I
Siempre me han interesado mucho las tradiciones relacionadas con Owen Glendower (la grafía nacional del nombre es Owain Glendwr) dispersas a lo largo y ancho del norte de Gales, y comprendo muy bien el sentimiento de los campesinos galeses al considerarlo todavía el héroe de su patria. Muchos habitantes del principado se regocijaron hace unos quince o dieciséis años cuando se anunció que el tema del concurso de poesía galesa de Oxford sería «Owain Glendwr». Era el tema más patriótico que se proponía en muchos años.
Tal vez algunos no sepan que este respetado caudillo es tan célebre en nuestra época ilustrada entre sus compatriotas iletrados por sus poderes mágicos como por su patriotismo. Él mismo dice, o lo dice Shakespeare por él, que viene a ser lo mismo:
En mi nacimiento
el cielo estaba lleno de formas fieras,
de teas llameantes […]
[…] Puedo invocar espíritus del inmenso abismo.[18]
Y a pocos habitantes de los estamentos inferiores del principado se les ocurriría dar como respuesta la pregunta irreverente de Hotspur[19].
Entre otras tradiciones vivas relacionadas con ese aspecto del héroe galés figura la antigua profecía de la familia que da título a este relato. Cuando sir David Gam, «un traidor tan negro como si hubiese nacido en Bluith»[20], se propuso asesinar a Owen en Machynlleth, le acompañaba alguien a quien Glendwr no podía imaginar confabulado con sus enemigos. Rhys ap Gryfydd, «viejo amigo de la familia», pariente suyo, más que un hermano, había accedido a que se le diese muerte. Podría perdonar a sir David Gam, pero jamás perdonaría la traición de una persona a quien había querido. Glendwr conocía demasiado bien el corazón humano para matarle. Lo dejó con vida, odiado y despreciado por sus compatriotas y víctima de amargos remordimientos. Pesaba sobre él la marca de Caín.
Pero, antes de marcharse, cuando aún era un prisionero encogido bajo el peso de la conciencia delante de Owain Glendwr, este caudillo lanzó una maldición contra él y contra su linaje:
—Te condeno a vivir, porque sé que rezarás pidiendo la muerte. Sobrevivirás al término natural de la vida humana, despreciado por todos los hombres de bien. Hasta los niños te señalarán susurrando: «¡Ahí va uno que habría derramado la sangre de un hermano!». ¡Porque yo te quería más que a un hermano, Rhys ap Gryfydd! Vivirás para ver cómo perecen por la espada todos los de tu casa, menos los niños de pecho. Tu estirpe estará maldita. Sus generaciones irán viendo cómo sus tierras se funden como nieve; sí, su riqueza se esfumará aunque trabajen noche y día para amontonar oro. Y, cuando hayan pasado nueve generaciones sobre la faz de la tierra, tu sangre ya no correrá por las venas de ningún ser humano. Y entonces me vengará el último varón de tu linaje. El hijo matará al padre.
Esta era la versión tradicional de lo que le dijo Owain Glendwr al amigo en el que había confiado. Y cuentan que la maldición se había cumplido en todos sus puntos: que los Griffiths no habían conseguido prosperar por muy míseramente que viviesen, y que sus bienes terrenales disminuyeron, en realidad, sin una causa visible.
Pero el transcurso de muchos años casi había acabado con la capacidad de inspirar asombro de la maldición. Sólo se sacaba de la reserva de la memoria cuando la familia Griffiths sufría alguna adversidad; y en la octava generación, la fe en la profecía se disipó casi por completo con el enlace matrimonial del Griffiths de la época con una señorita Owen que, al morir su hermano inesperadamente, se había convertido en heredera de una fortuna no demasiado considerable, bien es verdad, pero sí suficiente para que la profecía pareciese anulada. La heredera y su marido se trasladaron de la pequeña finca patrimonial que tenía él en el condado de Merioneth a la del condado de Caernarvon que había heredado ella, y la profecía permaneció en estado latente durante un tiempo.
Yendo de Tremadoe a Criccaeth se pasa junto a la iglesia parroquial de Ynysynhanarn, situada en el valle pantanoso que desciende hacia la bahía de Cardigan desde las montañas que se elevan hasta los Rivals. Esta extensión de terreno tiene todo el aspecto de haber sido ganada al mar en tiempos no muy lejanos, y posee toda la lúgubre fetidez que suele acompañar a este tipo de marismas. Pero el valle, de condición parecida, era aún más sombrío en la época sobre la que escribo. Grandes extensiones de abetos cubrían la parte más alta, pero los habían plantado demasiado cerca unos de otros, por lo que no podían desarrollarse mucho y eran raquíticos y achaparrados. En realidad, habían muerto muchos de los más pequeños y débiles, y su corteza cubría el suelo pardo, inadvertida y desdeñada. Esos árboles de tronco blanco parecían fantasmas a la luz mortecina que pugnaba por abrirse paso entre las gruesas ramas altas. Más cerca del mar, el valle adquiría un carácter más abierto, aunque en modo alguno más alegre; era oscuro y estaba encapotado por la calima casi todo el año; y ni siquiera la casa de labranza que suele animar un poco el paisaje lo animaba allí. Aquel valle constituía la mayor parte de la hacienda de la que Owen Griffiths pasó a ser propietario por matrimonio. En la zona superior del valle estaba situada la mansión familiar, o más bien la casa, pues «mansión» es palabra demasiado grandiosa para Bodowen, tosca y rústica, aunque de sólida construcción. Era cuadrada y parecía resistente, sin más exceso ornamental que el necesario para distinguirla de la simple casa de labranza.
La señora Owen dio dos hijos a su marido en esa casa: Llewellyn, el heredero; y Robert, a quien pronto destinaron al sacerdocio. La única diferencia entre la situación de ambos hasta que Robert ingresó en el Jesus College era que al primogénito le consentían siempre cuantos le rodeaban, mientras a Robert le consentían y le corregían; que Llewellyn no aprendió nada del pobre párroco galés que era nominalmente su tutor particular, mientras que el señor Griffiths procuró inculcar diligencia en Robert, diciéndole que debía prestar atención a sus estudios porque tendría que ganarse el pan. No se sabe hasta dónde habría llegado Robert en sus exámenes universitarios con la educación irregular que había recibido; pero, por suerte para él en ese aspecto, antes de que se llevara a cabo tal comprobación de sus conocimientos, recibió la noticia de la muerte de su hermano mayor tras una breve enfermedad, causada por una gran borrachera. Llamaron a Robert a casa; y se consideró muy natural que no volviera a Oxford, puesto que ya no tendría que «ganarse el pan con sus estudios». Así que aquel joven medio educado, aunque nada torpe, siguió en casa durante el breve tiempo de vida que les quedaba a sus padres.
No era un joven fuera de lo común en modo alguno. Era en general apacible, indolente y dócil; pero, si se enfadaba de verdad, sus pasiones eran vehementes y espantosas. Casi se temía a sí mismo, en realidad, y el miedo a perder el control le impedía ceder fácilmente a la cólera justificable. Es probable que si se hubiera educado juiciosamente se hubiese distinguido en esas ramas de la literatura que requieren gusto e imaginación, más que en las que exigen ejercitar la reflexión o el juicio. Su gusto literario, por decirlo así, se manifestaba en hacer colecciones de los más variados restos arqueológicos cambrianos, y su colección de manuscritos galeses sin duda habría motivado la envidia del mismísimo doctor Pugh[21] si hubiese vivido en la época sobre la que escribo.
Hay una característica de Robert Griffiths que no he mencionado, y que era rara entre los de su clase: la escasa afición a la bebida. No sé si se debía a que se le subía en seguida a la cabeza o a que su gusto parcialmente refinado le hacía mirar con desagrado la embriaguez y sus consecuencias. Pero lo cierto es que Robert Griffiths estaba siempre sobrio a los veinticinco años, algo tan raro en Llyn que la gente le evitaba por huraño e insociable, y pasaba mucho tiempo a solas.
Por esa época tuvo que comparecer en un caso que se vio en las sesiones judiciales de Caernarvon y, durante su estancia, se alojó en casa de su administrador, un abogado galés sensato e inteligente, cuya hija poseía encantos suficientes para cautivarlo. Sólo pasó allí unos días, pero bastaron para aclarar sus sentimientos, y apenas transcurrió un breve período antes de que llevara a su esposa a Bodowen. La nueva señora Griffiths era una persona amable y complaciente, que quería mucho a su marido, aunque también le inspiraba un miedo pavoroso, debido en parte a la diferencia de edad que había entre ellos y, en parte, a que él dedicaba mucho tiempo a estudios de los que ella no entendía nada.
Pronto le hizo padre de una hijita radiante, a quien pusieron de nombre Augharad, como su madre. Pasaron varios años tranquilos en el hogar de Bodowen; y, cuando todas las ancianas ya habían proclamado que la cuna no volvería a mecerse, la señora Griffiths dio a luz a un varón y heredero. La madre murió al poco tiempo: había estado enferma y abatida durante el embarazo y parece que le faltaron las fuerzas físicas y mentales necesarias para superar la prueba. Su muerte prematura causó un profundo dolor a su marido, que la amaba más por el hecho de no disponer de muchas otras cosas que reclamasen su afecto, y como único consuelo le quedó el dulce muchachito que ella había dejado. La situación de desamparo del niño, que extendía los brazos hacia su padre con el mismo ronroneo anhelante con que los niños más felices sólo se dirigen a su madre, estimuló, al parecer, el aspecto más tierno y casi femenino del señor. Apenas prestaba atención a Augharad, mientras que el pequeño Owen era el rey de la casa. Pero no había nadie que cuidase con más amor al niño que su hermana, aparte de su padre. Ella estaba tan acostumbrada a ceder que ya no le molestaba hacerlo. Owen era el compañero constante de su padre noche y día, y parece que los años confirmaron la costumbre. No era una vida normal para el niño, que no veía caritas alegres mirando la suya (pues ya he dicho que Augharad era cinco o seis años mayor, y la pobre huérfana no solía estar muy alegre), ni oía bullicio de voces cantarinas, sino que compartía día tras día las horas de su padre, por lo demás solitarias, en la oscura habitación llena de extrañas antigüedades, o correteando con sus piececitos para seguir el paso de su tada en las caminatas por la montaña o en sus excursiones cinegéticas. Cuando llegaban a algún arroyo de curso rápido con las piedras del paso muy separadas, el padre cogía en brazos al hijo con amoroso cuidado; cuando el niño se cansaba, descansaban y el pequeño se acurrucaba junto a su padre, o este lo llevaba en brazos a casa. Complacían su deseo de compartir las comidas y hacerlo a las mismas horas, pues su padre se sentía halagado por ello. Owen no era un niño malcriado con tantos mimos, aunque tampoco era un niño feliz, y se volvió muy obstinado. Tenía una expresión seria, poco frecuente en un muchachito. No conocía juegos ni ejercicios alegres; su información era de carácter imaginativo y especulativo. El padre disfrutaba interesándole en sus propios estudios, sin considerar hasta qué punto podían ser saludables para una inteligencia tan tierna.
El señor Griffiths conocía la profecía que debía cumplirse en su generación. Se refería a ella con escéptica ligereza alguna que otra vez cuando estaba con sus amigos; pero lo cierto es que pensaba en ella más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Su vigorosa imaginación le hacía muy sensible a esos temas; y su buen juicio, escasamente ejercitado o fortificado por un pensamiento riguroso, no podía impedir que volviera a ellos. Solía contemplar la cara triste del niño, que lo miraba amorosamente con sus grandes ojos oscuros pero de forma inquisitiva, hasta que la leyenda le angustiaba y le resultaba demasiado doloroso seguir contemplándolo sin la debida compasión. Además, el amor irresistible que profesaba al niño parecía exigir mayor alivio que palabras dulces; le gustaba, pero temía reprenderle, recordando la temible predicción. De todos modos, le contaba la leyenda en tono medio burlón mientras vagaban por los páramos en los días de otoño, «los más tristes del año», o cuando descansaban en la habitación revestida de roble, rodeados de misteriosas reliquias que emitían un brillo extraño a la parpadeante luz del fuego. La leyenda se grabó así en la memoria del niño, que no se cansaba de oírla una y otra vez, aunque temblaba mientras las palabras se entremezclaban con caricias y preguntas sobre su amor. De vez en cuando interrumpía los actos y palabras cariñosas del pequeño este ligero pero amargo comentario de su padre: «Aparta, hijo mío; no sabes lo que va a ser de todo este amor».
Cuando Augharad tenía diecisiete años y Owen once o doce, el rector de la parroquia a la que pertenecía Bodowen aconsejó al señor Griffiths que enviara al niño al colegio. El rector tenía muchas aficiones en común con su feligrés y era su único amigo íntimo, y, tras repetidas discusiones, consiguió convencerle de que la vida que llevaba Owen era perjudicial en todos los sentidos. El padre se resistía a separarse del hijo, pero acabó enviándole a la escuela de Bangor, que dirigía entonces un excelente humanista. Owen demostró que tenía más dotes de lo que había imaginado el rector cuando dijo que la vida que había llevado el muchacho en Bodowen le había embotado completamente. Dio muestras de ser capaz de honrar a la escuela en la rama concreta del conocimiento por la que se distinguía. Pero no era popular entre sus condiscípulos. Aunque ciertamente generoso y abnegado, era retraído; se mostraba reservado, aunque amable, salvo cuando se dejaba arrastrar por tremendos arrebatos de cólera (de características similares a los de su padre).
Volvió a casa unas Navidades, cuando llevaba un año o así en Bangor, y se encontró con la sorpresa de que la subestimada Augharad estaba a punto de casarse con un caballero del sur de Gales que residía cerca de Aberystwith. Los chicos rara vez aprecian a sus hermanas; pero Owen pensó entonces en los muchos desaires que le había hecho a la paciente Augharad, y dio rienda suelta a amargos reproches, los cuales, con una falta de control egoísta de sus palabras, dirigía sin cesar a su padre, hasta que este se sintió profundamente herido y apesadumbrado por las repetidas exclamaciones de «¿Qué haremos cuando se vaya Augharad?» y «¡Qué aburridos estaremos cuando Augharad se case!». Prolongó unas semanas las vacaciones para poder asistir a la boda; y, cuando terminaron todos los festejos y los novios se fueron de Bodowen, el chico y su padre se dieron cuenta de verdad de lo mucho que echaban de menos a la tranquila y cariñosa Augharad. Ella se había ocupado con esmero y discreción de tantas pequeñas tareas de las que dependía su comodidad diaria que parecía faltar el espíritu que mantenía el orden de la casa pacíficamente; los sirvientes vagaban en busca de órdenes e instrucciones; las habitaciones ya no tenían esa discreta disposición que aporta el gusto y que las alegraba; hasta los fuegos de las chimeneas eran más débiles y no hacían más que desmoronarse en pálidos montones de cenizas. Owen no lamentó en absoluto tener que volver a Bangor, y eso también lo advirtió el padre, mortificado. El señor Griffiths era un padre egoísta.
Las cartas eran un acontecimiento excepcional en aquel entonces. Owen solía recibir una de casa en sus ausencias semestrales; y, a veces, una visita de su padre. Aquel semestre no recibió ninguna visita, ni siquiera una carta, hasta que ya faltaba muy poco para que dejase la escuela, y se quedó atónito ante la noticia de que su padre se había vuelto a casar.
Tuvo uno de sus ataques de cólera; tanto más desastroso en los efectos sobre su carácter porque no podía desahogarse. Aparte del desaire a la memoria de la primera esposa con que los hijos suelen asociar ese acto, Owen se había considerado hasta entonces (y con razón) lo más importante en la vida de su padre. Lo habían sido todo el uno para el otro, y ahora se interponía entre ellos algo informe, pero bien real. Creía que su padre tendría que haberle pedido permiso, haberle consultado. Y, por supuesto, tendrían que haberle comunicado el acontecimiento que se preparaba. Su padre pensaba lo mismo, y de ahí aquella carta obligada que tanto exacerbó a Owen.
A pesar de toda su cólera, cuando Owen vio a su madrastra, pensó que nunca había visto una mujer tan bella para la edad que tenía; porque no estaba ya en la flor de la juventud, pues era viuda cuando su padre se casó con ella. Sus modales fascinaron tanto al muchacho galés, que había visto poca gracia femenina en las familias de los contados coleccionistas de restos arqueológicos con quienes se relacionaba su padre, que la observaba con una especie de admiración sobrecogida. Su gracia mesurada, sus movimientos impecables, su tono de voz tan delicado que hasta el oído quedaba saciado con su dulzura, aplacaron la indignación de Owen por la boda de su padre. Pero estaba más convencido que nunca de que había una sombra entre su padre y él; que no habían olvidado, aunque no aludieran a ella, la carta improvisada que Owen había enviado en respuesta al anuncio de la boda. Ya no era el confidente de su padre, y casi nunca su acompañante; su nueva esposa lo era todo para él, y el hijo se sentía casi un cero a la izquierda donde había sido tan importante durante tanto tiempo. En cuanto a ella, trataba siempre a su hijastro con exquisita consideración; la atención que prestaba a sus deseos resultaba casi demasiado embarazosa; pero aun así, él no creía que el amor interviniese en aquel trato encantador. Advertía algunas veces un brillo vigilante en los ojos de su madrastra cuando ella creía que no la observaban, y muchos otros pequeños detalles que le convencieron de que no era sincera. La nueva señora Owen llevó a la familia al hijo de su primer matrimonio, que tenía casi tres años. Era uno de esos niños burlones, traviesos y observadores, sobre cuyos sentimientos parece que uno no tiene ningún control: ágil y malicioso, gastaba bromitas pesadas sin saber al principio el dolor que causaba, pero pasando luego a una complacencia perversa en el sufrimiento ajeno, que parecía aportar fundamento a la idea supersticiosa de algunas personas de que era un duende.
Pasaron los años; y Owen iba volviéndose más observador con la edad. En sus esporádicas visitas a casa (pues de la escuela había pasado a la universidad), advirtió que se había producido un gran cambio en las manifestaciones externas del carácter de su padre; y, poco a poco, fue atribuyendo ese cambio a la influencia de su madrastra, leve e imperceptible para el observador común, pero irresistible en sus efectos. El señor Griffiths captaba las opiniones propuestas humildemente por su esposa y las adoptaba como propias sin darse cuenta, evitando toda discusión u oposición. Lo mismo ocurría con sus deseos; obtenían satisfacción en virtud del arte singular y delicado con que se los sugería a su marido, que pasaba a creerlos propios. Ella sacrificaba la exhibición de autoridad por el poder. Por último, cuando Owen se percataba de algún abuso de su padre con sus subordinados, o de algún desaire gratuito a sus propios deseos, le parecía ver en ello la influencia oculta de su madrastra, por mucho que ella lamentara la injusticia de los actos de su marido cuando hablaba a solas con su hijastro. El señor Griffiths estaba perdiendo los hábitos moderados con rapidez, y la embriaguez frecuente no tardó en causar los efectos habituales en su carácter. Pero hasta en eso influía el hechizo de su esposa. Contenía la cólera en su presencia, pero ella conocía muy bien su temperamento irascible y lo encauzaba en una u otra dirección, con la misma aparente ignorancia de la tendencia de sus palabras.
La situación de Owen en casa era tan diferente de sus primeros recuerdos que fue haciéndose peculiarmente mortificante. Le habían tratado como a un adulto de pequeño, antes de que la edad le permitiera controlar mentalmente el egoísmo que tal comportamiento podía engendrar; recordaba los tiempos en que su voluntad era ley para la servidumbre y su padre necesitaba su aprobación en el hogar en el que ahora no pintaba nada; y el señor Griffiths, distanciado en primer lugar por el agravio que creía haber hecho a su hijo al no comunicarle antes su proyectado matrimonio, parecía evitar ahora su compañía en lugar de buscarla, y mostraba generalmente la indiferencia más absoluta respecto a las opiniones y los deseos que cabía suponer en un joven de espíritu elevado e independiente.
Es posible que Owen no se diese cuenta cabal de la fuerza de todas estas circunstancias, pues quien participa en un drama familiar raras veces está lo bastante libre de pasión para ser buen observador. Pero se volvió taciturno y desabrido; cavilaba sobre su existencia sin amor y anhelaba sinceramente comprensión.
Ese sentimiento tomó más plena posesión de su ánimo cuando dejó la universidad y regresó a casa para llevar una vida ociosa y sin objetivo. Como era el heredero, no tenía necesidades materiales de esforzarse: su padre, como buen hacendado galés, no se planteaba la necesidad moral; y él, por su parte, carecía de ánimo para decidirse a abandonar sin más un lugar y una forma de vida donde las mortificaciones eran diarias. Aunque iba inclinándose a hacerlo poco a poco cuando se produjeron ciertos hechos que le retuvieron en Bodowen.
No cabía esperar que la armonía entre un joven amargado e imprudente como Owen y su cautelosa madrastra durase mucho tiempo, ni siquiera en apariencia, cuando él regresó a casa de su padre, no como un visitante sino como el heredero. Surgió un motivo de enfrentamiento, en el que la mujer dominó su cólera oculta lo suficiente para convencerse de que Owen no era en absoluto el primo que ella creía. A partir de entonces, no hubo paz entre ellos. Esto no se manifestó en vulgares altercados, sino en reserva y mal humor por parte de Owen y en una visible y despectiva persistencia en sus propios planes por parte de la madrastra. Bodowen había dejado de ser un lugar en el que, aunque no le cuidaran ni le quisieran, al menos podía encontrar paz y consideración: veía coartados todos sus pasos y deseos por la voluntad de su padre, en apariencia, mientras su esposa, sentada al lado, se limitaba a observarlo todo con una sonrisa de triunfo en sus bellos labios.
Así que Owen salía al rayar el día y vagaba por la costa o por la montaña, yendo de caza o de pesca, según la estación, aunque era más frecuente que pasara el rato «tumbado en reposo indolente» en la hierba corta y fragante, entregado a ensueños lúgubres y mórbidos. Imaginaba que aquella situación humillante era un sueño, una pesadilla de la que despertaría siendo de nuevo el único objeto del amor de su padre, su preferido. Y luego se levantaba y se esforzaba por sacudirse la pesadilla. Y allí estaba el crepúsculo fundido de su recuerdo infantil; las gloriosas moles de esplendor carmesí al oeste, que se desvanecían en la luz fría y serena de la luna, mientras aquí y allá flotaba una nube que cruzaba el cielo del oeste como el ala de un serafín en su flamígera belleza; la tierra era la misma que en los días de su infancia, cargada con los dulces sonidos de la tarde y de las armonías del ocaso; la brisa acariciaba el brezo y las campanillas a su lado; y la turba emanaba su perfume de incienso vespertino. Pero ¡la vida, el corazón y la esperanza habían cambiado para siempre desde aquellos días del pasado!
Otras veces se sentaba en un hueco predilecto de las rocas en Moel Gêst, oculto a la vista por raquíticos brotes de acafresna o serbal, con un cojín de siemprevivas de rico colorido a los pies y la pared rocosa vertical alzándose justo encima de él. Se pasaba horas allí sentado, contemplando lánguidamente la bahía con el telón de fondo de las colinas moradas, y el pequeño velero de pesca en su seno, blanco a la luz del sol, deslizándose en armonía con la serena belleza del mar cristalino; o llevaba un viejo libro de la escuela, que había sido su compañero durante años, y, en mórbida consonancia con la lúgubre leyenda que aún acechaba en los recovecos de su pensamiento, una forma oscura que aguardaba en lo más recóndito el momento de salir a la luz, recurría a las antiguas tragedias griegas que trataban de una familia condenada por un destino vengador. La páginas gastadas se abrían solas en la obra Edipo rey, y Owen cavilaba con ansia enfermiza sobre la profecía que tanto se parecía a la que le afectaba a él. Casi se asombraba de que osasen provocar así con desaires y ofensas a la Vengadora.
Los días se sucedían lentamente. Owen se entregaba a menudo con afán a algún deporte en el bosque, hasta que pensamiento y sentimiento se sumergían en la violencia del esfuerzo físico. A veces pasaba el final del día en una taberna de las que había a la orilla de los caminos solitarios, donde le dispensaban una bienvenida cordial aunque interesada, muy distinta al lúgubre desdén que le aguardaba en su propio hogar, un hogar hostil.
Un día, al atardecer (Owen tendría veinticuatro o veinticinco años), cansado de una jornada de caza en los páramos de Clenneny, pasó por delante de la puerta abierta de La Cabra de Penmorfa. La luz y la alegría del interior tentaron al pobre joven, exhausto por voluntad propia, a entrar y tomar su comida vespertina donde su presencia tuviese al menos algún eco, como ha tentado a muchos más desgraciados en circunstancias materiales. Era un día de ajetreo en el pequeño mesón. Había llegado a Penmorfa un rebaño de ovejas de varios centenares que iban camino de Inglaterra, y abarrotaban el espacio de delante del edificio. Dentro estaba la mesonera, una mujer lista y bondadosa, que iba de un lado a otro recibiendo con alegres saludos a los pastores cansados que iban a pasar la noche en su casa, mientras las ovejas descansaban en un prado cercano. Atendía al mismo tiempo sin pausa al segundo grupo de clientes, que celebraban allí una boda rural. Era mucho trabajo para Martha Thomas, pero su sonrisa nunca flaqueaba; y, cuando Owen Griffiths terminó el ágape vespertino, allí estaba ella para desearle que le hubiese sentado bien, que le hubiera gustado, y con la noticia de que los de la boda estaban a punto de iniciar el baile en la cocina y que el arpista era el famoso Edward de Corwen.
Owen, en parte por complacer amablemente el deseo implícito de su anfitriona, y en parte por curiosidad, se adentró en el pasillo que llevaba a la cocina, no la cocina ordinaria donde trabajaban y cocinaban, que quedaba en la parte de atrás, sino una pieza de buen tamaño, donde se instalaba la mesonera cuando terminaba su trabajo y donde solía celebrar festejos como aquel la gente del campo. Los dinteles de la puerta enmarcaban a la perfección el cuadro animado que vio Owen, apoyado en la pared del pasillo a oscuras. La luz roja del fuego, donde caía de vez en cuando un trozo de turba que lanzaba una llamarada, iluminaba a los cuatro jóvenes que bailaban una danza escocesa siguiendo admirablemente con rápidos movimientos el compás de la bella melodía que interpretaba el arpista. Tenían los sombreros puestos cuando Owen empezó a observarlos, pero se los quitaron en cuanto se animaron un poco, y no tardaron en hacer otro tanto con los zapatos, sin preocuparse de dónde caían. A las exhibiciones de agilidad con que cada bailarín intentaba superar a sus compañeros seguían gritos de alabanza. Se sentaron por fin, agotados y exhaustos, y el arpista interpretó entonces uno de los aires nacionales fabulosos e inspirados que le habían dado tanta fama. Todos escuchaban tan atentos y sobrecogidos que se podía oír el vuelo de una mosca, salvo cuando pasaba apresurada una sirvienta con una vela encendida y expresión afanosa, camino de la verdadera cocina. Cuando terminó el hermoso tema de La marcha de los hombres de Harlech, cambió de nuevo el compás a Tri chant o’bunnan (Trescientas libras) e inmediatamente un hombre con la pinta menos musical del mundo empezó a entonar pennillion, cierto género de estrofas recitativas, en las que no tardó en relevarle otro; y esta diversión se prolongó tanto que Owen empezó a cansarse, y estaba pensando en retirarse de su puesto junto a la puerta cuando se produjo un pequeño revuelo en el otro lado de la habitación, causado por la entrada de un hombre maduro y de una joven que parecía su hija. El hombre avanzó hasta el banco que ocupaban los mayores de la fiesta, que le dieron la bienvenida con el bello saludo galés habitual Pa sut mae dy galon? (¿Qué tal tu corazón?), y tras beber a su salud le pasaron el vaso de excelente cwrw[22]. La muchacha, evidentemente una beldad del pueblo, fue acogida con mucha cordialidad por los jóvenes, mientras que las chicas la miraban con cierto recelo y con expresión envidiosa que Owen anotó en la cuenta de su gran atractivo. Era de mediana estatura como casi todas las mujeres galesas, pero muy bien formada, con la redondez más perfecta y delicada en todos sus miembros. Llevaba una cofia cuidadosamente ajustada a un rostro bonito en extremo, aunque no pudiera decirse que fuese bello. Era también redondeado, ligeramente oval, de rico colorido, aunque algo aceitunado, con hoyuelos en las mejillas y en el mentón, y los labios más rojos que Owen había visto en su vida, unos labios demasiado pequeños para juntarse sobre los dientecitos de perla. La nariz era el rasgo más defectuoso; pero los ojos eran espléndidos. ¡Grandes y luminosos, aunque a veces tenues bajo el denso fleco de las pestañas! Llevaba el cabello de color castaño cuidadosamente trenzado bajo el borde de delicado encaje: era evidente que la pequeña beldad del pueblo sabía sacar el máximo partido de todos sus encantos, pues los vivos colores del pañuelo que llevaba al cuello armonizaban a la perfección con su tez.
Owen se sintió muy atraído por ella, al mismo tiempo que le divertía la evidente coquetería de la muchacha, que reunió a su alrededor a todo un grupo de jóvenes, para cada uno de los cuales parecía tener algún comentario alegre, algún gesto o expresión tentadora. El joven Griffiths de Bodowen se encontró a su lado a los pocos minutos, impulsado por diversas razones; y, en cuanto ella dedicó su atención exclusiva al mayorazgo galés, sus admiradores se alejaron uno tras otro para sentarse junto a alguna bella menos fascinante pero más atenta. Cuanto más conversaba Owen con la muchacha, más atraído se sentía por ella; no había imaginado que tuviera tanto ingenio y tanto talento; y su seriedad y espontaneidad parecían llenas de encanto; y tenía una voz tan dulce y clara, además, y unos gestos y unos movimientos tan llenos de gracia, que Owen quedó fascinado sin darse cuenta y no pudo apartar los ojos de aquel rostro alegre y ruboroso hasta que ella alzó los suyos chispeantes hacia su ávida mirada.
Mientras ocurría todo esto y guardaban silencio (ella desconcertada por el inesperado ardor de su admiración, él ajeno a todo menos a los bellos cambios del semblante de la joven), el hombre a quien Owen había tomado por su padre se acercó a decirle algo a su hija; luego le hizo un comentario trivial pero respetuoso a Owen, y al final entabló con él una conversación sobre asuntos sin trascendencia del lugar, entre los que se refirió a un lugar de la península de Penthryn donde abundaba la cerceta, y acabó rogándole que le permitiese enseñárselo, añadiendo que le llevaría en su barca cuando quisiera, si le honraba visitando su casa. Owen le escuchaba con atención, pero no tanta como para no darse cuenta de que la pequeña beldad que estaba a su lado rechazaba a quienes intentaban separarlos invitándola a bailar. Halagado por su propia interpretación de los rechazos, volvió a concentrarse en la joven hasta el momento en que su padre decidió dejar la fiesta y se la llevó. Antes de irse le recordó su promesa, y añadió:
—Tal vez no me conozca usted, señor. Me llamó Ellis Pritchard y vivo en Ty Glas, a este lado de Moel Gêst; cualquiera le indicará el camino.
Cuando padre e hija se marcharon, Owen se dispuso a emprender el regreso a casa; pero se encontró con la posadera y no pudo resistir la tentación de hacerle algunas preguntas sobre Ellis Pritchard y su linda hija. Ella le contestó breve pero respetuosamente y luego, titubeando un poco, añadió:
—Amo Griffiths, ya conoce usted la tríada, Tri pheth tebyg y naill i’r llall, ysgndwr heb yd, mail deg helb ddiawd, a melch deg heb ei geirda (Hay tres cosas iguales: un buen granero sin trigo, una buena copa sin bebida y una mujer guapa sin honra).
Martha le dejó precipitadamente, y Owen volvió cabalgando a su desdichado hogar.
Ellis Pritchard, campesino y pescador, era un individuo listo, astuto y experimentado, pero amable y lo bastante generoso para gozar del aprecio de sus iguales. Le había sorprendido la atención que había prodigado el joven a su hija y no ignoraba los beneficios que podía granjearle. Nest no sería en modo alguno la primera campesina que se convirtiera en señora de una mansión galesa; por consiguiente, su padre había dado sagazmente al joven admirador un pretexto para verla.
Nest, por su parte, tenía cierta desenvoltura interesada como su padre, y plena conciencia de la condición superior de su nuevo admirador, y estaba muy dispuesta a desdeñar a los demás pretendientes. Pero había más sentimiento en sus cálculos; no era indiferente al homenaje ferviente y relativamente delicado que le había rendido Owen; se había fijado, admirada, en su rostro expresivo y a veces bello, y la halagaba que la hubiese elegido de inmediato entre sus compañeras. En cuanto a las insinuaciones de Martha Thomas, baste decir que Nest era muy fantasiosa y que no tenía madre. Era una muchacha muy animosa y le gustaba que la admirasen, o, empleando una expresión más suave, le gustaba complacer; le producía una gran satisfacción que su sonrisa y su voz gustaran a todo el mundo, hombres, mujeres y niños. Coqueteaba, flirteaba y llegaba a los límites del galanteo galés, hasta tal punto que la gente seria del pueblo movía la cabeza y advertía a sus hijas que no se relacionaran con ella. Si no totalmente culpable, había bordeado con demasiada frecuencia la culpa.
La insinuación de Martha Thomas no había afectado mucho a Owen, ni siquiera en aquel momento, porque tenía los sentidos ocupados en otra cosa; la olvidó en seguida, y un espléndido y cálido día de verano se encaminó a casa de Ellis Pritchard con el pulso acelerado, pues, exceptuando unos ligeros galanteos en Oxford, Owen nunca se había visto tan afectado; sus pensamientos y su imaginación habían estado en otros asuntos.
Ty Glas se alzaba junto a una de las peñas bajas de Moel Gêst, que en realidad formaba uno de los lados de la casita, baja y alargada. El material de construcción empleado era una tosca argamasa de guijarros, con profundos huecos en las pequeñas ventanas rectangulares. En conjunto, el exterior era mucho más rústico de lo que Owen esperaba; pero parecía que el interior no carecía de comodidades. Tenía dos piezas: una oscura y espaciosa, a la que accedió directamente; y, antes de que la ruborosa Nest saliese de la pieza interior (pues había visto llegar al joven y se había apresurado a efectuar algunos cambios en su atuendo), Owen tuvo tiempo de examinar la sala y apreciar los pequeños detalles.
Había un aparador de roble barnizado de color oscuro al lado de la ventana (que tenía una vista espléndida) con muchos cajones y anaqueles. Al entrar de la luminosa claridad del sol, Owen apenas distinguió el fondo de la habitación al principio; pero en seguida vio dos camas de roble, cerradas al estilo galés: en realidad, eran los dormitorios de Ellis Pritchard y del hombre que tenía a su servicio tanto en el mar como en tierra. Había una rueca grande para hilar lana en el centro de la estancia, como si hubiesen estado utilizándola poco antes; y en la amplia chimenea colgaban piezas de tocino, cecina de cabrito y pescado, que se curaban para el invierno.
Antes de que Nest se atreviera a salir tímidamente, llegó su padre, que estaba remendando las redes y había visto a Owen subir hacia la casa. Le dio una bienvenida cordial pero respetuosa; Nest se reunió por fin con ellos entonces, ruborosa y con los ojos bajos, teniendo muy presentes las reflexiones que le habían inspirado las charlas y consejos de su padre. La discreción y la timidez le añadían nuevos encantos, en opinión de Owen.
Había demasiada luz y hacía demasiado calor para pensar siquiera en ir a cazar cercetas hasta más tarde, y Owen aceptó encantado una vacilante invitación a compartir la comida de mediodía. El frugal refrigerio consistió en un poco de queso de oveja, muy duro y seco, tortas de avena, lonchas de cecina de cabrito asadas después de ponerlas en remojo unos minutos, deliciosa mantequilla y suero fresco, con un licor llamado diod griafol (hecho con bayas de Sorbus aucuparia[23], maceradas en agua y luego fermentadas); pero, además de la buena acogida, había algo tan sano que Owen pocas veces había disfrutado tanto de una comida. La verdad es que, en aquellos tiempos, los señores galeses diferían de los campesinos más en la rústica y copiosa opulencia de su forma de vida que en el refinamiento de la mesa.
Los señores galeses no tienen nada que envidiar a sus iguales sajones en las costosas elegancias de la vida en la época actual; pero entonces (cuando en todo Northumberland no había más que una cubertería de peltre) ningún detalle de la forma de vivir de Ellis Pritchard chocaba con la idea de refinamiento de Owen.
Los jóvenes enamorados hablaron poco durante la comida; llevó toda la conversación el padre, en apariencia ajeno a las miradas ardientes y al aire distraído de su invitado. A medida que los sentimientos de Owen adquirían importancia, mayor era su timidez para expresarlos, y por la noche, al regresar de su excursión cinegética, le hizo una caricia a Nest casi con la misma timidez con que ella la recibió.
Este fue sólo el primero de una serie de días dedicados a Nest, en realidad, aunque él al principio creyó necesario disimular un poco su propósito. El pasado y el futuro se olvidaron completamente en aquellos felices días de amor.
Y Ellis Pritchard y su hija pusieron en práctica todos los planes y todas las artimañas femeninas para hacer gratas e interesantes las visitas de Owen. En realidad, sólo el hecho de ser bien acogido era suficiente para atraer al pobre joven, y le inspiraba un nuevo sentimiento lleno de encantos. Dejaba un hogar donde la certeza del rechazo le hacía reacio a expresar sus deseos; donde no llegaban nunca a sus oídos más tonos cariñosos que los que se dirigían a otros; donde su ausencia o su presencia no interesaba a nadie; en cambio, cuando llegaba a Ty Glas, todos parecían alegrarse, hasta el perrillo que reclamaba parte de su atención con clamorosos ladridos. El relato de lo que había hecho durante el día encontraba en Ellis un oyente atento; y cuando hablaba con Nest, ocupada en la rueca o en la mantequera, nada era más delicioso que la intensificación del rubor, la mirada atenta y la gradual entrega a la caricia del enamorado. Ellis Pritchard era un colono de las tierras de Bodowen, por lo que tenía sobradas razones para guardar en secreto las visitas del señorito; y Owen, que no quería perturbar la alegre calma de aquellos días idílicos con un escándalo en su casa, estaba dispuesto a recurrir a todos los ardides que Ellis le sugería para justificar sus visitas a Ty Glas. No ignoraba tampoco el resultado probable, mejor dicho, esperado, de aquellos días de felicidad. Sabía muy bien que el padre deseaba ante todo que su hija se casase con el heredero de Bodowen; y cuando Nest había ocultado la cara en su cuello, rodeada por sus brazos, y le había susurrado al oído su amor, sólo había deseado tener alguien que le amase siempre. Aunque no hubiese sido hombre de elevados principios, no habría intentado conseguir a Nest por otro medio que el del matrimonio: hasta ese punto ansiaba un amor perdurable y creía haber unido para siempre el corazón de la muchacha al suyo al pronunciar votos solemnes de matrimonio.
No había grandes dificultades para una boda secreta en aquella época y aquel lugar. Un ventoso día de otoño, Ellis les llevó en su barca a Llandutrwyn, rodeando Penthyrn, y vio a su pequeña Nest convertirse en la futura señora de Bodowen.
¿Cuántas muchachas atolondradas, coquetas y veleidosas se vuelven sensatas con el matrimonio? Se alcanza un gran objetivo vital, en torno al cual han rondado sus pensamientos en todas sus divagaciones; y parece cumplirse la hermosa fábula de Ondina. En la bondad y el reposo de su vida futura alborea un alma nueva. Una ternura y una dulzura indescriptibles ocupan el lugar de la agotadora vanidad de su antiguo afán de despertar admiración. Algo así le sucedió a Nest Pritchard. Si al principio deseaba atraer al heredero de Bodowen, mucho antes de su boda este sentimiento se había fundido en un amor sincero que no había sentido nunca; y ahora que él era suyo, su marido, se consagró a compensarle en la medida de lo posible por el sufrimiento que tenía que soportar en su casa, y del que ella se percató con perspicacia femenina. Sus saludos abundaban en delicadas expresiones de amor; estudiaba infatigable los gustos de Owen a la hora de elegir el vestido, organizar el tiempo y hasta a la hora de pensar.
Nada tiene de extraño que Owen recordara el día de su boda con una gratitud que raras veces se da en los matrimonios desiguales. Ni que le latiera el corazón acelerado como antes cuando recorría el sendero que llevaba a Ty Glas y veía (por fuerte que fuese el viento invernal) que Nest le esperaba en la puerta, aunque apenas pudiese distinguirle, mientras en la ventanita ardía la vela como un faro para guiarle.
Las palabras airadas y los desaires de su casa ya no le afectaban; pensaba en el amor que ya era suyo y en la esperanza de un nuevo amor que no tardaría en llegar, y podía reírse de las vanas tentativas de perturbar su paz.
Pocos meses después el joven padre fue recibido por un pequeño y débil llanto, al acudir con urgencia a Ty Glas una mañana temprano, reclamado por un aviso transmitido en secreto a Bodowen; y la pálida madre, que, sosteniendo débilmente a su pequeño, sonreía y lo alzaba para que recibiera el beso de su padre, le pareció más hermosa incluso que la alegre Nest que había conquistado su corazón en la pequeña posada de Penmorfa.
¡Pero la maldición seguía en pie! ¡El cumplimiento de la profecía estaba cerca!
II
Era el otoño que siguió al nacimiento de su hijo; había sido un verano espléndido, claro, caluroso y soleado; y ahora el año se iba extinguiendo, como correspondía a la estación, en días apacibles, mañanas de nieblas plateadas y noches claras de helada. El paisaje radiante de la época de las flores había pasado; pero las tonalidades de las hojas coloreadas por el sol, los líquenes, el tojo dorado en flor eran más ricas aún; era una época de decadencia, pero una decadencia esplendorosa.
Nest, en su amoroso anhelo de adornar su morada pensando en su marido, se había hecho jardinera y había llenado los pequeños rincones del rústico patio con delicados geranios silvestres, trasplantados allí por su belleza más que por su rareza. Aún podía verse el matorral de zarzarrosa viejo y gris que habían plantado los dos debajo de la ventana de su cuarto. Owen vivía sólo el presente en aquellos momentos; se olvidaba de todos los cuidados y pesares que había conocido en el pasado, y de todo el dolor y la muerte que le aguardasen en el futuro. También su hijo era el niño más precioso que haya colmado de dicha al padre más tierno, y gorjeaba encantado y batía palmas con sus manitas cuando la madre lo sacaba en brazos a la puerta para que viese subir a su padre por el pedregoso sendero que conducía a Ty Glas, en las claras mañanas de otoño; y cuando entraban los tres en la casa, era difícil saber quién era más feliz. Owen cuidaba a su hijo y lo zarandeada y jugaba con él mientras Nest se encargaba de alguna tarea y se sentaba delante del aparador, junto a la ventana, y cosía con diligencia y luego, mirando de nuevo a su marido, le explicaba con entusiasmo los pormenores domésticos, las gracias que hacía el niño, los resultados de la pesca del día anterior, y los chismes de Penmorfa que llegaban a sus oídos en su actual retiro. Se había dado cuenta de que, cuando mencionaba cualquier pequeña circunstancia que pudiese tener la más leve relación con Bodowen, su marido parecía crispado e incómodo, así que procuraba eludir todo lo que se lo recordara. La verdad es que Owen sufría mucho últimamente por la irritabilidad de su padre, que sólo se manifestaba en nimiedades, aunque no por ello resultaba menos humillante.
Mientras charlaban así un día, acariciándose y acariciando al niño, oscureció la habitación una sombra que se desvaneció antes de que pudiesen averiguar de dónde procedía, y el señor Griffiths abrió la puerta y apareció ante ellos. Miró a su hijo y vio aquella expresión satisfecha y gozosa, con su noble niño en brazos como un padre orgulloso, tan diferente del joven casi siempre malhumorado y deprimido que veía en Bodowen; luego miró a Nest (¡la pobre, aterrada y temblorosa Nest!), que soltó la labor, pero no se atrevió a moverse, y se volvió a su marido como suplicándole que la protegiera de su padre.
El señor Griffiths los miró en silencio, pasando de uno a otro, pálido de cólera contenida. Y, cuando al fin habló, lo hizo con serenidad forzada y absoluta claridad. Se dirigió a su hijo:
—¡Esa mujer! ¿Quién es?
Owen vaciló un instante y luego contestó en tono firme pero sosegado:
—Es mi esposa, padre.
Habría añadido alguna disculpa por haberle ocultado tanto tiempo su matrimonio y le habría pedido perdón, pero los labios del señor Owen espumeaban cuando estalló en improperios contra Nest:
—¡Te has casado con ella! ¡Así que es verdad lo que me han contado! ¡Casado con Nest Pritchard, yr buten! ¡Y ahí estás como si no te hubieras deshonrado para siempre con tu maldita boda! ¡Y la linda ramera ahí sentada, con su falso pudor, practicando los modales que corresponden a su condición de futura señora de Bodowen! Pero ¡te juro que moveré cielo y tierra para que esta mujer falsa no mancille las puertas de la casa de mi padre!
Lo dijo todo tan deprisa que Owen no tuvo tiempo de pronunciar las palabras que acudían en tropel a sus labios.
—¡Padre! —exclamó al fin, y añadió con voz de trueno, dando unos pasos hacia él—: ¡Padre, quien te haya dicho que Nest Pritchard es una ramera te ha mentido miserablemente! ¡Sí! ¡Es una infamia! —Luego bajó la voz y dijo—: Es tan pura como tu esposa. ¡Qué digo, válgame Dios! Como la madre querida que me trajo al mundo y me dejó para que me enfrentara solo a la vida sin el refugio de un corazón materno. ¡Te aseguro que Nest es tan pura como mi querida y difunta madre!
—¡Estúpido! ¡Pobre estúpido!
El pequeño Owen, que miraba angustiado a uno y a otro, intentando comprender la expresión colérica de aquel rostro en el que siempre había visto amor, llamó por alguna razón en ese momento la atención del señor y aumentó su ira.
—¡Sí! —continuó—. ¡Eres un estúpido, un ingenuo, que abrazas al hijo de otro como si fuera tuyo!
Owen acarició distraído al niño asustado y casi se ríe de lo que insinuaban las palabras de su padre, que se dio cuenta y gritó colérico:
—Te ordeno que dejes al vástago de esa miserable desvergonzada si te consideras hijo mío. ¡Déjalo ahora mismo! ¡Ahora mismo!
Al ver que Owen no estaba dispuesto a obedecer la orden, y arrastrado por una ira incontrolable, arrebató al pobre niño de los amorosos brazos que le sostenían, se lo arrojó a su madre y abandonó la casa mudo de indignación.
Nest, que había asistido pálida e inmóvil como el mármol a este espantoso diálogo, mirando y escuchando fascinada las palabras dolorosas y ofensivas, abrió los brazos para recibir y abrazar a su precioso hijito; pero el niño no llegaría al blanco refugio de su pecho. El acto furioso del señor apenas tenía objetivo, y el niño había ido a dar contra el borde afilado del aparador antes de caer al suelo de piedra.
Owen se apresuró a recogerlo, pero estaba tan callado y tan quieto que sintió el pavor de la muerte y se agachó para mirarle más de cerca. En ese momento, los ojos nublados del pequeño giraron convulsivamente, un espasmo le recorrió todo el cuerpo, y los labios aún cálidos de besos se sumieron con un temblor en el descanso eterno.
Una palabra de su marido se lo dijo todo a Nest. Se deslizó del asiento y cayó al suelo junto su hijo, tan inerte como él, ajena a los dolorosos esfuerzos y súplicas apasionadas de su marido. ¡Y aquel pobre y desolado marido y padre! ¡Tan dichoso en la seguridad del amor apenas un cuarto de hora antes! La grata promesa de un largo futuro en el rostro de su hijo y el destello de su alma nueva y lozana en su despierta inteligencia. Y allí estaba ahora: ¡la pequeña imagen de barro, que no volvería a alegrarse al verlo, ni se estiraría para buscar su abrazo, y cuyos gorjeos inarticulados pero tan elocuentes rondarían sus sueños pero no volvería a oírlos cuando estuviera despierto! Y al lado del niño muerto, y casi tan insensible como él, la pobre madre sumida en un clemente desmayo. ¡La difamada Nest, con el corazón traspasado! Owen luchó con el vértigo que se apoderaba de él e intentó en vano reanimarla.
Era cerca del mediodía y Ellis Pritchard llegó a casa, sin imaginar en absoluto lo que le aguardaba. Se quedó sobrecogido, pero consiguió tomar medidas más efectivas que Owen para reanimar a su hija.
Nest empezó a dar muestras de recuperar el conocimiento y la llevaron a la cama de su habitación a oscuras, donde se durmió sin haber vuelto en sí del todo. Su marido, agobiado por sus desdichados pensamientos, retiró con suavidad la mano que ella le tenía cogida, le dio un beso largo y tierno en la frente blanca como la cera y salió precipitadamente de la habitación y de la casa.
Al pie de Moel Gêst (a un cuarto de milla de Ty Glas) había un bosquecillo olvidado y solitario, fragoso y enmarañado por ramas rastreras de escaramujo y zarcillos de nueza blanca. Hacia la mitad de la espesura había una charca profunda y cristalina, donde se reflejaba el cielo azul, y en la orilla flotaban las grandes hojas verdes de los nenúfares; y, cuando la luz del sol regio caía sobre ella en todo el esplendor del mediodía, las flores se alzaban de sus frescas profundidades para darle la bienvenida. Llenaba el bosquecillo la música de muchos sonidos: el alegre gorjeo de los pájaros en las ramas, el zumbido incesante de la lejana cascada, el esporádico balido de las ovejas en la cumbre; y todos se fundían en la deliciosa armonía de la naturaleza.
Aquel había sido uno de los refugios preferidos de Owen en el pasado, cuando era un vagabundo, un peregrino en busca de amor. Y se encaminó instintivamente hacia aquel lugar solitario al salir de Ty Glas, procurando contener la aflicción hasta que llegara.
Era esa hora del día en que suele cambiar el tiempo, y no se reflejaba en la pequeña charca un cielo claro y azul, sino nubarrones; y una fuerte ráfaga de viento agitaba de vez en cuando el colorido follaje otoñal de los árboles y arrancaba las hojas de las ramas, y toda la música se perdía en el ventarrón de los páramos, que se extendían en lo alto y más allá de las hendiduras de la ladera. Luego empezó a diluviar. Pero Owen no se inmutó. Siguió sentado en el suelo húmedo, cubriéndose la cara con las manos y concentrando todas sus fuerzas físicas y mentales en sofocar el flujo de sangre que hervía y gorgoteaba en su cerebro como si fuera a enloquecer.
El fantasma de su hijo muerto se alzaba sin tregua ante él y parecía clamar pidiendo venganza. ¡Y, cuando el pobre joven pensaba en la víctima que exigía ese fiero deseo de venganza, temblaba, porque la víctima era su padre!
Se esforzaba una y otra vez por no pensar, pero los pensamientos seguían girando, arremolinándose en su cerebro. Consiguió dominar la cólera, y se aplacó. Luego se obligó a trazar un plan para el futuro.
En la precipitación apasionada del momento no había reparado en que su padre se había marchado sin darse cuenta del fatal accidente del que había sido víctima el niño. Él creía que lo había visto todo; pensó entonces en ir a verlo y contarle la angustia que había sembrado en su corazón, para que le sobrecogiera la dignidad del dolor. Pero no se atrevió a hacerlo, no estaba seguro de poder controlarse, surgía con todo su horror la antigua profecía, temía su destino.
Al fin decidió abandonar a su padre para siempre, llevarse a Nest a algún país lejano donde pudiese olvidar a su hijo y donde él pudiera ganarse la vida con su propio esfuerzo.
Pero, cuando intentó descender a los pequeños detalles concretos que requeriría la ejecución de este plan, recordó que tenía guardado todo su dinero (y en este aspecto el señor Griffiths no era tacaño) en su escritorio de Bodowen. Intentó en vano buscar otra solución. No la encontró, tenía que ir a Bodowen; y su única esperanza, no, su decisión, era evitar a su padre.
Se levantó y tomó un atajo para ir a Bodowen. La casa parecía más lúgubre y desolada de lo habitual con el fuerte aguacero que estaba cayendo. Pero Owen la contempló con cierto pesar, porque, aunque los días que había pasado en ella habían sido dolorosos, estaba a punto de abandonarla por muchos, muchos años, tal vez para siempre. Entró por una puerta lateral a un pasillo que conducía a su habitación, donde guardaba sus libros, sus armas, el aparejo de pesca, los artículos de escritorio, etcétera.
Empezó a recoger rápidamente las pocas cosas que quería llevarse, porque, aparte del miedo a que le sorprendieran, deseaba alejarse de allí aquella misma noche, siempre y cuando Nest estuviera en condiciones de ponerse en camino. Y, mientras tanto, pensaba cómo reaccionaría su padre al saber que el hijo al que tanto había querido se había ido para siempre. ¿Lamentaría entonces la conducta que le había obligado a abandonar el hogar y pensaría con amargura en aquel niño tierno y afectuoso que en otro tiempo seguía sus pasos? ¿O sólo pensaría que había desaparecido un obstáculo para su felicidad diaria y podría disfrutar al fin de su esposa y de su afecto extraño y estúpido por el niño? ¿Celebrarían la marcha del mayorazgo? Luego pensó en Nest, la joven madre sin hijo, cuyo corazón aún no se había hecho cargo del alcance de su desolación. ¡Pobre Nest! Con todo lo que quería a su hijo, con todo lo entregada que estaba a él, ¿cómo iba a consolarla? Se la imaginó en un lugar extraño, añorando las montañas de su país y rechazando todo consuelo porque su hijo ya no existía.
Ni siquiera la idea de la profunda añoranza que podría aquejar a Nest le hizo vacilar, tan convencido estaba de que sólo poniendo millas y leguas entre su padre y él conseguiría eludir la fatalidad que parecía fundirse con los objetivos de su vida mientras siguiera cerca del asesino de su hijo.
Casi había terminado los preparativos y pensaba con ternura en su esposa, cuando se abrió la puerta y apareció el malicioso Robert, en busca de alguna cosa entre las pertenencias de su hermano. Vaciló al ver a Owen, pero luego avanzó audazmente y le puso una mano en el brazo diciendo:
–Nesta yr buten! ¿Qué tal Nest yr buten?
Le miró luego a la cara para ver cómo reaccionaba, pero se asustó y corrió hacia la puerta, mientras Owen procuraba calmarse, repitiéndose: «Es sólo un niño, no sabe lo que dice. ¡Es sólo un niño!». Robert repitió entonces las frases ofensivas, creyéndose seguro, y Owen puso la mano sobre la escopeta y la apretó como para sofocar su creciente cólera.
Pero, cuando Robert se envalentonó y empezó a burlarse del pobre niño muerto, Owen no pudo soportarlo más. Antes de que el chico se diera cuenta, lo sujetaba con una mano férrea y le golpeaba con la otra.
Se contuvo en unos instantes. Dejó de pegarle, le soltó y vio horrorizado que se desplomaba en el suelo; en realidad, el muchacho estaba aturdido y aterrado y pensaba que era mejor fingir que había perdido el conocimiento.
Owen, el pobre Owen, se arrepintió amargamente al verlo allí postrado, y se disponía a llevarlo al escaño tallado y hacer todo lo posible para reanimarlo cuando de pronto apareció su padre.
Es probable que cuando se levantaron todos aquella mañana en Bodowen no hubiese más de uno que no supiera la relación del heredero con Nest Pritchard y con su hijo; porque, aunque él procuraba guardar en secreto sus visitas a Ty Glas, habían sido demasiado numerosas para pasar inadvertidas, y el cambio de conducta de Nest (que ya no frecuentaba bailes y festejos) era una prueba concluyente. Pero la influencia de la señora Griffiths, aunque no reconocida, reinaba indiscutible en Bodowen; y, hasta que ella no lo autorizase, nadie osaría decírselo al señor.
Pero llegó el momento en que le convenía que su marido se enterara de la relación que había establecido su hijo; así que se lo dijo con muchas lágrimas y fingido recato, poniendo al mismo tiempo buen cuidado en informarle de la fama de frívola que Nest había arrastrado. No se limitó tampoco a esa mala reputación por su conducta antes de casarse, sino que insinuó que seguía siendo una «mujer de bosque y matorral», la secular expresión galesa de oprobio para los personajes femeninos más licenciosos.
El señor Griffiths había seguido sin dificultad a Owen hasta Ty Glas; y, sin otro objetivo que la ratificación de su furiosa cólera, lo había hecho para reprenderle como hemos visto. Pero salió de la casa de Ellis Pritchard aún más indignado con su hijo de lo que había entrado, y regresó a la suya dispuesto a escuchar las maliciosas sugerencias de la madrastra. Le había llamado la atención un ligero alboroto en el que oyó la voz de Robert cuando pasaba por el vestíbulo, y un instante después vio el cuerpo aparentemente sin vida del niño mimado arrastrado por el culpable Owen, con las huellas de furia aún visibles en su rostro. Las inicuas palabras que el padre dirigió a su hijo no las dijo muy alto pero sí en un tono amargo y vehemente; y, cuando Owen guardó un orgulloso y hosco silencio, negándose a disculparse ante quien le había causado una ofensa muchísimo más grave, mortal, apareció la madre de Robert. La lógica emoción de esta redobló la irritación del señor Griffith, que entre las brumas de la cólera creyó verdad probada las disparatadas sospechas de que la violencia de Owen contra Robert había sido un acto premeditado. Llamó a los sirvientes como si necesitara que defendieran su vida y la de su esposa de la amenaza de su hijo; y estos no sabían qué hacer: miraron a la señora Griffiths, que reñía y lloraba e intentaba sacar al muchacho de su estado, en realidad confuso y semiconsciente; miraron después al iracundo señor; y luego al triste y silencioso Owen. Y este, este apenas veía sus caras de asombro y de terror; las palabras de su padre caían en oídos sordos, porque ante sus ojos se alzaba un niño pequeño pálido e inerte, y en los gritos de dolor de aquella dama oía el llanto de una madre más triste y más desesperada. El pequeño Robert ya había abierto los ojos y, aunque era evidente que sufría bastante como consecuencia de los golpes de Owen, se daba cuenta de todo lo que ocurría a su alrededor.
Si hubiesen dejado a Owen seguir los dictados de su naturaleza, su corazón se habría esforzado por amar doblemente al muchacho al que había golpeado; pero le obcecaba la injusticia y el sufrimiento le había endurecido. Se negó a defenderse; ni siquiera intentó oponerse al encierro que decretó su padre hasta conocer la opinión de un médico sobre el alcance real de las heridas de Robert. Sólo cuando le encerraron y atrancaron la puerta como si fuera un animal salvaje, le volvió el recuerdo de la pobre Nest, privada de su presencia reconfortante. Pensó en lo abatida que estaría, añorando su tierno cariño; ¡si se había recuperado de la conmoción lo suficiente para recibir consuelo! ¿Qué pensaría de su ausencia? ¿Imaginaría que había creído lo que había dicho su padre y la había abandonado en su amarga aflicción? Esa idea le enloqueció, y buscó a su alrededor una forma de escapar.
Aunque lo habían confinado en una habitación pequeña y vacía de la primera planta, revestida de paneles de madera tallados, con una gran puerta, concebida para resistir los embates de una docena de hombres fornidos, aun así podía ingeniárselas para escapar de la casa sin que nadie lo advirtiera. La ventana estaba situada sobre el hogar, como es habitual en las antiguas casas galesas, con chimeneas a ambos lados que formaban una especie de saliente en el exterior. Su huida era fácil por aquel conducto, y lo habría sido igual aunque no hubiese estado tan resuelto y desesperado. Y una vez que hubiese bajado con un poco de cuidado, y doblado un pequeño recodo, nadie lo vería y podría dirigirse a Ty Glas según su plan original.
La tormenta había amainado y los pálidos rayos del sol doraban la bahía cuando Owen bajó de la ventana y, ocultándose en las amplias sombras de la tarde, se encaminó hacia la pequeña meseta verde de turba del jardín, que se extendía en lo alto de una escarpadura por cuya abrupta cara vertical había bajado muchas veces, valiéndose de una soga bien sujeta, hasta el pequeño velero (regalo de su padre, ¡ay!, en otros tiempos) que estaba amarrado abajo en el agua. Siempre lo dejaba allí, porque era el punto de acceso más próximo a la casa; pero, para llegar a aquel lugar (a menos, claro, que cruzase un trecho iluminado por el sol y visible desde las ventanas de aquel lado de la casa, y sin la sombra de un solo árbol o matorral protector), tenía que bordear un semicírculo de maleza, que podría haber sido un macizo de arbustos si alguien le hubiese dedicado un poco de trabajo. Avanzó furtivamente paso a paso, oyó voces; vio de nuevo a su padre y a su madrastra en un sendero, no muy lejos de él; el padre acariciaba y sin duda consolaba a su esposa, que parecía insistir en algo con vehemencia; tuvo que volver a agacharse para que no le viera el cocinero, que regresaba del huerto con un manojo de hierbas. De aquel modo tenía que abandonar para siempre el maldito heredero de Bodowen su casa ancestral, con la esperanza de librarse de la maldición. Al fin llegó a la pequeña meseta y respiró más tranquilo. Se agachó para buscar la soga escondida, que guardaba enrollada en un hueco debajo de una losa grande y redonda. Tenía la cabeza inclinada y no vio acercarse a su padre, ni oyó sus pasos por el aflujo de sangre a la cabeza mientras se esforzaba, encorvado, en alzar la piedra. El señor Griffiths lo sujetó antes de que volviera a incorporarse, antes de que se diera cuenta de quién eran las manos que le atenazaban precisamente cuando su libertad personal y de acción parecía ya segura. Forcejeó para soltarse; luchó con su padre un momento, le dio un empujón y lo derribó sobre la enorme piedra desplazada en un equilibrio incierto.
Y así cayó el hacendado, hacia las aguas profundas de abajo, y tras él Owen, medio inconsciente; impelido en parte porque nada se le oponía, en parte por el incontenible impulso de salvar a su padre. Pero había elegido instintivamente un lugar más seguro en las aguas profundas que aquel en el que había caído su padre. El hacendado se había golpeado al caer con el costado del barco; en realidad, no está claro que no se hubiera matado antes incluso de hundirse en el mar. Owen sólo sabía que la espantosa maldición parecía presente incluso entonces. Se sumergió, nadó bajo el agua buscando su cuerpo, que había perdido toda la elasticidad vital y no podía salir a flote; vio a su padre en el fondo; lo arrastró hasta la superficie y lo subió al barco, muerto ya. Owen estaba agotado por el esfuerzo y empezó a hundirse de nuevo también, pero hizo un esfuerzo instintivo para izarse y subir al velero balanceante. Allí yacía su padre, con una marca profunda en la sien del golpe que le había fracturado el cráneo; tenía la cara amoratada por la interrupción del riego sanguíneo. Le tomó el pulso, comprobó el corazón, todo estaba parado. Le llamó por su nombre.
—¡Padre, padre! —clamó—. ¡Vuelve! ¡Vuelve! ¡Nunca sabrás cuánto te quise! Cuánto podría quererte aún… si… ¡Oh, Dios mío! —Recordó entonces a su hijito—. Sí, padre —clamó de nuevo—, no viste cómo cayó… ¡cómo murió! ¡Ay, si hubiese tenido entereza para decírtelo! ¡Si hubieses tenido paciencia conmigo y me hubieses escuchado! ¡Y ahora ya está! ¡Oh, padre! ¡Padre!
No sé si había oído aquella voz delirante y quejumbrosa, o si fue sólo que lo echó de menos y lo necesitaba para alguna pequeña tarea, o (tal vez lo más probable) si había descubierto que Owen había escapado y quería decírselo, pero lo cierto es que Owen oyó a su madrastra que llamaba a su marido desde lo alto de la peña.
Guardó silencio y empujó el barco debajo de la roca hasta que los costados rechinaron contra la piedra; y las ramas que colgaban ocultaron el velero y también a él. Se tendió empapado al lado de su padre muerto para esconderse mejor; y al hacerlo recordó los lejanos días de la infancia, cuando compartía el lecho de su padre viudo y le despertaba por la mañana para que le contara alguna leyenda galesa. Perdió la noción del tiempo que llevaba allí tendido, aterido, lidiando mentalmente con la presión aplastante de una realidad más pavorosa que una pesadilla. Pero al fin salió del estupor para pensar en Nest.
Extendió una vela grande y cubrió con ella el cuerpo de su padre, tendido en el fondo del barco. Luego sujetó los remos con las manos entumecidas y salió a mar más abierto, rumbo a Criccaeth. Fue costeando hasta un entrante en sombra en las oscuras peñas: remó hasta la orilla y ancló el barco. Saltó a tierra y subió tambaleante, deseando por una parte caer en las aguas oscuras y descansar, y, por otra, buscando instintivamente el punto más seguro para apoyar el pie en la abrupta pared rocosa, hasta que llegó a la cima tapizada de hierba. Corrió desde allí hacia Penmorfa como si le persiguieran; corrió con energía enloquecida. De pronto se detuvo, se volvió y, corriendo de nuevo con la misma rapidez, se tumbó en el suelo boca abajo en la cima, mirando hacia el barco, forzando la vista para comprobar si algún movimiento indicaba vida, algún cambio en un pliegue de la vela. Todo estaba quieto, pero, mientras miraba, con la luz cambiante, creyó ver un leve movimiento. Corrió entonces hasta una parte más baja de la peña, se desnudó, se lanzó al agua y nadó hasta el barco. Todo estaba en calma cuando llegó, ¡sobrecogedoramente en calma! Esperó unos instantes sin atreverse a levantar la tela. Luego, pensando que podía volver a apoderarse de él el terror (de abandonar a su padre cuando aún conservaba una chispa de vida), alzó la lona que le servía de mortaja. ¡Los ojos abiertos de su padre muerto le miraron! Le cerró los párpados y le sujetó la mandíbula. Miró de nuevo. Esta vez se irguió sobre el agua y le besó en la frente.
—¡Era mi destino, padre! ¡Más me hubiese valido morir al nacer!
La claridad del día se estaba apagando. ¡Preciosa claridad del día! Nadó de nuevo hasta tierra, se vistió y volvió a ponerse en marcha hacia Penmorfa. Cuando abrió la puerta de Ty Glas, Ellis Pritchard le miró disgustado desde su asiento al lado de la chimenea del rincón en penumbra.
—Al fin llegas —le dijo—. Uno de los nuestros no habría dejado a su esposa llorar sola a un hijo muerto; ni habría dejado que su padre matara a su hijo. Tengo intención de separarla de ti para siempre.
—Yo no se lo he dicho —gritó Nest, mirando quejumbrosa a su marido—. Él me obligó a contarle una parte y se imaginó lo demás.
Tenía al niño en el regazo como si estuviera vivo. Owen se detuvo delante de Ellis Pritchard.
—Calla —dijo en voz baja—. Ni palabras ni obras, sólo ocurre lo que está decretado. Yo estaba destinado a cumplir mi misión desde hace más de cien años. Me esperaba la hora, y me esperaba el hombre. ¡He hecho lo que estaba previsto desde hace generaciones!
Ellis Pritchard conocía la vieja historia de la profecía y creía en ella de forma vaga e inconsciente. Por alguna razón, nunca se le había ocurrido que fuera a cumplirse en su época. Pero entonces lo comprendió todo en un instante, aunque malinterpretó el carácter de Owen hasta el punto de creer que había obrado de forma intencionada, en venganza por la muerte de su hijo; y, al verlo bajo esa luz, lo consideró poco más que un justo castigo por todo aquel dolor delirante y desquiciado que había visto padecer a su única hija durante las largas horas de aquella larga tarde. Pero también sabía que la justicia no lo vería así. Ni siquiera la ley galesa poco estricta de la época dejaría de investigar la muerte de un hombre de la categoría del señor Griffiths. Así que el perspicaz Ellis pensó cómo podría ocultar al culpable durante un tiempo.
—¡Vamos, no estés tan asustado! —le dijo—. Era tu sino, tú no tienes la culpa.
Y le puso una mano en el hombro.
—Estás empapado —dijo de pronto—. ¿Dónde has estado? Nest, tu marido está empapado, chorreando. Por eso tiene esa cara tan pálida y demacrada.
Nest dejó al niño en la cuna con cuidado; estaba medio trastornada de tanto llorar y no había entendido a qué se refería Owen cuando había dicho que se había cumplido su destino, si es que había oído algo, en realidad.
El contacto de sus manos despertó el afligido corazón del joven.
—¡Oh, Nest! —exclamó, abrazándola—. ¿Me amas todavía? ¿Puedes amarme, bien mío?
—¿Y por qué no? —preguntó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Ahora te quiero más que nunca, eres el padre de mi pobre niño!
—Pero Nest… ¡Oh, explícaselo, Ellis! ¡Tú lo sabes!
—¡No es necesario, no es necesario! —dijo Ellis—. Ya tiene bastante en que pensar. Anda, muévete, hija, tráeme la ropa de los domingos.
—No entiendo —dijo Nest, llevándose la mano a la cabeza—. ¿Qué hay que explicar? ¿Y por qué estás tan mojado? ¡Válgame Dios, qué tonta soy, no entiendo lo que decís ni vuestras extrañas miradas! ¡Sólo sé que mi hijo ha muerto! —Se echó a llorar.
—¡Vamos, Nest! ¡Ve a buscarle una muda, rápido! —y mientras ella obedecía dócilmente, demasiado abatida para seguir esforzándose en entender, Ellis le dijo a Owen, en voz baja—: ¿Quieres decir que el señor ha muerto? Habla bajo para que ella no te oiga. Bien, bien, no hace falta que digas cómo murió. Fue de repente, ya veo. Todos tenemos que morir. Y habrá que enterrarlo. Es buena cosa que se acerque la noche. Y no me extrañaría que ahora te apeteciese viajar un poquito; a Nest le sentaría muy bien; y luego… más de uno abandona el hogar y no vuelve; y (espero que no yazca en su casa), y hay un revuelo durante una temporada y una búsqueda y conmoción y desconcierto, y, pasado un tiempo, aparece de pronto el heredero tan tranquilo. Y eso será lo que harás, y llevarás a Nest a Bodowen por fin. No, hija, esas medias no, tráeme otras; busca las azules de lana que compré en la feria de Llanrwst. Basta con que no pierdas el valor. Lo hecho, hecho está. Es algo que tenías que hacer desde los tiempos de los Tudor, según dicen. Y se lo merecía. Mira esa cuna. Así que dinos dónde está, y me armaré de valor y veré qué se puede hacer con él.
Pero Owen seguía pálido y empapado, sin prestar atención a lo que le decía Ellis, mirando el fuego de turba como si buscase en él visiones del pasado. Tampoco se movió cuando Nest le llevó ropa seca.
—¡Vamos, hombre, espabila! —le dijo Ellis, que empezaba a impacientarse.
Pero Owen seguía callado sin moverse.
—¿Qué pasa, padre? —preguntó Nest, desconcertada.
Ellis siguió observando a Owen unos instantes, y cuando su hija repitió la pregunta, contestó:
—Pregúntaselo tú misma, Nest.
—Oh, ¿qué pasa, amor mío? —dijo ella, arrodillándose para estar a su altura.
—¿No lo sabes? —dijo él, pesaroso—. Dejarás de quererme cuando te lo diga. Pero no es algo que haya hecho yo: era mi sino.
—¿Qué quiere decir, padre? —preguntó Nest, alzando la vista; pero Ellis le indicó con un gesto que siguiera preguntando a su marido—. Te seguiré queriendo, amor mío, sea lo que sea. Pero cuéntame lo peor.
Hubo una pausa. Nest y Ellis esperaron sin aliento.
—Mi padre ha muerto, Nest.
Nest contuvo la respiración con un profundo suspiro.
—¡Que Dios le perdone! —dijo, pensando en su bebé.
—¡Que Dios me perdone a mí! —dijo Owen.
—Tú no… —Nest se interrumpió.
—Sí, lo he hecho. Ahora ya lo sabes. Era mi sino. ¿Cómo iba a evitarlo? Me ayudó el diablo… él colocó la piedra para que mi padre cayera. Me tiré al agua para salvarle. De veras, Nest. Estuve a punto de ahogarme. Pero él estaba muerto… muerto… ¡se mató al caer!
—¿Entonces está en el fondo del mar? —preguntó Ellis, con ávido entusiasmo.
—No, no; está en mi barco —dijo Owen, con un leve temblor, menos de frío que por el recuerdo de la última vez que había visto el rostro de su padre.
—¡Ay, amor mío, cámbiate de ropa que estás empapado! —le pidió Nest, para quien la muerte del anciano sólo era algo terrible en lo que nada podía hacer, mientras que la incomodidad de su marido era un problema inmediato.
Le ayudó a quitarse la ropa mojada porque él no podía hacerlo solo, y Ellis preparó algo de comer y un vaso grande de licor con agua caliente. Se plantó delante del desdichado joven y le obligó a comer y a beber, y ordenó a Nest que tomara también unos bocados, sin dejar de pensar en lo que había que hacer y quién tenía que hacerlo; no sin cierta vulgar sensación de triunfo al pensar que su hija, así como la veía ahora, desaliñada y despeinada en su aflicción, era en realidad la señora de Bodowen, la casa más grande que Ellis Pritchard había visto en su vida, aunque sabía que las había mayores.
Consiguió averiguar todo lo que quería saber de Owen interrogándole hábilmente mientras comía y bebía. En realidad, casi fue un alivio para el joven atenuar el horror hablando de él. Antes de terminar la comida, si es que podía llamarse así, Ellis sabía todo lo que quería saber.
—Vamos, Nest, coge la capa y las mantas. Prepara lo que necesites, porque tú y tu marido tenéis que estar a mitad de camino de Liverpool mañana por la mañana. Yo os llevaré por Rhyl Sands en mi barca, con la vuestra a remolque; y, una vez pasada la zona peligrosa, volveré con mi carga de pescado y averiguaré lo que pasa en Bodowen. Una vez ocultos y seguros en Liverpool, nadie sabrá dónde estáis y esperaréis tranquilamente hasta que llegue el momento de volver.
—Nunca volveré a mi casa —dijo Owen obstinadamente—. ¡Es un lugar maldito!
—¡Vamos! Déjate guiar por mí, hombre. ¡En realidad ha sido un accidente! Desembarcaremos en Holy Island, en el cabo de Llyn. Tengo allí un primo, el viejo párroco (porque los Pritchard han conocido tiempos mejores, señor hacendado), y le enterraremos allí. Ha sido un accidente, hombre. ¡Levanta esa cabeza! Nest y tú volveréis a casa, llenaréis Bodowen de hijos y yo viviré para verlo.
—¡Jamás! —dijo Owen—. ¡Soy el último varón de mi estirpe y el hijo que ha asesinado al padre!
Llegó Nest con su fardo y con la capa puesta. Ellis les metió prisa. Apagaron el fuego, cerraron la puerta.
—Trae, Nest, cariño, déjame llevar el fardo mientras os guío por las escaleras.
Pero el marido iba con la cabeza baja, sin decir palabra. Nest dio el fardo a su padre (cargado ya con las cosas que él había creído que debía llevar), pero agarró el otro con cuidado y con fuerza.
—Nadie me ayudará con este —dijo, en voz baja.
Su padre no la entendió; su marido sí, y le rodeó la cintura con un brazo protector y la bendijo.
—Iremos juntos, Nest. ¿Pero adónde? —le dijo, y alzó la vista hacia los nubarrones que amenazaban a barlovento.
—Es una mala noche —dijo Ellis, volviendo al fin la cabeza para hablar con sus acompañantes—. Pero no hay que tener miedo, la capearemos.
Y se encaminó hacia el amarre de la barca. Luego se detuvo y se quedó pensando un momento.
—¡Quedaos aquí! —les dijo—. Tengo que ver a alguien y puede que tenga que escuchar y que hablar. Vosotros esperad aquí hasta que vuelva a buscaros.
Así que se sentaron muy juntos en un recodo del camino.
—¡Déjame verlo, Nest! —dijo Owen.
Ella sacó a su hijito muerto de debajo del chal; contemplaron su rostro pálido con ternura; lo besaron y lo cubrieron con cuidado reverentemente.
—Nest —dijo Owen al fin—, tengo la sensación de que el espíritu de mi padre ha estado cerca de nosotros, y se ha inclinado sobre nuestro pobre hijo. Cuando iba a besarle noté un aire extraño y frío. Y pensé que el espíritu de nuestro hijo puro e inmaculado guiaba al de mi padre por los caminos del firmamento hasta la puerta del cielo, y que escapaba de esos malditos perros del infierno que hace menos de cinco minutos bajaban corriendo del norte en busca de almas.
—No hables así, Owen —dijo Nest, acurrucándose a su lado—. ¿Quién sabe lo que puede estar escuchando?
Guardaron silencio, sumidos en una especie de terror inexplicable, hasta que oyeron el susurro de Ellis Pritchard.
—¿Dónde estáis? Vamos, rápido y con cuidado. Hay gente por ahí ahora; echan de menos al señor y la señora está asustada.
Bajaron rápidamente hasta el pequeño puerto y lo cargaron todo en la barca de Ellis. El mar bullía agitado incluso en la orilla; las nubes se apresuraban turbulentas.
Salieron a la bahía; sin hablar aún, exceptuando los momentos en que Ellis, que tomó el control de la embarcación, decía una palabra de mando. Pusieron rumbo a la costa rocosa donde Owen había amarrado su barco. Pero no lo encontraron. Había roto las amarras y había desaparecido.
Owen se sentó y se cubrió la cara con las manos. Este último suceso, tan simple y natural en sí, afectó de un modo extraordinario a su mente excitada y supersticiosa. Había abrigado la esperanza de una reconciliación segura, enterrando a su padre y a su hijo en la misma tumba. Y ahora tenía la sensación de que no había perdón posible; era como si su padre se rebelase incluso muerto contra una pacífica unión de semejante género. Ellis se planteó el aspecto práctico del asunto. Si encontraban el cadáver a la deriva en un barco que se sabía que pertenecía a su hijo, surgiría una terrible sospecha sobre la forma de su muerte. En cierto momento de la noche, Ellis había pensado convencer a Owen de que le dejara enterrarlo en la tumba de los marineros; o, dicho de otro modo, coserlo bien a una vela suelta, lastrarlo y que se hundiera para siempre. No se lo había dicho, temiendo que le repugnase y se ofendiese; pero si lo hubiera hecho y él hubiese aceptado, habrían podido regresar a Penmorfa y esperar tranquilamente el curso de los acontecimientos, seguros de que Owen heredaría Bodowen tarde o temprano. Y, si Owen se sintiera demasiado abrumado por lo sucedido, Ellis siempre podría aconsejarle que se fuese una temporada hasta que todo se calmara.
Ahora era diferente. Tenían que marcharse de la región por un tiempo. Tenían que abrirse camino por las aguas agitadas aquella misma noche. Ellis no tenía miedo… no habría tenido ningún miedo, en realidad, si Owen se hallara en el estado en que se hallaba una semana antes, el día anterior; pero con Owen desquiciado, desesperado, desvalido, acosado por el destino, ¿qué iba a hacer?
Se adentraron en la oscuridad turbulenta y nadie volvió a verlos.
La casa de Bodowen es un montón de ruinas húmedas y lúgubres. Y un sajón forastero es ahora el dueño de las tierras de los Griffiths.