LA MUJER GRIS

I

Hay un molino en la orilla del Neckar al que va mucha gente a tomar café, según una costumbre alemana casi nacional. El emplazamiento no tiene ningún encanto particular. Está en el lado de Mannheim de Heidelberg, llano y poco romántico. El río mueve la rueda del molino con un sonido borboteante. Las dependencias y la vivienda del molinero forman un pulcro cuadrilátero grisáceo. Más apartado del río hay un jardín lleno de sauces, pérgolas y macizos de plantas no muy bien cuidados, pero con gran profusión de flores y exuberantes enredaderas que anudan y enlazan las pérgolas. En cada una de estas hay una mesa fija de madera pintada de blanco y sillas ligeras portátiles del mismo color y material.

Yo fui a tomar café allí con unos amigos en 184… Salió a recibirnos el molinero anciano de porte distinguido, pues alguien del grupo lo conocía desde hacía tiempo. Era un hombre fornido, y su voz fuerte y musical, de tono amistoso y campechano, y su vibrante risa de bienvenida armonizaban a la perfección con su mirada aguda y viva, el fino paño de su chaqueta y el sólido aspecto general. Abundaban las aves de corral de distintas clases en el silo, donde contaban con generosos medios de subsistencia desparramados por el suelo; pero no contento con ello, el molinero sacaba puñados de trigo de los sacos y se los echaba liberalmente a gallos y gallinas, que corrían casi bajo sus pies con avidez. Y, mientras hacía esto, como si fuese algo habitual, hablaba con nosotros y llamaba de vez en cuando a su hija y a las camareras para que se apresuraran con el café que habíamos pedido. A continuación, nos acompañó a una pérgola y se ocupó de que nos sirvieran a su gusto con lo mejor de cuanto pidiésemos. Y luego nos dejó para recorrer todas las pérgolas y asegurarse de que atendían bien a todos los grupos. Y, mientras iba de un lado a otro, este hombre de aspecto feliz y próspero silbaba suavemente uno de los aires más tristes que he oído en mi vida.

—Su familia tiene el molino desde los tiempos del Palatinado; mejor dicho, posee el terreno desde entonces, porque los franceses les incendiaron dos molinos. Si quieres ver furioso a Scherer, sólo tienes que hablarle de la posibilidad de una invasión francesa.

Pero en aquel momento, y silbando todavía aquel aire lastimero, vimos que el molinero bajaba los peldaños del jardín al silo, que quedaba un poco más bajo; así que supuse que había perdido la ocasión de encolerizarlo.

Casi habíamos terminado el café, el bizcocho y el pastel de canela cuando empezaron a caer gruesas gotas en la tupida cubierta de follaje; la lluvia arreciaba cada vez más, atravesando las hojas tiernas como si las gotas las rompieran por la mitad; toda la gente del jardín se apresuró a ponerse a cubierto o a buscar los carruajes que habían dejado fuera. El molinero subió corriendo los escalones con un paraguas carmesí a punto para proteger a quienes salían del jardín, seguido por su hija y una o dos muchachas, cada una con un paraguas.

—Pasad a la casa, vamos, vamos. Es una tormenta de verano y lo inundará todo una o dos horas, hasta que el río se lo lleve. Por aquí, por aquí.

Y lo seguimos de nuevo, ahora a su casa. Entramos en la cocina. Nunca he visto semejante despliegue de relucientes vasijas de cobre y latón. Y todas las cosas de madera estaban también muy limpias. El suelo de baldosas rojas, inmaculado cuando entramos, se cubrió de barro a los dos minutos con muchas pisadas, porque la cocina se llenó y el respetable molinero seguía llevando a más gente bajo su gran paraguas carmesí. Llamó a los perros para que entraran también y les ordenó echarse debajo de las mesas.

Su hija le dijo algo en alemán y él respondió moviendo la cabeza alegremente. Todos se echaron a reír.

—¿Qué le ha dicho? —pregunté.

—Que traiga también a los patos. Pero si entra más gente nos asfixiaremos. Entre el bochorno, el fogón y todas estas ropas húmedas, creo que tendremos que pedir permiso para pasar. Tal vez podamos entrar a ver a Frau Scherer.

Mi amiga pidió permiso a la hija del dueño para pasar a ver a su madre. Se lo dio, y entramos en un cuarto interior, una especie de salón que dominaba el Neckar; muy pequeño, muy luminoso y muy cargado. El suelo estaba muy encerado y resbaladizo. Los espejos estrechos y alargados de las paredes reflejaban el continuo movimiento del río. Había una estufa de porcelana blanca con algunos adornos anticuados de latón, un sofá tapizado con terciopelo de Utrecht, con una mesita delante y una alfombra de estambre en el suelo, un jarrón de flores artificiales; y, por último, una alcoba con una cama, en la que yacía la esposa paralizada del buen molinero, que tejía afanosamente. Todo lo cual formaba el mobiliario. He hablado como si esto fuese cuanto había que ver en la habitación, pero, mientras yo me sentaba tranquilamente y mi amiga tenía una animada conversación en un idioma que sólo entendía a medias, me llamó la atención un cuadro que había en un rincón oscuro de la estancia y me levanté para examinarlo de cerca.

Era el retrato de una joven de extraordinaria belleza; claramente de clase media. Su rostro poseía una delicadeza sensible, casi como si retrocediera ante la mirada que el pintor tenía que haber posado por fuerza en ella. No estaba muy bien pintado, pero me pareció que tenía que ser un buen retrato por la fuerte impresión de carácter peculiar que he intentado describir. Imaginé que lo habían pintado en la segunda mitad del siglo pasado, por el vestido. Después supe que estaba en lo cierto.

Hubo una larga pausa en la conversación.

—¿Quieres preguntar a Frau Scherer quién es?

Mi amiga se lo preguntó y recibió una larga respuesta en alemán. Luego se volvió y me la tradujo:

—Es el retrato de una tía abuela de su marido —mi amiga estaba de pie a mi lado ahora y miraba el retrato con afable curiosidad—. ¡Mira! El nombre figura en la primera página de esta Biblia, «Anna Scherer, 1778». Frau Scherer dice que, según una historia familiar, esta preciosa joven de blanco y sonrosado, perdió el color de miedo, hasta tal punto que la llamaban «la mujer gris». Habla como si esta Anna Scherer hubiese vivido en un estado de terror permanente. Pero no conoce los detalles, dice que le pregunte a su marido. Cree que él guarda unos papeles escritos por la modelo del retrato para su hija, que murió en esta misma casa poco después de que nuestra amiga se casara. Si quieres, podemos pedirle a Herr Scherer que nos cuente toda la historia.

—¡Oh sí, hagámoslo! —le dije. Y, como nuestro anfitrión apareció en ese momento a ver cómo nos iba y a decirnos que había enviado a buscar carruajes a Heidelberg para que nos llevaran a casa, porque le parecía improbable que amainara, mi amiga le dio las gracias y luego pasó a mi petición.

—¡Ah! —dijo él, cambiando de gesto—, la tía Anna tuvo una historia triste. Y todo por culpa de uno de esos franceses diabólicos. Y su hija pagó las consecuencias, la prima Úrsula, como la llamábamos todos cuando yo era pequeño. La buena prima Úrsula era hija de él también, claro. Los pecados de los padres los pagan los hijos[40]. ¿A la señora le gustaría saber toda la historia? Bueno, hay papeles, una especie de justificación que mi tía Anna escribió para poner fin al compromiso de su hija, o mejor dicho, hechos que reveló que impidieron que la prima Úrsula se casara con el hombre al que amaba. Y no volvió a tener ningún compañero, a pesar de que le oí decir a mi padre que a él le hubiese alegrado hacerla su esposa. —Mientras hablaba, hurgaba en el cajón de un escritorio antiguo; se dio la vuelta con un fajo de manuscritos amarillentos en la mano, que le entregó a mi amiga, diciendo—: Lléveselos, lléveselos, y si quiere descifrar nuestra enrevesada caligrafía alemana puede quedárselos el tiempo que sea y leerlos cuando pueda. Pero tiene que devolvérmelos cuando termine, nada más.

Y así conseguimos el manuscrito de la siguiente carta, en cuya traducción y resumen de algunas partes ocupamos muchas largas veladas aquel invierno. La carta empieza con una referencia al dolor que ya había causado a su hija por cierta oposición misteriosa a un proyecto de matrimonio; aunque creo que, sin la pista que nos había proporcionado el buen molinero, no habríamos podido descifrar ni siquiera esto de las frases apasionadas e incompletas que nos llevaron a deducir que había ocurrido alguna escena entre madre e hija (y probablemente una tercera persona) poco antes de que la madre empezase a escribir.

* * *

«¡No amas a tu hija, madre! ¡No te importa que se le parta el corazón!». ¡Dios mío!, y estas palabras de mi queridísima Úrsula resuenan en mis oídos como si fuesen a llenarlos cuando yazca agonizante. Y su pobre rostro cubierto de lágrimas me impide ver todo lo demás. ¡Hija mía! Los corazones no se parten, la vida es muy resistente además de muy terrible. Pero no decidiré por ti. Te lo contaré todo, y tú soportarás la carga de decidir. Tal vez me equivoque; me queda poco juicio, y creo que nunca he tenido mucho; pero me ayuda un instinto en su lugar, y ese instinto me dice que tú y tu Henri no debéis casaros. Quizá esté en un error. Quisiera hacer feliz a mi hija. Enseña este papel al buen sacerdote Schriesheim si después de leerlo tienes dudas que te hagan vacilar. Sólo te lo contaré todo ahora, con la condición de que nunca crucemos una palabra sobre el asunto. Me mataría verme interrogada. Tendría que vivirlo todo de nuevo.

Mi padre tenía el molino del Neckar, como ya sabes, donde vive ahora tu tío Scherer, al que conociste hace poco. Recordarás la sorpresa con que nos recibieron allí el año pasado. Y que tu tío no me creyó cuando le dije que yo era su hermana Anna, a quien había dado por muerta hacía mucho tiempo, y tuve que llevarle al pie del retrato que me pintaron de joven y hacerle notar rasgo por rasgo el parecido; y que, mientras hablaba, fui recordando y recordándole todos los detalles de la época en que lo pintaron: las alegres palabras que cruzábamos entonces, un chico y una chica felices, la posición de los muebles en la habitación, las costumbres de nuestro padre, el cerezo, cortado ahora, que sombreaba la ventana de mi dormitorio, por la que solía pasar mi hermano para saltar a la rama más alta que aguantara su peso, desde donde me pasaba el gorro lleno de fruta al alféizar de la ventana en el que yo me sentaba, demasiado asustada para comer las cerezas.

Y al final Fritz cedió y creyó que era su hermana Anna, aunque hubiese resucitado de entre los muertos. Y recordarás que fue a buscar a su mujer y le dijo que yo no había muerto sino que había regresado al hogar, a pesar de lo que había cambiado. Y ella apenas podía creerle y me escudriñó con una mirada fría y desconfiada hasta que al final dije (pues conocía de antiguo a Babette Müller) que era rica y que no necesitaba buscar amigos por lo que pudieran darme. Y entonces ella preguntó (no a mí sino a su marido) por qué había guardado silencio durante tanto tiempo, dejando que todos (padre, hermanos, todos los que me amaban en mi querido hogar) me creyeran muerta. Y entonces tu tío (¿lo recuerdas?) dijo que no quería saber más de lo que yo quisiese contar, que yo era su Anna, hallada de nuevo, que sería una bendición para él en la vejez lo mismo que lo había sido en la infancia. Le agradecí profundamente su confianza, pues, aunque entonces fuese menos necesario contarlo todo de lo que me parece ahora, no podía hablar de mi vida pasada. Pero ella, que era todavía mi cuñada, no me ofreció su hospitalidad, a falta de la cual no fuimos a vivir a Heidelberg para estar cerca de mi hermano Fritz, como pensaba hacer, y me conformé con su promesa de que sería un padre para mi Úrsula cuando yo muriese y dejase este mundo agotador.

Podría decir que esa Babette Müller fue la causa de todo el sufrimiento de mi vida. Era hija de un panadero de Heidelberg y toda una belleza, según decía la gente y según podía ver yo con mis propios ojos. También a mí me consideraban una belleza (has visto mi retrato), y yo lo creía. Babette Müller me tomaba por rival. Le encantaba que la admiraran y no tenía a nadie que la quisiera mucho. Yo contaba con muchas personas que me querían (tu abuelo, Fritz, la vieja sirvienta Kätchen, Karl, el aprendiz jefe del molino) y me daban miedo la admiración y la atención y que me miraran como a la «Schöne Müllerin»[41] cuando iba a hacer las compras a Heidelberg.

Aquellos fueron días felices y tranquilos. Kätchen me ayudaba en las tareas de la casa, y a mi valeroso padre le complacía cuanto hacíamos; siempre fue amable e indulgente con nosotras las mujeres, aunque con los aprendices del molino era bastante severo. Karl, el mayor de estos, era su preferido, y ahora comprendo que mi padre quería que se casara conmigo y que el propio Karl deseaba hacerlo. Pero Karl era brusco e irascible (conmigo no, con los demás), y yo lo rehuía de un modo que le causaba pena, supongo. Y entonces se celebró la boda de tu tío Fritz; y llevó a Babette al molino para que fuese la señora. No es que me importara nada ceder mi puesto pues, pese a la gran bondad de mi padre, siempre me asustaba no arreglármelas bien con una familia tan numerosa (con los hombres y una muchacha que ayudaba a Kätchen, nos sentábamos a cenar once personas todas las noches). Pero Babette empezó a criticar a Kätchen y me disgustaba que echaran las culpas a las fieles sirvientas. Y, poco a poco, empecé a darme cuenta de que Babette incitaba a Karl a cortejarme más abiertamente para que, como dijo en una ocasión, acabara de una vez y me llevara a un hogar propio. Mi padre estaba envejeciendo y no se daba cuenta de mi aflicción. Cuanto más se me insinuaba Karl, menos me gustaba. Era un buen hombre en general, pero yo no tenía ninguna gana de casarme y no soportaba que me hablaran de ello.

Así estaban las cosas cuando me invitaron a ir a Carlsruhe a visitar a una compañera de colegio a quien había tenido mucho cariño. Babette era muy partidaria de que fuera; creo que no me apetecía marcharme, pese a lo mucho que había querido a Sophie Rupprecht. Pero siempre había sido tímida con la gente que no conocía. De un modo u otro, lo arreglaron todo por mí, no sin que antes tanto Fritz como mi padre se informaran sobre el carácter y posición de la familia Rupprecht. Averiguaron que el padre había desempeñado cierto cargo menor en la corte del gran duque, y que había muerto, dejando una viuda, una dama noble, y dos hijas, la mayor de las cuales era mi amiga Sophie. La señora Rupprecht no era rica, pero sí más que respetable: distinguida. Una vez comprobado esto, mi padre no se opuso a mi partida; Babette la aceleró con todos los medios a su alcance, e incluso mi querido Fritz se pronunció a favor. Sólo Kätchen se oponía, Kätchen y Karl. La oposición de Karl me impulsó más a ir a Carlsruhe que ninguna otra cosa. Pues podía haberme negado, pero cuando él empezó a preguntar de qué servía andar de acá para allá, visitar a extranjeros de quienes nadie sabía nada, cedí a las circunstancias, al tirón de Sophie y al empujón de Babette. Soporté ofendida en silencio que Babette inspeccionara mi ropa, decidiera que un vestido era demasiado anticuado y otro demasiado vulgar para llevarlo en mi visita a una dama noble, y se encargara de gastar el dinero que me había dado mi padre para comprar lo necesario para la ocasión. Y sin embargo me culpé, pues todos los demás la consideraban muy amable por hacer todo aquello; y ella misma tenía buenas intenciones, además.

Al final me marché del molino del Neckar. Fue un largo viaje de un día y Fritz me acompañó a Carlsruhe. Las Rupprecht vivían en la tercera planta de una casa que quedaba un poco retirada de una calle principal, en un recinto cerrado, al que accedimos por un portal desde la calle. Recuerdo lo pequeñas que me parecieron las habitaciones comparadas con el amplio espacio del molino, aunque tenían un aire de grandeza que era nuevo para mí y que me complacía, pese a ser un tanto desvaído. La señora Ruppretch era demasiado formal para mi gusto; nunca me sentía cómoda con ella; pero Sophie seguía siendo igual que la recordaba del colegio: amable, cariñosa y algo impulsiva a la hora de manifestar su admiración y su afecto. La hermana pequeña no nos molestaba nada. Madame Rupprecht sólo tenía un objetivo importante en la vida: mantener su posición social; y, como sus medios estaban muy mermados desde la muerte de su marido, no había en su forma de vida mucha holgura, pero sí abundante ostentación; todo lo contrario que en casa de mi padre. Yo creo que mi visita no la entusiasmaba, ya que suponía otra boca que alimentar; pero Sophie se había pasado un año o más suplicándole que le permitiera invitarme y su madre era demasiado educada para no recibirme a lo grande una vez que había aceptado.

La vida en Carlsruhe era muy distinta que en casa. Lo hacían todo más tarde, el café de la mañana era menos cargado, el potaje más caldoso, la carne hervida menos aliviada por otros alimentos, los vestidos más finos y los compromisos de la tarde constantes. Estas visitas no me complacían. No podíamos tejer, lo que habría aliviado un poco el tedio, sino que nos sentábamos en círculo y hablábamos, interrumpidas sólo de vez en cuando por un caballero que, rompiendo el nudo de hombres que conversaban con animación junto a la puerta, cruzaba sigilosamente de puntillas la sala con el sombrero bajo el brazo y, uniendo los pies en la postura que llamábamos la primera en la escuela de baile, hacía una profunda reverencia a la dama a quien iba a dirigirse. La primera vez que lo vi no pude contener una sonrisa; pero la señora Ruppretch se dio cuenta y a la mañana siguiente me dijo con bastante severidad que, por supuesto, dado mi origen campesino, no conocería en lo más mínimo los modales del cortejo ni las costumbres francesas, pero que esa no era razón para que me riera de ellos. Ni que decir tiene que procuré no volver a sonreír en compañía. Mi visita a Carlsruhe tuvo lugar en el año …89, cuando todo el mundo estaba absorto en los acontecimientos de París; y, sin embargo, en Carlsruhe se hablaba más de costumbres francesas que de política francesa. De modo especial madame Rupprecht, que apreciaba muchísimo a los franceses. Y esto también era todo lo contrario que en nuestra casa. Fritz apenas soportaba oír hablar de un francés; y casi había sido un obstáculo para mi visita a Sophie el hecho de que su madre prefiriese que la llamaran madame, en vez de su propio título de Frau.

Una noche, estaba con Sophie, deseando que llegara la hora de la cena para volver a casa y poder hablar con ella, algo estrictamente prohibido por las normas de etiqueta de madame Rupprecht, que sólo permitía la conversación necesaria entre los miembros de la misma familia en sociedad. Así estaba, como digo, conteniendo a duras penas las ganas de bostezar, cuando llegaron dos caballeros, a uno de los cuales no conocía nadie, por la ceremonia con que el anfitrión le saludó y se lo presentó a la anfitriona. Pensé que no había visto nunca a alguien tan apuesto y elegante. Llevaba el pelo empolvado, por supuesto, pero se veía por su tez que era rubio de color natural. Tenía los rasgos tan delicados como una joven, y realzados por dos pequeños mouches, como llamábamos entonces a los lunares, uno junto a la comisura izquierda de los labios y otro que le alargaba, por así decirlo, el ojo derecho. Vestía de azul y plata. Me quedé tan arrobada por su belleza que, cuando la señora de la casa se acercó a presentármelo, me sorprendió tanto como si me hubiese hablado el arcángel Gabriel. Lo llamó monsieur de la Tourelle, y él me habló en francés. Le entendí perfectamente, pero no me atreví a contestarle en ese idioma. Entonces probó en alemán, y lo hablaba con un leve ceceo que me pareció encantador. Pero, antes de que terminara la velada, ya estaba un poco harta de la suavidad afectada, del afeminamiento de sus modales y de los exagerados cumplidos que me prodigó y que produjeron el efecto de que todos se volvieran a mirarme. Sin embargo, a madame Rupprecht le encantaba precisamente lo que a mí me disgustaba. Le gustaba que Sophie o yo causásemos sensación; claro que habría preferido que fuese su hija, pero la amiga de su hija era la segunda alternativa. Cuando nos marchábamos, oí que intercambiaba cortesías con monsieur de la Tourelle solícitamente, de lo que deduje que el caballero francés iría a visitarnos al día siguiente. No sé si eso me complació o me asustó más, pues me había pasado la velada aguantando el equilibrio de los buenos modales. De todos modos, me halagó que madame Rupprecht hablase como si le hubiera invitado porque le había complacido mi compañía, y todavía más el sincero placer de Sophie ante el evidente interés que había despertado en un caballero tan fino y agradable. Sin embargo, les costó bastante impedir que saliera corriendo del salón al día siguiente cuando le oímos preguntar en la entrada, al pie de las escaleras, por madame Rupprecht. Me habían hecho ponerme mi vestido de fiesta y también ellas se habían engalanado como si fuesen a asistir a una recepción.

Cuando el caballero se marchó, madame Rupprecht me felicitó por la conquista, porque él apenas había dirigido la palabra a nadie más, en realidad, aparte de lo estrictamente requerido por la cortesía, y casi se había invitado a volver por la tarde con una nueva canción muy de moda en París, según dijo. Madame Rupprecht me explicó que se había pasado toda la mañana fuera recogiendo información sobre monsieur de la Tourelle. Era un propriétaire, vivía en un pequeño castillo en las montañas de los Vosgos, donde también tenía tierras, aunque contaba con una gran renta de algunas fuentes totalmente independientes de esta propiedad. En conjunto, era un buen partido, según observó enfáticamente. No creo que se le ocurriera nunca que yo pudiera rechazarle después de este informe sobre sus bienes, ni creo que hubiese permitido, en su caso, elegir a Sophie, ni siquiera si hubiese sido viejo y feo en vez de joven y apuesto. No sé muy bien si yo lo amaba o no, han pasado demasiadas cosas desde entonces que nublan mis recuerdos. Él me tenía mucho cariño; casi me asustaba por el exceso de sus demostraciones de amor. Y era tan encantador con quienes me rodeaban que todos hablaban de él como del hombre más fascinante del mundo, y de mí como de la joven más afortunada. Me sentía aliviada cuando sus visitas terminaban, aunque añoraba su presencia cuando no acudía. Prolongó la visita en casa del amigo con quien se hospedaba en Carlsruhe para cortejarme. Me cubría de regalos que yo era reacia a aceptar, pero madame Rupprecht parecía considerarme una gazmoña afectada si los rechazaba. Muchos regalos eran joyas antiguas muy valiosas, sin duda de su familia; aceptándolos dupliqué los lazos que las circunstancias, más que mi consentimiento, estaban formando a mi alrededor. En aquel entonces no escribíamos cartas a los amigos ausentes con tanta frecuencia como ahora, y en las pocas que había escrito a casa no había querido hablar de él. Pero al final supe por madame Rupprecht que ella había escrito a mi padre comunicándole la magnífica conquista que había hecho y pidiéndole que asistiera a mis esponsales. Me quedé perpleja. No tenía ni idea de que las cosas hubieran ido tan lejos. Pero, cuando me preguntó en tono severo y ofendido qué me había propuesto si no pensaba casarme con monsieur de la Tourelle (había aceptado sus visitas, sus regalos y todas sus insinuaciones sin manifestar la menor repugnancia… y todo eso era cierto; no había manifestado repugnancia, aunque no quería casarme con él, al menos no tan pronto), ¿qué podía hacer más que bajar la cabeza y aceptar en silencio la rápida indicación del único camino que me quedaba si no quería que me tuvieran por una coqueta desalmada el resto de mi vida?

Parece ser que hubo algunos problemas que había soslayado mi cuñada, según supe después, por el hecho de que mis esponsales se celebraran fuera de casa. Mi padre y sobre todo Fritz querían que volviera al molino, que me prometiera allí y que me casara. Pero las Rupprecht y monsieur de la Tourelle insistieron en lo contrario; y Babette prefería ahorrarse todo el jaleo en el molino; creo que también le disgustaba el contraste entre mi espléndido matrimonio y el suyo.

Así que mi padre y Fritz fueron a los esponsales. Tuvieron que pasar dos semanas en una posada de Carlsruhe, al término de las cuales se celebraría la boda. Monsieur de la Tourelle me dijo que tenía asuntos que solucionar en casa, lo que le obligaba a ausentarse en el intervalo entre ambos acontecimientos; y yo me alegré mucho, porque creía que no apreciaba a mi padre y a mi hermano como a mí me hubiera gustado. Fue muy correcto con ellos; adoptó la actitud suave y solemne que había abandonado bastante conmigo; y nos alabó a todos, empezando por mi padre y madame Rupprecht y terminando con la pequeña Alwina. Pero se burló un poco de las anticuadas ceremonias religiosas en las que insistió mi padre; y supongo que Fritz debió tomar algunos de sus cumplidos por sátiras, pues advertí detalles que me indicaron que mi futuro marido, pese a todas sus cortesías, había irritado y molestado a mi hermano. Sin embargo, las disposiciones económicas fueron muy generosas y más que satisfactorias para mi padre, casi le sorprendieron. Hasta Fritz enarcó las cejas y silbó. Yo era la única que no se preocupaba por nada. Estaba hechizada, como en un sueño, una especie de desesperación. Era tan tímida y tan débil que me había metido en una trampa de la que no sabía cómo salir. Durante aquellos quince días me aferré a los míos como nunca. Sus voces y su forma de ser me parecían completamente entrañables y familiares comparadas con la coacción en que había estado viviendo. Podía hablar y hacer lo que quisiera sin que madame Rupprecht me corrigiese o monsieur de la Tourelle me reprendiera de forma obsequiosa y delicada. Un día le dije a mi padre que no quería casarme, que prefería regresar al viejo y querido molino. Pero me pareció que él consideraba mis palabras de una negligencia tan grande como si hubiese cometido perjurio; como si, después de la ceremonia de esponsales, nadie tuviera ningún derecho sobre mí más que mi futuro marido. Sin embargo, me hizo algunas preguntas serias; pero mis respuestas no me beneficiaron en nada.

—¿Conoces algún defecto o algún delito de este hombre que impida que la bendición de Dios respalde tu matrimonio? ¿Sientes algún tipo de aversión o repugnancia por él?

¿Qué podía contestar yo a eso? Sólo conseguí balbucear que creía que no lo amaba bastante; y mi pobre padre anciano sólo vio en mis reticencias el capricho de una niña boba que no sabía lo que quería pero que había ido demasiado lejos para volverse atrás.

Así que nos casamos, en la capilla de la corte, un privilegio que madame Rupprecht se empeñó en conseguir sin escatimar esfuerzos y que debía creer que nos aseguraría toda la felicidad del mundo, tanto entonces como después en el recuerdo.

Nos casamos; y después de dos días de celebración en Carlsruhe entre nuestros nuevos amigos elegantes del lugar, me despedí para siempre de mi amado padre. Había suplicado a mi marido que pasáramos por Heidelberg de camino a su viejo castillo de los Vosgos, pero encontré tanta determinación bajo su apariencia y sus modales delicados, y rechazó mi primera petición tan enérgicamente, que no me atreví a insistir.

—A partir de ahora te moverás en una esfera diferente, Anna —me dijo—; y, aunque es posible que de vez en cuando puedas favorecer a tus parientes, sin embargo, no es aconsejable mucha relación familiar, y es lo que no permito.

Después de este discurso ceremonioso, casi me dio miedo pedir a mi padre y a Fritz que fuesen a verme, aunque, cuando la pena de despedirme de ellos dominó mi prudencia, les rogué que no tardaran en hacerme una visita. Ellos movieron la cabeza y hablaron de trabajo en casa, de diferentes tipos de vida, de que ahora era francesa. Únicamente mi padre me bendijo finalmente, diciendo:

—Si mi hija es desdichada, Dios no lo quiera, que recuerde que la casa de su padre estará siempre abierta para ella.

Yo estaba a punto de gritar: «¡Oh, llévame entonces ahora, padre, oh, padre mío!», cuando, más que ver, sentí la presencia de mi marido a mi lado. Miraba con aire ligeramente despectivo; y me cogió de la mano y me llevó llorando, diciendo que las despedidas breves eran siempre las mejores cuando eran inevitables.

Tardamos dos días en llegar a su castillo de los Vosgos, porque los caminos eran malos y la dirección difícil de determinar. No podría haber sido más devoto de lo que fue durante todo el viaje. Parecía que quisiera compensar en todos los sentidos la distancia entre mi vida actual y mi vida pasada, que yo sentía más completa a cada hora que pasaba. Yo parecía estar recobrando plenamente el sentido de lo que era el matrimonio, y me atrevo a decir que no fui una compañía agradable en el tedioso viaje. Al final, los celos de mi pesar por mi padre y mi hermano acabaron con su paciencia y se disgustó tanto conmigo que creí que la desolación me partiría el corazón. Así que no llegamos de muy buen ánimo a Les Rochers, y pensé que tal vez el lóbrego aspecto del lugar se debiese a lo desdichada que me sentía. En un lado, el castillo parecía un edificio nuevo, construido rápidamente para algún propósito inminente, sin árboles ni arbustos cerca, sólo los restos de la piedra empleada en la construcción y que aún no se habían retirado de las inmediaciones, aunque se había dejado crecer hierbajos y líquenes al lado y por encima de los montones de desechos. Al otro lado, estaban las grandes rocas de las que el lugar tomaba su nombre, y el antiguo castillo, de hacía muchos siglos, se alzaba pegado a ellas casi como una formación natural.

No era alto ni grandioso, pero sí sólido y pintoresco, y yo habría preferido que viviéramos allí en vez de en los elegantes aposentos del nuevo edificio, amueblados a medias, que habían sido acondicionados urgentemente para recibirme. A pesar de la incongruencia de ambas partes, formaban un conjunto unido por intrincados pasadizos y puertas imprevistas, cuya posición exacta nunca comprendí del todo. Monsieur de la Tourelle me llevó a los aposentos reservados para mí y me instaló tan ceremoniosamente como si se tratara de un dominio del que fuese soberana. Se disculpó por los precipitados preparativos, que era cuanto había podido hacer por mí, prometiéndome, sin que se lo pidiese ni se me ocurriera siquiera quejarme, que en pocas semanas serían más lujosos de lo que pudiese anhelar. Pero, cuando vislumbré en la penumbra del atardecer otoñal mi cara y mi figura reflejadas en todos los espejos, en los que apenas se veía un fondo misterioso a la tenue luz de muchas velas que no iluminaban las enormes proporciones del salón medio amueblado, me aferré a monsieur de la Tourelle y le supliqué que me llevara a sus habitaciones de soltero; entonces me pareció que se enfadaba conmigo, aunque simuló reírse, y se negó tan categóricamente a que me instalara en otro sitio que temblé en silencio imaginando las formas y figuras fantásticas que poblarían el fondo de aquellos espejos tenebrosos. Allí estaba mi tocador, un poco menos sombrío; mi dormitorio, con espléndido mobiliario deslustrado, que utilizaría en general como cuarto de estar, cerrando las diversas puertas que daban al salón y a los pasadizos (todas menos una, por la que monsieur de la Tourelle entraba siempre desde sus dependencias en la parte más antigua del castillo). Pero estoy segura de que esta preferencia mía por el dormitorio molestaba a monsieur de la Tourelle, aunque no se molestó en manifestarlo. Siempre me llevaba al salón, que yo aborrecía cada vez más por su absoluta separación del resto del edificio por el largo pasadizo al que daban todas las puertas. Este pasadizo estaba cerrado por gruesas puertas y colgaduras que impedían oír nada de lo que pasaba en las otras partes de la casa, y, por supuesto, los sirvientes no podían oír ningún movimiento ni grito mío a menos que los llamase expresamente. Aquel completo aislamiento era espantoso para una muchacha como yo, que me había criado en un hogar donde todos vivían siempre a la vista de los demás miembros de la familia, sin que faltasen nunca palabras animosas ni la sensación de silenciosa compañía; e incluso más, porque monsieur de la Tourelle, como hacendado, caballero y no sé qué más, solía pasar fuera la mayor parte del día, a veces dos o tres días seguidos. Yo no tenía orgullo que me impidiera relacionarme con los sirvientes; habría sido natural buscar en ellos una palabra de comprensión en aquellos días monótonos en que me quedaba completamente sola si hubiesen sido como nuestros afables sirvientes alemanes. Pero no me gustaban; no sabía por qué. Algunos eran corteses, pero con una familiaridad en su cortesía que me repugnaba; otros eran groseros y me trataban más como a una intrusa que como a la esposa elegida por su señor. Y de los dos grupos, prefería el segundo.

El sirviente principal pertenecía al segundo grupo. Me daba mucho miedo. Siempre me trataba con aire receloso y desabrido; y, sin embargo, monsieur de la Tourelle le consideraba valiosísimo y fiel. A veces me daba la impresión de que Lefebvre dominaba a su amo en algunos aspectos; y no lo entendía. Pues, si bien monsieur de la Tourelle me trataba como si fuese un ídolo o un juguete precioso al que había que cuidar, proteger, mimar y consentir, no tardé en descubrir lo poco que yo y, al parecer, cualquiera, podía doblegar la tremenda voluntad del hombre que a primera vista me había parecido demasiado débil y lánguido para imponer su voluntad en el asunto más trivial. Había aprendido a descifrar mejor su expresión; y a ver que algún profundo e intenso sentimiento, cuya causa no entendía, imprimía a veces un leve destello en sus ojos grises, le hacía contraer los finos labios, y su rostro delicado palidecía. Pero todo había sido siempre tan claro y sin tapujos en mi hogar que no sabía desvelar los misterios de quienes vivían bajo mi mismo techo. Comprendía que había hecho lo que madame Rupprecht y su círculo llamarían un matrimonio estupendo, porque vivía en un castillo con muchos sirvientes, aparentemente obligados a obedecerme como señora. Comprendía que monsieur de la Tourelle me quería bastante, a su modo (estaba orgulloso de mi belleza, en mi opinión, pues me hablaba de ella con bastante frecuencia), pero también era celoso y desconfiado, y no se dejaba influir por mis deseos a menos que coincidieran con los suyos. Yo creía entonces que podría amarle también si me dejara; pero era tímida desde pequeña, y, al poco tiempo, el miedo a su enojo (que surgía de repente en medio de su amor por motivos tan leves como vacilar en responder, una palabra equivocada o un suspiro por mi padre), venció mi inclinación a amar a un hombre tan apuesto, tan dotado, tan indulgente y devoto. Y, si no podía complacerle cuando en realidad le amaba, puedes imaginar cuántas veces me equivocaba cuando me asustaba tanto que evitaba discretamente su compañía por miedo a sus arrebatos coléricos. Recuerdo que, cuanto más se disgustaba conmigo monsieur de la Tourelle, más parecía reírse entre dientes Lefebvre; y que, cuando volvía a concederme sus favores, a veces en un impulso tan súbito como el que había ocasionado mi desgracia, Lefebvre solía mirarme con recelo, con ojos fríos y malévolos y una o dos veces en tales ocasiones se dirigió sin el menor respeto a monsieur de la Tourelle. Casi olvidaba decirte que en los primeros días de mi vida en Les Rochers, monsieur de la Tourelle, con desdeñosa piedad por mi flaqueza, pues no me gustaba la lóbrega grandiosidad del salón, escribió a la sombrerera de París que había enviado mi corbeille de mariage[42], rogándole que me buscara una doncella madura con experiencia y lo bastante refinada para servirme ocasionalmente de compañía.

II

La sombrerera de París envió a Les Rochers a una mujer normanda, que se llamaba Amante, para que fuese mi doncella. Era alta y apuesta, aunque pasaba de los cuarenta, y estaba un poco demacrada. Pero me agradó a simple vista. No era seca ni se tomaba confianzas y tenía una agradable actitud de franqueza que había echado de menos en todos los habitantes del castillo, tomándolo estúpidamente por un defecto nacional. Monsieur de la Tourelle pidió a Amante que se sentara en mi tocador y que estuviese siempre donde pudiese oírme si la necesitaba. Le dio también muchas instrucciones sobre sus deberes en asuntos que, tal vez, fuesen estrictamente de mi incumbencia. Pero yo era joven e inexperta, y agradecía que me ahorrasen cualquier responsabilidad.

Creo que era cierto lo que dijo monsieur de la Tourelle (a las pocas semanas) de que para ser una gran dama, la señora de un castillo, daba demasiadas confianzas a mi camarera normanda. Pero tú sabes que no éramos por nuestro origen de rango muy diferente: Amante era hija de un campesino normando, y yo de un molinero alemán. Y además, ¡mi vida era tan solitaria! Casi parecía que no pudiese complacer a mi marido. Él había buscado a alguien que pudiese ser mi compañera ocasional, y ahora le molestaba mi llaneza con ella, se enfadaba porque a veces me reía de sus tonadas originales y de sus divertidos proverbios, mientras que con él me sentía demasiado asustada para sonreír.

De vez en cuando, nos visitaban familias que vivían a unas leguas y tenían que recorrer los malos caminos en sus voluminosos carruajes; y entonces se hablaba alguna que otra vez de que iríamos a París cuando los asuntos públicos se calmaran un poco. Aquellos pequeños acontecimientos y planes fueron las únicas variaciones en mi vida durante los primeros doce meses, si excluyo los cambios de humor de monsieur de la Tourelle, su cólera irracional y su apasionado cariño.

Tal vez una de las razones de que hallara consuelo y solaz en compañía de Amante fuese que, mientras a mí me daba miedo todo el mundo (no creo que las cosas me asustasen ni la mitad que las personas), Amante no temía a nadie. Desafiaba tranquilamente a Lefebvre, que la respetaba mucho más por ello; tenía una habilidad especial para interrogar a monsieur de la Tourelle sobre asuntos en los que le indicaba respetuosamente que había detectado su punto flaco, pero se abstenía de insistir demasiado por deferencia a su posición como su señor. Y, a pesar de su malicia con los demás, era muy tierna conmigo; tanto más entonces, porque sabía lo que yo no me había atrevido a decirle a monsieur de la Tourelle, que no tardaría en ser madre, ese prodigioso objeto de misterioso interés para las mujeres solteras que ya no esperan disfrutar de semejante dicha.

Era otoño de nuevo, finales de octubre. Pero me había resignado a vivir allí. Las paredes de la parte nueva ya no estaban desnudas y lúgubres; habían retirado hacía mucho los escombros, siguiendo el deseo de monsieur de la Tourelle de hacerme un jardín en el que me proponía cultivar las plantas que recordaba que crecían en mi hogar. Amante y yo habíamos cambiado los muebles de las habitaciones, adaptándolos a nuestro gusto; mi marido había pedido de vez en cuando muchas cosas que creía que me complacerían, y estaba amoldándome a mi evidente encarcelamiento en determinada parte del gran edificio, que no había llegado a explorar del todo. Era de nuevo el mes de octubre, como digo. Los días eran preciosos, aunque cortos, y monsieur de la Tourelle tenía oportunidad, según él, de ir a aquella hacienda lejana cuya supervisión le alejaba de casa con tanta frecuencia. Se llevó a Lefebvre con él, y probablemente a algunos otros lacayos; solía hacerlo. Y me animé un poco al pensar en su ausencia; y entonces me dominó la nueva sensación de que era el padre del hijo que iba a tener, e intenté verlo bajo ese nuevo carácter. Procuré convencerme de que era su amor apasionado lo que le volvía tan celoso y tiránico, y de que a él obedecían las restricciones que imponía a la relación con mi querido padre, con quien ya no tenía el menor vínculo personal.

Bien es cierto que me permití un triste repaso de todos los problemas ocultos bajo el aparente lujo de mi vida. Sabía que yo no le importaba a nadie más que a mi marido y a Amante; pues era bastante evidente que, como su esposa, y también como parvenue[43], no caía muy bien a los pocos vecinos de los alrededores; y, en cuanto a los sirvientes, las mujeres eran todas groseras e insolentes, y me trataban con un aparente respeto que más parecía burla; mientras que los hombres guardaban una especie de fiereza oculta, que mostraban a veces incluso delante de monsieur de la Tourelle, quien, por su parte, he de confesarlo, solía ser severo con ellos, incluso hasta la crueldad.

Me decía que mi marido me amaba, aunque más bien me lo preguntaba. Me demostraba regularmente su amor, si bien es cierto que de forma calculada para satisfacerse más que para satisfacerme. Yo creía que por ningún deseo mío se habría desviado un ápice del curso de acción predeterminado. Había comprobado la inflexibilidad de aquellos labios finos y delicados; sabía cómo podía cambiar la cólera su tez clara en palidez cadavérica y dar aquel brillo cruel a sus ojos azul claro. El afecto que pudiese sentir yo por una persona parecía razón suficiente para que él la odiara, y así estuve compadeciéndome una larga tarde sombría durante la ausencia que he mencionado: apenas alguna vez me acordaba de contenerme pensando en el nuevo vínculo secreto que nos unía, y luego lloraba por ser tan malvada. ¡Ay, qué bien recuerdo aquella larga tarde de octubre! Amante entraba de vez en cuando y me hablaba sin parar para animarme, de vestidos y de París y de qué sé yo, pero me miraba a cada poco fijamente con sus amables ojos oscuros, preocupada, aunque sólo hablara de frivolidades. Al final llenó el fuego de leña, corrió las gruesas cortinas de seda; pues yo había querido hasta entonces tenerlas abiertas para ver la luna pálida alzarse en el firmamento igual que la había visto siempre (la misma luna) alzarse detrás del Káiser Stuhl en Heidelberg; pero la vista me hacía llorar y Amante la tapó. Me dio órdenes como una niñera a una niña.

—Ahora madame debe tener el gatito para que le haga compañía, mientras yo voy a pedir a Marthon una taza de café —recuerdo que me dijo eso y que me enfadé, porque me molestaba que creyera que necesitaba que me entretuviera un gatito. Quizá fuese mi malhumor, pero me enojó que me hablara como a una niña y le dije que tenía motivos para estar abatida, y no tan imaginarios que pudieran distraerme los brincos de un gatito. Así que, aunque no quería contárselo todo, le conté una parte; y, mientras lo hacía, empecé a sospechar que la buena criatura sabía más de lo que ocultaba y que la breve charla sobre el gatito era más reflexivamente amable de lo que me había parecido en un principio. Le dije que hacía mucho tiempo que no sabía nada de mi padre; que era anciano, por lo que podían ocurrir muchas cosas —podría no volver a verlo—, y que rara vez sabía algo de él o de mi hermano. Era una separación más completa y definitiva de lo que había previsto cuando me casé, y le conté a la bondadosa Amante cosas de mi hogar y de mi vida antes de casarme; pues no me había criado como una gran dama, y la simpatía de cualquier ser humano me parecía preciosa.

Amante me escuchó con interés, y me contó, a su vez, algo de los sucesos y penas de su vida. Luego recordó su intención y fue a buscar el café que tenían que haberme servido hacía una hora; pero, en ausencia de mi marido, rara vez se atendían mis deseos, y yo no me atrevía a dar órdenes.

Volvió en seguida, con el café y un gran bizcocho.

—¡Mirad! —dijo, posándolo—. Contemplad mi botín. Madame tiene que comer. Los que comen siempre ríen. Y, además, tengo una pequeña noticia que complacerá a madame.

Me contó que había visto un manojo de cartas en la mesa de la cocina, entregadas por el mensajero de Estrasburgo aquella misma tarde: había recordado lo que acabábamos de hablar y había desatado rápidamente el cordel, pero sólo había tenido tiempo de encontrar una que parecía de Alemania: entonces llegó un sirviente y, del susto que le dio, se le cayeron las cartas; él las recogió insultándola por haberlas desatado y desordenado. Amante le dijo que creía que había una para su señora; pero el criado siguió echando pestes y le dijo que eso no era asunto suyo ni tampoco de él, pues tenía órdenes estrictas de llevar siempre toda la correspondencia que llegara cuando el amo no estaba a su sala privada, una habitación en la que yo no había entrado nunca, aunque daba al vestidor de mi marido.

Pregunté a Amante si tenía la carta. En realidad no, me contestó. Era demasiado arriesgado vivir entre semejante pandilla de sirvientes. Hacía sólo un mes que Jacques había apuñalado a Valentin por una broma. ¿No había echado de menos a Valentin, aquel joven apuesto que llevaba la leña a mi salón? ¡Pobre muchacho! Yacía muerto y congelado; dijeron en el pueblo que se había suicidado, pero los de la casa sabían lo que había pasado. ¡Pero no tenía que asustarme! Jacques se fue, nadie sabía adónde. Pero con aquella gente no convenía reñir ni insistir. Monsieur volvería a casa al día siguiente y no habría que esperar tanto.

Pero a mí me parecía que no aguantaría hasta el día siguiente sin la carta. Quizá dijera que mi padre estaba enfermo, agonizando, ¡quizá llamara a su hija desde el lecho de muerte! En resumen, los pensamientos y las fantasías que me acosaban no tenían fin. De nada sirvió que Amante aventurara que a lo mejor se había equivocado, que no leía bien, que sólo había echado una ojeada a la dirección. Dejé enfriarse el café, no me apetecía comer y me retorcía las manos impaciente por conseguir la carta y saber algo de mis seres queridos. Amante conservó el buen ánimo imperturbable, primero razonando y luego rezongando. Al final dijo, como si estuviera agotada, que, si aceptaba tomar una buena cena, vería qué se podía hacer para ir a la habitación del señor a buscar la carta cuando los sirvientes se acostaran. Acordamos que iríamos juntas y revisaríamos la correspondencia cuando todo estuviera en silencio. No había ningún mal en eso; y, sin embargo, por alguna razón, éramos tan cobardes que no nos atrevíamos a hacerlo claramente y delante de todos.

La cena se sirvió en seguida: perdices, pan, fruta y crema. ¡Qué bien recuerdo aquella cena! Guardamos el bizcocho intacto en una especie de aparador, tiramos el café frío por la ventana para que los sirvientes no se ofendieran por la evidente extravagancia de pedir comida que no podía tomar. Estaba tan impaciente esperando que todos se acostaran que le dije al criado que no esperara para retirar las bandejas y los platos y que podía irse a la cama. Amante me hizo esperar hasta mucho después de que me pareciera que todo estaba en silencio. Eran más de las once cuando por fin salimos sigilosamente y con la luz cubierta a los pasadizos para ir a la habitación de mi marido a robar mi carta, si es que estaba allí, algo de lo que Amante parecía cada vez menos segura en el curso de nuestra discusión.

Intentaré explicarte ahora el plano del castillo para que entiendas mi historia: había sido en tiempos un lugar fortificado y bastante inexpugnable, encaramado en la cumbre de una roca que sobresalía en la ladera de la montaña. Pero se habían hecho añadidos al antiguo edificio (que debían guardar un gran parecido con los castillos del Rin), y estas nuevas construcciones estaban orientadas para disponer de una vista espléndida: se hallaban en el lado más empinado de la roca de la que descendía la montaña, por así decirlo, ofreciendo un panorama general de la gran llanura de Francia. El plano correspondía más a o menos a tres lados de un rectángulo. Mis aposentos en el edificio moderno ocupaban el lado estrecho y tenían esta vista espléndida. La parte delantera del castillo era antigua y discurría paralela al camino. Tenía despachos y salones de diferentes clases, en los que nunca entré. El ala posterior (considerando el nuevo edificio, en el que estaban mis aposentos, como el centro) tenía muchas habitaciones oscuras y lúgubres, porque la ladera de la montaña impedía que diera el sol y los densos pinares llegaban a escasa distancia de las ventanas. Pero en este lado, en una planicie salediza de la roca, mi marido había creado el jardín del que he hablado; pues era un gran cultivador de flores en sus ratos libres.

Mi dormitorio era la habitación de la esquina del nuevo edificio en la parte contigua a la montaña. De allí podía bajar, por un lado, al jardín apoyando las manos en el alféizar de la ventana sin miedo a hacerme daño; mientras que las ventanas del otro lado daban a una bajada cortada a pico de unos cien pies por lo menos. Siguiendo un poco más por esta ala se llegaba al antiguo edificio; en realidad, estos dos fragmentos del antiguo castillo habían tenido en tiempos anexos parecidos a los que mi marido había reconstruido. Estas habitaciones pertenecían a monsieur de la Tourelle. Su dormitorio se comunicaba con el mío, su vestidor quedaba más lejos. Y eso era casi todo lo que yo sabía, pues tanto los sirvientes como él tenían una habilidad especial para obligarme a volver con cualquier pretexto cuando me encontraban allí sola, pues al principio, por curiosidad, quería ver todo el lugar del que me creía señora. Monsieur de la Tourelle nunca me animó a salir a pasear sola, ni en carruaje ni a pie, y siempre me decía que los caminos no eran seguros en aquellos tiempos agitados. La verdad es que a veces he pensado que había proyectado el jardín, al que sólo podía accederse desde el castillo por sus aposentos, para permitirme hacer ejercicio y estar ocupada bajo su mirada.

Pero volvamos a aquella noche. Como ya he dicho, sabía que el gabinete de monsieur de la Tourelle daba a su vestidor, y este a su dormitorio, que a su vez se comunicaba con el mío, la habitación de la esquina. Pero en todas estas habitaciones había otras puertas, que conducían a largas galerías iluminadas por ventanas con vistas a un patio interior. No recuerdo que habláramos mucho de eso; fuimos de mi habitación a los aposentos de mi marido por el vestidor, pero la puerta que comunicaba con su estudio estaba cerrada, así que no tuvimos más remedio que volver e ir por la galería a la otra puerta. Recuerdo que me fijé en una o dos cosas en estas habitaciones, que veía entonces por primera vez. Recuerdo el agradable perfume que impregnaba la atmósfera, los pomos de plata que adornaban la mesa del tocador, y todos los accesorios para bañarse y vestirse, más lujosos incluso que los que me había procurado a mí. Pero la habitación propiamente dicha no tenía dimensiones tan espléndidas como la mía. En realidad, los edificios nuevos terminaban a la entrada del vestidor de mi marido. Había huecos profundos de ventanas en los muros de ocho o nueve pies de grosor, e incluso las particiones entre las cámaras tenían tres pies de fondo; pero sobre todas estas puertas y ventanas había gruesas colgaduras, por lo que yo diría que nadie podía oír en una habitación lo que pasaba en otra. Volvimos a la mía y salimos a la galería. Tuvimos que cubrir la luz. No sé por qué nos dominó entonces el temor de que algún sirviente del ala opuesta rastreara nuestro avance hacia la parte del castillo que sólo utilizaba mi marido. Yo tenía siempre la sensación de que todos los domésticos menos Amante me espiaban de algún modo, y de que estaba atrapada en una red de vigilancia y restricción que abarcaba todos mis actos.

Había luz en la habitación de arriba, y Amante quiso retroceder de nuevo, pero me estaban irritando las demoras. ¿Qué mal había en que buscara la carta de mi padre en el estudio de mi marido? Yo, que solía ser la cobarde, culpé entonces a Amante de su inusitada timidez. Pero lo cierto es que ella tenía muchos otros motivos para recelar de los procedimientos de aquella casa que yo ignoraba. La apremié y me obligué a seguir adelante; llegamos a la puerta, cerrada, pero con la llave puesta; abrimos, entramos; las cartas estaban en la mesa, sus rectángulos blancos captaron la luz al instante y se revelaron a mi mirada ávida, deseosa de palabras de amor de mi pacífico y lejano hogar. Pero justo cuando me disponía a examinarlas, alguna corriente de aire apagó la vela que sujetaba Amante y nos quedamos a oscuras. Amante propuso que lleváramos las cartas a mi salón, recogiéndolas como pudiésemos a oscuras, y las devolviéramos luego todas menos la que suponíamos que era para mí. Pero le pedí que fuese ella a mi habitación, donde guardaba yesca y pedernal, y prendiera otra luz; así que se fue y me quedé sola en la habitación, de la que sólo distinguía el tamaño y los principales muebles: una mesa grande, vestida con un paño grueso, en el centro; escritorios y otros muebles grandes pegados a las paredes; pude ver todo esto mientras esperaba, con la mano en la mesa junto a las cartas, de cara a la ventana que, tanto por la oscuridad del bosque que cubría lo alto de la ladera como por la tenue luz de la luna menguante, parecía un simple rectángulo de un negro malva más apagado que la habitación oscura. No sé lo que recordaba de lo que había visto antes de que se apagara la vela, pues sólo había podido echarle una ojeada, ni lo que vi cuando me acostumbré a la oscuridad, pero aquella habitación escalofriante aparece en mis sueños todavía ahora, clara en su profunda oscuridad. No haría ni un minuto que se había marchado Amante cuando noté una nueva oscuridad en la ventana y oí fuera movimientos suaves, suaves pero resueltos y continuados, hasta que se cumplió el objetivo y alcanzó la ventana.

Aterrorizada al pensar que alguien pudiese forzar la entrada a aquellas horas, y sin la menor duda acerca de su objetivo, me habría dispuesto a escapar al primer ruido que oí, pero temía que cualquier movimiento rápido llamara su atención; el mismo peligro habría corrido si hubiera abierto la puerta, que estaba entornada, y cuyos picaportes no conocía. De nuevo, rápida como el rayo, recordé el escondrijo que había entre la puerta cerrada del vestidor de mi marido y la colgadura que la cubría; pero renuncié también a eso, creyendo que me pondría a gritar o me desmayaría antes de llegar. Así que me agaché despacio y me metí debajo de la mesa; la gruesa orla del tapete me ocultaba, tal como había esperado. No había salido aún de mi aturdimiento e intentaba convencerme de que allí estaba relativamente a salvo, pues lo que más temía era la traición del desmayo y luché con todas mis fuerzas para cobrar valor e insensibilizarme al peligro, para lo cual me infligí un fuerte dolor. Me has preguntado muchas veces cómo me hice la marca que tengo en la mano; pues fue que, en mi desesperación, me arranqué, implacable, un trozo de carne con los dientes, agradecida por el dolor, que me ayudó a entumecer el pavor. Así que acababa de esconderme cuando oí que varias personas alzaban las hojas de la ventana y una tras otra saltaban por el alféizar y se plantaban a mi lado, tan cerca que podía tocarles los pies. Las oí reírse y cuchichear; la cabeza me daba vueltas y no entendía lo que significaban sus palabras, pero reconocí la risa de mi marido entre las demás: suave, sibilante, despectiva, mientras daba patadas a algo voluminoso que habían arrastrado y dejado en el suelo cerca de mí; tan cerca, que cuando lo tocaba mi marido con la punta del pie, me tocaba también a mí. No sé cómo ni por qué, pero algún sentimiento que no era curiosidad me impulsó a sacar la mano muy despacio, muy poco, y palpar en la oscuridad para ver qué era lo que yacía a mi lado y a lo que mi marido daba aquellos puntapiés. ¡Tanteé sigilosamente con mi palma la mano cerrada y fría de un cadáver!

Por extraño que parezca, esto me devolvió en el acto la lucidez mental. Hasta ese momento, casi había olvidado a Amante; entonces pensé con rapidez febril cómo podía avisarla de que no volviera; mejor dicho, intenté pensar, pues todos los proyectos eran completamente inútiles, tendría que haberlo comprendido desde el principio. Sólo cabía esperar que Amante oyera las voces de los que se afanaban ahora en encender una luz, echando sapos y culebras porque no encontraban los utensilios necesarios para prender fuego. Entonces oí los pasos de Amante cada vez más cerca. Desde mi escondite veía la línea de luz cada vez más clara debajo de la puerta; se detuvo; los hombres de la habitación (entonces creía que eran sólo dos, pero luego descubrí que eran tres) dejaron lo que estaban haciendo y guardaron silencio, supongo que sin aliento, como yo. Ella abrió la puerta despacio, con un movimiento suave, para impedir que volviera a apagarse la vela. No se oyó nada durante un momento. Luego oí decir a mi marido mientras avanzaba hacia ella (llevaba botas de montar, cuya forma conocía bien yo, ya que pude verlas a la luz):

—Amante, ¿puedo saber qué te trae a mi estudio?

Se interponía entre ella y el cadáver de un hombre de cuyo bulto espectral me aparté cuando casi me toca, tan cerca estábamos todos. Yo no podía saber si ella lo veía, ni podía avisarla ni hacerle ninguna señal inaudible que le indicara qué decir, si de verdad hubiese sabido qué era lo mejor que podía decir.

Amante contestó con una voz completamente distinta a la suya, bronca y baja; pero bastante firme. Dijo que había ido a buscar una carta que creía que había llegado para mí de Alemania. ¡Bien hecho, valerosa Amante! Ni una palabra sobre mí. Monsieur de la Tourelle contestó con una blasfemia horrenda y una amenaza temible. No quería que nadie husmeara en sus aposentos; madame recibiría sus cartas, si había alguna para ella, cuando él decidiera dárselas y si le parecía bien hacerlo. En cuanto a Amante, aquella era la primera advertencia y sería también la última; y, quitándole la vela de la mano, la echó de la habitación, mientras sus compañeros formaban discretamente una pantalla para ocultar del todo el cadáver. Oí el giro de la llave de la puerta (si había tenido alguna idea de huir, desapareció entonces). Ya sólo deseaba que lo que fuese a ocurrirme pasara pronto, porque la tensión nerviosa me superaba. Cuando creyeron que Amante se había alejado lo suficiente, dos voces empezaron a dirigirse a mi marido con furia, reprochándole no haberla retenido, amordazado (más aún, uno era partidario de matarla, alegando que la había visto posar la mirada en la cara del muerto, a quien ahora dio una patada en un arranque de cólera). Parecía que hablaban de igual a igual por la forma de expresarse, aunque se advertía cierto temor en el tono. Estoy segura de que mi marido era su superior, el capitán o algo. Les contestó casi como si se burlara de ellos, diciéndoles que era agotador tratar con idiotas; que seguramente la mujer había dicho la pura verdad y ya se había asustado lo suyo al encontrar a su señor en su habitación, por lo que se habría alegrado de escapar y volver con su señora, a quien probablemente le diría al día siguiente que él había regresado en plena noche. Pero sus compañeros empezaron a insultarme y a decir que, desde que se había casado, sólo servía para ponerse elegante y perfumarse; que podían haberle encontrado veinte chicas más guapas que yo y con mucho más brío. Él contestó en voz baja que le agradaba yo y que con eso bastaba. En todo este tiempo no dejaron de hacer algo con el cadáver, no podía ver qué. Creo que a veces estaban demasiado ocupados desvalijándolo para decir algo; luego lo soltaron de un golpe y empezaron a pelear. Provocaron a mi marido con irritación, enfurecidos por sus respuestas sarcásticas y despectivas y su risa burlona. Sí, mientras levantaban a su pobre víctima difunta —la mejor forma de despojarlo de cuanto llevaba encima de valor—, oí a mi marido reírse como cuando intercambiaba agudezas en el saloncito de la familia Rupprecht en Carlsruhe. Desde aquel momento, lo aborrecí y me daba pavor. Al final, y como para dar por zanjado el asunto, dijo en un tono de fría determinación:

—Vamos, mis buenos amigos, ¿qué sentido tiene todo esto cuando sabéis perfectamente que, si sospechara que mi esposa sabe más de lo que quiero que sepa de mis asuntos, no vería el día siguiente? Acordaos de Victorine. Sólo cometió la imprudencia de bromear sobre mis negocios, rechazó mi consejo de morderse cautelosamente la lengua, ver lo que quisiera, pero no preguntar ni decir nada, y tuvo que hacer un largo viaje, más allá de París.

—Pero esta no es como ella; madame Victorine hablaba por los codos y sabíamos todo lo que sabía; pero esta es tan astuta que puede descubrir lo que sea y no abrir la boca. El día menos pensado se levanta la región y se nos echan encima los gendarmes de Estrasburgo, todo gracias a tu muñequita y a sus mañas para convencerte.

Creo que esto despertó a monsieur de la Tourelle de su despectiva indiferencia, pues maldijo entre dientes y dijo:

—¡Tienta, Henri! Esta daga está afilada. Si mi esposa dice una palabra y soy tan estúpido que no le cierro bien la boca antes de que se nos echen encima los gendarmes, haz que ese buen acero se abra paso hasta mi corazón. Que haga la menor suposición, que tenga la más ligera sospecha de que no soy un grand propriétaire, no digamos ya que imagine que soy un jefe de los Chauffeurs y ese mismo día sigue a Victorine en el largo viaje más allá de París.

—O no conozco a las mujeres o aun así te burlará. Las calladitas son el mismísimo diablo. Se irá en alguna de tus ausencias llevándose algún secreto que acabará con nosotros en la rueda.

—¡Bah! —dijo él, y añadió al momento—: Que se vaya si quiere. Pero la seguiré a donde vaya; así que no grites antes de hacerte daño, no seas agorero.

Para entonces casi habían desnudado al difunto y empezaron a hablar de lo que harían con él. Les oí decir que era el sieur de Poissy, un caballero vecino, que yo sabía que cazaba a veces con mi marido. No lo había visto nunca, pero, por lo que decían, parecía haberlos sorprendido mientras robaban a un mercader de Colonia y lo torturaban según la cruel costumbre de los Chauffeurs, que achicharraban los pies a sus víctimas para obligarlos a revelar cualquier secreto relacionado con sus bienes, que luego aprovechaban ellos. Y este sieur de Poissy se les había echado encima y había reconocido a monsieur de la Tourelle, así que le habían matado y lo habían trasladado cuando cayó la noche. Oí la risilla del que llamaba marido mientras comentaba cómo habían amarrado con correas al hombre muerto delante de uno de los jinetes, a fin de que cualquiera que lo viera al pasar creyera que el asesino sostenía tiernamente a un enfermo. Repitió una respuesta burlona de doble sentido que él mismo había dado a alguien que preguntó. Disfrutaba de los equívocos, aplaudiendo en silencio el propio ingenio. ¡Y entretanto, los pobres brazos inertes extendidos del difunto yacían junto a su primorosa bota! Entonces, otro se agachó (se me paró el corazón) y recogió una carta del suelo, una carta que se había caído del bolsillo de monsieur de Poissy, una carta de su esposa, llena de tiernas palabras de cariño y lindos susurros de amor. La leyeron en voz alta comentando groseramente cada frase, procurando cada uno superar al anterior. Cuando llegaron a unas palabras bonitas sobre un tierno Maurice, su hijo pequeño, que estaba con su madre de visita en algún sitio, se burlaron de monsieur de la Tourelle diciéndole que algún día escucharía las mismas tonterías femeninas. Creo que hasta aquel momento sólo le había tenido miedo. Pero su réplica brutal y furiosa me hizo aborrecerlo más de lo que lo temía. Al fin se cansaron de su salvaje diversión; ya le habían quitado las joyas y el reloj, y examinado el dinero y los papeles; y al parecer tenían que sepultar el cadáver discretamente antes del amanecer. No se habían atrevido a dejarlo donde lo habían asesinado por miedo a que la gente lo reconociera y levantara un revuelo contra ellos. Pues hablaban como si su constante empeño fuese mantener en el entorno inmediato de Les Rochers el mayor orden y la mayor tranquilidad, para no dar nunca motivo de que acudieran los gendarmes. Discutieron un poco si debían ir a la despensa del castillo por la galería para calmar el hambre antes o después del rápido entierro. Yo escuchaba con atención febril apenas el significado de estas palabras llegaba a mi cerebro calenturiento y trastornado, pues lo que decían parecía grabarse con tremenda fuerza en mi memoria y casi no podía evitar repetirlo en voz alta como un eco sordo, desdichado e inconsciente; pero tenía la mente entumecida y no podía captar el sentido de lo que oía a menos que me nombraran a mí y entonces, supongo, algún instinto de supervivencia despertaba y me agudizaba el juicio. ¡Cómo agucé los oídos y desentumecí manos y piernas empezando con movimientos convulsivos que temía que me traicionasen! Recogí cada palabra que pronunciaban sin saber con qué propósito, pero con la sensación de que, decidiesen lo que decidiesen, al final mi única posibilidad de escapar se acercaba. Se me ocurrió entonces que él podría ir a su dormitorio antes de que yo aprovechara aquella única oportunidad, en cuyo caso advertiría mi ausencia. Dijo que tenía las manos sucias (me estremecí al pensar que de sangre) y que iba a lavárselas; pero alguna broma amarga le hizo cambiar de idea y salió de la habitación con los otros dos por la puerta de la galería. ¡Me dejaron sola en la oscuridad con el cadáver rígido!

O ahora o nunca, me dije, pero no podía moverme. No me lo impedían las articulaciones agarrotadas sino la idea de la proximidad de aquel hombre muerto. Me pareció, aún me lo parece, oír que movía el brazo que tenía más cerca; que lo alzaba implorante una vez más y lo dejaba caer con absoluta desesperación. Grité aterrada ante esa fantasía, si de fantasía se trataba, y mi propia voz extraña rompió el hechizo. Me aparté del cadáver acercándome al lado más alejado de la mesa con tanta cautela como si de verdad temiese que me agarrara aquel pobre brazo inerte e impotente para siempre. Me incorporé con cuidado y me apoyé en la mesa, mareada y temblorosa, demasiado aturdida para saber qué hacer a continuación. Casi me desmayo al oír el susurro de Amante al otro lado de la puerta: «¡Madame!». La fiel criatura había estado vigilando, me había oído gritar y había visto a los tres rufianes salir por la galería, bajar las escaleras y cruzar el patio hasta las dependencias de la otra ala del castillo, y se había acercado con sigilo a la puerta de la habitación en que me encontraba. Su voz me dio fuerzas. Caminé directamente hacia ella como quien, sorprendido por la noche en un páramo, ve de pronto una pequeña luz fija que indica habitaciones humanas y, animándose, avanza derecho. No sabía dónde me encontraba ni de dónde venía aquella voz. Pero tenía que llegar hasta ella o moriría. La puerta se abrió de pronto, no sé quién de las dos lo hizo, le eché los brazos al cuello, apretándola hasta que me dolieron las manos. Ella no dijo una palabra, sólo me levantó en sus brazos vigorosos, me llevó a mi habitación y me echó en la cama. No recuerdo más. Perdí el conocimiento en cuanto me dejó allí. Lo recobré con la terrorífica idea de que mi marido estaba a mi lado, convencida de que se ocultaba en la habitación, esperando mis primeras palabras, el menor signo de la espantosa verdad que yo conocía, para asesinarme. No me atrevía a respirar más deprisa, medía y calculaba cada inspiración profunda; no abrí la boca, no me moví, ni siquiera abrí los ojos hasta mucho después de recobrar plenamente mi desdichado conocimiento. Oía que alguien que iba y venía por el dormitorio con movimientos suaves pero resueltos, no por curiosidad o simple entretenimiento; alguien entraba y salía del salón; y yo seguía echada en silencio, segura de que la muerte era inevitable y deseando que pasara la agonía. De nuevo estuve a punto de desmayarme; pero, cuando me hundía en esa horrible sensación de la nada, oí la voz de Amante que decía a mi lado:

—Beba esto, madame, y vayámonos de aquí. Ya está todo preparado.

Dejé que me pusiera el brazo debajo de la cabeza y me incorporara para beber algo. Me hablaba en todo momento en voz baja y mesurada, en un tono seco y autoritario que no era el suyo; me dijo que me había preparado un conjunto de vestidos suyos, que ella ya se había disfrazado en la medida en que lo permitían las circunstancias, que se había guardado en los bolsillos lo que yo había dejado de la cena, y así siguió, insistiendo en los detalles más banales, pero sin aludir siquiera a la espantosa razón que hacía necesaria mi huida. No hice averiguaciones de lo que sabía o cuánto. No le pregunté nada entonces ni después, era superior a mis fuerzas; callamos nuestro terrible secreto. Pero supongo que lo había oído todo desde el vestidor contiguo.

La verdad es que no me atrevía a hablar siquiera con ella, como si prepararnos así para salir furtivamente de la casa de la sangre en plena noche no fuera sino un episodio corriente de la vida. Me dio instrucciones, breves instrucciones resumidas, sin razones, igual que a una niña pequeña. Y obedecí como una niña. Se acercaba cada poco a la puerta y escuchaba. Y también a cada poco se acercaba a mirar por la ventana, inquieta. Por mi parte, yo sólo la veía a ella y no me atrevía a desviar la mirada ni un momento: y no oía nada en el silencio de la noche más que sus suaves movimientos y los fuertes latidos de mi corazón. Al final, me dio la mano y me guio a oscuras por el salón una vez más hacia la espantosa galería, donde las ventanas proyectaban en el suelo fantasmas luminosos. La seguí, aferrándome a ella sin vacilar, pues para mí era la compasión humana tras el aislamiento de mi atroz espanto. Seguimos, torcimos a la izquierda en vez de a la derecha, pasados mis aposentos, donde el dorado se había teñido del rojo de la sangre, al ala desconocida del castillo que corría paralela al camino principal. Me guio por los pasadizos del sótano, adonde habíamos bajado, hasta llegar a una portilla abierta por la que entraba el aire gélido y frío, que me dio por primera vez una sensación de vida. La puerta daba a una especie de sótano, por el que avanzamos a tientas hacia una abertura que parecía una ventana, pero con barrotes en vez de vidrio, dos de ellos sueltos; Amante sin duda lo sabía, porque los quitó fácilmente, como si lo hubiera hecho muchas veces, y luego me ayudó a seguirla y a salir al aire libre.

Rodeamos sigilosamente el edificio y, al doblar la esquina (primero ella), noté que me apretaba la mano con más fuerza por un instante y entonces yo también oí voces lejanas, pues la noche era muy cálida y silenciosa.

No habíamos dicho ni una palabra. No dijimos nada entonces. El tacto era más fácil y expresivo. Torció hacia la carretera; la seguí. Yo no conocía el camino, tropezábamos a cada poco. Estaba llena de magulladuras y seguro que ella también, pero el dolor físico me sentó bien. Al final llegamos al sendero más llano del camino principal.

Yo confiaba tanto en ella que no me molestaba en hablar ni siquiera cuando se paraba como si dudara hacia dónde torcer. Pero entonces la oí por primera vez:

—¿Por qué camino llegasteis el primer día?

Señalé, no podía hablar.

Tomamos la dirección contraria, siguiendo aún el camino principal. En una hora más o menos, llegamos a la ladera tras una larga subida sin atrevernos siquiera a descansar. Seguimos subiendo y alejándonos antes de que amaneciera del todo. Entonces buscamos un sitio para escondernos y descansar, y nos atrevimos a hablar en susurros. Amante me dijo que había cerrado la puerta que comunicaba la habitación de mi marido con la mía. Y, como en un sueño, me di cuenta de que también había cerrado y quitado la llave que comunicaba mi dormitorio y el salón.

—Esta noche habrá estado muy ocupado para pensar mucho en su esposa, supondrá que está dormida. Me echarán antes de menos a mí, pero ahora estarán descubriendo nuestra desaparición.

Recuerdo que sus últimas palabras me hicieron suplicar que siguiéramos; me parecía que estábamos perdiendo un tiempo precioso buscando un escondrijo. Al final, renunciamos, desesperadas, y seguimos un trecho. La ladera hacía una pendiente muy pronunciada y a plena luz de la mañana nos encontramos en el angosto valle de un río. Más o menos una milla adelante, se alzaba el humo azulado de un pueblo; la rueda de un molino golpeaba el agua muy cerca, aunque no se veía. Nos abrimos paso al abrigo de árboles y arbustos, pasamos el molino y llegamos a un puente de un arco, que sin duda formaba parte del camino entre el pueblo y el molino.

—Esto servirá —dijo ella; y nos metimos a rastras y, trepando un poco por la tosca mampostería, nos sentamos en un saliente y nos acurrucamos en la húmeda oscuridad. Amante se sentó un poco más arriba que yo y me hizo apoyar la cabeza en su regazo. Luego me dio de comer y tomó algo ella también; y, abriendo su manto oscuro, tapó completamente las motas luminosas que nos rodeaban; y así, temblando y tiritando, experimentamos una sensación de reposo simplemente por saber que ya no era imperioso seguir avanzando, pues durante el día nuestra única posibilidad de seguir a salvo era no movernos. Pero la penumbra húmeda en que permanecíamos era debilitante por el simple hecho de que allí nunca llegaba la luz del sol; y me temía que antes de que anocheciera y fuera hora de ponernos de nuevo en marcha, perdería el conocimiento. Para colmo de males, había llovido todo el día y el riachuelo, alimentado por los múltiples arroyos de la montaña, empezó a crecer hasta convertirse en un torrente que se precipitaba sobre las piedras con un ruido continuo y vertiginoso.

Las herraduras de los caballos que pasaban por el puente me despertaban a cada poco del doloroso sueño en que caía continuamente: a veces avanzaban con esfuerzo como si arrastraran una carga, a veces repiqueteando y al galope, y con el grito más agudo de voces masculinas que cortaban el rumor del agua. Al final, cayó el día. Tuvimos que meternos en el agua, que nos cubría por encima de las rodillas, y vadear hasta la orilla. Allí nos quedamos, temblando entumecidas. Incluso a Amante parecía fallarle el valor.

—Tenemos que pasar esta noche a cubierto como sea —dijo, pues la lluvia caía implacable. No contesté. Creía que el final sería la muerte de una u otra forma. Sólo esperaba que no se añadiese a ella el terror de la crueldad humana. Un minuto después, Amante ya había decidido qué hacer. Seguimos río arriba hasta el molino. Los sonidos familiares, los olores del grano, los muros blanquecinos por la harina, todo me recordaba a mi casa, y tenía la sensación de que debía luchar por salir de aquella pesadilla y despertar y ser de nuevo una muchacha feliz a orillas del Neckar. Tardaron en desatrancar la puerta a la que había llamado Amante: al final, una voz débil preguntó quién era y qué quería. Amante contestó que éramos dos mujeres y que queríamos guarecernos de la tormenta. Pero la anciana replicó con recelo que estaba segura de que era un hombre quien pedía cobijo y que no podía dejarnos entrar. Pero al final se convenció y desatrancó la pesada puerta y nos dejó entrar. No era una mala mujer, pero todos sus pensamientos giraban en torno a un punto: que su amo el molinero le había dicho que no dejara entrar a ningún hombre en su ausencia de ninguna manera, y que no sabía si le parecería igual de malo que dejara entrar a dos mujeres; pero que, como no éramos hombres, nadie podría decir que le había desobedecido, pues era vergonzoso dejar fuera incluso a un perro una noche como aquella. Amante le dijo con agudeza que no le dijera a nadie que nos habíamos guarecido allí y así el amo no podría culparla; y mientras imponía de este modo el secreto como la medida más juiciosa, pensando en otra gente además del molinero, me ayudaba a quitarme rápidamente la ropa húmeda y a extenderla, junto con el manto con que nos habíamos tapado ambas, delante de la gran estufa que calentaba la habitación tal y como requería la débil vitalidad de la mujer. Durante todo este tiempo, la pobre criatura no dejó de razonar consigo misma si había desobedecido las órdenes, de forma tan locuaz que me preocupó, pues dudaba mucho de su capacidad de guardar un secreto si le preguntaban. Luego nos hizo una revelación innecesaria del paradero del amo: había ido a ayudar en la búsqueda del patrón, el sieur de Poissy, que vivía en la mansión que quedaba justo encima y que no había vuelto de la caza el día anterior; así que el intendente temía que le hubiera pasado algo y había pedido a los vecinos que batieran el bosque y la ladera. Nos contó mucho más, dándonos a entender que le gustaría encontrar un puesto de ama de llaves en un sitio con más sirvientes y menos que hacer, porque su vida allí era muy solitaria y monótona, sobre todo desde que se marchó el hijo del amo, que se había ido a las guerras. Luego tomó la cena, que sin duda le habían apartado con mano frugal, por lo que, aunque se le hubiese ocurrido, no tenía bastante para ofrecernos nada. Por suerte, lo único que necesitábamos era calor, y eso, gracias a los cuidados de Amante, estaba volviendo a nuestros cuerpos ateridos. La anciana se adormiló después de cenar, aunque parecía inquieta con la idea de acostarse y dejarnos allí. En realidad, nos hizo claras insinuaciones sobre la conveniencia de que volviéramos a la noche fría y tormentosa; pero le suplicamos que nos dejara estar a cubierto de algún modo, hasta que se le ocurrió una brillante idea, y nos dijo que subiéramos por una escalera a una especie de buhardilla que cubría la mitad de la alta cocina del molino en la que estábamos. La obedecimos (¿qué otra cosa podíamos hacer?) y nos encontramos en un lugar espacioso, sin salvaguarda ni pared, entarimado ni baranda que impidieran que nos cayéramos a la cocina si nos acercábamos mucho al borde. En realidad era la despensa o pañol de la casa. Había ropa de cama almacenada, cajas y baúles, costales, la provisión invernal de manzanas y nueces, fardos de ropa y muchas otras cosas. La anciana retiró la escalera en cuanto subimos, con una risilla, como si ya estuviese segura de que no causaríamos problemas. Se sentó de nuevo a esperar a su amo, dormitando. Sacamos un lecho y nos acostamos con la ropa seca y un poco animadas, esperando poder conciliar el sueño que tanta falta nos hacía para recuperar las fuerzas y prepararnos para el día siguiente. Pero yo no podía dormir, y por la respiración de Amante me di cuenta de que ella tampoco. Por las rendijas de las tablas podíamos ver la cocina, muy parcialmente iluminada por la lámpara común que colgaba de la pared próxima al altillo, al otro lado de donde nos habíamos acostado.

III

Muy avanzada la noche, oímos voces desde nuestro escondrijo y una llamada furiosa a la puerta. Vimos por las rendijas que la anciana se levantaba e iba a abrir la puerta a su amo, que entró sin duda bastante ebrio. Vi con espanto que le seguía Lefebvre, al parecer tan sobrio y taimado como siempre. Entraron hablando, discutiendo algo; pero el molinero interrumpió la conversación para insultar a la anciana por haberse quedado dormida y la mandó a la cama, echándola de la cocina con ira achispada e incluso a golpes. Luego siguió hablando con Lefebvre sobre la desaparición del sieur de Poissy. Por lo visto Lefebvre había estado fuera todo el día con otros hombres de mi marido, supuestamente ayudando en la búsqueda, aunque sin duda despistando a los seguidores de sieur de Poissy con pistas falsas, y supuse que también, por alguna que otra pregunta astuta que hizo, con el secreto propósito de encontrarnos.

El molinero era arrendatario y vasallo del sieur de Poissy, pero me pareció que era mucho más del bando de monsieur de la Tourelle. Y sin duda conocía en parte la vida que llevaban Lefebvre y los demás; aunque también creo que no sabía ni imaginaba la mitad de sus crímenes; y estoy segura de que deseaba realmente descubrir el destino de su señor, sin sospechar que Lefebvre fuese violento y asesino. Siguió hablando, expresando toda suerte de ideas y opiniones, observado por la mirada perspicaz de Lefebvre, que brillaba bajo sus tupidas cejas. Evidentemente no se proponía desvelar que la esposa de su amo se había escapado de aquella guarida espantosa; pero, aunque no dijo una palabra sobre nosotras, no me cabía la menor duda de que estaba sediento de nuestra sangre y de que nos acechaba en cada giro de los acontecimientos. Al poco rato, se levantó y se marchó; y en cuanto salió, el molinero echó el cerrojo y se fue dando tumbos a la cama. Entonces nos dormimos, un sueño largo y profundo.

A la mañana siguiente, cuando desperté, vi a Amante medio levantada, apoyada en una mano y mirando la cocina preocupada, aguzando la vista. Miré yo también y las dos oímos y vimos al molinero y a dos de sus hombres que hablaban a voces con impaciencia de la anciana, que no había encendido el fuego como de costumbre ni preparado el desayuno de su amo y a quien acababan de encontrar muerta en la cama, a saber si debido a los golpes de su amo la noche anterior o por causas naturales. Creo que al molinero le remordía un poco la conciencia, pues explicaba afanoso lo mucho que apreciaba a su ama de llaves, y las muchas veces que le había dicho lo feliz que era con él. Los hombres quizá tuviesen sus dudas pero no querían ofender al molinero y acordaron que había que tomar las medidas necesarias para un entierro rápido. Y con eso se fueron, dejándonos tan solas que casi por primera vez nos atrevimos a hablar libremente, aunque todavía en susurros y haciendo continuas pausas por si oíamos algo. Amante adoptó una postura más animosa que yo ante el suceso. Dijo que, si la anciana siguiera con vida, habríamos tenido que marcharnos aquella misma mañana, y que esta partida silenciosa había sido nuestra mejor esperanza, ya que, según todas las probabilidades, la mujer le habría hablado al molinero de nosotras y de nuestro escondite, lo cual, antes o después, habría llegado a oídos de quienes menos deseábamos que lo supiesen. En cambio ahora tendríamos tiempo para descansar y un refugio para ocultarnos durante los primeros días de la intensa persecución que sabíamos con absoluta certeza que se estaba llevando a cabo. Los restos de nuestra comida y la fruta almacenada nos abastecerían de provisiones. Lo único que había que temer era que necesitaran algo del altillo y subiera a buscarlo el molinero o quien fuese. Pero, incluso en ese caso, podríamos disponer las cajas y arcones de tal forma que quedara una parte en sombra y no nos vieran. Todo eso me tranquilizó un poco, pero quise saber cómo íbamos a escapar. La anciana había retirado la escalera que era nuestro único medio para bajar de allí. Amante contestó que podía hacer una escala para bajar los diez pies o así con un rollo de cuerda que había entre las demás cosas, con la ventaja de que podríamos llevárnosla, evitando de este modo dejar pruebas de que alguien se había escondido arriba.

Amante empleó bien el tiempo durante los dos días que transcurrieron antes de marcharnos. Registró todas las cajas y arcones en las ausencias del molinero; encontró en una caja un traje viejo que seguramente había pertenecido al hijo del molinero, se lo puso para ver si le valía; y cuando comprobó que sí, se cortó el pelo como un hombre, me hizo recortarle las cejas negras tanto como si se las hubiese afeitado, y partió corchos viejos en trozos que se metió a los lados de la boca para abultarse los carrillos, cambiando así la forma de la cara y la voz hasta un punto que yo no habría creído posible.

Todo este tiempo yo no salía de mi aturdimiento; mi cuerpo descansaba y recuperaba fuerzas, aunque yo misma estaba casi idiotizada, pues, de lo contrario, no habría mostrado el estúpido interés que recuerdo por los diligentes preparativos para el disfraz de Amante. Recuerdo muy bien la sensación de esbozar una sonrisa con la cara rígida cuando algún nuevo ejercicio de su ingenio acababa felizmente.

El segundo día me pidió que me esforzara yo también; y entonces volvió mi profunda desesperación. Dejé que me tiñera el pelo rubio y la cara clara con las cáscaras podridas de las nueces almacenadas, dejé que me ennegreciera los dientes e incluso me rompí voluntariamente un incisivo para que mi disfraz fuese más convincente. Pero seguía sin la menor esperanza de eludir a mi terrible marido. La tercera noche el funeral había terminado, ya no quedaba bebida, y se fueron los invitados; sus hombres acostaron al molinero, que estaba demasiado borracho para valerse solo. Luego esperaron un rato en la cocina charlando y riendo sobre la nueva ama de llaves que probablemente vendría. Y al fin también ellos se marcharon y cerraron la puerta al salir, pero no la atrancaron. Todo estaba a nuestro favor. Amante había probado la escala una de las dos noches anteriores y vio que podía soltarla desde abajo, una vez cumplida su misión, del gancho al que la sujetaba. Preparó un hatillo de ropa vieja inservible que nos permitiría pasar mejor por un vendedor ambulante y su mujer; se metió un bulto en la espalda, engrosó mi figura, y dejó su vestido en el fondo del arcón del que había sacado el traje de hombre que llevaba puesto, debajo de un montón de otras prendas; y con unos cuantos francos en el bolsillo (todo el dinero que teníamos entre las dos cuando huimos), bajamos la escala, la desenganchamos y volvimos a la fría oscuridad de la noche.

Ya habíamos hablado en la buhardilla del camino que debíamos tomar. Amante me había dicho entonces que su motivo para preguntarme cuando salimos de Les Rochers por qué camino me habían llevado el día que llegué era eludir la persecución que sin duda tomaría primero la dirección de Alemania; pero que ahora creía que podíamos volver a aquella zona del país donde mi forma alemana de hablar francés pasaría más desapercibida. Pensé que ella también tenía un acento peculiar, del que había oído burlarse a mi marido llamándolo patois normando; pero no dije nada al respecto, y me limité a aceptar su propuesta de dirigir nuestros pasos hacia Alemania. Creía que estaríamos a salvo en cuanto llegáramos. ¡Ay! Olvidaba la turbulencia que se extendía por toda Europa, derrocando todas las leyes y toda la protección que las leyes ofrecen.

No te contaré ahora cómo vagamos, sin atrevernos a preguntar, cómo vivimos, los muchos peligros y aún más temores de estar en peligro que pasamos. Sólo te contaré dos aventuras que sucedieron antes de llegar a Fráncfort. Creo que la primera, aunque fatal para una dama inocente, fue sin embargo causa de mi salvación. Y te contaré la segunda para que comprendas por qué no regresé a mi antiguo hogar como esperaba hacer cuando aún estaba en la buhardilla del molinero y pude por fin tratar de hacerme una idea de cómo podría ser mi vida futura. No puedo decirte lo mucho que me encariñé con Amante en el curso de estas andanzas y vacilaciones. A veces he temido desde entonces haberme preocupado por ella sólo por lo mucho que la necesitaba para mi seguridad. ¡Pero no! No fue así, o no sólo ni principalmente. Una vez me dijo que huía para salvar la propia vida tanto como la mía, aunque no nos atrevíamos a hablar mucho del peligro que corríamos ni de los horrores que habíamos pasado. Planeamos un poco lo que sería nuestro futuro rumbo; pero ni siquiera en ese aspecto mirábamos muy lejos. ¿Cómo íbamos a hacerlo cuando cada día ni siquiera sabíamos si veríamos ponerse el sol? Pues Amante sabía o conjeturaba mucho más que yo de las atrocidades de la banda a la que pertenecía monsieur de la Tourelle. Y a cada poco, justo cuando parecía que empezábamos a sumirnos en la calma de la seguridad, encontrábamos rastros de que nos perseguían en todas direcciones. Recuerdo una vez que llegamos a una especie de herrería solitaria (debíamos llevar unas tres semanas caminando agotadoramente, día tras día, por caminos poco transitados, sin atrevernos a hacer averiguaciones sobre nuestro paradero, ni siquiera a mostrarnos indecisas). Estábamos tan cansadas que Amante declaró que, pasara lo que pasara, nos quedaríamos allí aquella noche. Así que entró en la casa y se presentó con audacia como sastre ambulante dispuesto a hacer los trabajos que necesitaran a cambio de alojamiento y comida por una noche para él y para su mujer. Ya lo había hecho un par de veces antes con éxito, porque su padre había sido sastre en Ruán y de pequeña solía ayudarle y conocía la jerga y las costumbres de los sastres, hasta el peculiar silbido y grito que dice tanto en Francia a los del oficio. En esta herrería, como en casi todas las casas solitarias alejadas de las poblaciones, no sólo había un montón de ropa de hombre que necesitaba arreglo y esperaba que la mujer tuviera tiempo, sino también una natural avidez de noticias como la que puede satisfacer un sastre ambulante. Era a primeros de noviembre y estaba oscureciendo cuando nos sentamos, ella con las piernas cruzadas sobre la gran mesa de la cocina de la herrería, junto a la ventana, y yo a su lado, cosiendo otra parte de la misma prenda, y recibiendo de vez en cuando una regañina de mi supuesto marido. De pronto se volvió para decirme algo. Sólo una palabra: «¡Valor!». Yo no había visto nada; estaba sentada fuera de la luz; pero me sentí mal un momento y luego me dispuse a soportar con entereza lo que fuese.

La fragua estaba en un cobertizo al lado de la casa y daba al camino. Oí que cesaba el continuo golpeteo rítmico de los martillos. Amante había visto por qué. Había llegado a la fragua un jinete, que desmontó y llevó a herrar el caballo. La luz rojiza del fuego de la fragua permitió a Amante ver la cara del jinete y comprendió horrorizada que pasaría lo que pasó realmente.

El jinete intercambió unas palabras con el herrero, que le hizo pasar a donde estábamos nosotras.

—Eh, buena mujer, un vaso de vino y una torta para este caballero.

—Cualquier cosa, cualquier cosa, señora, que pueda tomar mientras hierran el caballo. Ando apurado, y tengo que llegar a Forbach esta noche.

La mujer del herrero encendió su lámpara; Amante se la había pedido hacía cinco minutos. ¡Cuánto agradecimos que no hubiese accedido a dicha petición con mayor prontitud! Pues nos sentábamos en la penumbra simulando coser, aunque casi no veíamos. La mujer colocó la lámpara sobre el fogón, al que se acercó a calentarse mi marido, pues de él se trataba. Luego se dio la vuelta y recorrió la habitación con la mirada, prestándonos el mismo interés que al mobiliario. Amante, con las piernas cruzadas, frente a él, se inclinaba sobre su trabajo silbando en voz baja todo el rato. Mi marido se volvió de nuevo hacia el fuego, frotándose las manos impaciente. Había terminado el vino y la torta y quería marcharse.

—Voy apurado, buena mujer. Dígale a su marido que se dé más prisa. Le pagaré el doble si se apresura.

La mujer fue a cumplir esta orden; y él se volvió de nuevo hacia nosotras. Amante siguió con la segunda parte de la tonada. Él la siguió y silbó la segunda un momento y entonces volvió la mujer del herrero y mi marido se acercó a ella como para recibir la respuesta antes.

—Un momento, señor, sólo un momento. Había un clavo suelto de la pata delantera que está colocando. Retrasaría más al señor si se soltara también.

—La señora tiene razón —dijo—, pero tengo mucha prisa, es urgente. Si supiera mis motivos disculparía mi impaciencia. Era un marido feliz y ahora soy un hombre abandonado y traicionado, y persigo a una esposa a quien había entregado todo mi amor, pero que ha abusado de mi confianza y ha huido de mi casa, seguramente con algún amante, llevándose todas las joyas y el dinero que encontró. Es posible que sepa algo de ella. La acompañó en su huida una mujer vil y libertina de París que yo mismo, pobre cuitado, había contratado como doncella de mi esposa, ¡poco podía imaginar la corrupción que metía en mi casa!

—¡Será posible! —exclamó la buena mujer alzando las manos.

Amante siguió silbando, un poco más bajo ahora por respeto a la conversación.

—Pero estoy siguiendo el rastro de las malvadas fugitivas. Les sigo la pista —y su rostro hermoso y delicado parecía tan feroz como el de un diablo—. No escaparán de mí, pero cada minuto que pasa sin encontrar a mi esposa es un minuto miserable. La señora lo comprende, ¿verdad?

Esbozó una sonrisa forzada y ambos volvieron a la fragua como para apresurar otra vez al herrero.

Amante dejó de silbar un momento.

—Seguid igual, sin pestañear siquiera. En pocos segundos se habrá marchado y habrá pasado todo.

Fue una advertencia oportuna, pues yo estaba a punto de dejarme llevar y echarle los brazos al cuello. Seguimos, ella silbando y cosiendo y yo simulando que cosía. Y menos mal que lo hicimos, pues casi al momento él volvió a buscar la fusta, que se había olvidado. Y percibí de nuevo una de aquellas miradas agudas que lo exploraban todo rápidamente, recorriendo la habitación y captándolo todo.

Oímos que se marchaba a caballo. Había oscurecido hacía rato y no se veía, y entonces dejé el trabajo y temblé y tirité sin contenerme. Volvió la mujer del herrero. Era una criatura bondadosa. Amante le dijo que yo estaba helada y cansada y ella insistió en que dejara el trabajo y me sentara junto al fogón; aceleró los preparativos de la cena, que sería un poco menos frugal que de costumbre, en nuestro honor y gracias al generoso pago del señor.

Me sentó bien un poco de caldo de sidra que estaba preparando, pues de otro modo no hubiese aguantado, a pesar de la mirada de advertencia de Amante y el recuerdo de sus frecuentes ruegos de que actuara conforme a los personajes que habíamos adoptado, ocurriera lo que ocurriese. Dejó de silbar y empezó a hablar con la mujer para que no notara mi nerviosismo, y conversaban animadamente cuando llegó el herrero. Este empezó en seguida a alabar al apuesto caballero que tan bien le había pagado, lamentaba lo que le había pasado y tanto él como su mujer deseaban sinceramente que encontrara a su infame esposa y la castigara como se merecía. Y luego la conversación dio un giro, nada infrecuente en quienes llevan una vida tranquila y monótona; pues parecían competir en contar algún espanto; y la salvaje y misteriosa banda de los Chauffeurs que infestaba todos los caminos que llevaban al Rin, con su jefe Schinderhannes, aportaba muchas historias que me helaron la sangre e incluso hicieron enmudecer a Amante. Se le dilataron y desorbitaron los ojos, palidecieron sus mejillas, y por una vez buscó mi ayuda con la mirada. Esta nueva petición me hizo reaccionar. Me levanté y dije que, con su permiso, mi marido y yo nos iríamos a la cama, pues habíamos viajado mucho y éramos madrugadores. Añadí que nos levantaríamos temprano y acabaríamos el trabajo. El herrero comentó que seríamos pájaros madrugadores si nos levantábamos antes que él; y la buena mujer secundó mi propuesta con amable animación. Una historia más como aquellas y creo que Amante se habría desmayado.

Se restableció con el descanso nocturno. Despertamos temprano, acabamos el trabajo y compartimos el copioso desayuno de la familia. Luego reanudamos la marcha. Sólo sabíamos que no debíamos ir a Forbach, creyendo, como era realmente, que Forbach quedaba entre donde estábamos y la región de Alemania a la que nos dirigíamos. Seguimos otros dos días vagando, supongo que dimos un rodeo volviendo a la carretera de Forbach, una o dos leguas más cerca de dicha ciudad que la casa del herrero. Pero, como casi nunca preguntábamos, no sabía dónde estábamos cuando una noche llegamos a un pueblo con una posada grande e irregular en el centro de la calle principal. Habíamos empezado a pensar que eran más seguras las ciudades que la soledad del campo. Pocos días antes nos habíamos desprendido de un anillo mío que le vendimos a un joyero ambulante. El hombre estaba demasiado contento de comprarlo por mucho menos de lo que valía para hacer muchas preguntas sobre cómo había llegado a manos de un pobre sastre, que es lo que parecía Amante; así que decidimos pasar la noche en aquella posada, y recoger toda la información que pudiéramos para orientarnos.

Cenamos en el rincón más oscuro de la salle-à-manger, tras haber regateado antes por un pequeño dormitorio al otro lado del recinto y encima de las caballerizas. Necesitábamos muchísimo comer algo; pero nos apresuramos por miedo a que entrara en aquel local público alguien que nos reconociera. Y, cuando íbamos por la mitad, llegó lentamente la diligencia a la porte cochère y descargó a los pasajeros. Casi todos entraron donde estábamos nosotras, cabizbajas y asustadas, porque la puerta quedaba enfrente de la portería y ambas daban a la amplia entrada de la calle. Entre los pasajeros iba una dama joven de cabello rubio, a quien acompañaba una anciana doncella francesa. La pobre joven negó con un cabeceo y rechazó la sala común, llena de malos olores y promiscua compañía, y pidió en francés alemán que la llevaran a algún reservado. Oímos que ella y su doncella habían viajado en el cupé, y probablemente por orgullo, ¡pobre joven!, había evitado toda relación con los demás pasajeros, provocando su antipatía y sus burlas. Todos estos rumores tendrían luego un significado para nosotras, aunque entonces el único comentario que influiría en el futuro fue el susurro de Amante al decirme que la joven tenía el cabello exactamente del mismo color que yo; ella me lo había cortado y lo había quemado en la cocina del molinero una de las veces que bajó de nuestro escondite en la buhardilla.

Salimos de allí en cuanto pudimos, dejando a los bulliciosos y alegres pasajeros cenando. Cruzamos el patio, pedimos una linterna al mozo de cuadra y subimos a gatas las toscas escaleras hasta nuestro aposento encima del establo. No tenía puerta; la entrada era el agujero en el que encajaba la escalera. La ventana daba al patio. Estábamos cansadas y nos dormimos en seguida. Me despertó un ruido en el establo. Escuché un momento y desperté a Amante, poniéndole la mano en la boca para impedir cualquier exclamación, ya que estaba medio dormida. Oímos a mi marido, que hablaba de su caballo con el mozo. Era su voz. Estoy segura. Y Amante también lo dijo. No nos atrevimos a levantarnos para comprobarlo. Siguió dándole instrucciones unos cinco minutos. Cuando se marchó, nos acercamos sigilosamente a la ventana y le vimos cruzar el patio y volver a entrar en la posada. Hablamos de lo que debíamos hacer. Temíamos despertar interés o sospechas si bajábamos y dejábamos la habitación, pues nuestro primer impulso fue huir sin pérdida de tiempo. Entonces el mozo salió del establo y cerró la puerta con llave por fuera.

—Tendremos que intentar pasar por la ventana, bueno, si de verdad es buena idea hacerlo —dijo Amante.

Con la reflexión llegó la sensatez. Despertaríamos sospechas si nos marchábamos sin pagar. Íbamos a pie, y podían darnos alcance fácilmente. Así que nos sentamos al borde de la cama temblando y conversamos mientras al otro lado del patio seguían las risas alegres y los viajeros se iban dispersando lentamente de uno en uno; sus luces pasaban por las ventanas cuando subían las escaleras y se disponían a descansar.

Nos metimos en la cama, abrazándonos fuerte, tan atentas que todo lo oíamos como si creyéramos que nos habían localizado y nos darían muerte en cualquier momento. En la quietud de la noche, justo en el profundo silencio que precede a la llegada del nuevo día, oímos pasos sordos y cautelosos en el patio. Giraron la llave de la puerta, entró alguien en el establo y, más que oírlo, sentimos que él estaba allí. Un caballo se agitó un poco y movió los pies impaciente, luego relinchó en señal de reconocimiento. Quien había entrado susurró algo al animal y lo sacó al patio. Amante corrió a la ventana con silenciosos pasos de gato. Se quedó mirando, sin atreverse a decir nada. Oímos abrirse el portón de la calle y, tras una pausa para montar, el galope del caballo alejándose.

Amante se volvió hacia mí entonces:

—¡Era él! ¡Se ha marchado! —me dijo. Y una vez más nos echamos temblando y tiritando.

Esta vez nos dormimos profundamente. Dormimos mucho. Nos despertó un trajín apresurado y voces confusas de mucha gente. Parecía que todos estaban despiertos y en movimiento. Nos levantamos y nos vestimos, y al bajar miramos bien entre la gente que se había congregado en el patio para asegurarnos, antes de abandonar la seguridad del establo, de que él no estaba.

Dos o tres personas se acercaron corriendo al vernos.

—¿Os habéis enterado? ¿Sabéis lo que ha pasado? Esa pobre joven, ay, venid a ver —y deprisa, casi a nuestro pesar, atravesamos el patio y subimos las grandes escaleras del edificio principal de la posada hasta el dormitorio, donde la bella dama alemana, tan llena de brioso orgullo la noche anterior, yacía ahora con la quietud y la palidez de la muerte. La doncella francesa lloraba y gesticulaba a su lado.

—¡Ay, señora! ¡Si me hubierais dejado quedarme! ¡Ay! El barón, ¿qué dirá el barón? —siguió de ese modo. Acababan de descubrir lo que había pasado. Habían creído que dormía hasta tarde por el cansancio. Habían avisado al médico de la ciudad, y el posadero intentaba en vano imponer orden hasta que llegara; tomaba de vez en cuando copitas de brandy, que ofreció también a los huéspedes, que se habían congregado allí todos, igual que los sirvientes en el patio.

Al fin llegó el médico. Todos se retiraron, pendientes de sus palabras.

—Verá —dijo el posadero—. Esta dama llegó anoche en la diligencia con su doncella. Sin duda una gran dama, pues pidió un reservado…

—Es la señora baronesa de Roeder —dijo la doncella francesa.

—Y fue muy difícil complacerla con la cena y el dormitorio. Se fue a dormir bien, aunque fatigada. Su doncella la dejó…

—Le supliqué que me permitiera dormir en su habitación, ya que estábamos en una posada extraña de la que nada sabíamos. Pero no me lo permitió, mi señora era una dama tan grande…

—Y durmió con mis sirvientes —siguió diciendo el posadero—. Esta mañana creímos que seguía durmiendo; pero, al ver que daban las ocho, las nueve, las diez, y ya casi las once, pedí a su doncella que entrara en la habitación con mi llave maestra…

—La puerta no estaba cerrada con llave. Y ahí la encontramos… ¿no está muerta, señor? Con la cara sobre la almohada, y su hermoso cabello suelto; nunca me dejaba recogérselo, decía que le daba dolor de cabeza. ¡Un cabello así! —dijo la doncella, alzándole un largo mechón dorado y soltándolo de nuevo.

Recordé lo que me había dicho Amante la noche anterior y me acerqué más a ella sigilosamente.

El médico examinaba mientras tanto el cuerpo por debajo de las sábanas, que hasta entonces el posadero no había permitido tocar. Sacó la mano llena de sangre. Sujetaba en ella un cuchillo corto y afilado, con un papel clavado.

—Se trata de un crimen. La difunta ha sido asesinada. Tenía esta daga clavada en el corazón —dijo. Luego se puso las gafas y leyó lo que había escrito en el papel ensangrentado, pese a lo borroso y poco claro que estaba:

Numéro Un.

Ainsi les Chauffeurs se vengent.[44]

—¡Vámonos! —le dije a Amante—. ¡Salgamos de este lugar espantoso!

—Esperemos un momento —me dijo—. Sólo unos minutos más. Será mejor.

Entonces todos proclamaron a voces que sospechaban del jinete que había llegado la noche anterior. Dijeron que había hecho muchas preguntas sobre la dama, cuya actitud arrogante comentaban todos en la salle-à-manger cuando entró él. Estaban hablando de ella cuando nosotras nos fuimos; él debía haber llegado poco después, y hasta que no supo todo lo que quería saber de ella no había dicho nada del asunto que le obligaba a marcharse al amanecer; luego lo arregló todo con el posadero y con el caballerizo para disponer de las llaves del establo y de la puerta cochera. En resumen, no había dudas sobre el asesino, incluso antes de que se presentara el funcionario al que había avisado el médico. Pero lo que decía el papel aterrorizó a todo el mundo. Los Chauffeurs, ¿quiénes eran? Nadie lo sabía, algunos de la banda podrían estar allí escuchándolo todo y apuntando nuevos objetos de venganza. Yo había oído hablar poco en Alemania de aquella banda terrible, y no había prestado más atención a las historias sobre ella que contaron alguna que otra vez en Carlsruhe de la que suele prestarse a los cuentos de ogros. Pero allí, en su territorio, comprendí el espanto que inspiraba. Nadie sería legalmente responsable de ninguna prueba que incriminara al asesino. El fiscal rehuyó cumplir con los deberes de su oficio. ¿Qué digo? Ni Amante ni yo, que sabíamos mucho más de la culpabilidad del hombre que había asesinado a aquella pobre dama mientras dormía, nos atrevimos a abrir la boca. Simulamos ignorarlo absolutamente todo, nosotras, que podríamos haber contado tanto. Pero ¿cómo íbamos a contarlo? Estábamos muertas de ansiedad y de fatiga, sabiendo que nosotras éramos víctimas sentenciadas. Y que la sangre que chorreaba de la ropa de cama manaba de la pobre difunta porque la habían confundido conmigo en vida.

Al final Amante se acercó al posadero y le pidió permiso para dejar la posada, actuando en todo abierta y humildemente, para no despertar sospechas ni mala voluntad. En realidad, la sospecha iba en otra dirección, y nos permitió con gusto que nos marcháramos. Pocos días después estábamos al otro lado del Rin, en Alemania, abriéndonos paso rumbo a Fráncfort, pero seguíamos disfrazadas y Amante seguía trabajando en su oficio.

Encontramos en el camino a un joven oficial artesano de Heidelberg. Yo le conocía, aunque no quería que él me reconociera. Le pregunté sin aparentar preocupación cómo le iba al viejo molinero. Me dijo que había muerto. La confirmación de los peores temores motivados por su prolongado silencio me impresionó indescriptiblemente. Era como si todos mis apoyos desaparecieran. Aquel mismo día le había dicho a Amante la paz y el bienestar que la esperaban en casa de mi padre; la gratitud que el anciano sentiría hacia ella; y que allí, en aquel hogar tranquilo y lejos de la terrible tierra de Francia, encontraría reposo y seguridad el resto de su vida. Creía que tenía que prometer todas estas cosas e incluso las esperaba para mí. Esperaba desahogarme y descargar la conciencia contándole todo lo que sabía a mi mejor amigo, a mi amigo más sabio. Recurría a su amor como guía segura y como apoyo y consuelo, y ahora me había sido arrebatado para siempre.

Salí de la estancia al oír tan triste noticia. Amante me siguió luego.

—Pobre señora —me dijo, consolándome lo mejor que podía. Y me contó poco a poco todo lo que había averiguado de mi hogar, del que sabía casi tanto como yo por mis frecuentes comentarios sobre el mismo en Les Rochers y en el lúgubre y triste camino que habíamos recorrido. Había seguido hablando con el joven, interesándose por mi hermano y por su mujer. Seguían viviendo en el molino, claro, pero le había dicho (no sé hasta qué punto es cierto, pero entonces lo creí firmemente) que Babette dominaba completamente a mi hermano, que sólo veía por sus ojos y oía por sus oídos. Que habían corrido últimamente muchos rumores en Heidelberg sobre su súbita amistad con un gran caballero francés que se había presentado en el molino, un pariente político, en realidad, casado con la hermana del molinero, que, a decir de todos, se había portado de forma abominable y desagradecida. Pero eso no había sido un obstáculo para la súbita e íntima amistad de Babette con el caballero francés, a quien acompañaba a todas partes; y con quien se escribía continuamente (el hombre de Heidelberg dijo que lo sabía a ciencia cierta). Pero su marido no veía ningún mal en ello, al parecer. Aunque, por supuesto, estaba tan abatido por la muerte de su padre y la noticia de la infamia de su hermana, que apenas podía levantar la cabeza.

—Bien —dijo Amante—, esto demuestra que monsieur de la Tourelle sospechaba que volveríais al nido donde os criasteis, y que ha estado allí y ha descubierto que no habéis regresado, pero seguro que todavía cree que lo haréis, y ha empleado a vuestra cuñada como una especie de informante. Madame me ha dicho que su cuñada no la apreciaba demasiado; y la historia difamatoria que ha empezado a propagar vuestro marido no habrá aumentado precisamente su afecto. Seguro que el asesino volvía sobre sus pasos cuando lo encontramos cerca de Forbach, y al oír hablar de la pobre dama alemana con su doncella francesa y su bello cutis claro, la siguió. Si madame se deja guiar todavía, y os ruego que sigáis confiando en mí, hija mía —dijo Amante, trocando su respetuosa formalidad por una expresión más natural después de haber compartido y superado tantos peligros, y más cuando quien hablaba era consciente de poseer una capacidad de protección que a la otra persona le faltaba—, seguiremos hasta Fráncfort y nos perderemos por lo menos durante un tiempo entre la multitud que puebla una gran ciudad; y me habéis dicho que Fráncfort lo es. Seguiremos siendo marido y mujer; tomaremos un pequeño alojamiento que cuidaréis y del que no saldréis. Y yo, que soy más fuerte y más atenta, seguiré el oficio de mi padre y buscaré trabajo en las sastrerías.

A mí no se me ocurría un plan mejor, así que nos atuvimos a este. Encontramos dos habitaciones amuebladas de alquiler en una callejuela de Fráncfort, en una sexta planta. Una no tenía luz natural. Una lámpara sucia colgaba del techo, y de ella o de la puerta abierta que daba al dormitorio procedía nuestra única luz. El dormitorio era más alegre, pero muy pequeño. Aun así, casi excedía nuestras posibilidades. Apenas nos quedaba dinero de la venta del anillo, y Amante era forastera en el lugar, sólo hablaba francés, además, y los buenos alemanes odiaban a los franceses con toda su alma. Sin embargo, nos fue mejor de lo que esperábamos, e incluso olvidé un poco mi confinamiento. No salía nunca ni veía a nadie, y el hecho de no hablar alemán mantenía también a Amante en un estado de aislamiento.

Al final, mi hija nació, pobre hijita mía, peor que sin padre. Pero era una niña, como yo había pedido. Había temido que si era niño heredase algo de la ferocidad de su padre, pero una niña me parecía completamente mía. Aunque no sólo mía, pues el entusiasmo y la admiración de Amante casi superaban los míos; y en demostraciones externas los superaban, desde luego.

No habíamos podido permitirnos otra ayuda que la que pudo prestarnos una partera vecina, que iba a vernos a menudo, llevando siempre consigo una pequeña reserva de historias prodigiosas y chismes espigadas en su trabajo. Un día empezó a hablarme de una gran dama a cuyo servicio había estado su hija como fregona o algo así. ¡Era una dama bellísima y tenía un marido muy apuesto! Pero ya se sabe que las penas llegan a palacio igual que a las chozas y, nadie sabía el cómo ni el porqué, pero el caso era que el barón de Roeder había incurrido en la venganza de los temibles Chauffeurs; pues no hacía muchos meses, cuando la señora iba a visitar a sus parientes de Alsacia, la habían apuñalado mientras dormía en una posada del camino. ¿No lo había leído en la Gazette? ¿No me había enterado? Pues le habían dicho que habían puesto carteles hasta Lyon donde el barón de Roeder ofrecía una gran recompensa por cualquier información sobre el asesino de su esposa. Pero nadie podía ayudarle, pues quienes podrían declarar tenían demasiado miedo a los Chauffeurs; le habían contado que eran cientos, ricos y pobres, grandes caballeros y campesinos, todos unidos por los juramentos más espantosos para perseguir y dar muerte a cualquiera que atestiguara contra ellos; así que ni siquiera los que sobrevivían a las torturas a las que sometían a muchos a los que robaban, se atrevían a reconocerlos, y no se atreverían a hacerlo aunque los vieran en el banquillo de los acusados en un tribunal de justicia; pues, aunque condenaran a uno, ¿no quedarían cientos que habían jurado vengar su muerte?

Se lo conté todo a Amante y empezamos a temer que si monsieur de la Tourelle, Lefebvre o cualquier otro de la banda de Les Rochers había visto aquellos carteles, sabrían que la pobre dama apuñalada era la baronesa de Roeder y que tenían que reanudar mi búsqueda.

Este nuevo temor me afectó la salud e impidió mi recuperación. Teníamos tan poco dinero que no podíamos llamar a un médico, al menos no a uno que ejerciera oficialmente. Pero Amante encontró a uno joven para quien, de hecho, había trabajado en alguna ocasión. Le ofreció pagarle en especie y le llevó a ver a su esposa enferma. Era muy amable y considerado, aunque tan pobre como nosotras. Pero dedicó mucho tiempo y atención al caso, y una vez le dijo a Amante que veía que mi constitución había sufrido una conmoción grave de la que seguramente no me recuperaría nunca del todo. Luego nombraré a este médico y entonces conocerás su carácter mejor de lo que yo pueda describirlo.

Recuperé las fuerzas con el tiempo, al menos un poco. Podía trabajar un poco en la casa y tomar el sol con mi bebé en la ventana. No me atrevía a tomar más aire. Llevaba siempre el disfraz con el que me había escapado. Y también renovaba continuamente el tinte que me desfiguraba el color del pelo y la cara. Pero el permanente estado de terror en que había vivido los meses que siguieron a mi huida de Les Rochers me impedía pensar siquiera en volver a caminar a la luz del día, expuesta a la mirada y el reconocimiento de cualquier transeúnte. En vano razonaba Amante; en vano insistía el doctor. Sumisa en todo lo demás, en eso era obstinada. No quería salir. Amante regresó del trabajo un día con noticias, buenas por un lado y preocupantes por otro. Las buenas eran que el sastre para quien trabajaba se proponía enviarlos a ella y otros oficiales a una mansión al otro lado de Fráncfort, donde iban a celebrarse funciones teatrales y se necesitaban muchos trajes nuevos y muchos arreglos de otros. Los sastres empleados tenían que quedarse en la casa hasta que pasara el día de la representación, pues quedaba a bastante distancia de la ciudad, y nadie sabía cuándo terminaría su trabajo. Pero la paga era proporcionalmente buena.

La otra cosa que tenía que contarme era esta: se había encontrado aquel día al joyero ambulante al que habíamos vendido mi anillo. Era un anillo bastante peculiar que me había regalado mi marido. Ya entonces habíamos pensado que podía ser un medio de seguirnos el rastro, pero estábamos hambrientas y sin dinero, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Amante creía que el francés la había reconocido en el mismo instante en que ella le reconoció a él. Y así se lo había confirmado el hecho de que la siguiese durante un trecho al otro lado de la calle; pero había conseguido eludirlo gracias a que conocía mejor la ciudad y a la creciente oscuridad de la noche. De todos modos, el plan de irse tan lejos de nuestro domicilio al día siguiente aún era bueno; y había comprado una reserva de provisiones, rogándome que no saliera, con un extraño temor que parecía olvidar que yo no había vuelto a cruzar el umbral de la casa desde el día que entré en ella, y que apenas me atrevía a bajar las escaleras. Pero, aunque mi pobre, mi querida y fiel Amante parecía una posesa aquella última noche, hablaba continuamente de los muertos, que es una mala señal para los vivos. Te besó, sí, fue a ti, a mi hija, mi cariño, a quien llevé en mi seno lejos del espantoso castillo de tu padre (lo llamo así por primera vez, y volveré a hacerlo otra vez antes de terminar), Amante te besó, tierna niñita, bendito consuelo, como si no pudiese parar. Y luego se marchó, viva.

Transcurrieron dos días, tres días. El tercero por la tarde, tenía las puertas cerradas (tú dormías en tu almohada a mi lado), cuando oí pasos en la escalera y supe que alguien venía a verme a mí. Porque las nuestras eran las habitaciones más altas. Llamaron. Contuve la respiración. Pero reconocí la voz del buen doctor Voss. Me acerqué sigilosamente a la puerta y abrí.

—¿Estáis solo? —pregunté.

—Sí —contestó—. Dejadme entrar.

Le dejé entrar y lo vi tan en guardia como yo al cerrar la puerta con pestillo y tranca. Luego se acercó y me contó en un susurro la lúgubre historia que había ido a comunicarme. Venía del hospital que quedaba en el barrio del otro extremo de la ciudad, el hospital en el que asistía a los enfermos. Tendría que haber ido a verme antes, pero temía que le vigilaran. Llegaba del lecho de muerte de Amante. Sus temores sobre el joyero estaban muy bien fundados. Había salido aquella mañana de la casa donde trabajaba, para arreglar algún asunto relacionado con su trabajo en la ciudad; debían haberla seguido y acechado cuando volvió por senderos solitarios, pues algunos guardabosques de la mansión la habían encontrado allí apuñalada, pero todavía con vida; con el puñal atravesando la fatídica nota de nuevo, pero en esta ocasión con la palabra «uno» subrayada, como para demostrar que el asesino era consciente de su error anterior.

Numéro Un.

Ainsi les Chauffeurs se vengent.

La habían llevado a la casa y le habían dado reconstituyentes hasta que recuperó un poco el uso de la palabra. Pero, ay, mi querida y fiel amiga y hermana. Incluso entonces me recordó, y se negó a decir dónde y con quién vivía (ninguno de sus compañeros de trabajo lo sabía). La vida se le escapaba rápidamente y no tuvieron más remedio que llevarla al hospital más próximo, donde, lógicamente, se descubrió la verdad sobre su sexo. Por suerte tanto para ella como para mí, el médico de servicio era el mismísimo doctor Voss, a quien ya conocíamos. A él, mientras esperaba al confesor, le explicó lo suficiente para que comprendiera la posición en que me quedaba yo. Y murió antes de que el sacerdote oyera la mitad de su confesión.

El doctor Voss me dijo que había dado muchos rodeos, y esperado hasta altas horas de la noche, por temor a que le estuviesen vigilando y le siguieran. Pero creo que no lo hicieron. De todos modos, como supe después por él, cuando el barón de Roeder se había enterado de la similitud en todos los detalles de este asesinato con el de su esposa, buscó con tanto ahínco a los asesinos que, aunque no los encontró, estos se vieron obligados a huir de momento.

No puedo contarte ahora los argumentos con los que el doctor Voss, en un principio sólo mi benefactor, pues me ofreció una parte de sus módicos ingresos, me convenció al fin de que fuese su esposa. Su esposa, decía él, y lo decía yo; pues hicimos la ceremonia religiosa demasiado ligera entonces, y como ambos éramos luteranos, y monsieur de la Tourelle había simulado ser de la religión reformada, me habría concedido el divorcio de él fácilmente por la ley alemana, tanto eclesiástica como civil, si hubiésemos podido citar a tan espantoso hombre a un juzgado. El buen doctor nos llevó a mí y a mi hija con sigilo a su modesta vivienda; y allí viví en el más completo retiro, sin ver nunca la luz del día, aunque, cuando se me quitó el tinte de la cara, mi esposo no quiso que volviera a ponérmelo. No hacía falta; mi cabello rubio era gris, mi tez cenicienta, ningún ser humano habría reconocido a la joven lozana y rubia de dieciocho meses antes. Las pocas personas a quienes veía sólo me conocían como madame Voss; una viuda mucho mayor que él, con quien el doctor se había casado en secreto. Me llamaban «la mujer gris».

Él me pidió que te pusiera su apellido. No has conocido a otro padre hasta ahora, y mientras él vivió no te faltó el amor paterno. Sólo una vez, sólo una vez más, me dominó el antiguo terror. Por alguna razón que he olvidado, rompí la costumbre y me acerqué a la ventana de mi habitación para cerrarla o para abrirla. Y al mirar por ella un instante, quedé fascinada al ver a monsieur de la Tourelle al otro lado de la calle, tan alegre, joven y elegante como siempre. El ruido que hice con la ventana le hizo alzar la vista: me vio, vio a una anciana canosa y no me reconoció. Pero no hacía tres años que nos habíamos separado y sus ojos eran agudos y aterradores como los de un lince.

Se lo dije al doctor Voss cuando volvió a casa, y él intentó animarme, pero la impresión de ver a monsieur de la Tourelle había sido demasiado terrible. Pasé meses enferma.

Volví a verlo otra vez. Muerto. Al final los atraparon a él y a Lefebvre, sorprendidos por el barón de Roeder en alguno de sus crímenes. El doctor Voss se había enterado de su arresto; de su condena; de su muerte. Pero no me dijo nada hasta que un día me pidió que le demostrara mi amor con mi obediencia y mi confianza. Me llevó a un viaje largo en coche, no sé adónde, pues no volvimos a hablar de aquel día. Me llevó por una prisión a un patio cerrado, donde, decorosamente cubiertos con las vestiduras mortuorias, que ocultaban las marcas de la decapitación, yacían monsieur de la Tourelle y otros tres que yo había conocido en Les Rochers.

Después de esa prueba de convicción, el doctor Voss intentó persuadirme de que volviera a una forma de vida más natural y de que saliera más. Pero, si bien a veces accedí a su deseo, el antiguo terror siempre me dominaba; y, al ver el esfuerzo que suponía para mí, acabó renunciando y no insistió más.

Ya conoces lo demás. Lo amargamente que lloramos las dos la pérdida de aquel amado marido y padre, como lo llamaré siempre, y así has de considerarlo, hija mía, cuando concluya esta única revelación.

Por qué la he hecho, preguntas. Por esta razón, hija mía: el enamorado a quien sólo conoces como M. Lebrun, un artista francés, me dijo ayer su verdadero nombre, que abandonó porque los republicanos sanguinarios podrían considerarlo demasiado aristocrático. Se llama Maurice de Poissy.