LA FUGA
Ven y verás
El fuego había acabado con las balas de lino, las madejas de hilo tintado y el almacén de telas. También los telares quedaron dañados. Había que reconstruir el edificio y reponer pértigas, bastidores y marcos para traspasar el negocio a Antonino. Luego Filemón cerraría la casa de Laodicea y Sedas volvería a instalarse definitivamente en la granja con los suyos. El humor del amo también se había ido deteriorando. Se daba cuenta de que su casa había quedado marginada de la vida social y de los centros de influencia.
«Extranjeros entre los nuestros por las insidias de unos judíos extranjeros —se lamentaba Filemón—. ¡Dios de contradicciones! ¡La fama de la casa de Filemón por los suelos en un mes! ¡Sé que eres tú, Acana Barsebá; y tú, Caleb! ¡Ascuas del infierno!».
Durante un tiempo, un pequeño grupo de hombres de la granja se desplazó desde Colosas a Laodicea para trabajar bajo la supervisión directa de Filemón. Unos cuantos acometieron junto con Sedas la reconstrucción del techo y otras obras de albañilería. Onésimo y el amo mismo —tenso, en los límites de la cordura y con frecuentes cambios de humor— se ocuparon de la reparación de los telares:
—¡Eres descuidado, Onésimo! ¡Deja ahora eso y ponte con aquel marco! ¿A qué esperas para acabar?
Filemón, incapaz de contenerse, descargaba sobre Onésimo su frustración convirtiendo su resentimiento en reproches. Éste, cohibido, buscaba inútilmente la forma de eludir una persecución obsesiva que buscaba con ahínco motivos por los que increparle. Pero inevitablemente la tirantez crecía.
—Romperás ese marco; eres un inepto, Onésimo. Te lo vengo diciendo… ¡Parece que lo hagas a propósito!
—Amo, la madera está muy quemada. No podemos pretender que aguante la tensión…
—Esa parte es aprovechable. ¿No lo ves? Si la ajustas bien y la embridas como yo te digo, aguantará…
La tensión desmembró el telar y algunas piezas salieron despedidas, destrozando parte de otras. Entre el estrépito de las maderas, Onésimo escuchó un grito y vio cómo la sangre se extendía por la pierna del amo desde una herida producida por una astilla. Alarmado por el chillido, Sedas se descolgó desde el tejado. Filemón, doblado por el dolor, apretaba la herida con sus manos. Onésimo, atrapado entre los restos del telar, se desembarazó de las maderas y corrió hasta él. Al acercarse, el amo, atacado por la ira, se incorporó, le agarró por un brazo, levantó un trozo de madera que tenía a mano y comenzó a golpearle.
—¡Te has empeñado en llevar esta casa a la ruina, y al final lo conseguirás! —gritó—. ¡Jamás serás libre mientras yo viva! ¡Eres un inútil!
Sedas, desconcertado ante la incomprensible reacción de su suegro, se abalanzó sobre él y le desarmó. Una vez sosegado, le sacó la astilla y consiguió hacerle una primera cura. El esclavo se repuso pronto de los golpes. Pero no de todos.
Filemón y Sedas permanecieron en Laodicea hasta acabar los trabajos. Onésimo, desmoralizado, volvió a la granja a ocuparse de los ganados. Y a escuchar el rumor del camino: «Ven y verás».
A su vuelta, el amo se encaró con él para reprocharle que le hubiera sacado de sus casillas y advertirle que a partir de entonces anduviera con más tiento con sus contestaciones y sus actitudes. Desde entonces, el esclavo mantuvo el tono bajo. Hablaba poco, lo preciso para responder con frases escuetas a lo que se le preguntaba.
Arquipo, consciente de que aquellas tensiones en la familia y la granja eran causa de muchos males, recomendó a Apfia viajar a Éfeso con su esposo. Había un grupo que partía con él en breve para verse con Epafras, que acababa de llegar después de estar con Pablo. Traía noticias de Jerusalén, de Antioquía del Orontes y de Roma. Quizá incluso de una próxima visita del propio Pablo.
—Seguro que al alejaros de las preocupaciones de la granja podréis suavizar los problemas… —le dijo el presbítero a la mujer. Y ella convenció a Filemón.
Onésimo observaba los preparativos del viaje. Se marchaban la señora Apfia con Nisa, la niña nacida de Alis, y el joven matrimonio con el pequeño Rúbeo. El ambiente de la expedición resultaba poco festivo: los reveses de la fortuna habían desquiciado al amo y descompuesto al ama. Sedas sufría por la responsabilidad de la casa de Varrón, su padre, en las desdichas de la casa de Filemón: su indigno comportamiento había afectado a Armita, que ahora recelaba de su marido. Claro que él, un esclavo, no se ocupaba de la vida de los demás. Y menos de la de los amos. Él sólo había suplicado para sí la carta de libertad prometida a su padre Eumates, y desde que abrió la boca, no había recibido otra respuesta que el rechazo de los dioses y los golpes de los hombres. Ahora volvía, escocido por los palos, a quedar al frente de la granja mientras los demás se iban a escuchar músicas celestiales a los pies del templo de Artemisa.
—… eso significa que tendremos que estar fuera un poco más de lo habitual, Onésimo. Si hubiera algo, mándame recado… —le decía el amo.
«Cada día es más falomalaké. ¡Dioses, cómo cambia la gente! —pensó Onésimo al levantar la mano para despedirse—. Me ha azotado con la vara a mí, a quien ha llamado hijo, que le he proporcionado buenos negocios y que él ha echado a perder con sus frivolidades y desplantes a los dioses; a mí, que arriesgué la vida en el Aspendos… Si el amo quiere golpearme como un padre castiga a sus hijos, que lo haga. No se lo reprocharía si al menos yo, como un verdadero hijo, fuera libre…».
En cuanto vio desparecer el carro tras el recodo, recorrió despacio la granja y supervisó los trabajos: los establos, las huertas, la cochiquera. Después se acercó hasta la colina sobre el arroyo donde había asistido a la ceremonia de unión de Armita y Sedas. Esperó la puesta de sol y luego bajó a la casa. Seguía siendo una casa vacía.
Pasó unos días atrapado entre las cosas que había conseguido y el ansia de abandonarlas. Por amplio que fuera el campo, no había espacio suficiente para él. Una y otra vez pensó en Tiria, y a punto estuvo de acercarse a ella. La veía caminar junto al arroyo, desenvuelta, sugerente, hermosa.
Recordaba a Eumates, que le había dicho: «El amor del esclavo esclaviza… Deja a Tiria por el momento». «Como sea, quítate la pena». Se le hacía un nudo en la garganta, y al mirar más allá del camino volvía el eco: «Ven y verás».
Al entrar en casa, se echaba sobre el catre a contemplar los objetos que su padre le dejó en la hornacina. Allí estaba el frasco que no debía abrir. A su lado, la estatuilla. Aunque bastante informe, tenía algo femenino. Un día, superado el respeto, la cogió y la miró con detalle. No tenía nada de particular, salvo una inscripción al pie, tosca, apenas perceptible: «Selene-Alce-Eum».
Pensó en el amor de Eumates por Alce. Un amor breve corrompido por las cadenas: «El amor del esclavo esclaviza». Un amor que él no había conocido y del que no quedaba más que aquella figurilla en sus manos con una inscripción: «Selene-Alce-Eum».
«Nada de esto tiene sentido. El amor debería romper las cadenas, pero él se echó una argolla al cuello con su apego a aquella mujer y luego hacia mí. Selene-Alce-Eum».
Sentado, miraba y remiraba, dándole vueltas, aquella estatuilla sin comprenderla: «Hay un mensaje de Eumates en esta terracota que yo no entiendo. Selene-Alce-Eum. Una noche, mirando una luna llena magnífica, que parecía hervir, Eumates dijo que Selene nos estaba diciendo algo. Para él todo tenía sentido. Debo encontrarlo. Aquí hay algo más que talentos de oro. ¿Tú qué dices Pammelokiné?».
Onésimo, sentado bajo la parra, contempló el camino hasta el recodo mientras pasaban las horas. Tenía que decidir. Decidir. «Prefiero que el amo me mande: yo le obedezco, aunque sea a desgana. No me gusta tener que decidir. Que se equivoque otro». Sintió angustia. Se incorporó. Una arcada le hizo devolver la comida. Asustado, fue a lavarse y se echó sobre el jergón. Al rato volvió a levantarse a contemplar el camino. Pammé lo observaba. En cuanto sentía la impaciencia de Onésimo, el perro se levantaba y se colocaba junto a él sin mover el rabo. Era un perro con una misión. Presentía la partida.
Intentó dormir un rato y se despertó a esa hora en que las inteligencias aún andan confundidas. Miró y vio la luna sobre el camino. Cogió su abrigo, la botellita y la terracota Selene-Alce-Eum de la hornacina. Traspasó el umbral, cerró tras de sí la puerta, y con Pammé salió a la madrugada. Abandonó al amo Filemón.
Había decidido. Anduvo horas campo a través sin volverse. Atrás quedó la granja.
Tenía la sensación de que unos grilletes se le cerraban a fuego en sus tobillos y muñecas. Y una marca le quedaría grabada para siempre en el rostro. Nunca podría volver. Le había robado un esclavo al amo Filemón. Había renunciado al amor confinado, pero amor al fin. Acababa de echar un nuevo yugo sobre sí mismo: el yugo de la libertad incomprensible.
«¡No sabes lo que has hecho, One!».
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensó pararse un momento, recapacitar y volver. No se lo permitió, apretó el paso y siguió andando. Pammé, el perro todo negro, al lado.
Los senderos hacia el Meandros, salvado el valle del Lyco, serpenteaban monte arriba.
Tras los pasos de Onésimo
Filemón dejaba pasar el tiempo sin hablar con nadie, a pesar de las insistentes preguntas y habladurías que corrían sobre el paradero de Onésimo. Necesitaba reflexionar. Tenía un disgusto de muerte y el enfado le impedía discurrir con claridad.
Pronto se dio cuenta de que el ambiente en la granja se había enrarecido, pero aún se respetaba al amo. Sin embargo, en el valle, la desaparición inexplicada de Onésimo y de Pammé, y su propio silencio, habían teñido de sospechas y maledicencias la casa de Filemón, cuando ya parecía que la granja remontaba los reveses que las hábiles manos de Até, diosa del infortunio, habían asestado sobre su prestigio y hacienda.
—Querido, empiezan a circular cometarios maliciosos por la ciudad y por el valle —le dijo Apfia, que como él, sufría por la fuga del esclavo.
—No me cabe en la cabeza que Onésimo se haya atrevido a tanto —respondió desconcertado.
Comprendió que debía encontrar una salida a aquella situación y decidió hablar con Arquipo antes de verse obligado a reconocer la fuga. Sin más demoras, montó a caballo y salió hacia Colosas.
—¿Qué pasa Filemón? Por todo el valle circulan habladurías sobre Onésimo. ¿Es cierto que ha abandonado la granja, que se ha fugado?
—De esto quería que habláramos, Arquipo.
—Pasemos a casa.
Antes de sentarse, se dirigieron hacia la ventana abierta a oriente. Junto a ella, sobre la cal, Arquipo había grabado una cruz grande sobre un sol. Más abajo, la silueta de un pez cuyo ojo era una piedra azul; al pie había escrito «». Durante unos instantes oraron en silencio.
—Ayer mismo, a las puertas de la ciudad, erais la comidilla entre los ancianos: «Haz trabajar a tu siervo y tendrá descanso; ten manga ancha y buscará la libertad» —iban diciendo—. «Ahora, ¿por qué caminos lo buscará Filemón? La ociosidad es fuente de muchas maldades. ¡Ah, si le hubiera metido en el cepo a su debido tiempo! Ese Onésimo…». Todo el mundo da por supuesto que se ha fugado.
—Onésimo es un siervo singular en la comarca —arguyó Filemón—. Todos saben cómo lo he protegido y encumbrado. Pero no quiero presentar una denuncia contra él. Cuando los soldados dan caza a un esclavo suelen emplearse a fondo antes de devolverlo a su dueño hecho una piltrafa.
Filemón amaba a Onésimo. Le aterrorizaba pensar que tuviera que pasar por las manos de un piquete de legionarios.
—Pero la ciudad no tolerará que permanezcas inactivo. Si intentas dejar impune la fuga, provocarás una acción inmediata de los gerontes. ¿Acaso crees que van a permitir una situación que pueda dar pie a la indisciplina de los esclavos o a un conato de sedición? Sabes que inmediatamente ponen a prueba a los amos… Las autoridades te van a hacer la vida imposible y, a partir de ahora, la disciplina y los castigos se van a endurecer. Pronto veremos el escarmiento ejemplar de un esclavo en la plaza, esté justificado o no, para extirpar pretensiones de libertad… Volverán los días de la fuga de los cuatro esclavos de Marciano. Palos y sangre. Ocasión para deshacerse de los díscolos.
—¡Maldito Onésimo! —exclamó Filemón, consciente de la trascendencia de la fuga—. Temo que lo encuentre una patrulla. Volverá, sí, pero medio muerto; además, inútil para el trabajo. Marcado como una res, Onésimo se habrá acabado.
—¿Se te ha ocurrido alguna solución?
—Dispongo de un plazo para presentar la denuncia aunque el plazo se agota —reflexionó el otro en voz alta.
—La alternativa a la denuncia es acallar de forma oficial los rumores de fuga, un desmentido formal. Pero van pasando demasiados días. Tu silencio va cerrando esa puerta. Dime, Filemón, repito, ¿tienes pensada alguna salida?
—Intentaré acallar el rumor, Arquipo. Es lo único que puede atenuar la presión sobre él y librarle de los cazadores de fugitivos. Voy a enviar a Evodio en su busca; él lo encontrará y le hará volver. Diré que Onésimo está en una misión comercial por cuenta de la casa de Filemón. Nadie le pondrá la mano encima. Evodio lo aprecia; es un hombre leal y ambos han trabajado y viajado juntos.
—Deberás ser muy convincente. La envidia que sobrevuela el valle querría tener de nuevo ocasión para enfrentarnos con el gobernador.
—Tengo una buena explicación: he pensado establecer en las principales ciudades del imperio almacenes de membranas de piel para escribir. Desde que los papiros son tan escasos, es preciso aumentar la producción de pieles para hojas de escritura. Eumates me enseñó un buen sistema para producir más y mejor que otros. Produjimos algunas pieles en Pérgamo, pero dejé ese negocio para ocuparme del lino y la púrpura. Ahora que Antonino se ha quedado con los telares y colorantes, retomaré con fuerza el negocio de las membranas. Las produciré también en otras ciudades. Sé que hacen furor en Roma, en Atenas y allí donde haya una sinagoga, una biblioteca o una escuela, especialmente en Corinto. Dejemos que crean que he enviado a Onésimo a establecer contactos para la apertura de los depósitos comerciales, y que Evodio parte ahora para ayudarle. Disuelta la sociedad con el romano, a nadie puede sorprender que emprenda nuevos negocios…
—Bien, Filemón. Es plausible. Bien. Hay que conseguir tapar bocas. Esta vez, las mujeres en el mercado hablan pero los hombres hierven en los pórticos con la fuga…
—Estoy dispuesto a correr el riesgo de que no se me crea. Pero si convencemos a Evodio, él sabrá convencer a los demás.
—Hablemos con él.
Tras una profunda reverencia ante la imagen de aquella cruz sobre el sol radiante y el pez, salieron al corral de la casa. Filemón montó el caballo y Arquipo una mula. Atravesaron al paso la calle principal. Era mediodía.
—No nos exhibamos. Salgamos al arrabal.
—Mejor. Cuantas menos explicaciones, mejor.
Evodio había construido su granja en la ladera oculta de una colina al norte de la ciudad. Pequeña, aplastada contra el suelo, de construcción irregular, recibe al viajero con un aprisco de cabras sobre el recodo. En cuanto el camino se endereza aparece la casa y la huerta entre castaños. Al otro lado, unas ocas avisan de inmediato de la presencia de visitantes. En un marjal una pocilga contiene a varias gorrinas criando, y un par de verracos hociquean libremente entre los árboles. Dos grandes perros lanudos vigilan la llegada de las caballerías.
A la puerta, Inverna, la mujer de Evodio. En cuanto vio que era el amo Filemón entró en la casa y volvió a salir alisándose el pelo bajo el pañuelo. Inverna es una mujer rubia, de mediana edad, fuerte, maciza, tallada para echarse la vida a la espalda sin una queja.
—Evodio volverá en seguida. Es ya la hora de comer. Le avisaré, que sepa que le esperan.
Descolgó el cuerno negro y retorcido del clavo junto a la puerta de la casa y sopló un par de veces. Dos toques cortos. Desde la lejanía se escuchó un silbido prolongado. Evodio estaba en camino.
La explicación fue sucinta. Sentados en un banco corrido a lo largo de la fachada, Evodio escuchó a los visitantes sin mirarles ni una vez a la cara. Tenía la mirada fija más allá de los castaños, quizá cerca del mar. Inverna les ofreció vino caliente.
—Quiero que se someta y vuelva. Seré benevolente. ¿Irás a buscarle, Evodio? Te pagaré bien —dijo Filemón.
—Quizá tarde tiempo. Onésimo es listo.
—Tú le conoces. Apareja un caballo y carga una mula con pertrechos. Aquí tienes doscientos dracmas. Puedes estar de vuelta para las festividades del valle.
—Si, iré.
—Bien, ¡bendito sea Dios!
Evodio seguía mirando al infinito con el vaso de vino caliente entre las manos cuando Arquipo, haciendo ademán de levantarse, dijo:
—Evodio ¿tú puedes entender por qué ha huido y adónde ha podido ir?
Evodio volvió la cara y los miró. Como un destello pasaron las imágenes de la tarde en los llanos del Amplidor, en la estación de Retum, antes de que Onésimo y él se adentraran en los desfiladeros del Aspendos. «La palabra es “insoportable” —le dijo—. Es tal mi determinación que he de sacudirme este yugo aunque para ello tenga que romperme el cuello».
—Una cosa quiero —dijo Evodio, levantando la mirada hacia ambos.
Cohibido por la fuerza de la expresión del legionario, Filemón balbució:
—Tú dirás.
—Es preciso que atiendan las necesidades de mi casa hasta que vuelva. ¡Júrenlo por su Dios!
—No les faltará de nada mientras la casa de Filemón tenga con qué. Lo juro, Evodio.
—Júralo tú, Arquipo.
Y Arquipo juró.
—Saldré cuanto antes. Pasaré a recoger caballo, mula y equipaje, Filemón. Visitaré especialmente los puertos de mar, desde Atalya hasta Tróade. Arquipo, llevaré también para ti correo a las ciudades de la costa y a los puertos. Conviene que recojamos algunos encargos en Hierápolis y Laodicea. Eso hará más convincente el viaje.
Mientras los dos hombres abandonaban la casa de Evodio, Inverna, con expresión seria, musitaba su odio hacia cuantos visitaban aquella granja, ladrones del calor de su casa; hacia aquellos que sacaban una y otra vez al hombre de su lecho y la entregaban desprotegida al tacto rudo de los vientos del invierno y el áspero recuerdo de Evodio, el que frota su cuerpo con extractos de raíces y plantas olorosas.
Llamó a gritos a su hijo. —«¡Naval, Naval!»— y comenzó a reñirle a propósito de la pocilga y los gorrinos…
Al volver el recodo donde las cabras triscaban, Filemón comentó sin buscar respuesta:
—No sé qué le pasa a Inverna. Acabamos de dejarles doscientos denarios. ¡Mujeres! ¡No hay quien las entienda! ¿De qué se quejará?
No es sólo vuestra casa
Cabalgaron al paso, en silencio, durante un rato.
—¿Cómo está Nisa, tu estrella? —preguntó Arquipo a Filemón.
—Se cría muy bien; está preciosa. Pero estoy perdiendo a mi esposa Apfia: ya no tiene ojos más que para la niña. Yo, como si no existiera… ¡Estoy bastante harto!
—Filemón, ¿se puede saber qué te pasa? Creía que el viaje familiar a Éfeso…
—¿Qué me pasa? ¿Qué quieres decir? ¿Crees que no tengo razón? Entre Apfia y ahora Onésimo acabarán conmigo. Han menoscabado mi autoridad, y me han hecho perder la paciencia. Los palos que deberían recibir ellos, los reciben los esclavos… ¡Si al menos ella hiciera lo que debe! Apfia es la culpable de todo.
—Ofendes al Señor, a tu esposa y a los esclavos.
—¿A los esclavos? ¿Cómo puedo ofender a los esclavos?
—Algo en ti te dice que obras mal cuando golpeas indebidamente a un esclavo. Es distinto que golpear a un asno ¿no?
—Bueno, no sé…
—¡Piensa, hombre! Hoy lo anillas y lo vendes, o lo azotas hasta morir; y mañana, por trescientos denarios, es libre. ¡Es el mismo hombre! ¿En qué ha cambiado de un día para otro? Ambos sabemos que Dios hizo al hombre a su imagen, que lo hizo macho y hembra, no esclavo o libre. ¿Qué autoridad puede aherrojarlo o liberarlo? Sólo la de Dios. Y Él vino a nosotros para traernos la liberación…
—Entonces qué, ¿tenemos que liberar a todos los esclavos?
—¡No lo sé, Filemón! No se trata de eso. En cualquier caso estás obligado a comportarte de forma prudente y juiciosa con ellos. En realidad, no es éste el problema, Filemón. Tu familia…
—Pero, Apfia…
—Deberías ponerte de parte de ella y de la niña. O te ganas de nuevo a tu esposa, lo cual incluye necesariamente a la niña, o te amargarás la vida y te quedarás solo con tus perfecciones.
—La verdad, siento vacío y vergüenza por los días estériles vividos en Domus Alba Roma. ¡Cuántas torpezas!
—De nada sirve mirar atrás, Filemón. Empieza ahora de nuevo. Seguir a Jesús, ya lo sabes, no es para melancólicos ni débiles de carácter. El Reino de los Cielos lo alcanzarán los violentos. El Señor sacará provecho de tu humillación y te hará ver el fruto que Él pondrá a su hora.
—Se me hace muy cuesta arriba… Me siento aislado, a veces incluso en mi propia casa, sin Apfia… en nuestra casa…
—Vuestra casa ya no es sólo vuestra casa, pues en ella se celebra la Cena del Señor. Eres la cabeza de esta pequeña iglesia de Colosas. Habla con Apfia. No estás solo. Entre los dos conseguiréis que Nisa, esa criatura, corone la obra de Dios, dándole un esposo cristiano, como hicisteis con Armita y Sedas. ¡Es una alegría que tenéis que compartir y disfrutar! Debéis mostrar al valle que Nisa fue expuesta para la gloria de Dios.
—Arquipo, quiero ante ti pedir perdón a Dios por mis pecados.
—Hazlo, Filemón.
Así, mientras cabalgaban, Filemón descargó ante el presbítero la conciencia de sus culpas.
—… y yo, por el poder que la imposición de las manos me confirió —dijo Arquipo—, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, te perdono de tus pecados.
—Así sea.
La jaca de Filemón inició un trotecillo. Arquipo, sobre su mula, algo rezagado, le llamó:
—¡Filemón, Filemón!
—Dime.
—Epafras está en Hierápolis. Ha venido por encargo del propio Pablo y trae un mensaje de su parte.
—¡Vaya sorpresa!
—Ha convocado sólo a los presbíteros. Nos espera mañana antes del amanecer en su casa. Quiere que acudamos sin ser vistos y entremos por la puerta de los corrales.
—¿Y a qué se debe tanto secreto, Arquipo?
—Creo que se trata de evitar los ojos y los oídos de la sinagoga y esa obstinación enfermiza de Ceteo Intila por amargarnos la vida: sabemos que nos espía.
—¿Y de dónde le viene esa curiosidad?
—Parece ser que, desde lo ocurrido durante las fiestas Tesmoforias con el rabino Samuel, no acaba de recuperar el juicio, sufre alucinaciones. No sé cómo interpretó el alegato del fariseo Acana, pero nos hace responsables de sus males.
—Ya me imagino. Sé que ahora él y su esposa Celestia hacen méritos en Alba Roma con mis consuegros. Allí se ha vuelto a consumir adormidera y estramonio. Mi consuegro Tesalio Varrón ha retomado el negocio de las panaceas, e Iliria y él suministran bebedizos y drogas a todos los notables de la ciudad. Algunos sirvientes de su casa, preocupados por su vida y la de sus familias, se han ofrecido a propietarios de granjas, también a mí, en busca de protección. No quieren convivir con esos alucinógenos. Presienten que cualquier día en casa de los Varrón ocurrirá una tragedia.
Antes de dejar los huertos junto al río y tomar el camino que sube a Laodicea, descabalgaron y se sentaron bajo una higuera.
—Debemos llevar cuanto se ha recogido en la colecta para los hermanos necesitados de Israel. ¿Tendrás hechas las cuentas, verdad Filemón?
—No falta ni un didracma, Arquipo. A punto estuve de coger algo… Ya sabes que hemos pasado dificultades serias y aún hoy no las hemos superado del todo… Dios sabe que ni siquiera he tocado lo que yo mismo aporté, que no es poco.
—El Señor te tiene de su mano, Filemón. Si hubieras utilizado en tu provecho ese dinero…
—Me acordé de Ananías y Safira, los que mintieron a Cefas y se reservaron secretamente una parte de la venta del campo, y cómo fueron fulminados… Después, incluso, llegué a olvidarme de que lo tenía.
—También nos han pedido que llevemos todas las cartas de los hermanos del Señor o del propio Pablo que poseamos.
—¿Por qué tanto interés por los escritos?
—Supongo que va siendo necesario separar el grano de la paja. A veces se oyen cosas sorprendentes, doctrinas que algunos afirman haber escuchado de Pablo o de los Apóstoles. Algunas ideas, las de menor fundamento, corren de boca en boca violentando conciencias o desdibujando la verdad.
—Lo cierto es que alguna vez han venido a informarme de la necesidad de adoptar ciertas normas de los hermanos de Jerusalén o Antioquía del Orontes.
—Eso es. Yo mismo siento preocupación por algunas costumbres que se van introduciendo entre los nuestros y que, sin ser malas en sí mismas, deslucen la transparencia del Evangelio que nos ha sido transmitido. Los intercesores angélicos y las normas sobre supuestas costumbres del Señor, reveladas en visiones, que deberíamos imitar en las comidas, en las cosas cotidianas… Me resultan antipáticas, poco naturales, forzadas. Nada que ver con los lirios del campo, que no hilan, ni tejen…
—Bueno, no ofenden a nadie, Arquipo; a veces ese rigor edifica. Aunque, bien mirado, para reclamar el cumplimiento estricto de las normas ya están los fariseos.
—Estoy intranquilo por nuestros hermanos más sencillos, Filemón. Es preciso evitar que alguien piense que el Evangelio que predicamos exige incorporar los ritos de la Alianza del Sinaí: no comas esto, no bebas lo otro, hay que guardar ayuno en estas fechas… La moderación es saludable, pero nuestra principal preocupación es que cuanto hagamos, comer, beber, cualquier cosa, sea a gloria de Dios. Eso sí se lo escuché al propio Pablo.
—Siempre hay alguien que se siente molesto porque no se tienen en cuenta indicaciones que él considera útiles. ¡Mira a Figelo!
—Déjalo; se corregirá. Aunque nos libraremos del orgullo el día que el Señor nos libre… Pero no es por esto por lo que se nos requiere mañana con los escritos, no es por esto. Algo hay de mayor calado, Filemón. Algo preocupa seriamente a Pablo.
Volvieron a sus monturas. Arquipo presintió las preocupaciones de Pablo. Impaciente, espoleó la mula y ambos iniciaron un trote hasta la entrada de Laodicea.
Copias con glosas
Llegaron de noche a casa de Epafras. Allí les esperaban todos los presbíteros, los diáconos y cuantos encabezaban las pequeñas iglesias del valle y los alrededores.
—¿No viene Tobit? —preguntó Arquipo.
—Ha sido inútil desgañitarse con él. ¿Cuántas veces se le amonestó? ¿Cuatro veces?, ¿seis? Unas veces a solas. Otras, con testigos. A ése, rehuidle —sentenció finalmente Epafras. Y explicó el porqué del anatema—: A Tobit Zaker, de Afrodisias, que es un deslenguado, un lebrel tras la carrera, que aspira el aire de las mentiras que cuenta, echado a la sombra de la sinagoga, le sacaron los colores ante toda la asamblea. En la plaza, no soportaba quedar al margen: ironizaba con la piedad. Tergiversaba el contenido del mensaje y retorcía las palabras. Luego se burló de los consejos y las correcciones. Pedid para él la misericordia del Señor.
Después explicó el objeto de aquella reunión:
—La prueba va a intensificarse. El Gran Sanedrín ha establecido un consejo especial que se ocupará de la «secta nazarena». Si hasta ayer el hostigamiento era más o menos espontáneo, a partir de ahora será organizado y persistente. Debemos permanecer fuertes en la fe —les anunció muy serio.
—¿Cómo se proponen acosarnos, Epafras? —preguntó Hermógenes—. Somos ciudadanos honrados, irreprensibles, bien conocidos en nuestras ciudades…, los más, por nuestro trabajo y pobreza.
—La información que hemos recibido no es muy completa, pero es suficiente para saber que inducirán a otros a acusarnos ante las autoridades de ateísmo y alta traición. Moisés tiene predicadores en cada ciudad del imperio, y cada sábado, se oirá en las sinagogas el rechazo de la Tora a la abominación del Nazareno, tras recitar con fervor «Escucha, oh, Israel…» y el canto alternado de los salmos. Así nos han transmitido la noticia Jacobo, el hermano del Señor, y Simón.
—¿Traéis los escritos? —preguntó Arquipo.
—Eso, los escritos —dijo Epafras—. Pablo se ha quejado de la torpeza de algunos y de la ingenuidad de otros. Tobit Zaker no es el único, ni ha sido el primero. Hablan, hablan… Esperemos que sea el último. Pablo quiere ponernos en guardia a todos. No soporta la malicia de quienes se hacen pasar por uno de los nuestros para luego ir a la sinagoga a mofarse; los que rebuscan en las cartas y los documentos claves ocultas y consignas veladas para imaginarios propósitos misteriosos; los que tratan de enredarnos para que los fuertes flaqueen, los flojos sucumban y los inseguros se desanimen, mientras los lictores hacen cimbrear las varas sobre nuestros lomos. Circulan copias de los escritos de Pablo, de las disposiciones y cartas de los Apóstoles, de fragmentos de la historia del Señor escrita por Mateo, ¡de casi todo!, con falsedades y glosas inverosímiles que son presentadas ante el pueblo y las autoridades con grave perjuicio para la verdad, para la buena fama del Evangelio, incluso para nuestra seguridad y nuestra vida.
—¿A tanto se han atrevido? —se sorprendió uno de los presentes, que había llegado de los altos y pacíficos valles de Synnada—. Creo que a nadie ofendemos…
—Recordad los sucesos ocurridos aquí durante las Tesmoforias —señaló Epafras—. Podría ocurrir lo mismo allá donde estéis. Para la autoridad imperial, la vuelta del Señor es una amenaza al césar, y nuestra forma de vivir, una bofetada a Dea Roma.
—Nosotros no somos más que el Maestro —intervino Arquipo—. Pero ¡no debemos asustarnos, pues valemos más que muchos gorriones! Ahora tenemos una responsabilidad y una tarea: que aquello que conocimos por boca y por escrito de Pablo y de los Apóstoles se conserve íntegro.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Ahora, dejad aquí los documentos que hayáis traído.
En la mesa había rollos y pliegos para varias horas de lectura. Una copia del Evangelio de Mateo. Algunas copias de la carta de Pablo a los hermanos de Tesalónica. Instrucciones de Pablo sobre la colecta para los hermanos pobres de Judea. Billetes con anotaciones sobre el proceder con los huérfanos. Normas para la distribución de alimentos a los más pobres después de los ágapes. La carta de Apolodoro sobre la conveniencia de segregar el ágape del consumo del pan y el vino de la cena del Señor…
—A partir de ahora, las cartas que recibamos de Pablo vendrán autentificadas por un sello. Éste es el sello de Pablo.
Epafras mostró una pequeña plancha de hierro con una inscripción, que una vez impresa se leía: «Del apóstol Pablo». El remate de algunas letras, determinadas marcas sobre el fondo y las distancias entre los caracteres daban a la impresión sobre papiros y membranas unas ciertas peculiaridades que permitían identificar con facilidad las copias auténticas.
—También las de los Apóstoles llevarán su sello —añadió Arquipo.
—Entre todos estos escritos —siguió Epafras— hay algunos que se refieren a la administración de vuestra propia comunidad, notas que expresan la delicadeza con que se manifesta vuestra caridad: la atención a mujeres como Alis, el cuidado de los expósitos, a los enfermos y moribundos… nuestros enterramientos. Copias de estos documentos deberían ser custodiadas aquí para ilustrar a otras comunidades, pues cada vez son más las familias que se acercan a la fe. Conviene que para el servicio de los presbíteros de un grupo de iglesias, elijáis entre vosotros a un «episcopo», custodio de ese depósito de caridad, que guarde el sello y legitime la palabra escrita. Yo, Epafras, de parte de Pablo, le daré este anillo.
Mostró un tosco anillo de bronce con la inscripción: «Del obispo».
—Al menos, quien pretenda confundirnos tendrá que tomarse la molestia de cavilar sobre el sello… Antes del ágape lo elegiréis. Ahora, yo mismo leeré lo que hay sobre la mesa: cuanto contenga doctrina de Pablo o de los Apóstoles será marcado con el sello de Pablo. Los documentos de vuestras iglesias, con el del obispo.
Se revisaron los rollos, y una de las copias de la carta a los de Tesalónica tuvo que ser reemplazada. Las correcciones al texto y los comentarios añadidos en los márgenes sobre la próxima venida del Señor le parecieron a Epafras disparates tan ingeniosos que pensó en llevar la carta consigo para enseñársela al propio Pablo. Después cambió de opinión y la destruyó. No tenía claro si aquellos desatinos líricos le habrían hecho reír o producido una pena profunda.
Epafras fue el elegido y recibió el sello. A Hermógenes le habría gustado que se le tuviera en cuenta y se sintió dolido. Pero se tragó su desengaño.
—Mañana mismo saldré hacia otras comunidades para cumplir con mi tarea —anunció Epafras—. Ahora es preciso que me entreguéis cuanto hayáis recogido para nuestros hermanos necesitados de Israel. Pablo quería hacer llegar las ayudas de todos a Jerusalén para la fiesta de los ázimos.
Las iglesias entregaron el fruto de las colectas y recogieron su recibo con el sello del nuevo «episcopo». Al atardecer celebraron el ágape y la cena del Señor. Leyeron una carta de Jacobo a los hermanos que venían de la circuncisión, especialmente dirigida a aquellos que habían podido sentirse más desconcertados por la supresión de aquel cruento rito, vieja rúbrica de la Alianza.
Los presbíteros de los valles del Lyco, del Meandros y de las tierras altas hasta Synnada y Acroeno habían pasado el día juntos. A la madrugada siguiente, con el mismo sigilo con que llegaron, partieron cada uno hacia su hogar.
Una conversación en las termas
Antes de encaminarse hacia su ciudad, Hermógenes pasó por las termas. Aún era temprano para solucionar un asunto que le retenía en Hierápolis. Tan sólo media docena de parroquianos disfrutaban de las aguas. Forastero entre los bañistas, escuchaba la conversación, atento a sus lamentos por las dificultades económicas presentes y las que se anunciaban para los próximos años.
—El otro día, en Domus Alba Roma, los augures predijeron malas cosechas… Habrá que ir haciendo acopio para cuando las cosas se pongan mal de verdad —comentó uno que se frotaba ardorosamente con una toalla.
—La mayoría tiene que vivir al día. Muchos tendrán que deshacerse de tierras, siervos y esclavos para sobrevivir: ¡tiempo de oportunidades! —exclamó otro.
—¿Crees que te librarás? ¿Tan rico eres? Desde los desiertos de Nubia y Arabia se acerca una maldición. Te alcanzará, como a todos… Aunque vosotros, los que frecuentáis los lujos de Alba Roma…
—Hemos sabido que en Israel pasan hambre, y se temen nuevas oleadas de langostas. Eso acabaría con ellos.
—No estaría mal. Esos judíos… ¡dolor de muelas del imperio!… —terció desde el fondo alguien que estaba a punto de marchar.
—La sequía se acusa ya en toda la provincia de Siria. La falta de pastos ha obligado a exterminar gran parte de los rebaños. Si la sed y la langosta avanzan hacia aquí, como hace años, echarán a perder también nuestros campos y ganados.
—Sabemos de la situación angustiosa en Israel por algunos de los nuestros —intervino Hermógenes, que no pudo contenerse—. Nosotros promovimos una colecta para intentar aliviar aquella hambruna y ya les hemos enviado ayuda.
—¿¡Vosotros con filantropías!? —Al verle desnudo, el hombre siguió—: Pero… ¡tú no eres judío! ¡Debes de pertenecer a la secta de Epafras, Arquipo y compañía!
—Sí. Soy Hermógenes de Alabanda. Como decís, también se avecinan malos años para la provincia de Asia. Yo no he tenido mucha suerte este año…, pero allí es peor. Con lo que envíamos ayudaremos a muchas familias a superar la prueba, y nosotros haremos bien si somos previsores.
—Vaya, vaya. Así que les habéis enviado unos dracmas…
—Pues ese dinero —intervino otro— les hubiera venido bien a los desfavorecidos de estas tierras. Aquí también habrá hambre.
—Cierto, pero vosotros estáis aquí para ayudar a mitigarla… —respondió Hermógenes.
—Para ser forastero eres bastante insolente.
—Dispensad. En nada he pretendido ofenderos; en vuestra conversación y en vuestro porte se percibe la liberalidad de espíritus nobles y generosos…
Su disculpa sonó a ironía. Hermógenes salió del baño y se secó sin mucho detenimiento. Se vistió de prisa y salió a la calle, convencido de que había vuelto a equivocarse. Hablaba demasiado. Hermógenes, de la estirpe de Hermes, vocero de los dioses: un nombre que le traicionaba.
Por la tarde los habituales de Domus Alba Roma se ocuparon de la colecta para los pobres de Israel. Ceteo Intila y Celestia, Tesalio Varrón y su esposa Iliria, la escogida sociedad de Hierápolis y, como era habitual, algunos invitados de entre los huéspedes más distinguidos y singulares de los balnearios discutían con vehemencia sobre la ayuda desinteresada a los pobres. Antonino Marco, el anfitrión, observaba con deleite las reacciones de unos y otros ante la sorprendente conducta de los de la secta. En silencio, disfrutaba con el recuerdo de su exsocio Filemón. Lo veía a su lado, recostado en el triclinio, atormentado por las dudas, desconcertado por sus contradicciones. Y se entusiasmaba.
—¿Qué ha hecho por sus gentes el dios de los judíos? La tierra prometida… ¿No había otra en todo el orbe que aquellos secarrales y desiertos? —comentó alguien despectivamente.
—¿Acaso crees que Apolo se molestaría en abandonar sus ocupaciones olímpicas para ayudarnos? ¿Quién se enfrentará con Até si ésta busca tu ruina? ¿Cuáles serán tus armas si el destino te vapulea?
—Consigue el favor de los dioses y ellos velarán por ti…
Una vez agotada la discusión, el joven judío Caleb, que mantenía su puesto de administrador de Antonino Marco, intervino para determinar:
—El dinero de esa colecta pertenece al Altísmo y a su pueblo. Sólo la autoridad, acreditada por el Gran Sanedrín, tiene potestad para recaudar entre los judíos, entre los prosélitos y entre los «temerosos del Señor[21]», sean fieles o estén bajo el influjo de «la abominación del Señor», y para distribuir limosnas a los hijos de Israel, pues antes hay que descontar la parte que corresponde al Templo… Ese dinero debe ser recuperado.
Acana Barsebá y Caleb no perdieron tiempo. Iniciaron de inmediato la investigación sobre la ruta del dinero pero las pesquisas no mostraban ningún rastro.
—Hemos indagado sobre los posibles correos, pero nadie ha sabido decirnos qué persona de confianza llevaría consigo el dinero de la colecta.
—Sus jefes no se han movido del valle. Ninguno ha salido de viaje: Arquipo, Filemón…, todos siguen aquí.
—Los agentes de Antonino Marco afirman que hasta ahora no se han detectado movimientos de dinero, avales o pagarés fuera de los habituales o por cantidades desusadas…
—Es posible que el dinero aún esté aquí.
—No es posible —afirmó Caleb—. El tipo de las termas dijo claramente que la colecta estaba hecha y el dinero enviado.
—Pues como no lo hayan robado… Quizá ese esclavo fugado sea el ladrón.
—¡Eso es, maestro! ¡Eso es!
—¿Qué es? ¿Qué quieres decir?
—No hay tal esclavo fugado…, por eso no se ha presentado denuncia.
—No te comprendo, Caleb.
—¡Onésimo, el esclavo! ¿Te acuerdas de Atalya, maestro Acana? Aquel joven de confianza de Filemón… era él. Esclavo, pero de la secta y en secreto. Es él quien lleva el dinero…
—Caleb, eso que dices tiene sentido.
Cuanto más reflexionaban más verosímil parecía aquella posibilidad: el silencio de Filemón primero, y después su insistencia en afirmar que no era un esclavo fugado.
Acana Barsebá pensó en reunir el Consejo de Ancianos de las sinagogas del valle para informarles sobre la colecta realizada por los seguidores del Nazareno y la necesidad de recuperarla. Visitaría a algunos y advertiría a todas las comunidades sobre el viaje de Onésimo de Colosas y el dinero que llevaba consigo, dinero recaudado para el Templo, propiedad del Templo. Dinero que, una vez recobrado, sería puesto a su disposición. Como «comisionado del Gran Sanedrín de Jerusalén, con potestad y jurisdicción para recaudar el medio siclo de plata para el Templo del Señor», tenía que detraer una parte para sí, aunque de esto nada diría, según había acordado con Eliezer.
Aspirar a lo más alto
Pasados unos días, en Alba Roma se hablaba de nuevo animadamente sobre las atrocidades de los nazarenos. Iliria Varrona y Caleb ilustraban a los presentes con relatos inauditos: la mujer describía secretos ritos sangrientos, mientras él revestía la narración con rasgos de verosimilitud.
Tesalio llegó un poco tarde. Se incorporó a la tertulia en el momento en que su esposa reconocía que no había presenciado aquellas monstruosidades en persona.
—No hubiera podido soportarlo —confesaba—. Me hubiera muerto allí mismo —decía escandalizada—, pero he recibido esta información de testigos directos, gente de toda solvencia, cuyos nombres debo silenciar para no ponerlos en evidencia.
Caleb, con un movimiento de cabeza, asentía.
—Que no os quepa ninguna duda —seguía la Varrona—. Caleb sabe bien de qué hablo. Los mismos Ancianos de Jerusalén le han informado sobre las costumbres y prácticas ocultas de los seguidores del Colgado, como ellos —y señaló al judío— llaman al maestro de esa secta. ¿No es cierto, Caleb?
Éste hizo un gesto para confirmarlo.
Tesalio conocía a su esposa y sospechaba que, de aquel torrente de procacidades que circulaban y de las que ella se hacía eco, al menos la mitad era pura invención. Pero algo debía haber… De pronto sintió un escalofrío: Sedas, su único hijo, podía ser castigado con la pena capital si se llegaba a probar ante un tribunal del imperio su implicación en alguna de aquellas prácticas bárbaras.
La audacia de su mujer le sobrecogía: estaba abanderando una campaña contra la secta sin pensar en las consecuencias. No tenían más descendencia que Sedas y Rúbeo. El compromiso de su hijo con la secta lo había alejado de él, pero ahora podían condenar a su primogénito por una denuncia de su propia madre. Este pensamiento lo rompió por dentro. Él había sido un hombre de negocios que con el tiempo se había ido acobardando ante la pasión creciente de su esposa por el poder y el relumbre social. No había sabido ponerla en su sitio. A veces pensaba en repudiarla, pero la temía. Ella se despertaba cada mañana con un ímpetu infernal y se pasaba el día arrastrándolo de aquí para allá a un ritmo que él no podía seguir, con una actividad repleta de extravagancias. Al llegar la noche, agotado y triste, se retiraba pensando si volvería a ver el día.
Por fin se decidió hablar con Sedas sin que Iliria lo supiera. «Eres un cobarde. ¿Cómo puedes humillarte ante Sedas, que te desprecia? No tienes remedio, Tesalio, cariño», le diría ella si se enteraba. Pero, como padre, se sentía en la obligación de informarle sobre la imagen que de él y sus amigos se iba dibujando entre los poderosos del valle. Ansiaba recuperar a Sedas y el afecto de sus años de infancia. Su hijo tenía que pensar de nuevo en su futuro, en una vida de trabajo apacible y provechosa; ocuparse de Armita y Rúbeo, a los que debía un porvenir. Y honrar a su padre, anciano y solo, ya que algún día heredaría sus bienes y hacienda. «Si Iliria no acaba antes con todo», se lamentó Tesalio.
En cuanto tuvo oportunidad fue a visitar a Arquipo.
—No me trae hasta aquí otro interés —explicó— que la urgencia de hablar con mi hijo. Necesito que me conciertes una cita con él. Vengo a espaldas de Iliria, así que nadie debe enterarse. ¿Crees que Sedas aceptará?
—Sedas no se negará, estoy seguro. ¿Cuándo y dónde has pensado celebrar el encuentro?
—Aquí en tu casa, si no tienes inconveniente, la víspera del sabbat a esta misma hora. Su madre estará en Alba Roma y los judíos, en sus casas. Es un día tranquilo y discreto.
Llegó el día y Sedas escuchó a su padre.
—No sabes a lo que te enfrentas —clamó éste—. No se trata sólo del desprecio a las costumbres de tus antepasados: lo que se dice de vosotros es terrible. A medida que estas historias pasan de boca en boca van adquiriendo un dramatismo que asusta. Me resulta doloroso pensar que puedes incurrir en graves delitos.
—Todo es mentira, padre —respondió Sedas—. ¿Crees que tu hijo, criado en las antiguas y nobles tradiciones, instruido por buenos maestros para alcanzar la areté, la virtud; educado en la sabiduría de Sófocles y en las disputas de los filósofos, se rebajaría a semejantes desatinos? Todas esas enseñanzas las mantengo vivas y aún más: desde mi juventud, el ejemplo de los héroes me ha empujado a aspirar a lo más alto.
—No sé hasta qué altura pretendes llegar… —murmuró el padre con un deje de ironía—. Esas doctrinas que ahora sigues son supercherías. Si fuera sólo la opinión de Tesalio Varrón… Pero ante las personas más reputadas, ante los más prudentes y honrados ciudadanos de Asia, os habéis metido en una ciénaga de desprecio a los dioses y al imperio. Si sigues en ella acabarás destrozando tu casa y la casa de tu padre. Y quién sabe si castigado por impío.
—¡Ojalá pudiera haceros comprender a ti y a madre cuánta felicidad supone vivir junto a Armita según la fe en el Resucitado! Si pudiera enseñarte el camino…
—El Resucitado, el Resucitado… No es el momento de que mi hijo me aleccione sobre sus desvaríos. Escucha bien lo que te digo: la sinagoga ha decidido destruiros; seréis acusados de robo ante el tribunal del césar. ¿Por qué ocultáis un dinero que es propiedad del Templo de Jerusalén? ¿No teníais ya bastantes problemas? Os lo reclamarán y os despojarán hasta de vuestras sombras, y tú arrastrarás en tu desgracia a tu padre y a toda la casa de Varrón.
—¿De dónde has sacado eso? ¿De dónde procede esa información? —quiso saber Sedas, sorprendido.
—No lo sé. Se oye por ahí. El joven secretario de Acana, ese Caleb, ha mandado perseguir al esclavo Onésimo. Sabe que lleva un gran capital a alguna parte, y lo acosarán hasta arrebatarle el último didracma. Después os llevarán ante la justicia por atentar contra la Lex Maiestas[22]. Esos judíos se han asesorado bien. Sedas, ¡renuncia a estas majaderías y vuelve a casa! ¡Hazte cargo de lo que será tu herencia! Te espera un porvenir sosegado con Armita y Rúbeo, y a mí me darás una feliz vejez.
—Deseo ardientemente recomponer nuestra vida familiar, recuperar vuestro afecto. Quisiera volver a veros, padre, a teneros cerca. Pero de ninguna manera abandonaré la fe en el Cristo; ésta es una condición irrenunciable. Sin Él sería imposible amaros y honraros como merecéis.
—Sedas, estás obcecado. Te han corrompido con palabras que ni tú mismo entiendes. En fin, te he avisado de lo que se os avecina y te he pedido que vuelvas. Más no puedo hacer sino empezar a odiarte. Has perdido el respeto a tu padre. Por tu impiedad, los dioses darán buena cuenta de ti.
Tesalio, defraudado, sin el apoyo de su hijo, humillado por Iliria, sintiéndose viejo, decidió que no valía la pena seguir vivo. Sedas, preso de una gran congoja, buscó a Arquipo para consolarse.
Todo el valle asistió a las exequias de Tesalio Varrón. A Iliria le explicaron que uno de aquellos preparados que dispensaba para los oráculos y las adivinaciones había acabado dulcemente con la vida de su marido, aunque los esfuerzos del embalsamador no habían logrado disimular del todo la mueca de dolor por los retortijones. El luto en Hierápolis duró una semana. Su túmulo destacaba entre las tumbas de los principales por su altura. «Una tumba demasiado grande para quien ha vivido sin ambición, tan mínimamente», pensaba Iliria.
—Si hubiera estado cerca de él, esto no hubiera ocurrido —Sedas le vino a decir a Arquipo—. ¿Qué habrá sido de su alma? ¿Dónde podré encontrarle en el más allá para darle un abrazo, como en los días de mi niñez? ¿Es que el Señor ha decidido arrebatarme la compañía de mis padres, su cariño, también en el Paraíso?
—¿Cómo puedes encontrar consuelo y liberar tu conciencia si te has erigido en sustituto del Justo Juez y condenas tú mismo a tu padre? Andas muy equivocado, Sedas. Más te vale callar, orar por él y por ti, que el Señor pondrá de su parte lo que pudiera faltarle para alcanzar el Cielo.
Cada uno por su lado
Llegó el día previsto para iniciar la búsqueda de Onésimo. Evodio se despidió de Inverna delante de su hijo:
—Al volver encontrarás la tierra renovada, las huertas lozanas, el fruto del trabajo recogido. Y Naval, tu hijo, se habrá hecho un hombre, mientras que yo estaré marchita y gastada. Tú dirás entonces si ha valido la pena.
Lo abrazó, pero el niño tiró de las faldas de su madre y se separaron. Evodio lo cogió en brazos, lo olió y le dio un beso antes de entregárselo a Inverna. Luego montó el caballo.
—Por los dioses —dijo— que algo bueno ha de salir de todo esto. No hemos trabajado así para separarnos y volver a vernos consumidos. He puesto una fecha límite para este viaje. Juno Lucina te guardará hasta mi vuelta, mujer.
Evodio y Filemón se encontraron con Arquipo junto a las nuevas fuentes porticadas de la larga y blanca calle principal de Laodicea, y recorrieron el trayecto hasta la plaza dejándose ver. Junto a los soportales prepararon concienzudamente algunos envíos, de modo que cuantos por allí pasaban pudieran percatarse de la misión de Evodio. Algunos preguntaban, otros entregaban sus correos y realizaban sus encargos para las plazas anunciadas.
—Estas mulas con membranas curtidas para escritura y otras dos con púrpuras, para los puertos del sur —indicó Filemón, levantando la voz—. Debes encontrarle, Evodio —le susurró luego, nervioso.
—Lo encontraré. No lo dudes.
—Y deberás convencerle de que vuelva.
—De eso se trata. Lo intentaré, Filemón.
Tan insegura fue la respuesta que, de pronto, se produjo entre ellos un silencio incómodo.
«La temporada está avanzada —pensaba Evodio—. Onésimo querrá ir al país de los galos, pero la navegación no se reanudará hasta las calendas de marzo. Pondré vigilancia en los puertos. No sé cómo pero le haré llegar el mensaje de que Filemón no piensa denunciarle. Debe volver y someterse, reincorporarse a sus tareas y no hacer tonterías. Todo el valle desea aprovechar esta coyuntura para dar un escarmiento y deshacerse de los esclavos ancianos, inútiles, enfermos o respondones…».
—Que Dios te acompañe, Evodio.
—Salud, Filemón. Salve, Arquipo.
«Una hermandad de propietarios —Evodio siguió con sus pensamientos— ha jurado por la Madre que devolverá a Onésimo a su lugar para encadenarlo a un molino de por vida. “La palabra es ‘insoportable’ —me dijo—. Es tal mi determinación que he de sacudirme este yugo aunque para ello tenga que romperme el cuello”. Te empeñaste en seguir a los galos, pero ahora conseguirás romper el cuello de muchos otros. ¿Qué haría Onésimo en fecha tan temprana junto a los puertos? No. Llegará en el momento de embarcarse. Dispongo de los meses de invierno para establecer una vigilancia discreta…».
En cuanto en la sinagoga se supo que Evodio salía de viaje por cuenta de Filemón y que Arquipo había estado presente en la despedida, enviaron recado al fariseo Acana Barsebá. A los informadores, las alforjas de las mulas del legionario se les antojaron muy apropiadas para ocultar dinero: unos bultos discretos entre los fardos de membranas de escritura, los paños y la correspondencia; todo protegido por su condición de tabellarius, otorgada en un documento con el sello del emperador Tiberio para ejercer como correo oficial.
—Éfeso y Pérgamo son nuestras ciudades —dijo Caleb—: las aglomeraciones del puerto y la residencia del procónsul. Un lugar donde pasar inadvertido y donde sentirse seguro por la notoria presencia de la guardia del gobernador.
—Ve a Pérgamo, Caleb —ordenó Acana—. Requisa cuanto encuentres y reúnete conmigo en Tralles. Después entraremos juntos en Éfeso.
Arquipo ya había pensado en cómo deshacerse de aquellos dos judíos intrigantes. Intuía que sacarlos definitivamente del valle liberaría gran parte de la presión ejercida sobre él y su grey, tanto desde la sinagoga como desde Domus Alba Roma. Así que reunió a algunos catecúmenos.
—Vosotros solíais ir por la sinagoga —les dijo—. El rabino Samuel ya puede levantarse; camina cada día un rato con su esposa Mísol y después se sienta con un rollo de la Tora a la puerta. Id y decidle que vais a escucharle. Pedidle que os recite los Salmos. Y no discutáis, ni con él ni con nadie.
El fariseo Acana comprobó satisfecho cómo con la presencia de Samuel se reanudaban los ritos del sabbat y afluían de nuevo prosélitos y simpatizantes a las puertas de la sinagoga. Agradeció al Altísimo la eficacia del trabajo de Caleb durante su ausencia. Así pues, con la convicción de que el Todopoderoso iba a poner en sus manos el fruto de aquella colecta para honra del Templo y gloria de su pueblo, decidió que era hora de partir hacia las regiones costeras en busca del dinero recaudado.
Por una temporada, la paz volvió al valle del Lyco.
El tesoro de Eumates
Onésimo anduvo todo el día sin volver la cara, la mirada puesta en el horizonte. Con paso firme y ritmo constante, acompañado por Pammé, avanzó campo a través. Conocía bien las rutas por las que sólo algunos audaces pastores de cabras se arriesgan para alcanzar en verano los más altos pastos, mientras las vacas pacen con las moscas y mueven las mandíbulas en los prados de la meseta. Oculto en la soledad de las alturas, caminó decidido hacia las vegas del río Meandros hasta quedar exhausto.
Al atardecer se refugió bajo el cobertor que solía llevar en los viajes. Era una prenda ideada por los pastores frigios, una lona tejida con pelo de cabra, muy tupida, pesada y basta, de mucho abrigo y totalmente impermeable. Tenía la forma de un doble cono —el superior para cubrir la cabeza, el de abajo, amplio, con aberturas para los brazos— que descansaba sobre los hombros. Durante el día se enrollaba y se colgaba a la espalda. A su amparo, sentado y apoyado en una roca, Onésimo podía dormir a la intemperie, bajo la lluvia, sin mojarse.
Pasados dos días llegó a los límites de la región de los pacatianos. Desde las alturas se divisaba el valle por donde discurre el Meandros, sinuosa huella de Pitón, custodio del oráculo sagrado, de camino a ocupar la caverna del Parnaso[23]. En las tierras de aluvión pueden verse cultivos bien cuidados, chozas y corrales, aceñas, pequeños embalses y algún embarcadero. Las casas, más arriba, permanecen a resguardo de crecidas y avalanchas. Onésimo bajó zigzagueando y a tiro de arco de la ribera se sentó a la sombra de un sauce, mirando al río. Metió la mano en el zurrón y apretó con fuerza el esenciero. Pensó en lo que tenía que hacer. Sacó un trenzado de cuero y lo ató al cuello de Pammé. Después, pensó en las consecuencias. Se recostó sobre la tierra removida, donde termina la arada, sin acabar de atreverse a dar el siguiente paso. Miró al cielo y por un momento se perdió entre las nubes empujadas por los vientos del oeste, cargados de aromas de huerta, pero no tardó en recordar a su padre Eumates y sentir su apremio. Volvió a ponerse en pie. Aún no era el mediodía.
Al llegar a la orilla del río en el camino de Hierápolis a Sardes, como le había dicho Eumates, se dispuso a dar a oler el contenido del esenciero al perro. Ató la correa del animal a una gruesa rama del sauce, se cargó la impedimenta al hombro y, temeroso del genio oculto, extendió los brazos y quitó el precinto al tapón. En cuanto lo abrió, Pammé tiró de la correa con tal violencia que de no haber aflojado en seguida el nudo y soltado al perro habría arrancado la rama o dejado su cabeza colgada de ella. Intentó mantenerlo sujeto pero el animal se lanzó impetuosamente tras un rastro. Onésimo lo siguió con la vista mientras le llamaba a gritos, pero Pammé no obedecía. Tras un par de millas de persecución ladera arriba, advirtió cómo el animal había interrumpido su carrera y daba vueltas sobre sí, olfateaba el aire y escarbaba la tierra.
Onésimo ascendió jadeando el trecho final de la loma. El perro levantaba con insistencia su hocico al aire. Corría unos pasos hacia un lado, escarbaba de nuevo la tierra y volvía a dar vueltas sobre sí. Finalmente, se quedó quieto frente a una grieta en la colina, tenso y firme hasta que Onésimo llegó a su lado. Pammé, más negro que los demonios, permanecía desafiante ante un imperceptible hilillo de humo, mostrando a su amo una de aquellas hendeduras, prueba de la cólera de Poseidón, que abre en la tierra respiraderos al hedor de los infiernos. Ante aquella gruta y el aullido del perro, Onésimo se estremeció con el escalofrío que se siente al tacto de la exánime y tibia mano de Estigia.
Se aproximó a la boca. El aire, aunque maloliente, no parecía tóxico, pues vio salir de allí algunos bichos y pequeñas bestias. Entró con cautela e inspeccionó cuidadosamente la cueva. Sobre la cara lisa de una piedra grande, Eumates había grabado: «Selene-Alce-Eum». Al retirar aquella roca, encontró una membrana escrita sobre unas bolsas y la leyó.
Querido hijo Onésimo:
Estas monedas son el fruto de las ideas que hicieron productivo el trabajo con las pieles para fabricar hojas de escritura. Compra con ellas tu libertad. El ingenio y el riesgo adecuado te harán más rico. Luego descansa en la amistad de los amigos. Ponte bajo la protección de Selene.
Eumates
Metió la mano hasta el fondo y sacó un puñado de monedas. Eran todas de oro. Llenó su zurrón y salió al exterior de la cueva, donde le aguardaba, impaciente, el perro. Dio gracias a los dioses y a Eumates. Volvió a mirar aquellas monedas y lloró de alegría y de pena, pues no tenía a nadie con quien compartir ni las monedas ni la alegría ni la pena. Así que se abrazó a Pammé.
Había mucho oro en esa cueva; Eumates le había dejado un buen regalo. Aturdido por el impacto de aquella herencia, reflexionó sobre lo que convenía hacer. No podía llevárselo todo.
La zona era desértica, sin cultivos ni casas en muchas millas alrededor. Reparó en que, aun estando próximo el río, una corona de tierras áridas aislaba el punto de emanación de aquellos olores: aquél era un paraje maldito, garantía de protección para el tesoro de Eumates. Rellenó la bolsa, recompuso y cubrió el escondite, y abandonó el lugar.
Éfeso es un buen destino para quien desea pasar inadvertido entre las multitudes que bajan de los valles a ofrendar a Artemisa; para mezclarse entre los peregrinos de todas las naciones; para deambular, ignorado, entre el exotismo y el alboroto hasta embarcar en una nave.
La vía que desde Antioquía de Pisidia lleva a la ciudad de la diosa siempre está concurrida, pero no resulta segura para un esclavo fugado. Los trabajos de acondicionamiento y ampliación son constantes. Los funcionarios de calzadas y obras públicas, con el apoyo de legionarios de la VI Legión Invicta, reclaman regularmente a los señores de las villas y a los principales de las aldeas mano de obra de refresco, esclavos baratos, jóvenes picapedreros a cambio de aguadores viejos y enfermos. Los inservibles morirán en las cunetas.
Onésimo sabía que si alguien lo denunciaba y lo atrapaban, no le pondrían una guirnalda, ni le alfombrarían el trayecto con mirto y laurel como a una res de camino al sacrificio, como a los novillos en Éfeso: acabaría encadenado a los trabajos sobre la calzada. Recordó a Dismates y al negro en la noria de Morión y pensó que la senda y la vaguada serían su mejor calzada. En cualquier caso, siguiendo el curso del río llegaría a la ciudad.
Cuando aún no había recorrido media milla, decidió, como por instinto, seguir hacia adelante y atravesar las fuentes del Caistro, que nace a los pies del Tmolo. No iría a Éfeso. Vadeó el río donde los sauces, siempre verdes, se nutren de vida dejando las puntas de las ramas al roce de la corriente, y reanudó su camino siguiendo la ribera.
Más adelante abandonó las orillas y, tras una jornada por las estribaciones de la montaña, alcanzó una altura desde la que contempló un llano luminoso y fértil. En el centro se erguía una ciudad.
Había llegado a Sardes, la Hermosa, junto a la corriente de aguas que relucen bajo el monte, cuna de Dioniso, alcancía del rey Creso; en el regazo del monte doblado sobre sí mismo por el pico y la barrena. Frente a él se alzaban los siete magníficos fustes del templo que anuncian al viajero la devoción de la ciudad por la diosa cazadora. La magnificencia de la obra, la orfebrería sobre la piedra, se mostraban como una ofrenda de gratitud por aquel valle donde los sátiros y bacantes se recrean entre las viñas.
Admiró los racimos al sol. Escuchó con atención, inmóvil, el silbido melodioso del viento que evoca la resignada flauta de Pan vencida por las dulces melodías de la cítara de Apolo[24].
Antes de decidirse a deambular por las calles, permaneció un par de días acampado en un bosquecillo de encinas. Cada día salía a observar discretamente el camino y veía caravanas con gentes de atuendos variados. En el valle confluyen las rutas que van a los puertos de Pérgamo, Éfeso, Esmirna y Tróade desde las riberas del Ponto Euxino, de Asiria y de la Media. Comprobó que los lugareños estaban acostumbrados a los tipos exóticos, a los extranjeros de tierras lejanas. Paseó alrededor de la ciudad y se atrevió a llegar hasta la pequeña sinagoga junto al río Pactolo.
Por fin resolvió acercarse al centro, al cruce de las calles principales. El sol de mediodía mantenía a los vecinos en sus casas. Pammé avanzaba a su lado tan inquieto como él. Se dirigieron hacia la plaza por una galería de columnas con algunos comercios. Al fondo, el peristilo desembocaba en el pórtico armonioso de uno de los lados de la plaza, decorado con graciosas pinturas en las paredes del fondo. En el lado sur, la fuente de Apolo Hekebolos, armado con arco y flechas, refrescaba y embellecía el ágora. Apenas había gente. La ciudad, limpia, bien cuidada, mostraba en cada rincón la huella de Onfalia, reina del amor, humilladora de la fuerza hercúlea[25].
Le gustó Sardes. Una ciudad amable y elegante donde el dinero del forastero, mostrado con discreción, relaja al vecindario, que aborrece de pedigüeños. Él llevaba la bolsa repleta, y le hacía falta de todo.
Al día siguiente entró en una de las tiendas.
—Necesito unas sandalias, un quitón[26] nuevo y un himatión[27].
—¿Y para el perro? —preguntó con regodeo el tendero, incrédulo ante su aspecto deslustroso…
—Le pagaré con estas monedas. —Abrió la mano y mostró varias monedas de oro—. El perro le explicará luego lo que necesita. ¿Verdad, Pammé? Anda, díselo tú mismo…
El tendero miró con un ojo el brillo del oro sobre la mano, y con el otro, el blanco reluciente de los colmillos del perro.
—Te enseñaré el género. Pasa. A ver, a ver…
Onésimo salió con su nuevo atuendo y paseó un rato bajo los soportales. Habría pasado inadvertido si se hubiera estado quieto, si hubiera sabido qué hacer con los picos de la prenda que le colgaban, pero se notaba que no se sentía cómodo. No era lo suyo. Era un esclavo que jamás había caminado envuelto en una prenda propia de los amos. Tendría que practicar. Plegó el lienzo, salió a las afueras, se tumbó bajo un pino; y, después de repartirse con Pammé unos trozos de carne seca, mientras contemplaba la ciudad serena y apacible, se quedó dormido.