CURIOSO, DE SER CIERTO

(Extracto de una carta del señor Richard Whittingham)

Antes te divertía tanto que me enorgulleciera descender de la hermana de Calvino que se casó con un tal Whittingham, deán de Durham, que no sé si compartirás la estima a mi distinguido pariente que me llevó a Francia para examinar registros y archivos que creía que me permitirían descubrir descendientes colaterales del gran reformador a quienes podría llamar primos. No te contaré mis aprietos y aventuras en esta investigación; no mereces saberlos. Pero una tarde del pasado mes de agosto me ocurrió algo tan extraño que, si no hubiese estado absolutamente seguro de hallarme totalmente despierto, lo habría tomado por un sueño.

Para el propósito que he mencionado, tuve que instalarme en Tours durante un tiempo. Había trazado la descendencia de la familia Calvino desde Normandía hasta el centro de Francia; pero resultó que necesitaba un permiso del obispo de la diócesis para consultar ciertos documentos familiares que habían caído en manos de la Iglesia; y, como tenía varios amigos ingleses en Tours, esperé la respuesta a mi solicitud a monseigneur de … en esa ciudad. Estaba dispuesto a aceptar cualquier invitación, pero recibí muy pocas, y a veces no sabía muy bien qué hacer por las tardes. El menú del día se servía a las cinco en punto; no deseaba incurrir en el gasto del salón privado, no me gustaba el ambiente de la salle à manger, no sabía jugar al plato ni al billar y el aspecto de los demás huéspedes era bastante poco atractivo para incitarme a participar en juegos tête-à-tête con ellos. Así que solía levantarme de la mesa en seguida y procuraba aprovechar al máximo la luz de las tardes de agosto explorando los alrededores a paso ligero. A mediodía hacía demasiado calor para eso, y era mejor repantigarse en un banco de los bulevares a escuchar lánguidamente la banda lejana y a observar con idéntica pereza el rostro y la figura de las mujeres que pasaban.

Un jueves por la tarde, creo que era el 18 de agosto, me alejé más de lo habitual en mi paseo, y cuando decidí volver, me di cuenta de que era más tarde de lo que suponía. Calculé que podía tomar un atajo, pues tenía una idea bastante clara de dónde estaba para saber que, si seguía un camino recto a la izquierda, acortaría el regreso a Tours. Y creo que lo habría conseguido si hubiese encontrado una salida a tiempo, pero en esa región de Francia prácticamente no existen los senderos, y mi camino, tan duro y recto como una calle, y que discurría entre las consabidas hileras de álamos, parecía interminable. Así que se hizo de noche y me encontré en plena oscuridad. En Inglaterra habría existido la posibilidad de ver una luz en alguna casita a uno o dos campos de distancia, y preguntar por dónde volver a sus habitantes. Pero allí era imposible dar con una visión tan grata; en realidad, creo que los campesinos franceses se acuestan de día en verano, por lo que, si había alguna morada, yo no la vi. Debía de haber caminado unas dos horas en la oscuridad, cuando finalmente vi el perfil borroso de un bosque a un lado de la agotadora vereda y, olvidando con impaciencia todas las leyes del bosque y las multas a los intrusos, me encaminé hacia él pensando que, en el peor de los casos, encontraría algún refugio, algún lugar donde pudiera echarme a descansar hasta el amanecer y encontrar luego el camino de vuelta a Tours. Pero la plantación, en los márgenes de lo que me pareció un bosque cerrado, era de árboles jóvenes y demasiado juntos para ser más que troncos finos bastante altos con escaso follaje en las copas. Avancé hacia el bosque más denso y al adentrarme aflojé el paso y busqué por todas partes un lugar conveniente. Pero yo era tan remilgado como el nieto de Lochiel, que indignó a su abuelo con el lujo de su almohada de nieve[34]. Un matorral estaba lleno de zarzas, otro mojado de rocío… Ya había renunciado a la esperanza de pasar la noche entre cuatro paredes y no tenía prisa, así que seguí tanteando despacio y confiando en no despertar con mi bastón a ningún lobo de su modorra estival, cuando, de pronto, vi un castillo delante de mí, a menos de un cuarto de milla, al final de lo que parecía una antigua avenida (ahora irregular y cubierta de maleza), que casualmente estaba cruzando cuando, al mirar hacia la derecha, divisé tan grata visión. Su perfil se recortaba, grande, majestuoso y sombrío, sobre el oscuro cielo nocturno; las torretas, cúpulas y no sé qué más se alzaban fantásticamente a la tenue luz de las estrellas. Y lo mejor de todo, aunque no podía ver los detalles del edificio, era bastante claro que había luz en muchas ventanas, como si se celebrara algún gran acontecimiento.

«Son gente hospitalaria, sin duda —me dije—. Quizá me ofrezcan una cama. No creo que los propietarios franceses tengan tantos cabriolés y caballos como los caballeros ingleses; pero sin duda están celebrando una gran fiesta, y a lo mejor algunos invitados son de Tours y me llevan al Lion d’Or. No soy orgulloso y estoy rendido. No me importa ir colgado detrás si hace falta».

Así que di un poco de brío y ánimo a mi paso y subí hasta la puerta, que estaba abierta muy hospitalariamente y por la que se veía un gran vestíbulo iluminado, lleno de trofeos de caza, armaduras y demás, en cuyos detalles no me dio tiempo a fijarme, pues en cuanto pisé el umbral apareció un portero enorme, ataviado con un traje anticuado rarísimo, una especie de librea muy acorde con el aspecto general de la casa. Me preguntó mi nombre y de dónde era en francés (con tan curiosa pronunciación que creí haber dado con un nuevo patois). Me pareció que no se enteraría, pero lo correcto era responder antes de pedirle ayuda; así que le dije:

—Me llamo Whittingham, Richard Whittingham, soy un caballero inglés y me alojo en…

Para mi gran sorpresa, una placentera luz de reconocimiento cubrió el rostro del gigante. Me hizo una reverencia y me dijo (en el mismo dialecto extraño) que era bienvenido y que me esperaban hacía tiempo.

«¡Me esperaban hacía tiempo!». ¿Qué querría decir? ¿Habría tropezado con un nido de parientes por parte de Juan Calvino que se habían enterado de mis indagaciones genealógicas y a quienes les complacían e interesaban? Pero estaba demasiado contento por la oportunidad de pasar la noche a cubierto para considerar necesario explicar tan agradable recibimiento antes de disfrutarlo. Y mientras abría los grandes y macizos battants de la puerta del vestíbulo que daba al interior, el portero se volvió y me dijo:

—Según parece, no le acompaña monsieur le Géanquilleur.

—¡No! Estoy solo. Me he extraviado —iba a seguir con mi explicación cuando él, como si le trajera sin cuidado, me guio hacia una escalinata de piedra tan ancha como varias habitaciones y que tenía en cada rellano grandes puertas de hierro macizo con sólidos armazones. Las abrió con la grave lentitud de los años. Es más, a mí me invadió un extraño y misterioso sobrecogimiento por los siglos que habían pasado desde la construcción del castillo mientras esperaba que las pesadas llaves giraran en las viejas cerraduras. Tuve casi la impresión de que oía un fuerte e impetuoso murmullo (como el incesante y eterno flujo y reflujo de un mar lejano), que venía de las grandes galerías vacías que se extendían a cada lado de la escalinata y que se percibían vagamente en la oscuridad. Era como si las voces humanas de generaciones y generaciones resonaran todavía, como un remolino, en el aire silencioso. También era extraño que mi amigo el portero, que caminaba laboriosamente delante de mí, y que se esforzaba en vano por sujetar con sus viejas y débiles manos el hachón que mantenía en equilibrio, era extraño, digo, que fuese el único doméstico que vi en los enormes salones y pasajes o encontré en las grandes escaleras. Al final nos detuvimos ante las puertas doradas que daban al salón en el que se reunía la familia, o tal vez la cofradía, a juzgar por la algarabía de voces. Habría protestado al ver que iba a presentarme, sucio y polvoriento de la caminata, con traje de mañana, y ni siquiera el mejor que tenía, en aquel gran salon quién sabe delante de cuántos caballeros y damas reunidos; pero el obstinado anciano parecía dispuesto a llevarme directamente ante su señor y no prestaba atención a mis palabras.

Las puertas se abrieron de pronto y me vi en un salón iluminado con una curiosa luz tenue que no iba a parar a ningún punto ni procedía de ningún centro ni parpadeaba con movimiento de aire alguno, pero que llenaba hasta el último rincón, impregnando de una grata nitidez todos los objetos; y tan distinta de nuestra luz de gas o vela como lo es una clara atmósfera del sur de nuestra brumosa Inglaterra.

Había tantas personas y estaban todas tan concentradas en la conversación que en un primer momento mi llegada no despertó la menor atención. Pero mi amigo el portero se acercó a una hermosa dama de edad madura, ricamente ataviada con ese estilo antiguo que ha vuelto a ponerse de moda últimamente y, esperando primero con actitud respetuosa hasta que reparó en él, le dijo mi nombre y algo sobre mí, supuse, por los gestos de él y la súbita mirada de ella.

Acudió a mi lado de inmediato con los más amistosos gestos de saludo, incluso antes de haberse acercado lo suficiente para hablar. Y cuando lo hizo (¿no era extraño?), sus palabras y su acento eran los del campesino más vulgar del país. Aunque parecía de buena cuna, la habría realzado si hubiera sido una pizca más paciente y si en su semblante se hubiera formado una expresión un poco menos viva e inquisitiva. Yo había estado husmeando bastante por las partes antiguas de Tours y había procurado aprender el dialecto de la gente que vivía en el Marché de Vendredi y sitios parecidos, lo que me permitió entender a mi encantadora anfitriona, que me propuso presentarme a su marido, un cortés baldragas ataviado de forma aún más extraña que ella, según la tendencia más extrema de ese estilo de indumentaria. Pensé para mí que en Francia, lo mismo que en Inglaterra, son los provincianos quienes exageran la moda hasta lo ridículo.

Me dijo, no obstante (también en patois), lo mucho que le complacía conocerme, y me acompañó a una butaca curiosamente incómoda, bastante parecida al resto del mobiliario, que podría figurar sin ningún anacronismo junto al del Hôtel Cluny. Entonces se reinició el parloteo en francés que había interrumpido un instante mi llegada, y me dispuse a observar cuanto me rodeaba. Frente a mí se sentaba una linda dama que debió de haber sido toda una belleza en su juventud, y que sería una ancianita encantadora a juzgar por la dulzura de su semblante. Pero era sumamente gorda y, al verle los pies apoyados en un cojín, advertí de inmediato que los tenía tan hinchados que no podría caminar, lo que tal vez fuese la causa de su excesiva embontpoint[35]. Tenía las manos menudas y rollizas, pero bastante ásperas y no todo lo limpias que cabría esperar, de aspecto en modo alguno tan aristocrático como su rostro encantador. Su vestido era de excelente terciopelo negro, con adornos de armiño y cubierto de diamantes.

No muy lejos de ella estaba el hombre más pequeño que he visto en mi vida, si bien de tan admirables proporciones que nadie podría decir que era enano, pues asociamos cierta deformidad a esa palabra; con una sutil expresión de astucia y experiencia mundana que estropeaba la impresión que sus delicados rasgos regulares habrían transmitido de otro modo. En realidad, no creo que fuese del mismo rango que los demás, porque su vestimenta no correspondía a la ocasión (y, al parecer, era un invitado, no un huésped involuntario como yo); además, algunos de sus gestos y ademanes más parecían ardides de un rústico sin educación que ninguna otra cosa. Explicaré lo que quiero decir: calzaba unas botas que sin duda habían corrido mucho y les habían puesto tantas veces tapas, tacones y suelas como para acabar con la capacidad del zapatero. ¿Por qué las llevaría si no eran las mejores que tenía? ¿Sería su único par? ¿Y qué puede ser menos elegante que la pobreza? Tenía también la molesta costumbre de llevarse la mano a la garganta como si esperase descubrir algo en ella; y también tenía la manía (que no creo que hubiese copiado del doctor Johnson, pues seguro que no sabía quién era) de intentar volver siempre sobre sus pasos por las mismas tablas que había pisado para llegar al sitio concreto de la estancia en que se encontrara. Y, para terminar, en determinado momento oí que le llamaban monsieur Poucet, sin ningún «de» aristocrático delante de nombre, cuando casi todos los demás eran por lo menos marqueses.

Y digo «casi todos» porque algunas personas extrañas gozaban del privilegio de admisión como invitados (a menos que les hubiese sorprendido la noche como a mí). Habría tomado por un sirviente a uno de ellos, de no haber sido por la extraordinaria influencia que parecía ejercer en el individuo a quien tomé por su señor y que, al parecer, no hacía nada sin que aquel se lo dijese. El señor, espléndidamente ataviado, aunque incómodo en el traje, como si lo hubiesen confeccionado para otro, era un hombre apuesto de aspecto débil, que no paraba de dar vueltas, y a quien supuse objeto de sospecha por parte de algunos caballeros presentes, lo que tal vez lo empujara a la compañía del sirviente, que vestía un poco al estilo de un ayudante de embajador; aunque no era en absoluto el traje de un ayudante, sino bastante más anticuado: botas de media caña en las piernas ridículamente pequeñas, que taconeaban cuando andaba como si fuesen demasiado grandes para sus pies pequeños, y una enorme cantidad de piel gris que adornaba la capa, el manto corto, las botas y el sombrero, todo. ¿Sabes cuánto nos recuerdan algunos semblantes a una bestia, sea ave o animal? Bueno, pues este ayudante (lo llamaré así a falta de un nombre mejor) se parecía sobremanera al enorme gato que has visto con frecuencia en mis aposentos, y se reía casi demasiado para la extraña gravedad de su porte. Bigotes grises tiene mi gato, bigotes grises tenía el ayudante; pelo gris ensombrece el bigote de mi gato, grises mostachos cubrían el del ayudante. Las pupilas de los ojos de mi gato se dilatan y se contraen como yo creía que sólo podían hacerlo las de los gatos hasta que vi las del ayudante. Seguro que pese a lo astuto que es mi gato, el ayudante le aventajaba por su expresión más inteligente. Parecía haber alcanzado el más absoluto dominio sobre su amo o patrón, cuyo rostro vigilaba y cuyos pasos seguía con un interés desconfiado que me desconcertaba en grado sumo.

Había otros grupos al fondo del salón, todos de la vieja escuela señorial, todos grandes y nobles, imaginé por su aire. Daba la impresión de que se conocían muy bien, como si tuvieran la costumbre de reunirse. Pero interrumpió mis observaciones el caballero minúsculo que estaba al otro lado de la habitación, al cruzarla para ocupar un sitio a mi lado. Es bien sabido que los franceses entablan conversación con facilidad, y con tanta gracia se atuvo al carácter nacional mi amigo pigmeo que no habían transcurrido diez minutos y ya conversábamos de manera confidencial.

Yo ya había caído en la cuenta de que la bienvenida que me habían dispensado todos, desde el portero hasta la señora vivaracha y el sumiso señor del castillo, era para otra persona. Pero se requería cierto grado de coraje moral del que no puedo jactarme, o la desenvoltura y la locuacidad de un individuo más audaz e ingenioso que yo, para sacar de su error a quienes habían incurrido en él tomándome por quien no era. No obstante, el hombrecillo que se me había acercado se ganó hasta tal punto mi confianza que decidí aclararle mi situación exacta y ganármelo como amigo y aliado.

—Madame está envejeciendo a ojos vistas —me dijo en medio de mi perplejidad, echando una ojeada a nuestra anfitriona.

—Madame aún es una mujer admirable —repuse yo.

—Es bien extraño —prosiguió él, bajando la voz— que casi todas las mujeres alaben a los ausentes, o difuntos, como si fuesen ángeles buenos, mientras que para los presentes, o vivos… —se encogió de hombros e hizo una pausa expresiva—. ¡Será posible! Madame siempre está alabando a su difunto marido hasta desconcertarnos a todos los invitados porque, ya sabe, el carácter del difunto monsieur de Retz era bastante notorio, todo el mundo le conocía.

Todo el mundo de Turena, pensé yo, aunque emití un sonido de conformidad.

En aquel momento, se acercó nuestro anfitrión y me preguntó con educada expresión de delicado interés (como la que adoptan algunas personas cuando te preguntan por tu madre, que les tiene sin cuidado) si había recibido recientemente noticias de cómo se encontraba mi gato. «¿Cómo se encontraba mi gato?». ¿Qué querría decir? ¡Mi gato! ¿Se referiría a mi gato rabón de la isla de Man que, en teoría, montaba guardia contra las incursiones de ratas y ratones en mis aposentos de Londres? Ya sabes que se lleva muy bien con algunos amigos míos y toma sus piernas por postes para frotarse sin miramientos, y que lo aprecian muchísimo por su seriedad y el ingenio con que guiña los ojos. Pero ¿era posible que su fama hubiese cruzado el Canal? No obstante, debía responder a la pregunta, ya que monsieur acercaba la cara a la mía con gesto de cortés ansiedad; así que adopté a mi vez una expresión de gratitud y le aseguré que, por lo que sabía, mi gato se encontraba en perfecto estado de salud.

—¿Y le sienta bien el clima?

—Muy bien —repuse, sumido en la perplejidad ante tanta solicitud por un gato rabón que había perdido un pie y media oreja en alguna trampa atroz. Mi anfitrión esbozó una tierna sonrisa y, tras dirigir unas palabras a mi pequeño compañero, se alejó.

—¡Qué pesados son esos aristócratas! —exclamó mi compañero con ligero desdén—. La conversación de monsieur rara vez pasa de dos frases por persona. Eso agota sus facultades y necesita el refrigerio del silencio. Al menos usted y yo, señor, hemos subido de posición gracias al propio ingenio.

¡No salía de mi asombro! Como bien sabes, me enorgullece bastante descender de familias que, si no nobles de por sí, están relacionadas con la nobleza; y, en cuanto a lo de haber subido de posición, si es que yo lo había hecho, habría sido más por cualidades aerostáticas que por ingenio natural, al no tener lastre en la cabeza ni en los bolsillos. No obstante, me tocaba dar mi asentimiento, así que sonreí de nuevo.

—En mi opinión —dijo él—, si un hombre no se para en fruslerías, si sabe exagerar o negar los hechos y no es sentimental en su alarde de humanidad, seguro que le va bien: seguro que añade un de o un von al nombre y acaba sus días desahogadamente. Ahí tiene un ejemplo de lo que digo —miró furtivamente al amo de aspecto débil del sirviente perspicaz e inteligente al que he llamado el ayudante—. Monsieur le Marquis habría sido siempre el hijo de un molinero de no haber sido por los talentos de su sirviente. Sin duda conoce sus antecedentes, ¿verdad?

Me disponía a hacer algunas observaciones sobre los cambios de los títulos nobiliarios desde los tiempos de Luis XVI —a ser, en realidad, muy sensato y fiel a la historia—, cuando se produjo una ligero revuelo al otro lado del salón. Supuse que los lacayos ataviados con libreas pintorescas habían entrado por detrás del tapiz (pues no los había visto llegar, aunque estaba sentado justo enfrente de las puertas). Ofrecían las bebidas ligeras y las viandas aún más ligeras que se consideran suficiente refrigerio, pero que mi voraz apetito juzgó más bien exiguas. Estos lacayos se plantaron solemnemente frente a una dama, una bella dama, espléndida como la aurora, pero que dormía profundamente en un magnífico sofá. Un caballero, que debía de ser su marido dada la irritación que manifestaba ante su sueño inoportuno, intentaba despertarla con poco menos que zarandeos. Todo en vano. Ella seguía ajena a su enfado, a las sonrisas de los presentes, a la solemnidad maquinal de los lacayos y a la perpleja impaciencia de los anfitriones.

Mi pequeño amigo se sentó con aire despectivo, como si el desdén apagara su curiosidad.

—Los moralistas harían innumerables comentarios certeros sobre esa escena —dijo—. Advierta, en primer lugar, la ridícula situación en la que su veneración supersticiosa a rangos y títulos pone a todas esas personas. Como él es un príncipe reinante de algún principado minúsculo, cuya ubicación exacta nadie ha descubierto aún, ninguno osará tomar su vaso de agua azucarada hasta que despierte la princesa. Y, a juzgar por la experiencia anterior, esos pobres lacayos tal vez tengan que esperar un siglo a que lo haga. ¡Observará también, hablando siempre como moralista, lo difícil que es romper los malos hábitos adquiridos en la juventud!

En aquel preciso momento el príncipe consiguió despertar a la bella durmiente (no vi por qué medio). Pero al principio ella no recordaba dónde estaba y, mirando a su marido con ojos tiernos, sonrió y dijo:

—¿Eres tú, mi príncipe?

Pero él estaba demasiado pendiente de la burla disimulada de los presentes y del propio fastidio para corresponderle con la misma ternura, y se dio la vuelta con una breve expresión francesa equivalente a «¡Bah, bah, cariño!».

Tomé un vaso de delicioso vino de calidad desconocida y recuperé el valor suficiente para confesar a mi cínico compañero (que estaba empezando a hartarme, la verdad sea dicha) que me había perdido en el bosque y había llegado a aquel castillo por accidente.

Mi historia le pareció divertidísima. Me dijo que había tenido suerte, que a él le había pasado lo mismo varias veces y que en una de ellas su vida había corrido grave peligro. Concluyó el relato haciéndome admirar sus botas, que dijo que aún llevaba, pese a lo remendadas que estaban y a haber perdido por ello completamente su extraordinaria virtud, porque eran de excelente hechura para las caminatas largas. Y concluyó así:

—Aunque, la verdad, la nueva moda de los ferrocarriles parece eliminar la necesidad de este tipo de botas.

Cuando le consulté si debía contar a los anfitriones que me había extraviado en la oscuridad y no era el invitado por quien me habían tomado, exclamó:

—¡En modo alguno! Aborrezco esa moralidad escrupulosa.

Y me pareció muy ofendido por mi inocente pregunta, como si esta condenara implícitamente algo que se refiriera a él. Guardó silencio, enfadado. Y en aquel momento capté la dulce y atractiva mirada de la dama que se sentaba enfrente (la señora que he mencionado al principio diciendo que ya no estaba en la flor de la juventud, y que le pasaba algo en los pies, que tenía alzados y apoyados en un cojín). Parecía decirme con la mirada: «Acércate y conversemos un poco». Así que me excusé con una venia silenciosa a mi pequeño compañero y me acerqué a la dama coja. Ella saludó mi llegada con un exquisito gesto de gratitud y me dijo, casi a modo de disculpa:

—Es un poco aburrido no poder moverse en estas veladas, pero es un castigo justo por mi vanidad juvenil. Mis pobres pies, que eran por naturaleza tan pequeños, se vengan ahora de mi crueldad por haberlos metido en zapatillas tan pequeñas… Además, monsieur —añadió con una grata sonrisa—, pensé que tal vez se hubiese cansado de las ocurrencias maliciosas de su pequeño compañero. No tenía el mejor carácter en su juventud, y los hombres así suelen ser cínicos de mayores.

—¿Quién es? —pregunté, con brusquedad inglesa.

—Se llama Poucet. Creo que su padre era leñador, carbonero o algo parecido. Cuentan historias lamentables de complicidad en asesinato, ingratitud y dinero conseguido con engaños, pero pensará que soy como él si sigo con mis calumnias. Es mejor que admiremos a la hermosa dama que se acerca con las rosas en la mano, nunca la he visto sin rosas, están muy estrechamente relacionadas con su pasado, como sin duda sabrá perfectamente. ¡Eh, bella! —le dijo a la dama que se acercaba—, muy propio de ti venir a verme ahora que ya no puedo ir a verte yo —se volvió y añadió, incluyéndome graciosamente en la conversación—: Sabrá que aunque nos conocimos cuando ya estábamos casadas, desde entonces somos casi como hermanas. Nuestras circunstancias tienen muchos puntos en común y creo que podría decir que también nuestros caracteres. Ambas teníamos dos hermanas mayores, aunque las mías eran hermanastras, que no fueron todo lo amables que podrían haber sido con nosotras.

—Pero se han arrepentido después —terció la otra dama.

—Desde que somos princesas consortes —siguió la primera, con una sonrisa pícara y sin malicia—, pues ambas nos casamos muy por encima de lo que por nuestro origen nos correspondía, no hemos tenido el hábito de la puntualidad y, a causa de ese defecto, ambas hemos tenido que sufrir humillación y dolor.

—Y ambas son encantadoras —dijo alguien en un susurro a mi lado—. Señor marqués, dígalo, diga: «Y ambas son encantadoras».

—Y ambas son encantadoras —dijo otra persona ahora en voz alta. Me volví y vi al astuto ayudante gatuno que apuntaba a su amo frases galantes.

Las damas se inclinaron con ese reconocimiento altivo que indica que los cumplidos de esa procedencia son de mal gusto. Pero habían interrumpido nuestra conversación a tres y lo lamenté. Parecía que el marqués se había animado a hacer aquel único comentario y esperaba que no contaran con que hiciera más; mientras el ayudante seguía detrás de él con actitud y modos serviles e impertinentes. Me pareció que las damas lamentaban la torpeza del marqués y, como verdaderas señoras que eran, le hicieron algunas preguntas triviales sobre asuntos sin importancia. El ayudante, mientras tanto, hablaba para sí en tono gruñón. Me había retirado un poco ante la interrupción de una conversación que prometía ser agradable y no pude evitar oír lo que decía.

—La verdad es que De Carabás es cada día más estúpido. Creo que me quitaré sus botas y que se las apañe. Yo estaba destinado a la corte e iré a la corte y me labraré mi propia fortuna como he labrado la suya. El emperador apreciará mis dotes.

Y tales son las costumbres de los franceses, o hasta tal punto le hizo olvidar su cólera los buenos modales, que escupió a derecha e izquierda en el suelo entarimado.

En aquel momento, un caballero feísimo de aspecto simpático se acercó a las dos damas con quienes yo había estado conversando, acompañando a una mujer bella y delicada toda vestida del más puro blanco, como si fuese vouée au blanc[36]. Creo que no llevaba una pizca de color. Me pareció oír una leve expresión de placer, que, aunque no era exactamente como el silbido de una tetera, ni tampoco como el arrullo de una paloma, me recordó ambos sonidos.

—Madame de Miaumiau estaba deseando conocerte —le dijo el caballero a la dama de las rosas—, así que he tenido que acompañarla ¡para que tengas el gusto! —¡Qué cara tan sincera y afable, pero, ay, qué fea! Y, sin embargo, me gustaba su fealdad más que la belleza de muchas personas. Había en su semblante un conmovedor reconocimiento de su fealdad y una reprobación de un juicio demasiado precipitado que resultaban verdaderamente irresistibles. La dama de blanco inmaculado se quedó mirando a mi compañero el ayudante como si ya se conocieran, lo que me desconcertó mucho por su diferencia de rango. Aunque resultaba evidente que sus nervios sintonizaban el mismo sonido, pues al oírse detrás del tapiz un ruido, que más parecía correteo de ratas y ratones que otra cosa, ambos pusieron cara de ansiedad, y por sus movimientos inquietos (ella empezó a jadear y él tenía los ojos dilatadísimos) se advertía que aquellos ruidos corrientes les afectaban a ellos de muy distinta forma que a los demás. El marido feo de la bella dama de las rosas se dirigió entonces a mí:

—Lamentamos mucho que no haya acompañado al señor su compatriota, le grand Jean d’Anglaterre. No sé pronunciar bien el nombre —me dijo, mirándome para que le echara una mano.

«Le grand Jean d’Anglaterre!». ¿Quién sería el gran Juan de Inglaterra? ¿John Bull? ¿John Russell? ¿John Bright?[37]

—Jean, Jean —prosiguió el caballero, al ver mi turbación—. Ay, estos atroces nombres ingleses… ¡Jean de Géanquilleur!

Me quedé in albis. Y sin embargo el nombre me recordaba vagamente algo. Lo repetí mentalmente. Se parecía mucho a John the Giantkiller, aunque sus amigos siempre lo llaman Jack. Lo dije en voz alta.

—¡Eso es! —exclamó él—. Pero ¿por qué no ha venido también a nuestra pequeña reunión esta noche?

Ya me había sentido un poco desconcertado una o dos veces, pero esta seria pregunta aumentó mi perplejidad considerablemente. Bien es cierto que había sido bastante amigo de Juan el Matagigantes en tiempos, en la medida en que la tinta (de imprenta) y el papel pueden sustentar una amistad. Pero hacía años que no oía nombrarlo; y, que yo supiera, seguía encantado con los caballeros del rey Arturo, que estarán en trance hasta que las trompetas de cuatro reyes poderosos reclamen su ayuda cuando Inglaterra la necesite. Pero la pregunta había sido formulada con absoluta seriedad por aquel caballero, a quien yo deseaba causar buena impresión más que a nadie. Así que respondí respetuosamente que hacía mucho tiempo que no sabía nada de mi compatriota; pero que estaba seguro de que le habría complacido tanto como a mí asistir a tan agradable reunión de amigos. Bajó la cabeza, y tomó la palabra la dama coja.

—Cuentan que esta es la única noche del año que ronda el antiguo y gran bosque que rodea el castillo el fantasma de una niña campesina que vivió en tiempos en los alrededores. Según la tradición, la devoró un lobo. En otros tiempos, la vi por esa ventana del final de la galería tal noche como esta. Ma belle, ¿quieres dejarme un poco tête-à-tête con tu marido y acompañar a monsieur para que contemple la vista a la luz de la luna? Es posible que veáis a la niña fantasma.

La dama de las rosas accedió a la petición de su amiga con afable ademán, y nos acercamos al gran ventanal que daba al bosque en el que me había perdido. Las frondosas copas de los árboles se extendían a lo lejos, inmóviles bajo la luz pálida y tenue, que mostraba las formas de los objetos casi con la misma nitidez que si fuera de día, aunque no así los colores. Contemplamos las innumerables avenidas que parecían converger de todas direcciones en el antiguo castillo; y de pronto, a un lado de una de ellas y muy cerca de nosotros, pasó la figura de una niña pequeña con la caperuza puesta que ocupa el lugar del gorrito en las niñas campesinas en Francia. Llevaba un cesto en una mano y, junto a ella, del lado al que miraba, había un lobo. Casi habría dicho que le lamía la mano con amor penitente, si la penitencia o el amor fuesen virtudes de los lobos: aunque, si no de los vivos, tal vez lo sean de los lobos fantasmas.

—¡Bueno, la hemos visto! —exclamó mi bella compañera—. Aunque murió hace tanto, su sencilla historia de bondad doméstica y confiada sencillez persiste en la memoria de todos los que han oído hablar de ella; y los lugareños dicen que ver a esa niña fantasma en este aniversario da buena suerte para el año. Esperemos compartir la buena fortuna tradicional. ¡Oh, ahí está madame de Retz! Conserva el nombre de su primer marido porque era de más alcurnia que el de ahora, ¿sabe?

Se unió a nosotros nuestra anfitriona.

—Si a monsieur le gustan las bellezas de la naturaleza y del arte —dijo, advirtiendo que había estado contemplando la vista desde el ventanal—, tal vez le complazca ver el cuadro —suspiró en este punto, con leve afectación de pesar—. Ya sabes a qué cuadro me refiero —le dijo a mi compañera, que asintió con un gesto y sonrió con cierta malicia mientras yo seguía la sugerencia de madame.

La acompañé al otro lado del salón, observando de paso la viva curiosidad con que captaba los actos y palabras de cuantos la rodeaban. Cuando nos detuvimos al final de la pared vi el retrato de tamaño natural de un hombre apuesto de aspecto singular, pero con una expresión ceñuda y furibunda a pesar de su belleza. Mi anfitriona bajó los brazos, unió las manos y volvió a suspirar. Luego dijo, casi en un soliloquio:

—Fue el amor de mi juventud. Su carácter severo y viril fue el que primero conmovió este corazón mío. ¿Cuándo… cuándo dejaré de lamentar su pérdida?

Me sentí incómodo, porque no la conocía lo suficiente para responder (si es que su segundo matrimonio no era suficiente respuesta); y comenté, por decir algo:

—Me da la impresión de que el semblante se parece a algo que he visto, en un grabado de pintura histórica, creo; sólo que allí es la figura principal de un grupo: agarra a una dama por el cabello y la amenaza con su cimitarra mientras dos caballeros corren escaleras arriba, al parecer justo a tiempo de salvarle la vida.

—¡Ay! ¡Ay! —dijo ella—, es la descripción exacta de un desdichado pasaje de mi vida que ha sido representado a menudo bajo una falsa luz. Hasta el mejor marido del mundo se disgusta a veces —sollozó, casi no podía seguir de pena—. Yo era joven y curiosa, él se enfadó con razón por mi desobediencia… mis hermanos se precipitaron… la consecuencia fue que me quedé viuda.

Tras el debido respeto a sus lágrimas, me atreví a expresarle algunas palabras de consuelo. Se volvió bruscamente:

—No, señor; mi único consuelo es que no he perdonado a los hermanos que se interpusieron de forma tan cruel y tan injustificada entre mi marido y yo. Citando a mi amigo monsieur Sganarelle: «Ce sont petites choses qui sont de temps en temps nécessaires dans l’amitié; et cinq ou six coups d’épée entre gens qui s’aiment ne font que ragaillardir l’affection»[38]. ¿Se fija en que el color no es como era?

—La barba tiene un tono muy peculiar con esta luz —dije yo.

—Sí, el pintor no le hizo justicia. Era preciosa, y le daba un aire distinguidísimo, completamente distinto del vulgo. ¡Espere, le enseñaré el color exacto si se acerca a esta antorcha! —Se acercó a la luz y se sacó un brazalete de pelo con un espléndido broche de perlas. Era peculiar, sin duda. Yo no sabía qué decir. Ella exclamó entonces—: ¡Su preciosísima barba! ¡Y qué bien quedan las perlas con el delicado azul!

Su marido, que se había acercado y esperó sin atreverse a hablar hasta que ella reparó en su presencia, dijo entonces:

—¡Es extraño que monsieur Ogre no haya llegado aún!

—No tiene nada de extraño —dijo ella con aspereza—. Siempre fue muy estúpido y no para de cometer errores de los que es él quien sale peor parado; le está muy bien empleado, por ser tan crédulo y tan cobarde. ¡No tiene nada de extraño! Si quisieras… —se volvió hacia su marido y no pude oír lo que le decía, hasta que capté—: Entonces todos tendrían sus derechos y nosotros viviríamos tan tranquilos. ¿No le parece, monsieur? —me preguntó.

—Si estuviera en Inglaterra supondría que se refería al proyecto de ley de reforma o al milenio, pero la verdad es que no tengo ni idea.

Y mientras hablaba, se abrieron de par en par las grandes puertas plegables y todos se pusieron en pie para recibir a una anciana menuda que se apoyaba en una varita negra y…

—Madame la Féemarraine[39] —anunció un coro de voces agudas y melodiosas.

Y al momento, me encontré tendido en la hierba junto a un roble hueco. La gloria del amanecer me daba de lleno en la cara, y miles de pajarillos y delicados insectos saludaban con sus trinos y silbidos la llegada del esplendor rojizo.