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PUERTA DEL HADES

Villa de Campo Hermon

Al despertar, Onésimo distinguió la figura de un hombre que le observaba desde la distancia. El himatión rojo realzaba su augusto aspecto, recortado sobre el suave dorado y rosa del Tmolo a la caída de la tarde. Mientras se incorporaba buscó al perro y le llamó con un silbido. Recogió la escudilla, que había restregado con tierra, y empezó a guardar su abrigo.

El hombre avanzó lentamente hacia él. Le pareció que se trataba de alguien joven. Onésimo volvió a silbar al perro.

—Muchacho, si buscas cobijo y trabajo, yo puedo ofrecértelo. Mi casa está allí —le dijo señalando la ladera oeste del monte—, fuera de la ciudad. Es una villa grande, rodeada de pinos. Se llama Villa de Campo Hermon. Ata a tu perro y ven. Lo puedes dejar fuera, sujeto. ¡Vaya! Parece que el animal no me encuentra simpático.

Onésimo continuó enrollando su cobertor, y el visitante dio media vuelta y se fue. Aquella proposición le había cogido tan somnoliento, tan por sorpresa y desconcertado por la ausencia de Pammé que no dijo nada. Silbó de nuevo. Más fuerte. El perro llegó jadeante, olfateando nervioso el aire. Onésimo le ató la correa y al levantar la vista distinguió a lo lejos al hombre del himatión rojo y de andares distinguidos, que se introducía en la pinada.

«En Sardes —reflexionó—, cuando ven el oro no hacen preguntas: si soy esclavo o soy liberto; o si soy un ciudadano romano. Toco mis monedas y me siento libre. Debería seguir el camino hacia la hierba moly, pero no he parado de andar. Tengo que pensar un poco, informarme sobre la Arcadia antes de cruzar el mar. —Miró con desgana su fardo, engordado por las compras. El tamaño acabó por convencerle—. Cobijo y trabajo durante unos días nos vendrán bien, Pammé».

Se echó la bolsa al hombro y echó a andar hacia la villa. Las puntas afiladas de los cipreses sobresalían entre las copas de la arboleda que trepaba por la ladera del Tmolo. Dos hileras de pinos abrían un camino hacia la entrada. Al llegar, el perro, que parecía cansado, se recostó bajo uno de los grandes pinos de la avenida. La puerta estaba abierta y Onésimo entró.

—Me llamo Anestión —se presentó el dueño.

—Yo, Onésimo de Colosas, del valle del Lyco.

—Conozco el valle. Muchos van allí en busca del agua sanadora y se quedan para siempre… —Sonrió—. Hierápolis es un buen sitio para un túmulo.

Onésimo examinó el atrio de la casa: un lugar amplio y sencillo del color dorado de la tierra. En el centro, una fuente. Una profusión de plantas de hojas verde intenso y flores azules y lilas reproducía el aire mediterráneo de las villas costeras de Atalya.

—Te mostraré tu estancia; allí podrás dejar tu equipaje. La casa dispone de baños propios. Mandaré que te que preparen ropa limpia, después hablaremos.

A la hora de comer Onésimo habló por los codos: Aspendos, los gálatas, las membranas para escritura, sus trabajos como capataz, los viajes… Su anfitrión le escuchó afectuosamente, con una sonrisa.

Durante dos días disfrutó de aquella villa y de la ciudad. Había preguntado por Anestión y fue informado de su marcha a una ciudad vecina para un asunto urgente, y de su pronto regreso, quizá en un par de días. Había dejado recado de que Onésimo disfrutara de la casa como si fuera suya.

Éste salía a menudo con Pammé a recorrer los alrededores, y practicaba con el himatión. Ya era capaz de enrollarlo sobre su brazo con gesto elegante y dominaba las distintas formas de echar la punta sobre el hombro: con ademán despreocupado, altanero, desdeñoso… Se había fijado bien en el porte de los ilustres de la ciudad durante sus paseos por el ágora. Onésimo iba adquiriendo modales; el perro, por el contrario, se veía mustio y perdía pelo desde que habían llegado a aquella casa. No debían de sentarle bien aquellos aires.

Anestión regresó de su viaje en plena noche. No volvía solo. Onésimo oyó los caballos desde su estancia y se asomó al atrio a tiempo de ver a su anfitrión despidiéndose de varios hombres. Se sorprendió al reconocer entre ellos a Caleb, y el que estaba de espaldas, sin duda, era Acana Barsebá, el fariseo.

Era ya muy tarde; volvió al lecho y en seguida oyó cantar a los gallos. Se levantó al alba, descansado, y salió a dar de comer a Pammé. Después de acariciar el animal entró y se encontró con Anestión, que le esperaba desayunando fruta fresca, queso y aceitunas.

—Debemos hablar, Onésimo. Tengo algo que proponerte.

—Tú dirás. Desde que llegué no he hecho más que vagar de un lado a otro. No obstante, no puedo quedarme mucho tiempo aquí, como te dije en nuestra última cena.

—¿Te cuidan mal, acaso?

—¡No es eso, por los dioses! Pero tengo un encargo que hacer. Te estoy agradecido por tu hospitalidad, pero debo encontrar lo que ando buscando.

—Y ¿puede saberse qué andas buscando? Sólo me hablaste de viajes y fantasías imposibles…

—Debo ir a la Arcadia.

—Aquella zona es agreste y su gente, ruda. Es una vida difícil para alguien cultivado. Aquí, en Sardes, puedes disponer de todo cuanto un hombre precisa para ser feliz.

—No sé, Anestión. Debo ir allí.

—¿Qué hay allí que no puedas encontrar aquí?

—La hierba moly.

—¿Tan imprescindible te es la droga de Hermes?

—No lo sé.

—Tú no quieres la moly. Tú quieres librarte de algo, Ulises.

—Le prometí a mi ayo, Eumates, que sería libre aunque me costara la vida. Él me dijo que la hierba me ayudaría a perseverar.

—¡Pues estás listo! ¡Un muerto libre! Esto sí que es todo un hallazgo. Eres un esclavo fugitivo que finge bien. Aunque posees oro, y el oro todo lo disimula: recubre la severidad de las leyes y obtura la boca de las conciencias.

Onésimo había hablado demasiado. Se sintió desnudo.

—Lo que buscas —prosiguió Anestión— no es posible encontrarlo aquí, en las entrañas del Tmolo; ni en el Artemisión, ni en el templo de Apolo en Dídima. Tampoco en la Arcadia. La libertad… Yo te enseñaré un camino.

—¿Por qué no me has delatado? Anoche vi contigo a Caleb y a Acana Barsebá, el fariseo.

—Sé que eres un elegido, que has venido aquí para algo grande. Tu oro no es el que ellos buscan. Además, son odiosos.

—Me admira tu perspicacia, Anestión.

—Me llaman Epíforos, que significa «el que impulsa». Yo te diré lo que vamos a hacer. Necesitaremos algo de tiempo; es preciso que comprendas bien cuál es tu misión.

—¿Eres uno de esos maestros que enseñan en el ágora?

—Lo fui durante un tiempo. Hablaremos cada día un rato. Te mostraré dónde trabajo.

Entraron en la casa y bajaron unas escaleras que nacían tras una puerta pequeña y recia.

—Al final —iba diciendo Anestión, que le precedía—, ¿qué es la libertad, Onésimo? Piénsalo.

Las escaleras, de piedra tallada y bien iluminadas, conducían a una amplia sala decorada confortablemente: mesa grande, sillón de tijera de ancho respaldo de cuero, un triclinio, alfombras y estantes con rollos de papiro y piel. Desde una gran ventana se veía la ciudad entre los pinos. En aquella estancia, orientada al sur, se disfrutaba de la luz durante todo el día.

—Ahora no sé cómo explicarme. Estoy un poco aturdido.

—La suprema libertad está en poder otorgar o quitar la libertad a otros.

—Quitar la vida —replicó Onésimo.

—Ésa es prerrogativa de Dios.

—Y del césar.

—De aquellos a quienes Dios da poder sobre la vida. O que son capaces de arrebatar ese poder a Dios.

—A Dios, a los dioses… ¡Qué más da!

—Y sin embargo, todos van en su busca. Mírate a ti mismo: eres descreído, pero no eres un inculto. ¿Qué más da, dices? ¿Acaso no andas detrás de los sueños de los montaraces de Galacia de los que me hablabas ayer? ¡Desprecias la verdad de Dios para andar detrás de las supersticiones de los galos!

—Tú también persigues las mismas aspiraciones.

—Haré un pacto contigo. Yo te diré qué debes buscar y dónde encontrarlo, y te daré razones documentadas. A partir de ahora no andarás tras un sueño, sino tras una promesa. Es la mitad del trabajo. Y luego, cuando encuentres lo que ambos buscamos, lo compartirás conmigo.

—Y si sabes dónde encontrarlo, ¿por qué no vas tú mismo y lo tomas?

—Ellos no me lo darán a mí.

—¿Me pides que robe? ¿Quiénes son ellos?

—No. Ahora no puedo explicártelo, pero acabarán por entregártelo. Yo no me puedo acercar a quienes lo tienen.

—¿Por qué?

—Una alergia. El cuerpo no me responde.

—Me tomas por tonto.

—Y también porque algunos me conocen.

—¿Y qué ocurre? Eres un buen amigo, ¿no?

—No puedes pretender que te lo explique todo. Es suficiente por hoy.

—Dime dónde encontraré la libertad, la que da el poder sobre la vida.

—Debes jurar que volverás a mí en cuanto lo poseas.

—Lo juro.

—Bien. Debes entender qué es lo que tienes que conseguir. Iremos despacio, pero es preciso que todo quede muy claro. Cada día profundizaremos un poco. Ahora, Onésimo de Colosas, tienes una misión para la que prepararte.

Aquella noche, Onésimo se acostó muy excitado. La inopinada presencia de aquellos judíos en la casa le inquietaba. Intentó repasar cuanto le había dicho Eumates a propósito de la búsqueda de la libertad, pero las palabras se mezclaban en su cabeza. Sólo veía claro que cuanto le ocurría era una providencia de su padre, seguramente favorecido por los dioses gracias a su vida piadosa, pues todo: el tesoro de Eumates, la sabiduría de Anestión, se orquestaba hacia el propósito que daba sentido a su vida. No podía dormir. Intentó recordar las palabras que le habían hecho llorar junto al lecho de su padre moribundo, pero no hubo manera. ¿Qué hacían allí Acana y Caleb? Mientras su conciencia se iba apagando, oyó ladrar a Pammé.

Primer día de trabajo en Villa de Campo Hermon

—Lee esto en voz alta.

Anestión le alargó un texto en griego y Onésimo obedeció.

—«Díjose Yahvé Dios: “He aquí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano hacia el árbol de la vida, y comiendo de él, viva para siempre”. Y Yahvé Dios lo echó del jardín del Edén, a labrar la tierra de la que había sido creado. Expulsó al hombre y puso delante del jardín del Edén un querubín que blandía una flameante espada para guardar el camino del árbol de la vida».

—¿Entiendes lo que dice?

—Sí. Lo aprendí cuando de pequeño me llevaban junto a las puertas de la sinagoga de Colosas a escuchar las lecciones de los rabinos. Es parte de la historia de la creación tal como se cuenta en el libro judío sobre el origen del mundo.

—Bien. Debes leer varias veces estos capítulos, a partir de aquí —indicó Anestión señalando un punto del libro—. Presta atención a lo que dice respecto a la alegoría de los dos árboles: el árbol de la ciencia del bien y el mal, y el árbol de la vida. Luego hablaremos.

A Onésimo le gustó aquella descripción de la tierra y los cuatro ríos donde Dios estableció el Paraíso. Lo veía con claridad. Al recrearlo con sus nombres, los lugares —la tierra de Évila, el río Tigris…—, le resultaron próximos, familiares, como si él mismo conservara aún piedras de ágata, recogidas de los arroyos durante sus juegos de infancia por aquellos parajes, y el aromático bedelio pegado a sus dedos.

«Hizo Yahvé Dios —siguió estudiando— brotar de la tierra toda clase de árboles hermosos a la vista y sabrosos al paladar, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y el mal». «Era hermoso a la vista y deseable porque con él se alcanzaba la sabiduría, y tomó de su fruto y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió. Abriéronse los ojos de ambos…».

Durante un buen rato intentó penetrar en el sentido de aquella historia. Aunque Anestión le había indicado que debía leer sólo desde el descanso de Yahvé, él había empezado por el principio. Aquel orden resultaba relajante: Yahvé Dios al menos parecía disponer de su casa con más cordura que los dioses olímpicos.

—¿Has sacado alguna conclusión, Onésimo? —le preguntó Anestión tras la lectura.

—Adán y Eva comieron del fruto prohibido, el fruto del árbol de la ciencia del bien y el mal, y fueron expulsados del Paraíso.

—Bueno. Eso no es una conclusión, como mucho una síntesis pobre. El Libro viene a decirnos varias cosas. En el Paraíso había dos árboles de cuyos frutos no debían comer: el árbol de la ciencia del bien y el mal, y el árbol de la vida. Adán y Eva comieron del primero y por ello fueron expulsados. Dios, para custodiar la integridad del árbol de la vida puso a las puertas del Paraíso un ángel con una espada de fuego.

—¿Lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—¿Y qué efectos produce sobre el hombre haber comido ese fruto?

—La serpiente dice…

—Lo que dice la serpiente no es relevante. No tenía toda la información. Lo importante es lo que dice Dios, por eso te he insistido en este párrafo —y puso el dedo, nervioso, sobre el Libro Sagrado—. Haber comido del árbol de la ciencia, dice Dios, ha hecho al hombre «como uno de nosotros». Anota esto: ¿quién es «nosotros»? Sigamos: conocedores del bien y del mal. Ahora, anota esto: ¿qué hay del árbol de la vida?

Cuando Onésimo vio que Anestión especulaba sobre aquellas lecturas como si se tratara de realidades, se inquietó. Las historias sobre el origen de los dioses y la creación del hombre eran bellas, a veces terribles, siempre grandiosas, pero llenas de contradicciones. Aunque aquélla era una historia escueta, llamativa por su sencillez y gravedad, y no se parecía a los sagrados cantos homéricos o la Teogonía que le leía Eumates, no dejaba de ser una fábula.

—¿Es que piensas que ese árbol de la vida subsiste junto a los ríos Tigris y Éufrates y nosotros lo vamos a encontrar? Anestión, ¡por todos los dioses!

—Dejémoslo aquí por ahora, Onésimo. Después de un buen refrigerio descansaremos un rato, y a media tarde reanudaremos el trabajo.

La comida estaba preparada y había invitados, dos muchachos jóvenes a quienes Anestión le presentó como sus sobrinos Jacinto y Zerolus. Se mantuvieron distantes, hablando e intercambiando risitas entre ellos durante toda la comida. A Onésimo, las actitudes afeminadas de los muchachos le producían cierta dentera, así que cogió un cesto de fruta y una crátera de vino, y se fue a ver su perro Pammé, enfermo de algún mal desconocido.

El animal estaba echado, tranquilo, y se alegró al verle. Onésimo le soltó la cadena para dar un paseo y cuando se incorporó se dio cuenta de cuánto había adelgazado. Bordearon lentamente la villa hacia los grandes ventanales de la habitación de trabajo de Anestión. Mientras caminaba, Onésimo volvió sobre las lecturas. Sabía que la historia que había leído proseguía: todo un pueblo, durante siglos, había creído en un único Dios. Hablaba con fe de una alianza de Yahvé con los hombres, con esperanza de la promesa de un Mesías, un libertador sobre cuyo papel no acababan de ponerse de acuerdo. Le vino a la memoria la respetable figura de los rabinos que predicaban una moral estricta, y también la agresiva imagen de Caleb y su maestro. Y recordó la carrera ladera arriba, acosado por las vecinas y los fanáticos de la sinagoga de Hierápolis, cuando aquel judío, enardecido por las visiones, arremetió contra la mujer del regidor.

Dejó a Pammé de nuevo atado a su cadena y se dirigió hacia la villa, urgido por la necesidad de seguir penetrando en el sentido de aquellas lecturas.

—No has estado muy cortés con mis invitados, Onésimo —fueron las palabras con las que le recibió Anestión.

—Lo siento, pero sufro por Pammé. Desde que llegamos a Sardes está desmejorado.

—No sufras, al fin y al cabo no es más que un perro.

—Anestión, no todos los perros son como Pammelokiné —afirmó con solemnidad.

—¿Es que hay otra clase de perros, Onésimo? —le espetó el otro, aparentemente molesto—. En fin, no perdamos el tiempo, vayamos a lo nuestro.

Se echaron sobre unos confortables almohadones, y Anestión siguió instruyendo a Onésimo sobre los fundamentos de su misión.

—Haber violado el árbol de la ciencia, Onésimo, supuso que el hombre conociera el bien y el mal, pero ese conocimiento le obligó a internarse por parajes donde el discernimiento es arduo. Al hombre no le es fácil saber qué o quién es bueno. Pero aun atormentado por sus dudas y su inseguridad, debe decidir sobre el bien y el mal. Sabemos, eso sí, que desde que Eva y Adán comieron del fruto prohibido la naturaleza tomó el itinerario de la muerte. Desde entonces, el hombre camina a menudo por senderos de muerte creyendo disfrutar de la vida. A veces incluso es capaz de escoger para sí la muerte. En resumen, la vida de los hombres siempre depende del concepto que alguien con poder tenga del bien y del mal y, lo que es más tremendo, no tanto de su conocimiento, como de su poder.

—No acabo de entender eso.

—Con otras palabras, Onésimo: quien tiene poder, dispone de la vida y la muerte según le conviene. Los determinantes de la vida y la muerte van desde el capricho —los celos, la codicia…— al supremo interés del imperio, porque el bien y el mal se confunden en el corazón humano.

—No, Anestión. También la justicia es determinante.

—¡Eso es! ¡Eso es! La justicia: el discernimiento de los hombres justos —exclamó Anestión, cargando la frase de cuanta ironía cabía en ella—. ¿Qué justicia? ¿La justicia de ayer? ¿La justicia de Roma?, ¿la que imparten los pueblos bárbaros?

—¿Qué queda entonces, Anestión?

—Onésimo, si posees el don de la inmortalidad, si la muerte no es ya tu destino, entonces ¿qué te importa el discernimiento? El hombre pertenece a la estirpe que se nutre del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Pero tú y yo nos alimentaremos del árbol de la vida.

—Pero ¿el árbol que genera la vida está incólume?

—No te responderé ahora a eso. Sólo te diré que en el fruto del árbol de la vida se oculta un misterio.

—¿Un misterio? ¿Qué misterio?

—El misterio es la decisión de Dios, anterior al mundo.

Segundo día de trabajo en Villa de Campo Hermon

—Eso que llamas «destello» y que dices que un día viste es un signo de preeminencia entre los elegidos para recibir y asimilar la gracia. Poseer la gracia es uno de los misterios de Dios —le iba diciendo Anestión a Onésimo mientras con una mano mordisqueaba una manzana y con la otra jugueteaba con los rizos de uno de los muchachos—. Como comprenderás, no todos pueden acceder a ciertos grados de perfección.

—¿Y cuál es esa gracia de la que me hablas ahora? ¿Se posee o se recibe?

—Se trata de una cualidad y también de un don. Sólo determinadas naturalezas son capaces de adentrarse en esos misterios y comprenderlos. Mira, Onésimo, no todos disponen de un oído sutil o una voz armoniosa y rica. Hay para quienes todo es griterío. Son menos los que, además, mientras cantan, son capaces de tañer la lira o el bárbito virtuosamente. Al final, la inspiración llega sólo a unos pocos, que generan e interpretan sus propias maravillosas creaciones. La gracia viene a ser la fusión en ellos de la capacidad y el don.

—¿Y qué te hace pensar que yo la poseo? No habré sido el único que ha tenido esa experiencia del «destello».

—No, efectivamente. Pero tú eres el único que por su causa, y siendo un esclavo, te has jugado el cuello y has venido hasta mí.

Onésimo había dejado la granja en busca de la libertad y, de pronto, se veía envuelto en un misterioso designio para acceder a las fuentes de la inmortalidad. El día anterior, antes de acostarse, había pensado con cierta vanidad en cómo, a pesar de su ignorancia, había sido capaz de seguir con relativa facilidad con aquel maestro un diálogo poco habitual en la granja de Colosas. ¡Qué estarían haciendo en casa! Se sorprendía al descubrirse tratando de entender aquellas historias que emitían oscuros mensajes a espíritus como Anestión, escogidos por los dioses.

—Anestión, hemos leído textos del pueblo judío sobre Yahvé y hemos dialogado como suelen hacerlo los filósofos con sus discípulos en la stoá o en el ágora sobre cuestiones muy poco prácticas. Pero tú me prometiste razones documentadas.

—Tienes que tener un poco más de paciencia, Onésimo. Hoy avanzaremos más en ese camino que hará arder en tus entrañas el fuego por alcanzar la inmortalidad.

Volvieron a la estancia de trabajo. El aire de la mañana era transparente y la ciudad se distinguía con nitidez. El templo de Artemisa, áureo, grandioso, presidía la línea del horizonte reclamando una libación inagotable. Por la arboleda correteaban ya los gentiles efebos, lanzándose piñas y despertando con sus voces el eco cansado del Tmolo.

—A lo largo del primer Libro Sagrado de los judíos, se muestran detalles que nos indican que algunos elegidos accedieron a la gracia que procura la inmortalidad. Estas revelaciones, siendo tan importantes, no están expresadas de una forma solemne. En los libros más antiguos se muestran como de pasada, para que sólo tú y yo apreciemos hoy el valor de lo que encierran. Luego, en libros posteriores, la energía de la vida se libera de la propia narración, se vuelve incontenible y ya no se puede ocultar. Veamos. Empecemos por el principio. —Leyó—: «Fueron todos los días de la vida de Enoc trescientos setenta y cinco años y anduvo constantemente en la presencia de Dios, y desapareció, pues se lo llevó Dios». Y aquí, ¿ves?: Elías, el profeta, que fue arrebatado…

Anestión repasaba los textos de la Tora. Destacaba aquello. Ponderaba esto y lo otro. Subrayaba aspectos que reforzaban la verosimilitud de los argumentos que desgranaba ante Onésimo.

—Enoc sólo vivió la mitad de lo que vivieron sus antepasados y descendientes. Observa. Resulta significativo que, a edad tan joven, también fuera «arrebatado».

—¿Así que no murieron?

—Aquí dice que no. Enoc, Elías y otros disfrutaron del poder que confiere el fruto del árbol de la vida. No murieron: fueron arrebatados. Ese poder es una energía que Dios transmitió a Moisés y cuya virtud quedó retenida en el Arca de la Alianza. Es preciso que veas claro esto. Para ello, debes leer lo que le ocurrió a Uza, que conducía el carro que portaba el Arca, cuando llegó a la era de Cidón; también, cómo en los días del profeta Samuel, el Arca de Dios humilló a Dagón, poderosa deidad filistea, cuyas manos y cabeza yacieron separadas del tronco en el umbral de su propio templo, mientras la peste y la desesperación se propagaban entre los habitantes de Azoto.

—Pero ésa es una fuerza que mata, no es la fuerza del árbol de la vida.

—Esa fuerza produce el efecto contrario en la naturaleza de aquellos que no poseen las condiciones necesarias para acoger la vida eterna. A ésos, los fulmina. Ahora lo verás.

Tomó de nuevo el rollo, lo abrió por otro lugar y se lo aproximó a Onésimo:

—Lee aquí, despacio —señaló un texto del Exódo—. Dios va a mostrarse a los hombres y éstos deben prepararse: acondicionarán el campamento, lavarán sus vestidos, destinarán tres días a predisponer su mente. No obstante, Dios sabe que son muy pocos los que podrán apróximarse a Él, por eso le dirá antes a Moisés: «Tú marcarás un límite en torno, diciendo: “Guardaos de subir vosotros a la montaña y de tocar el límite, porque quien tocare la montaña morirá”».

Inició Onésimo la lectura del relato, allí donde Dios ordena a Moisés subir al monte Sinaí acompañado de Arón, Nadab y Abiú con setenta y dos de los ancianos de Israel para sellar la Alianza.

—¿Ves aquí, Onésimo? «No extendió su mano contra los elegidos de Israel; le vieron, y comieron y bebieron».

—Entonces Moisés, Arón, Nadab, Abiú y los setenta y dos poseen el poder de la vida. ¡Están vivos!

—Efectivamente. Menos Nadab y Abiú, hijos de Arón, que resultaron no ser idóneos, los demás no murieron. Probablemente fueron arrebatados, como Enoc y Elías.

—¿Qué les pasó a Nadab y Abiú?

—Léelo tú mismo. Ahí. En ese otro libro. El libro de Leví, el libro de la Ley de los sacerdotes del Templo de Jerusalén…

Mientras permanecían entretenidos con los textos sagrados de las escrituras hebreas, disfrutaron del silencio del aire serenado. Incluso las voces y las risas de los muchachos habían dejado de oírse. De pronto se escucharon gritos, alaridos: los efebos se insultaban y Pammé se puso a ladrar escandalosamente. Anestión salió de la estancia mientras Onésimo se asomaba a la ventana. Vio a los muchachos, desnudos, golpearse con saña en la pinada. Uno —el más fuerte— intentaba matar al otro estrangulándole mientras se revolcaban. De pronto, con un rápido movimiento, liberó un brazo, lo levantó y le clavó una astilla en la cara. El chillido adquirió tonos de ferocidad y desesperación, y el muchacho acaso hubiera muerto si no hubiese sido por la oportuna llegada de Anestión. Pammé dejó de ladrar, pero su actitud se volvió fiera a la vista del maestro. Mostraba en los colmillos el salvajismo de su raza, de su instinto matalobos. A punto de saltar, contraídas las patas traseras, todo el cuerpo tensionado, la cadena parecía insuficiente. Tenía el pelo erizado tras las orejas y los ojos le brillaban de furia. Onésimo observó la situación desconcertado. Se preguntaba de dónde había sacado el perro, moribundo ayer, aquella energía. Anestión, indiferente, separó a los muchachos, y se hizo el silencio de nuevo. Zerolus estaba en el suelo, sucio, ensangrentado, inconsciente. El rostro destrozado. Una matrona de buen tamaño que salió arrastrando los pies tras Anestión, levantó al maltrecho y lo entró en la villa.

—Parece que los jóvenes se odian… —comentó Onésimo.

—Son unos chicos incorregibles. Zerolus está inservible. Pero vamos a lo nuestro… —repuso Anestión mientras volvía a los libros como quien ha contemplado una riña en alguna casa del vecindario—. Hoy asistimos a una lucha por la custodia y el control del fruto del árbol de la vida. Algunos judíos saben donde está.

—¿Tú lo sabes?

—Mira. Alcánzame ese rollo. Ésta es la carta que un tal Judas, en nombre del Senado y del pueblo de Jerusalén, envió a Aristóbulo, maestro del faraón Tolomeo, y a sus hermanos de raza. Mira aquí. Lee: «… Y salió hasta el monte donde había subido Moisés para ver desde allí la heredad de Dios. Llegado a él, Jeremías halló una gruta a modo de estancia, en la cual introdujo el Tabernáculo, el Arca y el altar de los perfumes, tapiando en seguida la entrada. Algunos de los que le acompañaban regresaron más tarde y dejaron señales en el camino, a fin de poder hallarlo después. Mas así que Jeremías lo supo, los reprendió: “Este lugar quedará desconocido hasta que Dios vuelva a congregar a su pueblo y tenga de él misericordia…”».

»El lugar es conocido. Pero hay un punto preciso, el acceso al árbol, el acceso al Arca, que sólo unos pocos conocen. —Anestión y Onésimo levantaron la vista del Libro y se miraron—. Tú descubrirás el lugar. Yo te daré la clave —le aseguró el anfitrión.

—Anestión, me sorprende que con tu sabiduría y, disponiendo de riquezas, no hayas sido capaz de acceder por ti mismo a la fuente, que necesites de mí. Ahora, con más motivo, me parecen vanas excusas las que dabas: una urticaria, una alergia…

A Anestión se le demudó la expresión y su aspecto juvenil se descompuso. Los hombros se le habían descolgado de pronto, y los párpados se le cerraron hasta medio ojo. Sin levantar la voz, dirigió su mirada hacia Onésimo para decirle:

—No hemos llegado hasta aquí para que ahora pongas tu inteligencia a especular sobre otras cuestiones que no sean las que te han traído hasta esta casa. No volverás a hablarme sobre eso. No te lo toleraré. Y ahora te mostraré por qué.

Tomó la mano de Onésimo y éste empezó a sentir un agudísimo dolor de cabeza, hasta que, sometido, arrebatado, cayó al suelo sin conocimiento.

Tercer día de trabajo en Villa del Campo Hermon

Como cada mañana, Onésimo salió a ver a Pammé. El animal languidecía, agotado después de aquella descarga de su naturaleza ante Anestión. Se quedó un buen rato acariciándole, diciéndole cosas como si de un ser humano se tratase. Eumates le había advertido que en el perro encontraría al amigo, así que debía cuidarlo.

—Ya ves que ahora no tengo tiempo para ti, Pammé. Pero pronto reanudaremos nuestro camino. ¡Estás enfermo! Deberías comer alguna hierba medicinal. Te soltaré. ¡Ve! ¡Vuelve cuando te encuentres mejor!

El perro, liberado, hizo ademán de marcharse. Dio un par de vueltas sin ninguna alegría y olfateó la base de los pinos que había alrededor. Arrancó unas hierbas de entre unas peñas y volvió a echarse algo más alejado de la entrada de la villa. Por el contrario, Onésimo se encontraba exultante. Aquello que estaba descubriendo de la mano de Anestión mantenía el espíritu inquieto. Notaba que una excitación inusual le empujaba a volver a aquellos viejos papiros. Dejó su ración a Pammé y se encaminó a la villa.

Recordó la sangrienta pelea de los jóvenes, feroz y despiadada como no la había visto entre los muchachos del valle del Lyco. Al entrar de nuevo en la casa advirtió una laguna en su memoria. No recordaba nada de la tarde del día anterior. Anestión le esperaba en el cuarto de trabajo.

—Anestión, pareces cansado. ¿No has dormido? Yo tengo la sensación de haber dormido una semana.

—Tenemos mucho trabajo por delante. Vamos. ¿Has comido?

—Sí, ¿cómo se encuentra el muchacho?

—No te preocupes por él. Él nunca se preocupó por ti. Decía que el perro y la lona de pastor que llevas te delatan. Que eres un protegido de Pales, ese dios de las cabras del que hablan los sucios legionarios romanos. Me reprochaba, celoso, el tiempo que te dedico. Pobre. Ha vuelto al lugar de donde vino. Allí reposa en paz. Anda, volvamos al trabajo.

—¿Qué me pasó ayer?

—Hablas demasiado, Onésimo. No debes olvidar que eres mi invitado. Que te encuentres aquí como en tu casa no significa que ésta sea tu casa. Debes ser capaz de mantener cierta distancia y no traspasar el límite de forma frívola y grosera, como ocurrió ayer. Compórtate aquí como los israelitas a los pies del Sinaí. ¿Recuerdas la línea marcada?

—Lamento mi imprudencia. No volverá a ocurrir.

—Seguro que no. Ahora, mira este escrito.

Onésimo leyó un texto del profeta Zacarías que decía: «He aquí que yo hago venir a mi siervo Germen».

—¿Qué quiere decir?

—La mayoría de los judíos saben que jamás poseerán el don.

Anestión volvía con entusiasmo a sus explicaciones. Gesticulaba. Miraba los papiros. Rebuscaba entre los textos. Paseaba de arriba abajo.

—Ellos se consideran celosos custodios del secreto. No obstante, a lo largo de los siglos se les avisó de la llegada de un elegido —ellos le llamarán Mesías— que les reclamará a su tiempo la autoridad y la custodia del poder sobre la vida y la muerte. Entre los muchos avisos que aparecen a lo largo de los libros te he mostrado ése. Es importante por el apelativo que utiliza para el enviado: «Germen». Zacarías profetizó que una emanación de la mente de Dios con apariencia de hombre sería enviada a la Tierra para señalar el punto donde todo empieza y termina.

—Entonces, ¿ha llegado el elegido?

—Creo que sí. Porque algo ha ocurrido. ¡Ah, Tiresias[28]! El viejo adivino también predijo estos días.

Onésimo palideció. Recordó a los gálatas y los vaticinios sobre el que había de venir. La conversación con Eumates a propósito de la naturaleza revitalizada. Las prédicas del peligroso Arquipo y el parloteo entre los de la casa de Epafras sobre un cielo nuevo y una nueva tierra; y las ideas del propio amo Filemón y sus amigos de Laodicea y Colosas sobre el Hijo de Dios hecho hombre.

—Yo oí hablar de ese que dicen que llegó. Pero es poco lo que sé. Los gálatas, quienes me motivaron a salir de Colosas, iban en su busca a las tierras más allá del imperio. Te lo conté. En el valle del Lyco se dice (no lo vas a creer, Anestión, casi me da vergüenza decirlo) que un tal Jesús, judío, al que crucificaron, resucitó, y que quienes le sigan ya no morirán para siempre. Filemón, a quien serví, se ha unido a esa secta. No sé si se librarán de otra cosa, pero de la muerte desde luego no hay quien los libre: yo mismo los he visto caer como el resto. Hay entre ellos un tal Saulo que parece el jefe.

—Las cosas no son lo que parecen. Es precisamente a la cabeza de esta secta donde tendrás que llegar.

—No me gusta, Anestión. Tengo malas experiencias con esa gente. Los marginan y los acosan. No sé cómo se las arreglan, pero siempre andan en pleitos con las autoridades… Además, acaban a palos más de una vez… No me conviene. También están esos judíos que los acechan…

—No te preocupes ahora sobre cómo llegar a ellos. Después hablaremos. Ten en cuenta que poseen la llave que abre la puerta…

—Supongamos que llego bajo el dintel de esa puerta; ¿qué encontraré al entrar?

—Alguien dejó escrito que «ni ojo vio, ni oído oyó, ni cabe en mente humana lo que Dios tiene preparado». Además, sabemos que al contacto con ese poder, la naturaleza del hombre se transforma: acuérdate de Moisés, cómo irradiaba una luz tan fuerte que tuvo que velar su rostro. También los seguidores de Jesús: Saulo, Simón y los otros, realizan ahora mismo prodigios inexplicables.

—¿Crees que son prodigios reales? ¿No serán artes mágicas de embaucadores? ¿Y qué sabes de ese Jesús?

—Él es Germen. Podía hacer lo que quisiera. En los escritos de la secta que circulan, se dice que Él les enviaría el Espíritu una vez resucitara. Entonces recibirían el poder. Y hay testigos que confirman que así fue.

—De este Saulo se decía que recibió un mandato directo de Jesús.

—Saulo debía de ser una naturaleza especialmente apta para administrar ese poder. Por eso fue escogido para recibir la gracia de un modo excepcional. Él mismo explica que fue de Damasco a Arabia, donde pasó largo tiempo. No nos precisa el lugar porque quiere ocultarnos que estuvo en el monte Nebo y accedió a la fuerza del Arca y del árbol. Posteriormente habitó en el Sinaí. Allí fue arrebatado y oyó palabras inefables, y fue poseído por la fuerza de Germen, que él llama Cristo. Entre los judíos, los escribas y doctores de la Ley saben que fue tras la fuerza que se oculta en el Arca. Asumió la energía de los eones que mató a Uza y abatió a los filisteos.

—Entonces —dijo Onésimo—, si poseen tal poder, viven eternamente y mueren cuando quieren. Su muerte es aparente.

—En efecto. Igual que la de Germen. Pero con el teatro de la cruz, confirmó la fe de sus secuaces.

A Onésimo las ideas le penetraban sutilmente, algo empezaba a tomar forma en su mente. Quizá fuera el ambiente, aquella paz entre los rollos, la manera de explicar de Anestión, su paciencia. La convicción de que era una meta posible. Entre aquellas paredes todo parecía sencillo.

—¿Y los prodigios? En Colosas se contaba que Saulo y otro curaron en Listra a un cojo de nacimiento.

—Saulo rinde a los magos: a Simón de Samaria y a Barjesús de Pafos. Simón quiso comprar el don pero este poder no se puede comprar.

—¿Por qué? Sé de un hombre rico que envió a su hijo a estudiar con un mago.

—Los magos poseen dones y sabiduría que transmiten de padres a hijos por generaciones. Cultivan un arte en beneficio propio. Cobrando grandes sumas pueden enseñar a otros, aunque hay un núcleo de sabiduría que siempre permanece oculto. Sí, es un arte servil que se puede comprar. Es la magia que sirve al poder. Pero no es el poder. La gracia que procede del árbol de la vida no se puede comprar. La secta, que llaman el Camino, concibe esta gracia como un poder que es para el bien de todos y sólo puede transmitirse a los aptos mediante la imposición de manos. Por eso, si eres uno de los elegidos, antes de recibir la gracia por la imposición de las manos debes superar un proceso iniciático que asegure tu idoneidad.

—Ahora entiendo. Y ¿es muy largo ese proceso? ¿O es algo así como participar en los misterios de Eleusis?

—Algo así, supongo. Será un proceso de adaptación del cuerpo y el entendimiento. Germen dejó dicho que ni todos pueden, ni todos entienden. Pero tú superarás ese paso y después me transmitirás el poder a mí mediante la imposición de las manos.

—Anestión, debo volver a pensar en la libertad. Todo esto me ha hecho perder la perspectiva.

—No puedes. Está ahí. La libertad es la inmortalidad. Recuerda lo que hablamos: si eres inmortal qué te importa el discernimiento, qué la responsabilidad.

—Tienes razón. Siempre la tienes. Pero hoy no soy inmortal. Y hoy necesito la libertad también.

—Hoy tendrás que conformarte con ser un esclavo. De momento, las legiones aún no te han puesto la mano encima. Así que alégrate si puedes y vive al día.

—Anestión, ¿de verdad crees que estoy preparado para entender los misterios que encierra el árbol de la vida? ¿Se puede comprender el lenguaje de los dioses o de Yahvé-Dios? ¿Quién entiende a los dioses? —preguntó Onésimo cargado de escepticismo.

—La voz de Dios llena toda la creación. Aunque Dios en persona revelara estos misterios que encierra el árbol, ¿quién podría comprenderlos? Sólo hay un modo. Antes tendrás que adaptar tu inteligencia para enfrentarte a él y recibir una fuerza especial de lo alto para no morir. Sólo los iniciados poseen la ciencia de la vida que da poder para resucitar a los muertos, y sólo algunos próximos a Jesús llegaron a alcanzar este poder. Otros no pudieron soportarlo, como el compañero de Cleofás, quien poco después de conocer los secretos que Jesús-Germen les reveló camino de Emaús murió.

Se había hecho de noche. Avivaron los braseros y Onésimo decidió salir a ver a Pammé, pues se había levantado el aire. Era un perro de altas cumbres, pero estaba enfermo.

—Saldré a ver al perro. Esta mañana estaba muy debilitado, y se ha despertado el frío.

—No te entretengas. La villa se cerrará en seguida. Mañana será un día intenso; debo explicarte el camino a seguir. Te sorprenderá.

Jalones de un itinerario

A Onésimo le despertó el estrépito del ganado de camino a sus corrales. El viento fresco, vaticinio de las primeras tormentas, y el abandono de las altas majadas por los rebaños anunciaban la proximidad de la época invernal. Aquella noche había pasado frío. Pudo dormir, pero estaba dolorido. Miró la cama y vio los lienzos revueltos de mala manera, como si se hubiera peleado con ellos. Le llevó agua fresca y limpia a Pammé, que seguía débil pero vivo. Sin duda era un perro fuerte. Echado, con la cabeza entre las patas delanteras, se dejó acariciar un rato. Después de los mimos, Onésimo se incorporó al trabajo.

También aquel día Anestión le aguardaba con una batería de documentos abiertos sobre la mesa.

—Onésimo, no puedo retenerte por mucho tiempo. Hoy será tu último día en la villa; mañana, a la salida del sol, partirás. Es menester que acabemos las lecciones, así que la jornada será intensa. Antes de iniciar la lectura te contaré algunas historias. Ocurrieron en Palestina durante los días que Germen-Jesús estuvo preparando a sus fieles para un retorno definitivo. Ahora, éstos las explican a sus prosélitos allá por donde van. Te contaré la historia tal como ellos la relatan. Luego la matizaré.

—También yo le escuché a Filemón y a mi ama Apfia cosas de lo más extravagantes, pero cuenta, cuenta.

—Parece ser que aquel Jesús que murió en una cruz, al tercer día resucitó. Anteriormente había realizado múltiples prodigios, entre ellos, resucitar muertos: a la hija de un tal Jairo, un arquisinagogo[29]; al hijo de una viuda y a su amigo Lázaro. Después, como te digo, se resucitó a sí mismo.

—Algo sabía de esto. La verdad es que no lo he entendido nunca. ¿Por qué a unos sí y a otros no? ¿Por qué a su pariente Juan no lo libró de que el rey le cortara la cabeza?

—Tienes razón. Esto es así de absurdo. Pero no nos desviemos. Los discípulos de Jesús dicen que mientras estuvo muerto, «bajó a los infiernos para librar a los muertos del Hades», de manera que muchos afirman haber visto cómo los cadáveres salían de sus tumbas, una vez que Germen-Jesús volvió a la vida.

—Entonces ¿murió o no murió?

—No murió. Tampoco Lázaro, que, suspendido de las ataduras del cuerpo, atravesó la región del silencio. Ahora está oculto y vivo para siempre. Un día será arrebatado como lo fueron Enoc y Elías. También los demás: la niña, el hijo de la viuda… Todo fue apariencia de muerte, de corrupción, tal como la vemos nosotros. ¡Es aquí dónde quiero que nos fijemos en los Libros Sagrados de los judíos! Porque esa muerte aparente es el pretexto para recorrer el camino hacia la puerta del Hades.

—¿Pretendes que yo muera «aparentemente» para entrar allí dónde se encuentra la fuente del poder de la vida?

—No. No es eso. Ese camino se podía hacer junto a Germen. Con él. Ahora solamente hay que seguir los jalones del camino. Los jefes de la secta conocen el trayecto y el lugar de la puerta. «Tú me has mostrado cosas oscuras y escondidas de tu sabiduría», está escrito en los Salmos.

—No entiendo bien de qué camino hablamos. ¿Es un sendero? Parece que me hablas de algo más que de seguir los pasos sobre el enlosado de una calzada.

—Onésimo, ahora empiezas a tener tu mente preparada para comprender. El acceso al árbol de la vida es una ruta física que hay recorrer, pero también es un esfuerzo de adaptación del espíritu.

—Ahí es donde yo me veo más incapaz. Al fin y al cabo, no soy sino un esclavo ignorante que sabe leer, escribir y poco más.

—Siempre serás un esclavo mientras pienses como un esclavo ignorante que sabe leer y bla bla bla. Mereces que te apaleen. Tu perro tiene más orgullo que tú, Onésimo. ¡Todo lo echas a perder! Es necesario que te transformes.

Onésimo se sintió derrotado de nuevo. En un momento se hacía ilusiones y se veía coronado, y de pronto una palabra le devolvía a la realidad. Pero no eran sus propias palabras de humilde reconvención las que le humillaban, palabras con trampa, a la búsqueda de un halago. Era Anestión, cruel y directo, que penetraba inmisericorde hasta el tuétano de su alma. Se echó a llorar al darse cuenta con cuanta facilidad olvidaba las palabras que un día le había dicho Eumates y que le empujaron a la libertad: «Yo era tanto como el amo. El amo, yo mismo y la naturaleza éramos (somos) como hermanos…», cuando le explicó cómo una vez se levantó exultante la tierra entera.

—Sigamos —pidió Onésimo, secándose los ojos con una punta del quitón.

—Tú y yo lo descubriremos. Tenemos suficientes indicios para llegar hasta allí.

El día avanzaba. El cielo, surcado de nubes como saetas lanzadas desde el este en dirección al mar, dejaba caer sobre Sardes un aire seco y frío. A media tarde, Anestión dijo:

—Onésimo, acabaremos las lecciones en la cumbre del Tmolo. El dios que juzgó la competición entre la flauta de pan y la lira de Apolo juzgará también nuestro trabajo.

Desde la cima, contemplaron la puesta del sol sobre el valle. El cielo estaba envuelto en un peplo de tintes rosados y la ciudad del oro se apagaba mientras la luz se apoderaba de las estrellas para hacerlas brillar. Un punto de fuego señalaba el lugar preciso por donde el carro de Helios penetraba en las regiones del Tártaro, para iniciar el camino de retorno. Onésimo temió ante el poder y la majestad de los dioses.

—He pensado mucho en los indicios que se pueden encontrar en los Libros Sagrados sobre el camino para encontrar esa puerta del Hades. Recuerda que no es simplemente una puerta que uno pueda encontrar penetrando en una cueva situada en el monte Nebo. También he estudiado en los escritos antiguos de los sabios de Egipto, los de las tierras de los cuatro ríos y los nuestros. El mismo Orfeo, al término de sus días, desdeñó el culto a todos los dioses excepto al sol. El sol despunta por el este y tras hacer su recorrido cotidiano se oculta por poniente en un punto. He ahí la puerta del Hades. Por donde Helios penetra en el inframundo para recorrer el camino de retorno, tú entrarás para alcanzar el poder sobre la vida y la muerte. Allí está el árbol de la vida. Comerás de su fruto y serás libre e inmortal. Después, mediante la imposición de las manos, harás también de mí un ser libre e inmortal. Lo juraste.

—Pero ¿cómo hacer una inmersión en el inframundo, en el Hades, sin morir?

—Serás transportado. Un eón, una emanación de la mente de Dios, te llevará hasta los pies del árbol. Igual que hizo con Saulo o con Simón. Así debe ser.

—¿Un eón? ¿Qué es un eón?

—Ya te lo he dicho: una emanación de la mente divina, pero deja eso ahora. Es difícil de explicar y no ayuda a nuestro propósito. Mira. Leamos qué dicen los Libros, porque los cielos y la tierra, toda la creación nos muestran los misterios de la vida; sólo el hombre mantiene los estigmas de la ignorancia por sus errores, de la muerte en soledad y entre estertores. Pero nosotros vamos a arrebatar ese poder.

—¿Y el ángel de la espada flameante que guarda la entrada? ¿Cómo vencerlo?

—Tú no serás allí un intruso, porque no habrá en tu entrada violencia ni engaño. Te habrás preparado debidamente. Vivirás confundido entre los seguidores de la secta. Aprendes rápidamente; llegarás a practicar de tal forma los ritos que nadie podrá decir que no eres uno de ellos. Ahora deberás aproximarte a quien encabeza la secta en Jerusalén.

—Entonces ¿tengo que hacerme pasar por uno de ellos?

—Cómo lo consigas es cosa tuya. Ahora bien, recuerda que me has jurado que volverás para imponerme las manos. Así que a partir de ahora piensa sólo en cómo conseguirlo, y no te entretengas filosofando porque te asaltarán las dudas y las dudas paralizan. Acabarán haciendo que pienses en moralinas y lo que es peor, en ese Dios que somete. ¡Es a Dios a quien debes arrebatar el secreto de la vida para traérmelo a mí! Recuérdalo. De lo contrario, yo mismo iré a buscarte.

Llegó la hora de la despedida.

—Echaré de menos las lecciones. Ahora tendré que volver a salir con el joven Jacinto a lanzar el disco y la jabalina —comentó Anestión—. Le gusta competir conmigo. Es la moda y no se puede defraudar a los jóvenes. Mañana, cuando partas, no podré despedirte. De todas formas, sabes que yo estaré contigo…

Cuando Anestión le rodeó el hombro con su brazo, Onésimo, harto de yugos, lo esquivó sin disimulo.

—Volveré, Anestión. Libre e inmortal. Salud.

—Ve en dirección al sol poniente. Volverás, Onésimo, y me impondrás las manos. O iré a buscarte —le recordó—. Salud.

A pesar de los días pasados juntos, algo impenetrable en Anestión había impedido a Onésimo dispensarle el afecto que el roce amable provoca naturalmente.

Un sestercio por mi silencio

A la salida del sol, Onésimo tenía sus bártulos preparados. Una bolsa con monedas de oro, un escrito de Anestión sobre un supuesto encargo que le serviría para eludir preguntas en el camino y desviar la atención de cualquier patrulla de legionarios, Selene-Alce-Eum y el esenciero. Por otro lado, un saco con algunos vestidos: clámide[30], himatión y quitón de repuesto, subligaria[31] abundante. Metió la bolsa en el saco, lió un fardo y sujetó encima su cobertor de pelo de cabra.

Luego lo miró con enojo y se dijo: «Demasiadas cosas». Como de verdad se sentía cómodo era con unos calzones prietos; se trataba de una prenda de siervo, pero pensada para mantener cada cosa en su sitio durante el trabajo, al caminar o en la contienda. Evodio también había hecho elogios encendidos del calzón.

Onésimo volvió a mirar su fardo: clámide, himatión… Pensó en comprar una mula, o en deshacerse de tanto trapo.

La víspera se había acercado hasta la sinagoga para efectuar un depósito de parte de sus monedas y que le extendieran una libranza pagadera en Corinto. Como aval, le respaldaba la hospitalidad de Anestión. El arquisinagogo no hizo preguntas cuando vio las monedas de Onésimo. Las pesó, le firmó su pagaré y estampó el sello de la sinagoga. Después, ni un comentario.

El contable que había tasado la ley y preparado el documento le acompañó hacia la salida.

—Las autoridades romanas —le explicó mientras caminaban por el atrio— acechan la caja donde se guardan los diezmos para el Templo. En cuanto intuyen que hay recaudación suficiente, vienen, nos aprietan y nos extorsionan hasta que nos vemos obligados a entregarles una parte. Así que te rogamos que seas discreto.

—Descuida.

—No es que nos dejen sin nada, no. Roma no lo toleraría —intentaba convencerle—. El Senado necesita del tesoro del Templo para garantizar el comercio en Siria y Palestina; y el césar, para sostener las legiones. Pero aquí —señaló el suelo que pisaban— están guardadas copias de las actas del expolio que sufrimos en tiempos del césar Cayo Julio, de los atropellos del gobernador Flaco. No podemos acumular cantidades importantes, debemos hacerlas circular. Las monedas son redondas para rodar… —dijo con una sonrisita. Y para ilustrar lo dicho, el contable lanzó un sestercio de plata sobre el pavimento.

Ambos lo vieron correr tintineando hasta el arco de entrada. Onésimo se adelantó, lo cogió, se volvió hacia el administrador, levantó las cejas y dijo:

—Shalom. Por mi silencio.

Se pellizcó los labios, guardó la moneda en la bolsa y se largó. El judío se quedó allí de pie, desconcertado, sin respuesta y sin moneda, en medio del enlosado.

Una vez de regreso, Anestión intentó aleccionarle sobre la solvencia y garantía de las cartas de pago con los judíos, pero él ya estaba acostumbrado a esta forma de manejarse con el dinero y el crédito. Además, se sentía cómodo llevando sólo el dinero preciso. Más valía custodiar un papel mágico capaz de convertirse en oro, que andar con monedas en la alforja.

Onésimo salió de la villa dispuesto a llegar al final; pero el perro, enfermo, se arrastraba sin saber si alcanzaría la próxima revuelta del camino. Anduvieron unos estadios. Onésimo miraba compasivamente al animal y decidió no forzar la marcha.

A la altura del encinar donde había acampado al llegar a Sardes días atrás, se detuvo. Iba pensando en las razones ocultas que impulsaban a Anestión a sacar ascuas con mano ajena. No acaba de entender por qué un hombre así se negaba a actuar por sí mismo. Disponía de medios. Anestión, «el que no tiene morada, que anda errante» —pues eso significaba aquel nombre— y… aquella villa espléndida; al que llaman «Epíforos», porque empuja… pero no se mueve; su aspecto era de hombre joven, pero robaba la juventud de los jóvenes… y esconde su vejez, mientras busca desesperadamente quien encuentre la vida para él. Era un hombre extraño, gélido, sin familia.

Onésimo zanjó aquellas reflexiones sombrías. Estaba en deuda con él; a su lado había descubierto el camino para encontrar el árbol de la vida y había jurado volver para imponerle las manos. Lo haría y se acabó. Se puso en pie y animó a Pammé a hacer lo mismo. Observó que aquel rato de descanso le había sentado bien al perro, y que a medida que se alejaban de aquellos parajes, su caminar se volvía más garboso; como si alejarse del entorno de Campo Hermon, de la influencia de aquel hombre inquietante, tonificara la naturaleza y el carácter vigoroso del animal.

A los pocos días de la partida de Onésimo, una remesa de oro de la sinagoga de Sardes viajó a Jerusalén para cubrir las necesidades del Templo. A la vez, un correo galopó hacia Éfeso al encuentro de Acana Barsebá, con una carta que, escuetamente decía lo siguiente:

Onésimo de Colosas depositó en esta sinagoga de Sardes treinta minas de oro. Le fue firmado un pagaré a su favor contra la sinagoga de Corinto por el valor del depósito.

Tal como informaste, le acompañaba un perro negro, grande y fiero.

Jarán ben Abdías, el secretario