ASIA: ACOSADO EN EL CAMINO
De Sardes a Tiatira
Onésimo disfrutaba de la rápida recuperación de Pammé, y se animó a lanzarle palos para verle correr. Ambos estaban en forma. Al incorporarse al camino real vio aproximarse una de las muchas caravanas que desde Antioquía cruzaban los valles centrales de Frigia en dirección al puerto de Esmirna. Los carretones pasaban bajo el Tmolo, a la altura del bosque de pinos que oculta la villa de Anestión. Pronto le alcanzaron.
Los peregrinos miraron al perro y al caminante con la misma curiosidad y descaro con que él los inspeccionaba. A un carretero sonriente y a su ancha y espléndida mujer, sentada al lado, les preguntó:
—¿Quién de vosotros es el guía? ¿Vais hasta Esmirna o la caravana sigue?
—Hay quien seguirá hasta Pérgamo. Otros bajamos hacia el sur, a Éfeso. La mayoría se queda en Esmirna. ¿Adónde vas tú?
—Yo, yo…
Pammé comenzó a ladrar y a dar vueltas sobre sí mismo para indicar a Onésimo que abandonara la calzada.
—¿Qué le pasa a tu perro?
Pammé ladraba con insistencia.
—Quiere que nos vayamos. ¡Salud!
—¡Salud!… Pero ¿adónde vas, muchacho?
—¡A la Arcadia y más allá…!
Se dejó guiar por el instinto del perro y atravesó las viñas en dirección norte, siguiendo el curso del río hacia Tiatira. Antes de llegar a la conjunción de las aguas del Hermon con el Pactolo, cruzó la llanura donde los túmulos de tierra árida y las gravas protegen las tumbas de los reyes lidios. Rodeó la grande, la de Alyates, el padre del rey Creso. «Aquí los deudos amontonan la tierra y las piedras sobre sus muertos, como si quisieran evitar que los cuerpos escapen», pensó. En Sardes, una vez Eumates le contó una historia: «El polvo de oro se desliza desde las minas por el lecho del río hacia Tiatira, mientras la piedra empobrecida se amontona para acotar un profundo y desnudo recinto de muertos coronados. Los tesoros escondidos en la tierra acarician los cuerpos amojamados de los ricos: el oro escapa sigiloso dejando la escoria tras de sí. Así son las cosas, One: los dioses obligan a los potentados y a los codiciosos a trabajar para atesorar riquezas y dejar después su disfrute a quien el Olimpo quiera. Al final, nada queda en los sepulcros, sólo los muertos».
Al llegar al río, se entretuvo en la ribera harto de su saco. Ni había comprado su mula, ni se había deshecho de la ropa. Pescó truchas con la ayuda de Pammé, y buscó alguna pepita de oro escapada de la entraña del monte, que no encontró.
Al cabo de un día y medio avistó Tiatira. A unas millas de la ciudad, un parroquiano que viajaba de vuelta a casa le hizo un sitio en su carreta. Onésimo le preguntó por la ciudad, interesado en negociar la compra de alguna caballería. El lugareño aprovechó para explayarse sobre las peculiaridades de Tiatira.
—Se conoce en toda Asia por el orden que reina en sus calles y la autoridad de la gran sacerdotisa. Aquí no hay pobreza ni mendicidad; todo el mundo tiene un oficio y trabaja.
—¿Quién es la gran sacerdotisa?
—¿Eres el único en Asia que no ha oído hablar de Meter Etbaleria, insigne señora, sacerdotisa de Cibeles?
El carretero siguió ponderando las virtudes de aquella mujer que, por lo que entendió Onésimo, había conseguido controlar la ciudad desde su templo y sobre una peana de artificios: escatología en los oráculos, firmeza en la palabra y anatemas sobre los perturbadores de la paz. Con asiduidad, organizaba gloriosas orgías, cebadas por la carne de los sacrificios a la diosa, como regalo para todos los gremios de la ciudad. «Todos los días —decía a los cofrades— son buenos para fornicar. No os reprimáis, hijos, pero sed discretos».
Meter Etbaleria no se entrometía en las disputas gremiales, las supervisaba. Empujaba al asiarca a dilucidar los conflictos enconados mediante sentencias razonadas; y con la presencia de los guardias. Se complacía al ver a los ciudadanos acudir a por sus oráculos, trabajar con esmero, pagar sus tasas y aparearse sin alborotos. Tiatira, ciudad apaciguada.
—Es una ciudad pacífica y ordenada. Nadie medra a costa del vecino. Puedes quedarte aquí si sabes algún oficio nuevo o tienes algo que aportar al gremio correspondiente: un ingenio mecánico que aproveche a todos, un nuevo producto para vender en alguna lejana tierra… En fin, ya sabes. Aquí se respira libertad y orden, sobre todo orden, que es condición necesaria para vivir libremente.
Penetraron por la calle principal hacia el centro. El carretero se anudó una cinta azul en el brazo. Onésimo observó que la gente, por la calle, llevaba un brazalete de color.
—¿Qué significa esa cinta de color que lleva la gente, atada al brazo o cosida al vestido? —preguntó.
—La cinta es la señal de que se está al corriente del pago de las tasas. Todos los ciudadanos deben llevarla. Cada color representa a un gremio. Los de la cinta roja son tintoreros; los de la cinta amarilla, canteros; los de…
En cada calle, uno o dos funcionarios de la ciudad, identificados con un brazalete púrpura, atendían al orden y buen discurrir del trajín municipal. En la intersección de la calle Mayor, por la que discurría la carreta, y la perpendicular, la que llamaban calle de los Agremiados, se hallaba la oficina de recaudación.
Al llegar al cruce, Onésimo se apeó.
—¡Que los dioses te protejan en tu camino, viajero! —se despidió el carretero.
—¡Salud, amigo!
En cuanto abandonó aquella compañía y quedó solo en la calle, se le acercaron dos funcionarios. Se identificó como forastero. Educadamente le advirtieron de que no iniciara ninguna práctica profesional sin haberse puesto antes en contacto con la oficina gremial y haber pagado los derechos.
—Si tienes alguna duda, hay un gremio de actividades varias.
Con cuatro palabras le explicaron las ordenanzas a las que tenía que ceñirse.
—Si sabes leer, dispones de una copia de ellas en la plaza. Están expuestas sobre el muro del pórtico.
En Tiatira no había quien se moviera sin estar afiliado a un gremio. El gremio defendía el trabajo de la injerencia de extranjeros o del intrusismo, de los ladrones de clientes y de las operaciones por debajo del coste o con pérdidas con el fin de reventar el mercado o arruinar al competidor. El gremio establecía los precios mínimos, distribuía las cargas de trabajo y protegía los derechos de propiedad intelectual de los artistas. Protegía a las viudas y a los huérfanos. Velaba por el relevo ordenado de las generaciones en el acceso a las profesiones.
—Estoy de paso. Salgo de inmediato hacia…
—En cualquier caso debes pagar la tasa por la posesión de perro dentro de los límites de la ciudad.
—Pero…
—Llévatelo y déjalo atado a las afueras, o paga. Son dos sestercios.
Pagó.
Una legión de funcionarios hormigueaba por la ciudad. Cobraban. Verificaban las cintas de colores que lucían los transeúntes, el pago de las tasas por las caballerías y los carros, los derechos sobre la ocupación del espacio para carga y descarga de mercancias… Inspeccionaban las tiendas abiertas. Comprobaban si se realizaba alguna actividad tras las puertas cerradas.
Onésimo, agobiado, dejó a Pammé en el corral junto a la taberna y entró. Era el único cliente. Pidió que le sirvieran de la olla y vino. Tan pronto como se hubo sentado se le acercó el tabernero para preguntarle qué intereses le habían llevado hasta Tiatira.
—¿Tú podrías darme razón de Eufemio, el productor de púrpura?
—Eufemio murió. ¿Por qué lo preguntas?
—Había oído hablar de él entre los tintoreros y tejedores. —La prudencia le aconsejó callar cuanto sabía de las relaciones de su amo Filemón y su socio Antonino con Eufemio y la púrpura de Tiatira.
El vino y la holganza soltaron la lengua del tabernero.
—Al morir Eufemio, los negocios pasaron a manos de su viuda. ¡Menuda mujer! ¡A ésa la hubiera querido yo para mí y mi taberna! Más de una vez había reprochado a los asiarcas su sumisión a la bruja, como llamaba a Meter Etbaleria; ella la daba por perdida y la ignoraba, pero le descomponía ver a la autoridad a merced de sus astucias y sus engaños. Algún tiempo después de enviudar fue a verla una representación de los gremios. Su marido, Eufemio, había mantenido un enfrentamiento con los arcontes de la ciudad. Él había sabido mantenerlos a raya; tenía carácter y autoridad. «Pero tú no eres Eufemio —le dijeron a ella—. Tendrás que pagar las tasas. Dos sestercios al gremio de agricultores y recolectores en la primera década de cada mes por la extracción de la rubia. Dos sestercios por el almacenamiento y tratamiento de la raíz. Dos sestercios para el gremio de transportistas y expedidores de materias primas. Dos sestercios al gremio de tintoreros…» Lidia, que así se llama la viuda del tintorero, calló. Vendió todas sus propiedades a un rico romano de Hierápolis con el que venía haciendo negocios y se estableció en Filipos, bajo el amparo de la ley romana. Ahora desde allí comercia con toda Tracia, Macedonia, Tesalia, Epiro y hasta Acaya. Se largó de Tiatira hastiada de cánones, de tasas, de personajes dispuestos a salvar sus derechos de propiedad; aburrida de funcionarios decididos a protegerla a toda costa, incluso a costa de ella; harta de los derechos gremiales. Ella misma lo confesaba con disgusto pero sin irritarse. ¡Lidia, qué mujer!
—¿Siempre ha funcionado todo así en Tiatira?
—¡No, qué va! Empezó hace unos años. En la época en que hizo furor la producción y exportación de púrpura algunos cometieron abusos incalificables. En una asamblea se acordó regular la situación y se decidió que nadie pudiera actuar unilateralmente de forma que su actividad perjudicara a otro, «pues la libertad de uno termina donde empieza la libertad del vecino», sentenciaron con solemnidad. Para imponer ese orden se crearon gremios. Ahora Tiatira está constreñida por un enjambre de funcionarios y languidece. Los más espabilados se han ido a hacer fortuna; nos quedamos los que nos conformamos. Tenemos faena siempre, trabajamos sin sobresaltos, y disfrutamos de las fiestas que organiza la sacerdotisa, ya sabes. Aunque ya nada es lo que era.
—¿No hubo nadie que se rebelara ante eso?
—¿Por qué? Se vive bien. Eufemio previó esta forma domesticada de vivir y manifestó su disgusto. Pero a los demás nos pareció bien que se impusiera orden. Él sabía que Meter Etbaleria alimentaba estas costumbres, por eso se enfrentó a ella y a los asiarcas, pero murió tempranamente. Luego, Lidia, su esposa —¡qué mujer!—, les dijo que hay otras formas de corregir los abusos. Se encaró con la bruja y le dijo a la cara: «Te han dado tiempo para que corrijas tu conducta, te arrepientas y reorientes al pueblo, pero no quieres». Y a las autoridades: «El que escudriña la mente y el corazón herirá a tus hijos de muerte». Sabía que el pueblo, sin vigor, se corrompía y acabaría por desaparecer. Después habló a las gentes y les dijo: «Retened y conservad lo bueno que os queda; yo me voy. Escuchadme bien: esto que os digo se os volverá a recordar más adelante. Entonces será más doloroso».
—Y ¿no hubo reacción?
—En un primer momento nos envalentonamos; pero al poco tiempo, después de haber pagado, nos amansamos. Lo cierto es que no comprendimos del todo qué quería decir Lidia. Sus palabras tenían el tono de un oráculo. Por eso pensé mucho sobre su significado y, tal como te he explicado, creo que las he ido entendiendo. Después, otros también han entendido. Pero ahora es tarde: Tiatira está atrapada. Hay que seguir pagando… Cuando nos miramos unos a otros, coincidimos en que cada día será más doloroso.
—En fin, cantinero amigo. ¿Cuánto debo por la comida y el vino?
—Dos sestercios y dos ases.
—¿Dos sestercios y dos ases? ¡Es un abuso!
—En realidad la comida y la bebida no valen más que dos ases. El resto es un impuesto para el gremio.
—Ya. ¡El gremio!
Onésimo apuró el vino, recogió cuanto de comestible había quedado sobre la mesa —las migas, los huesos— para Pammé, pagó, se despidió del cantinero y salió a la calle.
Escapó de aquella ciudad donde a cada paso le preguntaban qué había ido a hacer allí: si pretendía quedarse a ejercer algún oficio, vender o comprar, explicar virtudes morales, alguna nueva ciencia; o establecerse para la práctica de la adivinación. Al abandonarla pensó: «Tiatira no es sitio donde encontrar la libertad. Si la ciudad no ha sido lugar conveniente para aquella mujer indómita y fuerte, que sabía bien de los derechos que le asistían, tampoco lo ha de ser para mí».
Onésimo escogió la ruta cómoda entre los montes para proseguir su viaje hacia Pérgamo. El camino bordeaba la sierra que establece el límite con la provincia de Mysia antes de morir en el promontorio de Canae, junto al mar. El cielo se encapotó a media tarde. El Olimpo se agitaba con una ensordecedora algarada divina. Zeus inició un espectáculo de rabia y luz por los cielos. Antes de oscurecer, llovía intensamente. Pammé desapareció, y sin más refugio que su cobertor, Onésimo, aguantó en cuclillas y sobre una piedra la descarga de agua durante el resto de la tarde y parte de la noche. Cuando sintió pausarse el goteo, volvió al camino en busca de algún lugar donde apoyar la espalda y dormir un rato. Un par de millas más adelante encontró una borda de aperos. Bendijo a los dioses mientras se echaba sobre el suelo húmedo, pero no logró dormirse: le atormentaba la idea de que alguien con una cinta púrpura apareciera de un momento a otro y le dijera: «¡Dos sestercios!» Onésimo tenía pesadillas…
Pérgamo
Pérgamo, ciudad sobre la colina, vigila como un hortelano la vega que riega el Caicus. El mar se halla a menos de una jornada.
Onésimo llegó a la ciudad al caer el día, a esa hora en que el cielo cambia al color que nadie puede describir; tenía frío y estaba destemplado. Las ráfagas de aire salino que llegaban del mar le producían un hormigueo en los ojos, le hacían llorar y los dientes le castañeteaban. Rendido, subió con su fardo hacia la ciudadela en busca de un refugio, del amparo de los dioses.
—Pammé, sufro calenturas —le dijo al animal, que avanzaba a su lado—. Estoy enfermo.
Amo y perro se miraron.
Mientras ascendía, contempló la majestad de la Acrópolis, sus perfiles de oro contra la tarde que se extinguía. El sol se reflejaba en las negras entrañas del tártaro entre destellos de sangre. A punto de alcanzar la cima, casi a los pies del altar de Zeus, Helios se ocultaba inexorable. Señalaba el punto de destino, la puerta del Hades. Onésimo, hechizado por el sol poniente, reafirmó su voluntad de mantener el rumbo: a sus ojos, aquella belleza manifestaba que algo grande había sido preparado para él desde siempre.
Tras dejar atrás el vértigo del anfiteatro, conquistó con dificultad la cima, donde las divinas piedras del templo de Atenea soportaban hieráticas el embate del viento. Ante el mármol insensible, modelado refugio de los dioses, Onésimo tiritaba: tenía la piel ardiente; la nariz, obstruida; la garganta, agrietada; y una tos persistente y seca. ¡Tanta magnificencia esculpida, frente a su débil aliento! Se dejó caer en una esquina entre el muro y los escalones de acceso al recinto de la biblioteca. Desde allí, acurrucado, podía observar a sus pies el altar de Zeus. Febril, envuelto en su abrigo, se debatía entre la realidad y las alucinaciones. En seguida se quedó dormido. Antes del amanecer, le despertó una conversación al otro lado del muro.
—Pasará por aquí —decía una voz—. No se detendrá ante el altar.
—Descuida, Caleb. Sólo tengo que pasarle el punzón por la espalda. Dará cinco pasos y caerá muerto ¿Qué hago con sus cosas? Siempre va cargado de rollos y libros.
—Los documentos me los entregas; la monedas, no. No me importa lo rico que te hagas con su dinero: es dinero de sangre. Yo te pagaré lo estipulado. Deja esta moneda en los escalones para que la encuentren en manos de alguno de esos harapientos que vienen por aquí a cobijarse bajo la protección de la diosa. La moneda es tan rara en estas tierras que servirá como prueba inculpatoria.
Onésimo se preguntó si estaba soñando. No podía moverse, incorporarse para ver. Cuando alguien lo recogió, deliraba: «¡Caleb, Caleb…!».
—¡Pore fine! Llevas teres días doremiendo y diciendo tonterías.
—¿Quién eres? ¿Qué me ha pasado? ¡Oh, me duele todo! —Intentó incorporarse.
—Te liberaste de las fieberes, pero estás débil. Llevas teres días sin comer. Es noremal que te duela todo. Tu perro no s’a movido de tu lado. Es un güen perro. Tienes que tomarete esta sopa. Después, si quieres, come algo del caldero. ¿Cómo te llamas?
—Onésimo. Gracias por tus cuidados. ¿Quién eres, amigo, que así te has ocupado de mí? Te pagaré por tus desvelos.
—Paneguiristés, me llamo Paneguiristés.
Onésimo recobró el color en la tez gracias al esfuerzo por contener la risa. Nunca había escuchado una forma de hablar tan graciosa y efectista. Le estaba muy agradecido y debía comportarse. Mientras procuraba incorporarse, oculta la cabeza entre los brazos, miró a Pammé con un guiño. El perro, se levantó y aulló prolongadamente.
—¡Vaya, vaya, el perro s’a puesto conetento, de verete güeno!
—¿Dónde estoy? Recuerdo que subí hasta la Acrópolis.
—Allí te recogimos, hecho una pena. Ahora estamos en la ciudade baja. Pero estas fieberes en un hombre joven y fuerete como tú no son garaves. Hay que engañaralas, animaralas con firiegas a que le dejen a uno cuanto antes. A los teres o cuatro días se van a joder a otoro. En cambio si te pillan mayor, se te llevan. ¡Emisarias de las Parcas que engorodan con los ancianos y los débiles! ¡Fieberes mariconas! —exclamó con solemnidad.
Onésimo, que sorbía de la escudilla de sopa, atacado por la risa, no pudo seguir.
La convalecencia fue breve. Antes de partir, agradeció a Paneguiristés sus cuidados y cogió la moneda de oro que había sobre su fardo para entregársela. Discutieron por el pago de la atención recibida, pues para aquella alma a la que se le deslizaban las vocales por el paladar, una estátera era una cantidad excesiva.
—Onésimo, con mucho guseto he cuidado de ti estos días. Pero no puedo aceptar esta moneda. ¿De dónede la’s sacado?
—No sé que hace aquí, fuera de la bolsa, si no la has sacado tú… —Al ver el gesto de Paneguiristés, comprendió que le debía dar una respuesta más convincente—. Amigo, no me juzgues por mi aspecto; no la he robado. Como ésta —dijo señalando la bolsa— tengo unas cuantas más ahí dentro.
Onésimo comprendió que aquellas preguntas sobre la moneda y el gesto serio de Paneguiristés respondían a la necesidad de averiguar alguna circunstancia grave que le atañían y de la que no era consciente. Abrió su petate y sacó la bolsa, cerrada con el nudo de cuatro lazadas bien prieto.
—Mira. No te miento —dijo Onésimo, que abrió la bolsa y le enseñó su dinero—. Pero… ¡Por los dioses! ¿Qué ha ocurrido?
—Esta moneda la he pueseto yo mismo ahí —explicó Paneguiristés—. Estaba juneto a ti en las escaleras, cuanado te recogimos medio muereto. La verdad, pensamos abandonarete para que te encontrara la guardia, pero estabas enferemo. Peredona que te haya puesto a prueba. Pero hace teres noches esperábamos a Antipas para un simposio. Taradaba mucho, así que salimos a buscarlo y lo encontramos malherido a los pies del altar de Zeus. Murió allí mismo, mienetras intentábamos tarasladarle a casa. Entonces escuchamos el lamento del perro y te vimos allí hecho un ovillo. Ardías de fiebere; parecía que ibas a morir. Esta moneda de oro estaba junto a ti, en los escalones. Al verla, supusimos que se tarataba del pago por tu acción criminal, pero no podíamos dejarte allí. Nos desconceretó que hubieras podido atacar a Antipas en tu estado, y que el perro nos dejara llevarete con nosotros mansamente, sin separarse de ti.
—Así que esta moneda… Pensaste que era mía.
—Tu estado y la actitude sumisa de tu perro nos indicaron que el crimen no era cosa tuya, pero era preciso comprobarlo. Necesitaba saber cuál sería tu reacción ante la moneda. Por la forema en que me la ofereciste, comprendí que no tenías nada que ver con lo ocurrido.
—¿Y por qué han asesinado a vuestro amigo?
—Registraron su casa y robaron el dinero que guaredaba para nuestros heremanos de Israel. Era el poroducto de la colecta de las comunidades de toda Mysia. Además, se llevaron todos los rollos de papiros y memberanas escritas.
—¿Sabéis quién ha sido?
—No han sido vulgares maleantes. Nos inclinamos a creer que ha sido algún sicario de la sinagoga —explicó Paneguiristés—. Sabemos que el fariseo Acana Barsebá y su seceretario Caleb, judíos llegados de Jerusalén con el encarego de acabar con nosotros, intentan hacerse con el dinero de las colectas oreganizadas para nuestros heremanos de Judea. Parece ser que también te peresiguen a ti, si eres tú el escalavo fugado, que se llama Onésimo y viaja en compañía de un perro negro… —No pudo ocultar la ironía—. Y a un correo de la conefianza de Arquipo, el peresbítero del valle del Lyco.
En ese momento Onésimo recordó la conversación tras el muro lateral de las escaleras y tragó saliva.
—Paneguiristés, debo irme —dijo mientras sacaba una moneda de su bolsa—. Toma una estátera. —«No es “dinero de sangre”, como dijo el instigador del asesinato», pensó—. Ésa —señaló la moneda del crimen— tú verás qué haces con ella. Seguramente es la prueba contra el asesino.
—Un sierevo de Nuestro Señor Jesús ha sido asesinado a los pies del altar de Zeus por sicarios de la sinagoga. Su oro irá a remediar el hambere de nuestros heremanos. Nada hay fuera del hombere que pueda corromperle si no quiere, ni siquiera esta estátera. Sólo el corazón del hombere genera corrupción y contamina.
—Tú también perteneces a la secta de los de Pablo de Tarso. Lo suponía.
—También… Por ciereto, devuélvele poronto a ese tal Anestión lo que le debes. Te toreturaba durante el suenyo. Tomaré tu dinero; estoy pensando montar una esecuela.
Entre los suplicantes
Onésimo salió de la casa de Paneguiristés, respiró el aire fresco y agradeció a los dioses sus narices expeditas. Se percató de su flojera y de un cierto decaimiento, que no sabía si se debía a la debilidad o a la preocupación ante la amenaza de aquellos judíos. Llevaba dinero y tenía a Pammé. Decidió comprar una mula y desaparecer cuanto antes de Pérgamo.
«¡No imaginaba lo peligroso que podía llegar a ser Arquipo! ¿Qué deidad determina mi suerte y me hace tropezar continuamente con el trágico destino de estos…? ¡Asia, el imperio, el Orbe están plagados de estas gentes que se doblan hasta poner la frente en tierra ante el signo del oprobio! “Nosotros”, “nosotros”… A veces hablan como si yo fuera una pieza más en sus contubernios. “Nosotros”… Y sólo me faltaban esas dos hienas mutiladas a la espalda».
Examinó el acceso a la ciudadela, las casas que trepaban por las laderas hacia las dos terrazas superiores y la imponente Acrópolis. Su desgana y la pendiente de la calle le hicieron desistir.
La calle, de bajada, desembocaba en el santuario de Asklepio. Los enfermos, los dolientes, descendían por ella en busca de consuelo. Onésimo, indeciso, permaneció allí en medio. El flujo de enfermos y devotos se fue incrementando poco a poco; tropezaban con él y le empujaban para apartarlo. Unos recorrían el camino desde la ciudad, otros corrían por sendas y campo a través, y todos, desde cualquier lugar, intentaban llegar a tiempo.
«Bajaré hasta el Asklepión —pensó—, un lugar adonde un judío no se atrevería a ir. Podría dedicar uno o dos días más a acumular fuerzas».
Finalmente, se sumó a los peregrinos. Aunque la gente le apremiaba, poco acostumbrado a tales romerías y molesto con el fardo, anduvo a su aire. Incluso los tullidos, presurosos, le sobrepasaban.
Un estadio más allá, desde la ladera de los suplicantes se iniciaba el desfile hacia el templo de Apolo. Algunos, ya revestidos, esperaban impacientes su turno para recorrer la vía sacra. Paneguiristés le había contado que desde allí accederían a los sagrados túneles terapéuticos para soñar sus sueños, mientras las serpientes recorren la galería y precisan el punto donde hay que iniciar el proceso curativo. El sueño, revelado al sacerdote, identificará la dolencia y un físico determinará los remedios. Algunos sanan. La mayoría vuelven a casa reconfortados. «Sólo los que van a las Cabañas del Taránsito Glorioso no regresan. Pero ésa no es una depenedencia del Sanatuario. Eso es un faracaso, una veregüenza y una mierda que soporotamos en Péregamo», le había explicado, ostensiblemente enfadado.
—Es la hora del sacrificio y la aspersión salutífera. Corre si quieres llegar a tiempo —le gritaban a Onésimo al ver su parsimonia.
Él mantuvo su ritmo. Oyó los cantos, y pensó que su indolencia era un desaire a los dioses en los que ayer, asustado, buscaba su amparo. Finalmente, se decidió a entrar.
—Vamos Pammé. Seamos agradecidos. En cuanto terminen las ceremonias, nos iremos. Ofreceré a los dioses incienso y un exvoto por mi salud.
Esperó hasta la hora sexta, cuando las gentes dormitaban a resguardo del sol y amainaba el movimiento de peregrinos, y se dirigió al recinto.
Apenas le faltaba medio estadio para pisar las grandes losas del sagrado acceso cuando observó a un lisiado que, sentado en la confluencia de la vía con un sendero, intentaba animar a algunos a que entraran en el santuario y evitaba a quienes mostraban intención seguir el caminillo. Se levantaba, gesticulaba, daba vueltas sobre sí apoyándose en una muleta… Onésimo se sentó a cierta distancia a observarle.
—¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí, mirándome? Entra a dar gracias a Apolo o al divino Asklepios por tu vida y tu salud. Más te aprovechará que estar ahí como un pasmarote. Los dioses son generosos con quienes se muestran agradecidos…
—¿Y tú qué? ¿Por qué no dejas ir a la gente por el sendero? ¿Eres el guarda de las letrinas públicas? ¿Cuánto hay que pagar? —replicó él desde la distancia.
En vista de que el cojo llevaba un rato sin clientela, Onésimo se aproximó.
—¿Es tuyo ese perro? —preguntó el hombre al verlo aproximarse con Pammé—. Es un animal espléndido.
—Sí, es Pammé. ¿Puedo saber qué haces? He visto que cojeas. ¿Por qué no estás curándote en el santuario?
—Intento disuadir a la gente de ir a las Cabañas del Tránsito Glorioso.
—He oído hablar de ellas. ¿Por qué? Parece un lugar sugerente.
—¿Por el nombre? —preguntó el tullido—. No te dejes engañar. La palabra mata.
—No te entiendo.
—Toda palabra encierra una intención oculta que puede producir efectos perversos. En algunas bocas actúa como un veneno y además infecta a quien las escucha. Quien las usa con intención torticera, atrae el vacío sobre su inteligencia y su entendimiento, y con el tiempo sólo podrá construir discursos desde un pensamiento ligero y volátil. Pronto, la palabra hueca matará su credibilidad. Y un hombre sin palabra es un hombre muerto.
Onésimo no ocultó su perplejidad ante el discurso.
—Te lo explicaré mejor: nadie nace o muere en el santuario. Todos acuden a él con la esperanza de alcanzar la salud, pero algunos, después de intentar los tratamientos oníricos, de beber en la sagrada copa de Higía, incluso de someterse a cirugía, ven empeorar su estado. La desesperanza les lleva a desear la muerte y vienen a buscarla a estas cabañas que construyó el físico Orós Esfalerón. Otras veces, los propios familiares dejan en las cabañas al enfermo desahuciado ante la incomodidad o la imposibilidad de volver a casa con él. También algunos hijos traen aquí a sus ancianos, enfermos y lunáticos, y los ponen en manos del físico para que actúe, para provocarles un «tránsito glorioso».
—Pero ¿qué hace ese físico?
—Los envenena dulcemente hasta matarlos. A esa ignominia le llama «tránsito glorioso».
—Y a ti ¿qué te va en esto?
—¿Ves tu perro? Se parece mucho al perro que me trajo hasta el Aklepión y me decidió a defender la vida de los que van o llevan a las cabañas, incluso a su pesar.
—¿Un perro como Pammé? ¿Cómo es eso? ¿Qué ha sido de él?
—Murió. Mejor dicho, lo mataron.
—¿Por qué?
—Por viejo.
—¡Ah!
—Fue un regalo que hice a mi nieta, que llegó a quererlo mucho. En cierto modo, daba sentido a su vida, a sus juegos. Con él adiestraba su corazón en el afecto, ya que a sus padres apenas los veía y yo, aunque vivía en la misma casa, sólo podía estar con ella de tarde en tarde. Entonces la enfermedad entró en mi pierna. Aquejado de unos dolores terribles, empecé a necesitar de cuidados y a lamentarme. No podía moverme. También me hacía viejo.
—¿Qué le pasa a tu pierna?
—Algo, no sé: un gusano… se come mis huesos. Pero déjame que siga. Cuando el perro envejeció, mi hijo y mi nuera me dijeron: «Tú se lo regalaste. Ahora te lo llevas y te deshaces de él». Luego me explicaron algo sobre la vida que llevaban y la necesidad de mantener a la niña alejada de penas innecesarias. Mi nieta, ya crecida, desplegaba gran afecto hacia el perro y hacia mí.
—¿Así que tuviste que matarlo?
—No. No quise. Estaba achacoso, pero podía vivir bastante tiempo más. Además, en cuanto escuché las razones de mi hijo y de mi nuera comprendí que yo mismo no estaba a salvo en aquella casa. Ni el perro ni yo, ambos penas innecesarias, significábamos ya mucho para ellos.
—¡No digas eso de tus hijos!
El tullido siguió hablando, sin hacer caso al comentario.
—Nos veían sufrir y no lo podían soportar. El perro y yo estábamos condenados. Así que cuando supe que habían sacrificado al animal, decidí abandonar la casa. Lo del perro fue sencillo, lo mío era cuestión de tiempo y oportunidad. Una noche, antes de irme, escuché: «Hay que ver, tu padre, ¡qué pronto ha dejado de quejarse!». Tenían razón. El sacrificio del perro fue una cura milagrosa para mis quejidos, aunque por dentro rabiaba de dolor. Cuando me fui, les dejé una nota: «Voy a Pérgamo, al Asklepión. Si sano, dejaré un exvoto y volveré. Que los dioses os protejan». Sólo Deméter, tras la pérdida de Perséfone, puede comprender la congoja que aquella decisión me produjo.
—¿Han venido a verte? ¿Qué sabes de ellos?
—Nada. Ha pasado un año y aquí sigo. A ratos, los dolores me devoran; presiento que esto se acaba. Mientras tanto, seré el perro que dé consuelo a todas estas gentes que vienen por aquí, lo mismo que aquel animal fue para mi nieta. Lucharé por la vida aunque tenga que vivir como un perro. Pero no moriré como una bestia a la que, con buenas palabras —«tránsito glorioso», ¡Orós Esfalerón, falomalaké!—, desnucan sin que se entere.
De pronto se sujetó la pierna, se retorció de dolor y lanzó un alarido que hizo recular al propio Pammé. Tras unos momentos de silencio, el tullido, con el rostro contraído, dijo:
—Onésimo, entra ahora en el santuario. Haz tus ofrendas, da gracias a los dioses y sal dispuesto a llenar de vitalidad la vida. No ayudes a apagarla. Pídele a Apolo Apotropeo que me dé fuerzas para que aquí o en el Hades, cuando me reencuentre con mi esposa, nadie pueda decir: «¡¿Y los vuestros, qué será de los vuestros?!», porque hayan visto que, como mis hijos, también he sucumbido.
—¿Y ese Orós Esfalerón? Dime, ¿por qué se le permite…?
—Las autoridades son tolerantes. Él clama que ayuda a recorrer con gloria y dignidad el camino al Hades.
—¿No tiene corazón?
—¡Quita! Asegura que su corazón no puede soportar tanto dolor, y que hay demasiada gente sufriendo sin motivo y sin esperanza. Por eso ayuda al bien morir de los padres ancianos, de los hijos inviables y de todo aquel que afirme tener causa suficiente para procurarse una vida más acomodada en un lugar que no esté bajo este cielo.
—No sé… Acabar compasivamente con el sufrimiento…
—Ante el hombre doliente, hay que sujetar el corazón con la reverencia y la veneración. ¡Es el hombre ante el dolor!… Orós Esfalerón empezó siendo físico y cirujano en Epidauro, pero lo expulsaron. Y ahora se ha convertido en un enterrador, aunque las zanjas las cavan otros. ¡Ve al santuario! ¡Presenta tus ofrendas!
—Lo haré. Vendré a hablar contigo cuando salga, pero no sé cómo te llamas.
—Ahora me llamo Héctor.
—¿Héctor?
—Sí. Ese nombre me lo he puesto yo mismo.
—¿Y por qué?
—Por el esclarecido Héctor, audaz luchador de corazón fuerte. Antes de la batalla se despojó del bronce y del yelmo para abrazar a su hijo; así, desprovisto de armas y armadura, lo besó y lo acarició y rogó a Zeus: «Que digan de él, cuando vuelva de la batalla: ¡es mucho más valiente que su padre!».
—Pero tu hijo y tu nuera…
—Ahora intento hacer lo que deseo para mi hijo y pido a los dioses para él. Y tampoco puedo defraudar a mi nieta.
—¿Tampoco supiste nada de ella?
—Un día la veré; estoy seguro. Pero ahora debo intentar animar a los que se acercan, incitarles a vivir con la alegría de la esperanza. ¡Anda, ve! —despidió a Onésimo.
Dejó a Héctor gesticulando ante unos peregrinos y entró en el santuario. Se acercó hasta el altar de Apolo Acestor y sumó sus plegarias a las de los suplicantes para atraer la gracia curativa de los dioses. Dejó su ofrenda y probó el agua de la fuente, que Pammé, prudentemente, no bebió.
Más allá, en el templo de Panacea, un grupo de devotos se disponía a escuchar un oráculo. Se acercó. «El fin del tiempo está al llegar. Serás testigo de la catástrofe. Los molinos de Zeus muelen lentamente y llegan a los hijos de los hijos que en lo que queda por venir han de nacer…», repetía el anciano sacerdote.
—No hagas caso. Lleva años con esa cantinela —le susurró a Onésimo alguien al oído—. La gente se ríe de él porque la catástrofe que predice nunca llega.
«La catástrofe llega cada día, pues muchos no verán la luz de la mañana», pensó para sí.
Después se aproximó a los túneles terapéuticos. Los enfermos, tumbados sobre esteras, abatidos, esperanzados, susurraban sus gemidos de impotencia y dolor. La penumbra y la invalidez iguala al hombre a ras de tierra. Se encontraba frente al sufrimiento incomprensible, el que no es causado por la espada o la flecha en defensa de la justicia. Ni siquiera era una muerte natural. El dolor como sarcasmo ante el poder y el orgullo.
Onésimo recordó a Eumates, a quien había visto morir con gloria y dignidad. Pensó que su entrega al Sol Invicto fue en la batalla, no una rendición. Aguantó hasta el fin. Fue el último en abandonar su propia nave. Eumates era digno y era esclavo. Era un esclavo digno de la vida que vivía, aun privado injustamente de la libertad prometida…
Se dio cuenta de que aquella visita le había confundido y sintió la necesidad de ver de nuevo a Héctor. Quizá fuera preciso volver a hablar con él del sentido —si lo tenía— del grito y el espasmo de dolor que lo había dejado bloqueado y lívido hacía un rato. Creía que, al escuchar su historia —su nieta, su perro—, le había comprendido; pero ahora, a la vista de los sufrientes y de su propia postración por las fiebres, la sustancia y el peso de las razones se habían diluido. No estaba seguro de sus propios pensamientos. El hombre doliente no es un ser abatido, derrotado: ¡es el hombre ante el dolor! ¿Era esto lo que le había querido decir Héctor?
Al salir, no pudo dar con él. Preguntó y le dijeron que había vuelto a la ciudad, como cada día al caer la tarde. El inicio del sabbat le protegía de los judíos; no quebrantarían la Ley por él. Defraudado, marchó camino arriba. Pasaría por delante de la casa de Paneguiristés y entraría a saludarlo. Además, estaba el fardo: debía hacerse con una mula; no podía seguir cargando con él, débil como estaba. Pero no encontró a su amigo. Así que sacó la bolsa del fardo, dejó éste disimulado en el corral y siguió calle arriba. Volvería más tarde.
Con él, subían hacia la Acrópolis muchos ciudadanos que se desperdigaban por el promontorio. En Tiatira nadie buscaba nada, excepto los funcionarios, adiestrados y organizados para encontrar dos sestercios impagados. En Pérgamo, por el contrario, todo el mundo parecía perseguir algo. A escondidas y en secreto, a espaldas del procónsul, se buscaban los tesoros de Lisímaco, las joyas que Filetero acumuló y los talentos de oro que los atálidas escondieron en las entrañas de la colina. Otros, la salud. Algunos, la muerte. Todos, una razón para quedarse o marcharse, pues nadie escapa al escrutinio de la divinidad que sabe dónde mora cada uno.
Onésimo esperó a la puesta de sol. Aguardaba la señal inequívoca que algún día percibiría. Él también buscaba: el lugar preciso por donde penetrar al Hades.
Pasó por la explanada que rodea el altar de Zeus y admiró el friso. En aquellas figuras retorcidas, acosadas, feroces, sometidas a la furia del vencedor y el dolor de la derrota, le pareció reconocer a los gálatas errantes de Atalya, con los labios apretados por el sufrimiento y la mirada descompuesta por la desesperanza.
«¿Qué habrá sido de ellos? —pensó ante aquellas paredes esculpidas—. ¿Son acaso estos relieves un oráculo de los dioses? El destino está escrito y por más que os esforcéis, amigos gálatas, será lo que tenga que ser. Los dioses juegan con nosotros. Por más que adulemos y agasajemos a las Parcas no conseguiremos arrebatarles ni sus arcanos ni el menor signo de piedad».
Onésimo pensó en Héctor, en su ingrato trabajo cotidiano ante el acceso a las Cabañas y su desafío al destino y la resignación. Y luego se preguntó por el capricho de la deidad maléfica y burlona que lo sumergía a él en las desdichas de los secuaces del Crucificado.
Desde la terraza, junto a la biblioteca expoliada, miró el valle con los ojos de Casandra, pues nadie le creería si dijera que aquel lugar estaba más lleno de muerte que de vida. Contemplaba el panorama desde el punto exacto en el que la mujer, tras las desdichas de Troya, vio acercarse el carro con su padre y el heraldo, pregonero de la ciudad; y detrás, el cuerpo de Héctor, tendido en el lecho que los mulos conducían.
La ruta del sol se marcaba a fuego sobre el cielo. Y allí estuvo Onésimo hasta ver cómo se hundía en la noche y, recorrido el submundo en silencio, despuntaba glorioso al alba.
Con las luces de la mañana fue a despedirse de su amigo Paneguiristés:
—Jamás olvidaré mis días en Pérgamo. Volveré a verte.
—Te voy a dar un abarazo, heremano Onésimo. Buseca y encuenetra tu hiereba moly. Aquí tienes un regalo; no lo pieredas. Un día te será muy útil y podrás leer con diferente sentido el nombere que hay escrito para ti. Toma, Ácreston: en tus sueños febriles me descubriste cómo te llamaba cariñosamente tu padre y otros secretillos…
Paneguiristés puso en su mano una hermosa piedrecita blanca con el nombre grabado. Se abrazaron.
—Puedes comprar la mula en la estación de Las Ocas, a la salida de la ciudade en dirección al puereto de Elaea. Salud, Onésimo, heremano.
—Salude, Paneguiristés, heremano.
—Pues aunque te burules, voy a poner esecuela, ¡de oratoria! Adios, adelefos, heremano.
Los valles del Ida
Onésimo salió de Pérgamo montado en su mula en dirección a los valles del Ida, dándose aires de nobleza cuando nadie le miraba. A su lado, Pammé levantaba a ratos la cabeza, sorprendido de ver tan encumbrado a quien siempre había visto caminar junto a él sobre sus piernas. Cuando al aire del trotecillo flameamaba tras de sí la punta de la clámide, Onésimo se contemplaba en su sombra y, satisfecho de la estampa, se creía un Alejandro, camino de sus conquistas.
Llevaba idea de cruzar a la Hélade por donde menos mar hubiera. Para salvar el macizo del Ida, bordeó la costa hasta la ciudad de Assos. Desde allí remontaría el arroyo Cileo hasta el túmulo de Ilo, atravesaría la llanura que guarda los restos de la ciudad vencida y, salvado el Escamandro, río de aguas oscuras y lecho manchado de sangre por las terribles batallas, alcanzaría el Helesponto.
A las afueras de la aldea de Antandros encontró una taberna, bien surtida para él y con arreglo para su mula. Mientras comía, el tabernero le aconsejó con la solvencia del que sabe de qué habla. Otro individuo que allí se hospedaba asentía para corroborarlo.
—Muchacho, sigue el camino de la costa y embarca en Tróade.
—¿Y no es mejor acortar por el arroyo Cileo?
—Hay una senda entre barrancos. Con la mula y tu perro, la podrás recorrer; pero son lugares solitarios donde habita el lobo. Baja de los altos páramos y de los bosques hasta las huertas. No es conveniente ir solo.
—¿Aunque se viaje de día?
—Nunca se sabe. Son bestias azuzadas por Cibeles, madre de la tierra, de las fieras y de las abejas, que habita la cumbre del Ida.
—Te conviene ir por mar. Hazme caso —insistió el otro—. Desde Mitilene, Adramito y Tróade parten naves con cierta regularidad. Saltan de isla en isla, incluso en invierno.
—No sé nadar, y nunca he subido a una nave. Me produce pavor esta alberca inmensa de agua negra en movimiento.
—Los marinos de aquí conocen bien el oficio: entienden los vientos, cómo se mueven según las estaciones y los días, cómo flamean los pañuelos y caracolea la arena sobre el suelo. Miran el cielo y las nubes, y juzgan. También saben leer los brillos de la superficie del mar, cómo se espiga.
—En fin, ya veo que lo mejor será subir en una nave…
Onésimo decidió embarcarse. Llamó a Pammé, aparejó la mula y salió hacia Tróade, a casa de un tal Carpio. Le habían dicho que allí podría vender su mula y comprar un pasaje para Neápolis, en la costa norte del Egeo.
De camino, divisó un templo y se dirigió hacia él. Penetró en el recinto sagrado —piedra blanca del Ida—, dedicado a Apolo, y se aproximó al edificio para contemplar de cerca la imagen del hijo de Zeus y Leto. Frente al pórtico de ocho columnas, se erguía el altar y detrás, un cobertizo para acoger los ágapes festivos de vecinos y peregrinos; más allá, corría una fuente de aguas termales. Era un lugar vacío y quieto.
«Los dioses están solos. Los dioses están solos y nosotros también. Cibeles se consume en el Ida entre las fieras. Apolo expulsó la peste de aquí y con las ratas huyeron también los hombres. Nadie viene a este templo. Hermes busca la compañía de los caminantes y disfruta más con sus charlas que de los eternos diálogos del Olimpo. A veces siento próxima su presencia». Onésimo reflexionaba sobre estas cosas al observar la piedra desnuda del altar y el moho pardo acumulado en los pliegues y recovecos de la imagen de Apolo Esminteo.
Hermes le inspiraba pensamientos sobre la hierba moly. Desde que se hizo con el tesoro de Eumates, sabía que no podía perder de vista su misión. Pero, tras su paso por Sardes, examinaba las señales del sol poniente y siempre le venía a la mente la imagen de Anestión. Por las noches tenía que calmar sus sueños inquietos —sueños de inmortalidad— acurrucado al calor del cuerpo lanudo de su perro y sosteniendo con firmeza entre sus manos la piedrecita blanca, regalo de Paneguiristés.
En Tróade encontró en seguida a Carpio. Cincel en mano, grababa sobre una losa de mármol un texto que respondía a una antigua declaración, escrita sobre un pedestal situado en la plaza del mercado de Assos. Realizaba varias copias por encargo de los arcontes para situarlas en lugar visible en distintos puntos de la ciudad. La inscripción antigua había sido grabada en memoria de la delegación enviada a Roma ante Cayo César Germánico, Calígula, para manifestarle la alegría del pueblo por su coronación y recordarle su compromiso de atender las necesidades de la ciudad de Assos. Años antes, durante una visita a Asia en compañía de su padre Germánico, Calígula se había detenido allí y prometió dádivas y beneficios especiales para todos los habitantes. Pero una vez coronado, se olvidó de sus palabras. Sentenciado y muerto por la espada del pueblo de Roma, el Senado de Assos mandó grabar esta proclama:
—¿Qué pasó? ¿Qué abusos y vejaciones fueron ésas? —preguntó Onésimo.
—Unas naves de la flota pretoriana al mando de Sexto Polión fondearon al abrigo de Adramito. —Carpio hablaba sin levantar la cabeza mientras con un cepillo limpiaba el polvo blanco del mármol trabajado—. Recorrieron la costa para recoger la recaudación del impuesto sobre las meretrices, impuesto que el propio Calígula estableció en el imperio tras la visita de nuestra delegación a la Urbe.
—¿Y qué ocurrió?
—Aquellos legionarios dejaron esta costa como si hubiera pasado el mismísimo Príapo[32] en persona y se hubiera ensañado con todos. Luego reclamaron el impuesto en todas las casas, como si madres, esposas y hermanas fueran prostitutas. Con éstas o parecidas palabras —le dijo Carpio— me lo explicó a mí el magistrado de Assos, totalmente sonrojado.
—Pero lo del impuesto y la visita a la Urbe de la legación sería una coincidencia, ¿no?
—Si fue una coincidencia o no, nunca se llegó a saber. Aquí se interpretó como un arreglo entre los legados de Assos y la casa del césar. En cuanto se tuvo conocimiento del impuesto y de que algunos de ellos o sus testaferros aspiraban a las plazas de recaudador, se los detuvo antes de la subasta y se los condenó por cohecho. Fueron enviados a Éfeso a un espectáculo de fieras.
—¿Y qué vas a hacer ahora con las inscripciones? ¿Ya están acabadas?
—Me falta embellecerlas; me han pedido que, como recordatorio, les esculpa una cenefa alrededor.
—¿Una cenefa como recordatorio?
—Si, son escenas de fieras devorando a hombres…, a los legados.
Onésimo dejó su mula en el establo y entró en casa de Carpio. Tendría que esperar un poco hasta la llegada de una nave que le cruzara al otro lado. Carpio le aseguró una buena travesía, pues mediaban esos días del invierno en que hay calmas muy favorables para la navegación. Si se abrigaba no pasaría frío durante el viaje, ya que hacía sol y las brisas eran suaves.
—Hasta que llegue el día de tu partida puedes dormir aquí. Deja ahí tu equipaje.
Onésimo pasó a una estancia con una ventana al mar.
—Este capote es como el mío —comentó mientras deshacía su petate—. Se los he visto tejer a los pastores de Frigia. ¿Y estos libros y membranas escritas…? —quiso saber, como al que le molesta lo ajeno en su cubil.
—Todo eso no se toca —le advirtió Carpio—. Es un tesoro; son cosas de Pablo de Tarso. Estoy a la espera de que me digan dónde debo enviárselos.
A los pies de Artemisa
Evodio había cabalgado por las costas del sur durante semanas. En aquellos lugares se conocía bien a Onésimo, ya que había visitado esas ciudades y puertos más de una vez con mercancías de Filemón. En sus plazas y tabernas se oían murmullos sobre la fuga del esclavo. Evodio se percató de que Onésimo no había pasado por allí: eran ciudades demasiado peligrosas para un fugitivo. Descartó aquellos embarcaderos. No obstante, con el correo, las membranas para escritura y los paños de color púrpura, el legionario iba dejando su mensaje de desmentido: Onésimo no era un esclavo fugado.
Desde aquellas provincias, viajó hacia el norte y se instaló en Éfeso, en la trastienda de Serapio, un viejo sirio que conocía a la gente, entendía de cambio de moneda y estaba a cargo de los negocios de Filemón.
En cuanto estuvo acomodado, estableció vigilancia en las ciudades y aldeas próximas y contactó con los amigos de Arquipo, para quienes llevaba libros, documentos y cartas desde distintas ciudades. En seguida recibió la visita de Aquila, propietario de una tejeduría de lonas.
—Soy del Ponto, de una aldea junto al río Halys —se presentó éste—. Arquipo nos habló de ti en una carta. Dice que tienes toda su confianza, así que también tienes la nuestra. Ven a casa; conocerás a mi esposa Priscila y también a mis amigos. Si quieres trabajar, podrás hacerlo en alguno de nuestros telares; ella se encargará de enseñarte. También podemos proporcionarte otros trabajos.
Hasta Éfeso había llegado una nota detallada sobre la caza emprendida por los judíos a Onésimo y al correo Evodio.
—Los frutos de la colecta hace días que salieron hacia Israel —le explicó Aquila—. Pero debemos ser precavidos. En Pérgamo, unos sicarios asesinaron a un presbítero para robarle y se llevaron la recaudación de las comunidades del valle del Caicus. Evodio, no estás a salvo; creen que llevas dinero encima. Allí donde vaya, Onésimo se enterará de inmediato. Es la información que nos han transmitido desde Hierápolis. Arquipo nos ruega que te lo hagamos saber; comprende que con estas novedades la situación ha cambiado y quieren que vuelvas.
—¡Pero esto es un disparate! Yo mismo iré a hablar a la sinagoga —protestó éste.
—Es inútil, Evodio. Se han tomado este asunto como una cuestión de supervivencia nacional y religiosa. No atienden a razones, y hay dinero por medio… Cualquier desmentido parece reafirmarles en su convicción.
—Verdaderamente van a por vosotros —comentó Evodio, que se quedó un momento pensativo—: Seguiré buscando a Onésimo hasta encontrarle. Ahora está solo y acosado; no puedo dejarle a merced de ésos, y menos aún tratándose de una confusión fatal.
Aquila compadeció al legionario al verle en aquella encrucijada.
—Ven a casa —insistió.
Evodio aceptó la invitación. Decidió, no obstante, permanecer alojado en la trastienda. Prefería no sujetarse a las costumbres que impone la hospitalidad ajena.
—Estoy bien en la trastienda de Serapio —le agradeció—. En cuanto al trabajo, no me veo enredado entre los hilos del telar. Además, el encargo que me trae a Éfeso me mantendrá ocupado durante días.
La amistad de Aquila y Priscila le llevó a visitar a menudo el hogar del matrimonio, y se sintió atraído por su manera de vivir. Un día, cuando tuvo más confianza, les preguntó:
—¿Qué más podría hacer por mi esposa Inverna y mi hijo Naval?
—Ven con nosotros. Oirás cosas nuevas.
Evodio llevaba ya tiempo en la ciudad sin indicios de Onésimo. Durante aquellos días, nadie le molestó. Próxima ya la primavera, una tarde, mientras contemplaba entretenido el trasiego en el puerto, los arreglos en las naves, el mar lejano y brillante, recordó los días en el valle con Onésimo, las jornadas compartidas de viaje y la voluntad inflexible del esclavo de perseguir la libertad que los galos le habían mostrado. «Onésimo irá al país de los galos, hacia el sol poniente. Pero la navegación no se reanudará hasta las calendas de marzo», razonaba. Antes de la puesta de sol, se dirigió por la calle de los Curetes hacia la sinagoga, que se hallaba a las afueras, tras las casas de la ladera del Solmiso. Había quedado con Aquila para «oír las cosas nuevas». En realidad no le gustaba sentarse a las puertas a hablar de religión; no necesitaba más que su trabajo, a Inverna y a Naval, pero había prometido hablar con Aquila y tenía que pasar a recogerle.
En el cruce con la calzada que por el pequeño y alegre valle del Cencrio llega a la ciudad, vio aproximarse a Acana Barsebá sobre su mula. Le seguía Caleb. Los reconoció inmediatamente. La presencia del judío le produjo un ligero sobresalto.
Al llegar a la sinagoga, Aquila le esperaba sentado junto a la puerta.
—Pablo ha preguntado por ti. Tiene ganas de hablarte. Sale mañana de madrugada hacia Macedonia, pero espera encontrarte a la vuelta.
—Pablo, Pablo… ¿Cómo te asociaste con él? ¡Sólo atrae problemas sobre sí y sobre cuantos se le arriman!
—Yo no necesité de Pablo para crearme problemas, Evodio —le confesó Aquila—. Hace ya veinte años tuve noticias de Jesús en Jerusalén. Entonces yo era un prosélito. Aquellos años en Israel se vivieron cosas muy emocionantes. Un día, durante la fiesta de la Siega, escuché a Pedro hablar en mi lengua, la lengua de los jeteos, sobre las grandezas de Dios: «A Jesús lo resucitó Dios, y nosotros somos testigos». Como otros muchos que le escucharon en sus propias lenguas, yo me sentí conmovido. A Pablo lo encontramos posteriormente en Corinto después de que me viera obligado a abandonar Roma, recién casado, a raíz del edicto de Claudio, que no quería ver ni a un judío ni a uno de nosotros en la Urbe. La verdad es que desde entonces, Priscila y yo no hemos tenido más que complicaciones.
—Pues acabo de ver a alguien que tiene ganas de gresca. Se trata de Acana. Con él aquí, las complicaciones no han hecho más que empezar. Hace tiempo tuvo sus más y sus menos con Arquipo y los otros, en Hierápolis. Yo mismo me vi envuelto en aquel conflicto.
—Habíamos oído hablar de él. Recuerda lo que te dije: sé prudente y cauto. Avisaré a Pablo.
Después siguieron su camino hablando de Inverna y Naval.
Al atardecer del viernes, antes de encender las lámparas del día del descanso, la asamblea de notables, presidida por el arquisinagogo Alejandro, empezó sus deliberaciones. Acana, puesto en pie entre ellos, hablaba.
—Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor, el pueblo que Él escogió como heredad. —En silencio, extendió la mirada sobre los presentes—: Escuchadme ahora: la promesa que el Señor hizo a nuestro padre Abraham, Él le tenga en su paz, transformó una tribu errante en una nación santa. Después selló con Moisés la Alianza y mediante la Ley nos constituyó en pueblo, escogido para proclamar ante todas las naciones que Él es Uno. Finalmente, por medio del rey Salomón construyó para Israel el Templo sobre Sión, el monte del Señor, reflejo ante el orbe de que somos una raza asentada sobre una tierra sagrada donde el Santísimo, cuyo nombre es impronunciable, habita entre nosotros. Así pues, nosotros, el Pueblo Escogido, por la Promesa, la Alianza, la Ley y el Templo manifestamos la voluntad del Todopoderoso para el hombre. Israel y cuantos se refugian bajo la Ley son la promesa del Altísimo. Lo que el Todopoderoso comenzó en Adán, ha concluido en la Ley y el pueblo de Israel.
—Pero la promesa, el Mesías que ha de venir…
—Nadie va a venir salvo Israel, el pueblo a quien el Señor escogió como heredad. El pueblo de Israel es el Ungido del Señor.
—Sin embargo, Saulo de Tarso explica que…
El arquisinagogo describió cómo Saulo predicaba su Evangelio entre los prosélitos, los «temerosos del Altísimo» y entre ellos mismos.
—Es incansable —empezó a contar—. Predica a todas horas, en cualquier lugar. Una anécdota, un suceso le da pie para hablar del Crucificado. Su conversación a propósito de lo que sea acaba derivando en una llamada a seguirle. Los sábados viene a la sinagoga y…
—¡Basta! Su voz es una blasfemia que clama ante el trono del Altísimo. Traigo cartas del Sanedrín instando a todas las asambleas a que expulsen de las sinagogas la herejía de los nazarenos. No sé cómo hemos permitido que se infiltren en tantas comunidades haciendo estragos entre los nuestros…
Acana observó cómo se miraban unos a otros, y constató que la secta nazarena también había contaminado a la comunidad de Éfeso.
—¿También aquí?… También aquí, por lo que veo —murmuró entre dientes.
Entonces impuso, como en todas las sinagogas por donde pasaba, la norma de que cada sábado se bendijera a los asistentes con las siguientes palabras: «Que los negadores no tengan esperanza y puedas remover sin tardanza el dominio inicuo en nuestros días, y los nazarenos y los herejes puedan ir a la ruina al instante, ser borrados del Libro de la Vida y no estar inscritos con los justos. Bendito seas tú, Señor, que humillas a los insolentes[33]».
—Esta bendición evitará que participen del culto. No volverán a injuriarnos en nuestro propio rostro —dijo muy apesadumbrado.
Llegaba el sabbat. Se encendieron las lámparas y, antes del crepúsculo, cada cual se fue a su casa para celebrar el día santo del descanso.
Mientras tanto, Éfeso se había preparado para vivir la gran fiesta de Artemisa. Sin embargo, las gentes no acudieron a los sacrificios como antaño, las procesiones hacia el Artemisión fueron escandalosamente cortas y había huecos en las concentraciones frente al templo. Los corrales habilitados para las hecatombes resultaron excesivos. Los sacerdotes no recaudaron lo previsto. Demetrio, decano del gremio de plateros, lo venía anunciando: «Los judíos y sus seguidores son como las bolsas de gusanos procesionales. Hemos ignorado su presencia y poco a poco han acabado con los pinos. ¡Esta religión va secando el fervor a la más grande de las deidades de Asia!».
La ciudad se dividió. La videncia y el hechizo languidecían, y los trabajos de los orfebres, idolillos de la diosa y de su templo, quedaron arrinconados en las trastiendas a la espera de un comprador que no llegaba.
La temporada avanzaba. Con el mar abierto a la navegación, la afluencia de caravanas crecía. Bajo los soportales los viajeros esperaban su momento para embarcar. Los amigos de Arquipo los visitaban y les hablaban del Crucificado, sin reparos ni miramientos. Algunos se adherían a su causa. Evodio recibía a sus correos en el almacén y después él mismo se acercaba a los campamentos de peregrinos a buscar información, pero nada se sabía de Onésimo.
Soy Setenta y dos
De buena mañana, Evodio salió a recorrer la avenida porticada que llevaba hasta la rada en busca de novedades. Se desesperaba al comprobar que en Éfeso, donde confluyen todos los caminos de Asia, ningún viajero daba razón de Onésimo, un joven que, cualquiera que fuera su ruta, no habría pasado inadvertido: su perro, negro y grande, lo delataba.
Por el contrario, allá por donde iba y hablara con quien hablara, no había más conversación que los judíos, la secta, Pablo y Artemisa. Percibía cómo las emociones iban excitando el ambiente y las discusiones se agriaban. Desanimado por la falta de noticias, una tarde salió a caminar hacia el Coriso, la colina de los jilgueros, buscando descanso.
A la otra orilla del río Caistro, más allá de un campo de olivos, sentado junto al camino, un hombre estático, impasible, recibía sobre el rostro los rayos de sol. Evodio pasó por su lado. Aquel hombre estaba hecho una pena: un mendigo errante, medio cubierto por los restos de una túnica que delataba su condición de judío.
—Dame algo para comer. Hace días que no como.
—¿Quién eres?
—Soy Setenta y dos —respondió el mendigo.
—Estás hecho una pena. Por lo que queda de tu atuendo, parece que eres judío. Ven conmigo, te daré de comer.
—No iré contigo. Sé adónde quieres llevarme. No te juntas con buenas compañías, por eso hueles mal. Tráeme aquí algo de comer, y que no sea ni liebre ni cerdo.
—¡Vaya con el judío Setenta y dos! ¿Que yo huelo mal? ¿Acaso estoy hablando con una ninfa? ¿Me da órdenes el rey Salomón? ¿Tengo que traerle manjares hasta aquí? Razón tenía aquél al decir que cuando saludáis con una reverencia sólo dobláis la cintura. ¡Pueblo de nuca rígida, incapaz de bajar la cabeza! ¿A qué viene tanto miramiento?
—No iré contigo, pero me acompañarás a la sinagoga.
—Haré eso por ti porque veo que solo no llegarás a ninguna parte. Aunque debería dejarte aquí a ver si los perros salvajes rebajan tu altanería…
Evodio ayudó al vagabundo a levantarse y, despacio, caminaron hacia la sinagoga. Lo dejó a las puertas, en manos del secretario.
En cuanto lo vio, Acana Barsebá reconoció en el mendigo a Samuel ben Yehuddá, el rabino de la sinagoga de Hierápolis, quien había abandonado aquella ciudad un mal día, tras una crisis. Ni siquiera se despidió de Mísol, su esposa. Nadie volvió a saber nada de él y después de varios días de rastreo sin resultado, los vecinos abandonaron la búsqueda. Había vivido un mes en una grieta del suelo. Tan inexplicable pareció aquella ausencia, que algunos que habían observado su conducta arrebatada durante los últimos tiempos insinuaban una intervención de Elías y su carro.
—Me ha dicho que se llama Setenta y dos. Parece que ha perdido el juicio —explicó el secretario.
—Es Samuel, el rabino de Hierápolis —le aclaró Acana—. Su hijo vive aquí, en Éfeso. Se llama Natán.
—Sé quien es. Le avisaré —intervino Alejandro, el arquisinagogo, que asistía al interrogatorio.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? No puede sostenerse… —siguió Acana.
—Lo ha traído un tal Evodio. Lo encontró vagando por el camino de Tralles.
—¿Evodio, Evodio…?
—Un correo que llegó a la ciudad desde Laodicea. Trajo además buenas mercancías —comentó el secretario—. Le hemos comprado un lote de las hojas de piel para escribir de excelente calidad…
Acana Barsebá inspiró profundamente. El Altísimo había puesto ante él el correo con los frutos de la colecta de los nazarenos, denunciado por la sinagoga de Laodicea. La satisfacción le cambió la expresión de la cara. Buscó a Caleb y le dijo:
—El Todopoderoso está decidido a que recuperemos el dinero de los nazarenos para su Santo Templo. Averigua si este Evodio es efectivamente el que suponemos.
Tras una rápida pesquisa, Caleb se lo confirmó.
—No hay duda de que es él. Vive en el almacén de Serapio, el administrador de los negocios de Filemón de Colosas.
—Entonces, Caleb, ocúpate de que Israel recupere como sea lo que es suyo.
Una tarde, acabado el trabajo, Evodio salió a caminar hacia el Coriso. Antes de llegar al poyo donde solía sentarse a observar la ciudad y el trasiego en el puerto, sintió el hálito de una figura invisible entre los árboles, percibió el movimiento de una leve sombra sobre el paisaje. Se detuvo a observar. Aguzó la vista para intentar penetrar tras los matorrales, pero no vio a nadie. Sin embargo tenía la certeza de que era acechado. No esperó a ser atacado: apretó la empuñadura de su espada y se preparó para un asalto. De pronto saltaron al camino dos honderos y oyó el silbido de un proyectil fallido. El del segundo no lo oyó, sólo percibió un negro zumbido que le derrotaba y el flujo de la sangre tibia sobre la cara. Despertó atado a un árbol.
Cuando Serapio abrió su tienda y vio los destrozos que alguien había hecho la noche anterior, pensó que estaba arruinado. En el cubículo donde Evodio dormía no habían dejado nada por remover. Serapio fue recuperando y ordenando las mercancías mientras esperaba la llegada de Evodio para salir a denunciar el vandalismo a las autoridades. Poco a poco fue recomponiendo la tienda. Aunque algunos tejidos se habían desgarrado, no faltaba nada: habían entrado en busca de alguna pertenencia de Evodio, no a robar en el almacén.
Al mediodía cerró el negocio y se dirigió al taller de Aquila. Le informó del asalto nocturno a la tienda y el destrozo de los enseres de Evodio. No tenía noticias de él. Inmediatamente, un grupo se puso en marcha. Lo encontraron de vuelta a Éfeso, por el camino de Tralles, magullado y aturdido por un golpe en la cabeza que hubiera podido matarlo.
—Un caminante —contó Evodio— me oyó, se apiadó y se acercó al bosque. Al verme malherido pero vivo, me desató y me ayudó a caminar un trecho. Al aproximarnos a la ciudad y comprobar que me valía por mí mismo, pensando en su propia seguridad, decidió que le convenía alejarse y se adelantó en el camino.
Las habilidades de Sansón y Gedeón
Avisado Natán de la presencia de su padre en la ciudad, corrió a abrazarlo. Pero Samuel, por más que le hablaba, no lo reconocía. Tampoco al pequeño Isaías, su nieto, al que sus padres se habían llevado de Hierápolis sin destetar.
—Está poseído. Es preciso un exorcismo —concluían cuantos notables e íntimos de la familia visitaban al rabino enfermo.
—Mi madre viene en una caravana que llegará en pocos días —dijo Natán—. Esperaremos a entonces, quizá a ella la reconozca.
Samuel se dejó lavar, recortar los cabellos, la barba y las uñas y vestirse con una túnica limpia. Al menos había cambiado su aspecto y Mísol no sentiría repugnancia al verlo. Pero se mantenía tenso y en silencio.
—Ahora ya pareces un ciudadano honrado. Te llamas Samuel. Sa-mu-el —le decía su hijo.
—Sí —contestaba—. Soy Setenta y dos.
Por esa época andaban por la ciudad Gedeón y Sansón, dos de los siete hijos de Esceva, judíos de linaje sacerdotal, exorcistas ambulantes. Fueron consultados sobre los males de Samuel, y al ver al rabino convinieron que procedía someterlo al rito. Al arquisinagogo Alejandro y a los notables —escribas y ancianos—, impresionados por el ascendiente de los exorcistas, cuya genealogía hasta Leví conocían, les pareció bien.
Por su parte, Acana Barsebá comprendió que era una oportunidad para recuperar el prestigio de la sinagoga ante el pueblo: no sólo los judíos nazarenos harían prodigios en Éfeso. Él daría un espectáculo liberando al poseso de sus demonios. Estimulado por esta idea, se dispuso a preparar la ceremonia.
Mísol llegó a casa de su hijo buscando en los ojos de su nieto la alegría perdida desde la desaparición de su esposo. Cuando supo de la presencia de Samuel en la ciudad se le aflojó el cuerpo; la sangre, por un instante, le dejó de fluir y perdió el equilibrio.
—Madre —le dijo Natán mientras la mujer se recuperaba—, el Altísimo en su sabiduría nos reúne para obrar un prodigio. Ha dispuesto que todo se ordene de manera que los pueblos vean su gloria a través de sus obras.
Natán le explicó delicadamente que Samuel sería sometido a un exorcismo por dos de los hijos de Esceva, de quienes se decía que habían liberado a muchos de la posesión de espíritus malignos.
—Pero, madre —le rogó—, no deberías ver a padre hasta que haya concluido el rito. No tienes por qué pasar el mal trago de verle tan enfermo… Disfruta del pequeño Isaías mientras estás con nosotros. «Abba» volverá muy pronto a nosotros sano y salvo.
Mísol amaba a su marido, y había convivido con aquella maldición desde que en la noche de su boda yacieron bajo las mismas sábanas. Desde ese mismo día, en cuanto el sueño se apoderaba de Samuel, un espíritu removía un recuerdo que lo atormentaba. Hacía más de un año que había abandonado el hogar, y Mísol lo añoraba. Ahora que lo había vuelto a encontrar, ella, que había parido a su hijo, volvería a estar a su lado con la compañía de aquel espíritu lacerante o sin él. «Sacarás de dentro eso que te está matando», le susurraba siempre al oído tiernamente cuando lo tenía dormido al lado, convencida de que un día el Altísimo tendría piedad de ellos.
La noticia del conjuro había corrido entre el pueblo, que desde hacía meses asistía atónito a fenómenos incomprensibles en sus propias calles: incluso se decía que algunos habían recuperado la salud con sólo tocar alguno de los enseres de Pablo de Tarso.
El día convenido, las gentes se fueron acercando expectantes al barrio de Natán. Evodio, que desde la pedrada andaba con vendas en la cabeza y disimulaba su aspecto cubriéndose con un turbante, intentaba descubrir los planes de los judíos respecto a Onésimo y él. Andaba entre un grupo de judíos tras Acana Barsebá, cuando se vio empujado hacia la casa de Natán. Se introdujo confundido como uno más del séquito de los exorcistas y, protegido por su indumentaria, se situó al fondo de la sala y esperó. Después, en casa de Aquila, contaría lo que allí había vivido:
«La casa se preparó con lámparas de cera de abeja y perfume santo: gálbano, estacte y purísimo incienso. En los rincones titilaba la luz de las candelas. La sala, en penumbra, se desnudó de muebles y el suelo se revistió de alfombras. En el centro quedó dispuesto el atril para el libro de los conjuros. Al lado, un brasero. Vistieron a Samuel con un sayal. Puesto en pie, aparecía con su mirada velada y el rostro impasible. Natán, Acana, el arquisinagogo Alejandro y toda la asamblea de judíos notables iban a presenciar el rito. Por fin dio comienzo la ceremonia.
»Sansón y Gedeón oraron con los presentes para implorar la asistencia divina y la ayuda de las benéficas potencias celestiales. Después asperjaron a Samuel con agua de la fuente de Masá y Meribá. De pie frente a él, los exorcistas, envueltos en el profundo silencio de la sala, depositaban delicadamente hierbas olorosas sobre los carbones mientras la mano dibujaba signos incomprensibles al dejar caer las briznas sobre el brasero. Hebras de humo blanco cada vez más densas danzaban en el aire sereno de la estancia. Tras lanzar al fuego un puñado de incienso, como un aldabonazo, iniciaron los conjuros:
»—Te conjuro por el Altísimo. Te conjuro a ti, espíritu diabólico, a que digas quién eres.
»Y dando una vuelta por detrás de Samuel, Gedeón depositó sobre las brasas aromas y hierbas olorosas.
»—Te conjuro por la roca del Horeb —recitaba ahora Sansón—. Te conjuro por el Arca que custodia las Tablas de la Ley y la vara de nuestro padre Aarón a que, seas quien seas, abandones el cuerpo que tienes atenazado.
»—Te conjuro por el sello de Salomón —intervino de nuevo Gedeón—. Te conjuro por el velo del Templo de Dios, a que salgas de quien nació desnudo e indefenso —siguió Sansón mientras añadía más cantidad de hierbas a la estufilla.
»—Te conjuro por…
»Se fueron alternando las invocaciones —seguía narrando Evodio—, y el incienso se depositaba a puñados sobre las brasas. Los primeros carraspeos, las primeras lágrimas, obligaron a atenuar la combustión de aromas mientras Samuel se mantenía inalterable.
»—Te conjuro por el Altísimo. Te conjuro a ti, espíritu diabólico, cualquiera que seas, a que digas quién eres —prosiguió el rito.
»Algunos empezaron a toser ostensiblemente, pero Samuel mantenía sus ojos nublados y ausentes.
»—Te conjuro por la espada de Judas Macabeo que separó la cabeza del cuerpo de Nicanor. Te conjuro por la madre y sus siete hijos que murieron a manos del rey…
»Habían repasado todos los Libros Sagrados. Las toses se fueron generalizando. Samuel tenía que reaccionar. A todos nos picaban los ojos y apenas veíamos, se tosía escandalosamente, pero Samuel no reaccionaba. Fuera, la muchedumbre, cansada de esperar, gritaba demandando “¡milagro!, ¡milagro!”. Sansón, aterrorizado por el vocerío creciente, levantó la voz:
»—Te conjuro por Jesús, a quien Pablo predica…
»En ese preciso momento, cuando la luz del sol atravesó el ventanuco, Mísol apareció en la sala. Un destello mágico traspasó el denso velo de humo acumulado e iluminó su imagen: Judith ante Holofernes, ungida con ungüentos, aderezados los cabellos. Tocada con una diadema, llevaba el traje de fiesta, calzadas las sandalias; lucía brazaletes, ajorcas, anillos, aretes y todas sus joyas. Iba tan ataviada que seducía los ojos de cuantos hombres la miraban. Así se presentó ante Samuel, para decirle:
»—¡Saca de dentro eso que te está matando, Samuel, querido mío!
»Samuel, al verla, fascinado, levantó el rostro y las manos hacia los exorcistas. Agarró a ambos y empezó a darles golpes sin descanso mientras les gritaba:
»—Conozco a Jesús y sé quien es Pablo; pero vosotros ¿quiénes sois?
»Cayó el atril. Rodó el brasero. Una nube de ceniza incandescente se expandió por la sala. Samuel vapuleaba a los exorcistas, que entre el griterío y los empujones, zafándose de cuantos procuraban escapar de aquel infierno, pudieron huir desnudos, chamuscados y heridos. Los de fuera, atropellados por los que salían a trompicones, y cuantos circulaban por las proximidades y desconocían qué había ocurrido, viendo escapar dando voces y medio en cueros a Sansón y Gedeón, cogieron palos y piedras y, divertidos, persiguieron a los desharrapados monte arriba».
Era el mes de Artemisa, mes de júbilo y fiesta grande en la ciudad. Con todo, la reina de Éfeso permanecía pétrea, indiferente, insensible a cuanto ocurría, y Demetrio y los plateros, fuera de sí, veían impotentes disminuir sus ventas.
Indicios de Onésimo
Samuel no se levantó de la cama durante dos días. Mísol no se movió de su lado. Estaba contenta, radiante. Nunca había visto dormir así a Samuel, tan sereno. Cuando por fin lo vio vestido y arreglado, comprobó que tenía otra cara, que era su Samuel. Le cogió de las manos y se las besó.
—Salgamos —le dijo Samuel—. Debo concluir lo que falta del exorcismo y tú, mi esposa, tienes que estar conmigo.
Ella le siguió, confiada. Preguntando, llegaron hasta la casa del Coriso.
—Soy Samuel ben Yehuddá, rabino de Hierápolis, y ella es Mísol, mi esposa. Quisiera ver al maestro Saulo de Tarso.
—Saulo no está en Éfeso; quizá tarde un tiempo en volver. Si puedo serte útil en algo… Mi nombre es Trófimo.
—Desearía hablar con quien representa la autoridad entre vosotros.
—Puedes hablar conmigo.
En aquella pequeña villa de las afueras, entre laureles y rosales, no era difícil iniciar una larga y discreta conversación. A Samuel le costaba expresarse debido a la emoción.
—Me he visto liberado de una antigua mordaza. Gracias al nombre de Jesús y de Pablo, una herida ha sido curada y ya no supura. Creo que si hablo de mis culpas quedará cicatrizada. Vengo a confesar mi error, a pedir perdón y a daros las gracias.
Mísol escuchaba a Samuel sin apartar de él la mirada, con los ojos desbordados por las lágrimas. Sujetaba su mano entre las suyas. Trófimo, atento, le invitó a seguir.
—Yo fui el último de los setenta y dos que Jesús de Nazaret escogió y envió por pueblos y aldeas para preparar su visita. De nuestras manos gozosas salían misericordias. Volvimos a Él, llenos de alegría, contando cómo los demonios se sometían a nosotros. Pero después, aquel constante deambular sin un futuro predecible me desalentó. Con aquel galileo, todo parecía inseguro. Me asaltaron las dudas y empecé a pensar que así no podía seguir. Callé, en lugar de sincerarme. Luego llegaron las contradicciones, y pudieron más los años de la Alianza. Mis padres, mi familia… Desoyendo la advertencia del Maestro, puse la mano en el arado y volví la vista atrás…
Samuel no ocultaba sus lágrimas. Trófimo le dijo:
—Nosotros somos discípulos y más aún, hijos de Saulo, que empezó persiguiendo a la Iglesia y al mismo Jesús. Nada hay que pueda escandalizarnos. El Señor destinó este tiempo para tu compunción y tu arrepentimiento. Él sabe bien lo que cada uno de nosotros ha sido y es. Pero Cristo Jesús ganó para nosotros en la cruz el perdón de Dios. ¡El perdón de Dios es el olvido de los pecados! Ve consolado y en paz, pues donde hubo pecado hay gracia abundante para el que la pide con fe.
—Trófimo, quiero ver a Saulo. Quisiera recuperar los años pasados, pero cómo podría…
—Te aseguro, Samuel, que él te buscará en cuanto esté de vuelta. Respecto a lo que dices de recuperar… ven aquí mañana a partir de la hora nona. Podemos empezar a hablar despacio, y el sábado acude a la sinagoga.
—A la sinagoga, no. No volváis a la sinagoga —dijo alarmado—. Acana ha determinado enfrentarse a vosotros, y está fuera de sí. Maquina planes para provocaros; quiere forzar la intervención de las autoridades. En su cólera habla de involucrar al procónsul, de llegar hasta su residencia en Pérgamo…
Cuando Pablo regresó de su viaje le pusieron al corriente de cuanto había ocurrido durante su ausencia. Escuchó con preocupación los detalles de la agresión a Evodio, y en cuanto al exorcismo a Samuel, no hubo forma de que se lo contaran completo. En cada ocasión, al llegar a la ceremonia y mencionar a Sansón y Gedeón, acababan desternillados.
Tirano, un pedagogo con escuela abierta en las proximidades del auditorio y que no simpatizaba con los judíos, facilitó a Pablo y a la comunidad nazarena una sala para que enseñaran libremente.
Cada día eran más numerosos los que se acercaban a la cátedra de Pablo y los presbíteros del Camino: encontraban consuelo al escuchar que nada había que temer del porvenir, pues tenían a Dios por Padre. Volvían confortados a sus casas llevándose el eco de lo escuchado: «No os turbéis y perdáis el buen sentido por cualquier tontería. Que nadie os engañe: ¡olvidad la magia, todo superchería! Llevad una vida laboriosa y ganáosla honradamente. El Señor, que murió y resucitó, nos llevará consigo en el momento y las circunstancias que Él amorosamente nos ha preparado. Por tanto, no hay por qué preocuparse. ¡Estad alegres! —escuchaban—. ¡Estad siempre alegres!».
Los hechiceros abandonaban Éfeso. Los conciertos entre adivinos y plateros se rompían, y se quemaron los libros de conjuros y palabrería. Demetrio, el orfebre, temiendo la ruina, decidió convocar al gremio para afrontar aquella vertiginosa decadencia.
Evodio vivía aquellos acontecimientos desde su trastienda. Poco a poco, se sintió atrapado por el espíritu que aleteaba detrás de los sucesos. Sin embargo, Onésimo no aparecía y él debía volver a Laodicea.
Pasados unos días, volvió a su ronda cotidiana en pos de noticias. Una caravana procedente de tierras de Egipto subía hacia el templo para ofrendar a la diosa. Se acercó a contemplar el desfile y disfrutar del colorido y del exotismo de aquellos viajeros y les acompañó camino arriba con otros transeúntes. Una dama, recostada sobre una litera, jugueteaba con dos perros flacos color canela, de orejas grandes y tiesas, y con un pequeño felino gris sin pelo, de ojos trasparentes. Detrás, en un carro, se revolvía una nerviosa pantera negra en su jaula. Al pasar, los vecinos comentaban los detalles. Una matrona hablaba junto a Evodio con el hombre que la acompañaba:
—¿Esos perros? Una birria. Para perro hermoso, el perro negro de aquel muchacho que iba a no sé donde… Deberías haber comprado uno como aquél; no se hubieran atrevido a robarnos. Ahora…
Evodio se sobresaltó.
—¿Cómo dices? —preguntó—. ¿Viste un muchacho con un perro negro, grande? ¿Te dijo cómo se llamaba? ¿Sabes adónde iba?
—No. No dijo como se llamaba. ¿Dónde comentó que iba aquel mozo que vimos a la salida de Sardes con aquel enorme perro negro? —preguntó al que la acompañaba.
—Creo que dijo que a la Arcadia… Pero de eso hace muchas semanas —contestó el hombre.
Al volver a la trastienda para comunicar a Aquila y el resto que partiría en breve, Evodio se encontró con que Pablo, que de nuevo andaba de visita por las ciudades cercanas, le había dejado un billete pequeño escrito de su puño y letra:
«Evodio, vístete con la armadura de Dios para soportar las embestidas del maligno, de los malos espíritus, de los aires dominadores de este mundo tenebroso. Cíñete los lomos con la verdad. Revístete con la coraza de la justicia. Empuña tu espada, la palabra del Evangelio, pues estás llamado a capitanear la milicia del Señor. De mi mano y con letras grandes te lo escribo. Pablo».
Trófimo le recibió en la villa del sotillo y le dijo:
—Pablo me ha dicho que pronto hablará contigo de cuanto te ha escrito. ¡Y que estés contento, pues encontrarás lo que buscas!
Evodio saldría hacia Corinto, aunque ya no estaba muy seguro de qué era lo que buscaba, si a Onésimo o respuestas a las inquietudes que se le habían instalado en el corazón durante aquellos días vividos a los pies de la gran Artemisa de los Efesios.