En los primeros años de este siglo, vivía en una pequeña granja de la División Norte del condado de York un matrimonio respetable que se llamaba Huntroyd. Se habían casado mayores, aunque habían «festejado» cuando eran muy jóvenes. Nathan Huntroyd había sido mozo de labranza del padre de Hester Rose y la había pretendido en una época en que los padres de ella creían que su hija podía aspirar a más; así que despidieron a Nathan sin contemplaciones, y sin preocuparse de los sentimientos de su hija. Él se había alejado mucho de sus relaciones anteriores y ya tenía más de cuarenta años cuando murió un tío suyo, dejándole dinero suficiente para aprovisionar una pequeña granja y guardar algo en el banco por si llegaban malos tiempos. Una de las consecuencias de la herencia fue que Nathan empezó a buscar esposa y ama de casa, de forma discreta y sin prisas; y un día se enteró de que su antiguo amor, Hester, no era una señora casada y próspera, como siempre había supuesto, sino una pobre criada para todo en la ciudad de Ripon. Pues su padre había sufrido una serie de desgracias que en la vejez habían dado con él en el asilo de pobres; su madre había muerto; su único hermano luchaba para sacar adelante a una familia numerosa; y la propia Hester era una sirvienta trabajadora y sencilla (de treinta y siete años). Nathan experimentó cierta satisfacción quisquillosa (sólo momentánea, sin embargo) al enterarse de estas vueltas de la rueda de la Fortuna. No hizo muchas observaciones inteligibles a su informador y no dijo una palabra a nadie más. Pero a los pocos días, se presentó en la puerta de atrás de la señora Thompson, de Ripon, con su traje de domingo.
Abrió la puerta Hester, en respuesta a la fuerte llamada de Nathan con su sólido bastón de roble. A ella le daba la luz de lleno y a él la sombra. Hubo un breve silencio. Él examinó la cara y la figura de su antiguo amor, a quien no había visto en veinte años. La lozanía de la juventud se había disipado. Como ya he dicho, Hester era una mujer de aspecto sencillo y poco agraciada, pero de cutis terso y ojos francos y agradables. Ya no tenía la figura torneada, y vestía el blusón azul y blanco atado a la cintura con las cintas del delantal blanco, y la saya corta de pañete rojo le dejaba al descubierto los pies y los tobillos pulcros. Su antiguo enamorado no se entregó al arrobamiento. Se limitó a decirse: «Aceptará», y fue directamente al grano.
—No me reconoces, Hester. Soy Nathan, tu padre me echó al instante por quererte para esposa, el próximo día de san Miguel hará veinte años. No he pensado mucho en matrimonio desde entonces. Pero mi tío Ben ha muerto dejándome una pequeña cantidad en el banco. He comprado la granja de Nab-end y un poco de ganado y necesitaré una mujer que se haga cargo de todo. ¿Te gustaría? No voy a engañarte, es una granja lechera y podría ser de labranza. Pero para eso necesitaría más caballos de los que me iba bien comprar, y aproveché la oferta de un buen lote de vacas. Y ya está. Si me aceptas, vendré a buscarte en cuanto se recoja la hierba.
—Pasa y siéntate —dijo simplemente Hester.
Nathan pasó y se sentó. Hester siguió preparando la comida de la familia, sin prestarle más atención a él que a su bastón durante un rato. Mientras tanto, Nathan observaba sus movimientos vivos y briosos, y se repetía: «Aceptará». Al cabo de unos veinte minutos de silencio así empleados, él se levantó y dijo:
—Bueno, Hester, me marcho. ¿Cuándo quieres que vuelva?
—Quiero que hagas lo que quieras —repuso Hester, procurando adoptar un tono ligero e indiferente; pero él advirtió que se le iban y se le venían los colores y que temblaba mientras seguía trajinando. Al momento, besó a Hester Rose como es debido. Y cuando ella se volvió para regañar al maduro granjero, le pareció tan sereno que vaciló.
—He hecho lo que quería, y tú también, supongo. ¿El sueldo es mensual y hay que avisar con un mes? Hoy es día ocho. Nos casaremos el ocho de julio. No tengo tiempo para cortejarte hasta entonces, y la boda no puede ser larga. No podemos perder más de dos días a nuestra edad.
Parecía un sueño, pero Hester decidió no pensar más en ello hasta que acabara el trabajo. Y, cuando lo recogió todo por la tarde, fue a dar el aviso a su señora, y le contó toda la historia de su vida en pocas palabras. Al cabo de un mes, tal día como aquel, se casó y dejó la casa de la señora Thompson.
El matrimonio tuvo un hijo, Benjamin. A los pocos años de nacer el niño, murió en Leeds el hermano de Hester, dejando diez o doce hijos. Hester lloró amargamente su pérdida, y Nathan le manifestó su muda condolencia, aunque no podía olvidar que Jack Rose había colmado de injurias la amargura de su juventud. Ayudó a su mujer en los preparativos para el viaje en carro a Leeds. Quitó importancia a los múltiples problemas domésticos que se planteó ella hasta que todo estuvo dispuesto. Le llenó el monedero para que pudiese atender las necesidades inmediatas de la familia de su hermano. Y, cuando ya se iba, corrió tras el carruaje y gritó:
—¡Alto, alto! Hetty, si quieres, si te parece bien, tráete a una de las hijas de Jack, ¿eh? Nosotros tenemos más que suficiente. Y una niña alegra la casa, que diría un hombre.
El carruaje siguió su camino; y Hester sintió el pecho henchido de muda gratitud, que era gratitud a su marido y acción de gracias a Dios.
Y de ese modo se convirtió la pequeña Bessy Rose en habitante de la granja de sus tíos.
La virtud recibió su recompensa en este caso, de forma clara y palpable, además, lo que no ha de inducir a la gente en general a creer que sea esa la naturaleza habitual del premio a la virtud. Bessy se convirtió en una joven inteligente, afectuosa y trabajadora; un consuelo diario para su tío y su tía. Era tan encantadora en la casa que incluso la consideraban digna de su único hijo Benjamin, la perfección para ellos. No es frecuente que dos personas normales y corrientes tengan un hijo de belleza singular; pero ocurre a veces, y Benjamin Huntroyd era uno de esos casos excepcionales. El laborioso granjero, marcado por las huellas del trabajo y las preocupaciones, y la madre, que no podría haber sido nunca más que pasablemente bonita en sus mejores tiempos, tuvieron un hijo que podría haber sido hijo de un conde, por su belleza y donaire. Hasta los señores que cazaban en la zona refrenaban el caballo para admirarle cuando les abría las verjas. Estaba tan acostumbrado a la admiración de los desconocidos y a la adoración de sus padres desde la más tierna edad que no era nada tímido. En cuanto a Bessy Rose, se ganó completamente su cariño desde la primera vez que posó la mirada en él. Y a medida que se hacía mayor empezó a amarle, convencida de que era su deber amar más sobre todo a quien tanto amaban sus tíos. A cada señal inconsciente del cariño de la joven por su primo, los padres de este sonreían y hacían un guiño: todo iba conforme a sus deseos, no tendrían que buscar esposa para Benjamin en otra parte. La familia seguiría como ahora: Nathan y Hester se sumirían en el reposo de la vejez y cederían autoridad y cuidados a aquellos familiares queridos que, con el tiempo, traerían a otros seres queridos para compartir su amor.
Pero Benjamin se lo tomaba todo con mucha frialdad. Había asistido como alumno externo a un colegio de la ciudad cercana, un colegio de primaria que se hallaba en el mismo estado de abandono que la mayoría hace treinta años. Ni su padre ni su madre sabían mucho de estudios. Lo único que sabían, y que guio su elección del colegio, era que sus posibilidades no les permitían enviar a su amadísimo hijo a un internado, que tenía que recibir alguna educación y que el hijo del señor Pollard iba a la escuela primaria de Highminster. El hijo del señor Pollard y muchos otros destinados a hacer sufrir a sus padres eran alumnos de aquel colegio. Si no hubiese sido un centro de enseñanza tan pésimo, el sencillo granjero y su esposa lo habrían descubierto antes. Pero los alumnos no sólo aprendían allí malas mañas, sino también a mentir. Benjamin era demasiado inteligente por naturaleza para seguir siendo un burro, aunque, si hubiese decidido serlo, nada en la escuela de primaria Highminster le habría impedido convertirse en uno de primera. Pero todo indicaba que era cada vez más listo y caballeroso. Sus padres se enorgullecían incluso de los aires que se daba en casa, tomándolos como prueba de su refinamiento, aunque el resultado práctico de este fuese un expreso desprecio por la incauta ignorancia y los toscos modales de sus progenitores. A los dieciocho años, era aprendiz en un despacho de abogados de Highminster (pues se había negado de plano a ser un «simple destripaterrones», es decir, granjero trabajador y honrado como su padre). Bessy Rose era la única persona descontenta con él. La pequeña de catorce años creía instintivamente que le pasaba algo. ¡Pero ay! Dos años más, y la muchacha de dieciséis adoraba su sombra y no podía ver tacha alguna en un joven que hablaba tan delicadamente y era tan apuesto y tan amable como el primo Benjamin. Pues Benjamin había descubierto que la forma de conseguir dinero para cualquier capricho era engatusar a sus padres simulando secundar su inocente plan y haciendo la corte a su preciosa prima Bessy Rose. Se ocupaba de ella sólo lo justo para que la obligación no le resultara desagradable. Pero le aburría recordar luego las nimiedades que la muchacha le pedía. Las cartas que había prometido escribirle durante sus ausencias semanales en Highminster, los encargos insignificantes que le había hecho sólo le parecían un engorro; e, incluso cuando estaba con ella, le molestaban sus preguntas sobre cómo pasaba el tiempo o las amistades femeninas que tenía en Highminster.
Cuando terminó el aprendizaje, lo único que le interesaba era irse a Londres uno o dos años. El pobre granjero Huntroyd estaba empezando a arrepentirse del empeño en que su hijo Benjamin fuese un caballero. Pero ya era demasiado tarde para lamentaciones. La madre pensaba lo mismo, pero, por muy afligidos que estuviesen, ambos guardaron silencio y no aprobaron ni pusieron reparos a la proposición de su hijo cuando se la expuso. Bessy, en cambio, advirtió entre lágrimas que tanto su tío como su tía parecían más cansados que de costumbre aquella noche, sentados en el banco junto al fuego, cogidos de la mano y mirando ociosamente las llamas brillantes como si viesen en ellas imágenes de lo que habían esperado en otro tiempo que sería su vida. Recogió las cosas de la cena cuando se marchó Benjamin haciendo más ruido que de costumbre, como si necesitara el ruido y el ajetreo para no echarse a llorar; y, tras haber captado de una ojeada la actitud y la expresión de Nathan y de Hester, procuró no volver a mirarlos para que no se le saltaran las lágrimas al verlos tan tristes.
—Siéntate, hija, ven. Acerca el banquillo al fuego y hablemos un poco de los planes del chico —dijo Nathan, animándose por fin a hablar. Bessy se acercó, se sentó delante del fuego y se cubrió la cara con el delantal, apoyando la cabeza en ambas manos. Nathan se dio cuenta de que una de las dos mujeres se echaría a llorar en cualquier momento. Así que decidió hablar con la esperanza de impedir que se contagiasen las lágrimas—. ¿Sabías ya algo de este plan absurdo, Bessy?
—No, no tenía ni idea —exclamó ella con voz apagada y distorsionada debajo del delantal. Hester creyó advertir cierto tono de reproche tanto en la pregunta como en la respuesta, y esto no podía soportarlo.
—Tendríamos que haber previsto, cuando le pusimos de aprendiz, que por fuerza acabaría así. Tiene que pasar pruebas y exámenes y no sé cuántas cosas más en Londres. No es culpa suya.
—¿Quién ha dicho que lo sea? —preguntó Nathan, bastante molesto—. Aunque, en realidad, unas pocas semanas le sacarían del atolladero y harían de él un abogado tan bueno como cualquiera de esos jueces. Me lo dijo el procurador Lawson en una conversación que tuve con él no hace mucho. No es que lo necesite. Lo que pasa es que quiere ir a Londres y pasar allí un año, no digamos ya dos.
Nathan movió la cabeza.
—Y si es su deseo —dijo Bessy, retirándose el delantal, con la cara encendida y los ojos hinchados—, no veo nada malo en ello. Los chicos no son como las chicas, que tenemos que quedarnos pegadas al hogar como ese gancho de la chimenea. Está bien que los jóvenes viajen y vean mundo antes de establecerse.
Hester buscó la mano de Bessy, y ambas se dispusieron a desafiar con firmeza cualquier acusación contra el amado ausente.
—Vamos, hija, no te pongas así. Lo hecho, hecho está. Y además, es cosa mía. Yo me empeñé en que mi niño fuese un caballero; y tendremos que pagar por ello.
—¡Querido tío! No gastarás mucho, respondo de ello. Y procuraré hacer en casa todas las economías posibles para compensar.
—¡No estaba hablando de dinero, hija! —dijo Nathan con gravedad—, sino de preocupaciones y pesadumbre. En Londres tiene su corte el diablo además del rey Jorge; y mi pobre muchacho ha estado a punto de caer en sus garras más de una vez. No sé qué hará cuando pueda olfatear su rastro.
—¡No le dejes ir, padre! —dijo Hester, adoptando por primera vez esta postura. Hasta entonces sólo había pensado en su propio dolor por separarse de él—. Si crees eso, padre, retenlo aquí, donde estará a salvo mientras le vigilamos.
—No —dijo Nathan—, ya es mayor para eso. Ahora mismo, no sabemos dónde está y no hace ni una hora que se ha marchado. Es demasiado mayor para ponerle otra vez en el andador o impedir que salga de casa bloqueando la puerta con una silla.
—Ojalá fuese otra vez un niño pequeño en mis brazos. El día que le desteté fue doloroso; pero creo que la vida lo es cada vez más a cada paso que da hacia la edad adulta.
—Vamos, mujer, esa no es forma de hablar. Da gracias por tener un hijo que es un hombre de casi seis pies de estatura y que nunca está enfermo. No le afearemos su aventura, ¿eh, Bess, hija mía? Volverá dentro de un año o un poco más, tal vez, dispuesto a establecerse en una ciudad tranquila, con una esposa que no está muy lejos de mí en este preciso momento. Y nosotros los viejos iremos haciéndonos mayores, dejaremos la granja y nos instalaremos en una casa cerca del abogado Benjamin.
Y así intentó tranquilizar a sus mujeres el bueno de Nathan, que se sentía bastante apesadumbrado. Pues de los tres, fue él quien tardó más en cerrar los ojos; y quien tenía temores más fundados.
«Sospecho que no me he portado bien con el chico. Sospecho que lo he hecho muy mal —era el pensamiento que lo tuvo en vela hasta el amanecer—. Algo le pasa; de lo contrario, no me mirarían tan compasivamente incluso cuando hablan de él. Sé lo que esto significa, aunque sea demasiado orgulloso para reconocerlo. Y Lawson también, no me dice todo lo que piensa cuando le pregunto qué clase de abogado será. Que Dios se apiade de Hester y de mí si el chico se extravía. ¡Que Dios se apiade de nosotros! Aunque tal vez todos mis temores se deban a esta noche en vela. Porque yo a su edad seguro que me habría gastado el dinero rápidamente si lo hubiese tenido. Pero tenía que ganarlo; y eso es muy distinto. ¡Bueno! Será difícil refrenar al hijo de nuestra vejez, ¡y esperamos tanto para tenerlo!».
Nathan fue al día siguiente a ver al señor Lawson a Highminster en Moggy, el caballo de tiro. Quien lo hubiese visto salir de su corral se habría sorprendido del cambio visible que se había operado en él cuando regresó, un cambio que tenía que deberse a algo más que un día de ejercicio desacostumbrado en un hombre de su edad. Apenas sujetaba las riendas. Si Moggy hubiese sacudido la cabeza se las habría arrancado de las manos. Iba cabizbajo, con los ojos clavados en algún objeto invisible, sin pestañear. Pero hizo un gran esfuerzo por recobrarse al acercarse a casa.
«No hace falta preocuparlas —se dijo—. Los muchachos son así. Aunque no creía que fuese tan insensato pese a ser tan joven. En fin, a lo mejor se vuelve más prudente en Londres. De todos modos, es mejor separarle de chicos tan malvados como Will Hawker y demás sinvergüenzas parecidos. Son ellos quienes han llevado por mal camino a mi hijo. Era un buen muchacho hasta que los conoció, un buen muchacho hasta que los conoció».
Pero apartó todas sus preocupaciones cuando entró en la sala, donde tanto Bessy como su esposa le recibieron en la puerta, dispuestas a ayudarle a quitarse el gabán.
—¡Vamos, muchachas, vamos! ¿No podéis dejar que un hombre se quite solo la ropa? ¡Vaya! ¡Podría haberte dado un golpe, chica! —y siguió hablando, procurando eludir el tema que les preocupaba. Pero no había modo de que lo olvidaran; y, a fuerza de preguntas repetidas, su esposa le sonsacó más de lo que él pensaba contar, suficiente para apenarlas a las dos; y, pese a todo, el valeroso anciano se guardó lo peor.
Benjamin volvió a casa al día siguiente a pasar una o dos semanas antes de iniciar su gran viaje a Londres. Su padre se mostró distante con él, serio y silencioso. Bessy estaba bastante enfadada al principio e hizo muchos comentarios mordaces, pero empezó a ablandarse y a sentirse herida y disgustada por la reserva y la frialdad que seguía manifestando Nathan cuando Benjamin iba a marcharse ya. Su tía se concentró temblorosa en los roperos y en la cómoda, como si le diera miedo pensar en el pasado o en el futuro. Sólo un par de veces se inclinó hacia su hijo al pasar detrás de donde estaba sentado y le besó la mejilla y le acarició el pelo. Bessy recordaría después —muchos años después— cómo había apartado él la cabeza crispado en una ocasión y había refunfuñado (su tía no lo oyó, pero ella sí): «¿No puedes dejar en paz a un hombre?».
Con Bessy fue muy amable, en realidad. No hay otra palabra que exprese su actitud, que no era cariñosa ni tierna ni de primo, sino de una cortesía elemental con una mujer joven y guapa; una cortesía que no ejercía en la actitud autoritaria o rezongona con su madre y en el hosco silencio con su padre. Aventuró un par de veces un cumplido a Bessy sobre su apariencia personal. Ella lo miró asombrada sin moverse.
—¿Tanto han cambiado mis ojos desde la última vez que los viste que tienes que hablarme de ellos de ese modo? —le preguntó—. Preferiría con mucho ver que ayudas a tu madre cuando se le cae la aguja de punto y en la oscuridad no puede recogerla.
Pero Bessy recordaría el hermoso comentario de Benjamin sobre sus ojos mucho tiempo después de que él lo olvidara y no pudiera ya decir de qué color eran. Muchos días bajaba el espejito ovalado de la pared de su alcoba para examinar los ojos que él había alabado, susurrándose: «¡Preciosos ojos grises! ¡Preciosos ojos grises!», hasta que volvía a colgarlo con risa súbita y un ligero rubor.
Cuando Benjamin ya se había marchado a una distancia imprecisa y a un lugar más impreciso aún (la ciudad llamada Londres), Bessy procuró olvidar todo lo que ofendía su idea del afecto y del deber de un hijo para con sus padres, pero había muchas cosas de ese tipo que seguían volviendo a su pensamiento. Por ejemplo, le habría gustado que no hubiese puesto objeciones a las camisas tejidas y hechas a mano que su madre y ella le habían preparado con tanto gusto. Claro que él no podía saber —y en eso insistía el amor de Bessy— con cuánto esmero y uniformidad se había hilado el hilo, ni cómo, no contentas con blanquearlo en el prado más soleado, habían tendido luego el lino al volver del tejedor en la hierba estival, humedeciéndolo con cuidado noche tras noche cuando no había rocío que desempeñara ese buen oficio. Él no sabía (porque no lo sabía nadie más que Bessy) cuántas puntadas largas y sueltas (por culpa de la vista debilitada de su tía, que quería hacer lo más delicado de la costura sola) había deshecho y vuelto a coser ella en su cuarto primorosamente, trabajando a altas horas de la noche. Todo eso no lo sabía él: de otro modo, nunca se habría quejado de la textura basta y de la hechura anticuada de las camisas; ni habría insistido en que su madre le diese parte de sus escasos ahorros de los huevos y la mantequilla para comprarse las últimas prendas de lino en Highminster.
En cuanto se descubrió aquella preciosa reserva de su madre, fue un alivio para la tranquilidad de Bessy no saber lo mal que contaba su tía las monedas. Confundía las guineas con los chelines, o a la inversa, de forma que la cantidad casi nunca era la misma en la vieja tetera negra sin pitorro. Pero su hijo, su esperanza, su amor, seguía ejerciendo un extraño poder de fascinación en la casa. La tarde antes de marcharse se había sentado con las manos entre las de sus padres, y Bessy, en el viejo banquillo, con la cabeza apoyada en las rodillas de su tía, alzaba la vista hacia Benjamin de vez en cuando, como para aprenderse su cara de memoria, hasta que las miradas de él se cruzaban con las suyas y la obligaban a bajar los ojos, con un suspiro.
Benjamin había estado levantado con su padre aquella noche hasta tarde, hasta mucho después de que las mujeres se fueran a la cama. Pero no a dormir; pues doy fe de que la madre de cabello gris no pegó ojo hasta el tardío amanecer de otoño, y de que Bessy oyó a su tío subir las escaleras lenta y laboriosamente y dirigirse hasta el viejo calcetín que le servía de banco; y contar las guineas de oro (se detuvo una vez, pero luego siguió, como si hubiese decidido coronar su obsequio con generosidad). Otra larga pausa, y Bessy oyó hablar a su tío sin entender lo que decía, tal vez diera consejos, o rezara una oración. Luego el padre y el hijo subieron a acostarse. La habitación de Bessy estaba separada de la de su primo por un tabique de madera fino; y lo último que oyó claramente antes de que se le cerraran los ojos, cansados de llorar, fue el tintineo de las guineas al chocar unas con otras a intervalos regulares, como si Benjamin estuviese jugando a cara o cruz con el regalo de su padre.
Bessy lamentó que no le pidiera que le acompañara parte del camino a Highminster. Se había preparado para hacerlo, tenía sus cosas colocadas sobre la cama, pero no podía acompañarle sin que se lo pidiera.
La pequeña familia procuró llenar el vacío afanosamente. Parecían dedicarse a su trabajo diario con desacostumbrado vigor; pero cuando llegaba la noche habían hecho poco. La pesadumbre nunca aligera el trabajo, y nadie conocía la preocupación y la angustia que tenía que aguantar cada uno en el campo, la rueca o la vaquería. Antes esperaban la llegada de Benjamin todos los sábados; esperaban, aunque podía aparecer o no, y, si se presentaba, había cosas de las que hablar que convertían sus visitas en cualquier cosa menos en agradables; pero aun así, podía presentarse, y todo podía ir bien, y entonces ¡qué sol y qué alegría para aquella gente humilde! Pero ahora estaba lejos y había llegado el invierno deprimente; y a los ancianos les fallaba la vista, y las tardes eran largas y tristes, a pesar de lo que hiciera o dijera Bessy. Y los tres creían que Benjamin no escribía todo lo que podría, aunque le habrían defendido de cualquiera si alguno de ellos hubiese expresado en voz alta tal pensamiento. «¡Seguro que no! —se dijo Bessy cuando salieron las primeras prímulas en un ribazo soleado y resguardado, y las recogió al volver de la iglesia—. Seguro que no habrá otro invierno tan triste y sombrío como este». Nathan y Hester Huntroyd habían experimentado un cambio enorme aquel último año. La primavera anterior, cuando su hijo era todavía objeto de más esperanzas que temores, tenían el aspecto de lo que yo llamaría una pareja de mediana edad: personas aún con muchas energías y mucho trabajo por delante. Ahora (y la causa del cambio no era sólo la ausencia del hijo) parecían dos ancianos frágiles, como si cada problema cotidiano normal fuese una carga más que no podían soportar. Pues Nathan había recibido malos informes de su único hijo y se los había explicado muy serio a su esposa, como algo demasiado malo para creerlo, y, sin embargo, «¡Que Dios nos asista si de verdad es así!». Se sentaron, cogidos de la mano, con los ojos secos y hundidos de tanto llorar, sin hablar apenas, temblorosos, suspirando de vez en cuando, sin atreverse a mirarse. Y luego, Hester había dicho:
—No se lo diremos a la niña. Los jóvenes sufren mucho por nada y creería que es verdad —se le quebró la voz en un gemido agudo, pero se recobró y añadió en tono normal—: No se lo diremos, seguro que él le tiene cariño y, a lo mejor, ¡si ella sigue pensando bien de él y amándolo consigue enderezarle!
—¡Que Dios te oiga! —dijo Nathan.
—¡Lo hará! —exclamó Hester con un gemido; y lo repitió, ¡vana repetición!—: Highminster es un mal sitio por las mentiras —dijo al fin, como si el silencio la impacientase—. Nunca he conocido un sitio donde corran tantos rumores. Pero Bessy no sabe nada y tú y yo no lo creemos; eso es una suerte.
Pero si de verdad no lo creían, ¿por qué estaban mucho más tristes y agotados de lo que la simple edad podía justificar?
Llegó otro año, otro invierno aún más desdichado que el anterior. Y aquel año, con las prímulas, llegó Benjamin: un joven desagradable, displicente e insensible, aunque conservaba los modales engañosos y el bello rostro que en otro tiempo al principio impresionaba a quienes no conocían el aspecto de los jóvenes disolutos de Londres de la peor calaña. Sólo al principio, cuando llegó con arrogancia y aire indiferente (en parte simulado y en parte real), sus padres sintieron cierta admiración reverente por él, como si no fuese su hijo sino un auténtico caballero; pero tenían instintos demasiados agudos en su sencilla naturaleza para no darse cuenta a los pocos minutos de que no era un auténtico príncipe.
—¿Puede saberse qué se propone con esos modales y todos esos perifollos? —preguntó Hester a su sobrina en cuanto se quedaron solas—. Y habla con tanto remilgo como si tuviese la lengua cortada o partida como un papagayo. ¡Ah! Londres es tan malo como un día caluroso de agosto para el cutis; era un muchacho tan guapo cuando se fue y míralo ahora, con la piel tan llena de rayas y floreos como la primera hoja de un cuaderno de caligrafía.
—¡Yo creo que le quedan muy bien esas patillas a la moda, tía! —dijo Bessy, ruborizándose aún al recordar el beso que le había dado a modo de saludo, y que la pobre creía una prueba de que, a pesar de su largo silencio epistolar, aún la consideraba su prometida. Algunas cosas de Benjamin no le gustaban a ninguno, aunque no las mencionasen nunca, pero también les complacía que se quedara tranquilo en la granja en vez de hacer continuas escapadas a la ciudad próxima en busca de diversión como antes. Nathan había pagado todas las deudas de Benjamin de las que tenía conocimiento poco después de que se marchara a Londres. Así que sus padres creían que no era el temor a los acreedores lo que le obligaba a quedarse en casa. Y salía por la mañana con el anciano, su padre, y le acompañaba mientras Nathan recorría los campos con andares decididos aunque débiles, poniendo toda su alma en lo que pasaba, como habría dicho él, pues le parecía que al fin su hijo se interesaba por los asuntos de la granja y no se movía de su lado mientras él comparaba sus pequeñas vacas galloway con las grandes short-horn que asomaban tras el seto del vecino.
—Es una forma chapucera de vender la leche, fíjate; les tiene sin cuidado que sea buena o mala, con tal de llenar la pinta de algo que ya sale aguado del animal, en vez de engañar directamente con la ayuda de la bomba. Pero fíjate en la mantequilla de Bessy, ¡qué destreza la suya!, en parte por la forma de hacerla y en parte por la elección del ganado. Es un placer ver su cesta llena para el mercado; pero no lo es ver las cántaras llenas del agua de almidón azulada que dan esos animales. Yo diría que cruzaron la raza con una bomba de agua no hace mucho. ¡Puaf! Pero nuestra Bessy es una chica lista y prudente. ¡A veces pienso que preferirás dejar las leyes y dedicarte al viejo oficio cuando te cases con ella! —Esto pretendía ser una indirecta sutil para averiguar si tenían algún fundamento los deseos y las plegarias del viejo granjero para que Benjamin renunciara al derecho y volviera a la primitiva ocupación de su padre. Ahora se atrevía a concebir esperanzas, ya que su hijo no había conseguido gran cosa con su profesión, por culpa, según le había dicho, de su falta de contactos; y la granja, el ganado y una pulcra esposa, además, estaban al alcance de su mano; y Nathan podía confiar en que no reprocharía a su hijo en los momentos de mayor descuido las sumas ganadas con tanto esfuerzo que habían gastado en su educación. Así que escuchó con doloroso interés la respuesta con la que era evidente que se debatía su hijo. Benjamin carraspeó un poco y se sonó la nariz antes de hablar.
—¡Bueno! Verás, padre, es difícil ganarse la vida con el derecho; sé por experiencia que un hombre no tiene ninguna posibilidad de salir adelante en la profesión si no es conocido, conocido por los jueces, y los mejores abogados de los tribunales superiores y demás. En fin, mi madre y tú no tenéis conocidos a quienes poder recurrir precisamente en ese campo. Aunque, por suerte, he conocido a un hombre, a un amigo, debería decir, que es realmente un individuo de primera, y que conoce a todo el mundo, desde el presidente de la Cámara de los Lores para abajo, y que me ha ofrecido una participación en su negocio, que sea su socio, en resumen… —vaciló un momento.
—Estoy seguro de que es un caballero fuera de lo común —dijo Nathan—. Me gustaría darle las gracias personalmente. Pues no hay muchos hombres que saquen a un joven del barro, por así decirlo, y le digan: «Toma la mitad de mi buena fortuna, señor, y que te vaya muy bien». Cuando tienen un poco de suerte, casi todos escapan con ella y se lo guardan todo para sí mismos, y lo engullen en un rincón. ¿Cómo se llama tu amigo? Me gustaría saberlo.
—No me comprendes, padre. Buena parte de lo que has dicho es cierto al pie de la letra. A la gente no le gusta compartir su buena suerte, como dices.
—Por eso honra más a quienes la comparten —le interrumpió Nathan.
—Sí, pero, verás, ni siquiera a un individuo tan excelente como mi amigo Cavendish le gusta dar la mitad de su bufete por nada. Espera un equivalente.
—Un equivalente —dijo Nathan, bajando la voz un octavo—. ¿Y qué sería? Las palabras mayores siempre tienen un significado, lo sé, pero no soy lo bastante instruido para averiguarlo.
—Bueno, en este caso, el equivalente que pide para aceptarme como socio y cederme luego todo el negocio no llega a trescientas libras.
Benjamin miró de reojo para ver cómo se tomaba su padre la propuesta. Nathan clavó el bastón con fuerza en el suelo, apoyó una mano en él y se volvió a mirarle.
—Entonces tu excelente amigo puede irse al diablo. ¡Trescientas libras! Que me aspen y me maten si sé de dónde sacarlas, aunque te ponga en ridículo y lo haga yo también.
Se había quedado sin aliento. Benjamin reaccionó a las primeras palabras de su padre con un obstinado silencio; eran sólo la reacción de sorpresa que esperaba y no se arredró mucho tiempo.
—Yo creía, señor…
—Señor, ¿por qué me llamas ahora señor? ¿Son tus modales finos? Soy Nathan Huntroyd a secas, y nunca he pretendido ser un caballero; pero he salido adelante sin deber nada a nadie hasta ahora, y no podré seguir haciéndolo mucho más con un hijo que viene a pedirme trescientas libras como si fuera una vaca y no tuviera otra cosa que hacer que darle la leche al primero que me halague.
—Bueno, padre —dijo Benjamin simulando sinceridad—, entonces no me queda más remedio que hacer lo que he pensado muchas veces antes. Emigrar.
—¿Qué? —preguntó el padre, mirándole fijamente con dureza.
—Emigrar. Marcharme a América o a la India, o a alguna otra colonia donde haya una oportunidad para un joven de carácter.
Benjamin guardaba esta propuesta como su baza, esperando llevárselo todo con ella. Para su sorpresa, sin embargo, su padre sacó el bastón del agujero que había hecho al clavarlo con fuerza en el suelo y se adelantó cuatro o cinco pasos; se detuvo de nuevo, y hubo un profundo silencio durante unos minutos.
—Tal vez fuera lo mejor que podrías hacer —empezó a decir el padre. Benjamin apretó los dientes con fuerza para contener la maldición. Menos mal que el pobre Nathan no se volvió entonces y no pudo ver la mirada que le lanzaba su hijo—. Pero sería bastante duro para nosotros, para Hester y para mí, porque, seas o no un buen muchacho, eres sangre de nuestra sangre, nuestro único hijo, y aunque no seas lo que desearía un hombre, tal vez sea culpa nuestra por habernos enorgullecido tanto de ti… (Su madre se moriría si se fuera a América; y Bess también, ¡la chica lo tiene en tanto!). —Sus palabras, dirigidas en principio a su hijo, habían pasado a ser un monólogo, que Benjamin escuchó con tanta atención como si se dirigiera a él. Tras una pausa de reflexión, el padre se dio la vuelta—: Ese hombre… no creo que sea amigo tuyo si se le ocurre pedirte ese dineral… Estoy seguro de que no es el único que podría darte una oportunidad… Tal vez otros lo hagan por menos.
—Ninguno; nadie me daría las mismas oportunidades —dijo Benjamin, creyendo advertir indicios de que su padre empezaba a ceder.
—Bien, entonces, puedes decirle que ni él ni tú vais a ver trescientas libras de mi dinero. No digo que no tenga algo guardado por lo que pueda pasar; pero no es tanto, y una parte es para Bessy, que ha sido como una hija para nosotros.
—Pero Bessy será vuestra verdadera hija algún día, cuando yo tenga un hogar al que llevarla —dijo Benjamin, que jugaba al tira y afloja con su compromiso con Bessy, incluso mentalmente. Cuando estaba con ella, cuando ella parecía más radiante y mejor, la trataba como si fuesen prometidos; lejos de ella la consideraba más bien una buena cuña para inclinar a su padre a su favor. Sin embargo, ahora no mentía exactamente al hablar como si se propusiera hacerla su esposa; pues lo pensaba, aunque lo utilizara para convencer a su padre.
—Será un día triste para nosotros —dijo el anciano—. Pero Dios nos tendrá en sus manos, y puede que para entonces nos cuiden más en el cielo de lo que Bessy, con todo lo buena que es, nos ha cuidado en la granja. Tú eres lo que más quiere en el mundo, además. Pero no tengo trescientas libras, muchacho. Sabes que guardo el dinero en el calcetín hasta tener cincuenta libras y luego las llevo al banco de Ripon. Según el último recuento, había justo doscientas, tengo sólo quince en el calcetín y quería que cien y el ternero de la vaca parda fuesen para Bess, que ha disfrutado tanto criándolo.
Benjamin examinó a su padre para ver si decía la verdad; y el simple hecho de que se le ocurriera desconfiar del anciano, de su padre, dice bastante de su carácter.
—No puedo hacerlo, no puedo hacerlo, está claro, aunque me habría gustado pensar que ayudé en la boda. Todavía queda por vender la novilla negra, que dará cosa de diez libras, pero hará falta una parte para la simiente de trigo, porque el cultivo fue malo el año pasado y había pensado probar… ¡Mira, hijo! Haré como si Bess te prestara sus cien, sólo que tienes que darle a cambio un pagaré. Y podrás disponer de todo el dinero del banco Ripon, y ver si el abogado te da por doscientas libras la parte correspondiente a lo que te ofreció por trescientas. No quiero faltarle, pero tienes que conseguir lo justo por el dinero. A veces creo que te dejas timar por la gente; bueno, no quiero que engañes a nadie por cuatro cuartos, pero tampoco quiero que seas tan tonto que te dejes engañar.
Esto venía a cuento de que Benjamin había recibido dinero de su padre para pagar algunas facturas que habían sido amañadas para cubrir otros gastos menos decorosos del joven. Y el sencillo granjero, que todavía confiaba en su hijo, era lo bastante agudo para advertir que había pagado más de lo normal por las cosas que había comprado.
Tras cierta vacilación, Benjamin aceptó que le diera las doscientas, y prometió emplearlas lo mejor posible para establecerse en el negocio. Pero sentía un anhelo extraño por las quince libras del calcetín. Eran suyas, como heredero de su padre. Y en seguida olvidó un poco su amabilidad habitual con Bessy aquella tarde, concentrándose en la idea de que guardaban dinero para ella, y se lo envidiaba aunque fuese con la imaginación. Pensó más en aquellas quince libras que no tendría que en las doscientas ganadas con esfuerzo y ahorradas modestamente que iban a darle. Nathan, por su parte, estaba animadísimo aquella noche. En el fondo era tan generoso y tan cariñoso que sentía una satisfacción inconsciente por haber ayudado a dos personas en su camino a la felicidad, sacrificando la mayor parte de sus bienes. El mismo hecho de haber confiado en su hijo hasta tal punto parecía hacerle más digno de confianza a juicio de su padre. Lo único que procuraba olvidar era que, si todo sucedía como esperaba, Benjamin y Bessy se establecerían lejos de Nab-end; pero tenía una confianza infantil en que entonces: «Dios se cuidaría de él y de su señora de una u otra forma. De nada servía adelantarse demasiado a los acontecimientos».
Bessy tuvo que oír muchas bromas incomprensibles de su tío aquella noche; pues el anciano creía que Benjamin se lo había contado todo, cuando lo cierto era que su hijo no le había dicho una palabra a su prima.
Nathan le contó a su mujer en la cama la promesa que le había hecho a su hijo y el plan de vida que el adelanto de las doscientas libras iba a promover. La pobre Hester se asustó un poco del súbito cambio de destino de la suma, que ella consideraba hacía mucho, con secreto orgullo, «dinero en el banco». Pero estaba bastante dispuesta a desprenderse de ella por bien de Benjamin, si era necesario. Claro que el enigma era cómo podía ser necesaria esa suma. Pero incluso esa duda fue reemplazada por la abrumadora idea de que no sólo «nuestro Ben» se instalaría en Londres, sino de que Bessy se iría con él como su esposa. Este gran trastorno disipó todas las preocupaciones sobre el dinero, y Hester se pasó la noche temblando y suspirando afligida. Al día siguiente por la mañana, se sentó junto al fuego mientras Bessy amasaba el pan. Era extraño, porque a aquella hora siempre estaba muy activa.
—Creo que tendremos que ir a comprar el pan a la tienda, algo que nunca se me había ocurrido que haría mientras viviera —le dijo.
Bessy alzó la vista de la masa sorprendida.
—Te aseguro que no pienso comer esa porquería. ¿Por qué quieres pan de la panadería, tía? Esta masa subirá como una cometa con el viento del sur.
—Ya no puedo amasar como antes. Me destroza la espalda. Y creo que tendremos que comprar el pan por primera vez en mi vida cuando te vayas a Londres.
—No me iré a Londres —dijo Bessy, amasando con nueva resolución y poniéndose muy colorada, por el ejercicio o por la idea.
—Pero nuestro Ben va a asociarse con un gran abogado de Londres y tú sabes que no tardará mucho en llevarte.
—Vamos, tía —dijo Bessy, retirando las manos de la masa, pero sin alzar la vista—, si eso es todo lo que te preocupa, olvídalo. Ben tendrá treinta proyectos en la cabeza antes de establecerse, tanto sobre el negocio como sobre el matrimonio. A veces me pregunto por qué sigo pensando en él —añadió con emoción creciente—, porque no creo que él piense en mí cuando no estoy delante. Esta vez tengo la intención de intentar olvidarle en cuanto se marche. ¡Eso es lo que pienso hacer!
—¡Qué vergüenza, muchacha! Él está organizándolo y planeándolo todo por ti. Ayer mismo estuvo hablando con tu tío y planeándolo todo muy bien. Pero comprende que será duro para nosotros cuando os hayáis marchado los dos.
La anciana empezó a gemir con el llanto sin lágrimas de los viejos. Bessy se apresuró a tranquilizarla. Y las dos hablaron y se lamentaron y confiaron e hicieron planes para el futuro, hasta que acabaron la una consolada y la otra secretamente dichosa.
Nathan y su hijo regresaron de Highminster aquella tarde tras resolver el asunto de la forma indirecta que más satisfacía al padre. Habría salido ganando si hubiera dedicado la mitad de las molestias que se tomó en conseguir que su dinero llegase a Londres de la forma más segura a comprobar los detalles plausibles con los que su hijo corroboraba la historia de la asociación que le habían ofrecido. Pero de este asunto no sabía nada y obró de la forma que más le tranquilizaba. Llegó a casa agotado, pero satisfecho; no tan animado como la noche anterior, pero sí todo lo tranquilo que podía estar la víspera de la partida de su hijo. Bessy, gratamente agitada por lo que le había contado su tía del verdadero amor que sentía su primo por ella —deseamos ardientemente creer lo que deseamos— y aquel plan que culminaría en matrimonio (culminaría al menos para ella, la mujer), estaba casi guapa con su rubor encantador y radiante y, en más de una ocasión, cuando iba de la cocina a la vaquería, Benjamin la atrajo hacia sí y le dio un beso. Los ancianos procuraron no ver nada de esto y, a medida que se acercaba la noche, estaban más tristes y más callados, pensando en la partida del día siguiente. También Bessy se iba poniendo triste a medida que transcurrían las horas; y luego empleó su sencillo ingenio en conseguir que Benjamin se sentara junto a su madre, que suspiraba por él, como podía ver la muchacha. En cuanto Hester tuvo a su hijo al lado, le cogió una mano y se la acarició susurrando ternezas que no le decía desde que era un pequeño. Pero a él le fastidiaba todo aquello. Mientras había podido jugar con Bessy, darle la lata y acariciarla, no había tenido sueño; pero entonces bostezó sonoramente. Bessy le habría dado una bofetada por no contener el bostezo; en todo caso, no tenía por qué hacerlo tan descaradamente, casi ostentosamente. Su madre fue más compasiva.
—¡Estás cansado, hijo! —le dijo, poniéndole con cariño una mano en el hombro, que resbaló cuando él se levantó de pronto y dijo:
—¡Sí, lo que se dice hecho polvo! Me voy a la cama.
Y se marchó dando con ligereza un beso a todos, incluida Bessy, como si estuviese «hecho polvo» de jugar al amante, y dejó a los tres recoger sus pensamientos lentamente y seguirle escaleras arriba.
A la mañana siguiente, parecía un poco impaciente con ellos por haberse levantado temprano para despedirle. Y su despedida consistió en el siguiente discurso:
—Bueno, amigos, a ver si la próxima vez que nos veamos estáis más contentos que hoy. Cualquiera diría que vais a un entierro. Dais miedo. Estás muchísimo más fea que anoche, Bess.
Se marchó. Y ellos volvieron a la casa e iniciaron la larga jornada sin hablar mucho de su ausencia. No tenían tiempo para charlas inútiles, pues debían hacer todo el trabajo que no habían hecho durante la breve visita de Benjamin. Así que tuvieron que trabajar el doble. El trabajo duro fue su consuelo durante muchos largos días.
Las cartas de Benjamin, aunque no frecuentes, estaban al principio llenas de relatos jubilosos de sus éxitos. Bien es cierto que los pormenores de su prosperidad eran un tanto vagos; pero la realidad de esta quedaba amplia e inconfundiblemente expuesta. Siguieron pausas más largas; cartas más breves, de distinto tono. Más o menos un año después de su partida, Nathan recibió una que le desconcertó y le irritó sobremanera. Algo había ido mal (Benjamin no explicaba qué), pero terminaba pidiendo, exigiendo casi, el resto de los ahorros de su padre, estuviesen en el calcetín o en el banco. El año no había sido propicio para Nathan; se había declarado una epidemia entre el ganado, que les había afectado a él y a los vecinos; y, además, el precio de las vacas, al comprar algunas para reponer las que había perdido, había sido más alto que nunca, que él recordara. Las quince libras del calcetín que dejó Benjamin se habían quedado en poco más de tres. ¡Y que se las pidiera de forma tan perentoria! Antes de comunicar el contenido de la carta a nadie (aquel día Bessy y su tía habían ido al mercado en el carro de un vecino), cogió pluma, tinta y papel y respondió con una negativa, con algunas faltas pero categórica y rotunda. Benjamin ya había recibido su parte, y si no podía arreglárselas con eso, tanto peor para él. Su padre no tenía nada más que darle. Esa era la esencia de la carta.
La escribió, puso la dirección, la selló y se la dio al cartero que regresaba a Highminster tras el reparto y recogida del día, antes de que Hester y Bessy volvieran del mercado. Habían pasado un día agradable de reunión vecinal y cháchara sociable: los precios habían subido y estaban contentas, sólo un poco cansadas y con muchas pequeñas noticias. Tardaron un rato en darse cuenta de lo lánguidamente que recibían sus palabras los oídos del oyente que se había quedado en casa. Pero, viendo que su abatimiento no se debía a ninguna causa corriente, le instaron a que les contara lo que pasaba. La irritación de Nathan no se había disipado. Más bien había aumentado al pensar en ello, y se desahogó sin ambages; y, mucho antes de que acabara, las dos mujeres estaban tan tristes como él, si no tan irritadas. En realidad, uno y otro sentimiento tardaron muchos días en atenuarse en el ánimo de quienes los abrigaban. Bessy se animó antes, porque encontró una forma de desahogar la pena en la actividad; actividad que era en parte compensación por los comentarios cortantes que le había hecho a su primo por cosas que la habían molestado en su última visita y, en parte, porque creía que él no habría escrito una carta como aquella a menos que de verdad necesitara el dinero de forma apremiante; aunque escapaba a su comprensión que necesitase dinero tan pronto después de todo el que le habían dado. Bessy sacó sus ahorros: todas las monedas que le habían regalado desde pequeña, más el dinero que había ganado con los huevos de dos gallinas, que se consideraban suyas; lo reunió todo, sumaba poco más de dos libras (dos libras cincuenta y siete peniques, para ser exactos); dejó los peniques como fondo para sus futuros ahorros y metió el resto en un paquete pequeño que envió con una nota a la dirección de Benjamin en Londres:
De una amiga sincera.
Doctor Benjamin: Tío ha perdido 2 vacas y muchísimo dinero. Está enfadado, pero más preocupado. Bueno, nada más de momento. Espero te encuentres bien al recibo de esta. Nosotros bien.
Aunque no te vemos te recordamos con cariño. No hace falta que lo devuelvas.
Tu prima que te quiere,
ELIZABETH ROSE
Bessy empezó a trabajar y a cantar de nuevo en cuanto envió el paquete. No esperaba acuse de recibo; en realidad, tenía tanta confianza en el mensajero (que llevaba los paquetes a York, de donde los enviaban a Londres por diligencia) que estaba segura de que este iría personalmente hasta Londres a entregar todo lo que le hubieran confiado si no se fiaba plenamente de la persona, el coche y los caballos que debían cumplir el encargo. Así que no le preocupaba no recibir noticia de la llegada de su carta. «Dar algo a un hombre que conoces es muy distinto que echarlo por la ranura de un buzón —se dijo—, que una nunca ha visto por dentro; y sin embargo las cartas llegan de un modo u otro». (Esta fe en la infalibilidad del correo se tambalearía pronto). Pero en su fuero interno deseaba la gratitud de Benjamin y algunas palabras de amor que hacía tanto tiempo que no oía. Mejor dicho, pensaba incluso (a medida que fueron pasando los días y las semanas sin recibir una línea) que estaría liquidando sus asuntos en aquel ruinoso y agotador Londres para volver a la granja a darle las gracias personalmente.
Un día, su tía estaba arriba examinando los quesos del verano y su tío había salido al campo, cuando el cartero le entregó a Bessy una carta en la cocina. Los carteros rurales no están muy apremiados por el tiempo, ni siquiera ahora, y en aquel entonces había pocas cartas que repartir y sólo enviaban la correspondencia una vez a la semana al distrito al que pertenecía Nab-end; y en tales ocasiones, el cartero solía hacer visitas matinales a las personas para quienes tenía cartas. Así que empezó a hurgar en su cartera, medio apoyado, medio sentado en el aparador.
—Traigo algo extraño para Nathan hoy. Me temo que son malas noticias, porque lleva estampado «Dead Letter Office»[33].
—¡Dios nos ampare! —dijo Bessy, y se sentó en la silla más próxima, blanca como la nieve. Pero se levantó al momento, le quitó la carta inquietante de la mano al cartero, le empujó fuera de la casa diciéndole que se marchara antes de que bajara su tía, y le adelantó, corriendo a toda prisa hasta llegar al campo en el que esperaba encontrar a su tío.
—¿Qué es esto, tío? —preguntó sin aliento—. ¡Dímelo, tío! ¿Ha muerto?
A Nathan le temblaban las manos y se le nubló la vista.
—Tómala y dime tú lo que es —le dijo.
—Es una carta tuya para Benjamin, es… lleva algo escrito, «Destinatario desconocido»; así que la han devuelto al remitente, que eres tú, tío. ¡Ay, qué susto me han dado esas horribles palabras!
Nathan había cogido la carta y le daba vueltas esforzándose por comprender lo que la aguda Bessy había entendido de un solo vistazo. Pero llegó a una conclusión diferente.
—¡Ha muerto! —exclamó—. ¡El muchacho ha muerto sin saber cuánto lamento haberle escrito una carta tan dura! ¡Hijo mío, mi muchacho!
Se sentó en el suelo allí mismo y se cubrió la cara con las manos arrugadas. Era una carta que había escrito con infinito esfuerzo y en diferentes momentos para decirle a su hijo, con palabras más amables y más por extenso que en la anterior, las razones por las que no podía enviarle el dinero que le pedía. Y ahora Benjamin había muerto. Más aún, el anciano llegó de inmediato a la conclusión de que su hijo había muerto de hambre y sin dinero en un lugar extraño, enorme y salvaje. Sólo pudo decir de momento:
—El corazón, Bessy… ¡se me desgarra el corazón!
Se llevó una mano al costado mientras seguía cubriéndose los ojos con la otra, como si no quisiera volver a ver la luz del día. Bessy se agachó a su lado en seguida, abrazándole, frotándole y besándole.
—No es tan grave, tío, no ha muerto, la carta no lo dice, no lo pienses. Se ha mudado de dirección y esos pillos holgazanes no saben dónde encontrarle; así que se limitan a devolver la carta, en vez de intentar dar con él casa por casa como haría Mark Benson. Siempre he oído hablar de la pereza de la gente del sur. No ha muerto, tío; sólo se ha mudado, ya verás cómo no tarda mucho en decirnos dónde se ha instalado. Tal vez en un sitio más barato si ese abogado le ha engañado, y trata de vivir con lo menos posible, nada más, tío. No te lo tomes así, porque la carta no dice que haya muerto.
Bessy estaba llorando muy agitada, aunque creía firmemente en su propia versión de lo sucedido, y la apertura de la desagradable carta había sido un gran alivio. Empezó a pedir a su tío, de palabra y de obra, que no siguiera sentado en la hierba húmeda. Le ayudó a levantarse, porque estaba agarrotado y «temblaba como un azogado», según decía él. Le obligó a caminar, repitiéndole una y otra vez su conclusión sobre el asunto, siempre con las mismas palabras, empezando una y otra vez: «No ha muerto; sólo se ha mudado», etcétera. Nathan movía la cabeza e intentaba convencerse; pero, aun así, en su fuero interno lo creía firmemente. Cuando llegó a casa con Bessy (que no le dejó seguir con su trabajo) parecía tan enfermo que su esposa decidió que se había resfriado y él, cansado e indiferente a todo, agradeció dejarse caer en la cama y hallar reposo para la tensión que su verdadera enfermedad física le producía. Ni Bessy ni él volvieron a hablar de la carta en muchos días; ni siquiera entre ellos. Y Bessy encontró la forma de impedir que Mark Benson lo hiciera, contándole el lado optimista de su propia versión del asunto para satisfacer la amable curiosidad del cartero.
Nathan se levantó tras una semana en cama con el aspecto y el porte de un hombre diez años mayor. Su esposa le había reñido mucho por haber cometido la imprudencia de sentarse en el campo húmedo, por muy cansado que estuviese. Pero también ella había empezado a inquietarse por el prolongado silencio de Benjamin. No sabía escribir, pero instó a su marido muchas veces a que enviara una carta pidiendo noticias de su hijo. Él no respondió nada durante un tiempo; al final, le dijo que escribiría el domingo siguiente por la tarde. Solía escribir los domingos, y aquel se proponía ir a la iglesia por primera vez desde que cayera enfermo. El sábado se empeñó en ir a Highminster al mercado en contra de los deseos de Hester (respaldada por Bessy en la medida en que podía). Dijo que el cambio le sentaría bien. Pero volvió fatigado y con una actitud un tanto misteriosa. Cuando aquella noche fue a la cuadra por última vez, pidió a Bessy que le acompañara para aguantar la linterna mientras examinaba a una vaca enferma. Y, en cuanto se alejaron lo suficiente de la casa para que Hester no los oyera, sacó un paquetito de la tienda y le dijo:
—Quiero que me pongas esto en el sombrero de los domingos, ¿lo harás, hija? Será un pequeño consuelo. Sé que mi hijo ha muerto aunque no hable de ello para no apenaros a Hester y a ti.
—Lo haré, tío, si… Pero él no ha muerto —contestó Bessy sollozando.
—Lo sé, lo sé, hija. No quiero que los demás piensen lo que yo; pero me gustaría llevar una pequeña señal de luto por respeto a mi hijo. Me habría gustado encargar una chaqueta negra, pero, si no me pongo la chaqueta del traje de boda los domingos, ella se dará cuenta, aunque esté perdiendo vista, pobrecita. Pero no se fijará en un trocito de crespón. Procura hacerlo con mucho cuidado.
Así que Nathan fue a la iglesia con una tira de crespón en el sombrero, lo más estrecha que había podido hacerla Bessy. Tales son las contradicciones de la naturaleza humana, pues, aunque no quería de ningún modo que su mujer supiera que estaba convencido de la muerte de su hijo, le ofendió un poco que ninguno de los vecinos se fijara en la señal de luto y le preguntara por quién lo llevaba.
Pero, al cabo de un tiempo sin noticias de Benjamin, su preocupación por lo que habría sido de él se hizo tan fuerte y dolorosa que Nathan ya no fue capaz de guardarse lo que pensaba. La pobre Hester, sin embargo, lo rechazó con toda su alma. No podía ni quería creerlo y nada la convencería de que su único hijo Benjamin había muerto sin la menor señal de amor o despedida. Ninguna razón la movería de ahí. Creía que, si todos los medios naturales de comunicación se hubiesen cortado en el último instante supremo (si la muerte le hubiese sobrevenido en un instante, súbita e inesperada), su intenso amor habría tomado conciencia sobrenaturalmente del vacío. Nathan intentaba a veces celebrar que su mujer todavía tuviese esperanzas de volver a verlo; pero en otras ocasiones necesitaba el consuelo de ella en su dolor, su remordimiento, su fatigoso y constante darle vueltas a cómo y en qué se habían equivocado con su hijo para que este hubiese causado tantas preocupaciones y tanto dolor a sus padres. Bessy se dejaba convencer (sinceramente) primero por su tía y luego por su tío de ambos razonamientos; y así podía comprenderlos a ambos, de momento. Pero perdió la juventud en pocos meses; parecía apagada y mayor, mucho antes de serlo; casi nunca sonreía y dejó de cantar.
Tuvieron que ingeniárselas de muchas maneras tras el golpe que tan desdichadamente había minado las energías de toda la familia. Nathan ya no podía desenvolverse igual y dirigir a sus dos hombres, y debía encargarse personalmente de buena parte del trabajo cuando había mucho. Hester perdió el interés por la vaquería, incapacitada, de hecho, por la progresiva pérdida de vista. Bessy lo mismo trabajaba en el campo que atendía a las vacas y el establo, hacía la mantequilla y el queso. Lo hacía todo bien, sin alegría ya, pero con cierta inconmovible habilidad. No lo lamentó cuando su tío les dijo una tarde que John Kirkby, un granjero vecino, le había hecho una oferta por las tierras, y que él se quedaría sólo los prados que necesitaba para dos vacas y ninguna de cultivo; Kirkby no quería entrometerse en la casa, pero le gustaría poder utilizar algunas de las dependencias para el ganado de engorde.
—Podemos arreglarnos con Hawky y Daisy; sacaremos ocho o diez libras de mantequilla para llevar al mercado en verano, y no tendremos que preocuparnos demasiado, que es lo que me aterra con los años.
—Sí —dijo su esposa—. No tendrás que ir tan lejos si te quedas sólo esos prados. Y Bess ya no podrá estar orgullosa del queso y tendrá que hacer mantequilla de nata. Yo siempre quise intentarlo, pero había que hacerla con suero; además, de donde yo soy, no querían ni ver la mantequilla de suero.
Cuando Hester estuvo a solas con Bessy, le dijo, aludiendo al cambio de planes:
—Doy gracias a Dios por todo esto, porque siempre he temido que Nathan tuviera que renunciar a la granja y a la casa, y entonces el chico no sabría dónde encontrarnos cuando volviera de América. Ha ido allí a hacer fortuna, estoy segura. Anímate, hija, que volverá algún día; y habrá dejado atrás las locuras de la juventud. Recuerdo una preciosa historia de los Evangelios sobre el hijo pródigo que quería comer la comida de los puercos en determinado momento, pero acabó viviendo a cuerpo de rey en la casa de su padre. Y yo estoy segura de que nuestro Nathan estará dispuesto a perdonarlo, y de que querrá y tratará bien a su hijo, tal vez mucho más que yo, que nunca he aceptado su muerte. Para nuestro Nathan será como una resurrección.
El granjero Kirkby tomó posesión de la mayor parte de las tierras de la granja Nab-end. Y el trabajo de las demás y de las dos vacas que se quedaron lo hacían fácilmente, con un poco de ayuda ocasional, aquellos tres pares de manos bien dispuestas. La relación con la familia Kirkby era agradable. Había un hijo, un soltero serio y estirado, que era muy particular y metódico con el trabajo y que casi nunca hablaba con nadie. Pero a Nathan se le metió en la cabeza que tenía un ojo puesto en Bessy, por lo que estaba bastante preocupado; pues era la primera vez que tenía que afrontar las consecuencias de creer en la muerte de su hijo. Descubrió entonces con sorpresa que no tenía esa fe absoluta que le permitiría pensar en Bessy tranquilamente como esposa de otro hombre que no fuese aquel a quien se había prometido en la juventud. Pero como John Kirkby no parecía tener prisa en declarar sus intenciones a Bessy (si es que tenía alguna), los celos en nombre de su hijo perdido sólo asaltaban a Nathan de vez en cuando.
Los ancianos que sufren sin remisión se vuelven a menudo irritables, por mucho que lamenten su irritabilidad y luchen contra ella. Algunos días Bessy tenía que soportar bastantes cosas a su tío. Pero sentía por él tanto cariño y respeto que nunca le dijo una palabra brusca o impaciente, pese a su genio vivo con los demás. Y la compensaba el sincero y profundo cariño que sabía que le tenía y la absoluta y más tierna confianza que su tía depositaba en ella.
Un día, sin embargo (a finales de noviembre), Nathan parecía más irracional que de costumbre. Lo cierto es que una de las vacas de John Kirkby estaba enferma y él pasaba mucho tiempo en el corral; Bessy estaba inquieta por el animal y había ayudado a preparar un afrecho en su cocina para dar un poco de calor a la criatura enferma. Si John no hubiese estado allí, nadie se habría preocupado más que Nathan; tanto por su naturaleza bondadosa y amable, como porque se enorgullecía bastante de su fama de experto en las enfermedades del ganado. Pero como John estaba al tanto y Bessy le ayudaba un poco en lo que podía, Nathan no hizo nada y decidió que «no había que preocuparse por el animal enfermo, pero a los mozos siempre les gusta andar preocupados por algo». John pasaba de los cuarenta y Bessy tenía casi veintiocho, por lo que no podía aplicárseles exactamente lo de mozos.
Cuando Bessy llevó la leche de sus vacas hacia las cinco y media, Nathan le pidió que atrancara las puertas y que no saliera a la noche y al frío a entrometerse en los asuntos de los demás. El tono sorprendió un poco y molestó bastante a Bessy, pero se sentó a cenar sin protestar. Nathan tenía la costumbre de echar una ojeada fuera antes de irse a la cama, para ver «qué tiempo hacía». Así que a eso de las ocho y media cogió el bastón y salió (a dos o tres pasos de la puerta de la sala donde se hallaban), y entretanto Hester posó una mano en el hombro de su sobrina y le dijo:
—Tiene un poco de reuma que le da punzadas y por eso está tan mordaz. No quería preguntártelo delante de él, pero ¿cómo está ese pobre animal?
—Parece muy enferma. John Kirkby se iba a buscar al veterinario cuando yo vine. Creo que tendrán que pasarse toda la noche con ella.
Desde sus disgustos, su tío había tomado la costumbre de leer un capítulo de la Biblia en voz alta a última hora de la noche. No leía muy bien, y a veces se atascaba en una palabra que acababa pronunciando mal; pero el simple hecho de abrir el libro calmaba a aquellos padres desconsolados; se sentían tranquilos y seguros en presencia de Dios y olvidaban las penas y los cuidados de este mundo, transportados al futuro que, aunque vago y oscuro, era para sus fieles corazones un reposo cierto y seguro. Este breve lapso de tranquilidad (Nathan se sentaba poniéndose las gafas de montura de carey, separado de la Biblia tan sólo por una vela de sebo que proyectaba una luz intensa sobre su rostro reverente y serio; Hester, al otro lado del fuego, concentrada y atenta, con la cabeza inclinada, que movía de vez en cuando, gemía un poco, pero decía fervorosamente «Amén» cada vez que se hablaba de una promesa o de algunas buenas nuevas de gran gozo; Bessy, al lado de su tía, quizá se distrajera un poco pensando en los problemas familiares, o tal vez en el ausente), esta breve pausa, digo, resultaba tan grata y tranquilizadora para la familia como una canción de cuna para un niño pequeño. Pero aquella noche, Bessy (que estaba delante del ventanal bajo, sombreado sólo por algunos geranios que crecían en el alféizar, y de la puerta contigua, por la que había entrado su tío hacía menos de un cuarto de hora) vio que el pasador de madera de la puerta se alzaba ligera y silenciosamente, como si alguien intentara abrirlo desde fuera.
Se sobresaltó. Volvió a mirar con atención, pero el pasador ahora no se movía. Pensó que tal vez no hubiera encajado bien cuando su tío cerró la puerta al entrar. Le inquietaba un poco, nada más; y casi se convenció de que habían sido imaginaciones suyas. Antes de subir las escaleras se acercó a mirar por la ventana. Todo estaba en calma. No se veía nada. No se oía nada. Así que los tres subieron en silencio las escaleras para acostarse.
La casita era de reducido tamaño. La puerta principal daba directamente a una sala, sobre la que quedaba el dormitorio de matrimonio. Según se entraba en esta la acogedora sala, a la izquierda, y en ángulo recto con la entrada, una puerta daba a una salita que era el orgullo de Hester y de Bessy, pese a ser mucho menos confortable que la sala, y a que nunca, en ninguna ocasión, se usaba como cuarto de estar. Había conchas y ramos de lunaria en la chimenea; la mejor cómoda, un juego de porcelana de colores vivos y una alfombra clara corriente en el suelo. Pero todo ello no le daba el mismo aire cálido y hogareño y la delicada pulcritud que tenía la sala. Sobre esta salita estaba el dormitorio que había ocupado Benjamin de pequeño, cuando vivía en casa. Seguía siendo su habitación. Allí seguía la cama, en la que no había dormido nadie desde la última vez, hacía ocho o nueve años; y de cuando en cuando, su madre subía silenciosa y tranquilamente el calentador y aireaba bien la cama. Pero lo hacía siempre cuando su marido no estaba en casa y sin decir una palabra a nadie. Ni siquiera Bessy se ofrecía a ayudarla, aunque se le llenaban los ojos de lágrimas al verla repetir la operación sin esperanza. Pero el dormitorio se había convertido en receptáculo de todos los objetos que no utilizaban. Y siempre había un rincón para almacenar las manzanas en invierno. Otras dos puertas a la izquierda del salón miraban hacia el fuego frente a la ventana y la puerta principal. La de la derecha daba a una especie de trascocina, y tenía un cobertizo, y una puerta que llevaba al corral y a las instalaciones de atrás. La puerta de la izquierda daba a la escalera, debajo de la cual había un armario en el que guardaban varios tesoros familiares y, más allá, la vaquería, encima de la que quedaba el dormitorio de Bessy. La pequeña ventana de su alcoba se abría justo sobre el tejado inclinado de la trascocina. Las ventanas no tenían persianas ni postigos, ni arriba ni abajo. La construcción era de piedra, con armazón del mismo material en las pequeñas ventanas de bisagras, y el ventanal bajo del salón estaba dividido por lo que en moradas más espléndidas se llamaban parteluces.
A las nueve de la noche de la que hablo, todos habían subido a acostarse. Era más tarde de lo habitual, pues el consumo de velas se consideraba hasta tal punto un derroche que la familia se retiraba temprano incluso para la gente del campo. Bessy solía quedarse como un tronco a los cinco minutos de posar la cabeza en la almohada, pero aquella noche no podía dormir. Pensaba en la vaca de John Kirkby y le preocupaba que la enfermedad fuese epidémica y se contagiara su ganado. Entre todas estas inquietudes domésticas surgió el recuerdo vívido e inquietante del pasador de la puerta que se había alzado y bajado sin explicación. Ahora estaba convencida de que no había sido fruto de su imaginación. Si no hubiese ocurrido cuando su tío estaba leyendo, se habría acercado rápidamente a la puerta para comprobarlo. De ahí, pasó a pensar con inquietud en lo sobrenatural, y luego en Benjamin, su querido primo y compañero de juegos, su primer amor. Lo había dado por perdido hacía tiempo, aunque no por muerto; pero el mismo hecho de haber renunciado a él implicaba el pleno y voluntario perdón de todos los agravios que le había hecho. Lo recordaba con ternura, como una persona a la que quizá hubieran llevado por mal camino en años posteriores, pero que en su recuerdo vivía como el niño inocente, el muchacho animoso, el joven apuesto y elegante. Si la muda atención de John Kirkby hubiese revelado sus deseos a Bessy (si es que realmente tenía deseos), la primera reacción de ella habría sido comparar su rostro curtido y su figura de hombre hecho con la cara y la figura que tan bien recordaba, aunque no esperaba volver a ver en esta vida. Se inquietó mucho con estos pensamientos, se hartó de la cama y, después de dar vueltas y más vueltas, acabó creyendo que no conseguiría dormirse en toda la noche, y entonces se quedó profundamente dormida de pronto.
Se despertó del mismo modo repentino, se incorporó y prestó atención por si oía el ruido que debía haberla despertado, pero que no se repitió durante un tiempo. Seguro que había sido en la habitación de su tío, que su tío estaba levantado. Pero no oyó nada más durante uno o dos minutos. Luego le oyó abrir la puerta y bajar las escaleras con prisa y paso inseguro. Pensó que su tía debía sentirse mal y saltó de la cama rápidamente, se puso la bata con manos temblorosas y, al abrir la puerta, oyó que se abría también la puerta principal y luego pasos de varias personas y palabrotas furiosas pronunciadas entre dientes con voz ronca. Lo comprendió todo en el acto: la casa estaba aislada, su tío tenía fama de ser una persona adinerada; alguien habrían simulado que se le había hecho tarde y había preguntado por el camino que debía seguir o algo así. ¡Qué suerte que la vaca de John Kirkby estuviese enferma y hubiese varios hombres con él! Retrocedió, abrió las ventanas, salió como pudo, se deslizó por el tejado inclinado y corrió descalza sin aliento al establo.
—¡John, John, por amor de Dios, corre! ¡Hay ladrones en la casa, podrían asesinar a los tíos! —susurró aterrorizada junto a la puerta cerrada y atrancada del establo. La abrieron al momento y aparecieron John y el veterinario dispuestos a actuar, si es que la habían entendido bien. Repitió lo que había dicho, explicándoles con palabras entrecortadas y casi ininteligibles lo que ni siquiera ella comprendía del todo.
—¿Dices que la puerta principal está abierta? —preguntó John, armándose con una horqueta mientras su compañero cogía otro apero—. Entonces creo que lo mejor será entrar por ahí y atraparlos.
—¡Vamos, vamos! —fue cuanto pudo decir Bessy, que agarró a John del brazo y tiró de él. Los tres corrieron hacia la casa, doblaron la esquina y llegaron a la puerta principal. Los hombres llevaban la linterna de cuerno que utilizaban en el establo y, a la súbita luz alargada que proyectaba, Bessy vio a su tío, el principal objeto de su ansiedad, tendido indefenso e inconsciente en el suelo de la cocina. Su primer pensamiento fue para él, pues no sabía que su tía corriese peligro inminente, aunque oía en el piso de arriba pasos y amortiguadas voces de furia.
—¡Cierra la puerta cuando entremos, muchacha! ¡No les dejaremos escapar! —dijo valeroso John Kirkby, intrépido por una buena causa, aunque sin saber cuántos hombres había arriba. El veterinario cerró y atrancó la puerta, diciendo: «¡Listo!» en tono desafiante y guardándose la llave en el bolsillo. Sería una lucha encarnizada a vida o muerte, o por lo menos, por captura efectiva o huida desesperada. Bessy se arrodilló junto a su tío, que no decía nada ni daba señales de estar consciente. Le levantó la cabeza, sacó un cojín del escaño y se lo puso debajo. Quería ir a buscar agua a la trascocina, pero los ruidos de lucha violenta, golpes contundentes y palabrotas pronunciadas entre dientes con sorda cólera, como si el aliento fuese tan necesario para la acción que no podía desperdiciarse hablando, la obligaron a quedarse quieta y callada con su tío en la cocina, donde la oscuridad era tan densa y profunda que casi se palpaba. Un terror súbito se apoderó de ella durante una pausa de los latidos del corazón. Notó la proximidad de alguien tan inmóvil como ella, lo percibió de esa forma extraña en que cobramos conciencia de la presencia de un ser vivo en la habitación más oscura. No era la respiración del pobre anciano, ni la radiación de su presencia. Había otra persona en la cocina, tal vez otro ladrón que se había quedado a vigilar a Nathan con intención de matarlo si recobraba el conocimiento. Bessy era consciente de que el instinto de supervivencia obligaría a su espantoso compañero a guardar silencio, porque ningún motivo para delatarse podía ser más fuerte que su deseo de escapar. Y el testigo invisible tenía que saber que cualquier intento de conseguirlo estaba condenado al fracaso por el simple hecho de que la puerta estaba cerrada con llave. Pero, sabiendo que se encontraba allí al lado inmóvil, silencioso como una tumba, que abrigaba intenciones temibles, asesinas tal vez, que seguramente veía mejor que ella porque había tenido más tiempo para acostumbrarse a la oscuridad, y que distinguiría su figura y su postura y la estaría mirando rabioso como un animal salvaje, Bessy no pudo evitar acobardarse ante esta imagen de su fantasía. Y la lucha seguía en el piso de arriba: resbalones, golpes fuertes, su impacto en el objetivo correspondiente, los jadeos de los contrincantes en un momento de pausa. En uno de ellos, Bessy advirtió un movimiento sigiloso a su lado, que cesó cuando amainó el ruido de la reyerta de arriba y se reanudó cuando arreció de nuevo. Lo notó por una sutil vibración del aire más que por el roce o el sonido. Estaba segura de que quien se encontraba cerca de ella un minuto antes mientras estaba arrodillada, se deslizaba ahora sigilosamente hacia la puerta interior que daba a la escalera. Creyó que se proponía subir a echar una mano a sus cómplices. Se levantó de un salto y corrió tras él con un grito. Pero al llegar a la puerta, por la que entraba un poco de luz muy tenue de las habitaciones de arriba, vio a un hombre arrojado por las escaleras con tal violencia que cayó casi a sus pies, mientras la figura oscura y sigilosa desaparecía súbitamente a la izquierda y se metía con idéntica rapidez en el armario de debajo de las escaleras. Bessy no tuvo tiempo de pensar qué le guiaba a hacer eso, si se había propuesto primero o no ayudar a sus cómplices en la lucha encarnizada. Únicamente pensó que era un enemigo, un ladrón, y corrió a la puerta del armario y la cerró con llave por fuera. Luego, en aquel rincón oscuro, asustada, jadeando, se preguntó si el hombre que yacía delante de ella podría ser John Kirkby o el veterinario. Porque, si era uno de aquellos dos amigos, ¿qué sería del otro, de su tío, de su tía, de ella misma? La duda se disipó a los pocos minutos: sus dos defensores bajaron lenta y cansinamente las escaleras, arrastrando a un hombre hosco, furibundo, desesperado, incapacitado por tremendos golpes que habían convertido su cara en un amasijo sanguinolento y tumefacto. En cuestión de aspecto, ni John ni el veterinario estaban mucho más presentables. Uno de ellos sujetaba la linterna con los dientes porque necesitaba toda su fuerza para aguantar el peso del individuo que llevaban.
—Tened cuidado —dijo Bessy desde el rincón—, hay un tipo justo debajo de vosotros. No sé si está vivo o muerto, y mi tío está en el suelo sin sentido.
Los hombres esperaron un momento en las escaleras. Y precisamente entonces, el ladrón al que habían tirado por las escaleras se agitó y gimió.
—Bessy, corre al establo y trae cuerdas y correas para atarlos. Los sacaremos de la casa y podrás ocuparte de tus tíos, que lo necesitan urgentemente.
Bessy volvió a los pocos minutos. Alguien había atizado las ascuas del fuego y había más luz en la sala.
—Me parece que este tipo tiene una pierna rota —dijo John, señalando con un cabeceo al hombre que seguía en el suelo. A Bessy casi le dio pena ver cómo le manejaban (sin demasiada delicadeza) y le ataban, medio inconsciente, tan fuerte y apretado como habían atado antes a su amigo hosco y furioso. Sintió incluso tanta pena por su evidente dolor cuando le daban la vuelta una y otra vez que corrió a buscar un vaso de agua para humedecerle los labios.
—No me gusta dejarte sola con él —dijo John—, pero creo que tiene la pierna rota de verdad y no podrá moverse ni hacerte nada aunque vuelva en sí. Pero nos llevaremos al otro y lo pondremos a buen recaudo, y luego volverá uno de los dos y tal vez encontremos una trampilla o algo para encerrarlo fuera de la casa. Este no parece peligroso, estoy seguro —añadió, mirando al ladrón, ensangrentado y magullado, y con una expresión de profundo odio en el gesto huraño. Los ojos del individuo se encontraron con los de Bessy, cuyo espanto evidente le hizo sonreír, y la mirada y la sonrisa impidieron que ella dijese lo que se proponía decir. No se atrevió a contarle a John delante de él que un cómplice sano seguía en la casa, por miedo a que se abriese de algún modo la puerta del armario y volviera a empezar la pelea. Así que sólo le dijo cuando se marchaba.
—No tardes mucho, me da miedo quedarme con este hombre.
—No te hará nada —le dijo John.
—¡No! Pero tengo miedo de que se muera. Y están mi tío y mi tía. ¡Vuelve pronto, John!
—¡Sí, sí! —repuso él, bastante complacido—. Volveré, pierde cuidado.
Bessy cerró la puerta cuando se fueron, pero sin llave, por miedo a contratiempos en la casa, y volvió con su tío, que respiraba mejor que cuando lo había dejado para volver a la sala con John y el veterinario. La luz del fuego le permitió ver ahora que tenía un golpe en la cabeza, que podría ser la causa de su estupor. Le puso paños humedecidos con agua fría en la herida, que le sangraba bastante, y de momento le dejó, encendió una vela para subir a ver a su tía y, justo cuando pasaba junto al ladrón atado e incapacitado, oyó que la llamaban en voz baja y apremiante:
—¡Bessy, Bessy! ¡Sácame de aquí por amor de Dios!
Se acercó al armario de la escalera e intentó hablar, pero le latía el corazón tan fuerte que no pudo. Oyó de nuevo, muy cerca:
—¡Bessy, Bessy! Volverán en seguida, ¡sácame ahora mismo de aquí! ¡Por amor de Dios, déjame salir! —empezó a golpear furiosamente los paneles.
—¡Chsss, chsss! —dijo ella, muerta de miedo y resistiéndose con fuerza a lo que creía—. ¿Quién eres?
Pero lo sabía, lo sabía perfectamente.
—Benjamin. —Un juramento—. Te digo que me dejes salir, y me marcharé y me iré de Inglaterra mañana por la noche y no volveré nunca y podrás quedarte con todo el dinero de mi padre.
—¿Crees que me importa eso? —repuso Bessy indignada, buscando a tientas la cerradura con manos temblorosas—. Ojalá no existiese el dinero, así no habrías llegado a esto. Ya está, puedes salir. No quiero volver a verte. No te habría soltado si no fuese porque tengo miedo de que se les parta el alma, si es que no los has matado ya.
Pero él desapareció, dejándola con la palabra en la boca; dejó la puerta abierta de par en par y se perdió en la negra oscuridad. Bessy sintió un nuevo terror y volvió a cerrar la puerta, esta vez con el pasador. Luego se sentó en la primera silla y se desahogó con un enorme grito de amargura. Pero sabía que no había tiempo que perder y se incorporó con tanto esfuerzo como si todos sus miembros fuesen un peso muerto, volvió a la cocina y tomó un vaso de agua fría. Se sorprendió al oír la débil voz de su tío, que dijo:
—Llévame arriba y échame a su lado.
Pero Bessy no podía con él. Sólo pudo ayudarle en sus débiles esfuerzos para subir las escaleras. Y, cuando llegó al piso de arriba y se sentó jadeando en la primera silla que ella le encontró, ya habían vuelto John Kirkby y Atkinson. John acudió ahora en su ayuda. Su tía yacía atravesada en la cama, sin conocimiento, y su tío parecía tan abatido que Bessy temió por la vida de ambos. Pero John la animó, acostó al anciano en la cama y, mientras Bessy intentaba colocar las piernas de su tía en una postura cómoda, bajó a buscar la pequeña reserva de ginebra que guardaban siempre en una rinconera para las emergencias.
—Se han llevado un susto de muerte —dijo John luego, moviendo la cabeza, mientras les daba un poco de licor y agua caliente con una cuchara, y Bessy les frotaba los pies helados—. El miedo y el frío han sido demasiado, pobres viejos.
Los miró con ternura y Bessy le agradeció profundamente aquella mirada.
—Tengo que marcharme. He mandado a Atkinson a buscar a Bob a la granja, y Jack le acompañó al establo para ocuparse del otro hombre. Empezó a insultarnos a todos y Bob y Jack le estaban amordazando con bridas cuando me fui.
—No hagáis caso de lo que diga —gritó la pobre Bessy, acosada por un nuevo temor—. Los de su calaña siempre arrastran a otros. Me alegro de que le amordacen bien.
—¡Bien! Pero es lo que te estaba diciendo. Atkinson y yo llevaremos al establo al otro tipo, que parece tranquilo; traerá su trabajo ocuparse de ellos y de la vaca; y yo ensillaré a la mula baya e iré a Highminster a buscar a los guardias y al médico. Traeré primero al doctor Preston para que vea a Nathan y a Hester, y creo que luego le tocará el turno al tipo de la pierna rota, pese a todas las desgracias que se ha encontrado en el mal camino.
—¡Sí! —dijo Bessy—. Necesitamos al médico sin falta, míralos, parecen dos estatuas de piedra de un monumento de la iglesia, tan tristes y solemnes.
—Pero desde que tomaron la ginebra con agua tienen cara de haber recuperado un poco el sentido. Yo que tú seguiría humedeciéndole la cabeza a tu tío y dándoles a los dos un sorbito de eso de vez en cuando, Bessy.
Bessy bajó las escaleras detrás de él y luego les iluminó hasta que salieron de la casa. No se atrevió a acompañarles mientras llevaban su carga hasta la esquina, tan fuerte era su temerosa convicción de que Benjamin andaba cerca, escondido, acechando para volver a entrar. Corrió luego a la cocina, cerró la puerta con pestillo y con tranca y empujó el aparador contra ella; cerró los ojos al pasar por la ventana sin cortinas por miedo a ver una cara pálida pegada al cristal mirándola fijamente. Los pobres ancianos yacían mudos e inmóviles, aunque Hester había cambiado levemente de postura: se había vuelto un poco de costado hacia su marido y le había puesto en el cuello uno de sus brazos marchitos. Pero Nathan estaba como le había dejado Bessy, con los paños húmedos en la cabeza, con cierto brillo de inteligencia en la mirada, pero serio y ajeno como un muerto a cuanto pasaba a su alrededor.
Hester decía algo de vez en cuando, una palabra de agradecimiento, quizá, o algo parecido; pero él no. Bessy los veló sin apartarse de ellos en toda la noche, tan aturdida y abatida que cumplía sus piadosos deberes como una sonámbula. La mañana de noviembre tardó en llegar. Bessy no advirtió ningún cambio antes de que llegara el médico a las ocho, ni mejoría ni empeoramiento. Le acompañaba John Kirkby, que no paraba de hablar de la captura de los dos ladrones.
Bessy dedujo que ignoraban la participación del tercer desalmado. Fue un alivio, casi nauseabundo por la revulsión que le causaba el pavor, que ahora se dio cuenta de que la había atormentado y dominado toda la noche, paralizándola, en realidad, e impidiéndole pensar. Ahora sentía y pensaba con intensidad nítida y febril, en parte sin duda por haber pasado la noche en vela. Casi estaba segura de que su tío (probablemente también su tía) había reconocido a Benjamin, aunque existía una vaga posibilidad de que no fuese así, y por nada del mundo le arrancarían el secreto, y ninguna palabra inadvertida revelaría la presencia de un tercer cómplice.
El médico examinó a fondo a Hester y a Nathan, inspeccionó la herida de la cabeza de este, les hizo preguntas que ella respondió escuetamente de mala gana y él de ningún modo, limitándose a cerrar los ojos como si la simple visión de un desconocido le molestara. Bessy contestó en su lugar a todo lo que podía contestar respetando su estado, y acompañó luego al médico a la puerta con el alma en vilo. Encontraron en la sala a John, que había abierto la puerta principal para que entrara un poco de aire fresco, había limpiado el hogar y había encendido el fuego, y colocado las sillas y la mesa en su sitio. Se sonrojó un poco cuando Bessy se fijó en su cara hinchada y magullada, pero intentó disimular bromeando:
—Verás, soy un solterón y se me ocurrió ordenar un poco. ¿Cómo los ha encontrado, doctor?
—Bueno, los pobres han sufrido una fuerte conmoción. Les mandaré un calmante para bajar el pulso y una loción para la cabeza del anciano. Es bueno que haya sangrado tanto, si no, podría haberse producido una gran inflamación —y siguió dando instrucciones a Bessy para que se quedaran tranquilamente en la cama todo el día. Ella dedujo que no estaban a las puertas de la muerte, como había temido durante la noche. El médico creía que se recuperarían sin contratiempos, aunque necesitaban cuidados. Bessy deseaba casi que todo fuera de otro modo, y que tanto ellos como ella reposasen en el camposanto, tan cruel le parecía la vida, tan espantoso el recuerdo de la voz apagada del ladrón escondido cuyo reconocimiento la torturaba.
John siguió preparando las cosas del desayuno, con cierta destreza femenina. A Bessy le molestó un poco que se entrometiera, insistiéndole al doctor Preston en que tomara una taza de té, porque lo que quería era que se marchara y la dejara a solas con sus pensamientos. No sabía que lo hacía todo por amor, que el seco John de facciones duras pensaba lo enferma y desdichada que parecía, e intentaba con tiernos artificios que recuperara el sentido de la hospitalidad y se diera cuenta de que debía invitar al doctor Preston.
—Ya me he encargado de que ordeñen las vacas, las vuestras también; y Atkinson ha salvado a la nuestra. ¡Qué suerte que se pusiera enferma precisamente anoche! Esos dos tipos lo habrían despachado rápidamente si no nos hubieses llamado. La verdad es que se llevaron lo suyo. Uno llevará las señales hasta el día en que se muera, ¿eh, doctor?
—No tendrá la pierna bien cuando le toque asistir a su juicio en York. Las sesiones empezarán de hoy en quince días.
—Sí, y eso me recuerda que tienes que declarar ante el juez Royds, Bessy. Los guardias me pidieron que te lo dijera y que te entregara esta citación. No te asustes, no será fatigoso, aunque tampoco digo que vaya a ser agradable. Tendrás que contestar preguntas sobre cómo fue todo; Jane —su hermana— vendrá a quedarse con los ancianos y yo te acompañaré en la calesa.
Nadie supo por qué palideció Bessy y se le nublaron los ojos. Nadie conocía el miedo que le inspiraba tener que declarar que Benjamin formaba parte de la banda si, de algún modo, no habían seguido su rastro con la suficiente rapidez para capturarlo.
Pero le ahorraron esa prueba. John le aconsejó que contestara a las preguntas y dijera sólo lo necesario para no enmarañar su historia, y, como conocían su forma de ser, al menos el juez Royds y su ayudante, llevaron el interrogatorio de la forma menos formidable posible.
Cuando acabó todo y John la acompañaba de vuelta a casa, expresó su alegría al ver que había pruebas suficientes para condenar a los hombres sin necesidad de citar a Hester y Nathan para que los identificaran. Bessy estaba tan cansada que apenas entendió hasta qué punto era mejor; mucho más de lo que incluso su compañero sabía.
Jane Kirkby se quedó con Bessy una semana o más y fue un gran consuelo. De otro modo a veces habría creído que se estaba volviendo loca, ante la inmutable expresión atormentada de su tío recordándole constantemente aquella noche pavorosa. Su tía acusaba menos la pena, como correspondía a una mujer tan fiel y piadosa, aunque era fácil ver lo mucho que sufría. Recuperó las fuerzas antes que su marido, pero durante la recuperación el médico observó la inminencia de una ceguera total. Bessy les decía todos los días, mejor dicho, siempre que se atrevía a hacerlo sin temor a despertar sus sospechas de lo que sabía, les decía, como ya había hecho angustiada al principio, que únicamente habían descubierto a dos hombres complicados en el robo, y que eran dos desconocidos. Su tío no se habría interesado por el asunto aunque ella le hubiese ocultado toda la información. Pero advertía su mirada rápida, perspicaz y ansiosa cada vez que volvía de ver a alguien o de algún sitio donde cabía suponer que podía haberse enterado de si se sospechaba de Benjamin o si le habían detenido; y ella se apresuraba a tranquilizarle explicándole siempre cuanto había oído; se alegraba de que a medida que pasaban los días fuese menor el peligro, cuya sola idea la ponía enferma.
Bessy tenía motivos todos los días para creer que su tía sabía más de lo que había pensado al principio. Había algo tan humilde y conmovedor en la forma tierna y amorosa en que Hester buscaba a tientas a su marido, el severo y desolado Nathan, y procuraba consolarle en su profundo dolor, que le indicaba a Bessy que lo sabía. Lo miraba con cara inexpresiva y ojos ciegos, y, cuando creía que no la oía nadie más que él, repetía los textos que había oído en la iglesia en tiempos más felices y que, en su sencilla y sincera piedad, creía que le harían bien. Pero ella estaba cada día más triste.
Tres o cuatro días antes de que empezaran las sesiones judiciales, enviaron a los ancianos dos citaciones para que comparecieran en el juzgado de York. Ni Bessy, ni John ni Jane lo entendían, pues sus notificaciones habían llegado mucho antes y les habían dicho que sus declaraciones bastarían para declarar culpables a los acusados.
Pero lo cierto era que el abogado de los detenidos había sabido por ellos que había una tercera persona implicada, y conocía quién era esa persona. Y el cometido de este abogado consistía en reducir la culpabilidad de sus clientes en la medida de lo posible, demostrando que sólo habían sido instrumentos de otro que conocía bien el lugar y las costumbres de los habitantes, y que era el autor y organizador de todo el plan. Por eso tenían que declarar los padres, que, según habían confesado los prisioneros, tenían que haber reconocido la voz del joven, su hijo. Pues nadie sabía que Bessy también podría haber declarado que el hijo había participado, y, como se suponía que Benjamin había huido de Inglaterra, los cómplices no creían traicionarlo.
Los ancianos llegaron a York perplejos, desorientados y fatigados el día antes del juicio. Los acompañaban John y Bessy. Nathan seguía tan retraído que Bessy no conseguía adivinar lo que le pasaba por la cabeza. Se mostraba casi pasivo a las temblorosas caricias de su mujer. Su rigidez era tal que parecía no advertirlas.
Bessy temía a veces que Hester se estuviera volviendo infantil. Pues era indudable que sentía un amor tan grande y solícito por su marido que la memoria parecía influir en sus intentos de ablandar la dureza de su apariencia física y sus modales. Con sus patéticas tentativas de que volviera a ser como antes, a veces parecía haber olvidado por qué había cambiado tanto.
—¡Seguro que no los torturarán cuando vean lo mayores que son! —exclamó Bessy la mañana del juicio, después de sentir un vago temor—. ¡Seguro que no serán tan crueles!
Pero «seguro» que sí. El abogado miró al juez casi disculpándose al ver en el estrado al anciano canoso y afligido cuando llamaron a declarar a Nathan Huntroyd.
—Es necesario, por el bien de mis clientes, señoría, que siga un curso que por lo demás deploro.
—Continúe. Ha de hacerse lo que es justo y legal —dijo el juez, también anciano, cubriéndose la boca temblorosa con la mano, cuando Nathan apoyó las manos a ambos lados del estrado, macilento e impasible, con ojos tristes y hundidos, dispuesto a contestar a preguntas cuyo carácter vislumbraba, pero que respondería sinceramente sin vacilar (se dijo con un vago sentido de justicia eterna: «Las piedras se levantarían contra semejante pecador»).
—Se llama Nathan Huntroyd, ¿no es cierto?
—Así es.
—¿Vive en la granja Nab-end?
—Sí.
—¿Recuerda la noche del doce de noviembre?
—Sí.
—Creo que aquella noche le despertó un ruido, ¿no es cierto? ¿Qué clase de ruido?
El anciano miró a su interrogador con la expresión de un animal acorralado. El abogado no olvidaría nunca aquella mirada. Le perseguiría hasta el día de su muerte.
—De piedras en nuestra ventana.
—¿Lo oyó usted primero?
—No.
—¿Quién le despertó, entonces?
—Ella.
—Y entonces oyeron las piedras los dos. ¿Oyó algo más?
Una larga pausa. Seguida de un claro «sí» en voz baja.
—¿Qué?
—A nuestro Benjamin pidiéndonos que le dejáramos entrar. Al menos ella dijo que era él.
—¿Y usted creyó que era él?
—Yo le dije a ella —contestó Nathan, en voz más alta ahora— que se durmiera y que dejara de pensar que cualquier borracho que pasaba era nuestro Benjamin porque él estaba muerto y bien muerto.
—¿Y ella?
—Ella dijo que, antes de despertarse del todo, le pareció haberle oído y que decía que le dejáramos entrar. Pero le pedí que no hiciese caso de los sueños, que se diera la vuelta y se durmiera.
—¿Y lo hizo?
Una larga pausa. Juez, jurado, abogado, público, todos contuvieron la respiración. Al final, Nathan dijo:
—¡No!
—¿Y qué hizo entonces?… Señoría, me veo obligado a hacer estas preguntas dolorosas.
—Me di cuenta de que no se tranquilizaría. Siempre creyó que volvería con nosotros como el hijo pródigo del Evangelio —dijo con voz entrecortada. Procuró recobrarse y prosiguió con voz firme—: Dijo que si no me levantaba yo lo haría ella, y en ese momento oí una voz. No estoy muy bien últimamente, señores, he estado enfermo, en cama, y por eso tiemblo. Alguien dijo: «Padre, madre, soy yo, estoy muerto de frío. ¿No os levantáis a abrirme la puerta?».
—¿Y la voz era…?
—Se parecía a la de nuestro Benjamin. Ya veo lo que pretende, señor, y le diré la verdad aunque me mate hacerlo. No digo que fuese nuestro Benjamin quien habló, en realidad, sólo digo que parecía…
—Es cuanto quería saber, amigo. Y, en respuesta a ese ruego, hecho con la voz de su hijo, ¿bajó a abrir la puerta a los dos acusados del estrado y a un tercer hombre?
Nathan asintió con un cabeceo, e incluso aquel abogado era demasiado piadoso para obligarle a seguir declarando.
—Llamen a Hester Huntroyd.
Una anciana, que evidentemente no veía, de rostro tierno, afable y angustiado, pasó al estrado de los testigos e hizo una reverencia a aquellos cuya presencia la habían enseñado a respetar, aunque no pudiera verlos.
Había algo en su aspecto humilde de ciega, mientras esperaba que le mandaran hacer algo —su pobre mente acongojada no sabía qué—, que conmovió profundamente a cuantos la vieron. El abogado se disculpó de nuevo, pero el juez fue incapaz de responder; le temblaba la cara, y los jurados miraron nerviosos al defensor de los acusados. Aquel caballero se dio cuenta de que podía extralimitarse y hacerles derivar sus simpatías a la otra parte; pero tenía que hacer una o dos preguntas. Así que preguntó, resumiendo rápidamente lo que le había dicho Nathan:
—¿Creyó que era la voz de su hijo la que pedía que le dejaran entrar?
—¡Sí! Nuestro Benjamin volvió a casa, estoy segura; a ver adónde si no.
Volvió la cabeza como si prestara atención para oír la voz de su hijo en la silenciosa quietud de la sala.
—Sí; fue a casa aquella noche, ¿y su marido bajó a abrirle?
—Bueno, creo que sí. Oí mucho jaleo abajo.
—¿Y distinguió la voz de su hijo Benjamin entonces?
—¿Va a perjudicarle, señor? —preguntó Hester, cada vez más preocupada y pendiente de lo que se jugaba.
—No es ese el propósito de mis preguntas. Creo que se ha ido de Inglaterra, así que nada de lo que diga le hará ningún daño. ¿Oyó la voz de su hijo?
—Sí, señor. Estoy segura.
—¿Y unos hombres subieron a su habitación? ¿Qué dijeron?
—Me preguntaron dónde guardaba Nathan el dinero.
—Y… ¿y se lo dijo?
—No, señor, porque sabía que Nathan no querría que se lo dijera.
—¿Qué hizo entonces?
Adoptó una expresión de reticencia, como si empezase a cobrar conciencia de los motivos y las consecuencias.
—Pues llamé a gritos a Bessy, a mi sobrina, señor.
—¿Y oyó a alguien gritar abajo, al pie de las escaleras?
Ella le miró lastimeramente sin contestar.
—Señores del jurado, deseo que pongan especial atención en este hecho: ella reconoce que oyó gritar a alguien, a un tercer individuo, fíjense bien, que gritaba a los dos que estaban arriba. ¿Qué dijo? No la molestaré con más preguntas, esta será la última. ¿Qué fue lo que dijo el tercer individuo que se había quedado abajo?
A Hester se le crispó la cara; abrió dos o tres veces la boca como si fuese a hablar y tendió los brazos suplicante; pero no dijo nada, y cayó de espaldas en los brazos de las personas que estaban más cerca de ella. Nathan se abrió paso hasta el estrado de los testigos:
—Señor juez, supongo que le trajo a usted al mundo una mujer. Es vergonzoso y cruel tratar así a una madre. Fue mi hijo, mi único hijo, quien gritó que le abriéramos la puerta, y fue él quien gritó a los otros que estrangularan a la vieja si no se callaba cuando pedía socorro a su sobrina. Y ahora ya sabe usted la verdad y toda la verdad y le confío al juicio de Dios por su forma de actuar.
La madre, aquejada de parálisis, yacía en su lecho de muerte antes de que cayera la noche. Pero los afligidos van a la Morada de Dios para ser consolados por Él.