ONÉSIMO: ANSIAS DE LIBERTAD
Puerto de Atalya
Onésimo llegó con los carros al puerto de Atalya antes de la primera luna de marzo, cuando las naves aún no habían iniciado sus cabotajes. Procuraba ser el primero en ocupar plaza de estiba en las logias del muelle de poniente.
Filemón de Colosas, su dueño, era persona avispada en los negocios. Por alguna razón incomprensible, había puesto en manos de Onésimo el éxito de aquella empresa en ese año singular, una temporada comercial decisiva que exigía una atención muy cuidadosa: el amo casaba a su hija Armita con el joven Sedas, hijo de Tesalio Varrón. La boda suponía arrancar una buena parte del patrimonio para la dote, y las partidas de vino en botas de badana, los lotes de carne salada de ciervos cazados en los bosques de Pisidia y de novillos de los rebaños propios, las alfombras de lana, tejidas con hilos de fibras tintadas, púrpura y terracota, añil y verde; la partida de lámparas de cobre, los esmaltes varios y las esencias de rosa y lavanda de los soleados campos que descansan sobre las ladera del Tauro para los puertos de Siria y Alejandría suponían —en tales cantidades— un riesgo comercial desmedido. «Demasiada responsabilidad —pensaba Onésimo—, pero el amo no perderá de vista a su Armita ni un día mientras la tenga en casa…».
La casa de Filemón de Colosas no quebraría por un contratiempo, pero no podía tambalearse frente a sus consuegros, estirados y picajosos. Gente de Hierápolis. Por eso el amo Filemón había exigido a Onésimo una atención especial y gastó dinero en protección para el camino. Su fortuna ya había sufrido una mordida importante cuando decidió, después de muchos dolores de cabeza, abandonar el negocio de las medicinas y los ungüentos. Fue el padre del amo Filemón quien se inició en los misterios de la mandrágora, la amapola y el jacinto, y los poderes benéficos que despliegan cuando se sabe administrar los jarabes. Pero aquellas plantas mágicas, que habían demostrado su eficacia para proporcionar placeres imposibles, feliz fecundidad a las estériles, alivio en la cirugía, remedios útiles para los enfermos, eran incompatibles con su nueva vida. Pocos años antes había dejado decididamente en manos de Tesalio Varrón y su familia la exclusiva de tan productivo negocio «por un escrúpulo moral que parecía le había venido de repente», como se decía por la ciudad. Pero no le reveló ni una sola indicación sobre las ceremonias y evocaciones de extracción, ni los conjuros y sortilegios precisos para administrarlos: «Ve a Éfeso, busca en el altar de Hécate, señora de la jauría del Hades, en el templo de Artemisa; ella te dará la ciencia que precisas», fue todo lo que le dijo Filemón a Tesalio Varrón.
Apfia, el ama, al principio no lo entendió. Inexplicable y absurda actitud la de su esposo Filemón. Le perdonaba a él, pero no podía digerir que los frutos del negocio fueran a engrosar las despensas de la desvergonzada Iliria Varrona; a fin de cuentas, una hetaira que presumía de la promiscuidad de su esposo quien, por hombre, necesitaba de cuatro como ella, según le mentía sin el más mínimo rubor. Se lo repetía de tarde en tarde, enfatizando, y Apfia se salía de sus casillas: «Ahora será ésa la que se relama con las pócimas de excitación erótica. Mandrágora de Circe. Puta». Entonces no podía sospechar que acabaría teniéndola por consuegra.
Los amos de Onésimo no habían sido los únicos que tuvieron que cambiar muchos hábitos y despojarse de muchas cosas desde que Epafras, al volver a casa, les habló de Pablo y del Señor Jesús, del Crucificado. Él lo había notado. Desde entonces, las cosas en casa de Filemón se hacían de otra manera.
Onésimo sufría ante tanta responsabilidad. Aquel encargo le venía grande. O al menos así se lo parecía: seis carros de cuatro ruedas, con tiro de cuatro pencos, eran muchos carros, muchos caballos y mucha moneda que proteger. Además, debía asegurar las cargas contratadas en Galacia y que aún tenían que llegar para incorporarse a la expedición para Cesarea. Y, por si fuera poco, contratar el trasporte de vuelta a casa con mercancías para Laodicea, Hierápolis y otras villas y aldeas de la Caria y Frigia. Y de vuelta, dos carros más que a la ida, con telas preciosas tejidas con hilos finísimos de más allá de las tierras del Éufrates. Todos esperaban con ansiedad el sándalo, el incienso, paños, sedas y semillas de cereales de las tierras junto al Nilo, así como las noticias de Roma, de Alejandría, Jerusalén y Antioquía, y sobre todo las novedades que de boca de los marineros llegaban de Tarsis y los pueblos próximos a las columnas de Hércules. Pero él llevaría los carros de vuelta. Tenía que demostrarse que podía con cuanto le echaran a la espalda, convencer al amo de que aún podía llegar a más y darle una alegría a Eumates, su padre, que siempre había confiado en él, en sus arrestos para no encogerse ante una dificultad.
Hacia mediados de febrero decayeron los vientos fríos, afilados y penetrantes del Tauro; la suavidad de los aires vespertinos se dejaron sentir más suaves, con un empuje sostenido que excitaba la impaciencia para hacerse a la mar. Al decir de los marineros se avecinaban buenos días para la navegación porque el vaivén ordenado de las brisas presagiaba vientos de bonanza. Pero era prudente esperar la llegada de las primeras naves imperiales desde Chipre y Seleucia: daban cuenta de la seguridad en las travesías.
Poseidón estaba de enhorabuena pues Eolo peinaba con tacto la superficie del mar.
Gálatas errantes
La taberna estaba siempre llena de gente. El vocerío dificultaba la conversación posible, chapurreada en un griego que todos entendían. Onésimo se aproximó a un grupo de hombres concentrados sobre un trozo de papiro.
—¿Qué leéis? —preguntó intrigado.
—Notas familiares. Toma, lee, quizá te sea útil lo que dice…
Onésimo se encontró ante un escrito de caracteres confusos y trazos débiles.
—¡Bah! No es griego ni frigio. Te burlas de mí…
—Eres entrometido… ¿Quién te enseñó a leer?
—Apfia, la señora de la granja.
—¿Ella sabe leer?
—Lee y escribe. Apunta números y calcula. Aquilata la plata de los sestercios y los dracmas que se reciben en la casa y anota cuanto gasta. Es una sabia administradora.
—Es la lengua de nuestros antepasados —respondió uno de ellos, divertido.
—¿Quiénes sois? Yo me llamo Onésimo. Soy capataz de la casa de Filemón de Colosas.
—Entonces serán para ti las mercancías que traemos.
—Os esperaba —confirmó Onésimo.
—Somos tres familias de galos que esperamos embarcar hasta la Itálica y seguir nuestro camino en paz hasta descansar en las campas de nuestros antepasados. Mi nombre es Anteatés, de la tribu de los pictones que habitaron las riberas del Liger, un río ancho y manso. Ellos —señaló a sus compañeros— son senones, de los valles entre el Sequana y el Matroma.
—¿Puedo sentarme con vosotros? —preguntó Onésimo—. ¿Por qué dejáis vuestras casas? ¿Contendéis con los vecinos? ¿Tuvisteis malas cosechas?
—Anda, siéntate y come algo. Preguntas mucho.
Se hizo un hueco entre ellos sobre el banco de madera, largo y ancho, un tronco de una pieza a prueba de las frecuentes reyertas a causa del orden del pasaje, y se dispuso a comer de la olla que acaban de servir.
—Yo pagaré mi comida, amigos gálatas.
—Eso seguro.
Se aplicó de inmediato al puchero sin dejar de mirar de reojo a los tres galos. Observaba con curiosidad la barba rubia de uno de ellos, la altura de otro, que sobresalía una cabeza, la palidez de los rostros de todos, los ojos claros. Su parar jovial y distendido contrastaba con fuerza con la manera adusta y taciturna que acompaña a los hombres de Lycia y Frigia.
—¿Ya no quieres saber? —le preguntó uno, entretenido, viéndole comer.
—La sabiduría puede esperar, no se enfría.
—Y tú, Onésimo, ¿también vas a embarcar?
—No. Recogeré mercancías procedentes de varios puertos y después entregaré la carga en distintas ciudades. Conduzco una caravana de varias carretas.
—Tenemos cuatro mulas y dos tiros de bueyes que vender. Puedes conseguirlos a buen precio.
—Los veré. Ahora decidme de qué huís.
Anteatés llenó de vino los vasos de sus compañeros, adelantó el brazo hacia el de Onésimo —aún se relamía con los posos de la olla—, y le llenó el cuenco. Él se quedó la jarra. Dio un trago largo y dijo:
—Todas las naciones inesperadamente se han vuelto impacientes. Se agitan. Se percibe entre los nuestros y cuando visitas los pueblos vecinos. Sabemos que es un presagio. Los druidas nos aseguran que las runas se muestran inequívocas: esta impaciencia anuncia que se ha abierto una brecha en el imperio.
—¿Son acaso los vaticinios de vuestros druidas más certeros que el oráculo de Apolo en Dídima, que aseguró una dilatada época de paz? ¿Quién provocará esa ruptura y desafiará la voluntad de los dioses?
—De verdad, nadie lo sabe; aunque hay una nueva secta que asegura que él ya está entre nosotros. Se trata de un hijo de los dioses y es aquel que todos esperan.
—Corréis un gran riesgo con este viaje —replicó Onésimo—. El mar es veleidoso como el corazón de una mujer, poblado de nereidas[5], oceánides[6] y otras criaturas a las que Poseidón apenas puede contener. Y no tenéis ninguna seguridad de qué vais a encontrar al final del trayecto. ¿Seguro que os compensa tanto esfuerzo?
—Vamos a las tierras de nuestros antepasados. Los augures muestran que aquel que esperamos se ha hecho presente allí y viene a devolver el esplendor a los pueblos. Nos dicen que el hombre que llega con las brumas de las islas del norte es la luz de las naciones. Es mejor salir a su encuentro allá donde esté, que esperar lánguidamente sobre tierra ajena. Aquí, nuestros cantos en las aldeas se han vuelto melancólicos.
—Desde la muerte de nuestro rey —intervino otro—, abandonamos poco a poco el culto debido a nuestros dioses, celosos cuidadores de la vida de la naturaleza, y ellos, ayunos de nuestros sacrificios, perdieron su vigor y se sometieron al poder capitolino. Nosotros perdimos su favor y ahora el Olimpo nos desprecia. Nos quedamos a merced del destino, de la magia. Estábamos solos. Comprendimos que entre los montes capadocios nuestras posibilidades de encontrar respuestas se habían esfumado: ya no había elección posible. Desde entonces no sabemos a qué atenernos. Hemos perdido la libertad.
—Ofendéis a los dioses. Sólo los esclavos no tienen libertad. Todos pensamos que los dioses nos darán las respuestas y al fin encontraremos lo que buscamos; pero, bien mirado, esto es sólo una ilusión que los mismos dioses nos inspiran para sujetarnos, expectantes, en vilo, a su merced, no sea que les olvidemos como vosotros hicisteis.
—Calla, joven Onésimo, déjame seguir. ¡Qué sabrás tú de nuestros dioses!
—Sigue, sigue, pero sirve más vino.
—De pronto la vida alrededor empezó a agitarse de nuevo. Vinieron a hablarnos de todas partes: judíos, filósofos paseantes, legionarios fieles de Mitra, de Isis, de Cibeles. Un día aparecieron por allí dos caminantes agotados, uno de ellos muy enfermo. Nos pidieron hospitalidad, pues el enfermo necesitaba reponerse. Tenía las fiebres de los pantanos. Se llamaba Saulo; el otro, Bernabé. Ambos eran judíos.
Se fue haciendo el silencio en la taberna sin aparente explicación, hasta que el fragor de los gritos de la muchedumbre en el exterior obligó a abandonar mesas y jarras: acababa de sonar el cuerno que anuncia el avistamiento de la nave del pretor. La mar quedaba abierta.
Aún no se veía la nave desde el muelle. Volvieron a sus asientos y reanudaron la conversación:
—Como te decía, el tal Saulo llegó enfermo a nuestras tierras. En cuanto las fiebres remitieron predicó con denuedo. Hablaba una y otra vez de un resucitado de entre los muertos gracias al favor de los dioses, un hombre que había sido crucificado a las puertas de Jerusalén por las acusaciones que de él hicieron los habitantes de aquella ciudad sagrada. Saulo aseguraba que ese hombre había ganado en la cruz la libertad para todos. «Pagó con su muerte el precio de nuestra inmortalidad», decía. ¡Paradojas y acertijos incomprensibles! A los judíos, y sobre todo a los prosélitos y simpatizantes, les urgía a que se olvidaran de las costumbres antiguas. Cuando le hablaban del respeto a la Ley de Moisés, de la circuncisión, se descomponía: «¡Qué se mutilen ellos! —decía con enfado—. No permitáis que el prepucio os obligue: ¡daos enteros a Cristo Nuestro Señor!». A propósito de estas y otras cuestiones, los judíos que allí vivían se enzarzaban con él en contiendas interminables que solían acabar a palos y piedras.
—Ese Saulo se hizo querer —terció otro—. Nosotros lo tratamos con afecto y nos compadecimos de sus dolores, y él supo ser agradecido. Decía que hasta nuestros mismos ojos nos hubiéramos arrancado para dárselos a él, y se emocionaba al recordarlo. Su gratitud nos conquistó. Así pues, muchos han adoptado sus enseñanzas y viven esperando la venida de su Dios.
—¿A vosotros no os convenció?
—Cuando algunos exaltados de la sinagoga empezaron a acosar a los seguidores de Saulo, a instigar a las autoridades romanas a que los castigaran por réprobos y antisociales, y a darles de palos, convocamos nuestra asamblea: «Estamos hartos de tanta confusión —dijimos—. ¡Que se maten entre ellos: entre el Moisés y el Cristo, y vosotros!, ¡vivid en paz!», nos dijeron nuestros ancianos.
»En fin —suspiró el gálata—. Ahora hemos sido reclamados a la tierra de nuestros mayores para proporcionar a los dioses el culto que aquí les negamos; abandonamos nuestras casas y campos con un desgarro. Adonde vamos tenemos intercesores: nuestros druidas, que elaboran los productos que alivian el dolor y liberan de la muerte. Allí, las tribus vivieron enfrentadas durante generaciones, pero ahora hay paz. Los dioses de la guerra duermen, o quizá Augusto los venció para siempre. En cualquier caso, llegaremos y ofreceremos sacrificios antes de que despierten y renueven sus odios: nuestros dioses también se detestan y su furor siempre acaba sembrando los frutos de la discordia entre nosotros los mortales.
—Y ¿qué será de los que se han quedado?
—Muchos tienen ahora a Deméter por madre: que en ella encuentren protección. Otros nos han dicho: «¡Ojalá este viaje no sea para vosotros causa de una frustración mayor!». Nos despidieron llorando e invocando la protección de Dios, a quien llaman Cristo, y nos pidieron encarecidamente que les hiciéramos llegar noticias nuestras.
—A Colosas también llegaron noticias de esa secta. Sin duda es un asunto que consigue enfurecer a los devotos de la Ley de Moisés y sus prosélitos en cuanto se menciona.
Alguien irrumpió en la taberna y de nuevo el griterío se intensificó. Todos salieron; ya se adivinaba la vela.
—¡Amigos! —exclamó Onésimo—. Preparémonos. Me quedaré con el carro, los bueyes y las acémilas; tomad el pago y dadme vuestro recibo. Antes de embarcar, sacrifiquemos a los dioses para que os guarden en la travesía. Que Hermes os guíe y encontréis el descanso en vuestro destino.
La vela flameó y los remos emergieron para la maniobra. Las gentes vitorearon la llegada del navío dando gracias a los dioses por la nueva temporada marinera, mientras una decuria de legionarios se adelantaba a recibir la nave.
—En cuanto desembarquemos, consigue caballerías —le indicó Acana Barsebá al joven Caleb, que observaba las maniobras de atraque—. Necesitamos al menos un caballo y dos mulas. Mira esas gentes, parece que van a embarcar. Pregunta qué han hecho con sus transportes.
Caleb puso los pies en tierra y se dirigió hacia el grupo de gálatas. Uno de ellos, el más alto, manipulaba algunos bultos.
—¿Vais a embarcar? ¿Disponéis de caballerías para vender? —le preguntó Caleb.
—Ya no, joven. Hemos vendido todo. Ve a las cuadras públicas; aquí en los muelles nadie conserva sus mulas…
Caleb informó a Acana y ambos salieron hacia los corrales.
—La cohorte ha requisado todas las mulas y los caballos disponibles —les informaron—. Sólo han dejado este pollino. Tendréis que esperar una nueva remesa o la llegada de más viajeros; como mucho serán siete días… Quizá, si pagáis bien, alguien quiera venderos su mula, pero en estos casos el precio suele ser elevado. Yo mismo…
Defraudados, volvieron hacia el grupo de gálatas.
—¿A quien vendisteis vuestras caballerías? —insistió Caleb.
—Pregunta por Onésimo de Colosas. Mira, es aquél.
Onésimo, junto a los carros, atendía la estiba de las mercancías.
—Necesitamos tres de tus mulas. Estamos dispuestos a pagarte un precio razonable —le dijo el joven judío.
—Compradlas en las cuadras; yo no puedo venderlas. Llevo una caravana grande y necesito tiro de repuesto.
—La legión las ha vaciado y es preciso que partamos hoy de aquí. Somos oficiales del Templo de Jerusalén, de la administración del imperio. Así que es mejor para vosotros que lleguemos a un acuerdo sin mucha discusión…
—Pues si sois de la administración del imperio, que la administración os proporcione el transporte.
—Te mandaremos un manípulo a requisar las mulas —intervino Acana Barsebá, haciendo valer su autoridad.
—Bien. Venid con los soldados. Y de paso solicitad para vosotros una buena escolta: seguro que tenéis mucho camino por delante… Más os vale no impacientaros y esperar una próxima remesa de caballos.
El maestro Acana miró con altivez a Onésimo, que no pestañeó. La tensión atrajo a algunos conductores de la caravana. El fariseo y su acompañante, al ver aproximarse a los hombres, abandonaron prudentemente el puerto y desaparecieron entre las calles de la ciudad.
Mientras acababa sus faenas, Onésimo observó a los habitantes de las aldeas de Tavium y Pesinunte, a los descabalgados de sus tierras, llegarse al muelle con sus familias, sin alborotos, calladamente: el destello de la esperanza se adivinaba en su manera de mirar el mar, de fijar la vista sobre el horizonte. Anteatés, el que entre los gálatas hacía de cabeza, le dijo antes de saltar a la nave a punto de partir:
—Esos que querían hacerse con tus mulas son de esa clase de judíos de la que hablábamos: siempre complicándose la vida. Siempre complicándosela al vecino. Siempre de mal humor… Ése no se olvidará de ti.
Con los montes y el mar tan cercanos, a Onésimo se le venía el mundo encima. La angostura del espacio sólido y plano resultaba insuficiente para los pies y la mirada. Levantar la vista hacia las cumbres nevadas tan próximas a la orilla le producía vértigo. El mar le inquietaba, aunque las olas se deslizaran tranquilas sobre la playa. Allí estaba incómodo, atrapado. Una nave de Alejandría que había invernado en Salamina desembarcó las últimas mercancías, así que no se entretuvo en Atalya: despachó un correo hacia Colosas y se dispuso a iniciar el viaje de regreso. El amo Filemón tendría noticias pronto.
Los caminos del Tauro
Los carros partieron repletos y acompañados de su nutrida escolta al mando de Evodio, antiguo legionario y hombre de fiar. Había servido en la IV Legión Escítica, primero en Germania y luego en Capadocia, donde, cansado ya de sostener la lanza y acometer agazapado al enemigo, se retiró antes de cumplir los cuarenta y cinco con una soldada y una parcela de tierras de labrantío; y con una sabiduría probada para reclutar un grupo de hombres aguerridos y fieles que respondieran con su vida a una causa comprometida con la sola palabra. Tras veinticinco años al servicio de la Urbe, Evodio sabía cómo se llega hasta ese agujero donde, hurgando, sale o se saca la verdad de uno. Le doblaba la edad a Onésimo. Masticaba hojas de menta y solía restregarse discretamente por el cuello y los brazos las ramas de romero y espliego que arrancaba de las veredas. Hubo un tiempo en que las chanzas sobre su olor corporal le provocaban. Ahora las ignoraba; no estaba para perder el tiempo.
Onésimo, en cabeza, se mantenía tenso y concentrado. Procuraba hablar poco durante las jornadas y dejaba hacer a los guías, a los carreteros y a Evodio, pero era consciente de su responsabilidad. Por eso, cuando tenía que decidir, su aspecto apacible se transmutaba: de mediana estatura, parecía agigantarse sobre la envergadura de los escoltas, sus grandes ojos castaños se oscurecían y traspasaban, y las pocas palabras precisas bastaban.
Tras dos semanas de marcha llegaron a las puertas de los desfiladeros del Aspendos. A partir de aquí el paisaje se vuelve abrupto. De las laderas bajaban torrentes por el deshielo y los desprendimientos imposibilitaban a menudo el paso de las carretas. Era el lugar de las emboscadas de los montañeses, salteadores de las ignoradas e indómitas tribus de los frigios, sanguinarios adoradores de Cibeles, la madre fértil, la que todo lo entrega y nada se guarda, señora de las montañas, dueña de las alimañas y de los animales de los corrales.
Evodio, sabedor de que la época del año no facilitaría un viaje tranquilo por las zonas más accidentadas del macizo, envió dos exploradores y decidió acampar en los llanos del Amplidor, en la estación de Retum, a medio estadio de la taberna del Jabalí.
Al llegar, cumplida la jornada, dispusieron las carretas formando un redil contra una de las paredes que caía vertical sobre el valle, desde una altura de unos ochenta pies. En el centro, las esteras y el fuego. Distribuidos los turnos de guardia, algunos carreteros y escoltas salieron hacia la taberna en busca de un rato de diversión.
Entretanto, sentados en un tronco, con la piedra de afilar apoyada en el muslo, Onésimo y Evodio charlaban mientras acariciaban la hoja de sus gladios[7].
—Hace días que andas taciturno, One. ¿Te han atacado las fiebres? ¿Tienes diarreas? ¿Echas de menos una esclava?
—No, Evodio. Son cosas mías, que me rondan por la cabeza —e hizo girar el índice apuntando hacia la sien—. Cosas de esclavos.
—Tú eres un esclavo especial. El esclavo menos esclavo del imperio.
—He tenido un buen ayo, Evodio. Eumates me ha dado lo que cualquiera podría exigir de un maestro: ejemplo, la palabra oportuna, el ánimo para seguir, la mano que levanta y que empuja. Y si no he sido como un hijo para Filemón, entre los suyos siempre se me ha tratado como a un familiar. Pero sobre mí pende la condición de esclavo, que es un estigma insoportable.
—¿Insoportable? ¿«Insoportable» es la palabra? Bien mirado tampoco hay tanta diferencia entre tu forma de vivir y la de la mayoría de los libertos de Colosas o Hierápolis, o incluso Éfeso. Es más, tu posición en casa de Filemón te permite una vida más confortable que la de muchos ciudadanos romanos. Mira mi vida y mi trabajo: veinticinco años de servicio leal al césar han llenado mi cuerpo de costurones, mientras soñaba con la placidez de una familia que la legión nos negaba. Innumerables campañas frente a las tribus cabelludas de la Germania para acabar aprendiendo el uso del arado que compré con la soldada. Y ahora, de custodio y escolta, a veces de correo imperial, por no echarme también al monte, pues la vida de la granja me produce un tedio mortal. Allí dejo a Inverna, mi esposa, y a mi hijo Naval, dolidos por mis ausencias. Toda la vida soñando con un huerto…, la placidez de una familia… ¡Insoportable!
—He dicho bien; la palabra es «insoportable». Y tú, que eres ciudadano romano, sabes perfectamente qué quiero decir y mejor que yo; pues tú sabes —enfatizó estirando el cuello y aproximando la cara a Evodio— que puedes perder lo que yo quiero ganar y jamás tuve. Otra cosa bien distinta es que hayas vivido engañado por tus propios sueños, engolfado en tus propias ilusiones. Por eso estoy decidido a reclamar del amo un acta de libertad, me cueste lo que me cueste. Le insistiré hasta la náusea.
—Tu amo en el foro alardea de que es obligación de un ciudadano engrandecer la ciudad con tierras, oro, ganados y esclavos, que son fuente y sostén del arte, la sabiduría y la amistad. Sus amigos le celebran mucho estos puntos de vista, especialmente cuando en las Saturnales[8] alguno pierde el seso o se siente magnánimo con algún esclavo. Por tanto, veo difícil que esté dispuesto a complacerte.
—Pues he de sacudirme este yugo aunque tenga que romperme el cuello.
—¡Onésimo, estás desvariando! Bien decía de ti Eumates, harto de darte de palos desde que te arrastrabas con los mocos colgando: «¿Quién ha puesto ese espíritu de insurrección en la naturaleza de esta criatura, que ni el látigo ni la lisonja doblegan? Siempre más allá de la valla, en la parte de fuera de la cerca, detrás del lindero, donde no haya una reja por medio… ¿dónde estará ese maldito Onésimo?».
—Evodio, por el respeto y el amor que debo a Filemón y a su casa, en especial a Eumates, sé que debo contenerme. Pero entiendo bien a aquellos gálatas que vuelven decididos a los bosques de sus orígenes. Ellos prefirieron no esperar. Decidieron ir al encuentro de lo que buscaban aun a costa de sus vidas. No me los quito de la cabeza.
—Onésimo. Ten cuidado. En tus palabras sobrevuela el sueño de una liberación hoy imposible. Sé prudente.
El grupo volvió y Evodio y Onésimo se dirigieron a la taberna. Ya había anochecido.
—Si sois caminantes no crucéis solos estos montes —les aconsejó una bruja mientras les servía vino—. Os desollarán las ménades[9]. Ahí fuera pernocta una caravana bien pertrechada a punto de cruzar el desfiladero; uníos a ellos.
—Bien, bien. Los dioses premien tus desvelos por la salud de los caminantes, buena mujer.
Al fondo, junto a la puerta de los corrales, dos huéspedes silenciosos apuraban sus jarras.
Tributo a Marte
Avanzada la mañana regresaron los exploradores. No habían hallado rastro de bandoleros, pero sí despojos de cervatillos desollados, indicios de la presencia de alguna partida de ménades.
Antes de iniciar la jornada extrajeron de los bajos de los carros una adaptación de los escudos de las legiones; grandes, sin apenas curvatura y desprovistos del fuerte botón central, conservaban la abertura para uso del arquero. Tras embrazarlos a las barras superiores, los vehículos se transformaron en fortalezas móviles y la caravana acorazada se puso en marcha.
Onésimo penetró en los desfiladeros del Aspendos abatido por su conversación de la noche anterior con Evodio. De pie en el primer carro, miraba al frente escudriñando la maleza mientras pensaba en una cuadrilla de bandoleros con los que desfogar la ira que a duras penas contenía. Puso la mano sobre el pomo redondo de la empuñadura de la espada y apretó con fuerza, también los dientes.
El fluir del río se oye con más intensidad y amortigua el grito arriero. Los carros se pierden de vista unos a otros. El camino zigzaguea. Cambia la vegetación a medida que se asciende. Helechos. Cedros. Onésimo, delante. Evodio, a retaguardia.
Pasadas las curvas del monte Ansabar, perdido de vista el mar, aleteaba un silencio inquietante. Sólo se oía el rumor del torrente. Evodio mandó parar los carros en un recodo. Y los hombres tomaron su ración: pan, tasajo, vino y aliento. La escolta, en alerta, se aprestó para una posible acometida.
Mediodía. Sobre los montes se escuchó un lejano aullido, replicado desde algún punto impreciso.
—Son las ménades. Estemos preparados —comentó Esquirón, joven menudo y fibroso, de cabellera roja y ánimo esforzado, descendiente de príncipes lidios.
—Si fueran ménades, no sería yo quien me enfrentara a ellas —señaló Onésimo al muchacho—. Éstas que oyes sólo gritan. Los que vendrán a vernos son sus hombres: los dos de anoche, en la taberna, y algunos otros. Evodio —llamó—, a ésos los tendremos encima tras cualquier curva. Los carros están preparados, pero no me fío. Deberíamos cambiar nuestra estrategia: no nos conviene estar sólo a la expectativa; una avalancha de piedras nos dejaría inmovilizados.
—Creo que tienes razón, Onésimo; el paisaje no nos ayuda. De acuerdo. Avisa a los conductores.
—Esquirón, preparad espadas y arcos. Mitad y mitad. Vosotros, a la defensa. Los demás, conmigo; ¡vamos a sorprenderlos!
Inmediatamente se aprestaron a dar instrucciones a los hombres.
—Los carros en ristre. Sin parar. Un conductor cada dos carros y los demás a la defensa de la caravana: dos en el último carro, guardando las espaldas. ¡A los carros no suben ni las Furias!
—Esquirón y seis gladios más, monte arriba con Onésimo. Tú y tres arqueros, delante de los carros. El resto, conmigo a la lucha cuerpo a cuerpo, en cuanto Onésimo los empuje monte abajo. ¡Marte está de nuestro lado! —gritó Evodio a los hombres—. ¡Nosotros seremos las ménades para ellos!
La caravana reanudó el camino.
Atados los carros entre sí, los carreteros se desplazaron a sus puestos y se protegieron. La flecha se acopló a la tripa tensada, el arco descansaba sobre la mano flexible y firme. El hombro, relajado; la pupila, afinada; el reflejo, a punto. Rítmico traqueteo de los carros, cascos de las caballerías. Los hombres, en tensión, se miraban entre sí de vez en cuando, atentos a las órdenes. Calma. Algún corto relinchar y sonora la brisa entre la enramada. Irritante el zumbido de los tábanos sobre los lomos de los animales. Estridente el cicharreo. El pulso se acelera.
Tras dos vueltas cerradas del camino, la cabecera perdió contacto con la cola. El arriero guía alentó a los bueyes con la vara, y en ese instante se inició el griterío. Un tropel de hombres armados y envueltos en pieles de lobo, los rostros pintados, blandiendo espadas curvas, se abalanzó ladera abajo sobre la caravana. Desde los carros en marcha, a una voz de Evodio, una primera andanada de flechas los desconcertó y les obligó a frenarse. Recompuestos, reiniciaron el ataque acompañado de un griterío más fiero. Algunos quedaron asaeteados en el suelo. Tras una nueva selva de flechas cayeron algunos más. Ahora los atacantes oían gritar a sus espaldas, y antes de poder volver a su retaguardia vieron levantarse de entre los matorrales, junto al camino, a Evodio y tres arqueros: tres flechas, tres muertos.
Entonces se inició la lucha cuerpo a cuerpo. Esquirón saltaba de árbol en árbol. Pasó a cuchillo varias gargantas y brotó la sangre. La espada penetraba los vientres desguarnecidos de los salteadores.
Y antes de que la sorpresa abandonase el rostro de los bandidos, éstos huyeron despavoridos abandonando entre la maleza nueve cadáveres, la mitad de la partida. En el suelo también yacía Esquirón, guerrero de ánimo valeroso, muerto a traición por una daga.
La cólera se apoderó de Evodio, que salió arrebatado por la furia, dando gritos y espada en mano, tras los huidos. Los dioses no le detuvieron. A su vuelta, cubierto de barro y deshecho en llanto, inició el terrible desquite de decapitar a los muertos. Arrancó sus vestidos y, desnudos y descabezados, arrastró sus despojos sobre las peñas. Abandonados y a merced de las rapaces, jamás obtendrían la paz en el Orco. Las lágrimas caían sobre el pecho de Evodio mientras realizaba la infamante tarea, y todos sentían enardecer su corazón al escucharle y contemplar el cuerpo exánime de Esquirón.
Después, Onésimo y Evodio prepararon en el segundo carro un lecho para el cuerpo —muerto— y lo depositaron allí entre llantos. Nadie más tocaría el cuerpo del amigo, lavado delicadamente para que en los llanos de Vania se celebrasen unos honrosos funerales.
Tras clavar las cabezas de los bandidos en picas, las ataron al último carro y, llenos de dolor, reanudaron la marcha. Onésimo aguijó inútilmente a los bueyes de paso inmemorial. Las llanuras estaban cerca. Esquirón entraría en el Hades con la dignidad y la gracia que tuvo en vida, llevando consigo nueve cabezas de enemigos.
La comitiva avanzó envuelta en el dolor. De fondo se escuchaba el eco de los gritos desgarradores de las mujeres que encontraban los cuerpos mutilados de los hombres sobre los riscos.
Un epitafio junto al lago
La caravana salió de los desfiladeros a las llanuras de Vania junto al lago, como escapa un niño del desasosiego de las calles oscuras y tortuosas a la plaza iluminada, anhelante de luz, de espacio abierto. Un guía abrió el camino a los pesados carretones para evitar las tierras cenagosas de los marjales.
Evodio sabía qué hacer: cumplir. Llevaría los despojos de Esquirón allí donde le dieron nombre y entregaría su cuerpo y sus armas a sus padres. Mensajero de la rebeldía inútil ante la muerte, legado del infortunio, dará la cara. Rompería sus vestidos a la vista de todos y echaría sobre sí polvo y estiércol, para luego entonar con la familia los cantos fúnebres en su honor, que los dioses lidios han de atender. Hasta llegar a Hierápolis, cuidaría del cuerpo que se pudría sobre el carro, del hombre hecho jirones que luchó bravamente, del que le sirvió por unas monedas para custodiar lo de otro. Evodio no entendía la muerte.
Onésimo no entendía la vida, para él siempre esforzada y ahora ausente, cuando unos esporádicos soplos de aire le traían el olor del cadáver; ni los afanes de la existencia, al contemplar las cuencas vacías de las calaveras de los vencidos, acosadas por los tábanos, sobre las picas en los carros de atrás.
La caravana acampó junto a un bosquecillo de enebros, donde se erigió un cenotafio. Las últimas lágrimas. Sobre la piedra quedó grabado:
En el Vania, la noche luce transparente; la luna, llena. La vida que vibra con el aullido desde lo oculto, el ulular de las rapaces, el destello de los ojos vigilantes, la emoción de la batalla, el cansancio de la jornada, produjeron en Onésimo una gran excitación. Incapaz de dormir, salió a avivar las hogueras que protegían el campamento y el carro con los restos de Esquirón del acecho de los lobos. Alentó a los centinelas. Acopió leña y, sin alejarse, se sentó a contemplar la brillante superficie del lago. En seguida pensó en los gálatas, en la libertad. Tenía que hablar con el amo Filemón. «Debo sacudirme este yugo. Estoy preparado».
Reconfortado por la conciencia de su poder, aflojó la tensión y se abandonó al ensueño. Observó el tímido encuentro furtivo de las sombras de los árboles, sus abrazos, sus despedidas, regalo periódico de Selene[10] a los seres inmóviles, hasta que se quedó dormido.
Por la mañana, sin mucha conversación, atravesaron las planicies del Egerdir en busca de la calzada enlosada con dirección a Apamea.
—¿Qué sabes de Esquirón, Evodio?
—Era hombre de pocas palabras. Altivo. Se decía descendiente de Alyates, del linaje de los reyes lidios cuyos túmulos se yerguen en las campas de Tiatira. Lo viste en el combate: valeroso, aguerrido, a veces temerario. Perspicaz en la vigilancia. Bueno en su trabajo.
—Conmigo siempre se mantuvo distante. Sin embargo, no era mi condición lo que parecía determinar su conducta. Sabía bien quién mandaba esta caravana, pero yo no acababa de confiar.
—Tenía un repliegue oscuro, un resentimiento oculto inconfesado. Siendo tan joven, carecía de la alegría propia de su edad. A veces, ante las contrariedades, reaccionaba con el acíbar de los viejos humillados por sus fracasos.
—¿Sabes a qué se debía?
—En él, esa pesadumbre, impropia de los años mozos, parecía algo ancestral. No dejó a nadie penetrar en ese rincón. Quizá la temprana falta de su madre… o su padre, Ceteo Intila, el regidor de Hierápolis, bronco y violento y, a la vez, asustadizo y cobarde ante el destino. Se crió envuelto en contradicciones. Así era: un hombre lleno de reservas, salvo en el combate. Entonces se transformaba, se entregaba sin miramientos.
—Ares libera a los mortales de toda ira y odio, contenidos durante los días apacibles que se suceden a lo largo de las estaciones —comenzó a reflexionar Onésimo—. Los temperamentos se desbocan cuando se es reclamado para el combate…
—¡Días apacibles! ¡Por Marte, cuántos resentimientos domésticos acumulan los hombres durantes los días apacibles! —exclamó Evodio—. En la IV Legión hubo algunos como él. Eran buenos luchadores pero de ánimo interesado, indisciplinados; duraban poco entre nosotros. Hubo que ajusticiar a un par de ellos. Nunca se sabía con certeza de qué lado estaban. Su natural intratable y huidizo los convertía en sospechosos. Ese algo indómito y esquivo les acompañaba siempre. Hijos de reyes venidos a ser nadie.
Funerales en Hierápolis
Llegaron a Hierápolis de mañana. Al divisar la ciudad, la comitiva se preparó. Engalanaron el carro fúnebre. Evodio destapó con cuidado el cadáver que se descomponía ostensiblemente, le ajustó las armas y lo rodeó de plantas olorosas, tojos florecidos y verdes ramas de enebro.
—Onésimo, es tiempo de llevar a cabo el difícil trabajo del amigo —señaló Evodio—. Adelantémonos a dar aviso.
Atravesaron la calzada de la necrópolis, reposo de huesos reblandecidos por el remojo en las aguas tibias de las fuentes de Plutón que manaban en la ciudad. La caravana quedó a la espera a un par de estadios de los arcos de acceso, junto a las viejas termas. Al llegar a las puertas, ambos desmontaron y avanzaron tensos, preparando la noticia del infortunio, recordando al compañero. Llegaron a la villa de Esquirón, una casa con corrales y huerta en la ladera. Evodio habló ante Ceteo Intila:
—Traemos hasta su casa al hijo de Ceteo Intila, el regidor, muerto en la lucha, para que sea honrado por los suyos, para que se cumplan con él los ritos santos que le lleven al lugar de la paz y se le dé sepultura con la piedad y el honor que su estirpe reclama.
Calló por un instante. El hombre que había ante ellos no reaccionaba.
—Con su cuerpo, vienen sus armas y sus trofeos —intervino Onésimo—: las ocho cabezas de los enemigos a los que dio muerte, más la cabeza del que le acuchilló por la espalda.
Debió de ser la noticia de la traición. Ceteo Intila, regidor de Hierápolis, miró al cielo y lanzó un grito prolongado. Luego se arrojó sobre la tierra y empezó a revolcarse, echando sobre sí cuanta inmundicia de cerdos y caballerías recogía del suelo. Sobresaltados por aquel grito, aparecieron en el patio las gentes de la casa. Las mujeres, advertidas de la presencia de la muerte por los gestos del señor, comenzaron a llorar rabiosamente, mientras se daban golpes en el pecho y se arañaban las mejillas hasta hacer brotar la sangre. Los hombres, familiares y esclavos, desconsolados, chillaban palabras incomprensibles con los brazos levantados al cielo, al tiempo que iban de un lado a otro y destrozaban todo cuanto encontraban a su paso, porque había que mostrarle a Esquirón la profundidad del amor profesado con la intensidad del dolor manifestado según las antiguas tradiciones lidias.
Evodio y Onésimo, al ver de nuevo derramarse la desgracia y el dolor, sobrecogidos, con el corazón conmovido, comenzaron a sollozar.
Al cabo de un rato, ya serenados, Ceteo se dirigió a Evodio.
—Nunca más un esclavo de Filemón se atreverá a dirigirme la palabra sin que se le pregunte. Tráeme tú a mi hijo Esquirón. Espera al mediodía, pues debo preparar la casa. Hoy y mañana serán días de duelo. Pasado mañana, a la salida del sol, tendrán lugar los funerales y, después, el banquete. Venid todos cuantos hayáis acompañado a mi hijo, pero no admitiré a nadie de la casa de Filemón de Colosas.
Se hizo avanzar la carreta con el cadáver y sus armas. Uncida al carro por detrás, una mula cargaba las cabezas de los enemigos, envueltas en tripas secas. La casa se había engalanado para recibir los despojos del guerrero de ánimo esforzado. El patio apareció guarnecido con estandartes: tres perros degollados, los mastines de Esquirón, colgaban de estacas. Viejos ritos de los lidios. El cuerpo del joven atravesó las puertas con el rostro al frente, acompañado por el sonido de las flautas y el redoble sobre las membranas. Onésimo, sobre su caballo, esclavo, excluido, despidió al guerrero desde el camino.
Esquirón fue enterrado en un monumento a la entrada de la ciudad. No hubo para él ocasión ni lugar en los campos de rubia, en los valles de Lidia.
Llegada a la granja
Cuando los carros se dejaron ver desde la granja, el ayo Eumates acudió presuroso a la entrada junto a las eras. Siempre atento, escuchó el bullicio que acompañaba la caravana y oyó gruñir a Pammelokiné, el perro negro, que, como una centella, salió a saludar a Onésimo y a ladrar a las caballerías.
«¡Ácreston[11], “cosa inútil”! —se permitía llamarle el viejo con un afecto no disimulado—. Vendrás a verme en cuanto llegues, antes de dejar tus cosas —le había dicho a Onésimo al partir—. Que me entere yo de que estás aquí primero, y luego ya irás a acabar tus trabajos. Haré un sacrificio a Hermes; él te devolverá a casa con noticias de viajeros y cuentistas».
Siempre el mismo recado. Ya desde la primera expedición, varios años antes, cuando el amo Filemón le confió los viajes comerciales, oía la misma cantinela. También le había puesto en antecedentes sobre la fiabilidad de las historias y los sucesos: «Del Ática, los viajeros sólo nos traen dolores de cabeza. Novedades, dicen: viejas patrañas sobre el origen del hombre, sutilezas del pensamiento y dechados de la providencia de los dioses sobre los hombres. ¡Las eternas disputas en el ágora a los pies de la diosa de oro y marfil! Diarreas de sofistas. De Alejandría… Así que tú escucha, guarda las palabras para explicármelas, pero no hagas mucho caso».
Superado el duelo por Esquirón, la vuelta fue una fiesta. Filemón y la señora Apfia se acercaron a Onésimo y le besaron. Eumates también le besó y, lloroso, se retiró a esperar la visita prometida sentado bajo la parra a la puerta de su casa.
A Onésimo, la relajación posterior a las tensiones del viaje le producía unas ganas incontenibles de dejarse caer en cualquier lugar junto al arroyo, donde nadie le viera, para no hacer nada. Pero se debía al viejo ayo; no dejaría de ir a verle. Aquella noche se acostaría pronto, en cuanto oscureciera. Luego dispondría de unos días para trabajos agrícolas y de jardinería, más descansados, antes de volver a su actividad como capataz. Dispondría de más tiempo para hablar con Eumates.
En cuanto las bestias estuvieron estabuladas, los carros, a cubierto y Filemón informado de que todos los suyos habían regresados sanos, Onésimo fue a lavarse, dispuesto a dedicar la tarde a charlar con Eumates. Tenía muchas cosas en la cabeza para contar. Disfrutaba de las confidencias con el viejo. Cuanto decía le hacía pensar. Se recreaba con su charla y viendo sus ojos, que le miraban con amor. Pero venía observando desde tiempo atrás que estaba perdiendo vista y hablaba menos, mientras él, vocero de Hermes, con la lengua suelta hasta el agotamiento, relataba aventuras interminables.
En sus correrías a cargo de los negocios de su señor, Onésimo había descubierto la autonomía, había gustado las sensaciones del hombre libre, y se imaginaba lo que supondría no tener que dar cuenta a nadie de los propios actos. Era feliz caminando solo. Ahora, además, había pensado en sí mismo. Había gobernado la caravana con éxito, vencido en la lucha, superado la prueba. Y de igual forma que había un destino para aquellos gálatas, que sus druidas supieron interpretar, también debía de haber un camino para él y un oráculo que escuchar con atención.
—Al salir de los desfiladeros del Aspendos y alcanzar los llanos de Vania, junto al Egerdir —empezó a contar Onésimo a Eumates—, llegué a creerme el rey de la tierra. Me sentí poseído por Gea, pues tras la confusión de la batalla, una imagen serena del orden de la naturaleza se presentó ante mis ojos. La victoria, la vida y todo cuanto alienta ensalzaba la armonía de Zeus en la que me veía inmerso. Acababa de tomar posesión de las montañas, de los altos abetos, de las achaparradas encinas junto a las aguas del lago. Conjuré a los infiernos para decirles que allí estaba Onésimo, elegido por los dioses para dominar sobre la naturaleza. Deméter me entregaba la obra de la creación para que la dominara y la apaciguara. Selene relumbró aquella noche con una intensidad jubilosa. Había perdido el miedo. Me estremecí: era libre pues nadie ni nada me ataba. Eso pensé, hasta que miré de nuevo los carros. Allí estaban los restos de Esquirón, y en los otros, las mercancías, mis cadenas, la mano de Filemón sobre mi cabeza… que también forma parte de la armonía de Zeus.
Eumates no parpadeaba. La mirada deslustrada del viejo traslucía un punto de profundo afecto que sólo Onésimo habría podido detectar, si no fuera por lo interesado que estaba en seguir con lo suyo.
—Cuando volví a encontrarme con Evodio, pasado el duelo, recordé la conversación frente a la taberna del Jabalí, antes de penetrar en los desfiladeros, y volvió a renacer en mí la urgencia de la libertad. Luego, al llegar a Hierápolis, al verme marginado de los solemnes funerales de Esquirón y humillado ante los de su estirpe, se removieron mis tripas y me dije que no quería morir como esclavo. Poseo la fuerza para forzar el orden impuesto por los dioses. Yo seré libre, Eumates. Sé que me iré. Pero no te dejaré solo: tú estás aquí y permaneceré junto a ti mientras vivas.
Eumates le cogió la mano.
—¡Anda!, ayúdame a levantarme. Enciende la lámpara. Echa tú mismo un poco de aceite sobre la escudilla y trae la hogaza. Queda un poco de guiso en el caldero; comamos algo.
Junto a la puerta, bajo el cañizo, comieron en silencio durante un rato. Aquel sentido compromiso del joven parecía haber desplazado cualquier otro asunto. Esporádicamente, Eumates lanzaba al aire un trozo del guiso. Pammé levantaba la cabeza y capturaba el bocado al vuelo. El perro siempre estaba en el sitio preciso.
—Animemos esta charla, Ácreston. Te daré de beber un poco de aimatía, de la alegría del cántaro —así llamaba a un vino mezclado con extractos de frutas y algo más, que preparaba para sí en secreto—. Ya verás, esta pócima alivia muchos males. Cuando me esté muriendo me darás un sorbo de vez en cuando. Hay que conservarla en lugar fresco.
Exaltación de Deméter
—Hace ya de aquello cincuenta años —comenzó a contar Eumates después de apurar su jarra de aimatía—. Yo tenía dieciocho y hacía cuatro que vestía la túnica talar. Un buen día, sin razón aparente, me percaté de cómo la naturaleza se había puesto inesperadamente en pie. Me levanté al alba descansado, sin la torpeza y la pesadez de las noches mal dormidas. Percibí mi cuerpo, joven, compacto, relajado. Repasé cada uno de mis músculos: palpitaban. Yo mismo exultaba. Había habido muchos despertares en mi vida, pero jamás olvidaré aquella mañana. Al salir de casa comprobé que poseía un ímpetu desusado. La contemplación del paisaje, de los corrales, de la casa del amo, los manzanos y la huerta, estimulaban mi sensibilidad: los perfiles de las cosas se afinaron, los colores cobraron una intensidad inexplicable, el olor de la aldea… aquello era algo singular. Percibía los efectos de algo mágico que hacía vibrar toda la naturaleza: las caballerías, levantadas sus cabezas, orejas estiradas, piafaban alegremente. Los perros habían abandonado sus perezas para corretear; olfateaban el aire y la tierra con avidez.
»El aire se movió suavemente con una transparencia inusual y yo mismo sentí el aleteo ligero y agudo de mi pensamiento, penetrando sin esfuerzo en el corazón de muchas cosas hasta entonces incomprensibles. Esa claridad me proporcionaba una gran firmeza y confianza sin desvanecer del todo la conciencia de mi propia fragilidad; también, la de mi movilidad y, a la vez, mi dependencia: sabía que nada me sujetaba aunque estuviera sometido. Reconocía en mí un optimismo vital hasta entonces desconocido, y peligroso. Había descubierto que yo era tanto como el amo. El amo, yo mismo y la naturaleza éramos —somos, tú también One— como hermanos, pues en el orden de las cosas creadas formamos parte de una armonía que es señal y adelanto del orden y la paz de la misma morada de los dioses a la que estamos llamados. Busqué respuesta a aquella fuerza generativa y regeneradora que había percibido alrededor, que empujaba a la libertad y que vivía en mis propias carnes a pesar de mi condición. Algún prodigio desconocido se había producido. El Olimpo parecía regocijarse como si celebrara un parto gozoso[12]. No hubo respuestas; sólo la excitación de la vida. Aquellos días fueron plácidos. Muy felices. Los viajeros llegaban con noticias esperanzadoras de la llegada de los barcos, de la autoridad impuesta por las legiones de Augusto, del orden y la calma en el imperio hasta los límites de Germania, donde las tribus del norte habían sido contenidas y obligadas a firmar tratados de paz. Por fin, las fronteras apaciguadas.
—¿Seguro que no fue efecto del jarabe de la mandrágora?
—Así estábamos todos: los amos, los padres del señor Filemón, también los de la señora Apfia. Todo el pueblo. Recuerdo que la anciana señora Abastea, que llevaba meses en el lecho sin moverse, se levantó sin decir nada a nadie y volvió a las faenas de la casa.
—Sin duda efectos del poderoso arrope de moras.
—Más que eso, un prodigio de Asklepios: la señora Abastea no estaba impedida, era sólo que no quería levantarse de la cama. Había decidido esperar la muerte sobre el lecho y lloraba y suplicaba a Hécate que se la llevara. Y sin justificación alguna… ¡se levantó a por leña para la hornada del día!
—Eumates, verdaderamente aquél debió de ser el día del júbilo: el reencuentro entre Deméter[13] y la ínclita Perséfone. Si no, ¿qué explicación tienen las maravillas que me cuentas?
Eumates, burlón, se quedó mirando a Onésimo, torció compasivo el gesto ante tanta erudición y prosiguió:
—Algo ocurrió que nos llenó de alegría. Fueron días de júbilo.
—Quizá los dioses se complacieron por una vez con el hombre.
—Quizá… Pero nuestro entusiasmo de los primeros días se fue apagando y poco a poco volvimos a nuestras rutinas y mezquindades. Volvieron los disgustos, los problemas, las disputas y de nuevo las legañas se apoderaron de nuestros ojos para entorpecer la mirada. Habíamos perdido otra vez la ilusión. Aquello duró lo que duró nuestra esperanza: al cabo de veinte años éramos de nuevo la ruina moral que fuimos. Poseidón no debió de quedar conforme con que sólo subsistiera la obra en piedra que habíamos levantado. De pronto el mar se levantó sobre la tierra, que se estremeció y se agrietó. ¡Qué desolación! Todo se vino abajo.
Onésimo escuchaba extasiado. Sabía que Eumates, de pocas palabras, le estaba revelando su tesoro escondido.
—En aquellos días también me sentí capaz de iniciar una vida libre lejos de estas tierras. Había soportado sobre mí el peso de un oprobio infligido sobre generaciones. Nuestros padres fueron esclavizados por derecho de conquista: lucharon, fueron vencidos y, por eso, nosotros ya nacemos vencidos. No somos capaces de liberarnos de semejante indignidad, que transmitimos resignadamente generación tras generación. Pero yo había decidido ser libre.
—¿Y qué pasó?
—Entonces pensé: «Encontraré la libertad en la vida de los libertos. Sólo tengo que vivir como un romano libre para ser libre». El padre del amo Filemón primero, y el propio amo después, me prometieron la libertad y me permitieron ir acumulando un peculio para mi rescate.
—¿Y?
—Y entonces apareció Alce, la esclava de los ojos dulces como granadas. Durante meses intenté rebelarme, pero ella pudo más. Me enamoré de la esclava, la pedí por esposa al amo y quedé atrapado por la ley. Pero Hécate, familiar y cotidiana, se desliza oculta y sinuosa entre nosotros, y envuelve en su peplo blanco y frío lo que más queremos: me arrebató a Alce.
Eumates calló por un momento. No solía hablar de Alce, y si lo hacía era brevemente, con los ojos llorosos y las palabras agarradas al velo del paladar.
—¿Crees que Alce fue un señuelo de los dioses?
—Los dioses se sirven de todo para retenernos donde ellos quieren. Después, su muerte me aprisionó con una cadena aún más corta a la tierra que cubre su cuerpo: la pena me inmovilizó. Más tarde, cuando el amo Filemón me encargó tu educación, me ató todavía más. Pero no sufras: has sido un buen hijo y un consuelo para mí.
—Yo seré libre, Eumates. Seré libre por los dos. Seré libre aunque tenga que vivir solo en las tierras yermas del otro lado del Ponto Euxino.
—La libertad que buscas no la encontrarás en solitario: no eres un Titán; solo, sucumbirás. Habrás de conquistarla y hallar el pueblo con quien compartirla; existe ese pueblo no lejos de ti. Tú lo encontrarás.
—Pero temo a los dioses. A ti te ataron al amo, después a Alce y luego a mí. Ahora los hilos de la vejez te atan también a la tierra.
—Tú doblegarás a los dioses. Desde la situación de esclavo no podrás. ¡Fuerza tu libertad!
Durante un rato ambos quedaron en silencio. Onésimo estaba impactado.
—¿Debo renunciar al amor? Tiria es una hermosa muchacha; pienso en ella a menudo y me hierve la sangre al verla caminar.
—El amor del esclavo esclaviza; el amor del libre libera. Ve. Anda. Encuentra lo que buscas. Eres un esclavo pero aún no eres un muerto. El amor vendrá a ti; deja a Tiria por el momento.
—No me iré. No me imagino sin estar a tu lado, Eumates.
—Dices cosas con el corazón, hijo, pero ya apenas te veo. Ahora la soledad y el silencio nos preparan para acometer con valentía el momento. El contacto de tu mano me ayuda a creer que seré capaz de penetrar sin temor en esa senda hacia el Hades que uno transita solo. La andaré sin que nadie me acompañe, muy a mi pesar y muy pronto, estés aquí o no. Y aunque respires a mi lado, al entrar me soltaré de tu mano. A partir de ese momento, la compañía no acompaña.
—Eumates, tú sí dices cosas que me sobrecogen. Estaré contigo hasta el final y enterraré tu cuerpo junto a Alce cuando los dioses te reclamen. No habrá aquí una mano de mujer que sepa cómo lavar tu cuerpo, que llore un lamento hermoso, que mime tu cuerpo como una madre lo haría. Como lo haría Alce.
—Eso es verdad.
—Ese día yo seré Alce.
—¡Calla, ruin Ácreston! ¡Todavía no estoy muerto!
La larga tarde del verano se les había echado encima y la penumbra aliviaba la turbación de Onésimo mientras sus lágrimas caían en el suelo.
—One, no volveremos a hablar de estas cosas. Sé que más pronto o más tarde te irás.
Callaron durante un rato. Eumates tenía la mirada perdida y Onésimo dibujaba garabatos con una ramita en el suelo, ocultando cada uno su propia pena.
—Eumates, dame de ese brebaje.
—Toma. Bebamos.
Llenaron los vasos de aimatía hasta dejar seca la crátera. Luego, un poco aturdidos, hablaron y hablaron sin darse cuenta de cómo se alargaban las sombras, hasta que éstas se disolvieron en la tierra.
Días luminosos en la villa
Transcurrieron algunas semanas en el valle sin que ningún suceso ensombreciera la brillantez de la anunciada boda del primogénito de los Varrón de Hierápolis con la hija de Filemón de Colosas.
Un día, Onésimo, de camino hacia Hierápolis, acompañado de Evodio, iba relatando los pormenores en torno a los días en que se celebraron las fiestas nupciales de Armita y Sedas en la granja de Colosas.
—El amo estuvo regio durante la boda. Se comportó con tal dignidad que conmovió a la señora Apfia, especialmente cuando Sedas retiró el velo y descubrió el rostro de Armita para besarla. Después, durante el banquete, se le vio comedido, alegre y locuaz; especialmente atento con su consuegro. Por el contrario, el señor Tesalio Varrón desparramaba su euforia sin consideración, como si la boda de su hijo significara la derrota de los filemonios, como suele llamar a sus consuegros. La señora Apfia, maravillosa, acompañó a su hija a casa del novio con el cortejo nupcial; llevó la antorcha encendida sin derramar una lágrima, y ella misma cantó dulces himeneos con sus amigas y con las amigas de Armita durante el trayecto hasta la casa que con tanto esmero habían decorado con guirnaldas y coronas para aquella noche mágica.
—Aún se sigue comadreando sobre la boda de los jóvenes. Verdaderamente fue un acontecimiento. ¡Cómo siento haber estado fuera! —comentó Evodio.
—La víspera, muy de mañana —siguió Onésimo—, celebraron un rito desconocido. Todos, incluido mi padre Eumates, estuvimos presentes, un poco sobrecogidos. El amo Filemón no nos dio muchas explicaciones. Dijo que toda la casa de Filemón podía participar en aquellas ceremonias. Concernía a la unión de sus hijos y su consagración ante la divinidad. Era para él un motivo íntimo de alegría que no quería dejar de compartir con todos cuantos pertenecían a su casa, incluidos los esclavos.
—¿Y cómo fue aquella ceremonia?
—Partimos de madrugada, antes de la salida del sol, hacia la loma que se yergue al otro lado del arroyo. Desde allí, mirando al norte, se ve todo el valle sobre el que se asienta la ciudad, y hacia poniente, tras los bosques, se distinguen las montañas frigias que vieron la gloria de Dioniso. Habían subido de Colosas dos familias más; de Laodicea, la casa de Ninfas al completo; y la familia de un tal Epafras y unos cuantos amigos desde Hierápolis; en total cuatro carretas. En ausencia de Epafras, considerado el puntal del grupo religioso al que pertenece el amo, encabezaba el rito Arquipo, delgaducho, poco más joven que el amo Filemón. Esperamos la salida del sol, y en cuanto despuntó tras los montes, entonaron con los brazos abiertos un canto en voz muy alta; eran palabras difíciles, que luego supe estaban dichas en la lengua de Aram. Yo observaba al amo, a la señora Apfia, a Armita, a Sedas, muy emocionados. Fue algo hermoso.
—¿Y qué cantaban?
—Eran himnos recios, poco melódicos. No sonaban como los habituales coreos y cantos nupciales. No es que yo entendiera lo que decían, pero a todos se les veía alegres. Después, tras haberse recogido en silencio un breve rato, recitaron alabanzas a un dios nuevo. Esto fue lo que les oí: «Oremos al Sol de Justicia: Oh, Cristo, Sol de Justicia, que emerges cada día y siempre para llenar la tierra de alegría. Que por el rescate ganado con tu muerte y resurrección haces que al calor de tu aliento todo germine y vuelva a la vida. Que con la fuerza del Espíritu llenas los corazones de consuelo. Concédenos la gracia de presentarnos un día ante Dios Todopoderoso como dignos hijos».
»Luego el tal Arquipo ató las manos de ambos jóvenes con una cinta y dijo: “Acepta en este día la unión de estos hijos tuyos, Sedas y Armita, que han decidido unirse en matrimonio a perpetuidad. Que expresan con su unión el amor que nos manifiestas, y bendícelos con una corona de hijos y una vida alegre y fructuosa”. “Amén”, respondieron todos, que significa “que así sea”. Después se marcharon a casa del amo Filemón a comer algo, una comida consagrada a la divinidad.
—¿Y dices que también estuvo Eumates? ¿Qué dice él de todo esto?
—Sí, Eumates también estuvo, aunque no en la comida. Tengo que hablar con él; está muy pensativo últimamente. Creo que habla a menudo con el amo Filemón sobre estas cosas, y luego se va a pasear junto al arroyo un poco ensimismado. Sé que son pocos los días que le quedan aquí, y él también lo sabe. Sus manos tiemblan más, su rostro palidece. Te confieso, Evodio, que se me encoge el corazón…
A la noria de Morión, uno de los posaderos de la ciudad, hay uncidos dos esclavos. Se les ve dar vueltas desde el camino. Tras el bancal, Morión, vara en mano, observa el caudal por el surco que riega las coles. Pasan junto a la noria. Se miran. Los conocen: el etíope y Dismates, siempre juntos haciendo fechorías. Los brazos tensos, empujando; la cabeza encogida entre los hombros, los pies clavados al suelo en cada paso por la senda interminable. La cadena que los sujeta al cepo se balancea por delante. Al paso de los viajeros, para la noria. El negro, agotado, se apoya en la pértiga. Dismates, sin dientes, sonríe; o es una mueca idiota. El carro sigue su camino. Se escucha el chasquido de la vara sobre la espalda y la queja lastimera del esclavo. Otra vez y otra. Cruje el maderamen. El cangilón canta de nuevo. Salta el agua sobre el sembrado.
—¿Has hablado con el señor Filemón de tu libertad, Onésimo? —preguntó Evodio, sabiendo que no lo había hecho.
—La salud de Eumates me lo impide. No quiero provocar un problema, pues temo que rechace mi propuesta y no sé cómo reaccionaré. Mira, Evodio —le enseñó el brazo con los pelos erizados—: ha sido al pasar por la noria y ver a Dismates y al etíope: ¡cambiaron de amo! ¡Sólo de pensar que estoy a merced de cualquiera, de lo que los dioses quieran hacerme!
—Aguanta. Haces bien, aguanta. Llegará el momento oportuno.
Ninguno volvió la vista atrás. A la entrada de la ciudad, los monumentos funerarios recordaban al viajero que hay que saludar a los muertos antes de encontrarse con los vivos. Distante y solitaria, en la ladera, se distingue la tumba de Esquirón, que no pudo ser enterrado con los de su estirpe, en el valle de los campos de rubia.
La despedida de Eumates
La salud de Eumates empeoró con el paso de los días. Le cogieron calenturas y, aún peor, se abatió sobre él una sombra persistente de tristeza.
Eumates y Onésimo tenían un secreto:
—One, el día que muera, me enterrarás junto a Alce. Luego te irás. Debes sortear al destino. Demostrarás que la libertad está por encima de los dioses, que algo tiene que haber inaccesible a su capricho. Y yo observaré contento desde el Hades la gesta de mi hijo.
Al cabo de unos días, el viejo apenas podía levantarse del catre.
—One, puedes dedicar a Eumates todo el tiempo que precise —le dijo Filemón—. Estate con él. Yo pasaré a verle de vez en cuando.
—Gracias, amo. Ahora mismo hay que lavarle; las moscas se lo comen.
—Perfuma la choza con esto: es agua de espliego y limón, que refresca y ahuyenta los tábanos. Y frótale con hojas frescas de saúco. Algo ayuda.
One, sentado en un taburete a la cabecera de la cama, espantaba con la mano las moscas que sobrevolaban el cuerpo inerte del anciano. Durante un rato sólo se escuchó la respiración de Eumates, el incordio sonoro de los tábanos y el canto de los jilgueros.
—One, hijo.
—Dime, padre.
—Para ya. Prefiero morir comido por las moscas que con la nariz rota de un manotazo.
—Eres incorregible.
—Ven. Date la vuelta; mírame. Quiero hablarte.
Onésimo se levantó, colocó el taburete hacia la mitad del lecho y se sentó mirando a Eumates. El cuerpo del anciano sobre el jergón, vestido con una camisa de lino, anunciaba una despedida.
—One.
—Dime, padre.
—Ponme algo debajo de la cabeza, que pueda incorporarme un poco. Necesito mirarte. Así, sólo veo la paja del techo.
Onésimo se levantó de nuevo, dobló una piel de cordero, cogió con su brazo izquierdo el cuerpo del viejo y le acomodó el vellocino bajo los hombros. Luego le puso con cuidado un paño de algodón relleno de lana mullida debajo de la cabeza.
—One, hijo.
—Dime, padre.
—Una damisela no lo habría hecho mejor. Gracias.
La respiración de Eumates era tranquila. Incorporado, parecía menos muerto.
—Padre, querías decirme algo.
—Estate contento, One.
—Padre, no puedo estar contento. No sé estar contento.
—Cuando muera, quítate la pena como sea. Mantén tu corazón alegre.
—Sabes que voy a quedarme solo. ¿Dónde podré encontrar consuelo? Dioniso y las bacantes, en alguna taberna del camino, tendrán que reconfortar mi desdicha, ya que no puedo recurrir al corazón de ninguna mujer ni al amo Filemón.
—¡No digas tonterías! Adiestra tu corazón en la alegría, ahora que eres joven.
—Padre, te mueres y me estás riñendo…
—Es natural que estemos tristes, pero lo que vas a hacer es grande. No pierdas eso de vista. La alegría y la fuerza están en la fe que pongas en tu propósito. Donde sea que yo esté, viéndote luchar, estaré contento.
—Te fatigas…
—No olvides que no escaparás a la mirada de los dioses, celosos de la felicidad de los hombres sencillos y desprendidos; y debes estar preparado para la lucha y las contradicciones. ¡Cuánta guerra me has dado, Onésimo, Ácreston, pedazo de mis entrañas! ¡Y cuánto he disfrutado contigo!
El anciano respiró varias veces fatigosamente. Con un gesto pidió beber del cántaro; le costaba tragar, pero sintió alivio. Volvió los ojos hacia Onésimo, que advirtió la mirada agradecida. Después de un rato volvió a hablar despacio:
—¡Ojalá nunca seas para ti mismo una noche oscura, un reproche, un dedo acusador porque eludiste el deber, porque dejaste de hacer el bien que sabías hacer, porque a sabiendas hiciste el mal, porque actuaste torpemente!. ¿Atiendes las cosas que te digo? ¡No te veo! ¡Probaste tu valor en el Aspendos, One! Demostraste entonces que eres un hombre. ¡Sé astuto! Ten siempre a punto un recambio para la cuerda del pozo porque los dioses intentarán romperla cuando estés sacando el agua. Y cuando todo esto te ocurra, no te encares con ellos: ignóralos. Demuéstrales entonces que tú también eres inmortal.
—Entonces estaré desamparado.
—No creas… —Eumates apartó un poco la mano de la sábana que cubría el jergón, buscó la de Onésimo y la estrechó entre las suyas. La notó tibia; el tacto, encerado—. ¡Bah! En el fondo de tu corazón sabrás que yo estaré reclamando a quien sea que de verdad nos cuida que vele por ti. De todas formas llévate a Pammelokiné, el perro negro. Ha sobrevivido al grito de la mandrágora en las noches de ritual durante los últimos meses. Nació adiestrado para enfrentarse a los demonios: es más negro que todos ellos. Pammé es la compañía que necesitas, es joven y listo. Mientras seas un esclavo fugitivo no puedes tener amigos. Sólo los perros y los ignorantes, a los que no podrás abrir tu corazón, te harán compañía.
La fatiga se percibía en su habla. Las palabras se alargaban y las pausas se espaciaban. Onésimo notaba la inminencia de la partida de Eumates, pero no se iría hasta que acabara de decirle todo lo que debía.
—One, prepárate para el viaje. Tienes por delante un largo camino. Haz tu equipaje siguiendo el ejemplo de los viajeros astutos y ricos en recursos que las historias antiguas nos dejaron como modelo. Debes proveerte de la planta que los dioses llaman moly[14]. Búscala en Cilene, en Feneos, en Arcadia. Encuéntrala. Repasa el Canto de Ulises y Circe. ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo. Es la hierba difícil de arrancar, de raíz negra y flor blanca y luminosa, que Hermes entregó a Ulises.
—De la misma forma que protegió a Ulises de las pócimas de Circe, te protegerá del veneno de todos los embaucadores. Esa bruja es la compañera inseparable de la mentira. La moly te dará prudencia para discernir lo verdadero de lo falso.
—Creía que era simplemente un antídoto. ¿Acaso la hierba moly también da sabiduría?
—Circe es «la de las lindas trenzas», la que procurará, como si de cabello se tratase, enredarte en un destino blando y soportable, salpicado de algunos placeres como las sutilezas del ingenio, los suaves afectos y las pasiones. Pero como le sucedió a Ulises, acabará también por decirte: «Ahora ve a la pocilga y échate con tus compañeros».
—Ya entiendo.
—Bien. Luego lo entenderás mejor. Los compañeros de Ulises, abandonados a sus deseos, se convirtieron en cerdos. Tú encuentra la moly.
—Padre, yo busco la libertad. Y tú me pides que busque una hierba.
—Tienes que hacerte con ella para perseverar en el camino; pero atiende bien: saca de ti el coraje que nace del ansia de libertad que los dioses te han dado. «Alienta en tu pecho un ánimo indomable», reconoce la diosa en el hijo de Anticlea, fecundo en ardides[15]. ¿Ves? Un ánimo indomable. Eso has de ponerlo tú. Entonces la moly es eficaz.
El amo Filemón entró en un par de ocasiones a ver a Eumates. Se acercaba, le miraba y sonreía, pero no se decían nada. Quizá entre ellos se lo tenían todo dicho. Al amo se le llenaban los ojos de lágrimas en cuanto pasaba a la casa, y la vez que entró acompañado de la señora Apfia no pudo reprimirse y sollozó desconsolado. Hizo llorar a todos. La señora, que permanecía de pie junto a la puerta, tuvo que salir. Después entraron todos a despedirse, libres y esclavos.
Cuando a mediodía sonó el hierro de llamada, Onésimo comió allí mismo un poco de pan mojado en vino, unas hojas de lechuga con aceite y manzanas. Cada poco rato le refrescaba los labios con un paño húmedo empapado en aimatía, la alegría del cántaro, como solía llamar Eumates a aquel vino fresco que evocaba la presencia de los huertos.
Onésimo se quedó dormido al compás de la respiración del viejo, mientras el día se venía abajo. Fue una siesta plácida para ambos, y le permitió permanecer despierto por la noche repasando las cosas que le había ido diciendo Eumates a lo largo del día. Presentía que aún había más. El perfil del anciano destacaba pálido y afilado en la oscuridad, iluminado por el brillo débil de la lámpara de aceite. La respiración se aceleró y el sueño plácido se volvió tortuoso. Ahora jadeaba. La cabeza se movía inquieta de un lado a otro.
Bien pasada la medianoche, despertó.
—One, One. Acércate.
Onésimo se levantó de inmediato y encendió otra lámpara. Vio cómo Eumates se incorporaba solo, con los ojos anormalmente abiertos.
—Hijo, acércame la cama a la puerta. Hace calor.
—Padre, tienes fiebre. El relente de la madrugada no te conviene.
—Dispondrás de un peculio para comprar tu libertad en cuanto cumplas treinta años. Hoy en día las leyes del imperio lo ponen todo difícil, pero entonces nadie podrá negarte tu derecho. Ahora mismo el amo Filemón, aunque quisiera, no podría concederte la libertad. Sé condescendiente con él. Si te quedas en la granja, quizá te otorgue tu carta de libertad antes de la treintena. Si te vas, tendrás enfrente para siempre las leyes del imperio, pero quizá mañana empieces a vivir ya como el hombre libre que yo no he sido.
—Padre, éstas no son horas…
—Hijo, éstas son mis últimas horas. Así que calla y escucha.
—Tengo unas monedas de oro acuñadas en Pérgamo. Pesan bastante más de un talento. No podrás con todas. Deberían haber servido para pagar mi libertad. Serán el pago por la tuya. Solo Pammé sabe dónde están depositadas. Cuando llegues a las orillas del Meandros por el camino de Hierápolis a Sardes, le darás a oler el contenido de ese frasco pequeño. Mira en la hornacina, junto a esas tejas escritas, al lado de la figura… —Señaló con el dedo—. Te llevará hasta ellas. ¿Lo ves? No lo abras aquí. ¡Ni se te ocurra!
Eumates volvió a dormirse. Poco después se despertó sobresaltado.
—One, ¿está abierta la puerta? —preguntó.
—Sí, padre.
—Ábrela más. Quiero ver salir el sol. —Eumates intentó fijar su mirada vacía en la noche, enmarcada por las jambas de la puerta—. Mira, One, veo la luz brillante y magnífica del sol que despunta. ¡El Sol Invicto[16]!
Onésimo miró sus ojos centelleantes. Aún era noche cerrada. En ese momento, Pammé levantó la cabeza para emitir un leve y prolongado gemido. Eumates murió y Onésimo lo enterró junto a Alce, como le había prometido.