —preguntó Onésimo, que no se percataba de la chanza.
—No. No se acobardó: no quiso acobardaros —terció una dama que les oyó al pasar.
—¿Quién eres, mujer? ¿Acaso tú le conoces? ¿Quién te ha preguntado?
—Soy Damaris. No conozco a Tiresias pero os conozco a vosotros…
—¿Qué sabrás tú? Las mujeres siempre metiéndose donde nadie las llama…
La dama se apartó unos pasos, arrastrando consigo a Onésimo, y le preguntó:
—¿Para qué le buscas?
—Es cosa mía.
—Ya, pero según para lo que sea, se dejará ver o no.
—¿Puedes trasmitirle un mensaje?
—No. Se dice que si tus intenciones son rectas, él mismo te encontrará… En la Arcadia. Tendrás que ir a la zona de Feneos…
—Eso pensaba hacer, pero por otros motivos.
—Pues ya que vas, inténtalo. Persiste; la porfía es una condición. En Atenas y en toda el Ática son muy pocos los que han podido escucharle; quizá en Acaya encuentres a alguien que sepa…
—¿Y por qué ese retraimiento?
—Porque siente que habla para las imágenes, para el mármol; dijo algo así antes de abandonar Atenas. Que no hay mortal en toda la Hélade que le tome en serio.
—¿Es un maestro como los que he visto aquí?
—No. No es un maestro, pero posee sabiduría. ¿Qué es lo que buscas exactamente?
—Busco respuestas. Quiero una respuesta a la inmortalidad…
—¿No han sabido responderte los filósofos de Atenas?
—No; balbucean en cuanto les pregunto. Alguno…
—Yo podría hablarte de la inmortalidad. Jesús de Nazaret…
—¡Por los dioses! ¡No quiero oír hablar más de ese Crucificado!
—Pues ve a Mantinea. Si quieres saber más, ve a Mantinea y pregunta por la dama.
—La dama… Eso es —convino uno del grupo, que no había apartado el oído de la conversación ni la vista de Damaris—. Sabe de estas cosas más que Pausanias, Sócrates y Agatón[35]…
—¿Quién es esa dama? —preguntó Onésimo sin hacer caso al entrometido.
—Se llama Deatina. Quizá aún viva. Mira, allí hay una inscripción en su honor. —Damaris señaló el otro lado de la plaza.
Se acercaron a la pared del pórtico, decorado con inscripciones memoriales. Damaris buscó la lápida y Onésimo leyó:
Onésimo agradeció aquella información. Le habían gustado las palabras sobre Deatina. Iría a buscarla.
—Salud y que los dioses te den paz, Damaris.
—Salud, Onésimo. Después de hablar con Deatina te faltará sólo un paso para entender la inmortalidad, pero tú insiste.
Deambuló por calles y plazas antes de abandonar la ciudad, sumido en la pena de las despedidas, pues Atenas era un prodigio, y con la rabia del desposeído. Se dirigió hacia el anfiteatro de Dioniso, en la ladera oriental, donde Antígona había defendido tantas veces los derechos de los individuos frente a las normas caprichosas de una asamblea o un tirano.
Ascendió la colina para acceder al Partenón, pero antes de traspasar los propileos se dirigió al templo de Atenea Niké[36], la diosa anhelante de libertad. Miró la imagen intentando descubrir un poco de calor en su rostro, pero no encontró en ella ni un gesto; el mármol no irradiaba ninguna emoción. Para la deidad blanca, Onésimo era un ser sin interés. Volvió a caer en la cuenta de que los dioses iban a lo suyo. Atenea Niké, divinidad desalada, si estaba en la piedra allí quedó atada a su forma.
Salió del templo y, al pasar bajo el Erecteión, creyó ver que, a su paso, las seis muchachas de piedra sonreían mientras soportaban a la intemperie un peso desproporcionado sobre sus cabezas.
Onésimo, defraudado y solo, las dejó atrás, montó sobre su cabalgadura y se encaminó hacia el sur en busca de su dinero, mientras pensaba: «¿Qué te va a ti en esto si eres un esclavo, anillado por un papiro escrito con oro judío y un juramento imposible? Tu peculio es todo tu consuelo».
Pammé, el perro negro, gruñó.
El istmo de Corinto
Onésimo había abandonado Atenas con la cabeza caliente y la bolsa vacía. Pensó que con tanta retórica y facundia se le habían descosido las cuatro ideas que creía tener bien ancladas gracias a la educación que Eumates le había procurado desde pequeño. Hecho un lío, siguió sin detenerse hacia Corinto. Al menos conservaba intacto su pagaré y su voluntad de conseguir la hierba moly. «Debe de ser Hermes quien me empuja a hacer lo que tengo que hacer. Empiezo a estar harto de tanto tropiezo», se dijo, mirando a su perro. Así pues, mula, perro y esclavo se pusieron en camino hacia la ciudad de los dos puertos. Allí ejecutaría el documento de la sinagoga de Sardes y se trasladaría cuanto antes hacia los paisajes escarpados de Cilene, donde crece la hierba moly que haría de él un hombre libre. Desde allí, la inmortalidad quedaba a un paso.
A un par de estadios de la ciudad, observó cómo algunos viajeros se detenían. Antes de acceder a los arrabales, el camino se convierte en una terraza desde la que se domina todo el istmo que engarza el Ática y la Argólida, y después se desliza con suavidad hacia el valle. La ciudad descansa plácidamente entre huertas bajo el amparo del Acrocorinto, fortaleza y sede del procónsul. Desde el altozano se perciben con nitidez los perfiles de los puertos de Cencreas y Lequeo, a un lado y otro de aquella porción de tierra.
El istmo está atravesado y hendido de parte a parte por un surco viario —el diolkos—, que permite arrastrar las naves de unas aguas a otras y burlar las amenazas de Citerea, que empuja a los navíos contra los espolones del Peloponeso, donde Eolo cambia repentinamente los aires y sorprende con sus peligrosos juegos al mismo Poseidón.
Onésimo preguntó a uno de los viajeros porqué se habían detenido.
—Se prepara un enfrentamiento entre cencreítas y lequeítas. Mira —le respondió, señalando la formación de un lado—: los cencreítas, a tu izquierda, avanzan formando un grupo. Los lequeítas, a tu derecha, en tres grupos.
—¿Y a qué se debe la lucha?
—Ambos sostienen que el suyo es el puerto más celebrado y bendecido por los dioses. Pero si el dios Egeo, como se cuenta, fue capaz de pacificar a Helio y Poseidón en sus disputas por el dominio del istmo, él mismo, desesperado, desistió de mediar entre los hombres.
—¿Aquello del fondo no es un ala de la caballería del procónsul?
—Sí, pero no intervendrá a menos que alguien utilice hierro.
—¡Ah! Así que el procónsul permite que se aticen…
—Desde luego. Hace tiempo que se decidió que los rivales se infligieran su propio castigo. Después, cuando están agotados o si se violan las normas, el decurión hace entrar a los caballos en la liza y los dispersa.
—¿Esta rivalidad es a causa de la supremacía de los puertos?
—No siempre. Otras veces es por la calidad de las tierras a un lado y otro del diolkos, otras son las disputas entre los adoradores de Isis y Afrodita; otras, los judíos… En Corinto siempre se encuentra un motivo para una buena gresca.
—Lo de los judíos lo tengo bien experimentado…
—El procónsul Junio Galión[37], cansado de intervenir en verdaderos conflictos de orden público que se iniciaban con estúpidas discusiones tabernarias, decidió permitir que primero se tantearan entre ellos, y la norma se ha mantenido.
La conversación se interrumpió. La distancia entre los grupos disminuía al tiempo que el griterío aumentaba. Ante la excitación de la incipiente batalla, Onésimo ató corta a su mula, nerviosa por el ronzal, y a Pammé. Él mismo se sintió amedrentado por el ensordecedor entrechocar de palos y piedras de los que avanzaban para encontrarse.
El encontronazo duró lo que tardó en fluir la sangre; se deslomaron varias espaldas y se contuvo el encono de los exaltados para no provocar a las fuerzas del procónsul; la caballería no intervino. Los espectadores comenzaron a vitorear… El grupo de caminantes y carreteros que desde el otero habían contemplado el espectáculo mostraban su satisfacción. El vencedor era lo de menos.
Onésimo, perplejo, se admiraba sin disimulo de lo que acaba de ver; también del aspecto del personaje que estaba junto a él. Vestía con elegancia y se cubría con un original petaso, sombrero de alas anchas y caídas, tras las que disimulaba un rostro acanónico, irregular, que le sonreía. Pammé, tan suspicaz siempre, no le había ladrado.
—Soy Ticio Justo, escribano de Corinto —se presentó el hombre.
—Yo me llamo Onésimo. Soy de Colosas, en el valle del Lyco, de las tierras que hay a oriente, más allá del mar.
—¿Piensas quedarte en esta ciudad?
—No. Debo seguir mi camino, pero antes he de encontrar la forma de cobrar un dinero. Tengo un asunto pendiente con la sinagoga…
—Te indicaré cómo llegar a ella; yo vivía al lado. Ahora vivo en Sición, una ciudad pacífica, allí a lo lejos. —Señaló con el índice en dirección oeste—. ¿Ves? Al fondo, bajo las cumbres del Cilene.
—Allí está mi destino, junto a Hermes…
—En la sinagoga encontrarás a Ragel; es el actual arquisinagogo. El anterior, Crispo, se unió a nosotros.
—¿Vosotros? ¡Por los dioses! ¿Quiénes sois vosotros? ¡No me digas que acabo de tropezar otra vez con la secta de Saulo de Tarso! ¡Estáis por todas partes!
—¿De qué te extrañas? La verdad se extiende porque los hombres están deseosos de paz y de alegría. Nos precede, se expande, te envuelve… —dijo actuando de forma histriónica.
—Desde luego. Parece que corre delante de mí para que alguno de vosotros salga a mi encuentro.
—Será que esta palabra también va a por ti, y en cuanto te atrape no te dejará…
Parecía un tipo singular y divertido y Onésimo siguió:
—¡Ni pensarlo! Desde que salí del valle no he dejado de encontrarme con discípulos de Saulo de Tarso. En Colosas, en Laodicea, en Filipos… Paneguiristés de Pérgamo; incluso en la granja donde me crié hay una comunidad. He convivido con vosotros durante mucho tiempo Por todas partes… ¡incluso en Atenas! Bueno, aunque allí… —quiso aclarar pensativo.
—Allí también, pero es preciso afinar el oído. En Atenas es más difícil. Todos hablan a la vez; nadie escucha si no es lo que él mismo dice. Todos tienen una teoría, una verdad que explicar. Si al menos algunos hubieran vuelto a la sabiduría de los viejos maestros… Pero hasta la Academia y el Liceo han proscrito la metafísica.
—Cierto. Se habla insistentemente de cómo participar aquí de la vida del metacosmos —abundó Onésimo con la seguridad del recién llegado—; de que el disfrute de los goces no ha de ser un privilegio exclusivo de las divinidades… En fin, yo lo único que saqué en claro fue que me vaciaron la bolsa…
—¿Puedo saber qué buscabas allí, entre gramáticos, retóricos, sofistas y pedagogos, Onésimo?
—El camino hacia la hierba moly en Cilene; y un atajo hacia la inmortalidad.
—Sobre la hierba no sé nada, pero sobre inmortalidad podría enseñarte. ¿Nadie te ha hablado del Camino?
—Otro día puedes contármelo —le interrumpió—. ¿La sinagoga?
—Deberías ir mañana. Ahora puedes venir conmigo; en Sición, en mi casa, descansarás de tu viaje. También hay sitio para la mula y el perro. Yo te acompañaré mañana a ver a Ragel.
—No sé si los de la secta habéis encontrado lo que buscáis, pero los que se acercan a vosotros lo mismo reciben palos que acogida y techado. Ésta es una virtud que hay que reconoceros —comentó mientras caminaban.
Ticio Justo sabía que Onésimo estaba cargado de razón.
—¿Por qué has dicho lo de los palos? —intentó sonsacarle.
—Todo el mundo sabe que a Saulo de Tarso le sigue una tropa de alborotadores, dispuestos a amargarle la vida a él y a quienes le rodean. Yo mismo, en Hierápolis, me vi envuelto en un episodio donde por poco me descalabran.
La conversación se había distendido.
—Yo fui prosélito de la Ley —reconoció Ticio Justo—, pero me encontré con Pablo…
Llegaron a la tranquila villa de Sición a eso de la hora nona. Onésimo alzó la vista hacia Cilene, la cordillera que le reclamaba, y luego la volvió hacia el valle entre los mares. Las montañas proporcionaban pozos abundantes y lluvias frecuentes al istmo, prados para alimento del ganado, huertas, abundancia de frutales y pesca fácil, en el mar de Corinto o en el Sarónico.
—Éste parece un buen sitio para vivir —observó Onésimo.
—Sí, el istmo es una trampa. Allí han fracasado todos los asentamientos humanos. Desde los tiempos de Periandro[38], el castrador de jóvenes, cuyo hijo Cipselo también sufría graves trastornos de ánimo, sabemos que la vida entre los dos mares perturba las inteligencias. Los hombres, expuestos mañana y tarde a los aires salobres por poniente y por levante, acaban por inficionarse de amargor, pierden la cordura y entonces surgen las discordias y las peleas.
De buena mañana salieron hacia la ciudad: había llegado el momento de ir a gestionar el pagaré. En cuanto puso los pies en la calle, Ticio Justo se caló el petaso voladero hasta cubrir su rostro. Tras un cercado, como si le esperaran, un par de mozalbetes le increparon:
—¡Ticio Tifón[39]! ¡Ticio Tifón!…
Pammé no toleró la descortesía. Enseñó sus colmillos y ladró, y los muchachos salieron corriendo.
—Es por la galanura… —le comentó a Onésimo, que cabalgaba a su lado.
—¿Esto es habitual, Ticio Justo? ¿Cómo lo toleras? Deberías darles un escarmiento.
—Peor sería si me hubieran visto por dentro… Además, son unos pilletes a los que habrá que enseñarles a leer, y más cosas.
Llegaron a la sinagoga, ubicada en el arranque del camino que sube al Acrocorinto. Apeados de sus mulas, a unos pasos de distancia, Ticio Justo le dijo a Onésimo:
—Entra tú solo. Ahora mi presencia no te hará ningún favor. Luego, sí.
En tratos con Ragel
Las noticias sobre el esclavo, su perro y el pagaré de Sardes habían llegado a Corinto bastante antes de la llegada de Onésimo a la ciudad. Ese documento constituía una amenaza para Ragel y la inminencia de un pago de tal magnitud le puso nervioso. Era preciso no descalabrar la situación financiera de la comunidad judía para hacer frente a aquel desembolso. No es que faltaran recursos, pero si había que remover las baldosas de los fieles para hacer frente al compromiso, el consejo le exigiría que presentase unas cuentas sin apuntes dudosos ni tachaduras. El edificio estaba necesitado de algunas reformas y Ragel las había iniciado por su casa, junto a la sinagoga. Y, como era costumbre, se había reservado unos denarios de cada recibo de los trabajos y materiales de la obra para aliviar su vejez.
Cuando le informaron que Acana Barsebá y Caleb pensaban embarcarse hacia Corinto de inmediato, Ragel pasó del nerviosismo al temor. La visita del fariseo y su acompañante le obligaba a arreglar los libros y unos cuantos recibos con prontitud.
Pensó detenidamente en la situación y concluyó que sería más eficaz recuperar el documento y hacerlo desaparecer. Sin orden de pago, no habría dinero comprometido. Y si Acana quería oro para el Templo, organizarían una colecta entre los fieles.
Onésimo traspasó el umbral de la sinagoga y se halló en un agradable patio porticado donde se oía el canto monótono de unas voces jóvenes. Un sirviente salió a su encuentro. En una sala abierta al atrio varios jóvenes, sentados sobre esteras en el suelo, salmodiaban y recibían explicaciones de un maestro.
Onésimo expuso al siervo la razón de su visita. Al momento salió el rabino mientras proseguían los cantos.
—Soy Ragel, arquisinagogo de Corinto. Me avisan de que traes un documento de Sardes para esta sinagoga. ¿Me permites?
Onésimo se lo alargó.
—Es un pagaré expedido por la sinagoga de Sardes —explicó—, por el que ésta de Corinto queda obligada a la entrega de la cantidad de dinero que en él se indica. Supongo que habéis recibido aviso…
Ragel miraba con aparente desconfianza el papiro escrito y sellado.
—Es mucho dinero. Necesitaré unos días para certificar su autenticidad y reunir esta cantidad. Veamos… ¡Umm!… No parece…
Onésimo, instintivamente, arrebató el documento de las manos de Ragel, le miró con decisión y le preguntó:
—¿Quién ha de certificar la autenticidad del pagaré?
—Tres peritos de la sinagoga.
—¿Cuántos días necesita para hacerlo efectivo?
—Un mes. Pero déjalo aquí, así iremos adelantando…
—Necesito ese dinero. No puedo vivir en Corinto sin dinero.
—Eso tendrías que haberlo pensado antes, muchacho. Ahora, déjame el documento y vuelve dentro un mes. —El arquisinagogo alargó su mano.
—¿Dejarte el pagaré? Ni pensarlo. ¡Este documento no se separa de mí si no es a cambio del dinero!
En asuntos de negocios, Onésimo era capaz de ocultar su disgusto cuando se alteraba. «Debes adiestrarte para mantener a raya los sentimientos y su expresión en el rostro —le decía Filemón—. Es indispensable en los negocios». Sin embargo, en cuanto volvió a encontrarse con Ticio Justo, éste, ligeramente alarmado, le preguntó:
—No le habrás golpeado, ¿verdad?…
Onésimo no contestó. Tenía el rostro demudado, rojo, a punto de reventarle.
—Vamos a ver a Crispo —decidió Tricio Justo—. Él te echará una mano, antes de que corra la sangre.
Ragel maldijo el día que nació: «¡Acaba conmigo, Adonai! Prefiero perecer abrasado por tu ira que verme humillado por un esclavo incircunciso». Los alumnos le esperaban en la sala, pero no entró, y éstos, al verlo rugir revoloteando por el atrio, acobardados y alentados por el criado, desalojaron discretamente la escuela.
El rabino llamó al siervo y le ordenó:
—Tráeme a Menahem. Si no lo encuentras, deja dicho que venga a verme de inmediato. A cualquier hora.
Al rato, se presentó un hombre de notable envergadura y mirada asustadiza.
—Menahem, acércate, tengo un encargo para ti. —Allí mismo, en el atrio de la sinagoga, le explicó que necesitaba el documento que obraba en poder de Onésimo—. Es un esclavo frigio al que reconocerás por la compañía de su perro negro. Suele andar con Ticio Justo y los seguidores de la secta nazarena. Si para conseguirlo —le remarcó— es preciso que le sacudas, como hiciste con Sóstenes cuando renegó de la Ley y se pasó a las filas de la abominación de Israel, no te reprimas.
—Pero casi lo maté, y eso no está bien… —dijo el otro, babeando.
—Tú quítale el documento, y procura no matarlo. Y hazlo de modo que no piense que nosotros…
—¡Ah!, ya entiendo… Esclavo frigio, perro negro… ¡Bien!… Esclavo frigio, perro negro… El documento… Ya entiendo…
Ragel confiaba en las formas expeditivas de Menahem. Encontraría a Onésimo, se le iría la mano y problema resuelto. Si Sóstenes había sobrevivido, fue gracias a quién sabe qué, pues ni siquiera el gobernador Galión movió un dedo en su defensa.
Mientras tanto, en la orilla oriental del Egeo, el fariseo Acana y su secretario se disponían a embarcar. En cuanto supieron que Evodio, con su acreditación como correo imperial, se había trasladado al istmo en un trirreme militar, compraron pasajes para la primera nave que cruzara al otro lado del mar.
La mula ticiana
Ticio Justo y Onésimo abandonaron la sinagoga a la hora en que las gentes se apresuran por las calles hacia sus negocios y menesteres diarios. Ticio Justo tiró del ronzal y echó a andar entre canastas, carretas, yuntas de bueyes y caballerías, pillastres, quincalleros y aguadores, en dirección al mercado. Detrás, Onésimo tiraba de su mula mientras intentaba abrirse paso a costa de su humor, pues no veía más alternativa, para no perder de vista a Ticio Justo entre la muchedumbre, que pegar su cara a las ancas de la mula ticiana.
Comenzó a sentir que se le debilitaba el ánimo. El sol apretaba con fuerza a pesar de la temprana hora. Las voces enloquecedoras rebotaban en los soportales y le retumbaban en los oídos. El rabo de la mula le aventaba y le fustigaba la cara. Cuando la acémila se puso a cagar sin previo aviso, Onésimo resbaló, golpeó a la mula y se dio una costalada, mientras el animal se encabritaba.
La muchedumbre desatendió sus quehaceres para contemplar al accidentado que, sucio y rebozado, veía a su alrededor un sinfín de bocas desdentadas carcajeándose; a su perro ladrándole desaforadamente; y ninguna mano dispuesta a ayudarle a levantarse.
Ticio Justo, cubierto con su petaso, se acercó y le tendió la mano. Pero al ver la de Onésimo pringada, la retiró y se echó a su vez a reír sin ninguna consideración. Onésimo, sentado en el suelo, se abrasaba de vergüenza y de rabia. Pero al contemplar desde aquella postura el rostro de Ticio Justo, encendido en hilaridad, aureolado por las traslúcidas alas del sombrero, rompió a reír.
Superada la crisis, contenidos los espasmos y recuperada la compostura, con los ronzales de nuevo en la mano, siguieron el camino hacia casa de Crispo. Decidieron abandonar la calle principal, la calzada de Lequeo, mientras Onésimo trataba de limpiarse con pajas y algunas hojas de higuera.
—No podemos presentarnos así ante Crispo —le dijo Ticio Justo—. Iremos a casa para que te laves. Montemos.
Onésimo se dejó llevar.
—Si has de vivir aquí hasta que recuperes tu dinero —dijo Ticio Justo una vez fuera de la ciudad, a la altura de los primeros viñedos—, bueno será que trabajes. ¿Qué sabes hacer, Onésimo?
La mayor tranquilidad permitía una conversación más serena…
—He sido capataz de una granja. Leo y escribo. Tengo algunas habilidades: sé fabricar membranas para escribir.
—Eso está bien. Aquí son muy solicitadas. Con las pieles de las ovejas de la zona se hacen muy buenas piezas. Quizá las mejores.
—Es mejor trabajar las pieles de cabra, y sobre todo las de cervato. Son más…
—¡Quita, quita! Resultan bastas y duras; después no se pueden enrollar ni plegar. El cordero, por el contrario…
—No hables de lo que no sabes, Ticio Justo. He trabajado todo tipo de pieles y…
—Onésimo, ¿me estás llamando ignorante? ¡Seguro que no has trabajado con las pieles de los corderos del Peloponeso!
—La piel del lanar es la misma donde vayas. El cervato pequeño produce una piel recia y delgada que apenas hay que raspar y que…
—¡Ni hablar! ¡No hay pieles como las de la Arcadia!
—En los valles de Frigia y Lidia hay corderos tan buenos o mejores que los de aquí.
—Será por sus cualidades por lo que los poetas fueron a inspirarse a aquellas regiones…, en lugar de a la Arcadia —replicó Ticio, cargado de ironía—. La verdad, Onésimo, hablas con la desenvoltura de quien teme que se descubra su ignorancia, y tu indigencia mental resulta conmovedora.
—Pues tú, Ticio Justo, hablas como quien ha dedicado la vida a valorar las cualidades de los pellejos de los animales para la fabricación de membranas. ¿Es que es acaso tu oficio, o no es más verdad que el señor Ticio Justo, el escribano, toca la flauta de los pellejos y todas las flautas, y va a resultar que no sabe tocar la flauta?
—Mira, Onésimo: que hayas dormido en mi casa no te da derecho ni a hablarme de esta manera, ni a pensar que ya formas parte de esta comunidad…
—Está bien. Daré media vuelta y me volveré por donde he venido. Hasta hace un momento creía que entre vosotros y yo nunca se daría esta situación. Está visto que esta vez no he tenido que esperar a compartir los palos, me han venido directamente de vosotros.
Había quedado entre las risas de ambos la gota de acíbar de la humillación sufrida. Onésimo estiró de la rienda, forzó el cuello de su mula blanca e inició la vuelta.
—¡Eh, Onésimo, Onésimo! ¡Por Dios! No me lo tengas en cuenta; son las corrientes de aire. ¿Quién en el istmo está libre de su influencia?
—¡Las corrientes de aire…! Te hablaba hace un rato, conmovido, de la hospitalidad de los seguidores de Pablo… ¡y me vienes con las corrientes de aire!
—Acepta esta disculpa. Si vivieras aquí un tiempo, llegarías a entenderlo. Muchos hemos tenido que abandonar la ciudad con el fin de evitar problemas incluso entre nosotros.
—Aceptaré tus disculpas, pero creo que me costará entender esta manera de proceder de los corintios.
—Onésimo, aquí no hay corintios. No existen los corintios. El istmo es un aluvión de razas y pueblos provenientes de todos los puntos del imperio que comparten la pasión por el sexo, la bulla, la bronca… hasta que una mano los levanta de tanta inmundicia.
—A mí me ha faltado la tuya hace un momento, Ticio Justo.
—¡Porque ibas de mierda hasta el cuello!…
Se miraron sorprendidos al ver la deriva que tomaba de nuevo la conversación.
—Ahora has empezado tú, Onésimo.
—Tienes razón, Ticio.
El asunto quedó zanjado. Al llegar a casa, Ticio se encontró con un recado del presbítero Gayo.
—Onésimo, Crispo está enfermo. Esto cambia los planes —anunció, sin levantar la vista de la pequeña teja escrita—. Lávate y cambia tus ropas. Luego hablaremos.
Mientras Onésimo se aseaba, Ticio Justo fue a uncir su mula al varal del molino para regar la huerta. Cavilaba sobre los esfuerzos realizados para consolidar las comunidades del Camino en la ciudad: «En Corinto nada valioso se sostiene por sí mismo y cuando algo parece más consistente, al final más deleznable demuestra ser. Cuantos más esfuerzos hacemos por mantenernos unidos, más fricciones hay, más desavenencias… Los cristianos no podemos encontrar y sustentar la virtud en nosotros mismos… La paz no es sólo cosa nuestra[40]…».
Al fin apareció Onésimo, renovado.
—Iremos a hablar con Gayo —le dijo—. Nos informaremos sobre la salud de Crispo.
—¿Quién es Gayo?
—Uno de nuestros presbíteros. Un macedonio que llegó con Pablo de Tarso en su primer viaje a Corinto y desde entonces permanece en la ciudad al servicio de la Iglesia.
—¿Y Crispo?
—Es un hombre mayor, que ha sufrido. Conocerle y tratarle es un privilegio, aunque a veces sea preferible mantenerse a una distancia prudente de él. Porque así como hay entre nosotros quien posee el don de profetizar, o el de hablar diversas lenguas, o el de enseñar o incluso el de sanar a los enfermos, Crispo posee el don de la ira de Dios.
—¿Y eso de los dones qué es?
—Algunos de los nuestros poseen unas cualidades, otorgadas por el Espíritu de Dios, para realizar de forma adecuada ciertas tareas como las que te he dicho: profetizar, hablar lenguas, enseñar, en beneficio de nuestra comunidad. Fortalecen nuestra fe, alientan nuestra esperanza y animan nuestra caridad.
—Ahora entiendo lo de Cibelina Miria.
—¿Quién es?
—Una profetisa de la ciudad de Filipos; una de los vuestros, sierva de la señora Lidia. ¿Y qué hay de ese don de Crispo y la ira de Dios?
—Sé quien es Lidia. Crispo tiene el don de enfadarse hasta ese límite en que la palabra llega hasta el umbral del pecado, sin traspasarlo; y de llevar al que escucha a las puertas de una conversión sincera. En esto coincide con Pablo. Ambos lo dicen: «¡Enfadaos, pero no pequéis!». No obstante, aquí en Corinto tuvieron que desaconsejarlo; no sabes cómo nos poníamos unos con otros.
—No entiendo mucho eso que dices del pecado y la conversión… El aire de los mares, ciertamente…
—Sí, debe de ser eso. Ya lo vas viendo. Pero del pecado también entenderás. En fin, hablemos de otras cosas.
La calzada de Sición entraba a la ciudad por el lado del mar hasta confluir en la calle de Lequeo. Desde lejos, el Acrocorinto parecía haber afelpado sus pies con una alfombra de graciosos y singulares cubículos, casitas coloreadas donde vivían las rameras. La casa de Gayo no estaba lejos de los burdeles, aunque bien mirado, toda la ciudad era un inmenso prostíbulo que se encaramaba hacia la roca.
—Todas esas luces señalan las casas de las hieródulas —comentó Ticio Justo mientras, al ir apagándose el día, se encendían una tras otra antorchas y linternas por la campiña, hacia la falda del cerro.
Gayo poseía una casa y unos huertos en el arranque de la ladera. La fachada principal miraba al sureste y, frente a ella, las villas de las mujeres, sacerdotisas de Venus, recibían visitas constantes. Hoy se preparaba una fiesta. Música y gritos, risas. Más arriba, había un templo pequeño dedicado a la sagrada venalidad.
—En el Acrocorinto, en tiempos antiguos, hubo un templo dedicado a Afrodita —le explicó Ticio—. Roma no quiso reconstruirlo. Dejó que se construyera uno pequeño aquí; y otro más abajo, en la plaza. Se dice que Afrodita, nacida de la espuma para el amor, al llegar a Corinto, se vistió con un peplo transparente, pintó sus ojos con azogue, dio color a sus mejillas y rizó sus cabellos. Dejó de llamarse Urania para llamarse Pandemos, Calipigia, de nalgas admirables, amiga de las risas, que incita al estremecimiento, al delirio irrazonable.
—¿Y por qué Roma no quiso reconstruirlo? Hubiera podido ser magnífico, como en Atenas…
—El culto a Afrodita (a Venus) hubiera llenado la ciudadela de prostitutas y de gente indeseable. Ahora el cerro viene a ser un reducto donde la guarnición se mantiene al margen de las costumbres y de los «aires» de la ciudad. Los legionarios que precisan de los favores de Venus bajan de la fortaleza y se dispersan por la ladera, pero el procónsul no tiene a la legión de rameras que sirven a la diosa en su propia casa.
—Ya veo. No es mala política.
—Claro que ahora proliferan altares por toda la contornada… también en el ágora.
—¡Mira allí! Parece que hay organizada una procesión —Onésimo señalaba una hilera de teas que zigzagueaban colina arriba.
—Se dirigen a un altar. Con el rito y la invocación a la diosa, un energúmeno se convierte en un suplicante y su esposa, en casa, contenta, piensa que es un hombre piadoso.
—No creo, Ticio. Ellas, por su lado, harán lo mismo.
—No entre los griegos que guardan las tradiciones. Son los extranjeros y quienes han adoptado las costumbres de Roma quienes más practican el culto a Venus. En cualquier caso, suele durar poco esa especie de justificación y consuelo religioso, pues Psique es implacable. En Ática, la dimensión de los santuarios a Asklepio es proporcional al número y calidad de los prostíbulos: el Asklepión se amplía constantemente.
Al llegar, había cierto revuelo en la terraza. Crispo estaba en casa de Gayo. Envuelto en una manta, miraba el desfile. La visión cercana de aquellas ménades y sátiros —aulos, liras, panderos, cascabeles— llevó en volandas a Onésimo a los aires de Frigia.
De pronto, oyó tronar la voz profunda de Crispo:
—Oíd esto, vacas de la Argólida, que moráis en el Acrocorinto, las que oprimís a los débiles, maltratáis a los pobres y decís a vuestros señores: «¡traed, que beberemos!». Vendrán días que os levantarán con bicheros, y a vuestros descendientes con arpones. ¡También para vosotros escribió esto el profeta Amós! —Y añadió—: ¡Cetáceos inmundos!
Gayo recibió a Ticio y a Onésimo.
—Crispo ha querido venir a casa, pues se han recibido noticias de Pablo. Pero no está bien; anda muy cansado y con fiebre. Al llegar aquí nos hemos encontrado con esto. —Señaló la procesión—. Alguien tendrá que acompañarle a casa. ¿Quién es tu amigo, Ticio?
Ticio presentó a Onésimo.
En aquellos momentos, los presentes se disponían a celebrar un ágape y, después, la cena del Señor.
—He conocido a algunos de los vuestros allí por donde he ido —comentó Onésimo, sentado a la mesa—. En Filipos estuve en casa de la señora Lidia…
El esclavo habló de Cibelina Miria, de Desmofilates y de Amela y Nola, También de su paso por Tiatira… No contó mucho de Frigia, del valle del Lyco. Mencionó a Epafras.
Lo ocurrido por la mañana en la calle de Lequeo, que Ticio Justo relató, divirtió mucho.
—Onésimo, ¿dices que llevas un documento de la sinagoga de Sardes? —preguntó Gayo de pronto.
—Sí, fue expedido contra la de aquí, la de Corinto. Es una cantidad de dinero recibido de mi padre en herencia.
—¿Qué dices tú, Erasto? ¿Crees que en la Procura podríais certificar la validez del documento?
—Desde luego. Y nuestra peritación es definitiva. Es probatoria ante el juez. La ciudad también se financia de la sinagoga, como todas las ciudades del imperio, y estamos acostumbrados a revisar ese tipo de documentos. Muchacho —se dirigió a Onésimo—, si traes ese pagaré, mañana mismo lo vemos.
Crispo se le acercó al oído y susurró:
—Es el tesorero de la ciudad: toda una autoridad en Corinto —le aclaró, señalando discretamente a Erasto—. ¿Estuviste muchos días en Sardes?
—No muchos. En cuanto pude, me fui a Pérgamo donde caí enfermo —respondió de forma evasiva.
—¡Has corrido mucho, Onésimo! ¿Adónde vas? ¿Te queda mucho para llegar a tu destino?
—Iré a la Arcadia y al monte Cilene. Después, no lo sé.
Mientras Onésimo se volvía hacia su plato de coles, Crispo se dirigió a Gayo y en voz baja le dijo:
—Por el amor de Dios, Gayo, sé prudente. ¿No querrá meternos este joven en un nuevo enredo con la sinagoga? Mira que ya estamos muy escarmentados.
—Descuida, Crispo. Me informaré de cómo es este muchacho.
—De la sinagoga de Sardes, no es bueno ni el dinero, Gayo —insistió el anciano Crispo.
A cara descubierta
Terminado el ágape, los fieles de Pablo de Tarso despidieron al resto de los comensales y permanecieron en la mesa para seguir privadamente sus ritos. Onésimo se quedó solo. Estuvo cepillando a Pammé, que buena falta le hacía, en la parte de atrás de la casa, el tiempo que duró aquella otra cena breve y restringida. Contemplaba los dos mares a la luz de la luna. Sus amigos cantaban himnos en una habitación del piso superior y él, sin apenas percibirlo, se entregó a los recuerdos, y se atormentaba porque le costaba mantener en la memoria el hilo de uno solo: se le atropellaban con facilidad, enredados, como los pelos del perro en el cepillo.
Desde su salida del valle del Lyco habían trascurrido ya algunos meses. Ni era libre, ni era inmortal.
Pero había vivido a su aire. No estaba seguro de que aquella independencia, de la cual sin duda disfrutaba, fuera parte de la libertad que anhelaba; pero esa misma autonomía alimentaba sus aspiraciones y fortalecía su voluntad de perseverar en su empeño. Ahora bien, en cuanto aflojaba el peso de la bolsa se esfumaba su seguridad, y notaba que su independencia se ponía en grave riesgo. A la salida de la sinagoga, ante la actitud equívoca y torticera del arquisinagogo Ragel, había vuelto a experimentar la angustia del desamparo; como en Filipos, al comprobar que le había volado el dinero.
Pero aún más le inquietaba una resonancia que la memoria le traía de vez en cuando, un recuerdo incisivo y doloroso: «De todas formas, yo estaré contigo… Volverás, Onésimo, y me impondrás las manos. O yo iré a buscarte», le había dicho Anestión de Sardes después de haberle hecho jurar.
Habían cesado los cantos rituales sin que Onésimo se apercibiera. Pammé sí lo hizo, y se incorporó al advertir la llegada de Gayo y Ticio Justo.
—Onésimo —al oír a Gayo dio un respingo—, Crispo no está bien. Le ha subido la calentura, debe meterse en cama cuanto antes. Ticio le hará compañía esta noche. Tú puedes quedarte aquí. Mañana alguien relevará a Ticio y él te podrá acompañar a la oficina del tesorero Erasto para que vea tu pagaré.
Todos marcharon a sus casas. La luna se había levantado sobre la vertical del istmo. Allí quedaron Onésimo y Gayo, un matrimonio que atendía la casa y sus dos hijos, uno de ellos un muchacho adolescente llamado Fulgens y el otro que todavía gateaba.
—Gayo, quiero agradecer tu hospitalidad. Lo mismo que le dije a Ticio cuando me ofreció su casa a ti te digo: cierto es que junto a vosotros a veces encuentro palos, pero siempre cobijo y afecto…
—Me ha contado Ticio Justo cómo os conocisteis y que descubriste bien pronto los contrastes del istmo. ¡Ya ves lo divertida que puede llegar a ser la vida en Corinto!
—Desde que salí de mi tierra he ido tropezándome con personas que han salido a mi encuentro —siguió Onésimo— y me han abierto la puerta de su casa. Han resultado ser siempre seguidores de Saulo de Tarso y el Nazareno, a quienes vosotros adoráis.
—Debo hacerte una precisión, Onésimo. Nosotros sólo adoramos a Dios. No adoramos ni seguimos a Pablo. Seguimos a Jesús de Nazaret, que es el Ungido y la Palabra de Dios. Pablo es quien nos ha transmitido el Evangelio, la Palabra. Por eso es un personaje tan importante: como un padre y una madre. Pablo es hechura de esa Palabra. Es el depositario de un mensaje del que nos nutrimos. Y nosotros, bajo su tutela, esperamos llegar como él a seguir de cerca a Jesús.
—No sé si entiendo mucho de estas cosas —dijo sencillamente Onésimo.
—Intento explicarte por qué son para nosotros tan excitantes y veneradas sus noticias y sus cartas; por qué esa expectación por todo lo que Pablo hace y dice. Recibimos de él no sólo cartas directamente escritas a nosotros; también copia de cuantas se escriben a todas las comunidades. ¿Ves? Ésta es una copia de una carta escrita a las gentes de Galacia. Acaba de llegar.
Desenrolló la carta.
—¡Viene con el sello del episcopo de aquella comunidad! —se dijo alborozado—. ¡Sin correcciones ni anotaciones! ¡Ya era hora!
—¿Galacia? Todo empezó con unos gálatas… —dijo Onésimo por lo bajo y con la cabeza en el puerto de Atalya.
—Pablo no dibuja una letra sin un sentido que vaya más allá de lo escrito —decía Gayo mientras miraba la carta—. También me ha hablado Ticio Justo de tus inquietudes, de tus esfuerzos en pos de la inmortalidad…
—Sí. Quisiera conocer más cosas acerca de los trabajos que debo realizar para llegar a la inmortalidad. Se dice que vosotros conocéis el camino… ¿No os llaman la secta del Camino? Ticio Justo me dijo que me enseñaría.
—Tú ya eres un ser inmortal. No necesitas de las explicaciones de Ticio para creerlo. A propósito, ¡pasaste por Atenas! ¿No te enseñaron allí algo de esto los filósofos?
—¡Los filósofos…! —suspiró.
—Nosotros, más que hablar de la inmortalidad, te hablaremos de resurrección; y de la certeza que tenemos de que el mismo que resucitó a Jesús, el Cristo, también nos resucitará a nosotros. Sólo sabemos qué hemos de hacer (eso es el Camino) para que un día el Señor obre ese prodigio en nosotros.
Al ver la mueca de Onésimo, Gayo siguió:
—¿Tú también te vas a carcajear? En Atenas se burlaron de Pablo. —Se puso serio—. A la sabiduría de los hombres le es imposible digerir la idea de que seremos liberados de las ataduras de la corrupción, sacados de nuestras sepulturas y llevados de una forma inefable a la presencia del mismísimo Dios, a quien podremos ver cara a cara.
—Por respeto a ti no me reiré. Pero pensar en una resurrección de huesos y de cadáveres putrefactos resulta muy atrevido para encarar la cuestión de la vida y la muerte… Pasar de lo corruptible a lo incorruptible… ¿En virtud de qué? La muerte nos instruye a diario. No tenemos la experiencia de algo incorruptible en el hombre.
—Por eso hablamos de resurrección y de la fuerza capaz de provocarla, Onésimo. Con su muerte y su resurrección, Cristo ha conseguido para nosotros que lo que era corruptible llegue a ser incorrupto y lo que era mortal, inmortal. Y eso sucederá el día que el Señor tiene previsto para cada uno en su providencia.
—Es un discurso difícil de aceptar, Gayo.
—Lo comprendo. Pero no lo es tanto si piensas que ya hay en ti algo inmortal que convive con lo mortal.
—No creo en ese algo inmortal de lo que hablas. La inmortalidad sólo sería aceptable si tuviéramos experiencia de que hay algo en nosotros que permanece tras la muerte. Pero ¿qué quedan sino cenizas?
—Mira la cuestión desde este punto de vista: durante la vida, el hombre dispone de opciones diversas entre las que escoge; pero ante la muerte no las tiene. Se renuncia a algo y se escoge otra cosa; excepto el morir. ¿Verdad, Onésimo?
—Es cierto. Ante la muerte no hay alternativas. Se te lleva aunque protestes.
—Por eso es importante tenerla bien presente: para que la vida no nos confunda con la riqueza de posibilidades que nos presenta de continuo, no sea que, llegado el momento de morir, se nos pueda ocurrir como una opción posible que quizá podamos disponer de un día más y seguir vivos como estamos.
—¿Por qué, Gayo? Nadie tiene un día más cuando llega su hora… Todo el mundo lo sabe.
—Sin embargo, ¿no te parece que somos muchos los que vivimos como si fuéramos a disponer de un día más, sin pensar que llegará de verdad nuestra hora? ¡Cuantos hay que construyen y decoran las paredes de sus casas como si fueran a vivir en ellas eternamente, y engullen la comida y fornican y se divierten y se esfuerzan por exprimir la vida como si fueran a morir aquella noche!
—No te entiendo, Gayo. Entiendo que la gente es despreocupada, pero ¿qué tiene que ver esto con la inmortalidad?
—En el fondo pensamos, aunque nos aferremos a una convicción aparentemente irracional, porque va contra toda evidencia, que de la misma manera que la naturaleza y la vida nos proporcionan diversas posibilidades para satisfacer nuestros sentidos y nuestras aspiraciones: la amistad, los afectos, las cadencias musicales, las magnitudes en el espacio, la diversidad de formas y colores… también pueden manipular y alargar nuestro tiempo, quizá indefinidamente. Acariciamos secretamente la aspiración de que la naturaleza complacerá nuestro anhelo de vivir un día más, un poco más. Incluso le pediríamos que nos permitiera movernos por el tiempo con la misma versatilidad con que lo hacemos en otras dimensiones: ahora arriba, ahora abajo; delante, detrás y de nuevo delante; dentro, fuera y otra vez delante. Imagínate: movernos en el hoy y el mañana, y volver al hoy o al ayer… Pero no. En todo hay opciones excepto en el tiempo: en esto, la vida es inexorable.
—Me parece que ahora entiendo un poco más qué quieres decir… El tiempo te empuja decidido a tu momento, sin alternativas, sin ese tiempo de más que algo en ti reclama…
—¿Qué es un día más, Onésimo? Podemos pedir a la vida cada día un día más. ¡Es lo mínimo! ¡Tantas cosas nos da! ¡Son tantas las posibilidades que tiene la vida…!, ¿por qué no un día más, una estación más, un año más? En el fondo es lo que espera aquello que de mortal hay en nosotros, para asegurarse de que lo que hay también en nosotros de inmortal e inmutable no se trunca también de repente… Pero el día llega.
—En efecto; llega y… ¡se acabó!
—No. No se acabó. Morir es iniciar ese día más. Iniciar el día sin final en el que aquello que hay de inmortal en nosotros simplemente seguirá viviendo, desprovisto de lo mortal por un tiempo: hasta que el mismo Dios, por su poder, vuelva a devolvernos lo que de nosotros quedó en la tierra. Lo que de nosotros fue creado corruptible no puede ser transformado si no es por la resurrección. Pero primero debe corromperse.
Gayo miró a Fulgens, el muchacho, que cabeceaba de sueño. Advirtió a la madre, que le acercó un cojín para la cabeza y le ayudó a recostarse. Gayó siguió:
—Pero ¿qué es para ti morir, Onésimo? Tú también padeces esa enfermedad que a todos nos afecta: no nos resignamos a desaparecer. No nos conformamos con ver desaparecer para siempre a quienes amamos. ¿Dónde te encontraré?, nos preguntamos ante el cuerpo inerte y frío del amado muerto, ¿cómo podré proseguir contigo esa conversación íntima que nuestro amor mantiene desde hace tantos años? Queremos poder seguir siendo, y ya encontraremos la mejor manera de estar, de permanecer. Buscamos simplemente prolongar nuestra vida porque hay algo permanente en nosotros capaz de mantenerse eternamente en el tiempo: un día más, un poco más, otro poco más…
—Todo cambia alrededor; yo mismo: Onésimo niño, púber, adulto… y un día seré anciano. Y, a la vez, algo en mí permanece: siempre soy Onésimo. Es cierto. ¿Permanecerá después de la muerte aquello que hay permanente en mí? No lo sé, Gayo, desconfío.
—Lo decisivo es saber qué va a ser de ti y de mí cuando todo haya cambiado de una forma tan radical que nada corruptible subsista… Buscar una respuesta es lo que hacemos cada mañana. Cada uno a su manera y todos de la misma manera: hay que levantarse del lecho con las primeras luces, el trabajo… Las gentes nos entontecemos con las cosas. Pero eludir la cuestión no desvanece el problema.
—Lo indagué en Atenas —confesó Onésimo—. Pero la respuesta era siempre la misma; la muerte, se dice allí, no es una cuestión relevante. Cuando ella esté, yo no estaré, y cosas por el estilo…
—Hay espíritus que se deslizan hábilmente por la superficie del pensamiento y cautivan con volatines y cabriolas a los cándidos. Después, no soportan un discurso riguroso sobre el dolor y la muerte, por ejemplo.
—Sobran sabios en Atenas, Gayo.
—Nunca sobran los sabios, Onésimo.
—Pues quizá los de Atenas últimamente ocupan demasiado tiempo en cobrar a los alumnos, pagar sus impuestos, mantener su prestigio y participar en largos simposios pantagruélicos que no dejan tiempo para las horas de reflexión. Claro que no debe de ser fácil especular sobre la naturaleza del conocimiento mientras se regurgita entre eructos por una mala digestión.
Gayo se echó a reír. Onésimo no podía disimular su irritación cuando hablaba de su experiencia académica.
—¡Onésimo, eres cáustico! Supongo que te habrán hecho padecer…
—Sobre todo, me han desplumado. ¡Son sabios en desplumar!
—Bien. Ahora estás entre amigos. Aunque aquí, entre amigos —enfatizó— el que no trabaja no come… Incluso entre los nuestros, aunque uno venga del mismo Jerusalén a profetizarnos sobre la próxima venida del Señor, si a los dos días, todo lo más tres, no está en su tajo, se le da pan para el camino y, con toda caridad, se le enseña la salida.
—No me imaginaba que fuerais tan expeditivos…
—De modo que, Onésimo, no se trata de la sabiduría de los hombres. Se trata de lo que Cristo consiguió para todo el género humano, hombres y mujeres, esclavos y libres, judíos y gentiles: la liberación de las ataduras del pecado y de la muerte.
Gayo hizo una pausa larga mientras Onésimo daba muestras de intentar comprender su punto de vista. Después siguió:
—Pablo lo explica en esta carta. —Señaló la membrana escrita que había enviado a los de Corinto—. Cristo Jesús, por el bautismo, nos hace partícipes ya en esta vida de su propia vida; y esa vida que se manifiesta en nosotros hace que todos, a cara descubierta, reflejemos como espejos la gloria del Señor y nos transformemos en esa misma imagen, cada vez más gloriosos…
—¿Ticio también la refleja? —preguntó Fulgens, que se había despertado cuando se pronunció el nombre de Pablo.
—Bueno, de Ticio Justo… ¡hum!… no estamos seguros.
Los padres se echaron a reír ante la pregunta del joven, y todos se contagiaron.
—¡Vale ya! Es hora de dormir —ordenó Gayo.
—Háblame de la resurrección, Gayo. ¡No me lo terminas de explicar!
—La resurrección es la garantía de que todo tu ser, en la inmortalidad, gozará del amor de Dios.
—¡Uf!!… No sé qué quiere decir esto, Gayo.
—Porque aún no entiendes el amor de Dios. ¡Ahora, a dormir!
Onésimo se retiró, cansado. Había escuchado muchas ideas, todas difícilmente asimilables; palabras que requerían un tiempo de maceración para ser tragadas. Se desnudó para meterse en la cama. Mientras tanto, pensaba: «“Lo que de nosotros fue creado corruptible, no puede ser transformado si no es por la resurrección. Primero debe corromperse”. Si son ciertas las palabras de Gayo, aquello que pudiera haber de inmortal en nosotros no posee fuerza y virtud suficientes para convertir lo corruptible en incorrupto. Sólo Dios, que prueba su poder en Jesús, que murió y resucitó, posee el poder de regenerar los despojos del hombre. Creo que voy entendiendo… Anestión y los Libros aseguran que otros también lo poseen y que se transmite por la imposición de las manos. ¿Gayo tiene ese poder regenerador? ¿Y Crispo, del que tanto me hablan? Desde luego, si lo poseen, no entiendo cómo viven. Quizá lo ocultan a los advenedizos… Por eso Anestión me incitaba a que me convirtiera en uno de ellos, y me sigue empujando con ese eco profundo que me atormenta. Él está ahí. ¿De dónde si no proceden tantos encuentros aparentemente casuales con estas gentes de la secta del Nazareno?».
Onésimo se acostó con la piedrecita blanca en la mano y durmió profundamente. Pammé, no: permaneció echado a sus pies, vigilante el resto de la noche.
Menahem, el siervo judío corpulento y tardo, dispuesto a cumplir su encargo, se aproximó a la casa. La luna le dejó ver la silueta del perro en pie frente a la puerta, en silencio, mirándole. Al percatarse de la presencia del animal, dio media vuelta y se fue. Aquél no era el momento.
Al alba, Gayo y sus domésticos iniciaron el rezo de sus oraciones y entonaron salmos mirando a levante como solían. Onésimo, despierto desde muy temprano, se había aproximado hasta una distancia prudente para escucharles. No pudo evitar revivir de nuevo la ceremonia de la boda de Armita, la hija de Filemón, y Sedas en la colina, más allá de la granja de Colosas.
—La salida del sol cada mañana es un vestigio de la resurrección de Cristo, Onésimo —le dijo Gayo al cruzarse con él, acabadas las plegarias—. Dios, en su sabiduría, nos ha regalado esta imagen de la naturaleza, esta alegoría, como un anticipo de su gloria. Ahora mira a poniente. Esta tarde, cuando el sol caiga sobre el mar y todo se encienda, cuando se vea envuelto en sangre, nos dirá que murió por nosotros y que bajó a los infiernos para romper las cadenas que nos mantenían atados a la esclavitud del pecado y de la muerte. Esto es lo que tiene el istmo: ¡Qué se ve muy claro! Aquí la naturaleza nos habla con transparencia, de sol a sol, de la presencia del Señor: cada día, Helios, firme en su camino, nos lo confirma; y los aires, variables y caprichosos, intentan desorientarnos.
Onésimo no veía nada claro, pero no abrió la boca. Eso sí, apreciaba la fuerza de aquellas convicciones. Se entretuvo en seguir el vuelo de unas ocas sobre el itsmo, de un mar a otro; y en su recorrido observó que por la ribera del arroyo se aproximaba un jinete. Era Ticio Justo, pues no había otro en Corinto que a aquellas horas de la mañana fuera tocado con un petaso como aquél.
Crispo había pasado bien la noche y la fiebre había remitido. Éstas fueron las noticias de Ticio Justo al llegar.
—¿Quién ha ido a relevarte? —le preguntó Gayo.
—El joven Diotrefes. Me ha pedido que vuelva cuanto antes o que busque quien le sustituya, pues tiene algunas ocupaciones que no puede posponer…
—Diotrefes siempre tiene asuntos propios… Bien, resolveré esto en seguida.
Un pagaré muy legal
Onésimo y Ticio Justo aparejaron las mulas y salieron hacia la procuraduría de Corinto donde Erasto, el tesorero, les esperaba. Menahem, el tipo mostrenco, vigilante desde la víspera, los siguió por las sendas de los altozanos que acompañan la ruta de Sición a la ciudad. En todo el trayecto no los perdió de vista.
A aquellas horas, cuando la luz es tan sólo un tenue reflejo gris sobre las neblinas mañaneras, los caminos estaban concurridos. Los proveedores de la ciudad allegaban sus mercancías y los viajeros iniciaban su jornada. El sicario pensó que sería más fácil acercarse en los arrabales, en alguna de las barriadas donde la escoria suele refugiarse de las levas y las capturas para las galeras; donde nadie mira, ni oye, ni sabe.
En cuanto se aproximaron al costado de las eras, puerta de las calles proscritas, Menahem inició una carrera para abatir a los viajeros. Bajó galopando el camino y entró en la calzada. Antes de que Onésimo y Ticio, distraídos en su conversación, llegaran a escuchar el claveteo de los cascos sobre las losas, Pammé sintió el trepidar del suelo. El perro se revolvió fiero y se puso a ladrar. El animal frenó bruscamente su galope y levantó las patas de delante. El jinete cayó al suelo, y la caballería salió en estampida. Frustrada la sorpresa y amenazado por el perro, Menahem se alejó corriendo tras la jaca.
La escaramuza duró lo que un rayo, pero Ticio pudo reconocer al agresor.
—Ése era Menahem, un sicario de la sinagoga. Iba a por ti, Onésimo. No quieren pagarte lo que te deben.
—Entonces ¿tendré problemas para recuperar mi dinero?
—No sé, Onésimo. Si el documento está legalizado no creo que la sinagoga se atreva a rechazarlo. Los problemas pueden venirte después.
—¿Qué quieres decir?
—Que, sabiendo que llevas una fortuna en la bolsa, no te dejarán en paz.
Aceleraron el paso de sus mulas. Frente al edificio de la Procura General, junto al Senado, quedaron las caballerías y Pammé.
—Han intentado quitárnoslo —explicó Onésimo al entregarle el documento a Erasto.
—Estamos vivos gracias al perro —intervino Ticio Justo.
—¿Habéis visto a los ladrones?
—Era Menahem, ese tonto enorme que sólo obedece a Ragel.
—Recibirá veinte azotes en cuanto le pongamos las manos encima —determinó Erasto.
—Más se los merece el arquisinagogo.
—Tienes razón, Ticio Justo —concluyó Erasto—. Bien, volvamos a este pagaré. Esperad aquí.
El documento pudo ser cotejado con otros de la misma sinagoga de Sardes que obraban en los archivos de la Procura y fue autentificado por los peritos. Hubo que pagar el importe de un acta y las tasas de legalización. Ticio Justo lo hizo por Onésimo. Erasto los acompañó afuera.
—Podéis ir a ver a Ragel con esta carta de la Procura —les dijo—. Está obligado a hacer efectivo el importe de inmediato. Nada de un mes, ni siete días, ni mañana… Además, tiene la sinagoga enlosada con estáteras de oro. Detrás de vosotros irá la Procura a cobrar el impuesto correspondiente. Posiblemente os maldiga. —Y añadió, divertido—: Enseñadle el perro…
Ticio Justo y Onésimo salieron derechos a la sinagoga. Encontraron la puerta entornada y Onésimo entró. En el atrio le recibió el murmullo de las lecciones. Dio dos palmadas y las voces callaron. El mismo siervo que le había atendido la última vez salió de una puerta lateral. Llevaba un guardapolvo y algunos trapos en la mano.
—Decidme qué deseáis.
—Es preciso que vea ahora mismo a Ragel.
—Está dando sus lecciones. Tendréis que esperar a que concluya o volver más tarde.
—Dile que detrás de mí viene Erasto, el tesorero de la ciudad.
El arquisinagogo dijo algo ininteligible desde dentro de la sala. Tras un momento de silencio se reanudó la salmodia y apareció Ragel, pálido, en el patio.
—¡Salud, rabí! Aquí está el pagaré que te mostré el otro día. —Onésimo adelantó la mano con el documento—. Te adjunto una carta de la Procura y el certificado de autenticidad. El propio Erasto, procurador general, me ha informado que tienes la obligación de hacerlo efectivo a la presentación. Sin demoras. Si quieres más garantías, avisa ahora mismo a tus interventores. Nosotros… ¡Pasa dentro, Ticio Justo! —gritó—… esperaremos aquí.
—Es que ahora… Convendría que antes de…
—Ragel, prepárame el dinero. O aviso a Pammé, que aguarda afuera, y después a los lictores.
—¿Pammé? ¿Quién es Pammé?
—El que ha puesto en fuga a tu sicario…
Onésimo era rico de nuevo. Volvía a sentirse seguro. Cuando montó sobre su mula y se acomodó sobre la silla, Ticio Justo, que le observaba, no pudo menos que decirle:
—Amigo Onésimo, cabalgas sobre un burdégano, no sobre un alazán. ¡Cualquiera diría! Si ayer mismo te revolvías entre la mierda… ¿A qué vienen esos aires?
Onésimo se sonrojó e intentó justificarse:
—¿Cómo puedo pensar que soy un ser inmortal, como intenta convencerme Gayo, si cada vez que me siento pletórico he de verme sentado sobre las baldosas de la calle de Lequeo, envuelto en estiércol y rodeado de gentes que se mofan de mí, entre ellos el ínclito Ticio Justo? ¿Por qué has de ser tú ahora quién me lo recuerde?
—¿Por qué? Porque en lo que ha sido pasar de la sexta a la nona, la bolsa que llevas te ha cambiado la cara.
—¿Y qué? Ayer era un desgraciado. Hoy mírala: ¡Repleta! Vuelvo a ser Onésimo de Colosas…
—¿Hasta cuándo? ¿Hasta que se vacíe de nuevo la bolsa?…
Onésimo se había disgustado. Sabía que el oro le daba seguridad por una temporada. De esto era incluso capaz de hablar y discutir. Pero en esos momentos una presencia sutil, incrustada en su memoria, le susurraba aquella resonancia intermitente de la que no hablaba con nadie y que a veces le producía terrores nocturnos. Calló. Paneguiristés lo había descubierto en sus sueños febriles. La piedra blanca en su mano le aliviaba y seguramente la hierba moly le ayudaría a acabar con esa pesadilla. Cabalgaron juntos un trecho hacia el mercado. Pammé ladró a su amo. Onésimo reparó en la necesidad de tomar una decisión y, dirigiéndose a Ticio, dijo:
—Vayamos a las termas, nos relajamos y hablamos, Ticio Justo. Después, debo seguir mi camino hacia la Arcadia.
—Es la hora nona, Onésimo y he de volver a Sición. Tengo trabajo en casa. Vamos allá. Así podrás hacer cuentas conmigo: me devuelves el importe de lo que costó el certificado y las tasas, y mañana, con la fresca, inicias de nuevo tu marcha. Yo te acompañaré hasta el camino de Cilene. Después debo ir a casa de Crispo.
Onésimo asintió. Ni se acordaba del dinero que debía. Retrasaría un día más su llegada a la Arcadia. En silencio, rico y malhumorado, siguió a Ticio Justo.
—Las familias en Israel pasan hambre. Hemos preparado una colecta para aliviar, en lo que podamos, sus necesidades. ¿Quieres echarnos una mano, Onésimo?
—Ya me imaginaba yo…
—Hay que ver lo generosos que suelen mostrarse los que nada tienen ante quienes les acogen. Y, a veces, ¡cómo alardean! ¿No lo has observado, Onésimo, en tus correrías?
Después de un rato, Onésimo volvió a preguntar:
—Ticio Justo, ¿quién es Crispo?
—Crispo es uno de los que vieron cara a cara al Señor Jesús y no lo conocieron hasta más tarde. Si un día vuelves por aquí, él sabrá hablarte de la resurrección como ninguno de nosotros…
Onésimo cumplió con Ticio Justo. Pagó el informe de autentificación, las tasas y participó en la colecta para Israel.
Asegurar lo importante
Una vez concluida la operación del pagaré de Sardes, un correo de la sinagoga de Corinto se desplazó a Asia con la correspondencia habitual, incluyendo la copia del acta de la Procura de Corinto que garantizaba la finalización del negocio. Tras recorrer varias ciudades, llegó a Sardes.
Anestión, interesado por cuantos detalles pudiera obtener de Onésimo, se acercó a la sinagoga para interrogar al correo, que le dijo:
—El propietario del pagaré, al que llamas Onésimo, recogió su dinero. Vino acompañado por su perro, un animal negro y grande, como decía la nota que nos envió Jarán, el secretario de esta sinagoga, y por un malcarado renegado que llaman Ticio Justo. Durante algunos días estuvo en la ciudad, siempre entre los de la secta blasfema. Después, se dice que partió hacia el Peloponeso, a la Arcadia.
Anestión se alegró de las informaciones recibidas. Comprendió que el esclavo había buscado y encontrado en Corinto la presencia de los cristianos y que había sido acogido por ellos. También sabía que el contacto habitual con la secta era un riesgo, pero un riesgo necesario pues sin ellos no habría inmortalidad; por tanto había llegado el momento de asegurar los pasos de Onésimo hacia el cumplimiento de su promesa. Así pues, dispuso emisarios para recordar al esclavo sus compromisos. Además había que observar qué efectos produciría en él la moly; vigilarle para que no se entonteciera con negocios innecesarios, y evitar que se distrajera de lo verdaderamente importante: las manos, la imposición de las manos y la inmortalidad.