En el año 1769, la noticia de que un caballero (y «todo un caballero», según el propietario del Hostal George) había ido a ver la vieja casa del señor Clavering sumió a la pequeña población de Barford en un estado de gran agitación. Esta casa no estaba ni en la población ni en el campo. Se alzaba en los arrabales de Barford, al borde del camino que lleva a Derby. El último ocupante había sido un tal señor Clavering, un caballero de buena familia de Northumberland que había ido a vivir a Barford mientras era sólo un segundón, pero que cuando murieron otras ramas de más edad de la familia tuvo que regresar para hacerse cargo de las propiedades. La casa de la que hablo se llamaba la Casa Blanca, por estar cubierta de una especie de estuco grisáceo. Tenía un buen jardín en la parte de atrás y el señor Clavering había construido unos espléndidos establos, con lo que entonces se consideraban los últimos adelantos. Esta cuestión de los buenos establos se esperaba que fuera un aliciente para alquilar la casa, pues aquel era un condado de cazadores; por lo demás, tenía poco a su favor. Había muchos dormitorios; para entrar en algunos de ellos había que atravesar otros, a veces hasta cinco, cada uno de los cuales daba al siguiente; varias salas de estar pequeñas y diminutas, con paneles de madera y pintadas luego de un color gris pizarra; un buen comedor y un salón arriba, ambos con galerías muy acogedoras que daban al jardín.
Tal era el acomodo que brindaba la Casa Blanca. No parecía muy tentadora para los forasteros, aunque la buena gente de Barford se ufanase bastante de ella, siendo como era la casa más grande de la población, donde se habían reunido a menudo en las entrañables comidas del señor Clavering la «gente del pueblo» y la «gente del condado». Para apreciar esta circunstancia de grato recuerdo, el lector tendría que haber vivido unos años en una pequeña población rural rodeada de mansiones señoriales. Entendería entonces que el saludo de un miembro de una familia distinguida del condado hace creerse a quienes lo reciben tan honrados como el par de jarreteras azules con flecos plateados al pupilo del señor Bickerstaff[8]. Después flotan ingrávidos en el aire un día entero. Ahora que el señor Clavering se había ido, ¿dónde iban a poder mezclarse pueblo y condado?
Digo todo esto para dar una idea de lo deseable que era en la imaginación de los barfordianos que alguien alquilase la Casa Blanca; y, para poner todavía más las cosas en su punto, han de añadir ustedes por su cuenta el bullicio y el misterio que cada pequeño acontecimiento levanta y la importancia que adquiere en una población pequeña; y tal vez entonces no les cause ningún asombro que veinte pequeños arrapiezos andrajosos acompañasen al susodicho «caballero» hasta la puerta de la Casa Blanca; ni que, aunque se pasase más de una hora inspeccionándola, bajo los auspicios del señor Jones, el empleado del administrador, antes de que saliese se sumaran a la multitud expectante otros treinta, que esperaban recoger migajas de información antes de que las amenazas o los fustazos les alejasen del campo de audición. El «caballero» y el empleado del administrador salieron al fin. Este último hablaba mientras cruzaba el umbral siguiendo al caballero, que, aunque era alto y apuesto y vestía bien, tenía en los ojos azul claro, de rápida mirada, un brillo frío y siniestro que no habría gustado a ningún observador atento. No había observadores atentos entre aquellos muchachos y aquellas chicas boquiabiertas y desabridas. Y estaban demasiado cerca, inconvenientemente cerca; y el caballero alzó la mano derecha, en la que llevaba una fusta corta, y asestó un par de golpes certeros a los más próximos, con una expresión de gozo brutal en la cara cuando se apartaron gimiendo y llorando. Un instante después, su semblante había cambiado.
—¡Tomad! —les dijo, sacando un puñado de monedas de plata y de cobre y arrojándolas en medio de ellos—. ¡A la rebatiña! ¡Luchad por ellas, amigos! Si vais esta tarde a las tres al George os daré más.
Y los muchachos le vitorearon mientras se alejaba con el empleado del administrador. Él rio entre dientes, como de alguna idea agradable.
—Me divertiré un poco con esos muchachos —dijo—, les enseñaré a andar rondándome y fisgoneando. Le explicaré lo que voy a hacer. Calentaré tanto las monedas en la paleta de la chimenea que se quemarán los dedos. Venga y verá qué cara ponen y cómo gritan. Me gustaría mucho que almorzase conmigo a las dos; para entonces tal vez haya tomado ya una decisión sobre la casa.
El señor Jones, el empleado del administrador, quedó en acudir al George a las dos, aunque había algo en el individuo que no le gustaba. Al señor Jones no le gustaba admitir, ni siquiera para sí, que un hombre con una bolsa llena de dinero, que mantenía muchos caballos y hablaba con familiaridad de los nobles (y, sobre todo, que se planteaba alquilar la Casa Blanca), pudiese ser otra cosa que un caballero; pero aun así, la incómoda incógnita de quién podría ser aquel tal señor Robinson Higgins ocupó el pensamiento del empleado mucho después de que el señor Higgins, los criados del señor Higgins y el semental del señor Higgins tomasen posesión de la Casa Blanca.
El complaciente y encantado propietario estucó la casa (esta vez de un color amarillo claro) y la reparó a fondo, mientras que su inquilino pareció dispuesto a gastar todo el dinero necesario en la decoración interior, que era de un carácter vistoso y efectivo, lo suficiente para convertir la Casa Blanca en un acontecimiento para la buena gente de Barford durante un breve período. La pintura color pizarra se convirtió en rosa, y se resaltó con oro; los anticuados pasamanos fueron sustituidos por otros nuevos dorados; pero lo que era realmente un espectáculo digno de verse eran las caballerizas. Desde los tiempos del emperador romano nunca se había visto semejante provisión para el cuidado, el bienestar y la salud de los caballos. Sin embargo, todos dijeron que era muy natural cuando los vieron cruzar Barford, tapados hasta los ojos, y curvando sus esbeltos y arqueados pescuezos y alzando mucho las patas con cortos pasos de ímpetu contenido. Los llevaba un solo mozo de establo, aunque se requerían tres hombres para su cuidado. No obstante, el señor Higgins prefirió contratar a dos muchachos de Barford, y Barford aprobó con entusiasmo su preferencia. No sólo era un detalle amable y considerado dar trabajo a los mozos que andaban por allí holgazaneando, sino que estos recibirían así una formación en los establos del señor Higgins que podría prepararles para Doncaster o Newmarket. El distrito de Derbyshire al que pertenecía Barford quedaba demasiado cerca de Leicestershire para no disponer de una partida de caza y una jauría. El encargado de esta última, un tal sir Harry Manley, era aut cazador aut nullus[9]. No medía a los hombres por la expresión de su rostro o por la forma de su cabeza, sino por la «longitud de su horcajadura». Aunque, como solía comentar él, había lo que llamaba una horcajadura demasiado larga, así que se reservaba su beneplácito hasta que veía a un hombre a caballo; y, si montaba bien, con desenvoltura, mano suelta y ánimo impávido, sir Harry le saludaba como a un hermano.
El señor Higgins asistió a la primera partida de la temporada, no como miembro sino como aficionado. Los cazadores de Barford se ufanaban de ser audaces jinetes; y el conocimiento del terreno era algo innato en ellos; sin embargo, aquel forastero recién llegado, al que nadie conocía, a la hora de la verdad, en el momento de la muerte, estaba allí sentado en su silla, tranquilo y descansado, sin un solo pelo revuelto en la lisa y brillante piel de su montura, dirigiéndose con suma autoridad al viejo cazador que cortaba el rabo del zorro; y aquel viejo, que mostraba sus malas pulgas hasta por la más leve reprimenda de sir Harry y explotaba si cualquier otro miembro de la partida se atrevía a pronunciar una palabra que pudiese parecer una crítica a su experiencia de sesenta años como mozo de cuadra, caballerizo, cazador furtivo y lo que fuese, él, el viejo Isaac Wormeley, escuchaba mansamente las sabias consideraciones de aquel desconocido, lanzando sólo de cuando en cuando una de sus astutas y rápidas miradas, bastante parecidas a las miradas agudas y taimadas del pobre y difunto señor zorro, alrededor del cual aullaban los perros, a los que no amonestaba la corta fusta, ahora metida en la gastada bolsa de Wormeley. Cuando sir Harry entró a caballo en el bosquecillo (lleno de maleza y de hierba húmeda enmarañada), seguido por los miembros de la partida, que iban pasando uno a uno a medio galope, el señor Higgins se quitó la gorra y se inclinó (entre deferente e insolente) con un guiño disimulado ante la expresión desconcertada de algún que otro rezagado.
—Una carrera memorable, caballero —dijo sir Harry—. Es la primera vez que caza en nuestro terreno, pero espero que le veamos a menudo.
—Espero convertirme en miembro de la partida, caballero —dijo el señor Higgins.
—Será un placer, un orgullo, estoy seguro, recibir entre nosotros a tan bravo jinete. Creo que se llevó usted el premio; mientras que algunos de nuestros amigos de aquí… —frunció el ceño a uno o dos cobardes como final de su discurso—. Permítame presentarme, soy el perrero.
Buscó en el bolsillo del chaleco la tarjeta en la que estaba oficialmente inscrito su nombre.
—Algunos de estos amigos han tenido la bondad de acceder a venir a almorzar a mi casa. ¿Puedo pedirle que nos honre con su presencia?
—Me llamo Higgins —respondió el forastero, con una venia—. Vivo en Barford desde hace muy poco, en la Casa Blanca, y todavía no he enviado mis cartas de presentación.
—¡Qué caray! —replicó sir Harry—, un hombre que monta como usted y con esa cola en la mano, podría llamar a cualquier puerta del condado (¡soy un hombre de Leicestershire!) y sería bien acogido. Señor Higgins, me sentiré orgulloso de tener ocasión de conocerle a usted mejor en la mesa de mi comedor.
El señor Higgins sabía muy bien cómo mejorar la relación así iniciada. Sabía cantar una buena canción, contar una buena historia y era ducho en el arte de gastar bromas, dotado como estaba de esa aguda sensibilidad mundana que parece algo instintivo en ciertas personas, y que en este caso le indicaba a quién podía gastar tales bromas sin temer su resentimiento y con aplauso seguro de los más bullangueros, vehementes o prósperos. Al cabo de doce meses el señor Robinson Higgins era, sin lugar a dudas, el miembro más popular de la partida de caza de Barford; había vencido a los demás por un par de cuerpos, como comentó su primer patrocinador, sir Harry, una noche cuando se levantaban de la mesa del comedor de un viejo hacendado cazador de la vecindad.
—Porque verá —dijo el hacendado Hearn, obligando a sir Harry a hacer un alto para hablar—, quiero decir que, bueno, este joven galán se está poniendo tierno con Catherine; y ella es una buena chica, y tendrá diez mil libras a su nombre el día que se case, del testamento de su madre; y… perdone, sir Harry, pero no me gustaría que mi hija se echase a perder.
Aunque sir Harry tenía por delante una buena cabalgada, y sólo la breve luz de una luna nueva para efectuarla, tan conmovido se sintió su bondadoso corazón por la temblorosa y lastimera angustia del hacendado que se detuvo y volvió a entrar en el comedor para decir, con más aseveraciones de las que me molestaré en incluir:
—Mi buen señor, he de decir que conozco ya muy bien a ese hombre; y no existe mejor persona. Si yo tuviese veinte hijas le daría a escoger entre ellas la que él quisiese.
No se le ocurrió al padre preocupado preguntar siquiera en qué basaba su buen amigo la opinión que tenía del señor Higgins; la había expuesto con demasiada vehemencia para pensar en la posibilidad de que no estuviese bien fundada. El señor Hearn no era dado por naturaleza a dudas, cavilaciones o recelos y en aquel caso sólo le inquietaba el amor por su única hija, Catherine. Pero, después de lo que había dicho sir Harry, pudo volver con la inquietud apaciguada, aunque con piernas inseguras, al salón, donde su bella y ruborosa hija y el señor Higgins estaban muy juntos en la alfombra delante de la chimenea: él cuchicheaba y ella escuchaba con los ojos bajos. Catherine parecía tan feliz, le recordaba tanto a su difunta madre de joven, que en lo único que pensaba su padre era en complacerla más. Su hijo y heredero estaba a punto de casarse y llevaría a su esposa a vivir con él; Barford y la Casa Blanca no quedaban ni a una hora a caballo; e incluso mientras le pasaban por la cabeza esas ideas, le preguntó al señor Higgins si no podía quedarse a pasar la noche, se había puesto ya la luna nueva, los caminos estarían oscuros… y Catherine alzó la vista con cierta ansiedad esperando la respuesta, aunque no parecía dudar mucho sobre ella.
Con tales estímulos por parte del anciano, fue una gran sorpresa para todo el mundo que, una mañana, se descubriese que la señorita Catherine Hearn había desaparecido; y cuando, de acuerdo con lo que era usual en esos casos, se halló una nota, en la que decía que se había fugado con «el hombre al que amaba» y se había ido a Gretna Green[10], nadie pudo entender por qué no había podido quedarse tranquilamente en casa y casarse en la iglesia parroquial. Siempre había sido una chica romántica y sentimental, muy hermosa, muy afectuosa, muy mimada y con muy poco sentido común. Su indulgente padre estaba profundamente herido por aquella falta de confianza en su constante afecto; pero, cuando llegó su hijo muy indignado de casa del baronet (su futuro suegro), donde su inminente matrimonio habría de atenerse a todo género de normas y ceremoniales, el hacendado Hearn defendió la causa de la joven pareja con una convicción suplicante y alegó que era una muestra de temple por parte de su hija que él admiraba y de la que se enorgullecía. Sin embargo, el asunto se zanjó cuando el señor Nathaniel Hearn proclamó que él y su esposa no tendrían ninguna relación con su hermana y el marido de esta.
—¡Espera a conocerlo, Nat! —dijo el padre, temblando ante la inquietante perspectiva de discordia familiar—. Es una excusa para cualquier muchacha. Pregúntale a sir Harry lo que opina de él.
—¡Maldito sir Harry! Lo único que le importa de un hombre es que monte bien a caballo. ¿Quién es este hombre, este individuo? ¿De dónde es? ¿Con qué medios cuenta? ¿Quién es su familia?
—Es del sur, de Surrey o de Somerset, no lo recuerdo. Y es cumplidor y liberal en los pagos. Ni un solo comerciante en Barford te negará que hace correr el dinero como si fuese agua; gasta como un príncipe, Nat, no sé de qué familia es, pero en su sello hay un escudo de armas, que te puedo explicar cuál es si quieres saberlo… y va a recoger las rentas de sus fincas al sur con regularidad. ¡Oh, Nat! Con que tú te mostrases amable, yo ya estaría tan satisfecho con el matrimonio de Kitty como cualquier otro padre del condado.
El señor Nathaniel Hearn frunció el ceño y masculló para sí unos cuantos juramentos. Aquel pobre padre estaba recogiendo las consecuencias de su debilidad e indulgencia con sus dos hijos. El señor Nathaniel Hearn y señora guardaron las distancias con Catherine y su marido; y el hacendado Hearn nunca se atrevió a pedirles que fuesen a Levison Hall, aunque era su propia casa. En realidad, se escabullía como un delincuente siempre que iba a visitar la Casa Blanca; y, si pasaba una noche allí, le gustaba contestar con evasivas cuando regresaba a casa al día siguiente; evasivas que el adusto y orgulloso Nathaniel interpretaba bien. Pero el joven señor Hearn y señora eran las únicas personas que no visitaban la Casa Blanca. El señor y la señora Higgins eran decididamente más populares que su hermano y cuñada. Ella era una anfitriona encantadora y afable, y su educación no le impedía ser tolerante con la falta de delicadeza de las personas que se agrupaban en torno a su marido. Tenía sonrisas amables para la gente del pueblo y también para la gente del condado; y oficiaba inconscientemente como admirable ayudante de su marido en el proyecto de ganarse la simpatía general.
Sin embargo, en todas partes hay alguien que hace comentarios maliciosos y saca conclusiones maliciosas de premisas muy simples; y en Barford ese pájaro de mal agüero era una tal señorita Pratt. Ella no cazaba, por lo que el señor Higgins no podía despertar su admiración como gran jinete. No bebía, por lo que no podían ablandarla los vinos selectos con que el señor Higgins obsequiaba generosamente a sus invitados. No podía soportar las canciones cómicas ni las historias bufas, por lo que su beneplácito era inalcanzable. Y esos tres secretos de popularidad constituían el gran atractivo del señor Higgins. La señorita Pratt se sentaba y observaba. Mostraba una seriedad imperturbable al final de las mejores historias del señor Higgins, pero había en sus ojillos fijos una mirada penetrante que él sentía más que veía y que le hacía temblar aunque el día fuese caluroso. La señorita Pratt era disidente de la Iglesia anglicana y el señor Higgins invitó a cenar al ministro a cuyos oficios asistía aquella Mardoquea[11] para aplacarla; tanto él como la compañía se comportaron correctamente, e incluso hizo un generoso donativo para los pobres de la capilla. Todo fue en vano: la señorita Pratt no movió un solo músculo de la cara hacia la gentileza; y el señor Higgins comprendió que, a pesar de todos sus visibles esfuerzos por cautivar al señor Davis, había una influencia secreta en el sentido opuesto que sembraba dudas, sospechas y aviesas interpretaciones de todo cuanto él decía y hacía. La señorita Pratt, aquella solterona bajita y fea, que vivía con ochenta libras al año, era la espina en el costado del popular señor Higgins, aunque jamás le había dirigido una palabra impropia; todo lo contrario, en realidad le había tratado siempre con una cortesía rígida y puntillosa.
La espina, la pena de la señora Higgins, era esta: ¡no tenían hijos! ¡Oh! Con cuánta envidia observaba el movimiento afanoso y despreocupado de media docena de niños, y luego seguía su camino con un profundo suspiro de pesar y deseo. Pero no importaba.
Se constató que el señor Higgins era muy cuidadoso con su salud. Comía, bebía, hacía ejercicio y descansaba conforme a ciertas normas secretas propias; si bien es cierto que se entregaba a algún exceso esporádicamente, eso sucedía sólo en contadas ocasiones, como cuando volvía de visitar sus fincas del sur y de recaudar sus rentas. Parecía que la fatiga y el esfuerzo excepcional de aquellos viajes (pues no había diligencias en más de cuarenta millas, si bien él, como la mayoría de los caballeros del país en aquella época, habría preferido cabalgar aun de haberlas habido) exigía cierto extraño exceso como compensación; y corrían rumores por el pueblo de que, cuando regresaba, se encerraba y bebía desmedidamente varios días. A esas orgías no invitaba a nadie.
Un día (lo recordarían bien después), los perros se reunieron no lejos del pueblo y encontraron al zorro en una zona del bosque que habían empezado a cercar algunos lugareños prósperos que querían construirse una casa bastante más en el campo que aquella en la que habían vivido hasta entonces. Se contaba entre ellos un tal señor Dudgeon, el procurador de Barford y apoderado de todas las familias del condado. La firma de Dudgeon llevaba generaciones ocupándose de arrendamientos, acuerdos matrimoniales y testamentos del vecindario. El padre del señor Dudgeon había tenido a su cargo el cobro de las rentas de los terratenientes, lo mismo que su hijo en la época de la que hablo, y lo mismo que el hijo de este y el hijo de su hijo después. Su negocio era para ellos un patrimonio hereditario; y con el viejo sentimiento feudal se mezclaba una especie de orgullosa humildad en su posición respecto a los señores cuyos secretos de familia habían guardado; los Dudgeon conocían mejor que ellos mismos los misterios de sus fortunas y propiedades.
El señor John Dudgeon se había construido una casa en el Wildbury, una cabaña, decía él. Tenía sólo dos plantas, pero era muy amplia, y había contratado a trabajadores de Derby para que no faltara nada en el interior. También los jardines eran exquisitos en su disposición, aunque no muy extensos, y no había en ellos una sola flor que no perteneciese a las especies más raras. Tuvo que ser bastante mortificante para el propietario de tan primoroso lugar ver que, el día del que hablo y, tras una larga carrera durante la cual había descrito un círculo de muchas millas, el zorro buscaba refugio en sus jardines. Pero el señor Dudgeon puso buena cara cuando un caballero cazador, con la despreocupada insolencia de los hacendados de aquel tiempo y lugar, cruzó a caballo el césped aterciopelado y, golpeando la ventana del salón con el mango de la fusta, pidió permiso… ¡no!, nada de eso, más bien informó al señor Dudgeon de que se proponían entrar en su jardín en pelotón y sacar al zorro de su escondite. El señor Dudgeon se impuso una sonrisa de conformidad, con la gracia de una Griselda[12], y dio rápidamente órdenes de que se dispusiese todo lo que la casa tuviese en reserva para el almuerzo, suponiendo correctamente que, tras una galopada de seis horas, un ágape casero resultaría bastante grato. Soportó sin pestañear la irrupción de las botas sucias en sus habitaciones pulcras, y sólo sintió gratitud al ver el cuidado con que el señor Higgins se desplazaba de un lado a otro de puntillas, silenciosa y trabajosamente examinando con curiosidad la casa.
—Yo también voy a hacerme una casa, Dudgeon. Y le aseguro que no podría tomar como modelo ninguna mejor que la suya.
—Ay, mi humilde cabaña es demasiado pequeña para darle ideas sobre la casa que quiere usted hacerse, señor Higgins —repuso el señor Dudgeon, frotándose gentilmente las manos por el cumplido.
—¡Nada de eso! ¡Nada de eso! Vamos a ver. Tiene usted comedor, salón —vaciló y el señor Dudgeon llenó el vacío tal como él esperaba:
—Cuatro salas y los dormitorios. Pero permítame que le enseñe la casa. Confieso que me tomé algunas molestias en la distribución y, aunque mucho más pequeña de lo que usted necesitaría, tal vez le dé algunas ideas, pese a todo.
Así, dejaron a los demás comiendo a dos carrillos y el olor a zorro dominando el de las precipitadas lonchas de jamón, e inspeccionaron detenidamente todas las habitaciones de la planta baja. Luego el señor Dudgeon dijo:
—Si no está cansado, señor Higgins, podemos subir y le enseñaré mi sanctasanctórum. Pero es un capricho mío, así que, si está cansado, dígamelo.
El sanctasanctórum del señor Dudgeon era la sala del centro, sobre el porche, que formaba una terraza y que estaba cuidadosamente llena de flores escogidas en macetas. Dentro había toda suerte de elegantes artilugios para ocultar el verdadero potencial de todas las cajas y cofres que requería el peculiar carácter del negocio del señor Dudgeon, pues, aunque tenía el despacho en Barford, allí guardaba lo más valioso (según informó al señor Higgins), por considerarlo más seguro que un despacho que se cerraba y se abandonaba todas las noches. Pero, como le recordó el señor Higgins con un pícaro codazo en el costado cuando volvieron a verse, tampoco su casa era muy segura. Porque, quince días después de que la partida de cazadores de Barford almorzara en ella, desvalijaron la caja fuerte del señor Dudgeon, que contenía la recaudación de las rentas de Navidad de media docena de terratenientes (en aquel entonces sólo había bancos en Derby), la caja fuerte que guardaba en su sanctasanctórum del piso de arriba, que tenía en la ventana un cierre de muelle especial inventado por él mismo, y cuyo secreto sólo conocían el inventor y algunos amigos íntimos a quienes se lo había enseñado con orgullo. Y el señor Dudgeon, que era rico en secreto, tuvo que pedir a su agente que interrumpiese la compra de cuadros de pintores flamencos, porque necesitaba el dinero para cubrir las rentas perdidas.
Los Dogberry y los Verges[13] de la época demostraron ser totalmente incapaces de hallar pistas que condujesen al ladrón o los ladrones y, aunque detuvieron a algunos vagabundos y los llevaron ante el señor Dunover y el señor Higgins, los magistrados que solían ocuparse del juzgado de Barford no pudieron presentar ninguna prueba contra ellos y los dejaron en libertad después de un par de días en la cárcel. Pero se convirtió en una broma permanente que el señor Higgins preguntara al señor Dudgeon de cuando en cuando si podía recomendarle un lugar seguro para sus objetos de valor, o si había inventado algo últimamente para proteger las casas de los ladrones.
Unos dos años después (hacía ya siete que el señor Higgins se había casado), un martes por la noche, el señor Davis estaba sentado leyendo las noticias en el comedor del Hostal George. Pertenecía a un club de caballeros que se reunían allí de vez en cuando a jugar al whist, leer los pocos periódicos y revistas que se publicaban en aquellos tiempos y a conversar sobre el mercado de Derby y los precios en todo el país. Aquel martes por la noche había helada, seca, sin escarcha, y acudieron pocos al local. El señor Davis tenía ganas de terminar un artículo de Gentleman’s Magazine; en realidad estaba copiando algunos extractos porque se proponía escribir una respuesta y sus escasos ingresos no le permitían comprar un ejemplar. Por eso se había quedado hasta tarde; eran más de las nueve y a las diez cerraban el club. Mientras escribía, entró el señor Higgins. Estaba pálido y demacrado por el frío. El señor Davis, que había gozado durante un rato de la exclusiva posesión del fuego, se retiró amablemente a un lado y entregó al recién llegado el único periódico de Londres que se permitía el local. El señor Higgins lo aceptó y comentó algo sobre el frío que hacía, pero el señor Davis estaba demasiado absorto en el artículo, y en la respuesta que se proponía enviar, para entregarse fácilmente a la conversación. El señor Higgins acercó más el asiento a la chimenea y apoyó los pies en el guardafuegos, con un estremecimiento audible. Luego dejó el periódico en la mesa de al lado y se agachó mirando las brasas como si estuviese helado hasta la médula. Finalmente dijo:
—¿No hay ninguna noticia sobre el asesinato de Bath en ese periódico?
El señor Davis, que ya había acabado de tomar notas y se disponía a marcharse, se detuvo y preguntó:
—¿Ha habido un asesinato en Bath? ¡No! No he visto nada de eso… ¿A quién han matado?
—¡Oh! ¡Ha sido un asesinato horrible, estremecedor! —contestó el señor Higgins sin alzar la vista del fuego, pero mirándolo con ojos tan desorbitados que se le veía todo el blanco—. ¡Un asesinato horrible, horrible! Me gustaría saber qué será del asesino… Me imagino el centro rojo y brillante de ese fuego… Mire y fíjese lo infinitamente remoto que parece y cómo la distancia lo amplifica hasta convertirlo en algo horrible e insaciable.
—Mi estimado señor, creo que tiene fiebre, ¡tiembla y tirita mucho! —dijo el señor Davis, pensando en su fuero interno que su compañero tenía síntomas de fiebre y estaba desvariando.
—¡Qué va! —dijo el señor Higgins—. No tengo fiebre. Es que hace una noche muy fría.
Conversó un rato con el señor Davis sobre el artículo de Gentleman’s Magazine, pues también él leía bastante y podía tomarse más interés por las actividades del señor Davis que la mayoría de la gente de Barford. Ya eran casi las diez y el señor Davis se levantó para volver a su habitación.
—No, Davis, no se vaya. Quiero que se quede. Abriremos una botella de oporto y así Saunders se pondrá de buen humor. Quiero hablarle de ese asesinato —continuó, bajando la voz y hablando en tono ronco y quedo—. Era una anciana y él la mató cuando estaba en su casa leyendo la Biblia sentada junto a la chimenea.
Miró al señor Davis con una mirada extraña, inquisitiva, como si buscara cierta solidaridad en el horror que le inspiraba la idea.
—¿A quién se refiere usted, estimado señor? ¿Qué asesinato es ese que tanto le preocupa? Aquí no han asesinado a nadie.
—¡No, estúpido! ¡Ya le he dicho que ha sido en Bath! —dijo el señor Higgins, con súbita irritación. Luego se calmó y, con una afabilidad delicadísima, posó una mano en la rodilla del señor Davis; allí, sentados junto al fuego, y deteniéndole amistosamente, inició la narración del crimen que tanto le había impresionado; pero con la voz y la actitud forzadas en una quietud pétrea. En ningún momento miró a la cara al señor Davis, que recordaría después que la mano que tenía posada en la rodilla le había apretado varias veces con la fuerza de un torno.
—La anciana vivía con su doncella en una calle antigua y tranquila. La gente decía que era una buena mujer. Pero, a pesar de eso, acumulaba y acumulaba y nunca daba limosna a los pobres. ¿No cree que es una perversidad no dar nada a los pobres, señor Davis? Una perversidad… una perversidad. Yo siempre doy limosnas, porque una vez leí en la Biblia que «la caridad cubre multitud de pecados». Y esa anciana malvada nunca daba limosnas, sino que guardaba el dinero y ahorraba y ahorraba. Alguien se enteró. Yo creo que iba sembrando la tentación en su camino y que Dios la castigará por ello. Y este hombre, aunque podría haber sido una mujer, quién sabe, esa persona, se enteró también de que ella iba a la iglesia por las mañanas y su doncella por las tardes. Así que, mientras la doncella estaba en la iglesia, y la calle y la casa en absoluta calma, y empezaba a oscurecer una tarde de invierno, ella daba cabezadas sobre la Biblia, y ¡fíjese bien!, eso es pecado, es un pecado que Dios castigará tarde o temprano… y se oyeron pisadas en las escaleras en penumbra, y la persona de quien le he hablado entró en la habitación. Al principio, él… ¡no! Al principio, es de suponer, porque todo esto es simple conjetura, ¿comprende?, se supone que él le pidió con bastante corrección que le diera el dinero o que le dijese dónde estaba. Pero la vieja avara se resistió y no pidió clemencia ni le dio las llaves cuando la amenazó, sino que le miró a la cara como si fuese un niño pequeño… ¡Dios santo, señor Davis! Cuando era un inocente, soñé una vez que cometería un crimen así y me desperté llorando, y mi madre me consoló… Por eso tiemblo ahora… por eso y por el frío, ¡porque hace muchísimo frío!
—Pero ¿asesinó él a la anciana? —preguntó el señor Davis—. Perdone, señor, pero es que me interesa su historia.
—¡Sí! La degolló; y allí está todavía, en su saloncito silencioso, boca arriba y atrozmente pálida, en un charco de sangre. Este vino parece agua, Davis. ¡Necesito un poco de brandy!
El señor Davis estaba horrorizado por la historia, que parecía haberle fascinado tanto como a su compañero.
—¿Han encontrado alguna pista del asesino? —preguntó.
El señor Higgins vació medio vaso de brandy puro antes de contestar.
—¡No! Ninguna en absoluto. No podrán descubrirle. Y no me extrañaría, señor Davis, no me extrañaría que se arrepintiese e hiciera una amarga penitencia por su crimen. En cuyo caso, ¿habrá misericordia para él en el último día?
—¡Sabe Dios! —dijo el señor Davis muy solemne. Y añadió, levantándose—: Es una historia terrible, no me gusta nada tener que dejar este local caliente e iluminado y salir a la oscuridad después de oírla. Pero hay que hacerlo —concluyó, abotonándose el sobretodo—, lo único que puedo decir es que espero que encuentren al asesino y le ahorquen. Y estoy seguro de que lo harán. Le aconsejo, señor Higgins, que le calienten bien la cama y que se tome un ponche de melaza al acostarse. Si me lo permite, le enviaré a usted mi respuesta a Filólogo antes de enviársela al amigo Urban.
Al día siguiente por la mañana, el señor Davis visitó a la señorita Pratt, que no se encontraba muy bien, y, para resultar simpático y ameno, le contó todo lo que había oído la noche anterior sobre el asesinato de Bath; y la verdad es que hizo una descripción tan coherente que interesó muchísimo a la señorita Pratt por el destino de la anciana, debido en parte a la similitud de la situación de ambas. Pues ella también atesoraba dinero en secreto, sólo tenía una sirvienta y se quedaba en casa sola los domingos por la tarde para que su sirvienta fuera a la iglesia.
—¿Y cuándo ha sucedido todo eso? —preguntó.
—No recuerdo si el señor Higgins mencionó el día, pero supongo que tuvo que ser el domingo pasado.
—Hoy es miércoles. Las malas noticias vuelan.
—Sí, el señor Higgins creía que habría salido en el periódico de Londres.
—Eso sería imposible. ¿Dónde se enteró el señor Higgins de todo?
—No sé, no se lo pregunté. Creo que regresó ayer, alguien comentó que estaba en el sur recaudando las rentas.
La señorita Pratt gruñó. Solía desahogar el disgusto y los recelos que le inspiraba el señor Higgins con un gruñido siempre que mencionaban su nombre.
—Bueno, tardaremos unos días en vernos. Godfred Merton me ha pedido que vaya a visitarlos a él y a su hermana, y creo que me sentará bien —dijo—. Además —añadió—, estas noches de invierno y esos asesinos sueltos por el país… No me gusta nada vivir sin otra ayuda que Peggy en caso de necesidad.
La señorita Pratt fue a pasar unos días con su primo el señor Merton, que era magistrado en activo y disfrutaba de prestigio como tal. Un día este llegó a casa después de recibir la correspondencia.
—¡Mala noticia sobre la moralidad de tu pueblo, Jessy! —dijo, señalando una carta—. Hay entre vosotros un asesino o algún amigo de un asesino. Degollaron a una pobre señora de Bath el domingo de la semana pasada, y he recibido una carta del Ministerio del Interior pidiéndome que les preste «mi muy eficaz ayuda», como les gusta decir, para dar con el culpable. Parece que el asesino debía estar sediento y de muy buen humor, porque antes de emprender su horrenda tarea abrió un barril de licor de jengibre que reservaba la anciana, y envolvió la espita con el trozo de una carta que es de suponer que sacó del bolsillo; y ese trozo de carta se encontró después; sólo hay estas letras por la parte de fuera, «ns, Esq., -arford, -egworth», que alguien ha descubierto ingeniosamente que corresponden a Barford, cerca de Kegworth. Por otro lado, hay cierta alusión a un caballo de carreras, deduzco yo, aunque el nombre es bastante singular: «Iglesia y Rey y abajo el Parlamento»[14].
La señorita Pratt identificó el nombre inmediatamente; había herido sus sentimientos de disidente pocos meses antes y lo recordaba muy bien.
—El señor Nat Hearn tiene… o tenía, pues estoy hablando en el estrado de los testigos, por así decirlo, y debo cuidar los tiempos verbales, un caballo con ese ridículo nombre.
—El señor Nat Hearn —repitió el señor Merton, tomando nota de la información. Luego volvió a la carta del Ministerio—. También hay un trozo de una llave pequeña, que se rompió en el vano intento de abrir un escritorio… Bien, bien. Nada más que tenga importancia. Tenemos que basarnos en la carta.
—El señor Davis me dijo que se lo había contado el señor Higgins… —dijo la señorita Pratt.
—¡Higgins!… ns —exclamó el señor Merton, interrumpiéndola—. ¿Te refieres a Higgins, el fanfarrón que se fugó con la hermana de Nat Hearn?
—¡Sí! —dijo la señorita Pratt—. Pero, aunque nunca me ha gustado mucho…
—Ns —repitió el señor Merton—. Es horrible planteárselo; un miembro de la partida de caza… ¡el yerno de nuestro buen amigo el señor Hearn! ¿Quién más tiene apellidos que acaben en ns en Barford?
—A ver, Jackson, Higginson, Blenkinsop, Davis y Jones. ¡Primo! Hay una cosa que me sorprende… ¿cómo sabía el señor Higgins todo lo que le contó al señor Davis el martes sobre lo que había ocurrido el domingo por la tarde?
No es necesario añadir mucho más. Quienes tengan curiosidad por la vida de los salteadores de caminos encontrarán el apellido Higgins tan destacado en esas crónicas como el de Claude Duval[15]. El marido de Kate Hearn recaudaba sus rentas en los caminos, como tantos «caballeros» de la época. Pero tuvo mala suerte en alguna que otra empresa y, al enterarse de las riquezas que atesoraba la anciana de Bath por ciertos relatos exagerados, pasó del robo al asesinato, y fue ahorcado por su crimen en Derby en 1775.
No había sido un mal marido, y su pobre esposa se instaló en Derby para estar cerca de él en los últimos momentos… sus atroces últimos momentos. La acompañó su anciano padre, que iba con ella a todas partes, menos a la celda de su marido. Y que le partía el corazón a su hija acusándose continuamente de haber propiciado que se casara con un hombre al que apenas conocía. Cedió el señorío a su hijo Nathaniel. Este era un hombre próspero y el padre tonto y desvalido no le servía de nada; pero el anciano tonto y cariñoso lo era todo para su hija viuda: su caballero, su protector, su compañero… el caballero más fiel y cariñoso. Sólo se negaba siempre a desempeñar la función de consejero, moviendo la cabeza con tristeza y diciendo:
—¡Ay! ¡Kate, Kate! Si hubiese tenido más juicio para aconsejarte mejor, no serías ahora una exilada aquí en Bruselas, apartándote de todos los ingleses por si conocen tu historia.
Yo vi la Casa Blanca hace menos de un mes; estaba en alquiler, puede que por vigésima vez desde que la ocupó el señor Higgins. Pero en Barford aún persiste la tradición de que hubo un tiempo en que vivió allí un salteador de caminos y que amasó fabulosos tesoros; y que aquella riqueza mal ganada aún sigue emparedada en alguna cámara oculta, aunque nadie sabe en qué parte de la casa.
¿Se convertirá alguno de ustedes en su inquilino e intentará descubrir ese misterioso gabinete? Puedo facilitar la dirección exacta al lector que lo desee.