LA VIDA EN EL VALLE SE ENRARECE
La vida en la villa de Colosas
Tras la muerte de Eumates, Filemón le explicó a Onésimo que Dios había acogido su alma en el Paraíso para que pudiera gozar de Él por toda la eternidad; que había sido un fiel cumplidor de la ley que el Señor graba en el corazón de los hombres. Onésimo no entendió nada.
El amo le permitió ocupar la casa de Eumates, y al cabo de unos días supo por qué.
—Esta granja necesita más brazos —le dijo—. Es hora de que pienses en tener una familia, en una buena prole. Ahora tienes una casa… ¿Qué? ¿Qué me dices? ¿No dices nada?
Onésimo balbució algo sobre su edad y sobre la joven Tiria que ni él mismo entendió, y siguió arreglando el cercado. El amo, paciente aunque disgustado por la actitud esquiva del esclavo, dejó para más adelante una nueva conversación sobre el mismo asunto.
Cada día, al llegar la tarde, Onésimo se refugiaba en casa. La granja se le hacía extraña; aquellas paredes, vacías. A menudo pensaba en Tiria, en formar una familia y abandonarse a la vida pacífica y rutinaria del cambio de las estaciones. Se sentía solo y desesperanzado.
Una mañana, el amo Filemón lo mandó llamar y levantándole la voz le dijo:
—Han pasado los días de luto. Es hora de volver a concentrarte en el trabajo. Llevas una temporada holgazaneando: estás en tus cosas, no en tus obligaciones, y cuando se te necesita nadie sabe dónde encontrarte. No haces honor a tu nombre[17]. Estás comportándote como un niño. ¿Habrá que ponerte a estas alturas un tutor que te dé con la vara? Te lo dije: necesitas a una mujer a tu lado. Esto lo arreglaré yo… Así no te necesito, Onésimo.
Un escalofrío sacudió a Onésimo cuando el estallido de la vara de Morión sobre la espalda de los esclavos atados a la noria acudió a su mente al escuchar aquel «no te necesito así».
En cuanto se quedo solo de nuevo en casa, fijó la vista en la hornacina donde descansaban los recuerdos de Eumates y vio claro: «Tiria me atará al amo como Alce ató a Eumates. “La pena me inmovilizó”, me dijo. “Quítate la pena”. “Adiestra tu corazón en la alegría”. “No pierdas de vista el propósito”. “Prepárate para el viaje…”». Salió de la casa nervioso. Sentado bajo la parra, observó el trecho de camino visible hasta la curva. Quiso recordar el paisaje tras el recodo. Lo había visto infinidad de veces pero fue incapaz. Un horizonte desconocido, impreciso, le interpelaba desde más allá: «Ven y verás».
«Llegará el momento. Pero no es hoy —pensó Onésimo—. Cuando sea, lo veré con claridad. He de actuar prudentemente, como me aconsejó Evodio. Ahora debo recuperar la confianza de Filemón y estar preparado».
A la mañana siguiente, muy de mañana, se presentó ante el amo Filemón para decirle:
—Vengo ante el amo, como un suplicante, a pedirle clemencia…
Tesmoforias en Hierápolis
Samuel ben Yehuddá, rabino de la sinagoga de Hierápolis, ha casado a sus hijos y se prepara para iniciar el declive de la vida cumpliendo los preceptos de la Ley con mayor fidelidad. Mantiene incandescente su amor por la Tora y deposita sus esperanzas en las promesas del Altísimo. Desde que Natán, el último de sus hijos, abandonó la casa y se fue con su mujer y su pequeño para dedicarse al comercio en Éfeso, el hogar de Samuel ben Yehuddá vive en penumbra. Ventanas entornadas. Puertas cerradas. No hay, como antes, lienzos de colores ni vestiditos recién lavados, tendidos sobre los romeros, secándose al sol. Anhela encontrar el reposo de Israel, umbral del Templo, pero últimamente se le ve muy excitado.
De pronto, por no se sabe qué, se le encrespó un ansia que de siempre le parecía haber tenido sujeta. Mísol, su esposa, le dijo: «Son cosas del mucho cavilar. Te has enredado con sutilezas que no te dejan vivir. Eso no debe de ser bueno, Samuel. La Ley se medita, no se escudriña».
Cuando a la caída de la tarde se siente más agitado, deambula por las afueras de la ciudad. Sale presuroso a su paseo, como quien tiene una tarea que realizar, allí donde arranca el bosquecillo de encinas. Siempre igual. Reflexiona sobre la misión que los escribas y ancianos le confiaron al salir de la heredad de Gosser, al sur de Jericó y en el camino de la Ciudad Santa, para establecerse con Mísol en las tierras regadas por el Meandros: «Proteged el espíritu de Israel; mantened viva la fe de nuestros padres, de los Patriarcas, de los Profetas». Y él se repite sin cesar las palabras del salmo: «El celo de Tu casa me consume…».
«Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de Ti, si no pongo a Jerusalén por encima de mi alegría».
Mísol le insistió delicadamente: «Meditar sobre los mandatos del Señor no debería ser una tortura para un buen hijo de Abraham. Si sigues así, te consumirás. Algo envenenado consume tu corazón… ¡Habla, Samuel!».
Y él insistía: «El Señor ha sellado una Alianza con su pueblo para siempre. / Él es fiel y no se desdice. / Yo espero en las promesas que Dios ha preparado para Israel, su pueblo. / Él es fiel y no se desdice. / Él es fiel y no se desdice…».
Samuel, que antes solía andar sereno con la mirada puesta en la Alianza, ahora, con las mandíbulas prietas y una mirada huidiza, camina a solas, a zancadas, con un íntimo tormento que le carcome: «Él es fiel y no se desdice».
Aún no mediado el otoño, llegó a la ciudad Acana Barsebá. Samuel le vio venir montado sobre una mula. Le acompañaba el joven Caleb. Por lo que después se supo, habían viajado desde Jerusalén hasta Atalya y Side y, superado el Tauro, llegaron a Hierápolis por Antioquía de Pisidia y Apamea.
En su peregrinar, el fariseo iba poniendo sobre aviso a todos los judíos de la dispersión, especialmente a los ancianos y a los escribas, acerca de la predicación de Saulo de Tarso y su compañero Bernabé, de cómo se introducían descaradamente entre los elegidos del Señor, intentaban confundir a los maestros, pervertían la inteligencia de los prosélitos con la doctrina de una supuesta nueva Alianza y dejaban por donde pasaban la punta penetrante y abrasadora de un dardo infectado de fanatismo.
Cuando el rabí Acana Barsebá llegó, el pueblo se preparaba para las fiestas Tesmoforias. Ceteo Intila, el regidor, era quien organizaba los festejos. Hacía semanas que había enterrado a su hijo Esquirón. Tras los funerales había matado un cerdo para purificar su hogar y después del verano se casó con Celestia, la joven viuda del molinero, devota de Perséfone, a la que arrebató de la seducción de Eleusis. Ella había recorrido la ruta iniciática, camino del dulce adormecer, «hasta que el carro de Hades —le confesó a Ceteo una noche, violando así parte de las santas ceremonias que no es lícito revelar— te transporta hasta las tinieblas donde se profieren gemidos desgarradores». Él, por su parte, había venerado a Deméter, madre nutricia, hasta la muerte de Esquirón. Entonces, las palabras de un amigo. —«¿Por qué piensas neciamente que tus dioses, que no fueron capaces de guardar la casa de Alyates, el más grande de los reyes lidios, iban a ser capaces de guardar hoy tu casa?»— le sumieron en el vacío.
Pero Ceteo temía que, por su rechazo a Deméter y a los penates de la casa de Alyates a la que pertenece, su hijo muerto hubiera sido empujado al Tátaro para ser acechado eternamente por Equidna, la serpiente de ojos insondables y oscuros, con la que soñaba cada noche. Y temía que su hijo muerto y su impiedad lo arrastrasen también a él hasta las moradas de la funesta ninfa. Por eso Ceteo estaba irritable: por su impotencia ante esos ojos insondables y oscuros que le observaban en la noche. Cada noche. Todas las noches.
Durante los días de fiesta todo recién llegado a la ciudad era bien acogido y tenía una familia y una patria pues Deméter, la diosa de la bella corona, a todos provee sin reparar en su condición.
Ajenos a los preparativos de las celebraciones, Arquipo el presbítero, y Sedas, feliz recién casado, estaban sentados junto a las escaleras de la plaza hablando con un grupo de prosélitos de la sinagoga. La tarde se les había echado encima y ya se recogían las lonas de los tenderetes, mientras decaía el trasegar y la compraventa, y las carretas y los labradores regresaban a sus casas. Onésimo y Evodio, concluida su jornada, aproximaron su carro al grupo que conversaba y, sin bajarse, contemplaron la plaza. Los colores del atardecer teñían el lado oeste de los soportales. Desde el valle subía el viento seco que fija la cal de las aguas rebosadas en blancas terrazas, nieve de piedra y canto.
Samuel el rabino también observaba desde la puerta de la ciudad, donde se reúnen los ancianos. Procuraba no contemplar las ceremonias pues le encrespaba la idolatría. Y no podía soportar la presencia de aquellos jóvenes propagadores de falsas doctrinas, salteadores de corrales ajenos: los prosélitos, iniciados en la Tora, confundidos por la palabrería de Arquipo. Las palabras del salmo irrumpieron en su mente, vigorosas y relucientes como destellos: «Pues no hay en su boca sinceridad; su interior no es más que malicia; un sepulcro abierto es su garganta, halagan con sus lenguas. Condénalos, ¡oh, Señor!».
Las mujeres se congregaron en la plaza para iniciar la procesión. Los vestidos negros —luto de Deméter por la pérdida de Perséfone— y la penumbra del anochecer resaltaban la luz de los cuerpos, adornados con hojas de árboles como crines de caballo. El gesto y el atuendo rememoran la mutación mágica de la diosa en equino. Las antorchas se encendieron mientras sonaba el silbo de caña y se entonaban los dulces cantos procesionales.
Por fin se inició el cortejo. Ceteo Intila observó a su Celestia. Las risas chillonas, estridentes, las maneras procaces e insinuantes —regocijo de la concepción y la fecundidad— recorrían sinuosas la plaza en dirección a la calle principal. La comitiva se aproximó al rabino, y las mujeres, abiertos los peplos descuidadamente, danzaron, aturdidas por el ritmo de la piel tundida y el sonido penetrante de flautas y siringas. La fiesta de la diosa se apoderó de la plaza. La noche había caído. Luces y sombras de teas en movimiento. De pronto Celestia se contoneó junto al maestro de la Ley. Lo miró y se movió. Lo volvió a mirar. Destello de ascuas ante sus ojos. Y se movió de nuevo. Aquellas atrevidas contorsiones frente a sus barbas enrojecieron a Samuel de vergüenza y de rabia.
—¡He visto tus ojos, mujer, bestia terrible de ojos insondables y oscuros! —le gritó mientras la empujaba despiadadamente y la hacía caer.
Las mujeres de atrás, tras advertir lo ocurrido, salieron despavoridas entre chillidos.
Samuel, trastornado, reparó en Onésimo y Sedas; ¡cómo le enervaba la casa de Filemón! Había llegado a su límite. Arrebatado por la furia, clamó la venganza del Todopoderoso y, sin poder contenerse, arrojó una piedra tras otra hacia el grupo donde Sedas y Arquipo, indiferentes a la procesión, hablaban.
—¡Ira de Dios! —se revolvió rompiendo su manto de arriba abajo—. ¡Castigo a vuestra blasfemia! ¡Corrompéis el corazón de la grey del Onmipotente! ¡Malditos, malditos de Dios!…
Sedas estaba sangrando. No habían tenido tiempo de reaccionar, e intentaron ponerse a cubierto tras el carro de Evodio y Onésimo.
—¡Quieto, Evodio! Deja a ése en paz —se oyó decir a Arquipo mientras refulgía la espada desnuda.
Temblando de terror, Samuel ben Yehuddá salió despavorido. Llegó a casa irreconocible, casi desnudo, llorando y musitando palabras impronunciables. Mísol lo acostó y le dio a beber una infusión de las hierbas que serenan. Luego se sentó a su cabecera.
—Fuerza de Israel. Adonai. Dios de los ejércitos, si Tú estás conmigo ¿a quién temeré? —le recitaba al oído en voz baja y monótona, pesadamente, hasta que consiguió que se durmiera.
Mísol lo miraba. Su sueño era inquieto. Le acariciaba sus manos, rígidas sobre la manta que lo cubría. De vez en cuando él daba un respingo y abría los ojos en blanco como si atendiera una llamada, para luego cerrarlos sin perder la rigidez.
—Sacarás de dentro eso que te está matando, Samuel mío, querido mío.
La plaza de Hierápolis pronto quedó desierta. Las teas humeantes por los suelos. Algunos peplos rotos.
Aquel espectáculo del judío amenazante no gustó en la ciudad.
—¡Mañana mismo lo mataré! ¡Delante de todo el pueblo! Lo juzgarán los ancianos por este insulto. ¡No sé cómo me contuve! —Ceteo, fuera de sí, gritaba por las calles mientras acompañaba a Celestia, que se dolía de algunos rasguños y un buen moratón en el brazo, allí donde el rabino había puesto su mano.
Al llegar a casa, en el lecho, Celestia, temerosa, le dijo a su hombre:
—Al empujarme me dijo: «¡He visto tus ojos, mujer, bestia terrible de ojos insondables y oscuros!». Tengo miedo, Ceteo, esposo. No digas nada.
En la duermevela, Ceteo vio a Esquirón caer al Tártaro. Se despertó sobresaltado y recordó las imprudentes confidencias eleusinas de Celestia. Una sacudida de terror ante el auspicio del destino irremediable le estremeció. Alargó la mano y empuñó su daga para llevarla al cuello de la mujer pero, acobardado, apretó los dientes y abandonó el lecho.
A la mañana siguiente, reunida la asamblea, los gerontes[18] decidieron acerca de Samuel.
—Deberá presentarse ante la asamblea de la ciudad. Mañana por la mañana el alguacil y la guardia irán a por él.
—¡Podía haber corrido la sangre durante las celebraciones! ¡Es intolerable! ¡Exigimos una explicación! ¿Qué sacrificio aplacará a Hades si hemos ofendido a Perséfone? Como regidor de la ciudad debes exigir una reparación. Agredió a Celestia —abundaron algunos.
—Iré a hablar con los ancianos del pueblo hebreo. No entiendo esta falta de respeto hacia nuestras costumbres —decidió Ceteo—. Insultó a Celestia con su actitud despectiva. Yo mismo estuve a punto de partir el cuello a ese judío. Los dioses me contuvieron.
En la ciudad, a pocos pasos de la casa del rabí Samuel, hay una sinagoga de sillería construida junto a uno de los arroyos. Las jambas y el dintel de la puerta se han hermoseado con relieves de hojas de parra y sarmientos coloreados con tonos ocres, corinto y verde. Las ventanas laterales, abiertas a oriente y occidente, proporcionan claridad, y tres anchos peldaños dan acceso al recinto, en cuyo centro se yergue el atril. Algunos rollos de papiro están dispuestos sobre la mesa, revestida por un paño de lana blanca; la menorá, icono del pueblo, espera el sabbat mientras proyecta su sombra sobre los muros, como costillares danzantes al ritmo que imponen las luces del día. Al fondo se distingue la urna, custodia de la Tora. Todo allí hace referencia a la Ley, inefable regalo de Yahvé a su pueblo.
Y allí, junto la puerta, estaba sentado Acana Barsebá cuando el alguacil exigió la presencia del rabino Samuel ante el regidor y los gerontes de Hierápolis para dar explicaciones sobre su incomprensible comportamiento del día anterior.
—Acompañaré al rabino y hablaré en su defensa. Se encuentra muy debilitado. Caleb, mi secretario, le asiste en estos momentos —contestó el fariseo.
El día de la vista, Samuel salió de casa con la túnica de las solemnidades, apoyándose en el brazo del joven Caleb.
La causa del rabino Samuel
Sedas se reponía en casa de los familiares de Epafras de los efectos de la pedrada. Había sangrado mucho, hasta perder el sentido. Al llegar le cortaron el pelo y le dejaron la cabeza monda (si Armita, su joven esposa, hubiera visto lo que le hacían —¡aquellos divinos rizos, oscuros como la noche, le decía ella cuando estaban solos!—, no lo hubiera soportado). Le cosieron la brecha por un par de sitios, le vendaron cuidadosamente y lo dejaron dormir.
No avisaron a sus padres. Desde que les había revelado que era seguidor de Cristo se avergonzaban públicamente de él.
Cuando al día siguiente despertó, dijo que veía mal y que tenía un terrible dolor de cabeza, así que entornaron la ventana de aquel cubículo y salieron despacio para hacer el menor ruido posible. Sedas cerró los ojos y en seguida volvió a dormirse, mientras las festividades tesmoforias concluían con el encuentro furtivo de las mujeres con los hombres. La ciudad se despertó tranquila.
A pesar del incidente con el rabino, Onésimo estaba contento. Había apalabrado con el secretario de un noble romano el inicio de un negocio de tejeduría y tintorería de púrpura de los que le gustaban al amo. Volvería a la granja con una propuesta brillante, audaz y muy favorable a los intereses de Filemón. Estimulado por este nuevo aval, se planteó hablarle de inmediato sobre su libertad. «“Amo Filemón, por la palabra que diste a Eumates, mi padre, otórgame a mí la libertad que él tanto deseó. Por Alce y por mí se vio obligado a renunciar a ella; yo pagaré cualquier precio por la manumisión”, le diré. Se aproxima el final de la temporada, cuando la mar se cierra. Es el momento de dar el paso», pensaba.
—Onésimo, deberíais volver a Colosas —le dijo Arquipo.
—En cuanto Sedas se reponga, regresaremos a la granja.
—Convendría que prepararas el carro y que salierais de aquí lo antes posible. Se anuncia una vista pública contra el maestro Samuel. No os conviene permanecer en la ciudad —insistió.
—¿Y cómo nos puede afectar eso a nosotros? No hemos presentado denuncia contra él y ahí tienes al pobre Sedas con la cabeza abierta, incapaz de moverse.
—El fariseo Acana actuará como defensor de la causa del rabino Samuel, y aprovechará la vista para echarnos al pueblo encima. No ha perdido ocasión de verter calumnias sobre nosotros los sábados en la sinagoga, y a todas horas entre los vecinos.
—No entiendo cómo puede hacer eso. Todos son testigos de que vosotros hablabais pacíficamente junto a los pórticos.
—Es un poco enrevesado de explicar, Onésimo. La ciudad entera está indignada por lo que considera una ofensa a Deméter, de quien la gente cree recibir sólo dones y gracias. El pueblo es muy sensible a todo cuanto se refiere a su diosa madre. La herida y el ultraje infringido a Celestia son una injuria a la autoridad, a toda la ciudad y sus costumbres. Así que por un lado está la gente con ganas de gresca y por otro, Acana, que convencerá a los gerontes de que nosotros somos la causa de la locura del rabino, pues instigamos a sus fieles al ateísmo y a vivir según costumbres que ni los mayores ni Roma pueden tolerar.
—De verdad, Arquipo, no entiendo nada de lo que dices. No sé a qué te refieres cuando dices «nosotros». Hablas como si todo este enredo que os lleváis unos y otros con los dioses tuviera algo que ver conmigo. Sedas no está para viajar; no puedo presentarme en Colosas con el hijo del amo en estas condiciones. ¡Evodio! ¡Evodio! —llamó, levantando la voz.
Evodio caminaba por la calle principal con paso tranquilo. Descalzo, con sólo el quitón y los cabellos mojados, volvía de las aguas termales. Mientras se acercaba, Arquipo siguió argumentando:
—Onésimo, tú perteneces a la casa de Filemón y por ello todo esto también te afecta. Acana es un embaucador artero y brillante. Créeme, Onésimo, ya sabemos en qué acabará esto: el judío lleva días calentando los oídos a las mujeres de los principales contra nosotros. Nos han contado lo que ocurrió en Pisidia, Licaonia y Panfilia durante la visita que Pablo y Bernabé hicieron a aquellas tierras hace unos años. Su defensa de Samuel consistirá en poner al pueblo en contra nuestra.
A Evodio le pareció razonable la propuesta de Arquipo. Acomodar a Sedas en el carro para llevarlo hasta la granja era sencillo, e innecesario correr riesgos con gente que entraba con facilidad en trances de histeria y violencia cuando eran debidamente azuzados por aquellos charlatanes.
—Onésimo, es mejor marcharnos. Más de una y de dos veces he sentido la tentación de arremeter contra esas turbas de mujeres poseídas, de los cornudos de sus maridos y de los instigadores que lanzan piedras y palos contra los infelices, pero eso es misión de la cohorte.
—Preparemos el carro y recojamos las mercancías que faltan; mañana saldremos.
Al día siguiente, la calle principal empezó a alfombrarse a primera hora. Desde un carro, algunos encargados del Templo lanzaban ramas de laurel, de boj y de lentisco sobre la calzada. Se preparaba un sacrificio. Quince bueyes para una ofrenda de reparación. Volvieron a sonar el pandero y la flauta, y las gentes se acercaron a las columnas con guirnaldas para lanzarlas al paso de la manada. Al rato, se oyó el mugido y el trote de los bueyes sobre el empedrado. A la orden del pastor, las bestias, bien enjaezadas, atravesaron el arco que daba a la plaza para dirigirse a los corrales del templo de la diosa madre.
Durante todo el día se celebraron ceremonias en honor de Deméter, la de la bella diadema. El mismo Acana había sugerido a los ciudadanos de Hierápolis que debían serenarse. Él servía al Altísimo y no podía participar del culto a la madre nutricia, pero conocía las entrañas del hombre: debe hacer lo que crea para aquietar su corazón y descargar su conciencia. «Si matar bueyes ayuda a reinstaurar la paz en la ciudad y a sosegar vuestros espíritus atormentados, yo empuñaré con vosotros la puntilla», les dijo.
La casa de Epafras, Arquipo y algunos amigos despidieron a la de Filemón: Sedas yacía en el carro, acomodado junto a algunas mercancías. Estaba despierto, aunque le dolía mucho la cabeza. Un turbante de paños limpios protegía sus heridas. Se trataba de un carro pequeño, con un tiro de dos mulas que conducía el propio Evodio. Junto a él, Onésimo.
—Arquipo, ¿estás seguro de que no quieres unirte a nosotros? Si prevés un conflicto, más vale que tú y los tuyos os vengáis con nosotros; el amo Filemón siempre os recibe con alegría.
—Es preciso estar aquí y seguir con el trabajo de cada día. ¡Id, id en paz!¡No os preocupéis!
—¡Salud, Arquipo!
La carreta se puso en marcha. Al llegar a la altura de las termas públicas, el alguacil y una escuadra de guardias les dieron el alto.
—El maestro Acana dice que tenéis algo que oír y que explicar —declaró el secretario Caleb, que acompañaba al piquete.
El joven y altivo judío miró a Onésimo, que le sostuvo la mirada.
—Quien tendría algo que decir es éste. ¡Y no puede moverse! —exclamó Evodio, irritado.
—Las explicaciones, ante la asamblea y los gerontes —intervino el alguacil.
Onésimo enrojeció de ira mientras recordaba al gálata en Atalya: «Éstos andan siempre complicándole la vida al vecino». Así que calló. Evodio arreó las mulas, siguieron a los guardias y entraron a un patio.
—A ése, bajadlo. Debe ir con vosotros.
Sedas entró en la sala, ayudado por Onésimo. Arquipo y algunos otros esperaban de pie. Acana, revestido con una túnica sacerdotal y exhibiendo largas filacterias ilustradas, permanecía sentado junto al acusado. Detrás, Caleb. Entraron los gerontes. Después el regidor Ceteo Intila, que se sentó frente al rabino Samuel, lánguido y abstraído.
El Asiarca, principal entre los gerontes, abrió la sesión:
—Ceteo Intila —dijo— ha ofrecido en nombre de toda la ciudad un sacrificio a nuestra madre, que llena de bienes la tierra. El tribunal entiende que, por su largueza, excede en satisfacción la ofensa cometida contra la diosa madre. Pero el pueblo de Hierápolis exige una explicación por tan execrable comportamiento, pues la dignidad de esta vara —mostró el símbolo de la autoridad— también ha sido mancillada. Ahora decid algo en vuestra defensa, rabino Samuel.
—Con arreglo a las leyes del imperio y con el beneplácito de este tribunal, yo, Acana Barsebá, hablaré en defensa del rabino Samuel ben Yehuddá, quien, como veis, sólo es capaz de balbucear su arrepentimiento.
—Habla, Acana Barsebá.
—Ciudadanos de Hierápolis. No por casualidad habéis sido escogidos como la ciudad sagrada entre las tres del valle del Lyco. Pueblo digno de la confianza y del descanso del emperador y los principales del imperio. La naturaleza, por mano misteriosa, ha sido pródiga con vosotros, dotando a estas tierras de aguas salutíferas, fértiles huertas, abundantes ganados y riquezas incomparables. Quizá por causa de esa misma mano, y gracias a los efectos de estas aguas prodigiosas, también vosotros mismos sois gente especialmente preclara.
Los gerontes asintieron complacidos.
—Desde tiempos antiguos el pueblo hebreo convive con vosotros en paz. Construyó la sinagoga y puso la sabiduría y probidad de sus maestros al servicio de todo el pueblo, de modo que su trabajo es reconocido en todo el imperio hasta el punto de que sus rabinos forman parte del consejo del emperador. Entre vosotros mismos nos tenéis por amigos y consejeros. Por tales y otras razones la fe de Israel está reconocida por las leyes del imperio como religión oficial.
»Hasta ahora hemos vivido en paz. Algunos de vosotros os acercáis a aprender la sabiduría de los libros del pueblo de Israel a la puerta de la sinagoga. Quienes lo hacen son para nosotros «como el niño que anhela la leche incontaminada de su madre», como está escrito en nuestros libros. Pero desde hace unos años una secta diabólica ha surgido de entre los nuestros: se infiltra entre quienes acuden a la sabiduría de la sinagoga y los aturden y corrompen. Emponzoñan esa leche materna que anhelan mamar; ¿y qué madre no desesperaría al ver a su hijo consumirse envenenado?
»Se presenta ante el mundo y ante las autoridades como la verdadera heredera del legado de nuestro padre Abraham.
Calló unos instantes. Se aproximó decidido hacia Arquipo y Sedas, extendió el brazo y, señalándolos, volvió la cabeza hacia el pueblo que asistía a la vista para gritar:
—¡Intentan usurparnos el título y el derecho a ser la religión oficial para acusarnos ante el emperador del ateísmo que ellos practican! ¿No es esto una osadía inaudita? ¡Tratan de colocar de forma ignominiosa al rabino Samuel en situación de ilegalidad ante las autoridades del imperio! Pretender que el buen Samuel, a quien todos conocéis, sea un delincuente, un proscrito… ¿Qué corazón puede soportar tal injuria, tantas calumnias, sin romperse?
Toda la audiencia se sentía sobrecogida porque en el rabino Samuel, aunque raro e inconsolable —hablaba solo gesticulando mientras caminaba—, el pueblo reconocía a un buen hombre, incapaz de malicia.
—¿Acaso no cuenta el divino Eurípides que durante las bacanales Dioniso infundió un momento de locura a Penteo, rey de Tebas, y le hizo ver lo que no debería haber visto? También en nuestros libros se dice: «Si hice yo esto, si hay injusticia en mis manos, persiga el enemigo mi alma, alcáncela y échela por tierra y haga habitar mi gloria en el polvo»; pero sigue: «¡Acabe de una vez la malicia del impío!», porque el Libro sabe que la mente y el corazón del justo también son frágiles y se quiebran cuando la iniquidad persiste y se ceba sobre él. ¡El Todopoderoso confunda a los secuaces del maldito Colgado, que decía de sí ser el Hijo del Altísimo!
»Vecinos de la santa ciudad: se trata de una secta rechazada por los príncipes de los sacerdotes de Jerusalén, garantía de nuestra legitimidad, por nuestros escribas, por todos los sabios del pueblo de Israel, por la Escritura Santa: “Maldito el que cuelga del madero”, se lee en ella. Esta secta dice reconocer en un crucificado blasfemo al Hijo de Dios, y arguyen que el rabino Samuel es un hombre que se engaña a sí mismo, que cuanto dice es mentira: esto es, que es un impostor. Y lo que es peor, que está fuera de las leyes del imperio, que es un proscrito. Yo os digo que es para perder la cabeza… ¡y mucho más!: para ver alucinaciones entre los mortales; para, hechizado por algún conjuro, sentir un terror inenarrable ante la mirada de la bestia terrible de ojos insondables y oscuros.
Al oír estas palabras, Ceteo Intila saltó del asiento.
—¡Sacadlos de aquí, sacadlos de aquí! —gritó—. ¡La bestia de ojos insondables y oscuros! ¡Sacadlos de aquí!
—¡Son ellos, son ellos! ¡No los queremos por aquí! —se oyeron los gritos de algunas mujeres que empezaron a abrirse paso a empujones hacia el presbítero y el joven Sedas.
El griterío desbordó la sala y el alboroto se trasladó a la calle. Algunos usuarios de las aguas termales se acercaron, primero curiosos, en seguida vociferantes y después dando y recibiendo golpes, pues cuantos más se agolpaban a las puertas, más crecía la escandalera.
—¡Fuera, perros! ¡Meten ideas infames en la cabeza a nuestros hijos! ¡Comen carne humana!
—¡Han endemoniado a mi mujer y a mis hijas! —gritó alguien.
El Asiarca, incapaz de imponerse, se incomodó.
—Vámonos —dijo—. Esto no es cosa nuestra. Ese Samuel no rige y todo esto no es más que un problema entre sectas, y ahora de orden público. Allá se las compongan el regidor, el alguacil y los guardas.
—Mejor será que contengas a la gente o aparecerán los soldados de la cohorte —señaló a Ceteo Intila uno de los gerontes, ya en pie, dispuesto a abandonar la sala.
El asunto había concluido.
Ceteo Intila, intimidado, mandó con un gesto a los guardas dar protección a Arquipo, Sedas y el resto, a quienes ya sacaban al patio a empujones. A codazos, consiguieron meter a Sedas en el carro. La herida de la cabeza volvía a sangrar. Evodio arreó las mulas y salió al galope; detrás quedaron Arquipo y los demás, Onésimo entre ellos, a merced de la gente que, con piedras y palos, les hizo cruzar la calle principal y los corrió ladera arriba. Las mujeres, a la cabeza, tiraban con saña, mientras los guardias contemplaban la escena riendo, pues siempre es divertido ver fuera de sí a la mujer de otro.
—¡No volváis por aquí, perros! Estamos hartos de tanta palabrería. Que no os volvamos a ver. Quemaremos tu casa, Arquipo, y la de Epafras y la de Lauda. Sabemos quienes sois… ¡Perros!
Y las voces y el silbido de las piedras fueron perdiéndose como un eco.
El grupo se ocultó entre las encinas. Una vez perdieron de vista a los perseguidores, maltrechos, jadeantes por la carrera, doloridos, aunque mejor parados de lo previsible, se sentaron sobre la hierba a resguardo de unas rocas. Guardaron silencio durante un rato para asegurarse de que ya nadie los seguía y luego se miraron unos a otros: eran seis.
—¿Os fijasteis en Romeria, la encargada gorda de las termas? ¡Reventaba de rabia! ¡Si me agarra por dónde quería, me deja listo: en condiciones de atender con donosura —dijo haciendo un ademán ridículo con la mano— el gineceo del templo de Leto!
—Las dos van a menos: la vieja diosa Leto y la gorda.
Todos se echaron a reír. Onésimo estaba irritado y atónito.
—¡Vaya, Onésimo! Siento mucho que hayas tenido que verte envuelto en este asunto. Dios Nuestro Señor te lo tendrá en cuenta. Nadie pasa penalidades por su causa sin recibir su paga…
—Arquipo, eres un hombre peligroso. Mejor será que me aleje de vosotros cuanto antes.
—Toma aliento y espera. Bajaremos a la casa de la familia de Epafras, coges una mula y te vuelves a la granja.
—¿No nos estarán esperando?
—No. Ya se les habrá pasado la excitación.
—Ahora éstos —dijo Eumelo—, legados de la circuncisión, sajadores de prepucios, se dedicarán durante una temporada a calentarle la sesera a las autoridades y a alguno de los nuestros, tratando de devolverlo de nuevo a la Ley. Acana se marchará a otra ciudad a intrigar desde la sinagoga contra la iglesia de allí; a poner las piedras y los palos en manos de los vecinos. Y de paso, si puede, a trajinar con el filo por donde no debe.
—¡No digas eso!
—¿Que no diga qué?
—Eumelo, tus referencias a la circuncisión provocan conflictos y disgustos inútiles. ¡Ya hemos hablado bastante sobre la importancia de mantener la boca cerrada! —terció Arquipo—. Esperemos a conocer el parecer de Pedro y los hermanos del Señor. ¡Ten paciencia! ¡Seamos pacientes! —Se acercó a Eumelo y le habló al oído en voz baja, aunque no tanto como para que no lo oyeran todos—: Eumelo, calla, no vaya a ser que después de tanto hablar tengas que ser, entre los gentiles, el primero de la fila para exponerte a la piedra de sílex.
—¡Por la madre de todos los dioses de la piedra que no podré soportarlo! ¡Sólo de pensarlo me miro entre las piernas y no me reconozco!
La consternación de Eumelo provocó de nuevo las carcajadas. Onésimo, que no acaba de entender qué ocurría entre aquellos idiotas que se divertían regodeándose en sus desgracias, miró a Arquipo y le preguntó:
—¿Agresiones así, a pedradas, ya han ocurrido otras veces?
—Ha habido amagos, pero no encontraban ocasión. La llegada del fariseo Acana y el joven Caleb nos anunció el momento de la prueba. Vimos que con ellos venía algo más que su inquietante figura.
—¡Ese fariseo es terrible! —intervino uno de ellos—. No parará hasta acabar con nosotros.
—Pero se enfrenta al Señor…
—El secretario, Caleb… —empezó Onésimo—. ¡Cómo se complacía desde atrás! Me han reconocido; tuve un encuentro desagradable con ellos en Atalya. Los de Galacia me avisaron: «Siempre complicándole la vida al vecino. Siempre de mal humor. Ésos no se olvidarán de ti…».
Cuando el sol alcanzó su cénit iniciaron el descenso y dieron un rodeo para llegar a la casa de los de Epafras sin entrar en la ciudad. Onésimo aparejó una mula, se despidió de Arquipo y bordeando las blancas formaciones calcáreas bajó hasta el valle. A media tarde encontró a Evodio, que volvía hacia Hierápolis en su busca. Sedas estaba bien. El amo Filemón, muy preocupado.
Más allá de Tarsis
Ya de vuelta en la granja, Onésimo contó:
—Nos hicieron correr como conejos. Estaban fuera de sí. Sigo perplejo, amo Filemón; los arrebatos de esas mujeres, excitadas por quien sabe qué bebedizo, suelen ser de gran virulencia pero breves. Eso sí, les queda un rescoldo de rencor que no hay manera de apagar. «Cuando una mujer se siente ofendida, no hay corazón más sanguinario», reconocía de sí misma Medea. Así nos lo explicó Arquipo mientras descansábamos sobre la ladera.
Onésimo le habló a Filemón del negocio de la púrpura que había apalabrado en Hierápolis. El amo, muy interesado, le escuchó sin apenas hacer preguntas. Unos días después fueron a la ciudad a conocer a Antonino Marco, el posible nuevo socio. Tras cerrar un acuerdo con él, Filemón le dijo a Onésimo:
—Así me gusta, One. Si velas de esta manera por los intereses de esta casa, ayudarás al buen nombre de la familia, a la prosperidad de todos y a tu propia seguridad futura, pues nada te faltará cuando encanezcas.
La casa de Filemón reverdecía. La granja vivía alegremente sus rutinas: Sedas estaba repuesto, Armita, embarazada, los amos, felices. Sólo había que mirar a la señora Apfia. La Varrona, su consuegra, ya no era un problema. Durante un tiempo —cuando Filemón tuvo que deshacerse del negocio de triacas y productos para hechizos y sacrificios—, al ama le dolía que se dijera, como ocurría incluso entre los suyos, que los filemonios habían sido «escogidos entre los necios del mundo», aunque fuera para confundir a los sabios. Ella, ahora, al mirar la granja y la producción de tejidos tintados, al ver cómo engordaba Armita —la belleza exultante que ponía la preñez en sus ojos, su cara sonrosada—, sabía que aquellas palabras tenían un sentido que iba más allá de lo que pudo entender en una primera reflexión: aquellas palabras de Pablo de Tarso no se referían, ni mucho menos, a que ella fuera estúpida por creer en Cristo e intentar seguir el camino que él predicaba.
Por su parte, Onésimo sentía en ocasiones que su pulso se aceleraba. A menudo la cabeza se le iba a la revuelta del camino, a la parte oculta, e intentaba recomponer con la imaginación un horizonte tantas veces contemplado y ahora difuso, que le interpelaba: «Ven y verás».
Pasaron los días de las nieves, cuando parece que nada ocurre. Los amos no participaron en las bacanales de aquel año. Sus fiestas eran otras fiestas: la casa de Filemón reunía con asiduidad a los que se saludaban con un beso y se deseaban la paz, los que banqueteaban alegremente tras los ritos de madrugada y provocaban y escandalizaban a los de la sinagoga, desatendiendo el descanso sabático y glorificando el primer día de la semana al Único, que es Padre y es Hijo y es Espíritu Santo, para confusión de aquéllos.
Poco después de las calendas de marzo, acabadas las fiestas Matronalias, llegaron noticias desde Jerusalén, celebradísimas en la casa de Filemón y que trascendieron la intimidad familiar. Onésimo sabía que Eumelo, con quien había discutido sobre la circuncisión, se iba a sentir especialmente aliviado. Así que en cuanto tuvo ocasión, se apresuró a felicitarle por tan saludables noticias.
—Eumelo, ¡se acabó el mutilarse! ¡Ahora podrás alardear de una entrepierna sin cicatrices! —le dijo.
—Y de una conciencia sin ataduras. Aunque aprecio más mi libertad que mi prepucio, Onésimo, te confieso que al pensar en la cirugía, los dientes me rechinan y parece que vayan a saltar de sus encías.
—El judío Acana se ha quedado sin trabajo…
—Quita, quita… Hace días que partió a otras sinagogas a soliviantar otros espíritus. Caleb, su secretario, permanece en Hierápolis mientras el rabí Samuel se recupera.
—Presumo que no han acabado vuestros problemas, Eumelo…
A aquellas alturas, Onésimo se sentía fuerte. El negocio textil ya estaba consolidado. Él había contribuido de forma importante a aquel ambiente optimista pues había sabido ver el mercado, sobrevolando la calle, con los ojos de un fenicio.
Un día, en aquel entorno de prosperidad, Onésimo se dirigió de buena mañana, cuando aún no había movimiento en la granja, a la mesa de trabajo del amo. Por fin había decidido hablarle. Tenía bien preparado lo que debía decir. Esperó fuera y en cuanto lo vio entrar, confiado, le dijo:
—Amo Filemón, deseo hacerte una petición. Dame la libertad que Eumates tanto deseó para sí y también para mí. A él se la prometiste, pero no la pudo disfrutar. Él desde el Hades y yo te la pedimos ahora para mí. Pagaré cualquier precio por mi manumisión.
Filemón escuchó tenso. No se esperaba aquel asalto. Aunque era hombre de maneras apacibles y amaba a Onésimo, estuvo seco.
—Onésimo, no puedo dejarte ir. Ni puedo ni debo hacerlo. Mis hijos, Sedas y Armita, se irán a Laodicea a cuidar del negocio de telares. Armita parirá aquí, junto a su madre. Luego trasladarán la casa. Onésimo, tienes que seguir en la granja. Es tu trabajo. Eres necesario aquí.
—Amo Filemón, puedo seguir trabajando.
—Onésimo, es una cuestión de orden. Te debes a esta familia. Si alimento el desorden entre la servidumbre, perjudico a toda la casa de Filemón. Además hay otra razón: tu situación aquí, la confianza que en ti depositamos, es una referencia para el resto de siervos y esclavos de la granja, y también para todo el valle. Muchos observan con desconfianza y desaprobación tanta tolerancia, me reprochan el efecto perverso que tiene en sus propias casas, pues se ven obligados a usar el látigo con sus esclavos más de la cuenta. Estas ideas que ahora te pasan por la cabeza violentan el orden, y no hay desgracia mayor que la anarquía. No estoy dispuesto a contribuir con tu manumisión al desgobierno del valle.
—Pero, amo…
—No tendría por qué darte explicaciones. No obstante perteneces a la casa de Filemón, donde las cosas no se hacen porque sí —siguió Filemón, convencido de que ya había hablado más de la cuenta—. Además, es preciso que asumas una mayor responsabilidad. El ama Apfia y yo viajaremos frecuentemente. Armita y Sedas, como te he dicho, se van. Tú te quedarás al frente. Es más, mejoraré tu paga. Quizá en unos años las circunstancias cambien y puedas disponer de un buen peculio para hacer frente a tu manumisión. Ahora no es prudente y, en cualquier caso, no te corresponde a ti determinar el momento…
—Amo Filemón, estoy dispuesto a aceptar un compromiso de no abandonar la granja…
—No insitas, Onésimo, hijo.
No insistió. La negativa de Filemón y aquella palabra —hijo— desmoralizaron a Onésimo.
—Además, ha llegado el momento de que tomes esposa. Te sacará algunos demonios de la cabeza y evitará que te entren otros. Te entregaré una joven fuerte y hermosa que sabrá portarse como una mujer y darte hijos. He visto una buena moza en Laodicea, en la tejeduría. Lo arreglaré cuanto antes. No te defraudaré, One.
Desilusionado, miraba a Filemón mientras le hablaba, sin hacerle mucho caso. El amo había cambiado. Ahora se percataba de que su atuendo no era el habitual: vestía una blanca toga romana y llevaba el pelo más corto y rizado, y un brazalete de oro en la muñeca derecha. En la cintura, por la espalda, le asomaba la empuñadura preciosa de una daga.
—¡No atiendes lo que te digo, Onésimo!
«Exigencias de su nueva vida social; se ha vuelto un falomalaké[19]. Será que ahora se remoja en las aguas tibias de casa de Antonino… Está pálido y tiene las carnes reblandecidas. ¡Allá él!», observó Onésimo.
Filemón lo despidió con palabras envueltas en aparente suavidad pero, como el tacto sobre el lomo del caballo, ásperas y duras al contrapelo. Onésimo volvió a sus tareas muy defraudado.
Al mediodía sonó el hierro para la comida. Onésimo se dirigió a su casa. Contempló aquellas paredes que todavía transpiraban el olor de Eumates. Miró al camino, hacia el lado oculto, y con los ojos llenos de lágrimas se dijo: «Iré más allá de Tarsis, pasaré las columnas de Hércules. Iré a buscar mi libertad allí donde iban los gálatas: partiré con ellos al encuentro del hombre que llega con las brumas, el que dicen que es la luz de las naciones. No me puedo quedar aquí. Me iré. ¡Debo sacudirme este yugo aunque me rompa el cuello!».
Más negocios. Más riqueza. Más poder
El hijo de Armita y Sedas nació sano y la granja se convirtió en una fiesta. Se le puso por nombre Rúbeo, pues tanto el color de su pelo como la fortuna en púrpura que consigo allegó a la casa de Filemón vinieron marcados por reflejos encarnados.
Llegó el día en que Sedas, Armita y el pequeño Rúbeo tuvieron que abandonar la granja. A la señora Apfia la partida se le hizo un mundo. Mantenía al niño en brazos y no lo soltaba. Finalmente, con buenas palabras, con caricias, Filemón consiguió serenarla.
—Mujer, están cerca. Iremos a verlos a menudo. Laodicea está aquí al lado.
Apfia no dijo nada. Luego se puso a llorar. En casa, ya a solas, Filemón le dijo:
—Apfia, querida, la partida de nuestros hijos nos da la oportunidad de purificar nuestro amor por ellos. La naturaleza lo ha previsto así: ellos crecen y se van. Nosotros los hemos preparado para eso y debemos dejarlos ir para ennoblecer más nuestro amor. Se van por las buenas o por las malas; pero algo va mal si no anhelan una guarida propia. Ahora también es, de nuevo, tiempo para nosotros, querida Apfia. ¡Anda, no llores!
No pareció quedar muy consolada pues las lágrimas aún le duraron un buen rato y la tristeza unos cuantos días.
En Laodicea el joven matrimonio fue bien recibido. Los vecinos anunciaron a los padres que habían echado las tabas al nacer el niño y que éstas decían que sería fuerte y valiente, y que cuando fuera mozo, no habría quien lo sujetara. Ocuparon una villa pequeña, con un huerto y un pozo de roldana, muy próxima al taller donde veinticuatro telares trabajaban sin descanso.
Filemón intensificó sus viajes. Se desplazaba con frecuencia a las capitales administrativas: Éfeso, Pérgamo… Al principio aquel cambio de ritmo, abandonar las rutinas de la granja, le produjo una excitación desconocida: sintió como si le hubieran devuelto el vigor de antaño.
—No puedes presentarte en el palacio del procónsul en Pérgamo con esa facha, Filemón. Con franqueza, eres lo único que desentona en esta casa… —le había dicho Antonino, su socio—. Por cierto, he contratado por una temporada al joven judío Caleb. Es experto en cuentas, muy listo. Nos ayudará: no tendrás que andar tanto arriba y abajo.
Filemón obedeció. Cambió su aspecto a los usos de la urbe. Siguió viajando pero pronto sucumbió a la hospitalidad de Domus Alba Roma, la residencia de Antonino en Hierápolis. Las estancias allí eran cada vez más dilatadas. Aquella casa era una cautivadora porción de la vida de la capital del imperio: termas propias; animadas conversaciones cotidianas sobre filosofía, viajes, curiosidades y negocios; la presencia de algunas damas escogidas; la buena mesa; los jardines; la dulce y armoniosa música frigia; las subyugantes puestas de sol sobre el valle. Las visitas frecuentes de viajeros de todo el imperio a los baños de aguas cálidas mantenían en Domus Alba Roma un intenso flujo de noticias sobre lugares lejanos, desde la India y el Nilo hasta las minas de oro de las Médulas en Hispania. Antonino Marco sabía cómo contentar a sus invitados y éstos, cómo recompensar al romano. En las casitas de abajo se acogía y educaba a jóvenes esclavas y efebos para completar los refinamientos de Alba Roma. En la casa de Antonino no había necesidad que no fuera atendida.
Por su parte, los consuegros de Filemón, Tesalio Varrón y su mujer Iliria, empujados por las habladurías sobre la fortuna dispensada por los dioses a la sociedad de púrpuras de aquél con el romano, decidieron presentarse en Laodicea para conocer a su nieto. Se aseguraron de no coincidir con los filemonios. Tras la visita, la señora Iliria palideció y se puso triste.
—Tesalio, amor mío, ese romano, socio de nuestro consuegro, te abruma con sus cualidades y te acompleja con su clase. Te habrás de conformar con retomar la amistad con Filemón, aunque sé que desearías matarlo. La envidia te rebosa; estás lleno de sueños de poder, pero te falta voluntad y se te duerme la mano de tanto apretar la empuñadura de tu daga sin sacarla. ¡Eres una calamidad, Tesalio! Filemón te regaló los ungüentos y se te han podrido sobre los estantes. Ya nadie los usa, salvo cuatro brujas. ¡¿Cómo pretendes que los dioses te llenen la bolsa si desprecias a sus sacerdotes y sus oráculos, si no les facilitas drogas?! Con tu indolencia has contribuido al desinterés de Apolo por nuestra casa. Pero yo te meteré en Alba Roma, Tesalio, amor mío… Tú no puedes, pero yo sí.
Las noticias del resentimiento de la Varrona que los siervos dejaron caer por la granja de Colosas regocijaron a la abuela Apfia y afilaron su lengua:
—Ésa parió a Sedas, pero desde entonces no ha parido más que insidias y resentimiento —dijo. «¡Añorará el vigor de Tesalio, que es un pobre hombre!», pensaba para sí con desprecio.
Toda la granja lo percibió: algo se había ido deteriorando desde que el amo andaba con tinte colorado entre las uñas y frecuentaba los ambientes cultivados de Hierápolis. Los negocios habían llenado su cabeza de raras ansiedades y vaciado su corazón de afectos. Dejó de frecuentar las viejas amistades. Urdía tejemanejes. Más negocios. Más riqueza. Más poder. Ahora su vida estaba en Domus Alba Roma. La señora Apfia y el amo Filemón se distanciaban.
Las desdichas de Alis[20]
Sedas salía de casa de buena mañana a atender los telares; también solía viajar a Afrodisias y a los puertos de Mileto. Las ausencias del marido y el trajín de las tareas domésticas facilitaron las relaciones de Armita con Alis, su vecina, que estaba encinta, esperaba para mediados de mayo y hacía meses que no veía a su esposo. Vivía con su suegra, Bardemia, mujer de trato áspero y de imposible confidencia, por lo que aquellos ratos de soledad compartida entre las jóvenes esposas afianzaron una amistad íntima. Un día Alis recibió una escueta y fría carta de su marido desde Alejandría. No le hablaba de una vuelta próxima. «Me acuerdo de ti», le decía. También le indicaba que en el caso de que pariera una hembra, la expusiera. Alis se sintió morir.
—Alégrate, Alis; llevas un varón fuerte en tu vientre, hijo de mi Hilarión —le dijo la suegra.
—Cantaré para que Bardemia escuche cómo rebosa mi corazón de alegría.
—Eso es lo que debes hacer, hija. Y menos caras largas.
Pero la voz de Alis no se oía. La tristeza y la soledad habían hecho su trabajo.
La señora Apfia tuvo noticias de la inminencia del parto de Alis. Armita sufría con los silencios de aquella casa, y con el aspecto mustio y huidizo de su amiga. Bardemia velaba para que se cumpliera el decreto del hombre: «Si es hembra, la expones».
—No dejaré morir a mi niña —le confesó un día Alis.
—Nosotras la cuidaremos para ti.
—Hablad con la partera —le suplicó.
—No te preocupes. Ya lo arreglaremos.
Apfia, Armita y Sedas hablaron con Filemón en presencia del presbítero Arquipo.
—Si tú estás decidida, Apfia, yo no tengo inconveniente —le dijo Filemón mientras (o quizá precisamente por eso) volvían a mirarse como antes.
—¿Tú que opinas, Arquipo?
—Siempre es la vida la que se resiente. Primero la de los más débiles: los nacidos indeseados, expuestos. También la de los padres ancianos y enfermos, abandonados por los hijos a su suerte. La de los esclavos acabados, inútiles, enviados a morir al templo de Esculapio; y los malheridos, rematados tras la batalla…
—Hay que encontrar una solución —apuntó Sedas.
—Es cierto, Sedas. Hay que encontrar una solución, pues se trata del amor a la vida. Ésta es la obra de Dios.
—Onésimo nos ayudará. Él sobrevivió a su exposición.
Llegó el día del parto de Alis y nació una hembra de buen tamaño, envuelta en grasa y sangre. La madre, exhausta y aturdida, volvió la cara llorando cuando escuchó: una hembra.
Mientras Bardemia se hacía cargo de la primeriza, la criatura boqueaba sobre un saco de esparto intentando agarrarse al aire de la vida. La partera se enjuagó las manos y salió al corral con el fardo.
—Dame eso —le ordenó Onésimo.
—Está muerta.
—No, aún boquea. Dámela y calla.
—No aguantará.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Onésimo, al ver como ella pasaba el cordón sanguinolento por el cuello de la criatura.
—Es mejor que la ahogue.
—Ni se te ocurra. —Le acercó el puño cerrado a la cara.
—Bueno, pues dame algo por ella.
—¿Ahora vas a comerciar con carne?
—Le diré al ama que te la has llevado.
—Dile que me la he llevado viva y te matará a ti.
Arrancó la criatura de las manos de la partera y salió corriendo con ella en brazos; con el zarandeo de la carrera, la niña se echó a llorar.
—¿Te has deshecho de la hembra?
—Sí, ama Bardemia.
«Con el tiempo —pensó para sí la partera—, se podrá sacar algún beneficio de esta gente tierna y sentimental…».
Armita dejó la casa de Laodicea y se trasladó con Rúbeo a la granja para criar a la niña. La presencia de Nisa, como llamó el ama a la criatura en cuanto la tuvo en sus brazos, provocó un gran revuelo en la casa de Filemón.
—Pero ¿qué vas a hacer? —preguntó Filemón a Armita, al ver cómo arrebataba la niña a Apfia y se la acoplaba a su pecho allí mismo, ante toda la concurrencia, sin ni siquiera tomar asiento.
—¿No la ves? Está desfallecida… Le prometí a su madre que yo misma la criaría, y si un día debe volver con ella, será bien hermosa…
—¡Qué dices! Acaso sabrás tú de donde… —interrumpió Filemón, queriendo arreglar aquel desliz que podía comprometer a Alis ante Bardemia, la suegra, y el esposo ausente.
Filemón llamó aparte a Onésimo para decirle:
—Atenderás con Sedas los telares. Yo salgo hacia Éfeso.
La noticia sobre Nisa le llegó a Iliria Varrona directamente desde la granja. Inmediatamente se reunió con Celestia, que se consumía en su esterilidad y por su impotencia para librar a Ceteo, su esposo, del terror a los oscuros ojos de Equidna durante las noches.
—La habrán secuestrado para destinarla a los ritos de la secta de los filemonios —dijo Celestia.
—Es posible. Se dice que beben sangre y comen carne humana, aunque no sé… ¡Qué horror! Apfia es odiosa, pero no la veo yo engullendo el bracito crudo de un niño…
—Pues puede parecer mentira…, pero hay quien jura por los dioses haberles oído decir: «Bebed todos de esta copa en la que hay sangre», y se la pasan unos a otros y beben… Y también dicen: «Comed de este cuerpo que es mi carne», y después se les ve saciados y satisfechos.
—Creo que quien sabe de estas cosas es ese guapo judío llamado Caleb —apuntó la Varrona—. Deberíamos preguntarle.
—Ve tú, Iliria —se excusó Celestia—. Yo ya tuve bastante de esa gente.
—¿De verdad es hija de Alis? Si llega a oídos de Bardemia… Compadezco a la muchacha.
Las aclaraciones de Caleb
La Varrona y sus amigas, todas ellas mujeres principales de Hierápolis, fueron en busca de Caleb. En casa del rabino Samuel, junto a la sinagoga, les dieron razón de su paradero:
—Mísol, ¿cómo está Samuel? Hemos venido a interesarnos por su salud y ofrecerte nuestra ayuda si necesitas algo.
—Sigue indispuesto. No sé; quizá necesite algo más de reposo… Gracias por vuestro interés.
—¿Está en casa el joven Caleb? Nos gustaría preguntarle algo acerca de la secta que se ha instalado en el valle…
—Le diré que habéis venido.
El joven judío las convocó al día siguiente allí mismo. Les hablaría de su tema favorito.
—Esa secta conduce a la perversión del hombre y a su degradación —empezó, y pasó a explicarles cómo intentaban destruir la familia—: Al prohibir el divorcio, privan al varón de la autoridad para sujetar a la mujer y socavan su poder sobre los hijos… Además, pretenden reducir la vida sexual a la pura reproducción.
—¡Qué horror! Pero… ¡eso es imposible! ¡Qué vida más aburrida!
—Incluso predican la aceptación de la injusticia como norma, aun a riesgo de perder la hacienda: «Al que te quita la capa —dicen—, le das también el manto. Si te golpean en una mejilla, pones además la otra…». ¡El hombre sin orgullo, el desprecio por la justicia!
—Ningún hombre en su sano juicio admitiría tales…
—Son los malos espíritus, los demonios, quienes anidan en ellos —explicó Caleb—. Corrompen cuanto tocan.
—Debemos hacer algo ante esta amenaza. Atraerán la desdicha sobre la ciudad —intervino Celestia—. ¿Qué podemos hacer?
—El fuego purifica. El fuego expresa ante el Todopoderoso vuestra voluntad de devolver a la ciudad el orden y la paz perdida. Ofreced una oblación…
—Eso es… ¡el fuego! —exclamó otra—, el fuego que purifique y ahuyente los espíritus…
—Por vuestros hijos debéis desenmascararlos —insistió Caleb—. Corred la voz entre el pueblo del peligro que supone su presencia. Echadlos del valle. Arrojadlos fuera de las ciudades, de vuestros templos, de vuestros ambientes, de los negocios, de vuestras calles, de vuestras casas, o de lo contrario lo emponzoñarán todo. Que sientan el miedo, la soledad y el vacío. Es lo mejor que podéis hacer. Ni el imperio los admite, ni el Altísimo a quien sirvo desde mi infancia.
—Ahora me explico que beban sangre y secuestren niños…
La Varrona tomó nota de lo que había dicho Caleb acerca de los negocios y se apresuró a difundir la peligrosidad de los filemonios y su secta por las proximidades de Domus Alba Roma: «Sabes, Filemón parecía un buen hombre, pero es de esa secta…» «Apfia, tan amable, de repente se ha hecho de esos que secuestran niños y los sacrifican…». «Vosotras, que sois del círculo de Antonino, ¿sabéis que Filemón…? Yo creo que son cosas que Antonino debería saber…».
Celestia informó a su esposo: «En Laodicea han secuestrado a una niña recién nacida para sus rituales. Las matan y después beben su sangre. Debes impedirlo».
En algunos corros, vecinos alarmados por tan inconcebibles testimonios hablaban de la tristeza y desesperación de la muchacha de Laodicea. Todos, sin acabar de atreverse, señalaban a la familia de Filemón de Colosas como causa de sus desdichas.
—¿Y dices que a la joven le han quitado a la hija? ¿Y cómo no lo ha denunciado?
—Pues seguramente porque no era hija de su esposo. Hilarión lleva mucho tiempo fuera…
—¡Ah! Ahora lo entiendo…
—Nadie sabía que estaba encinta; no salía de casa. Pero ahora la niña ha aparecido. Alis se ha enterado de quién la tiene y vive desconsolada pensando que van a sacrificarla a un dios. Creo que sus propios vecinos…
Mientras Armita criaba a Rúbeo y a Nisa en la granja de Colosas, Onésimo se instaló con Sedas en la casa de Laodicea. Una tarde, a la vuelta del taller, se pusieron a hablar en el huerto.
—¿Qué será de Alis? —se preguntaba Onésimo en voz alta—. La casa sigue cerrada. Desde que estamos aquí no hemos visto a nadie.
—Una mujer que hacía las compras en el mercado para la señora Bardemia dijo que Alis al principio no salía de su habitación; se pasaba las horas tejiendo.
—¿Y Bardemia?… ¿Hilarión, el marido de Alis, volvió?
—De Hilarión no hay ni rastro, ni una noticia, y por lo visto la vieja Bardemia se alegró lo indecible al saber cómo se había vuelto en contra nuestra todo este asunto…
En esto estaban cuando vieron la columna de humo que se alzaba frente a ellos.
—¡Es el almacén de madejas y tejidos! ¡Vamos, Sedas, vamos!
Las autoridades del valle, por deferencia a Antonino, copropietario del negocio siniestrado, cedieron a sus mejores hombres para ayudar en la investigación del incendio, pero no encontraron pistas ni sospechosos. Tampoco se encontraron motivos para que nadie en toda la región quisiera perjudicar a Antonino, un romano de la nobleza que favorecía con largueza al pueblo, incluso a regiones enteras de Frigia y de Lidia.
Ante la falta de explicaciones lógicas y convincentes, pronto circuló por Hierápolis, y luego por toda la comarca, la historia de que Hefesto había puesto una brasa de su forja sobre la rubia y el lino como castigo por la impiedad de Filemón.
La fragilidad al descubierto
A su vuelta de Éfeso, Filemón, enterado del suceso, se instaló en Alba Roma antes de proseguir camino hacia Colosas.
—Últimamente se habla mucho de vosotros, Filemón —le comentó Antonino—. ¿Quién se inventa tales cosas sobre vuestros ritos y costumbres? Le he preguntado a Caleb…
—Caleb odia todo lo que yo creo y represento. No es precisamente la mejor fuente…
—Sólo me transmitió lo que se dice.
—Antonino, al informarte, Caleb hizo lo que de él se esperaba: seguir esparciendo la insidia sobre nosotros. Sus palabras son las briznas que acaban desencadenando los incendios…
—¡No exageres, Filemón! No puedes establecer una relación así. Acusas sin pruebas. Juzgas las intenciones. Dejando de lado las infamias sobre antropofagia, todas esas historias en las que tú crees también son verdaderas atrocidades, Filemón. Se pueden tolerar mientras se llevan de forma discreta, pero al seguidor de semejantes fantasías se le mira con recelo y como sospechoso de conjuras. Así que te advierto: no alardees con estos discursos. Tú tienes relevancia pública. No ayudan a los negocios y tampoco fomentan la amistad.
—Antonino, siempre he sido leal contigo. He hablado de todo esto en confidencia porque hemos compartido cuanto de bueno ha pasado por nuestras vidas. También mi esperanza en la venida de Cristo es un tesoro que he querido compartir…
—Ningún romano, querido Filemón, reconocerá en un tétrico leño ensangrentado del que cuelga un apestado la enseña de un invicto. Hay que estar muy corrompido por la superstición o por el extracto de la adormidera para sucumbir al espanto de una imagen tan bestial.
—No es la imagen. Es la carne. Es el hombre. Es la realidad de la injusticia, del dolor y de la muerte que redime, que libera de la injusticia, del dolor y de la muerte.
—¡No digas despropósitos, Filemón! Tuve ocasión de escuchar al tal Pablo de Tarso en Éfeso hablar de esa ignominia. Un dios que no ayuda a los vivos que lo necesitan, ni siquiera al que se declara su propio hijo, que agoniza humillado en una cruz; y, en cambio, ayuda a los que ya no lo necesitan: una nueva vida a los muertos… ¡Por todos los dioses, ciertamente es la locura!… ¡Un dios crucificado!; expresión de cuanto los hombres repugnan: la injusticia, el sufrimiento, la muerte…
—Ese hombre agonizante es poder y sabiduría de Dios para los llamados… —quiso explicar Filemón.
—Eso es retórica infecta. Cuando son necesarias unas cualidades especiales para entender, cuando es preciso soportar un proceso iniciático para acceder a los «divinos misterios», se suele acabar con haciendas de viudas esquilmadas, y ruina y saqueo de incautos, que la autoridad debe perseguir…
—La injusticia, el dolor y la muerte no son la respuesta. Es lo que somos, aunque tú y yo lo disimulemos y lo ignoremos dentro de Alba Roma. Es lo que tenemos, aunque lo ocultemos. La respuesta está en Él, a quien Dios resucitó.
—¡Deshonráis lo que los dioses honran! ¡Insultáis el sentido común! ¡Los dioses no son idiotas! Inspiran su sabiduría al pueblo, que anhela la belleza, la alegría y el placer. Ves a la gente embelesada ante la majestad de los templos, disfrutando en el circo, de la vida sencilla y feliz; ciudadanos conformados y tranquilos porque se sienten protegidos por la ley, reflejo de la divina vida doméstica capitolina, del orden establecido en el Olimpo.
—Antonino, planeas como una rapaz sobre el corazón del hombre, incluso sobre el tuyo propio, sin atreverte a descender. Ni siquiera te atreves a mirar. ¡El pueblo y la vida feliz! ¿Con quién te crees que estás hablando? ¿Te parece que soy un ángel que acabo de llegar a la tierra? ¡El pueblo y la vida feliz! ¡Sólo tienes que recordar cómo te temblaban las piernas al levantarte tras la última borrachera! Tú mismo me confesaste sentir lástima, por una vez en tu vida, de la pobre mujer que yacía como un despojo, aterrorizada, en tu lecho. Yo estaba allí. ¿Qué nos ocurrió aquellos días en Alba Roma? ¡El pueblo…! Tú, como yo, como el pueblo, vives entre la inmundicia que entre todos generamos. Al que es puro se le empuja a la corrupción. Se retiene al que intenta salir. Luego se busca un culpable: el Colgado, como le llamas, el desgobierno general o el furor desbocado de Dioniso. Cualquier cosa que desvíe la atención de la propia responsabilidad y vergüenza.
El romano escuchaba, sorprendido por la vehemencia de Filemón.
—Todo lo creado, obra de sus manos, habla de Él y de sus leyes, pues es un reflejo de su poder. Y nosotros, criaturas suyas, llevamos también su ley como un sello en el alma. ¡Un destello de esa ley fue capaz de hacerte sonrojar y sentir lástima una vez! En el momento oportuno, Cristo, resucitado, nos ha facilitado una manera de vivir que es un anticipo de la vida eterna con Dios. Es la ley del amor de Dios. Si hemos cometido torpezas, Él ha pagado por nosotros. El desorden que hemos provocado en la naturaleza con nuestros pecados, Él lo ha restaurado.
—Con respecto a lo de la vida feliz del pueblo y que yo siga en las nubes quizá tengas razón —intervino Antonino—, pero ni el pueblo se merece mucho ni yo tengo ganas de amarguras. Filemón, será mejor que no te prodigues. Además, tú mismo te encuentras a gusto en Alba Roma. Ésta es tu casa, tu lugar. No me pongas ahora mala cara, Filemón, como esos que andan todo el día diciendo a los demás qué deben hacer y qué no. Me aburre esa oratoria. Aquí estás feliz y se te nota. Disfrutas de la amistad, de la conversación inteligente, del ingenio, como querías, y encontrarás tanto amor como desees; aunque no de aquel empalagoso del que me venías hablando últimamente, con Apfia y con tu fastidiosa familia… Por cierto ¿qué ha sido de ese esclavo espabilado, Onésimo? ¡Anda! No hablemos más. Vamos a la terraza. Se está poniendo el sol y hoy viene gente de la Acaya a visitarnos.
Un marasmo atrapó a Filemón, y él se dejó llevar. Recostado, contemplaba el declive de la tarde mientras los esclavos preparaban una mesa con frutas, vasos y jarras de vino. Entristecido y absorto, sin encontrar el modo de acomodarse, pensó en la conversación que acaba de mantener: «Es la aspereza de los triclinios, hechos para otras anatomías. Mis posturas me delatan. Las palabras que pronuncio parecen arena seca. ¿Estaría mejor sentado en un taburete? ¡Esta desazón! Pero son muchos los intereses, los compromisos contraídos…».
Llegaron los invitados. Los saludos eufóricos de ayer se habían vuelto simplemente corteses. La gente le eludía en las conversaciones. Filemón volvió a sentirse incómodo ante algunas procacidades. No podía pasear la vista con tranquilidad por el jardín. Ni reír ciertas gracias. Ni hacer aquel ademán de complicidad de antaño… Estaba de más allí.
Fue a despedirse de Antonino. Temía por lo que pudiera suceder en su propia casa.
—Cabalgaré de noche. Quiero volver a Colosas, a la granja, cuanto antes. Mañana inspeccionaré con Sedas lo que haya podido salvarse…
—Mira, Filemón, piensa si te interesa seguir en este negocio. Ahora puedo darte un buen dinero. Mañana no sé.
Aquello era una clara invitación a disolver la sociedad. Su vida en Domus Alba Roma había terminado.