LA BRUJA LOIS

I

En el año 1691, Lois Barclay intentaba recuperar el equilibrio en un pequeño desembarcadero de madera, del mismo modo que lo había intentado ocho o nueve semanas antes en la cubierta del balanceante barco que la había llevado de la Vieja a la Nueva Inglaterra. Resultaba tan extraño estar en tierra firme ahora como verse mecida por el mar día y noche no hacía mucho; y la misma tierra ofrecía un aspecto igual de extraño. Los bosques que se veían por todas partes y que, en realidad, no quedaban muy lejos de las casas de madera que formaban la ciudad de Boston, eran de diferentes tonos de verde, y diferentes, también, por la forma del contorno, de los que Lois Barclay conocía bien de su antiguo hogar en el condado de Warwick. Se sentía un poco abatida allí sola, esperando al capitán del Redemption, el amable y rudo veterano que era su único amigo en aquel continente ignoto. Pero el capitán Holdernesse estaba ocupado y tardaría bastante en poder atenderla, al parecer; así que Lois se sentó en un barril de los que había tirados, se cerró más el abrigo gris y se bajó la capucha resguardándose mejor del viento cortante que parecía seguir a quienes había tiranizado en el mar, con obstinado afán de seguir torturándolos en tierra. Lois esperó con paciencia allí sentada, aunque estaba cansada y tiritaba de frío; pues hacía un día crudo para el mes de mayo, y el Redemption, cargado de pertrechos y suministros necesarios y útiles para los colonos puritanos de Nueva Inglaterra, era el primer barco que se había aventurado a cruzar los mares.

¿Cómo podía evitar Lois pensar en el pasado y especular sobre el futuro, allí en el muelle de Boston, en este intervalo de su vida? En la tenue bruma que contemplaba con ojos doloridos (que se le llenaban de lágrimas de vez en cuando, contra su voluntad) se alzaba la pequeña parroquia de Barford (aún puede verse a menos de tres millas de Warwick) donde había predicado siempre su padre desde 1661, mucho antes de que ella naciera. Él y su madre reposaban ahora en el camposanto de Barford, y la vieja iglesia baja y gris no podía aparecérsele sin que viera también la vieja vicaría, la casita cubierta de rosales austriacos y jazmines amarillos en la que había nacido, hija única de padres que habían pasado hacía tiempo la flor de la juventud. Veía el sendero, que no llegaría a las cien yardas, desde la casa parroquial hasta la puerta de la sacristía: el camino que su padre recorría a diario; porque la sacristía era su estudio y el refugio en el que se concentraba en los libros de los Padres y comparaba sus preceptos con los de las autoridades de la Iglesia anglicana de la época, la de los últimos Estuardo; pues la vicaría de Barford apenas superaba entonces en tamaño y dignidad a las casitas que la rodeaban: sólo tenía dos plantas, y sólo tres habitaciones por planta. En la planta baja estaban el salón, la cocina y la contracocina o cocina de trabajo; arriba, la habitación del señor y la señora Barclay, la de Lois y la de la sirvienta. Si tenían invitados, Lois dejaba su cámara y compartía la cama de la anciana Clemence. Pero aquellos días habían pasado. Lois no volvería a ver a su padre ni a su madre en este mundo; ambos dormían el sueño de los justos en el cementerio de Barford, ajenos a lo que fuese de su hija huérfana y a las manifestaciones terrenales de amor y cuidado que pudiera recibir. Y allí reposaba también Clemence, rodeada en su lecho herboso de ramitas de zarzarrosa, que Lois había depositado sobre las tres preciosas tumbas antes de dejar Inglaterra para siempre.

Había alguien que deseaba que uno hubiese partido; alguien que juró sincera y solemnemente al Señor que la buscaría antes o después mientras estuviera en la tierra. Pero era el rico heredero y único hijo del molinero Lucy, cuyo molino se alzaba en las vegas de Barford a la orilla del Avon; y su padre aspiraba a algo mejor para él que la pobre hija del clérigo Barclay (¡en tan poco se tenía entonces a los clérigos!). Y fue precisamente la sospecha del interés de Hugh Lucy por Lois Barclay lo que indujo a sus padres a juzgar más prudente no ofrecer a la huérfana un hogar, pese a que ningún otro feligrés tenía medios para acogerla, aun en el caso de que hubiese querido hacerlo.

Así que Lois se había tragado las lágrimas hasta que llegase el momento de llorar, ateniéndose a las palabras de su madre:

—Lois, tu padre ha muerto de esta fiebre terrible, y yo me estoy muriendo también. No, así es; aunque me vea libre del dolor estas pocas horas, ¡alabado sea el Señor! Los crueles hombres de la Commonwealth te han dejado sin amigos. El único hermano de tu padre murió en Edgehill[24]. También yo tengo un hermano, del que nunca te he hablado porque era disidente; y tu padre y yo tuvimos unas palabras y él se marchó a ese nuevo país allende los mares sin despedirse siquiera. Pero Ralph era un buen muchacho hasta que aceptó esas nuevas ideas; y, por los tiempos pasados, te acogerá y te amará como a una hija y te dará un sitio entre sus hijos. Porque la sangre es más fuerte que nada. Escríbele en cuanto yo muera, porque me estoy muriendo, Lois, y alabado sea el Señor que me permite reunirme con mi marido tan pronto —tan grande era el egoísmo del amor conyugal; ¡en tan poco tenía la madre la desolación de Lois comparada con su júbilo por la pronta reunión con el marido difunto!—. Escribe a tu tío, Ralph Hickson, Salem, Nueva Inglaterra (anótalo en tus tablillas, hija), y dile que yo, Henrietta Barclay, le encomiendo, por cuanto ame en el cielo y en la tierra, por su salvación tanto como por el antiguo hogar de Lester Bridge, por el padre y la madre que nos dieron el ser y por los seis hijos pequeños que murieron entre él y yo, que te acoja en su hogar como si fueses de su propia sangre, pues lo eres. Tiene esposa e hijos propios, y nadie ha de temer tenerte en su familia, Lois mía, cariño, mi niña. ¡Ay, Lois, ojalá murieses conmigo! ¡Pensar en ti me vuelve dolorosa la muerte!

La pobre Lois consoló a su madre sin pensar en sí misma, prometiendo cumplir sus últimos deseos al pie de la letra, y expresando una confianza en la bondad de su tío que no se atrevía a sentir.

—Prométeme que te irás en seguida —añadió la moribunda, respirando cada vez con más dificultad—. El dinero de nuestros bienes te ayudará… la carta que tu padre escribió al capitán Holdernesse, su antiguo condiscípulo… sabes todo lo que podría decirte, querida Lois, ¡Dios te bendiga!

Lois hizo promesa solemne y cumplió su palabra estrictamente. Todo fue más fácil porque Hugh Lucy fue a verla y le confesó en una gran explosión de amor su ardiente compromiso, las acaloradas disputas con su padre, su impotencia en el presente, sus esperanzas y sus propósitos para el futuro. Y, mezcladas con todo esto, formuló amenazas tan atroces y expresiones de vehemencia tan descontrolada que Lois creyó que si seguía en Barford sería un motivo de discordia entre padre e hijo, mientras que su ausencia podría calmar las cosas hasta que el rico molinero transigiese o (le oprimía el corazón pensar en la otra posibilidad)… o el amor de Hugh se enfriara y el amado compañero de juegos de su infancia aprendiese a olvidar. De lo contrario, si podía confiarse en que Hugh fuese fiel a lo que decía, Dios le permitiría cumplir su propósito de ir a buscarla antes de que transcurriesen muchos años. Todo estaba en manos de Dios; y era lo mejor, pensó Lois Barclay.

La sacó del trance de recuerdos el capitán Holdernesse, el cual, habiendo dado las órdenes e instrucciones necesarias a su segundo de a bordo, se acercó a ella y, tras elogiarla por su serena paciencia, le dijo que la llevaría ya a casa de la viuda Smith, un lugar decente donde él y muchos otros marineros de categoría solían alojarse en su estancia en la costa de Nueva Inglaterra. Le contó que la viuda Smith tenía una sala para sus hijas y para ella, en la que Lois podría acomodarse mientras él atendía los asuntos que, como ya le había dicho, le retendrían en Boston un par de días, antes de que pudiese acompañarla a Salem a casa de su tío. Todo esto ya lo habían hablado en el barco; pero, a falta de otros temas de conversación, el capitán Holdernesse se lo repitió en el camino. Era su forma de demostrar que comprendía la emoción que le llenó sus ojos grises de lágrimas cuando la joven se levantó en el muelle al oírle. En su fuero interno se decía: «¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! Es una tierra extraña para ella y no conoce a nadie y, lo admito, tiene que sentirse desolada. Procuraré animarla». Así que le habló de los problemas de la vida que le aguardaba hasta que llegaron a la posada de la viuda Smith; y tal vez Lois se animase más con aquella conversación y las ideas nuevas que le planteaba que con la más tierna simpatía femenina.

—Son gente extraña, estos habitantes de Nueva Inglaterra —dijo el capitán Holdernesse—. Son raros con la oración, se pasan la vida de rodillas. No están tan ocupados en un nuevo país, de lo contrario tendrían que rezar como yo, con un «¡Levar anclas!» entre plegaria y plegaria y un cabo cortándome como fuego la mano. El práctico quería que nos reuniéramos todos a dar gracias por haber tenido un buen viaje y habernos salvado felizmente de los piratas; pero le dije que yo siempre doy gracias en tierra firme, después de fondear el barco. Los colonos franceses, además, han jurado venganza por la expedición contra Canadá y aquí andan todos rugiendo como infieles por la pérdida de su Carta[25], al menos todo lo que puede rugir la gente piadosa. Estas son las noticias que me ha contado el práctico; pues, a pesar de lo mucho que quería que diéramos las gracias en vez de fondear, está muy abatido por la situación del país. ¡Ya hemos llegado! ¡Ahora anímate y demuestra a los piadosos lo que es una preciosa muchacha risueña del condado de Warwick!

Cualquiera hubiese sonreído ante el recibimiento de la viuda Smith. Era una mujer guapa y maternal, y vestía a la última moda inglesa de hacía veinte años entre la clase a la que pertenecía. Pero su rostro agradable desmentía de algún modo su atuendo; aunque fuese tan pardo y de colorido sobrio como el que más, la gente lo recordaba brillante y vistoso porque formaba parte de la viuda Smith.

Besó a la joven desconocida en ambas mejillas antes de saber exactamente quién era, sólo porque era forastera y parecía triste y desamparada; y luego volvió a besarla porque el capitán Holdernesse la confió a sus buenos oficios. Y así, tomó a Lois de la mano y la hizo pasar a la rústica y sólida casa de troncos por la puerta de la que colgaba una gran rama, a modo de letrero de posada para viajeros. Pero la viuda Smith no recibía a todos los hombres. Era muy fría y reservada con algunos, sorda a todos los requerimientos menos a uno: en qué otro sitio podrían encontrar alojamiento. A este daba pronta respuesta, despidiendo rápidamente al huésped inoportuno. Y se guiaba en estos asuntos por el instinto: le bastaba mirar al individuo a la cara para saber si debía aceptarlo o no como huésped en la misma casa que sus hijas; y su pronta decisión en tales cuestiones le confería cierta autoridad que nadie osaba desobedecer, máxime teniendo como tenía vecinos fieles que la respaldaban si la sordera en primer lugar y la voz y el gesto en segundo no bastaban para despedir al presunto huésped. La viuda Smith elegía a sus clientes por su aspecto físico, no por la apariencia de sus circunstancias materiales. Quienes se alojaban una vez en su posada, volvían siempre; pues poseía el don de que todos se sintieran como en casa bajo su techo. Sus hijas Prudence y Hester tenían algunos de los dones de su madre, aunque no en el mismo grado de perfección. Ellas razonaban un poco sobre el aspecto del desconocido, en vez de reconocer al momento si les gustaba o no; atendían a las indicaciones de calidad y corte del atuendo como referentes de su posición social. Eran más reservadas que su madre, vacilaban más, carecían de su pronta autoridad, de su poder feliz. No hacían el pan tan ligero, se les dormía a veces la nata cuando tendría que convertirse en mantequilla, y no siempre preparaban el jamón «igual que los del viejo país», como decían que lo hacía su madre; pero eran jóvenes bondadosas, disciplinadas y amables, y se levantaron para saludar a Lois con un cordial apretón de manos cuando entró su madre con la joven, a quien rodeaba con un brazo por la cintura, en la estancia privada que ella llamaba salón. El aspecto de la habitación extrañó a la joven inglesa. Se veían los troncos de los que estaba construida la casa aquí y allá entre la argamasa, aunque delante de la argamasa y de los troncos colgaban pieles de animales raros, que habían regalado a la viuda muchos comerciantes, lo mismo que sus huéspedes marineros le llevaban otra clase de regalos (conchas, sartas de cuentas de concha, huevos de aves marinas y objetos del viejo país). La habitación más parecía un pequeño museo de historia natural de aquel entonces que un salón; despedía un olor extraño, peculiar, pero no desagradable, y atenuado en cierto grado por el humo del enorme tronco de pino que se consumía en la chimenea.

En cuanto su madre les dijo que el capitán Holdernesse estaba en el recibidor, las hermanas empezaron a recoger la rueca y las agujas de punto y a preparar algo de comer. Lois las observó distraída, sin saber qué clase de comida era. Primero dejaron fermentar la masa para las tortas; luego sacaron de una rinconera (regalo de Inglaterra) una enorme botella cuadrada de un cordial llamado Golden Wasser[26]; luego, un molinillo de chocolate (manjar sumamente raro en todas partes entonces); luego, un gran queso de Cheshire. Prepararon tres rodajas de venado para asar, cortaron fiambre de cerdo que rociaron con melaza, un pastel grande parecido a un bizcocho de frutos secos, pero al que las hermanas llamaban «pastel de calabaza», pescado fresco y salado a la brasa, ostras de distintas formas. Lois pensó que no iban a acabar nunca de sacar comida para agasajar a los forasteros del viejo país. Por fin lo colocaron todo en la mesa, las viandas calientes, humeantes; pero todo se había quedado frío, por no decir helado, cuando el señor Hawkins (un anciano vecino de gran prestigio, a quien la viuda Smith había invitado para que se enterara de las noticias) terminó la bendición, a la que incorporó una acción de gracias por el pasado y oraciones por la vida futura de todos los presentes, según las circunstancias de cada uno, en la medida en que el anciano podía deducirlas de su apariencia. No habría terminado tan pronto su bendición de no haber sido por el golpeteo un tanto impaciente en la mesa del mango del cuchillo con que el capitán Holdernesse acompañó la segunda parte de las palabras del anciano. Todos se habían sentado a la mesa demasiado hambrientos para hablar mucho; pero, cuando calmaron un poco el apetito, aumentó su curiosidad y todos tenían mucho que contar y mucho que oír. Lois estaba bastante al día de las noticias de Inglaterra; pero escuchó con natural atención cuanto se dijo sobre el nuevo país y las gentes nuevas entre quienes iba a vivir. Su padre había sido jacobita, que así habían empezado a llamar a los partidarios de los Estuardo. Y también había sido partidario del arzobispo Laud[27], por lo que sabía poco de las costumbres y razones de los puritanos hasta entonces. El anciano Hawkins era de los más estrictos entre los estrictos, y su presencia intimidaba bastante a las dos hijas de la casa. Pero la viuda era una persona privilegiada; su reconocida bondad (cuyos efectos habían experimentado muchos) le concedía la libertad de hablar que se negaba tácitamente a otros, que se exponían a que los consideraran impíos si sobrepasaban ciertos límites convencionales. Y el capitán Holdernesse y su segundo siempre decían lo que pensaban delante de quien fuese. Así que, en este primer contacto con Nueva Inglaterra, Lois no pudo apreciar bien las peculiaridades de los puritanos, aunque sí lo suficiente para sentirse muy sola y extraña.

El primer tema de conversación fue el estado actual de la colonia (Lois reparó en ello en seguida, aunque al principio la desconcertó la frecuente alusión a topónimos que asociaba lógicamente a la vieja Inglaterra). La viuda Smith dijo:

—En el condado de Essex han ordenado a la gente formar cuatro patrullas de exploradores o compañías de milicianos; seis personas en cada una, para que hagan guardia, por los indios salvajes que andan siempre por el bosque ¡como animales furtivos que son! Yo me asusté tanto en la época de la primera cosecha después de llegar a Nueva Inglaterra que sigo soñando con los indios pintados casi veinte años después de lo de Lothrop[28], con sus cabezas rapadas y sus pinturas de guerra, acechando detrás de los árboles y acercándose sigilosamente.

—Sí —dijo una de sus hijas—. ¿Y te acuerdas de lo que nos contó Hannah Benson, madre? Su marido había talado todos los árboles que había cerca de su casa en Deerbrook para que no se pudiera acercar nadie sin ser visto. Y un día, al oscurecer, estaba en vela (toda la familia se había acostado, y su marido había ido a Plymouth por negocios), y vio un tronco del bosque, como el de un árbol talado, en la sombra sin darle mayor importancia, hasta que volvió a mirar al poco rato y le pareció que estaba más cerca y casi se muere de miedo, pero no se atrevió a moverse. Cerró los ojos y contó hasta cien; y, cuando volvió a mirar, había oscurecido más, pero aun así vio que el tronco se había acercado; entonces entró corriendo en la casa, atrancó la puerta y subió a avisar a su hijo mayor. Era Elijah, que tenía casi dieciséis años. Pero se levantó en seguida y bajó la escopeta larga de su padre y la cargó y pidió por primera vez a Dios que guiara su puntería y se acercó a la ventana para ver dónde estaba el tronco y disparó. No se atrevieron a mirar lo que había pasado. Pasaron la noche leyendo las Escrituras y rezando, y cuando amaneció vieron un largo rastro de sangre en la hierba junto al tronco, que a plena luz del día no era un tronco sino un indio cubierto de corteza y pintado hábilmente, con el cuchillo de guerra al costado.

Se habían quedado sin aliento, aunque casi todos conocían la historia u otras parecidas. Prosiguió entonces el relato de terror otro comensal:

—Y los piratas estuvieron en Marblehead desde su último viaje, capitán Holdernesse. Llegaron el invierno pasado, piratas papistas franceses. No salió nadie de casa porque no sabían lo que pasaría; y desembarcaron a gente a la orilla. Debían de ser prisioneros de algún barco, y había una mujer entre ellos. Y los piratas los llevaron a la fuerza al pantano; y los de Marblehead esperaron quietos y callados, con todas las armas cargadas, atentos a lo que pudiesen hacer a continuación los bucaneros salvajes; y, en plena noche, oyeron el grito lastimero de una mujer en el pantano: «¡Cristo bendito, apiádate de mí! ¡Sálvame del poder del hombre, Jesús!». Y a todos los que lo oyeron se les heló la sangre en las venas, hasta que la anciana Nance Hickson, que estaba sorda como una tapia y llevaba años postrada en la cama, se levantó y, delante de la gente reunida en casa de su nieto, dijo que, como ellos, los habitantes de Marblehead, no habían tenido valor ni fe suficientes para socorrer a los desvalidos, ellos y sus hijos seguirían oyendo el grito de una mujer agonizante hasta el fin de los tiempos. Nance cayó muerta nada más decir esto, y los piratas se hicieron a la mar al amanecer; pero la gente de allí sigue oyendo aquel grito lastimero en las desiertas marismas: «¡Cristo bendito, apiádate de mí! ¡Sálvame del poder del hombre, Jesús!».

—Y por eso —dijo con voz de bajo profundo el anciano Hawkins, que tenía el fuerte acento nasal de los puritanos (que, según Butler, «blasfemaban gangosamente»[29])—, el piadoso señor Noyes ordenó un ayuno en Marblehead y pronunció un sermón conmovedor sobre las palabras «Cada vez que dejasteis de hacer eso con uno de mis pequeñuelos, dejasteis de hacerlo conmigo»[30]. Pero yo a veces pienso si toda la visión de los piratas y el grito de la mujer no serían una estratagema de Satanás para tentar al pueblo de Marblehead y ver el fruto que daba su doctrina, y condenarlos así a los ojos del señor. Pues, en tal caso, el enemigo habría conseguido un gran triunfo, ya que sin duda era impropio de cristianos no ayudar a una mujer desvalida en su gran aflicción.

—Pero no fue una visión, señor —dijo la viuda Smith—. Eran hombres de carne y hueso los que desembarcaron, rompieron ramas y dejaron las huellas de sus pisadas en el suelo.

—Satanás tiene muchos poderes; y, si fuese el día en que le está permitido vagar por ahí como un león rugiente, no se andaría con nimiedades, sino que acabaría su trabajo. Os aseguro que muchos hombres son enemigos espirituales en formas visibles, a quienes se les permite vagar por los lugares desiertos de la tierra. Yo creo que estos indios son en realidad las criaturas malignas de las que hablan las Sagradas Escrituras; y es indudable que están aliados con esos abominables papistas, los franceses de Canadá. Me han contado que pagan mucho oro a los indios por cada doce cabelleras que cortan a los ingleses.

—Una conversación muy alentadora —le dijo el capitán Holdernesse a Lois, al ver sus mejillas pálidas y su expresión aterrada—. Estás pensando que habrías hecho mejor quedándote en Barford, pero el diablo no es tan negro como lo pintan.

—Oh, eso es —dijo el anciano Hawkins—, el diablo se pinta, se ha dicho desde la antigüedad; ¿y acaso no se pintan estos indios como su padre?

—Pero ¿es todo eso cierto? —preguntó Lois en un aparte al capitán Holdernesse, dejando al anciano pontificar sin atender a lo que decía, aunque las dos hijas de la casa le escuchaban con suma reverencia.

—Hija mía —contestó el viejo marinero—, has venido a un país en el que hay muchos peligros, tanto de la tierra como del mar. Los indios odian a los blancos. Ya sea porque otros blancos les han acosado —se refería a los franceses en el norte—, o porque los ingleses les han quitado sus tierras y sus cazaderos sin la debida compensación, incitando la cruel venganza de esas criaturas salvajes, ¿quién sabe? Pero sin duda es peligroso adentrarse en los bosques, porque los salvajes pintados andan al acecho. Y también lo es construir una vivienda lejos de un asentamiento; y hace falta ser muy valiente para viajar de un pueblo a otro, y la gente dice que los indios surgen del mismo suelo para atacar a los ingleses; y otros afirman que se han aliado con Satanás para asustar a los cristianos y echarlos del país de los paganos en el que ha reinado durante tanto tiempo. Y, además, la costa está infestada de piratas, la escoria de todas las naciones: desembarcan, saquean, atacan, queman y destruyen. La gente teme los peligros reales y puede que imagine peligros inexistentes. ¿Quién sabe? Las Sagradas Escrituras hablan de brujas y hechiceros y del poder del Maligno en los lugares desiertos; e incluso en la vieja Inglaterra hemos oído historias de gente que vende su alma para siempre por el poco poder que consigue durante unos años en la tierra.

Se había hecho el silencio y todos escuchaban al capitán. Era sólo uno de esos silencios casuales que se producen a veces sin motivo aparente, y a menudo sin consecuencias aparentes. Pero, antes de que transcurrieran muchos meses, los presentes tendrían motivos para recordar las palabras de Lois, aunque hablaba en voz baja y, con la emoción del momento, creía que sólo la estaba escuchando su buen amigo el capitán.

—¡Son criaturas aterradoras, las brujas! Y sin embargo compadezco a esas pobres viejas, aunque las temo. Hubo una en Barford cuando yo era pequeña. Nadie sabía de dónde había llegado, pero se instaló en una choza de barro junto al ejido; y allí vivía, con su gato —el anciano Hawkins movió la cabeza lúgubremente al oír mencionar al gato—. Nadie sabía cómo subsistía, aparte de por las ortigas y las sobras de avena y alimentos parecidos que la gente le daba más por miedo que por piedad. Andaba siempre corriendo, hablando y susurrando consigo misma. Decían que cazaba pájaros y conejos con trampa en la espesura que llegaba hasta su choza. No sé cómo ocurriría, pero enfermó mucha gente del pueblo y murió mucho ganado en la primavera cuando yo tenía casi cuatro años. No me enteré de gran cosa, porque mi padre decía que era malo hablar de esos asuntos. Sólo sé que casi me muero de miedo una tarde cuando la sirvienta me llevó con ella a buscar la leche y pasamos por una vega en la que el Avon hace un recodo y forma un pozo profundo; había mucha gente, en silencio… y ver a mucha gente tan callada acelera el corazón más que cuando vocifera y es estruendosa. Todos miraban al agua, y la sirvienta me alzó en brazos para que viera sobre los hombros de la gente; y vi a la anciana Hannah en el agua, con el pelo gris ondeando sobre los hombros y la cara ensangrentada y ennegrecida por las piedras y el barro que le habían arrojado y el gato atado al cuello. Escondí la cara al ver aquella escena aterradora, pues sus ojos se encontraron con los míos y relumbraban de furia, ¡pobre criatura acosada y desvalida!; y me vio y gritó: «Hija del párroco, hija del párroco, ahí en brazos de tu niñera, tu padre no ha hecho nada para salvarme; y nadie te salvará a ti cuando te tomen por bruja». Ay, durante años sus palabras me resonaron en los oídos cuando me adormecía. Solía soñar que estaba en aquel pozo; que todos los hombres me miraban con odio porque era una bruja: y, a veces, su gato negro parecía resucitar y repetir aquellas terribles palabras.

Lois guardó silencio: las dos hijas de la casa observaban su excitación con una especie de sorpresa estremecida, pues tenía lágrimas en los ojos. El señor Hawkins movió la cabeza y susurró textos de las Escrituras; pero a la animosa viuda Smith no le gustaba el rumbo que tomaba la conversación y procuró cambiar de tema diciendo:

—Estoy segura de que la preciosa hija del párroco ha hechizado a muchos desde entonces, con sus hoyuelos y sus buenos modales, ¿eh, capitán Holdernesse? Tiene que contarnos lo que hacía esta joven en Inglaterra.

—Bueno —dijo el capitán—, hay alguien bajo su hechizo en el condado de Warwick que no creo que lo supere nunca.

El anciano Hawkins se levantó dispuesto a decir algo, se inclinó y apoyó las manos en la mesa:

—Hermanos —dijo—, he de reprenderos si habláis a la ligera; hechizos y brujería son cosas malignas. Confío en que esta doncella no haya tenido nada que ver con ellas, ni siquiera de pensamiento. Pero mi mente me hace recelar de su relato. La bruja infernal habría podido tener el poder satánico de infectar su espíritu con el pecado mortal cuando era sólo una niña. Os pido que en vez de hablar vanamente recéis conmigo por esta forastera en nuestra tierra, para que su corazón se purifique de toda iniquidad. Recemos.

—Bueno, nada malo hay en hacerlo —dijo el capitán—; pero, ya que está en ello, señor Hawkins, rece también por todos nosotros; pues me temo que algunos necesitamos librarnos de la iniquidad mucho más que Lois Barclay, y una oración nunca viene mal.

El capitán Holdernesse tenía asuntos que atender en Boston que le retuvieron allí un par de días, tiempo durante el cual Lois permaneció con la viuda Smith, viendo lo que había que ver de la nueva tierra de su futuro hogar. Habían enviado a Salem la carta de su madre moribunda por mediación de un muchacho que se dirigía allí, a fin de avisar a su tío Ralph Hickson de que su sobrina iría en cuanto pudiera acompañarla el capitán Holdernesse, que se consideraba responsable de ella hasta el momento de dejarla en manos de su tío. Llegada la hora de partir para Salem, Lois sintió mucha pena al separarse de la bondadosa viuda, bajo cuyo techo había vivido, y miró hacia atrás hasta que la casa se perdió de vista. Iba apretujada en una especie de carreta tosca en la que sólo cabían el capitán Holdernesse y ella junto al conductor. Había un cesto de provisiones bajo sus pies, y detrás de ellos colgaba una bolsa de forraje para el caballo; pues se tardaba un día largo en llegar a Salem y el camino era tan peligroso que no convenía entretenerse un minuto más de lo necesario para el refrigerio. Las carreteras inglesas eran bastante malas en aquel entonces y seguirían siéndolo mucho tiempo; pero en América un camino era simplemente el terreno despejado del bosque; los tocones de los árboles talados seguían en el camino, y constituían obstáculos que había que sortear conduciendo con sumo cuidado y gran destreza; y en las hondonadas, donde el terreno era cenagoso, este se salvaba con troncos atravesados en la parte pantanosa. La espesura del bosque, sumida en una densa oscuridad incluso en tan temprana época del año, quedaba a pocas yardas del camino en todo el trayecto, aunque los habitantes de los asentamientos próximos procuraban mantener siempre un espacio limpio a cada lado, por miedo a los merodeadores indios que, de lo contrario, podían caer sobre ellos de improviso. Los gritos de aves extrañas y el insólito colorido de algunas sugerían al viajero imaginativo o no acostumbrado la idea de gritos de guerra y sanguinarios enemigos pintados. Pero al final llegaron a Salem, que entonces rivalizaba con Boston en tamaño y se enorgullecía del nombre de una o dos calles, aunque a un inglés le parecían casas construidas irregularmente alrededor del templo, o más bien alrededor de un templo, pues estaban construyendo otro. Todo el lugar estaba rodeado de dos empalizadas. Entre ambas había huertos y pastizales para quienes temían que su ganado se adentrara en los bosques, y el consiguiente peligro que había que correr para recuperarlo.

El muchacho que los llevaba puso al rendido caballo al trote cuando cruzaban Salem hacia la casa de Ralph Hickson. Era el atardecer, la hora de descanso de los habitantes, y los niños jugaban delante de las casas. La belleza de uno muy pequeño impresionó a Lois, que se volvió a mirarle; el niño tropezó con un tocón y se cayó, dando un chillido que hizo salir corriendo a la madre asustada; la mujer captó la mirada angustiada de Lois, pero el ruido de las ruedas le impidió oír que le preguntaba si el niño se había hecho daño. Tampoco tuvo Lois mucho tiempo para pensar en ello, porque el caballo se paró en seguida en la puerta de una casa de madera, sólida y cuadrada, enlucida en tono blanco cremoso, tal vez una casa tan buena como la que más en Salem; y allí vivía su tío Ralph Hickson, según les dijo el conductor. Con el nerviosismo del momento, Lois no se fijó en que, al oír el inusitado ruido de las ruedas no salía nadie a recibirla y darle la bienvenida. Pero el capitán Holdernesse sí. El viejo marinero la ayudó a bajar y la acompañó. Entraron en una habitación casi tan grande como el vestíbulo de una casa solariega inglesa. Un joven alto y delgado, de unos veintitrés o veinticuatro años, leía un libro sentado en un banco junto a una ventana, a la declinante luz del día. No se levantó cuando entraron, pero los miró con sorpresa, sin registrar el menor destello de viveza en la cara adusta y oscura. No había ninguna mujer en la sala. El capitán Holdernesse esperó un momento y luego preguntó:

—¿Es esta la casa de Ralph Hickson?

—Sí —contestó el joven en voz lánguida y grave. Pero no añadió nada más.

—Esta es su sobrina Lois Barclay —dijo el capitán, cogiendo a Lois del brazo y adelantándose con ella. El joven la miró fijamente un momento, muy serio; luego se levantó, marcó con cuidado la página del libro que tenía abierto en el regazo, y dijo, en el mismo tono indiferente y lento:

—Llamaré a mi madre, ella sabrá.

Abrió la puerta que daba a una cocina cálidamente iluminada, enrojecida por la luz del fuego, junto al que tres mujeres cocinaban algo, al parecer, mientras que otra, una anciana india de color aceitunado, arrugada y encorvada por la edad, iba y venía dando sin duda a las otras las cosas que necesitaban.

—Madre —dijo el joven; y, habiendo captado su atención, señaló por encima del hombro a los forasteros recién llegados y volvió al estudio de su libro, examinando, no obstante, de vez en cuando a Lois con ojos furtivos bajo sus tupidas cejas oscuras.

Una mujer alta de proporciones generosas y pasada ya la madurez, salió de la cocina y se quedó mirando a los forasteros.

Habló el capitán Holdernesse:

—Esta es Lois Barclay, sobrina del señor Ralph Hickson.

—No sé nada de ella —dijo la señora de la casa, con voz grave casi tan masculina como la de su hijo.

—El señor Hickson ha recibido la carta de su hermana, ¿no? La envié yo mismo con un muchacho llamado Elias Wellcome, que salió de Boston ayer por la mañana.

—Ralph Hickson no ha recibido esa carta. Está postrado en cama. Todas las cartas que llegan pasan por mis manos; así que puedo afirmar con certeza que no nos han entregado esa carta. Su hermana Barclay, la que era Henrietta Hickson, y cuyo marido hizo los juramentos a Carlos Estuardo y conservó su beneficio cuando todos los hombres piadosos dejaron los suyos…

Lois, que un minuto antes había creído tener el corazón muerto y helado al ver el descortés recibimiento, notó que las palabras acudían a sus labios ante el insulto implícito a su padre, para su propio asombro y el del capitán:

—Puede que fuesen hombres devotos los que dejaran sus iglesias el día del que hablas; pero ellos no eran los únicos hombres devotos, y nadie tiene derecho a limitar la verdadera devoción por una mera conjetura.

—Bien dicho, chica —exclamó el capitán, volviéndose a mirarla con asombro y admiración y dándole unas palmadas en la espalda.

Lois y su tía se miraron impávidas unos segundos en silencio; pero la joven advirtió que se le mudaban los colores mientras la mujer mayor seguía impasible; y los ojos de la joven se llenaron rápidamente de lágrimas, mientras los de Grace Hickson seguían clavados en ella, inmutables.

—¡Madre! —dijo el joven, levantándose con un movimiento más rápido del que había hecho nadie hasta entonces en la casa—. No está bien hablar de esos asuntos cuando mi prima viene a vernos por primera vez. Que el Señor le conceda gracia en adelante, pero hoy ha viajado desde la ciudad de Boston, y ella y este marinero necesitan descanso y comida.

Volvió a sentarse sin esperar a ver el efecto de sus palabras, y se concentró al instante en el libro, al parecer. Tal vez supiese que su palabra era ley para su adusta madre, pues apenas acabó de hablar ella señaló un escaño de madera, y suavizando el gesto, dijo:

—Manasseh tiene razón. Tomad asiento mientras pido a Faith y a Nattee que preparen algo; y le diré a mi marido que alguien que dice que es la hija de su hermana ha venido a hacerle una visita.

Se acercó a la puerta que daba a la cocina y dio algunas instrucciones a la chica mayor, que Lois sabía ahora que era la hija de la casa. Faith escuchó impasible a su madre, casi sin atreverse a mirar a los forasteros recién llegados. Se parecía a su hermano Manasseh en la tez, pero tenía los rasgos más bellos y unos ojos grandes de misteriosa mirada, según advirtió Lois cuando los alzó hacia ella de pronto y captó, por así decirlo, el aspecto del capitán y el de su prima con una rápida mirada penetrante. Alrededor de la madre alta, angulosa y rígida y de la figura poco más flexible de la hija, una niña de unos doce años hacía toda suerte de travesuras sin que le prestaran atención, como si tuviese la costumbre de andar siempre espiando y enredando de un lado a otro; no dejaba de hacer muecas a Lois y al capitán Holdernesse, que se habían sentado de cara a la puerta, cansados y bastante desanimados por el recibimiento. El capitán sacó tabaco y empezó a mascarlo a modo de consuelo; pero, a los pocos segundos, su habitual desenfado acudió en su ayuda y le dijo a Lois en voz baja:

—¡Ese bribón de Elias me va a oír! Si hubiese entregado la carta te habrían recibido de otro modo; pero en cuanto tome algo, iré a buscarle y traerá la carta y eso lo arreglará todo, hija mía. Vamos, anímate, porque no puedo ver llorar a una mujer. Lo único que te pasa es que estás agotada del traqueteo y la falta de alimento.

Lois se secó las lágrimas e intentó distraerse fijándose en los objetos, y captó los ojos de su primo, que la observaba furtivamente. No era una mirada hostil, pero se sintió incómoda, sobre todo porque no la retiró al darse cuenta de que Lois le estaba observando. Se alegró cuando su tía le pidió que pasase a la habitación interior a ver a su tío y escapó de la mirada constante de su lúgubre y silencioso primo.

Ralph Hickson era mucho mayor que su mujer, y lo parecía mucho más por la enfermedad. Nunca había tenido la fortaleza de su esposa Grace, y ahora los años y los achaques lo volvían a veces casi infantil. Pero era afectuoso por naturaleza y, tendiéndole los brazos temblorosos, dio a Lois la bienvenida sin vacilar ni esperar la confirmación de la carta perdida para reconocer que era su sobrina.

—¡Qué buena has sido al cruzar el mar para conocer a tu tío! ¡Y qué buena es mi hermana Barclay por dejarte venir!

Lois tuvo que decirle que ya no quedaba nadie en Inglaterra que la echara de menos; que en realidad no tenía hogar allí, ni madre ni padre en este mundo; y que su madre le había pedido antes de morir que le buscara y que le pidiera un hogar. Se lo dijo con palabras entrecortadas por la pesadumbre, pero el entendimiento embotado de su tío no consiguió entender su significado hasta que se lo repitió varias veces; y entonces lloró como un niño, más por la propia pérdida de una hermana a quien no había visto en más de veinte años, que por la de la huérfana que tenía delante esforzándose por no llorar y empezar valerosamente en aquel nuevo y extraño hogar. Lo que más ayudó a Lois a contenerse fue el gesto antipático de su tía. Grace Hickson, nacida y criada en Nueva Inglaterra, tenía una especie de aversión envidiosa a los parientes ingleses de su marido, que había aumentado desde que en los últimos años la mente debilitada de este los añoraba, olvidando las buenas razones que había tenido para exilarse, y lamentando la decisión que le había llevado a hacerlo como el gran error de su vida.

—Vamos —le dijo ella—, creo que con tanta pena por la pérdida de alguien que murió a una edad muy avanzada ¡olvidas en manos de quién están la vida y la muerte!

Palabras ciertas, pero inoportunas en aquel momento. Lois la miró con indignación apenas contenida, que se agudizó al oír el tono despectivo en que su tía seguía hablando a Ralph Hickson incluso mientras le arreglaba la cama para que estuviera más cómodo.

—Se diría que eres un hombre impío por lo mucho que lamentas siempre lo que hiciste; y lo cierto es que eres un viejo casi pueril. Cuando nos casamos, lo dejabas todo en manos del Señor. No me habría casado contigo de no haber sido así. No, muchacha —añadió, al ver la expresión de Lois—, no vas a intimidarme con tus miradas furiosas. Cumplo con mi deber tal como yo lo interpreto, y no hay hombre en Salem que se atreva a decirle algo a Grace Hickson sobre sus palabras o sus obras. El piadoso señor Cotton Mather ha dicho que hasta él podría aprender de mí; y te aconsejaría más bien que seas humilde y veas si el Señor puede cambiar tus modales, ya que te ha enviado a habitar en Sión, por así decirlo, donde el precioso rocío cae a diario en la barba de Aarón.

Lois se avergonzó y lamentó descubrir que su tía había interpretado bien la expresión momentánea de sus rasgos; se culpó un poco por el sentimiento que había inspirado aquella expresión, procurando pensar en las preocupaciones de su tía antes de la inesperada irrupción de los forasteros, y esperando de nuevo que el pequeño malentendido se olvidara pronto. Así que trató de calmarse y no cedió al tierno y trémulo apretón de su tío en su mano cuando, a petición de su tía, le dio las buenas noches y regresó a la habitación exterior o sala de estar, donde se había reunido ahora toda la familia, preparada para tomar las tortas y la carne de venado que Nattee, la sirvienta india, estaba sacando de la cocina. Al parecer, nadie se había dirigido al capitán Holdernesse durante la ausencia de Lois. Manasseh seguía sentado en silencio en el mismo sitio, con el libro abierto en el regazo y la mirada pensativa clavada en el vacío, como si tuviera una visión o soñara. Faith estaba de pie junto a la mesa, dirigiendo vagamente a Nattee en los preparativos; y Prudence se apoyaba en el marco de la puerta entre la cocina y la sala, molestando a la sirvienta cada vez que pasaba, hasta que esta parecía en un estado de gran irritación, que intentó contener, ya que siempre la menor señal parecía incitar a Prudence a mayores travesuras. Cuando todo estuvo a punto, Manasseh alzó la mano derecha y «pidió una bendición», como decían; pero la bendición se convirtió en una larga plegaria de bendiciones espirituales abstractas, fuerza para vencer a Satanás y para apagar sus fieros dardos, y al final adoptó, en opinión de Lois, un carácter puramente personal, como si el joven hubiese olvidado la ocasión e incluso a los presentes e indagara los males que acosaban a su alma enferma desplegándolos ante el Señor. Le hizo volver en sí un tirón que le dio Prudence en la chaqueta: abrió los ojos, miró con furia a la niña, que le hizo una mueca por toda respuesta, y se sentó; y todos se pusieron manos a la obra. Grace Hickson debió pensar que sería una falta de hospitalidad imperdonable permitir que el capitán Holdernesse saliera en busca de alojamiento. Así que extendieron pieles en el suelo de la sala; colocaron en la mesa una Biblia y una botella cuadrada de licor para sus necesidades nocturnas y, a pesar de las preocupaciones y problemas, tentaciones o pecados de los miembros de la familia, todos se habían dormido antes de que el reloj de la ciudad diera las diez.

La primera preocupación del capitán por la mañana fue salir en busca del joven Elias y de la carta perdida. Se lo encontró precisamente cuando iba a entregarla tan tranquilo, pues había creído que tanto daría unas horas antes o después, que por la noche o a la mañana siguiente sería lo mismo. Pero le hizo darse cuenta de que había obrado mal el sopapo del mismo hombre que le había encargado entregarla rápidamente y a quien creía en aquel momento en la ciudad de Boston.

Entregada la carta, y aportadas todas las posibles pruebas de que Lois tenía derecho a implorar un hogar a sus parientes más próximos, el capitán Holdernesse consideró oportuno marcharse.

—Ya verás cómo te gustarán cuando no haya nadie aquí que te haga pensar en Inglaterra. ¡Vamos, vamos! Las despedidas siempre son difíciles, y es mejor liquidarlas cuanto antes. Anímate, jovencita, volveré a verte la próxima primavera, si llegamos todos a ella. ¿Y quién sabe qué joven y excelente molinero podría venir conmigo? No se te ocurra casarte con un puritano santurrón mientras tanto. Vamos, vamos, me marcho. ¡Que Dios te bendiga!

Y Lois se quedó sola en Nueva Inglaterra.

II

Lois tuvo que esforzarse mucho por ganarse un lugar en la familia. Su tía era una mujer de sentimientos escasos y fuertes. El amor por su marido, si había existido, se había extinguido hacía mucho tiempo. Todo lo que hacía por él lo hacía por obligación. Pero su sentido del deber no era tan fuerte como para contener a ese pequeño miembro: la lengua; y Lois se acongojaba con frecuencia ante el incesante flujo de reproches y desaires que dirigía Grace a su marido, pese a no escatimar molestias ni trabajos en procurarle reposo y comodidad física. Más parecía un desahogo el hablarle así que el deseo de herirle con sus discursos; y él estaba demasiado debilitado por la enfermedad para sentirse ofendido; o, tal vez, la constante repetición de los sarcasmos de su mujer le hubiese insensibilizado; en cualquier caso, con tal de que se cuidaran de su alimento y del estado de su comodidad física, pocas veces parecía preocuparse mucho por otra cosa. Incluso el primer impulso de afecto por Lois se agotó en seguida; le tenía cariño porque le colocaba bien las almohadas y preparaba nuevas comidas exquisitas para su apetito de enfermo, pero ya no por ser la hija de su difunta hermana. Aun así, la apreciaba, y Lois se sentía demasiado complacida con este pequeño tesoro de cariño para pararse a examinar cómo y por qué se le daba. A él podía procurarle placer, pero a nadie más de la casa, al parecer. Su tía la miraba con recelo por varias razones: la llegada de Lois a Salem había sido inoportuna; aún recordaba ofendida su gesto reprobatorio de aquella noche; los primeros prejuicios, sentimientos y predisposiciones de la joven inglesa estaban todos del lado de lo que ahora se llamaría Iglesia y Estado, lo que en aquel país se consideraba entonces una observancia supersticiosa de las directrices de una rúbrica papista, y un respeto servil a la familia de un rey opresor e impío. No hay que suponer que Lois no sintiera, y le doliera profundamente, la falta de simpatía que todos aquellos con quienes vivía ahora mostraban hacia la antigua lealtad hereditaria (religiosa tanto como política) en que se había educado. En el caso de su tía y de Manasseh era más que falta de simpatía: era antipatía clara y manifiesta a todas las ideas que ella tenía en más estima. La simple alusión, por más casual que fuese, a la pequeña iglesia gris de Barford en la que su padre había predicado durante tanto tiempo; la referencia esporádica a los problemas en que se hallaba sumido su país cuando ella se había marchado; y el respeto que le habían inculcado a la idea de que el rey no podía equivocarse, todo ello parecía irritar tanto a Manasseh que no podía soportarlo. Se levantaba, dejando la lectura, su ocupación permanente cuando estaba en casa, y daba vueltas por la habitación indignado, murmurando entre dientes en cuanto Lois decía algo de ese tenor; y una vez se había parado delante de ella y le había dicho con ira que no hablara como una estúpida. Claro que esto en nada se parecía al desdén y el sarcasmo con que trataba su madre los breves comentarios leales de la pobre Lois. Grace solía animarla (al menos al principio, hasta que Lois aprendió de la experiencia) a expresar sus ideas sobre tales asuntos y, cuando se sinceraba, se volvía hacia ella con algún comentario despectivo y cortante que espoleaba con su aguijón todos los malos sentimientos del carácter de la joven. A Manasseh, en cambio, precisamente por toda aquella cólera suya, parecía apenarle realmente lo que consideraba un error, y estaba mucho más cerca de convencerla de que las cosas podían tener dos caras. Sólo que a ella eso le parecía una traición a la memoria de su difunto padre.

La cuestión es que Lois percibió de modo instintivo que Manasseh era realmente amable con ella. Pasaba poco tiempo en casa; tenía que encargarse de los cultivos y de algún negocio mercantil, como auténtico cabeza de familia; y, a medida que avanzaba la temporada, salía a cazar a los bosques circundantes, con un arrojo que obligaba a su madre a advertirle y reprenderle en privado, aunque con los vecinos presumía mucho del valor y el desprecio al peligro que demostraba su hijo. Lois no solía salir por el mero placer de caminar: una mujer de la familia sólo salía si había algún recado que hacer; pero una o dos veces había vislumbrado el bosque oscuro y sombrío, que rodeaba por todas partes la tierra despejada, el gran bosque con su perpetuo movimiento de ramas y follaje y el lúgubre gemido que se oía en las mismas calles de Salem cuando soplaban ciertos vientos, llevando el rumor de los pinos a los oídos de quienes tenían tiempo para escuchar. Y, a decir de todos, el bosque antiguo que rodeaba el asentamiento, estaba lleno de animales misteriosos y horrendos, y de indios todavía más temibles, que se movían entre las sombras con sanguinarios propósitos contra los cristianos: indios rapados con rayas de pantera, y confabulados con los poderes malignos por confesión propia, y según la creencia general.

Nattee, la anciana sirvienta india, helaba a veces la sangre a Lois cuando Faith, Prudence y ella escuchaban las terribles historias que les contaba de los hechiceros de su raza. En la cocina, al atardecer, mientras se estaba haciendo algún guiso, cuando la vieja india, acuclillada junto a las brasas de un rojo encendido sin llama pero con una luz desvaída que cambiaba las sombras de todas las caras, solía contarles sus misteriosas historias, mientras esperaban tal vez que fermentara la masa del pan. Recorría siempre estas historias espantosas la sugerencia implícita de algún sacrificio humano necesario para completar algún conjuro al Maligno; y la pobre criatura, que lo creía también y temblaba mientras lo contaba en torpe inglés, disfrutaba de una forma extraña e inconsciente del poder que ejercía sobre las muchachas, miembros de la raza opresora que la había reducido a un estado casi de esclavitud, y a los suyos, a parias en los terrenos de caza que habían pertenecido a sus padres.

Lois tenía que hacer un esfuerzo considerable después de escuchar esas historias para obedecer a su tía y salir por la noche al prado comunal que rodeaba el pueblo para recoger el ganado. ¿Quién sabía en realidad si la serpiente bicéfala no saltaría de cada zarzal, aquella criatura maléfica, astuta y maldita al servicio de los hechiceros indios, con tal poder sobre las jóvenes blancas que le miraban los ojos en ambos extremos de su largo cuerpo sinuoso y reptante, que, aunque la aborreciesen, y aborreciesen a la raza india como lo hacían, tenían que internarse en el bosque a buscar a algún indio para suplicarle que las llevara a su wigwam, abjurando para siempre de su fe y de su raza? Y, según Nattee, los hechiceros escondían hechizos que cambiaban el carácter de quien los encontraba; de tal modo que, por afables y afectuosas que hubiesen sido las personas hasta entonces, después sólo disfrutaban atormentando cruelmente a los demás, y se les concedía el extraño poder de causar esos tormentos a voluntad. Nattee le susurró aterrada a Lois cuando estaban solas en la cocina que creía que Prudence había encontrado uno de aquellos hechizos; y, cuando la india le enseñó los brazos llenos de moretones de la pícara niña, la joven inglesa empezó a temer a su prima como a una posesa. Pero no eran sólo Nattee y las jóvenes imaginativas quienes creían esas historias. Podemos permitirnos menospreciarlas ahora; pero nuestros antepasados ingleses abrigaban supersticiones muy parecidas en la misma época, y con menos excusa, ya que las circunstancias que las rodeaban se conocían mejor y eran más explicables por el sentido común que los misterios reales de los bosques ignotos y densos de Nueva Inglaterra. Los eclesiásticos más graves no sólo creían historias similares a la de la serpiente bicéfala y otras semejantes de hechicería, sino que tomaban tales narraciones como tema de predicación y oración; y, como la cobardía nos vuelve muy crueles, hombres intachables en muchos otros aspectos de la vida, e incluso encomiables en algunos, en esa época se convirtieron por superstición en crueles perseguidores, despiadados con quienes creían que estaban aliados con el Maligno.

Faith era la persona con quien la joven inglesa se relacionaba más estrechamente en casa de su tío. Ambas tenían más o menos la misma edad, y compartían ciertas labores de la casa. Se encargaban por turnos de recoger el ganado, de acabar de hacer la mantequilla que había batido Hosea, una vieja asistenta estirada en quien Grace Hickson confiaba plenamente; no había transcurrido un mes de la llegada de Lois y cada una tenía ya su propia rueca grande para la lana, y una más pequeña para el lino. Faith era una persona seria y silenciosa, nunca estaba alegre, y a veces estaba muy triste, aunque Lois tardaría mucho en imaginar siquiera por qué. Intentaba animarla, a su modo tierno y sencillo, cuando estaba deprimida, contándole historias antiguas de la vida y las costumbres inglesas. Faith se mostraba dispuesta a escuchar, a veces; otras, permanecía absorta (¿quién sabía si en el pasado o el futuro?) y no prestaba la menor atención.

Recibían visitas pastorales de viejos y severos ministros. En tales ocasiones, Grace Hickson se ponía cofia y delantal limpios y les atendía mejor que a ninguna otra persona, disponiendo de las mejores provisiones de su despensa y sirviéndoles de todo. También sacaban la Biblia grande, y llamaban a Hosea y a Nattee, que dejaban el trabajo para escuchar al ministro mientras leía un capítulo y disertaba largo y tendido sobre él. A continuación, se arrodillaban todos menos el pastor, que alzaba la mano derecha y rezaba por todas las posibles alianzas de cristianos, por todos los posibles casos de necesidad espiritual; y, por último, hacía una petición muy personal por cada uno de los presentes, según la idea que tenía de sus carencias. Lois se extrañó al principio de cuánto se adecuaban algunas plegarias de ese tipo a las circunstancias externas de cada caso; pero luego advirtió que su tía solía tener una conversación confidencial bastante larga con el ministro en la primera parte de la visita, y comprendió que este recibía tanto sus impresiones como su conocimiento de «aquella piadosa mujer, Grace Hickson»; y me temo que ya no prestó tanta atención a la plegaria «por la doncella de otro país, que ha traído consigo los errores de esa tierra como una semilla, incluso a través del gran océano, y que en estos mismos momentos está dejando que de las pequeñas semillas crezca un árbol maligno en el que todas las criaturas impuras hallarán cobijo».

—Me gustan más las oraciones de nuestra iglesia —le dijo Lois un día a Faith—. En Inglaterra ningún clérigo puede inventarse las plegarias. Y así no puede juzgar a los demás adaptándolas a lo que estima que es su caso, como ha hecho el señor Tappau esta mañana.

—¡Odio al señor Tappau! —dijo Faith bruscamente, con un apasionado destello de luz en los ojos oscuros y tristes.

—¿Por qué, prima? Parece un hombre bueno, aunque no me gusten sus oraciones.

Faith se limitó a repetir lo que había dicho:

—¡Lo odio!

Lois lamentó aquel resentimiento tan fuerte, lo lamentó de forma instintiva, pues era afectuosa, le complacía que la quisieran y sentía un profundo estremecimiento a la menor señal de desamor en los demás. Pero no supo qué decir, y guardó silencio. Faith siguió dándole a la rueca con vehemencia, pero no dijo una palabra hasta que se le rompió el hilo; y entonces, apartó rápidamente la rueca y salió de la habitación.

Prudence se acercó entonces sigilosa a Lois. Aquella niña extraña daba la impresión de verse agitada por cambios de humor: tan pronto era afectuosa y comunicativa, como falsa y burlona, y tan indiferente al dolor y las penas de los demás que parecía casi inhumana.

—¿Así que no te gustan las oraciones del pastor Tappau? —susurró.

Lois lamentó que la hubiese oído; pero no quería ni podía retirar lo que había dicho.

—No me gustan tanto como las oraciones que escuchaba en casa.

—Mi madre dice que tu casa estaba con los impíos. Eh, no me mires así, que no lo he dicho yo. A mí no me gusta mucho rezar, ni el pastor Tappau, en realidad. Pero Faith no le soporta, y yo sé por qué. ¿Quieres que te lo cuente, prima Lois?

—¡No! Faith no me lo ha dicho, y es ella quien tiene que explicar sus motivos.

—Pregúntale dónde se marchó el señor Nolan y lo sabrás. He visto a Faith llorar horas y horas por el señor Nolan.

—¡Cállate, niña! ¡Cállate! —le dijo Lois, al oír los pasos de Faith que se acercaba, temiendo que se percatara de lo que estaban hablando.

La verdad era que, uno o dos años antes, se había producido un grave conflicto en el pueblo de Salem, una gran división en el cuerpo religioso, y el pastor Tappau había sido el jefe del grupo más violento y el que triunfó al final. Por esta razón, el ministro menos popular, el señor Nolan, había tenido que marcharse. Y Faith Hickson le amaba con toda la fuerza de su corazón apasionado, aunque él jamás hubiese llegado a percibir el cariño que había suscitado, y la familia de la joven era demasiado indiferente a las manifestaciones meramente sentimentales para apreciar en ella señales de emoción. Pero la sirvienta india Nattee las vio y las observó todas. Ella sabía tan bien como si se lo hubiese confesado por qué Faith había perdido todo interés por su padre y su madre, por su hermano y su hermana, por el trabajo de la casa y las tareas diarias; y también por las prácticas religiosas. Nattee interpretó correctamente la profunda aversión de Faith al pastor Tappau; comprendía por qué la joven (la única de todos los blancos a quien amaba) eludía al anciano ministro, por qué se escondía en la leñera antes de que la llamaran para no tener que escuchar sus plegarias y exhortaciones. Las personas salvajes e ignorantes no se atienen a lo de «Quien quiere a Bertrán quiere a su can». No, suelen tener celos de la criatura amada. Es más bien «A quien odies odiaré»; y los sentimientos de Nattee por el pastor Tappau eran incluso una exageración del odio mudo y no expresado de Faith.

La causa de la aversión de su prima al ministro y de que lo evitase fue un misterio para Lois durante mucho tiempo; pero se grabó en su memoria el nombre de Nolan; y, más por interés femenino en un presunto amorío que por curiosidad desalmada e indiferente, no pudo menos que relacionar breves discursos y acciones con el afecto de Faith por el ausente ministro desterrado para encontrar una explicación que despejara todas sus dudas. Y esto sin posterior comunicación con Prudence, pues Lois no quiso saber más del asunto por ella, con lo que la ofendió profundamente.

Faith parecía más triste y abatida a medida que avanzaba el otoño. Perdió el apetito; tenía la tez morena cetrina y apagada y los ojos oscuros, hundidos y alocados. Se acercaba el primero de noviembre. En sus esfuerzos instintivos y bienintencionados por animar un poco la monotonía de la casa, Lois le había contado a Faith muchas costumbres inglesas bastante tontas, sin duda, y que apenas despertaron una chispa de interés en la joven americana. Las primas se habían acostado ya en la amplia habitación sin enyesar que era despensa y dormitorio al mismo tiempo. Lois sentía mucha pena por Faith aquella noche. Había oído en silencio durante un buen rato sus tristes suspiros incontenibles. Suspiraba porque su pesar se remontaba demasiado lejos para la emoción violenta o el llanto. Lois escuchó sin decir nada durante mucho, muchísimo tiempo. Guardaba silencio porque creía que desahogarse aliviaría la pena de su prima. Pero, cuando al final vio que en vez de tranquilizarse se inquietaba cada vez más, y que movía incluso las piernas convulsivamente, Lois empezó a hablar, a contar cosas de Inglaterra y de las costumbres inglesas. No despertó demasiado interés en Faith; hasta que sacó el tema de Halloween y de las tradiciones que en ese día se practicaban entonces y mucho después, y que persisten en Escocia. Mientras contaba las bromas que en ocasiones había gastado, y hablaba de la manzana que se comía mirando al espejo, de la sábana goteante, de los cuencos de agua, de las nueces que arden juntas y de muchos otros medios inocentes de adivinación con los que las jóvenes inglesas temblorosas y risueñas trataban de ver la imagen de su futuro marido, si iban a tenerlo: entonces Faith escuchó con atención, haciendo breves preguntas con impaciencia, como si su afligido corazón hubiese sido alcanzado por algún rayo de esperanza. Lois siguió contándole todas las historias de la clarividencia concedida a quienes la buscan por los métodos habituales, medio creyéndolas y medio incrédula, pero sobre todo deseando animar a la pobre Faith.

De pronto, Prudence se levantó de la carriola del rincón oscuro de la habitación. No se les había ocurrido pensar que estuviera despierta; pero llevaba mucho rato escuchando.

—La prima Lois puede ir al arroyo a ver a Satanás, si quiere; pero si vas tú, Faith, se lo diré a madre… sí, y se lo diré también al pastor Tappau. Guárdate tus historias, prima Lois; estoy muerta de miedo. Preferiría no casarme nunca a notar que me toca la criatura al coger la manzana de mi mano cuando me la pusiera en el hombro izquierdo.

La niña lanzó un grito de terror sobrecogida por la imagen que había conjurado su fantasía. Faith y Lois saltaron de la cama y corrieron a su lado cruzando la habitación iluminada por la luna con sus camisones blancos. En ese mismo instante y atraída por el grito, Grace Hickson acudió junto a su hija.

—¡Cállate! ¡Cállate! —dijo Faith en tono autoritario.

—¿Qué pasa, hija mía? —preguntó Grace, mientras Lois guardaba silencio, con la sensación de haber sido la causante de todo el revuelo.

—¡Llévatela! ¡Llévatela! —gritó Prudence—. Mira su hombro, su hombro izquierdo, el Maligno está ahí ahora, lo veo tender la mano para coger la manzana medio mordida.

—¿Qué dice? —preguntó Grace con severidad.

—Está soñando. ¡Cállate, Prudence! —dijo Faith, dándole un pellizco fuerte, mientras Lois intentaba calmar con ternura las inquietudes que creía haber conjurado.

—¡Tranquilízate y vuelve a dormir, Prudence! —le dijo—. Me quedaré contigo hasta que duermas profundamente.

—¡No, no! ¡Márchate! —dijo entre sollozos Prudence, que estaba realmente aterrada al principio, pero que ahora fingía más miedo del que sentía, por el mero placer de ser el centro de atención—. ¡Que se quede conmigo Faith, tú no, malvada bruja inglesa!

Así que Faith se sentó al lado de su hermana; y Grace volvió a su cama, disgustada y perpleja, con la intención de investigar mejor el asunto por la mañana. Lois sólo esperaba que para entonces se hubiese olvidado todo, y decidió no volver a hablar nunca de semejantes cosas. Pero en lo que quedaba de noche ocurrió algo que cambiaría el curso de los acontecimientos. Mientras Grace se había ausentado de la habitación, su marido había sufrido otro ataque de parálisis: nadie sabría nunca si también él se había asustado por el grito aterrador. A la tenue luz de la vela que ardía en la mesita, su esposa advirtió que se había operado un gran cambio en su aspecto cuando volvió. La respiración regular se reducía casi a estertores: se acercaba el final. Despertó a la familia y se recurrió a todos los auxilios que el médico o la experiencia podían aportar. Pero, antes de que apuntara la luz de la mañana de noviembre, todo había terminado para Ralph Hickson.

Pasaron todo el día siguiente en las habitaciones a oscuras sin hablar apenas y siempre en voz baja. Manasseh no salió; sin duda lamentaba la muerte de su padre, pero mostraba poca emoción. Faith fue la hija que más profundamente sintió la pérdida; tenía un tierno corazón oculto en algún lugar bajo su lúgubre apariencia, y su padre siempre le había manifestado pasivamente mucha más amabilidad que su madre, pues Grace tenía una predilección especial por Manasseh, su único hijo varón, y por Prudence, su hija pequeña. Lois estaba más afligida que nadie, porque consideraba a su tío su amigo más cordial y perderlo había renovado el dolor por la muerte de sus padres. Pero no tuvo tiempo para llorar ni lugar para hacerlo. Recayeron en ella muchas tareas de las que habría parecido indecoroso que se ocupasen los parientes más próximos hasta el punto de tomar parte activa en ellas: el cambio de ropa, los preparativos para el triste banquete fúnebre. Lois tuvo que encargarse de todo bajo la severa dirección de su tía.

Pero un par de días después, el día antes del entierro, fue al corral a buscar leña para el fuego. Era una tarde solemne, preciosa, iluminada por la luz de las estrellas, y un súbito sentimiento de desolación en medio del vasto universo que así se revelaba la conmovió; se sentó detrás de la pila de leña y se echó a llorar a lágrima viva.

La sobresaltó Manasseh, que apareció de pronto.

—¡Lois llorando!

—Sólo un poco —dijo ella, levantándose y recogiendo el haz de leña; pues temía que su primo adusto e impasible la interrogara. Para su sorpresa, él le posó la mano en el hombro y le dijo:

—Espera un momento. ¿Por qué lloras, prima?

—No lo sé —contestó, como una niña a quien se le hiciese tal pregunta, a punto de echarse a llorar de nuevo.

—Mi padre fue muy bueno contigo, Lois; no me extraña que llores por él. Pero el Señor que quita también puede dar diez veces más. Seré tan bueno como mi padre, sí, más bueno. Este no es momento para hablar de matrimonio ni de entregarse en matrimonio. Pero quiero hablar contigo cuando hayamos enterrado a nuestro difunto.

Lois dejó de llorar, pero se estremeció de terror. ¿Qué quería decir su primo? Habría preferido con mucho que se hubiese enfadado con ella por llorar de un modo irrazonable, insensato.

Lo eludió con cuidado durante días, aun tratando de que no pareciera que le daba miedo. A veces pensaba que tenía que tratarse de un mal sueño; pues no se le habría ocurrido pensar en Manasseh como marido aunque no hubiera tenido un enamorado en Inglaterra, ni hubiera existido ningún otro hombre en el mundo. En realidad, hasta entonces, no había advertido en sus palabras ni en sus actos nada que indicara semejante propósito. Ahora que este se había sugerido, era imposible expresar cuánto le repugnaba. Podía ser bueno, y piadoso —y sin duda lo era—, pero sus ojos oscuros, fijos, de movimientos lentos y torpes, aquel pelo negro y lacio, la piel pálida y áspera, todo hacía que le desagradara ahora, toda su fealdad personal y su falta de garbo sacudían sus sentidos como un golpe, desde que pronunciara aquellas pocas palabras detrás del montón de leña.

Ella sabía que tarde o temprano llegaría el momento de volver a hablar del asunto; pero procuró aplazarlo como una cobarde pegándose a las faldas de su tía, porque estaba segura de que Grace Hickson tenía otros planes para su único hijo. Y estaba en lo cierto, en realidad. Grace era una mujer ambiciosa, además de religiosa. Los Hickson se habían hecho ricos sin ningún gran esfuerzo, comprando al principio terrenos en la aldea de Salem, y en parte, también, por el silencioso proceso de acumulación; pues nunca se habían preocupado de cambiar de forma de vida desde que esta se correspondía con unos ingresos muy inferiores a los que disfrutaban en el presente. Eso en cuanto a las circunstancias materiales. En lo que respecta a su honorabilidad mundana, era igual de elevada. Nadie podía criticar sus obras y costumbres. Su rectitud y su devoción eran evidentes para todos. Grace Hickson, por tanto, se creía con derecho a buscar y elegir entre las jóvenes hasta encontrar una a la altura de Manasseh. Ninguna de Salem encajaba en su patrón imaginario. Lo tenía en el pensamiento incluso en aquel momento, con la muerte de su marido tan reciente: iría a Boston a pedir consejo a los ministros principales, con el honorable Cotton Mather a la cabeza, a fin de que le indicaran alguna joven bien parecida y piadosa de sus congregaciones, digna de ser la esposa de su hijo. Pero, además de belleza y devoción, la joven tendría que ser de buena familia y de buena posición; en caso contrario, la rechazaría despectivamente. En cuanto encontrara este dechado de virtudes y los ministros dieran su consentimiento, Grace no preveía ninguna objeción por parte de su hijo. Lois tenía razón al pensar que su tía no querría saber nada de que se casara con Manasseh.

Un día la joven se vio acorralada del modo siguiente: Manasseh había salido a atender algunos asuntos, que, según todos, le ocuparían el día entero. Pero después de ver al hombre con quien tenía que tratar sus asuntos, regresó a casa antes de lo esperado. Echó de menos a Lois casi nada más entrar en la sala, donde estaban hilando sus hermanas. Su madre estaba sentada al lado con su labor; y podía ver a Nattee en la cocina por la puerta abierta. Manasseh era demasiado reservado para preguntar dónde estaba Lois; pero buscó discretamente hasta encontrarla en el gran desván, lleno ya de fruta y hortalizas para el invierno. Su tía le había mandado a examinar las manzanas una por una y escoger las que no estuvieran bien para utilizarlas de inmediato. Estaba agachada y concentrada en el trabajo y no advirtió su presencia hasta que alzó la cabeza y lo vio de pie delante de ella. Se le cayó la manzana que tenía en la mano, se puso un poco más pálida de lo habitual y lo miró en silencio.

—Lois —le dijo Manasseh—, ¿recuerdas lo que te dije cuando aún llorábamos a mi padre? Creo que estoy llamado al matrimonio ahora, como cabeza de esta familia. ¡Y no he visto a ninguna chica que me agrade tanto como tú, Lois!

Intentó agarrarle la mano. Pero ella se la llevó a la espalda moviendo la cabeza como una niña y dijo casi llorando:

—¡Por favor, primo Manasseh, no me digas esto! Supongo que tendrás que casarte siendo ahora el cabeza de familia; pero yo no quiero casarme. Preferiría no hacerlo.

—Bien dicho —repuso él, aunque un poco ceñudo—. No me gustaría tomar por esposa a una joven demasiado atrevida, dispuesta a casarse a toda prisa. Además, la congregación murmuraría si nos casáramos demasiado pronto después de la muerte de mi padre. Tal vez hayamos dicho ya suficiente incluso ahora. Pero quería tranquilizarte sobre tu bienestar futuro. Tendrás tiempo para pensar en ello y para hacerte mejor a la idea.

Volvió a tenderle la mano. Esta vez ella la cogió con un ademán franco y libre.

—Te debo mucho por tu amabilidad desde que llegué, primo Manasseh. Y no tengo otro medio de pagarte más que diciéndote sinceramente que puedo quererte como a un buen amigo, si me lo permites, pero nunca como tu mujer.

Él le soltó la mano rápidamente, pero no apartó los ojos de su rostro, aunque su mirada era hosca y lúgubre. Masculló algo que ella no oyó bien; así que prosiguió valerosamente, aunque todavía temblaba un poco y tenía que esforzarse para no llorar.

—¡Por favor, déjame explicártelo todo! Había un joven en Barford… no, Manasseh, no puedo hablar si estás tan enfadado; ya es difícil hacerlo de cualquier manera… Ese joven dijo que quería casarse conmigo; pero yo era pobre y su padre no quería saber nada; y yo no quiero casarme con nadie; pero, si quisiera, sería…

Bajó la voz, y su sonrojo explicó el resto. Manasseh seguía mirándola con ojos tristes y sombríos, con un brillo creciente de fiereza; y luego le dijo:

—Se me ha revelado, de verdad, lo veo como en una visión, que tienes que ser mi esposa y de nadie más. No puedes escapar a lo que está predestinado. Hace meses, cuando leía los antiguos libros en los que mi alma solía deleitarse hasta que llegaste, no veía ninguna letra de tinta en la página sino una letra dorada y rojiza de un idioma desconocido cuyo significado me susurraba en el alma: «¡Cásate con Lois! ¡Cásate con Lois!». Y, cuando murió mi padre, supe que era el principio del fin. Es la voluntad del Señor, Lois, y no puedes eludirla.

Y de nuevo intentó cogerle la mano y atraerla hacia él. Pero esta vez, ella lo evitó apartándose con prontitud.

—No admito que sea la voluntad del Señor, Manasseh —dijo—. No «se me ha revelado», como decís los puritanos, que tenga que ser tu esposa. No deseo casarme hasta el punto de aceptarte, no lo desearía aunque no tuviese ninguna otra oportunidad. Pues no te quiero como tendría que querer a mi marido. Aunque pueda quererte mucho como primo… como un primo bueno.

Guardó silencio; no encontraba palabras para expresarle su gratitud y su amistad, que sin embargo nunca podrían convertirse en un sentimiento más íntimo y más intenso, lo mismo que dos líneas paralelas nunca llegan a juntarse.

Pero él estaba tan convencido, por lo que consideraba el espíritu de la profecía, de que Lois tenía que ser su esposa que le indignaba bastante más lo que interpretaba como resistencia al decreto predestinado de lo que podía preocuparle en realidad el resultado. Intentó persuadirla de nuevo de que ni él ni ella tenían ninguna posibilidad de elección, diciéndole:

—La voz me dijo: «Cásate con Lois»; y yo dije: «Lo haré, Señor».

—Pero la voz, como dices tú, nunca me ha dicho lo mismo a mí —replicó Lois.

—Lo hará, Lois —contestó él solemnemente—. ¿Y entonces, obedecerás, incluso como hizo Samuel?

—No; ¡de verdad que no puedo! —contestó ella enérgicamente—. Puedo aceptar que un sueño sea la verdad, y oír cosas que yo misma me imagino si pienso en ellas demasiado. Pero no puedo casarme con nadie por obediencia.

—Lois, Lois, sigues obstinada, pero te he visto en una visión como una elegida, vestida de blanco. Tu fe todavía es demasiado débil para que obedezcas dócilmente; pero no siempre será así. Rezaré para que veas el camino al que estás predestinada. Mientras tanto, eliminaré todos los obstáculos materiales.

—¡Primo Manasseh! ¡Primo Manasseh! ¡Vuelve! —le gritó Lois mientras él salía de la habitación—. No puedo expresarlo con palabras lo bastante convincentes, Manasseh, no existe fuerza divina ni humana que pueda obligarme a amarte lo suficiente para casarme contigo, ni puedo casarme contigo sin ese amor. Y te lo digo solemnemente porque es mejor que esto termine de inmediato.

Él se quedó atónito un momento; luego alzó las manos y dijo:

—¡Que Dios te perdone la blasfemia! Recuerda a Jazael, que dijo: «¿Es tu siervo un perro, que hará cosa tan enorme?». Y fue y lo hizo porque su camino maligno estaba trazado y señalado desde antes de la creación del mundo. ¿Y no discurrirá tu camino entre los piadosos como me ha sido revelado?

Se marchó; y, por uno o dos minutos, Lois sintió como si sus palabras tuvieran que ser ciertas y que, por más que luchara, por más que aborreciese su sino, tendría que ser su esposa. Muchas jóvenes habrían sucumbido a su presunto destino en tales circunstancias. Aislada de todas sus relaciones anteriores, sin noticias de Inglaterra, viviendo en la rutina monótona y opresiva de una familia en la que mandaba un solo hombre, y un hombre considerado un héroe por cuantos lo rodeaban, simplemente porque era el único hombre de la familia: esos simples hechos avalarían la firme presunción de que la mayoría de las jóvenes habría cedido a las propuestas de semejante individuo. Pero, además, había mucho que decir sobre la fuerza de la imaginación en aquellos tiempos, en aquel lugar y en aquel momento. Era creencia generalizada que existían manifestaciones de influencia espiritual, de la influencia directa de espíritus buenos y espíritus malignos, que se percibía constantemente en el curso de la vida de los hombres. Se confiaba en la suerte para ver qué decía el Señor: se abría la Biblia al azar y el primer texto en el que se posaba la vista se consideraba señalado desde las alturas como guía. Se oían sonidos que no tenían explicación; procedían de los espíritus malignos que aún no habían sido expulsados de los lugares desiertos donde habían dominado mucho tiempo. Se veían vagamente visiones inexplicables y misteriosas: Satán bajo alguna forma, que buscaba a alguien a quien devorar. Y se creía que semejantes historias contadas entre susurros, semejantes tentaciones y evocaciones y terrores infernales añejos abundaban sobre todo al comienzo de la larga estación invernal. Salem estaba, por así decirlo, cubierto por la nieve y abandonado a sus propios recursos. Las noches largas y oscuras, las habitaciones tenuemente iluminadas, los pasadizos crujientes donde se amontonaban bienes heterogéneos a salvo de las fuertes heladas y donde, de vez en cuando, en plena noche, se oía el ruido de un cuerpo pesado al caer, aunque a la mañana siguiente todo aparecía en su sitio —tan acostumbrados estamos a medir los ruidos en comparación con otros ruidos y no con la absoluta quietud de la noche—, la bruma blanca, que por la tarde se aproxima cada vez más a las ventanas con extrañas formas fantasmales, todas estas circunstancias y muchas otras, como la caída de árboles enormes en los bosques misteriosos que los rodeaban, el leve grito de algún indio que buscaba su campamento y se acercaba al asentamiento de los blancos más de lo que a él y a ellos les habría gustado de haber podido elegir, los aullidos hambrientos de los animales salvajes que rondaban los corrales del ganado… estas eran las cosas que hacían que la vida invernal en Salem en la época memorable de 1691-1692 les pareciese a muchos extraña, embrujada y terrorífica, y especialmente misteriosa y horrible a la joven inglesa en su primera temporada en América.

Imaginad ahora a Lois continuamente apremiada por la convicción de Manasseh de que se había decretado que ella debía ser su esposa, y comprenderéis que no le faltaban temple y coraje para resistir como lo hizo, constante y firmemente y, sin embargo, con amabilidad. Tomemos un ejemplo entre muchos, en que sus nervios se vieron sometidos a una conmoción, relativamente leve, es cierto, pero recordad que llevaba muchos días seguidos encerrada en casa, con poca luz, pues al mediodía era casi de noche debido a una larga e intensa tormenta de nieve. Avanzaba la tarde y el fuego de leña era más alegre que ninguno de los seres humanos que lo rodeaban; no había cesado en todo el día el monótono runrún de las ruecas más pequeñas y se estaba acabando la reserva de lino, cuando Grace Hickson pidió a Lois que fuera a buscar un poco más antes de que oscureciera del todo y no pudiera encontrarlo sin vela, pues era peligroso subir con una vela a aquella estancia llena de materiales combustibles, sobre todo en esa época de fuertes heladas en la que hasta la última gota de agua quedaba atrapada y envuelta en una gélida dureza. Así que Lois obedeció, un poco asustada por el largo pasillo que llevaba a la escalera del desván, pues era allí donde se producían los extraños ruidos nocturnos que todos habían empezado a oír y de los que hablaban bajando la voz. Empezó a cantar mientras andaba «para darse valor», aunque lo hiciese con voz apagada; cantó el himno del atardecer que tantas veces había cantado en la iglesia de Barford («Gloria a Ti, Dios mío, esta noche»), y por eso, supongo, no oyó la respiración ni el movimiento de ninguna criatura hasta que, al cargar el lino para bajarlo, oyó que alguien le decía al oído (era Manasseh):

—¿Ha hablado ya la voz? ¡Dímelo, Lois! ¿Te ha hablado ya la voz que acude a mí día y noche diciéndome: «Cásate con Lois»?

Casi se desmaya del susto, pero no tardó en responder con claridad y valor:

—No, primo Manasseh. Y nunca lo hará.

—Entonces debo esperar todavía más —masculló él, como si hablase consigo mismo—. Pero todo sumisión, todo sumisión.

Algo rompió al fin la monotonía del largo y oscuro invierno. Como la parroquia había crecido tanto, los feligreses plantearon una vez más la necesidad de que el pastor Tappau recibiera ayuda. La cuestión se había sometido a debate anteriormente; y en aquel momento el pastor Tappau había aceptado que era necesario, y todo se había desarrollado sin contratiempos durante unos meses tras el nombramiento de su ayudante, hasta que nació un sentimiento en el ministro mayor que podría haberse denominado envidia si hubiese cabido la posibilidad de que un hombre tan piadoso como el pastor Tappau abrigase tan perversa pasión. Lo cierto es que se formaron en seguida dos bandos, los más jóvenes y ardientes a favor del señor Nolan, y los mayores y más obstinados (entonces los más numerosos) a favor del viejo dogmático de cabello gris, el señor Tappau, que los había casado, que había bautizado a sus hijos y a quien consideraban «un pilar de la iglesia». Así que el señor Nolan se marchó de Salem, llevándose consigo probablemente otros corazones además del de Faith Hickson; aunque sin duda ella no había vuelto a ser la misma desde entonces.

Pero ahora (Navidad de 1691), tras la muerte de dos miembros ancianos de la congregación, habiéndose instalado en Salem algunos hombres más jóvenes y siendo el señor Tappau también más viejo y, según suponían caritativamente algunos, más sabio, se hizo un nuevo esfuerzo y el señor Nolan volvió a trabajar en un entorno aparentemente más tranquilo. Lois se había tomado un vivo interés en todo por Faith, mucho más que ella misma, habría dicho algún observador. La rueca de Faith siempre trabajaba al mismo ritmo, su hilo nunca se rompía, nunca se le subía el color, nunca alzaba los ojos con interés súbito cuando se discutía el regreso del señor Nolan. Pero Lois había seguido la pista que le había dado Prudence y había encontrado la clave de muchos suspiros y miradas de desconsuelo, incluso sin la ayuda de las improvisadas canciones de Nattee, que contaban con extrañas alegorías el amor imposible de su preferida ante oídos incapaces de entenderlas, exceptuando los de la tierna y compasiva Lois. De vez en cuando, oía el extraño canto de la anciana india, a medias en su propia lengua y a medias en torpe inglés, mientras preparaba algo en una marmita a fuego lento, que, para no decir otra cosa peor, olía espantosamente. Un día, al percibir el olor en la sala, Grace Hickson exclamó de pronto:

—Nattee ya está otra vez con sus costumbres paganas. Hay que obligarla a dejarlo o tendremos un lío.

Faith actuó más rápido de lo habitual y dijo algo sobre poner fin a aquello, anticipándose a la evidente intención de su madre de ir a la cocina. Cerró la puerta que separaba ambas habitaciones e inició una discusión con Nattee; pero nadie podía oír lo que decían. Ambas parecían más unidas por un amor y un interés comunes que ninguno de los reservados miembros de la familia. Lois tenía a veces la impresión de que interrumpía con su presencia alguna conversación confidencial entre su prima y la anciana sirvienta. Y, sin embargo, quería a Faith y se inclinaba a pensar que ella la quería más que su madre, hermano o hermana; pues a los dos primeros no les interesaban los sentimientos íntimos, mientras que a Prudence le encantaba descubrirlos sólo para mofarse de ellos.

Un día, Lois estaba sentada sola a la mesa de costura, mientras Faith y Nattee celebraban uno de los cónclaves secretos de los que ella se sentía tácitamente excluida; entonces se abrió la puerta de la calle y entró un joven alto y pálido, con el estricto hábito profesional de ministro. Lois se levantó de un salto con una sonrisa y una mirada de simpatía por Faith, pues sin duda tenía que ser el señor Nolan, cuyo nombre llevaba días en boca de todos y a quien sabía que esperaban el día anterior.

El joven pareció un poco sorprendido por la alegre solicitud con que le recibió aquella desconocida: tal vez no supiera nada de la joven inglesa que vivía en la casa, donde sólo había visto caras tristes, serias, solemnes o graves, y en la que siempre le habían tratado con rígido formalismo, tan distinto de aquella cara risueña, ruborosa y con hoyuelos que ahora le saludaba con la afabilidad que se brinda a un viejo conocido. Lois le acercó un asiento y se apresuró a avisar a Faith, sin dudar que el sentimiento que abrigaba su prima por el joven pastor era recíproco, aunque no lo reconociesen en toda su profundidad.

—¡Faith! —exclamó, radiante y sin aliento—. Adivina… No —se contuvo, ateniéndose a su supuesta ignorancia de la importancia que podían tener sus palabras—. El señor Nolan, el nuevo pastor, está en la sala. Ha preguntado por mi tía y por Manasseh. Mi tía ha ido a las oraciones del pastor Tappau y Manasseh ha salido.

Siguió hablando para darle tiempo, pues la joven se había quedado mortalmente pálida al oírla, mientras, al mismo tiempo, sus ojos se cruzaban con la mirada viva y astuta de la anciana india con una expresión extraña de asombro y sobrecogimiento; la de Nattee, en cambio, expresaba triunfal satisfacción.

—Ve —le dijo Lois al fin, atusándole el cabello y besándole la mejilla blanca, helada—, o se extrañará de que nadie salga a recibirle, o tal vez crea que no es bien recibido.

Faith acudió a la sala sin más palabras y cerró la puerta. Nattee y Lois se quedaron solas. Lois estaba tan contenta como si le hubiese ocurrido algo bueno a ella. Olvidó de momento el miedo creciente a la amenazadora y disparatada insistencia de Manasseh en su petición, la frialdad de su tía, la propia soledad, y casi habría podido bailar de alegría. Nattee se reía a carcajadas y hablaba y sonreía entre dientes: «Anciana india gran misterio. Anciana india mandó de acá para allá; ir a donde la mandan, donde oye con sus oídos. Pero anciana india —y aquí se irguió y la expresión de su rostro cambió totalmente— sabe llamar y hombre blanco tiene que venir; y anciana india jamás ha dicho palabra y blanco no ha oído nada con sus oídos». Eso masculló la vieja bruja.

Mientras tanto, en la sala todo era muy distinto de lo que imaginaba Lois. Faith estaba incluso más inexpresiva de lo habitual, con los ojos bajos, parca en palabras. Un buen observador habría notado cierto temblor en sus manos y un estremecimiento general de vez en cuando. Pero el pastor Nolan no era un buen observador en aquel momento. Estaba absorto en sus propias incertidumbres y perplejidades. Su duda era la de un hombre carnal: quién sería aquella bella desconocida que se había alegrado tanto al verle llegar, pero que había desaparecido al instante y que, al parecer, no volvería. Y, en realidad, no estoy segura de que su perplejidad no fuese la de un hombre carnal más que la de un ministro devoto, teniendo en cuenta cuál era su dilema. Era costumbre en Salem (como ya hemos visto) que el ministro, al entrar en un hogar para la visita que, entre otra gente y en otra época, se habría denominado «visita matinal», propusiera una oración por la felicidad eterna de la familia bajo cuyo techo se hallaba. Ahora bien, debía adaptarse dicha plegaria al carácter, alegrías, pesares, deseos y sentimientos individuales de cada uno de los presentes; y allí estaba él, un pastor joven, a solas con una joven, y pensaba —vanos pensamientos, quizá, pero aun así muy naturales— que las conjeturas implícitas sobre el carácter de aquella joven, relacionadas con las minuciosas peticiones mencionadas, serían muy embarazosas en una plegaria tête-à-tête; así que, ya fuese por su asombro o su perplejidad, no lo sé, el joven ministro no contribuyó mucho a la conversación durante un rato y, finalmente, con un súbito arranque de coraje y espontaneidad, cortó el nudo gordiano proponiendo la oración habitual, y añadiendo la petición de que llamara a los miembros de la familia. Entró Lois, tranquila y decorosa; entró Nattee, un madero rígido e impasible (ningún rastro de inteligencia ni de risa en su semblante). El pastor Nolan apartó solemnemente cualquier pensamiento errático y se arrodilló en medio de las tres dispuesto a rezar. Era un religioso bueno y sincero, cuyo nombre es lo único que se oculta aquí, y desempeñó valerosamente su papel en la espantosa prueba a la que se vería sometido más adelante; y, si en aquel momento, antes de que tuviera que afrontar las feroces persecuciones, las fantasías humanas que acosan a los corazones jóvenes recorrieron el suyo, hoy sabemos que estas fantasías no son pecado. Reza, pues, ahora con fervor, reza tan sinceramente por sí mismo, con tal sentimiento de la propia necesidad espiritual y de sus flaquezas espirituales, que cada una de sus oyentes sabe que ha elevado una oración y una súplica por ella. Hasta Nattee susurró las pocas palabras que sabía del Padrenuestro; por más incoherentes que fuesen los nombres y verbos inconexos, la pobre criatura los pronunció llevada por una inusitada piedad. Lois se levantó reconfortada y fortalecida por su parte, algo que nunca le había ocurrido con las oraciones especiales del pastor Tappau. Pero Faith sollozaba, sollozaba en voz alta, casi histéricamente, y no hizo ningún esfuerzo por levantarse, sino que se tumbó con los brazos extendidos en el escaño. Lois y el pastor Nolan se miraron un instante. Luego Lois dijo:

—Debe marcharse, señor. Mi prima no está muy fuerte desde hace algún tiempo, y es indudable que necesita más sosiego del que ha tenido hoy.

El pastor Nolan se inclinó y salió de la casa; pero volvió al momento. Entreabrió la puerta y dijo, sin entrar:

—Vuelvo para preguntar si podría pasar esta tarde para saber cómo se encuentra la señorita Hickson.

Pero Faith no lo oyó; sollozaba más fuerte que antes.

—¿Por qué le despediste, Lois? Me habría recuperado en seguida, ¡y llevo tanto tiempo sin verlo!

Lo dijo con la cara cubierta y Lois no la entendió bien. Se inclinó, acercando la cabeza a la de su prima con la intención de pedirle que le repitiera lo que había dicho. Pero, en la irritación del momento, e impulsada tal vez por cierta envidia incipiente, Faith la empujó tan fuerte que Lois se dio un golpe con la esquina dura y cortante del banco. Se le llenaron los ojos de lágrimas, más que por el daño que se hizo en la mejilla, por el súbito dolor que le causó el rechazo de la prima por quien abrigaba sentimientos tan tiernos y bondadosos. Por un instante, la dominó la furia como a cualquier joven; pero ciertas palabras de la plegaria del pastor Nolan resonaban aún en sus oídos y pensó que sería una lástima impedir que arraigaran en su corazón. No se atrevió a volver a acariciar a Faith, sin embargo, y guardó silencio a su lado, esperando con tristeza, hasta que unos pasos en la puerta de la calle impulsaron a levantarse rápidamente a Faith y correr a la cocina, dejando que Lois atendiera al recién llegado. Era Manasseh, que volvía de cazar. Había pasado dos días fuera con otros jóvenes de Salem. Era casi la única ocupación que le sacaba de sus hábitos solitarios. Se detuvo de pronto en la puerta al ver a Lois, y sola además, pues últimamente le había rehuido de todas las formas posibles.

—¿Dónde está mi madre?

—En los oficios del pastor Tappau. Se ha llevado a Prudence. Faith acaba de salir de la habitación. La llamaré.

Se dirigió a la cocina, pero él se plantó en puerta.

—Lois, el tiempo pasa y no puedo esperar mucho más —le dijo—. No dejo de tener visiones y mi vista es cada vez más clara. Esta misma noche, acampado en el bosque, vi en mi alma, entre el sueño y la vigilia, vi al espíritu venir a ofrecerte dos vestidos, uno de color blanco, como el de una novia, y el otro negro y rojo, que significa una muerte violenta. Y tú elegías el segundo, y entonces el espíritu me decía: «¡Ven!», y yo iba y hacía lo que me había ordenado. Te lo ponía con mis propias manos, como está predestinado si no escuchas la voz y te conviertes en mi esposa. Y, cuando el vestido rojo y negro cayó al suelo, eras como un cadáver de tres días. Vamos, Lois, reflexiona a tiempo. Lois, prima, lo he visto en una visión y mi alma te era fiel. Te perdonaría de buen grado.

Lo decía en serio, completamente en serio; fuesen cuales fuesen sus visiones, como las llamaba él, creía en ellas, y esa fe dotaba de cierta generosidad a su amor por Lois. Ella lo consideró entonces como no lo había hecho nunca, lo cual parecía contrastar con el rechazo que acababa de recibir de su prima. Manasseh se había acercado a ella y le cogió la mano, repitiendo a su modo disparatado, patético y absorto:

—Y la voz me dijo: «¡Cásate con Lois!».

En esta ocasión Lois se sintió más inclinada que nunca a tranquilizarle y razonar con él desde la primera vez que se lo había dicho, pero en ese momento Grace Hickson y Prudence entraron. Habían vuelto de la asamblea religiosa por la parte de atrás, y por eso no las habían oído llegar.

Pero Manasseh no se movió ni se volvió a mirar; tenía los ojos clavados en Lois como para apreciar el efecto de sus palabras. Grace se acercó a ellos presurosa, alzó el brazo derecho y les separó las manos unidas con un golpe fuerte, pese al fervor del apretón de Manasseh.

—¿Qué significa esto? —preguntó furiosa, dirigiéndose más a Lois que a su hijo.

Lois esperó que contestara Manasseh. Sólo unos segundos antes parecía más amable y menos amenazador que últimamente, y no quería irritarle ahora. Pero él no abrió la boca, y su tía siguió allí indignada esperando una respuesta.

«De todos modos —pensó Lois—, dejará de pensar en el asunto en cuanto mi tía diga lo que opina al respecto».

—Mi primo me ha pedido en matrimonio —dijo Lois.

—¡A ti! —exclamó Grace, dirigiéndose con un gesto de máximo desprecio a su sobrina. Entonces terció Manasseh:

—Está predestinado. La voz lo ha dicho y el espíritu la ha traído a mí como esposa.

—¡Espíritu! Un espíritu maligno, supongo. Un buen espíritu habría elegido para ti a una joven piadosa de los tuyos y no a una prelatista forastera como ella. Valiente pago por todas nuestras bondades, señorita Lois.

—En realidad, he hecho cuanto he podido, tía Hickson, y el primo Manasseh lo sabe, para demostrarle que no puedo ser lo que pretende. Le he dicho —añadió, enrojeciendo, pero decidida a contarlo todo— que estoy prácticamente prometida con un joven de nuestro pueblo en Inglaterra; y, además de eso, de momento no deseo casarme.

—Más te vale desear la conversión y la regeneración. Matrimonio es una palabra impropia en boca de una joven. En cuanto a Manasseh, hablaré con él a solas; y, mientras tanto, si has sido sincera, no sigas por este camino, como te he visto hacer demasiado a menudo últimamente.

Lois se quedó anonadada por tan injusta acusación, pues sabía cuánto había temido y eludido a su primo, y casi esperaba que él dijese que las palabras de su tía no eran ciertas. Pero, en vez de hacerlo, volvió a su única idea fija y dijo:

—¡Madre, escúchame! Si no me caso con Lois, tanto ella como yo moriremos en menos de un año. No me importa la vida; antes de esto, como bien sabes, he buscado la muerte. —Grace se estremeció, dominada un instante por algún terrible recuerdo—. Pero, si Lois fuese mi esposa, viviría y se salvaría del otro destino. Cada día veo más clara la visión. Sin embargo, cuando intento saber si soy un elegido, todo es oscuro. El misterio del libre albedrío y la predestinación es un invento de Satán, no de Dios.

—¡Ay, hijo mío! Satán está fuera entre nuestros hermanos incluso ahora; pero no hablemos más de temas enojosos. No te preocupes, Lois será tu esposa, aunque yo quería algo muy distinto para ti.

—No, Manasseh —dijo entonces Lois—. Te quiero como primo, pero no puedo ser tu esposa. No está bien engañarle así, tía Hickson. Si alguna vez me caso, repito que estoy prometida con un hombre de Inglaterra.

—¡Vamos, niña! Ahora soy yo tu tutora, y ocupo el lugar de mi difunto marido. Te crees un premio tan valioso que no te dejaré escapar, te guste o no. Pero no te valoro más que como remedio para Manasseh si vuelve a trastornarse, pues he notado indicios de ello últimamente.

Así que esa era la explicación secreta de buena parte de lo que la había asustado de la actitud de su primo. Si la joven hubiese sido un médico de los tiempos modernos, habría detectado también algunos rasgos del mismo carácter en sus primas, en su falta de sentimientos naturales, en el gusto por hacer daño de Prudence y en la vehemencia del amor no correspondido de Faith. Pero Lois aún no sabía mejor que Faith que el apego de esta al señor Nolan no sólo no era correspondido por el joven ministro, sino que este ni siquiera lo había advertido.

Bien es cierto que acudía a la casa con frecuencia y pasaba un buen rato con la familia y los observaba detenidamente, pero no prestaba especial atención a Faith. Lois lo advirtió y lo lamentó; Nattee lo advirtió y se indignó, mucho antes de que la propia Faith lo admitiera y acudiera a ella, en vez de a su prima, en busca de consuelo y comprensión.

—No siente nada por mí. Le interesa más el dedo meñique de Lois que todo mi cuerpo —se quejó Faith con la dolorosa amargura de los celos.

—¡Calla, calla, alondrilla! ¿Cómo puede hacer el nido si el pájaro viejo se ha llevado todo el musgo y las plumas? Espera a que la india encuentre la forma de mandar bien lejos al pájaro viejo.

Grace Hickson se ocupó de algún modo de Manasseh, lo que alivió bastante la angustia de Lois por su extraño comportamiento. Pero a veces escapaba de la vigilancia materna, y entonces buscaba siempre a Lois, suplicándole como antes que se casara con él, alegando el amor que sentía por ella o hablando más a menudo con furia de las visiones y de las voces que oía prediciendo un terrible futuro.

Ahora debemos ocuparnos de los acontecimientos que tenían lugar en Salem fuera del pequeño círculo de la familia Hickson. Pero, como sólo nos interesan en la medida en que sus consecuencias pesarían en el futuro de quienes formaban parte de ella, mi descripción será breve. La ciudad de Salem había perdido en muy poco tiempo por muerte, antes del comienzo de mi historia, a casi todos sus hombres venerables y ciudadanos principales, hombres sabios y sensatos y consejeros lúcidos. Y apenas la población se había recuperado del golpe de su pérdida, cuando los patriarcas de la pequeña comunidad primitiva se siguieron unos a otros en rápida sucesión a la tumba. Los habían amado como a padres, y los habían respetado como a jueces en la tierra. La primera consecuencia nefasta de su fallecimiento se había hecho visible en la acalorada disputa que surgió entre el pastor Tappau y el candidato Nolan. Esta se había superado, en apariencia, pero no llevaba el señor Nolan muchas semanas en Salem tras su reaparición, cuando surgió de nuevo el conflicto y distanció para siempre a muchos que hasta entonces habían estado unidos por vínculos de amistad o parentesco. No tardó en ocurrir en la familia Hickson: Grace era decidida partidaria de las doctrinas más lúgubres del pastor Tappau, mientras que Faith era apasionada defensora, aunque impotente, del señor Nolan. El ensimismamiento creciente de Manasseh en sus propias fantasías y su supuesto don de profecía, que le volvían relativamente indiferente a todos los acontecimientos exteriores, no obraba el cumplimiento de sus visiones ni el esclarecimiento de las doctrinas oscuras y misteriosas sobre las que había reflexionado de un modo excesivo para su salud mental y física. Y Prudence disfrutaba irritando a cada uno con su defensa de las opiniones a las que más se oponía y repitiendo la historia a quien era más probable que no la creyera y se indignara, aparentemente ajena al efecto que producía. Se hablaba mucho de los problemas de la congregación y de que las disensiones se llevarían a la asamblea general; y cada parte esperaba lógicamente que, si tal era el curso de los acontecimientos, el otro pastor y sus partidarios fueran vencidos en la lucha.

Así estaban las cosas en la ciudad cuando un día de finales de febrero Grace Hickson regresó muy nerviosa de la oración semanal en casa del pastor Tappau a la que tenía por acostumbre asistir. Al entrar en su casa se sentó, meciéndose atrás y adelante y rezando para sí: Faith y Lois dejaron la labor al ver su agitación, sin atreverse a hablarle. Faith se levantó al fin y preguntó:

—¿Qué ocurre, madre? ¿Ha pasado algo de carácter maligno?

La cara de la mujer valiente y severa palideció y su mirada parecía inmovilizada por el espanto mientras rezaba; le rodaban por las mejillas grandes lágrimas.

Casi parecía librar una batalla para recuperar la noción del presente y de la vida habitual del hogar y poder encontrar las palabras para contestar.

—¡Carácter maligno! Hijas, Satanás está fuera, está cerca. Le he visto ahora mismo afligir a dos niñas inocentes como a los posesos de la antigua Judea. Él y sus siervos han deformado y crispado a Hester y a Abigail Tappau, de tal forma que hasta me da miedo pensarlo; y cuando su padre, el piadoso señor Tappau empezó a exhortar y a rezar, sus alaridos eran como los de los animales salvajes del campo. No hay duda de que Satanás anda suelto por el mundo. Y las niñas seguían llamándolo como si estuviera en aquel momento entre nosotros. Abigail gritó que estaba detrás de mí disfrazado de negro; y, cuando me volví al oírla, vi una criatura esfumarse como una sombra y me cubrió un sudor frío. ¿Quién sabe dónde estará en este momento? Faith, echa paja en el umbral.

—¿No le impedirá eso salir si ya ha entrado? —preguntó Prudence.

Su madre siguió balanceándose y rezando sin hacer caso de la pregunta, hasta que reinició su historia.

—El reverendo Tappau dice que anoche mismo oyó un ruido como si alguna fuerza poderosa arrastrara un cuerpo pesado. Y ese cuerpo se lanzó en una ocasión contra la puerta de su dormitorio y sin duda la habría derribado si él no hubiese rezado con fervor en voz alta; y ante su plegaria se oyó un alarido que le puso los pelos de punta; y esta mañana encontraron toda la vajilla de la casa destrozada y esparcida en medio de la cocina; y el pastor Tappau dice que, en cuanto empezó a pedir la bendición de los alimentos de la mañana, Abigail y Hester se pusieron a gritar como si alguien las pellizcara. ¡Apiádate de nosotros, Señor! Satanás en verdad anda suelto.

—Parecen las viejas historias que se contaban en Barford —dijo Lois, aterrorizada.

Faith parecía menos asustada; claro que su aversión al pastor Tappau era tan fuerte que no lamentaba ninguna desgracia que le ocurriera a él o a su familia.

El señor Nolan llegó al atardecer. A tal extremo habían llegado los ánimos partidistas que a Grace Hickson le resultaban casi insoportables sus visitas, y procuraba hallarse ocupada a aquellas horas y demasiado distraída para mostrar la viva hospitalidad que era una de sus virtudes más notables. Pero aquel día le dio la bienvenida de forma excepcional, tanto por ser portador de las últimas noticias sobre los nuevos horrores surgidos en Salem como por pertenecer a la Iglesia militante (o lo que los puritanos consideraban equivalente a la Iglesia militante) enemiga de Satán.

El señor Nolan parecía sobrecogido por los acontecimientos del día: al principio, casi parecía aliviarle estar sentado en silencio cavilando sobre ellos, y sus anfitriones casi empezaban ya a impacientarse, deseosos de que dijera algo más que meros monosílabos, cuando empezó a hablar así:

—Rezo para no volver a ver un día como este. Es como si a los demonios que nuestro Señor echó a la piara de cerdos se les hubiese permitido regresar a la tierra; y ojalá nos atormentasen sólo los espíritus perdidos; pero mucho me temo que algunos a quienes hemos estimado como gente de Dios han vendido su alma al demonio por un poco de su maligno poder, para afligir a otros durante un tiempo. El anciano Sherringham ha perdido hoy mismo un valioso y excelente caballo, con el que solía llevar a la familia a la asamblea, y su esposa está postrada en la cama.

—Tal vez el caballo haya muerto de enfermedad natural —dijo Lois.

—Cierto —dijo el pastor Nolan—; pero iba a decir que, cuando llegó a casa dolido por la pérdida del animal, entró corriendo delante de él un ratón tan precipitadamente que casi le hace caerse, aunque un segundo antes nadie había visto nada; y lo sujetó con el zapato y le dio un golpe y el ratón gritó de dolor como un ser humano y huyó corriendo chimenea arriba sin preocuparse de las llamas y el humo.

Manasseh escuchó ávidamente toda la historia y, cuando terminó, se golpeó el pecho y rezó en voz alta por la liberación del poder del Maligno; y siguió rezando entre pausas durante toda la velada, con indicios inequívocos de un terror abyecto en la cara y la actitud… él, el valiente, el cazador más osado del lugar. En realidad, todos los miembros de la familia se acurrucaban unidos en un temor silencioso, sin prestar apenas atención a las ocupaciones del hogar. Faith y Lois se sentaron con los brazos entrelazados, como en tiempos, antes de que la primera empezara a tener celos de la segunda; Prudence consultaba temerosamente en voz baja a su madre y al pastor sobre las criaturas de fuera y la forma en que afligían a los otros; y cuando Grace pidió al ministro que rezara por ella y por los suyos, él pronunció una larga y apasionada plegaria para que ningún miembro de aquel pequeño rebaño se descarriara nunca tanto como para caer en la perdición irremediable de ser culpable del pecado para el que no hay perdón: el pecado de brujería.

III

«El pecado de brujería». Leemos sobre él, lo miramos desde fuera; pero no podemos comprender el terror que inspiraba. Cualquier acto impulsivo o poco habitual, cualquier afección nerviosa leve, cualquier pena o dolor, no sólo los percibían quienes rodeaban a la víctima, sino ella también, fuera quien fuese, como algo que actuaba o se hacía que actuase de un modo que no era el más simple y normal. Él o ella (pues el presunto sujeto era con más frecuencia una mujer o una joven) sentía un deseo de algún alimento poco común, o algún movimiento o reposo poco común, le temblaba la mano, se le dormía el pie, o le daba un calambre en la pierna, y de inmediato surgía la espantosa incógnita: «¿Estará ejerciendo alguien un poder maligno sobre mí, con la ayuda de Satanás?». Y tal vez siguiera pensando: «Ya es bastante malo que mi cuerpo sufra por el poder de algún desconocido que me quiere mal, pero… ¿y puede llegar a mi alma e inspirarme pensamientos repugnantes que me obliguen a cometer crímenes que aborrezco?». Y seguía así, hasta que el mismo miedo a lo que podría ocurrir y el mismo hecho de no dejar de pensar, incluso con horror, en ciertas posibilidades, o lo que se creían tales, acababan corrompiendo la imaginación con lo que al principio sólo les producía escalofríos. Además, existía cierta incertidumbre sobre quién podía verse infestado, no muy distinta del pavoroso miedo a la peste, que hacía a algunos apartarse de sus seres más queridos con miedo irreprimible. Tal vez el hermano o la hermana, la persona más amada de la infancia y juventud, se hallara unido ahora por algún pacto misterioso y mortífero con espíritus malignos de la más horrenda naturaleza, ¿quién sabe? Y en un caso así, era un deber, un deber sagrado, apartarse del cuerpo terrenal tan querido en otros tiempos y ahora convertido en morada de un alma corrupta de inclinaciones perversas. Quizá el terror a la muerte condujera a la confesión, el arrepentimiento y la purificación. En caso contrario, ¡había que acabar con la criatura maligna, la bruja, echarla del mundo, enviarla al reino del amo cuyas órdenes se cumplían en la tierra corrompiendo y atormentando a las criaturas de Dios! Había también quienes añadían de forma consciente o inconsciente a estos sentimientos de horror a las brujas y a la brujería, más simples pero más ignorantes, el deseo de vengarse de aquellos cuya conducta les había disgustado por algún motivo. Donde la prueba adquiere carácter sobrenatural, no hay refutación posible. Se impone este argumento: «Tú sólo tienes poderes naturales; yo los tengo sobrenaturales; admites la existencia de lo sobrenatural condenando este mismo delito de brujería. Si no conoces los límites de los poderes naturales, ¿cómo puedes definir lo sobrenatural? Digo que en plena noche, cuando mi cuerpo les parecía a todos entregado a un tranquilo sueño, me hallaba plenamente consciente en mi cuerpo en una asamblea de brujas y brujos presidida por Satanás; que me torturaron físicamente porque mi alma no lo reconocía como rey; y que fui testigo de tales y tales hechos. Ignoro la naturaleza de la aparición que simuló ser yo dormido tranquilamente en mi cama; pero, admitiendo como admites la posibilidad de brujería, no puedes refutar mi declaración». Esta declaración podía prestarse sincera o falsamente, según que la persona que atestiguara la creyera o no; pero nadie podía negar el inmenso y terrible potencial de venganza divulgado. Los propios acusados ayudaron luego a propagar el pánico. Algunos temían la muerte y confesaban por cobardía los crímenes imaginarios de los que les acusaban y que habían prometido perdonarles si confesaban. Otros, débiles y aterrados, llegaban a creer sinceramente en su propia culpa, por las enfermedades de la imaginación que sin duda causaban épocas como esta.

Lois estaba hilando con Faith. Ambas guardaban silencio, pensando en las historias que circulaban. Habló primero Lois:

—¡Ay, Faith! Este país es mucho peor que Inglaterra, incluso en la época del señor Matthew Hopkinson, el cazador de brujas. Creo que me da miedo todo el mundo. ¡A veces hasta me da miedo Nattee!

Faith se sonrojó un poco. Luego preguntó:

—¿Por qué? ¿Qué motivo puedes tener para desconfiar de la india?

—Bueno, me avergüenzo de tener miedo en cuanto lo siento. Pero es que cuando llegué me extrañaron su aspecto y su color; y no está bautizada; y se cuentan historias de los hechiceros indios; y no sé de qué están hechas las mezclas que prepara a veces al fuego, ni lo que significan los cantos extraños que susurra entre dientes. Y una vez la encontré al anochecer junto a la casa del pastor Tappau, en compañía de su sirvienta Hota, poco antes de que nos enteráramos del enorme alboroto que hubo allí, y me he preguntado si no tendría algo que ver.

Faith guardó silencio, como si estuviera pensando. Al fin, dijo:

—Si Nattee tuviese más poderes de los que tenemos tú y yo, no los emplearía en hacer el mal; al menos no para hacer daño a las personas a las que quiere.

—Eso no me consuela mucho —dijo Lois—. Si tiene poderes superiores a los que debería tener, me da miedo aunque yo no le haya hecho nada malo; mejor dicho, la temo aunque casi estoy segura de que abriga buenos sentimientos por mí. Porque esos poderes sólo los concede el Maligno; y prueba de ello es que, tal como insinúas, Nattee los emplearía contra quien la ofendiera.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —preguntó Faith, con un brillo penetrante y ardiente en los ojos.

—Porque nos enseñan a rezar por quienes nos desprecian y a hacer el bien a quienes nos persiguen —contestó Lois, sin advertir la mirada de su prima—. Pero la pobre Nattee no está bautizada. Ojalá la bautizara el señor Nolan; quizá eso la apartara del poder de las tentaciones de Satanás.

—¿Tú nunca te sientes tentada? —preguntó Faith con cierto desdén—. ¡Y sin embargo estoy segura de que te bautizaron bien!

—Por supuesto —dijo Lois con tristeza—; muchas veces obro muy mal, aunque quizá fuera peor de no haber recibido el bautismo.

Guardaron de nuevo silencio un rato.

—No era mi intención ofenderte, Lois —dijo luego Faith—. Pero ¿nunca tienes la sensación de que renunciarías a toda la vida futura de la que hablan los párrocos y que tan vaga y distante parece, por unos pocos años de dicha real e intensa a partir de mañana mismo, de ahora mismo, de este mismo momento? ¡Ay! Imagino la dicha por la que renunciaría a todas las vagas posibilidades de cielo…

—¡Faith, Faith! —exclamó Lois aterrada, posando la mano en los labios de su prima y mirando a su alrededor asustada—. ¡Calla! No sabes quién podría oírte; te pones en su poder.

Pero Faith le retiró la mano y añadió:

—Lois, yo no creo en él más de lo que creo en el cielo. Tal vez existan ambos, pero son tan lejanos que los desafío. Todo este jaleo en casa del señor Tappau… Prométeme que no se lo contarás a nadie y te diré un secreto.

—¡No! —exclamó Lois aterrada—. Temo todos los secretos. No quiero conocer ninguno. Haré cuanto pueda por ti, prima Faith, lo que sea; pero precisamente ahora intento que mi vida y mis pensamientos no se aparten de los más estrictos límites de la sencillez piadosa, y me da pánico comprometerme a guardar lo que es secreto y oculto.

—Como quieras, muchacha cobarde, llena de terrores. Si me escucharas, disminuirían o desaparecerían por completo.

Y Faith no añadió una palabra, aunque Lois trató dócilmente de llevar la conversación a otro tema.

El rumor de brujería era como el eco de los truenos entre las colinas. Había estallado en casa del señor Tappau y sus dos hijas fueron las primeras de las que se sospechó que estaban embrujadas; pero de todas partes, de todos los rincones del pueblo llegaban informes de víctimas de brujería. Apenas había familia que no contara con una. Se alzaron luego los gritos y las amenazas de venganza de muchas casas, amenazas que no se mitigaron sino que se agravaron por el terror y el misterio del sufrimiento que las había inspirado.

Finalmente, un día señalado, tras solemne ayuno y oración, el señor Tappau invitó a los ministros y a los fieles de los alrededores a reunirse en su casa y acompañarle en la celebración de oficios religiosos solemnes y plegarias por la liberación de sus hijas y de otros afligidos del poder del Maligno. Todo Salem se encaminó a casa del ministro. Había en todos los rostros una expresión de nerviosismo; la emoción y el espanto se pintaban en muchos; mientras que otros mostraban una resolución firme que equivaldría a decidida crueldad si se presentaba la ocasión.

En plena oración, Hester Tappau, la más pequeña, empezó a tener convulsiones; los ataques se sucedieron y sus gritos se mezclaban con los chillidos y las voces de la congregación. En la primera pausa, cuando la niña se había recuperado un poco y la gente continuaba agitada y sin aliento, su padre, el pastor Tappau, alzó la mano derecha y le pidió en nombre de la Santísima Trinidad que dijera quién la atormentaba. Se hizo un profundo silencio; ni uno solo de los cientos que estaban presentes se movió. Hester se volvió, cansada e inquieta, y dijo con un gemido el nombre de Hota, la sirvienta india de su padre. Hota estaba allí, aparentemente tan interesada como el que más; en realidad, se había ocupado de procurar remedios a la niña afligida. Pero entonces se quedó horrorizada, paralizada, mientras todos los miembros de la multitud que la rodeaba oían y repetían su nombre con odio y reprobación. Parecían a punto de lanzarse sobre la temblorosa criatura para arrancarle las extremidades una a una: pobre Hota, pálida, morena, daba la impresión de ser casi culpable en su absoluta perplejidad. Pero el pastor Tappau, aquel hombre canoso y hosco, se irguió cuan alto era, les indicó por señas que retrocedieran, que guardaran silencio mientras les hablaba; y entonces les dijo que la venganza inmediata no era castigo justo y reflexivo; que era necesaria la condena, tal vez la confesión (esperaba cierto restablecimiento de sus atormentadas hijas con las revelaciones, si conseguían que confesara). Tenían que dejar a la inculpada en sus manos y en las de sus hermanos, los otros ministros, para que ellos pudieran lidiar con Satanás antes de entregársela al poder civil. Habló bien, pues lo hacía con la sinceridad del padre que veía a sus hijas padecer un misterioso y atroz sufrimiento, y que creía firmemente tener en sus manos el remedio que las liberaría al fin a ellas y a sus compañeros de infortunio. Y los fieles aceptaron, insatisfechos pero sumisos, y escucharon su larga y ferviente plegaria, que elevó mientras la desvalida Hota seguía custodiada e inmovilizada por dos hombres que la miraban como sabuesos dispuestos a saltar sobre ella, incluso cuando la plegaria terminó con las palabras del misericordioso Salvador.

Lois se sintió mal y se estremeció por aquella escena; y no era un estremecimiento intelectual por la insensatez y la superstición de la gente, sino un tierno estremecimiento moral ante la visión de un culpa en la que creía y ante el testimonio de hostilidad y odio de los hombres, que, pese a dirigirse contra la culpable, causaban pesar y aflicción a su corazón compasivo. Siguió a su tía y a sus primos a la calle, pálida y cabizbaja. Grace Hickson regresaba a casa con un sentimiento de triunfal alivio por el descubrimiento de la culpable. Sólo Faith parecía más inquieta y preocupada de lo habitual, pues Manasseh se tomó toda la operación como el cumplimiento de una profecía, y Prudence se hallaba en un estado de incoherente animación, excitada por aquella novedad.

—Tengo casi la misma edad que Hester Tappau —dijo—; su cumpleaños es en septiembre y el mío en octubre.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Faith bruscamente.

—Nada, sólo que parecía tan poquita cosa… y sin embargo todos esos graves ministros rezaban por ella y ha venido mucha gente de lejos, dicen que algunos de Boston, todo por ella, en realidad. Bueno, ya viste, fue el piadoso señor Henwick quien le sujetó la cabeza cuando se retorcía tanto, y a la señora Holbrook tuvieron que ayudarla a subirse a una silla para que viera mejor. Quisiera saber cuánto tiempo tendría que retorcerme yo para que la gente piadosa e importante me prestara tanta atención. Pero supongo que es por ser hija de un pastor. Se dará tanta importancia que no habrá quien le hable ahora. ¡Faith! ¿Crees que Hota la ha embrujado de verdad? La última vez que estuve en casa del pastor me dio tortas de maíz, como cualquier otra mujer, sólo que quizá un poco más buena; ¡y pensar que en realidad es una bruja!

Pero Faith parecía tener prisa por llegar a casa y no hizo caso a la cháchara de Prudence. Lois aceleró el paso siguiendo a Faith, pues Manasseh iba junto a su madre y ella seguía fiel a su plan de evitarlo, aunque tuviera que imponer su compañía a su prima mayor, que últimamente parecía deseosa de evitarla.

Aquella tarde se propagó por Salem la noticia de que Hota había confesado su pecado, había reconocido que era una bruja. La primera de la casa que se enteró fue Nattee. Irrumpió en la sala en que estaban las chicas con Grace Hickson, en solemne ociosidad, tras la gran asamblea de oración de la mañana, y gritó:

—¡Misericordia, misericordia, señora, todos! ¡Cuidad a la pobre india Nattee, que nunca hace mal, y sólo piensa en la señora y la familia! Hota una bruja malvada, ella misma decirlo. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! —se acercó a Faith angustiada y le dijo algo en voz baja, de lo que Lois sólo entendió la palabra «tortura». Pero Faith lo oyó todo, se puso muy pálida y llevó de nuevo a Nattee a la cocina, acompañándola y guiándola.

Grace Hickson había ido a ver a una vecina y en ese momento regresó. No puede decirse que tan piadosa señora hubiese ido a murmurar; y, en realidad, el tema de la conversación que había tenido era de carácter demasiado grave y trascendente para que yo lo designe con una palabra frívola. Escucharon y repitieron pequeños detalles y rumores que no incumben a quienes los dicen, como es esencial en toda murmuración; pero, en este caso, cabe considerar que todos los hechos y dichos triviales podían tener tan enorme importancia y tan espantosos resultados, que los rumores adquirían de cuando en cuando dimensiones trágicas. Se recogía con avidez cada fragmento de información relacionada con la familia del señor Tappau: cómo había aullado su perro toda la noche, sin que pudieran acallarlo; cómo había dejado de dar leche su vaca sólo dos meses después de parir; cómo le había fallado la memoria al pastor uno o dos minutos, al repetir el Padrenuestro e incluso había omitido una frase en su súbita perturbación; y cómo podían interpretarse y comprenderse ahora todos esos presagios de la extraña enfermedad de sus hijas: tales cosas habían constituido la materia prima de la charla entre Grace Hickson y sus amigas. Habían discutido al final hasta qué punto estos sometimientos al poder del Maligno tenían que considerarse un castigo al pastor Tappau por algún pecado que hubiese cometido; y, de ser así, ¿cuál? No fue una discusión desagradable, aunque se dieron considerables diferencias de opinión, pues, como ninguna de las participantes en la conversación tenía en su familia a nadie atribulado por tales trastornos, era bastante evidente que ninguna de ellas había cometido pecado. En medio de esta conversación, llegó de la calle otra vecina con la noticia de que Hota lo había confesado todo: que había aceptado firmar un librillo rojo que le había mostrado Satanás, que había asistido a sacramentos impíos, que había volado por el aire a las cascadas de Newbury, y, de hecho, que había contestado afirmativamente a todas las preguntas que le habían hecho los ancianos y los magistrados, que habían repasado cuidadosamente las confesiones de las brujas juzgadas anteriormente en Inglaterra para no omitir nada. Hota había confesado otras cosas, pero eran asuntos de menor importancia, más trucos de naturaleza terrenal que de poder espiritual. Había hablado de cuerdas cuidadosamente colocadas para que toda la vajilla de la casa del pastor Tappau pudiera tirarse o moverse; pero las chismosas de Salem prestaban escasa atención a esas historias comprensibles. Una de ellas dijo que semejante acto demostraba la influencia de Satanás, pero todas preferían la culpabilidad más grandiosa de los sacramentos blasfemos y los viajes sobrenaturales. La narradora concluyó diciendo que iban a ahorcar a Hota a la mañana siguiente, a pesar de haber confesado, aunque le habían prometido que le perdonarían la vida si reconocía su pecado; pues era oportuno dar ejemplo castigando a la primera bruja descubierta, y también estaba bien que fuese india, una pagana, cuya vida no supondría una gran pérdida para la comunidad. Grace Hickson se pronunció sobre el particular. Era bueno que las brujas desaparecieran de la faz de la tierra, indias o inglesas, paganas o cristianas bautizadas que hubiesen traicionado al Señor, lo mismo que Judas, para seguir a Satanás. Ella, por su parte, habría preferido que la primera bruja en ser descubierta fuera miembro de una familia inglesa devota, para que todos viesen que las personas religiosas estaban dispuestas a cortarse la mano derecha y a arrancarse el ojo derecho si se mancillaban con aquel pecado infernal. Habló bien, con severidad. La última en llegar dijo que tal vez las palabras de Grace se pusiesen a prueba, pues se murmuraba que Hota había nombrado a otras y a algunas de las familias más religiosas de Salem, a quienes había visto participar en el sacramento del Maligno. Y Grace replicó que se atenía a lo dicho, que todas las personas devotas debían soportar la prueba y refrenar todo afecto natural antes de permitir que semejante pecado creciera y se propagara entre ellas. Hasta ella carecía de la suficiente fortaleza física para presenciar una muerte violenta, aunque fuera la de un animal; pero no permitiría que eso le impidiese figurar a la mañana siguiente entre quienes expulsaran a la criatura maldita.

En contra de su costumbre, Grace Hickson contó a su familia buena parte de la conversación. Era señal del nerviosismo que le causaba lo ocurrido, y contagió su agitación a toda la familia de diferentes formas. Faith iba y venía de la sala o la cocina, colorada e inquieta, y hacía preguntas a su madre sobre los aspectos más increíbles de la confesión de Hota, como si quisiera asegurarse de que la bruja india había hecho realmente cosas horribles y misteriosas.

Lois tiritaba y temblaba de miedo por lo que oía contar y ante la idea de que tales cosas fuesen posibles. Se sorprendía de vez en cuando pensando compasivamente en la mujer que iba a morir aborrecida por todos los hombres y sin el perdón de Dios, a quien ella había traicionado tan horrorosamente y que ahora, en aquel mismo instante (cuando se encontraba entre sus familiares al amor de la lumbre, previendo muchos días tranquilos, tal vez felices), estaría sola, temblando aterrada, culpable, sin nadie que la apoyara y la animara, encerrada a oscuras entre los muros fríos de la prisión del pueblo. Lois se asustó un poco de compadecer a tan aborrecible cómplice de Satanás, y pidió perdón por su pensamiento caritativo; y, sin embargo, recordó una vez más el espíritu compasivo del Salvador y se abandono a la piedad, hasta que al fin su sentido del bien y del mal acabó tan completamente desconcertado que lo único que pudo hacer fue confiar en el poder de Dios, y pedir que Él tomara a todas las criaturas y todos los sucesos en sus manos.

Prudence estaba tan contenta como si estuviera escuchando una historia feliz (e interesada por más cosas de las que su madre estaba dispuesta a contarle), y parecía no tener ningún miedo a las brujas y a la brujería, y desear sobre todo acompañar a su madre al día siguiente a la ejecución. Lois se estremecía al ver la expresión ávida de la niña cuando le pedía que le dejara ir. Hasta Grace se mostró preocupada y perpleja por la pertinaz insistencia de su hija.

—¡No! —le dijo—. Y no vuelvas a pedírmelo. No irás. Esos espectáculos no son para jóvenes. Iré yo, y me aterra la idea. Pero voy para demostrar que, como cristiana, tomo el partido de Dios contra el del diablo. Tú no irás, se acabó. Debería darte unos azotes sólo por pensarlo.

—Manasseh dice que el pastor Tappau azotó bien a Hota para que confesara —dijo Prudence, como si quisiera cambiar de tema.

Manasseh levantó la cabeza de la gran Biblia infolio que su padre había traído de Inglaterra y que estaba estudiando. No había oído lo que había dicho Prudence, pero alzó la vista al oír su nombre. Todos los presentes se sorprendieron de su mirada demencial y de su palidez. Pero era evidente que le enojaba la expresión de sus rostros.

—¿Por qué me miráis así? —preguntó, en tono inquieto y preocupado. Su madre se apresuró a contestar:

—Es sólo que Prudence ha dicho algo que le contaste. Que el pastor Tappau se manchó las manos golpeando a la bruja Hota. ¿Qué extraña idea se te ha ocurrido? Dínoslo, y no te rompas la cabeza estudiando la sabiduría de los hombres.

—No es la sabiduría de los hombres lo que estudio sino la palabra de Dios. Me gustaría saber más de la naturaleza de este pecado de brujería, y si se trata en realidad del pecado imperdonable contra el Espíritu Santo. A veces siento una influencia sigilosa que me domina, propiciando todo tipo de pensamientos malignos y actos inauditos, y me pregunto si no será el poder de la brujería, y me siento mal y me repugna todo cuanto hago o digo, pero aun así, alguna criatura maligna tiene poder sobre mí y me impulsa a hacer y decir lo que aborrezco y temo sin que pueda evitarlo. ¿Por qué crees, madre, que precisamente yo, entre todos los hombres, me esfuerzo en entender cuál es la naturaleza exacta de la brujería, y a tal efecto estudio la palabra de Dios? ¿No me has visto cuando estaba como poseído por un demonio? —Hablaba sosegada y tristemente, pero con profunda convicción. Su madre se levantó para consolarle.

—Hijo mío, nadie te ha visto nunca hacer ni decir nada que pueda considerarse inspirado por demonios. Te hemos visto desvariar, pobrecito, pero porque todos tus pensamientos buscaban la voluntad de Dios en lugares prohibidos y no porque hubieses perdido en algún momento la clave de ellos por haber deseado los poderes de las tinieblas. Esos días pasaron hace mucho tiempo, se abre ante ti el futuro. No pienses en brujas ni en que estás sujeto al poder de la brujería. Hice mal hablando de eso delante de ti. Que venga Lois a sentarse a tu lado y a hablar contigo.

Lois se acercó a su primo, acongojada al verle tan abatido, deseando calmarle y confortarle y, sin embargo, temiendo más que nunca la idea de acabar siendo su esposa (una idea que veía que su tía iba aceptando inconscientemente día a día, al darse cuenta del poder de la joven inglesa para calmar y confortar a su primo, simplemente con su tono de voz dulce y susurrante).

Manasseh le cogió la mano.

—Permíteme. Me hace bien —le dijo—. ¡Ay, Lois! Cuando estoy a tu lado olvido todos mis males… ¿no llegará nunca el día en que oigas la voz que no para de hablarme?

—Nunca la oigo, primo Manasseh —le dijo ella en voz baja—, pero no pienses en las voces. Háblame del terreno del bosque que quieres cercar… ¿Qué árboles crecen en él?

Así, con preguntas sencillas sobre asuntos prácticos, le hizo volver, con su sabiduría inconsciente, a los asuntos en los que siempre había demostrado un fuerte sentido práctico. Habló de ellos con la debida discreción hasta que llegó la hora de rezar juntos, que era pronto en aquellos días. Le correspondía a él dirigir la oración como cabeza de familia, un puesto que su madre estaba deseando asignarle desde la muerte de su marido. Manasseh rezó improvisando; y sus súplicas se perdían en fragmentos tan disparatados e inconexos que las mujeres que se arrodillaban a su alrededor empezaron a pensar que no terminaría nunca, cada una según la inquietud particular que le causaba el orador. Transcurrieron los minutos, convirtiéndose en cuartos de hora, y sus palabras se hicieron cada vez más absurdas y enfáticas; ya sólo rezaba por sí mismo, descubriendo los rincones ocultos de su corazón. Al final, Grace se levantó y tomó a Lois de la mano, pues confiaba en el poder de la joven sobre su hijo, que era similar al que el pastor David ejercía con su arpa sobre el rey Saúl sentado en su trono. La llevó junto a él, arrodillado frente al círculo, con los ojos alzados y el tormento de su alma atribulada reflejado en el semblante.

—Aquí está Lois, le gustaría ir a su habitación —le dijo, casi con ternura. A la joven le rodaban las lágrimas—. Levántate y termina la plegaria en tu cuarto.

Pero Manasseh se puso en pie de un salto al ver acercarse a Lois y se apartó.

—¡Llévatela, madre! No me dejes caer en la tentación. Me trae pensamientos malos y pecaminosos. Me ensombrece, incluso en la presencia de mi Dios. No es un ángel de luz, si lo fuera no haría esto. Me agobia con una voz que me pide que me case con ella hasta cuando estoy rezando. ¡Fuera! ¡Llévatela!

Y le habría pegado si Lois no hubiese retrocedido consternada y asustada. Su madre, aunque también consternada, no se asustó. Ya le había visto así otras veces; y sabía controlar su paroxismo.

—¡Vete, Lois! —dijo—. Tu presencia le irrita, como en tiempos la de Faith. Déjamelo a mí.

Lois corrió a su habitación y se echó en la cama, jadeando, como una criatura perseguida. Faith la siguió lenta y trabajosamente.

—¿Me harías un favor, Lois? —le preguntó—. No es mucho pedir. ¿Te levantarías antes de amanecer y llevarías una carta mía al alojamiento del pastor Nolan? Lo haría yo, pero mi madre me ha pedido que la acompañe y no podré salir hasta que ahorquen a Hota; y la carta es cuestión de vida o muerte. Busca al pastor Nolan, dondequiera que esté, y habla con él después de que lea la carta.

—¿No puede llevarla Nattee? —preguntó Lois.

—¡No! —contestó Faith furiosa—. ¿Por qué iba a hacerlo ella?

Lois no replicó. Una sospecha súbita cruzó la mente de Faith como un rayo. Nunca se le había ocurrido.

—Habla, Lois. Sé lo que estás pensando. ¿Preferirías no ser la portadora de esta carta?

—La llevaré —dijo Lois sumisa—. Dices que es importantísima, ¿no?

—¡Sí! —dijo Faith en un tono muy distinto. Pero añadió tras pensarlo un momento—: En cuanto todo esté en calma, escribiré lo que tengo que decir y la dejaré ahí, en ese arcón; y tú me prometerás llevarla antes del amanecer, mientras todavía haya tiempo de actuar.

—¡Sí, lo prometo! —dijo Lois. Y Faith la conocía lo suficiente para saber que lo haría, aunque fuera de mala gana.

Faith escribió la carta y la dejó en el arcón; y, antes de que amaneciera, Lois ya estaba en pie, y Faith la observaba con los párpados entornados, pues no había cerrado del todo en aquella noche interminable. En cuanto Lois salió de la habitación, con capa y capucha, Faith se levantó rápidamente y se preparó para acompañar a su madre, a quien ya había oído moverse. Casi todos estaban ya en pie en Salem aquella horrible mañana, aunque pocos habían salido de casa cuando Lois recorrió las calles. Vio la horca, montada con prisas, y su negra sombra, que cubría la calle con atroz prominencia. Al pasar por la cárcel enrejada, oyó por las ventanas sin vidrios el aterrador grito de una mujer y el sonido de muchos pasos. Casi desfallecida de la impresión, corrió a la casa de la viuda en la que se alojaba el señor Nolan. Él ya había salido. Su casera creía que había ido a la prisión. Allí se vio obligada a ir Lois, repitiéndose las palabras «de vida o muerte». Volvía sobre sus pasos cuando lo vio salir de aquellos portales en sombra, y por ello más lúgubres. No sabía cuál habría sido su cometido, pero parecía grave y triste cuando le entregó la carta de Faith y esperó en silencio que la leyera y le diera la respuesta. Pero en vez de abrirla se quedó con ella en la mano, absorto en sus pensamientos, al parecer. Al fin dijo en voz alta, pero más para sí mismo que a ella:

—¡Dios mío! ¿Y tiene que morir en este espantoso delirio? Tiene que ser un delirio, pues sólo eso puede provocar confesiones tan disparatadas y atroces. Señorita Barclay, vengo de ver a la mujer india condenada a muerte. Parece que se consideró traicionada anoche porque no le conmutaron la pena, después de haber confesado pecados suficientes para hacer que cayera fuego del cielo; y me parece que la viva e impotente cólera de esta pobre criatura desvalida se ha convertido en locura, pues me horrorizan las nuevas revelaciones que ha hecho a los guardianes por la noche y a mí esta mañana. Cabría pensar que se propone escapar a este último y atroz castigo agravando la culpa que confiesa, ¡como si, de ser cierta la décima parte de lo que confiesa, alguien pudiese tolerar que semejante pecadora viviese! ¡Pero enviarla a la muerte en semejante estado de pavor demencial! ¿Qué se puede hacer?

—Pero las Sagradas Escrituras dicen que no dejemos a las brujas en la tierra —dijo Lois despacio.

—Cierto; pero yo pediría un aplazamiento y esperaría hasta que el pueblo de Dios elevara sus plegarias de misericordia. Alguien rezaría por ella, siendo como es una pobre infeliz. Usted lo haría, señorita Barclay, estoy seguro… —pero lo dijo casi en tono interrogante.

—He rezado por ella esta noche muchas veces —dijo Lois en voz baja—. Rezo por ella en mi corazón ahora mismo. Supongo que se les exige expulsarla de la tierra, pero yo no la dejaría completamente abandonada a su suerte. Pero, señor, no ha leído la carta de mi prima. Y ella me pidió que le llevara la respuesta con urgencia.

El señor Nolan seguía demorándose. Pensaba en la atroz confesión que acababa de oír. De ser cierta, la hermosa tierra era un lugar corrompido, y casi deseaba la muerte, escapar de semejante corrupción a la pura inocencia de quienes se hallan en la presencia de Dios.

Posó los ojos de pronto en la cara pura y seria de Lois, que le miraba. La confianza en la bondad terrenal penetró en su alma en aquel instante, «y la bendijo sin darse cuenta»[31].

Le puso la mano en el hombro, con ademán casi paternal, aunque la diferencia de edad entre ambos no pasaba de doce años, e, inclinándose un poco hacia ella, susurró casi para sí mismo:

—Me ha hecho bien, señorita Barclay.

—¡Yo! —exclamó Lois, sorprendida—. Yo le he hecho bien, ¿cómo?

—Siendo como es. Pero tal vez deba agradecérselo a Dios, que la ha enviado en el preciso momento en que mi alma estaba tan inquieta.

En aquel instante, vieron a Faith frente a ellos con expresión airada. Lois se sintió culpable al verla. No había apremiado bastante al pastor para que leyera la carta, se dijo; y era la indignación de su prima por su retraso en cumplir un encargo urgente, relativo a un asunto de vida o muerte, lo que hacía que su prima la mirara con ojos coléricos bajo las cejas negras y rectas. Lois le explicó que no había encontrado al señor Nolan en su alojamiento y había tenido que seguirle hasta la puerta de la prisión. Pero Faith replicó con obstinado desprecio:

—Ahórrate las explicaciones, prima Lois. Es fácil ver sobre qué agradables asuntos conversabais el señor Nolan y tú. No me sorprende tu mala memoria. He cambiado de idea. Devuélvame la carta, señor. Trata de algo insignificante, la vida de una anciana. ¿Qué es eso comparado con el amor de una joven?

Lois la oyó, pero tardó unos segundos en comprender que la furia de los celos hacía sospechar a su prima la existencia de un sentimiento como el amor entre el señor Nolan y ella. Jamás se le había ocurrido semejante posibilidad. Respetaba al señor Nolan, casi le reverenciaba, no, le agradaba como probable marido de Faith. Ante la idea de que su prima pudiese creerla culpable de semejante traición, se le dilataron los ojos y los clavó muy seria en el semblante airado de Faith. Aquella actitud, sin alegaciones de total inocencia, debería haber impresionado a su acusadora si esta no hubiera reparado, en el mismo instante, en la expresión de rubor e inquietud del pastor, que creyó desvelado el secreto inconsciente de su corazón. Faith le quitó la carta de la mano y dijo:

—¡Que ahorquen a la bruja! ¿A mí qué me importa? Ha hecho suficiente daño con sus hechizos y su hechicería a las hijas del pastor Tappau. Que muera, y que tengan cuidado las demás brujas, porque hay muchos tipos de brujería. Prima Lois, te pediría que volvieras conmigo a desayunar, pero preferirás quedarte con el pastor Nolan.

Lois no se dejó intimidar por el sarcasmo resentido. Tendió la mano al pastor Nolan, decidida a hacer caso omiso de los disparates de su prima y a despedirse de la forma acostumbrada. Él vaciló antes de darle la mano y, cuando lo hizo, su apretón convulsivo casi la asustó. Faith esperaba, observándolo todo con los labios apretados y mirada vengativa. No se despidió; no abrió la boca; pero agarró a su prima del brazo y la llevó casi empujándola hasta casa.

El plan para la mañana era el siguiente: Grace Hickson y su hijo Manasseh asistirían a la ejecución de la primera bruja condenada en Salem, como piadosos y devotos representantes de la familia. A los demás se les prohibió rigurosamente moverse de casa hasta que las campanadas anunciaran que todo había acabado en este mundo para Hota, la bruja india. Al término de la ejecución se celebraría un oficio religioso solemne de todos los habitantes de Salem; habían llegado ministros de fuera para contribuir con la eficacia de sus oraciones a la tarea de purgar la tierra del demonio y de sus siervos. Había motivos para creer que el gran templo viejo se llenaría a rebosar, y, cuando Faith y Lois llegaron a casa, Grace Hickson estaba dando instrucciones a Prudence, pidiéndole que se preparara para salir pronto. La severa señora estaba preocupada pensando en el espectáculo que iba a presenciar dentro de pocos minutos y hablaba de forma más incoherente y precipitada de lo habitual. Vestía de domingo, pero se la veía muy pálida y macilenta, como si le asustara dejar de hablar de asuntos domésticos y tener tiempo para pensar. Manasseh esperaba a su lado, inmóvil y rígido. También él vestía el traje de los domingos. Y también estaba más pálido de lo habitual, pero con expresión ausente, absorta, casi como la de quien ve una visión. Cuando entró Faith, sujetando todavía con fuerza a Lois, Manasseh se sobresaltó y sonrió; pero aún como si soñara. Su actitud era tan extraña que incluso su madre se interrumpió para observarle más detenidamente; se hallaba en aquel estado de agitación que solía desembocar en lo que Grace y algunas de sus amigas consideraban una revelación profética. Empezó a hablar, muy bajo al principio; y luego su voz cobró fuerza.

—¡Qué bella es la tierra de Beulah, allende los mares, más allá de las montañas! Allí la llevan los ángeles, recostada en sus brazos, como desmayada. Apartarán con besos el negro círculo de la muerte y la depositarán a los pies del Cordero. Allí la oigo suplicar por los que en la tierra consintieron su muerte. ¡Oh, Lois! ¡Reza también por mí, reza por mí, desdichada!

Cuando pronunció el nombre de su prima todos se volvieron a mirarla. ¡La revelación se refería a ella! Estaba atónita, sobrecogida, pero no sentía miedo ni desaliento. Fue la primera en decir algo:

—Por favor, no penséis en mí; sus palabras pueden ser ciertas o no. Yo estoy en manos de Dios de todos modos, tanto si Manasseh tiene el don de profecía como si no. Además, ¿no habéis oído que termino donde todos ansiamos acabar? Pensad en él, en sus necesidades. Estos momentos siempre le dejan agotado y exhausto.

Y se puso a preparar lo necesario para su refrigerio, ayudando a su tía, a quien le temblaban las manos, a colocar ante él todos los alimentos precisos, ya que el joven se había sentado, cansado y perplejo, e iba recuperando los sentidos dispersos con dificultad.

Prudence hacía cuanto podía para ayudar y acelerar la partida. Pero Faith se mantenía al margen, observando en silencio con mirada ardiente y airada.

En cuanto madre e hijo partieron a su fatídica y solemne misión, Faith salió de la estancia. No había probado la comida ni tocado la bebida. Todos estaban angustiados. En cuanto su hermana se fue, Prudence corrió al banco en el que Lois había dejado la capa y la capucha.

—Déjamelos, prima Lois. Nunca he visto a una mujer ahorcada y no veo por qué no puedo ir. Me pondré detrás de la muchedumbre; nadie me reconocerá y volveré a casa mucho antes que mi madre.

—¡No, de eso nada! Mi tía se disgustaría muchísimo. Me asombra que quieras presenciar semejante espectáculo, Prudence —dijo Lois, agarrando con fuerza la capa, que Prudence se negaba a soltar.

Volvió Faith, seguramente atraída por la pelea. Esbozó una sonrisa lúgubre.

—Déjalo, Prudence. No luches más con ella. Ha comprado el éxito en este mundo y nosotras sólo somos sus esclavas.

—¡Vamos, Faith! —dijo Lois, soltando la capa y volviéndose con ardiente reproche en la mirada y en la voz—. ¿Qué te he hecho para que hables así de mí? ¡Sabes que te quiero como a una hermana!

Prudence aprovechó la ocasión para ponerse rápidamente la capa, que le quedaba demasiado grande y que, por eso, le parecía perfecta para ocultarse. Pero cuando se dirigía hacia la puerta, se le enredó en los pies, se cayó y se lastimó el brazo.

—La próxima vez ándate con ojo cuando juegues con las cosas de una bruja —dijo Faith, como quien no cree lo que dice, pero que, carcomido por la envidia, aborrece a todo el mundo.

Prudence se frotó el brazo y miró furtivamente a Lois.

—¡Bruja Lois! ¡Bruja Lois! —dijo al fin, en voz baja, con una pueril mueca de rencor.

—¡Vamos, cállate, Prudence! No digas esas palabras terribles. Déjame verte el brazo. Lamento que te hayas hecho daño, pero me alegro de que no hayas podido desobedecer a tu madre.

—¡Vete! ¡Vete! —gritó Prudence, apartándose de ella—. Me da miedo de verdad, Faith. Ponte entre la bruja y yo o le tiraré un taburete.

Faith sonrió —una sonrisa malvada y perversa—, pero no hizo nada por calmar los temores que había inculcado en su hermana pequeña. En aquel instante empezó a tocar la campana. Hota, la bruja india, había muerto. Lois se cubrió la cara con las manos. Hasta Faith palideció un poco más y dijo con un suspiro:

—¡Pobre Hota! Pero mejor es la muerte.

Únicamente Prudence parecía insensible a cualquier pensamiento relacionado con aquel sonido monótono y fúnebre. Lo único que le importaba era que ya podía salir a la calle y ver lo que le interesaba, oír las noticias y escapar del terror que sentía en presencia de su prima. Subió corriendo las escaleras a buscar su capa, bajó corriendo y se escabulló delante de Lois antes de que la joven inglesa acabara su oración, y en un momento se vio entre la gente que se dirigía al templo. Allí acudieron también Faith y Lois a su debido tiempo, pero cada una por su lado. Faith evitaba tan claramente a su prima que esta, humilde y apenada, no podía imponerle su compañía y la seguía a cierta distancia, con las mejillas húmedas de lágrimas, derramadas por todo lo que había ocurrido aquella mañana.

El templo estaba hasta los topes; y, como suele ocurrir en tales ocasiones, la mayor aglomeración se formaba junto a las puertas, porque pocos veían al entrar dónde había espacio libre. Pero la gente no soportaba a los que iban llegando, y empujó y apretujó a Faith, y luego a Lois, y ambas se vieron obligadas a seguir hasta un espacio bien visible en el mismo centro, donde no había posibilidad de encontrar asiento, pero sí espacio para estar de pie. Ya había varios fieles allí. El púlpito, en el medio, estaba ocupado ya por dos ministros con sotana y alzacuellos calvinista, y, otros ministros, ataviados del mismo modo, se aferraban a él como si lo sostuvieran en vez de apoyarse en él. Grace Hickson y su hijo estaban decorosamente sentados en su banco, lo que indicaba que habían llegado temprano de la ejecución. Casi podía saberse quiénes habían asistido al ahorcamiento de la bruja india por la expresión de sus rostros, sobrecogidos en una inmovilidad terrible, mientras que quienes no habían asistido a la ejecución, y que seguían llegando en gran número, parecían muy nerviosos, excitados y frenéticos. Corrió entre la congregación el rumor de que el ministro desconocido que acompañaba al pastor Tappau en el púlpito no era otro que el doctor Cotton Mather en persona, que había viajado desde Boston para ayudar a purgar Salem de brujas.

Y entonces el pastor Tappau inició una plegaria, improvisada, según su costumbre. Sus palabras eran delirantes e incoherentes, como cabía esperar de alguien que había dado su consentimiento a la muerte sangrienta de una persona que sólo unos días antes formaba parte de su familia; violentas y apasionadas, como cabría esperar de un padre convencido de que sus hijas sufrían tan atrozmente por el delito que denunciaba al Señor. Al final se sentó de puro agotamiento. Entonces se adelantó el doctor Cotton Mather: pronunció sólo una breve plegaria, tranquila en comparación con la que le había precedido, y pasó a dirigirse a la numerosa congregación de forma serena y razonada, pero exponiendo lo que tenía que decir con habilidad parecida a la de Marco Antonio en su discurso a los romanos después del asesinato de César. Algunas de las palabras del doctor Mather han llegado a nosotros, ya que las escribiría después en una de sus obras. Hablando de aquellos «incrédulos saduceos» que dudaban de la existencia de tal delito, dijo: «En lugar de sus simiescos gritos y burlas de las Sagradas Escrituras, y de las historias piadosas de las que tenemos tan indudable confirmación que ningún hombre con formación suficiente para respetar las leyes generales de sociedad humana se atrevería a dudar de ellas, a nosotros nos corresponde adorar la bondad de Dios, que por boca de niños y lactantes ha revelado la verdad, y por medio de las afligidas hijas de vuestro piadoso pastor, ha manifestado el hecho de que los demonios han penetrado en vuestra comunidad con horrendas maquinaciones. Pidámosle a Él que refrene el poder de los demonios para que no lleguen en sus malignas maquinaciones tan lejos como llegaron hace sólo cuatro años en la ciudad de Boston, donde yo fui un humilde instrumento, guiado por Dios, para liberar del poder de Satanás a los cuatro hijos del señor Goodwin, aquel hombre religioso y bienaventurado. Estas cuatro criaturas inocentes fueron embrujadas por una hechicera irlandesa; la relación de los tormentos a que fueron sometidos no tiene fin. Tan pronto ladraban igual que los perros como ronroneaban igual que los gatos; sí, volaban como gansos y se desplazaban con increíble rapidez, posando en tierra las puntas de los pies sólo de vez en cuando, a veces ni una sola en seis yardas, y movían los brazos aleteando como las aves. Pero en otras ocasiones, por obra de las diabólicas estratagemas de la mujer que los había embrujado, no podían andar más que renqueando, pues les sujetaba las piernas con una cadena invisible, y, a veces, casi los estrangulaba con una soga. Una en especial fue sometida por esta mujer diabólica a tanto calor como el de un horno, y yo mismo vi el sudor que le caía cuando el tiempo era moderadamente fresco y todo el mundo estaba a gusto. Pero, para no preocuparos con mis historias, pasaré a demostrar que era el propio Satán quien ejercía el poder sobre aquella mujer. Pues era cosa muy extraordinaria que el espíritu maligno no le permitiera leer ningún libro piadoso o religioso donde se dice la verdad como es en Jesús. Podía leer libros papistas bastante bien, mientras que tanto la vista como el habla parecían fallarle cuando yo le daba el Catecismo de la Asamblea. También era aficionada al devocionario episcopal, que no es más que el misal romano en forma inglesa e impía. Sentía alivio si le ponían el devocionario en las manos en medio de sus sufrimientos. Pero, fijaos bien, fue imposible conseguir que leyera el Padrenuestro, de uno u otro libro, lo cual demuestra que estaba aliada con el diablo. La llevé a mi casa, pues puedo luchar con el demonio y atacarle exactamente igual que el doctor Martín Lutero. Pero, cuando convoqué a mi familia para rezar, los demonios que la poseían la hicieron silbar, cantar y gritar de forma discordante y horrorosa».

En este preciso instante, un silbido estridente y claro taladró todos los oídos. El doctor Mather se detuvo un momento.

—¡Satán está entre vosotros! —gritó—. ¡Cuidaos!

Y rezó con tanto fervor como si lo acechara un enemigo presente y temible; pero nadie le prestaba atención. ¿De dónde procedía aquel silbido amenazador y sobrenatural? Todos vigilaban a todos. ¡De nuevo el silbido, justo en medio de la multitud! Y entonces, un alboroto en un rincón del edificio, tres o cuatro personas agitadas sin causa inmediatamente perceptible para quien no estuviera cerca, el movimiento se extendió y, al momento, se abrió un pasillo en la apretada masa para dejar paso a dos hombres que empujaban a Prudence Hickson, tan rígida como un tronco en la postura convulsiva de quien sufre un ataque epiléptico. La depositaron entre los ministros que rodeaban el púlpito. Su madre se acercó a ella y lanzó un grito lastimero al ver a su hija paralizada. El doctor Mather bajó del púlpito y la observó, exorcizando al demonio que la poseía como persona acostumbrada a tales escenas. La multitud horrorizada empujaba en silencio. La rigidez de la postura y de los rasgos de Prudence cedió al fin, desbaratada en terribles convulsiones por el demonio, según creían todos. La violencia del ataque remitió poco a poco, y los espectadores recobraron el aliento, aunque el espanto se cernía sobre ellos y parecían esperar aún un nuevo silbido amenazador; mirando por todas partes, atemorizados, como si Satanás acechara buscando una nueva víctima.

Mientras tanto, el doctor Mather, el pastor Tappau y algunos otros exhortaban a Prudence a revelar, si podía, el nombre de la persona, la bruja, cuya influencia satánica la había sometido al tormento que acababan de presenciar. Le pidieron que hablase en nombre del Señor. Susurró entonces, agotada, un nombre débilmente. Nadie en la congregación pudo oírlo. Pero el pastor Tappau retrocedió consternado, mientras que el doctor Mather, que no sabía a quién correspondía el nombre, gritó con voz clara y fría:

—¿Conocéis a una tal Lois Barclay? Pues es ella quien ha embrujado a esta pobre niña.

La respuesta llegó más en forma de acción que de palabra, aunque se oyeron sordos murmullos. Pero todos se apartaron de Lois Barclay, en la medida en que tal cosa era posible, y la miraron con sorpresa y espanto. Lois no se movió de donde estaba, separada de todos por un pequeño espacio que no parecía factible un segundo antes, con todas las miradas clavadas en ella con odio y pavor. Se quedó estupefacta y cohibida, como si estuviese soñando. ¡Una bruja, ella, maldita como las brujas ante Dios y ante los hombres! Se le contrajo la cara, saludable y tersa, y palideció, pero no abrió la boca, limitándose a mirar al doctor Mather con los ojos desorbitados y expresión aterrada.

—Pertenece a la familia de Grace Hickson, una mujer temerosa de Dios —dijo alguien. Lois no sabía si era un comentario a su favor o no. Ni siquiera lo pensó; le afectó menos a ella que a cualquiera de los presentes. ¡Ella, una bruja! Y el relumbrante río Avon plateado y la mujer ahogada que había visto de pequeña en Barford (en casa, en Inglaterra) estaban allí delante de ella, y bajó los ojos ante su sino. Hubo cierto revuelo, cierto crujir de papeles; los magistrados de la ciudad se acercaron al púlpito a consultar con los ministros. El doctor Mather habló de nuevo:

—La india que fue ahorcada esta mañana nombró a ciertas personas, declarando que las había visto en las horrendas reuniones de culto a Satanás; pero el nombre de Lois Barclay no figura en el documento, aunque nos aflige ver los nombres de algunos…

Una interrupción, una consulta. De nuevo habló el doctor Mather:

—Traed a la bruja acusada Lois Barclay al lado de esta pobre criatura afligida de Cristo.

Rápidamente quisieron obligar a Lois a avanzar hasta donde yacía Prudence. Pero Lois se acercó a ella caminando por su propio pie.

—Prudence —le dijo, con voz tan dulce y conmovedora que quienes la oyeron entonces así se lo contarían mucho tiempo después a sus hijos—, ¿te he dicho alguna vez una palabra desagradable, o te he hecho acaso algún daño? Contesta, cariño. No querías decir lo que acabas de decir, ¿verdad?

Pero Prudence se apartó de ella retorciéndose y gritó como si la aquejasen nuevos tormentos:

—¡Lleváosla de aquí! ¡Lleváosla de aquí! Bruja Lois, bruja Lois. Me tiró al suelo esta mañana y me hizo mucho daño en el brazo.

Y se descubrió el brazo para confirmar lo que decía. Lo tenía amoratado.

—Yo no estaba a tu lado, Prudence —dijo Lois con tristeza. Pero su comentario sólo sirvió como una prueba más de su diabólico poder.

Lois empezó a sentirse obnubilada. ¡Bruja Lois!, ella, una bruja, aborrecida por todos los hombres. Pero procuró razonar e hizo otro esfuerzo.

—Tía Hickson —dijo, y Grace se adelantó—, ¿soy una bruja, tía Hickson? —preguntó; pues, pese a lo poco afectuosa, adusta y severa que fuese su tía, era sincera; y Lois estaba tan cerca del delirio que pensó que si su tía la condenaba era posible que fuese realmente una bruja.

Grace Hickson la miró a regañadientes.

«Es una mancha permanente para nuestra familia», pensaba.

—No es a mí a quien corresponde juzgar si eres o no una bruja, sino a Dios.

—¡Ay! ¡Ay! —gimió Lois; pues había mirado a Faith y comprendió que no podía esperar de ella ningún comentario amable al ver que apartaba la vista con expresión sombría.

El templo se llenó de voces impacientes, contenidas por respeto al lugar en que estaban, en fogosos murmullos que parecían cargar el aire de sonidos cada vez más coléricos; y quienes habían retrocedido apartándose de Lois antes avanzaban ahora empujando y la rodearon, dispuestos a prender a aquella joven sin amigos y llevarla a la prisión. Quienes podrían haber sido sus amigos, quienes deberían haberlo sido, se mostraban ahora contrarios o indiferentes a ella; aunque sólo Prudence la acusase claramente. La malvada niña gritaba sin cesar que Lois le había hecho un conjuro diabólico y pedía que la alejaran de ella; y experimentó realmente extraordinarias convulsiones cuando Lois la miró con perplejidad y tristeza. Aquí y allá, entre la multitud, había muchachas y mujeres que lanzaban gritos, víctimas, al parecer, del mismo ataque convulsivo que había aquejado a Prudence, rodeadas de un grupo de amigos agitados que murmuraban sin cesar brutalmente sobre la brujería y sobre la lista de las personas denunciadas por Hota la noche anterior. Pedían que se hiciera pública y protestaban por el lento curso de la justicia. Otros, no tan interesados por las víctimas, ni tan directamente, rezaban arrodillados en voz alta por sí mismos y por la propia seguridad, hasta que el alboroto se calmó y pudo oírse de nuevo la plegaria y exhortación del doctor Cotton Mather.

¿Y dónde estaba Manasseh? ¿Qué decía él? Recordaréis que el revuelo del griterío, la acusación, las súplicas de la acusada, parecían haberse producido simultáneamente, entre el alboroto y la algarabía de la gente que había ido a rendir culto a Dios, pero que ahora seguía en el templo juzgando y acusando a su hermana feligresa. Lois apenas había visto hasta entonces a Manasseh, que al parecer intentaba abrirse paso entre la multitud, pero su madre se lo impedía de palabra y de obra, como bien sabía Lois que haría; pues no era la primera vez que advertía el esmero con que su tía protegía siempre ante sus vecinos la honorable reputación de su hijo de cualquier sospecha relacionada con sus períodos de agitación y demencia incipiente. En esos días, en que el propio Manasseh imaginaba que oía voces y tenía visiones proféticas, Grace procuraba evitar que lo viera alguien ajeno a la familia; y Lois comprendió entonces claramente, mediante un proceso más rápido que el razonamiento, mirándole una sola vez a la cara, descolorida y deformada por la intensidad de la expresión, en comparación con otras simplemente coléricas y enrojecidas, que se hallaba en un estado tal que su madre no podría impedir que llamara la atención. De nada servirían la fuerza ni los razonamientos. Un momento después, Manasseh balbuceaba agitado al lado de Lois, y prestaba un testimonio impreciso que habría tenido escaso valor en un tribunal de justicia sereno, y que en aquella audiencia sólo añadió leña al fuego.

—¡A la prisión con ella! ¡Buscad a las brujas! ¡El pecado se propaga a todas las familias! ¡Satanás está justo en medio de todos nosotros! ¡Golpead sin tregua! —En vano alzó el doctor Cotton Mather la voz en sus plegarias, en las que daba por sentada la culpabilidad de la acusada; nadie escuchaba, todos querían sujetar a Lois como si temieran que se desvaneciera delante de ellos. Ella seguía en silencio, pálida y temblorosa, sujetada con fuerza por hombres furiosos y desconocidos, y sólo de vez en cuando buscaba vagamente con los ojos dilatados algún rostro piadoso, sin encontrarlo, entre los centenares de personas que la rodeaban. Mientras algunos buscaban cuerdas para atarla y otros insinuaban con vagas preguntas nuevas acusaciones al debilitado cerebro de Prudence, Manasseh consiguió hacerse oír una vez más. Se dirigió al doctor Cotton Mather con evidente ansiedad por exponer claramente un nuevo razonamiento que acababa de ocurrírsele:

—En este asunto, señor, sea o no bruja, el final me ha sido revelado por el espíritu profético. Ahora bien, reverendo señor, si el espíritu conoce los hechos, antes tuvieron que anunciarlos en los consejos de Dios. Y en tal caso, ¿por qué castigarla por algo en lo que no tenía libre albedrío?

—Joven —dijo el doctor Mather, inclinándose en el púlpito y mirando con severidad a Manasseh—, cuidado, bordeas la blasfemia.

—No me importa. Lo repito. O Lois Barclay es una bruja o no lo es. Si lo es, ha sido predestinada a serlo, pues tuve una visión de su muerte tras ser condenada por bruja hace muchos meses, y la voz me dijo que sólo había una escapatoria (Lois, la voz que conoces) —empezó a divagar un poco en su excitación, pero resultaba conmovedor ver lo consciente que era de que, al hablar, perdía el hilo del razonamiento lógico con el que esperaba demostrar que no debían castigar a Lois, y lo mucho que se esforzaba por apartar de su imaginación las viejas ideas y concentrarse en la alegación de que, si Lois era bruja, le había sido profetizado; y si había profecía, tenía que haber conocimiento previo; y, si había conocimiento previo, había predestinación; y, si había predestinación, no había libre albedrío, y, por tanto, no podían castigarla en justicia.

Siguió así, precipitándose en la herejía sin preocuparse y cada vez con más vehemencia, guiándose por el razonamiento y el sarcasmo en vez de permitirse excitar la imaginación. Hasta el doctor Mather se creyó a punto de ser derrotado ante la congregación que menos de media hora antes le consideraba casi infalible. ¡Ánimo, Mather! La mirada de tu adversario empieza a parpadear y brillar con luz terrible pero incierta, su discurso pierde coherencia y sus argumentos se mezclan con disparatadas visiones de las revelaciones más absurdas que sólo él ha tenido. Ha llegado al límite, ha cruzado las lindes de la blasfemia y la congregación se alza como un solo hombre contra el blasfemo con un espantoso grito de horror y reprobación. El doctor Mather esbozó una sonrisa forzada y la gente ya estaba dispuesta a lapidar a Manasseh, que seguía hablando y delirando como si nada.

—¡Un momento! ¡Un momento! —exclamó Grace Hickson, olvidando la vergüenza que, en aras de la decencia familiar la había impulsado a ocultar la misteriosa desgracia de su hijo, al ver que su vida corría peligro—. No lo toquéis. No sabe lo que dice. Sufre un ataque. Os diré la verdad ante Dios. Mi hijo, mi único hijo, está loco.

Todos oyeron horrorizados estas palabras. El joven y serio ciudadano, que había desempeñado silenciosamente su papel en la vida cerca de ellos en su existencia diaria, sin mezclarse mucho, era cierto, pero aún más respetado por ello quizá, el estudioso de complejos libros de teología, capaz de conversar con los ministros más instruidos que venían a aquellos lugares, era el mismo hombre que decía ahora disparates a la bruja Lois, como si los dos fueran los únicos presentes. Se les ocurrió una explicación. También él era una víctima. ¡Grande era el poder de Satanás! Gracias a las artes diabólicas, la chica pálida e inmóvil había dominado el alma de Manasseh Hickson. Corrió la voz. Y Grace lo oyó. Parecía un bálsamo curativo para su vergüenza. Con obstinada y falsa ceguera, no vio ni admitió siquiera en lo más recóndito de su corazón que Manasseh ya era extraño y taciturno y violento mucho antes de que la joven inglesa llegara a Salem. Encontró incluso una razón engañosa para su intento de suicidio en otro tiempo. Se estaba recuperando de unas fiebres, y, aunque bastante bien de salud, el delirio no le había abandonado del todo. Pero ¡qué obstinado era a veces desde que estaba Lois! ¡Qué irracional! ¡Qué malhumorado! ¡Qué extraña la falsa ilusión de que una voz le ordenaba que se casara con ella! ¡La seguía y se aferraba a ella como si le dominara un afecto compulsivo! Y, por encima de todo, la idea de que, si realmente había sido embrujado, entonces no estaba loco y podría ocupar de nuevo la honorable posición de que había gozado en la congregación y en la comunidad cuando el hechizo que lo atenazaba se rompiera. Grace sucumbió, pues, a la idea de que Lois Barclay había embrujado a Manasseh y a Prudence, y animó a otros a aceptarla. Y la consecuencia de esta creencia fue que tenían que juzgar a Lois, con pocas posibilidades a su favor, para aclarar si era una bruja o no. Y si lo era, o bien confesaría, denunciaría a otros, se arrepentiría y llevaría una vida de amarga vergüenza, despreciada por todos los hombres y tratada con crueldad por la mayoría; o moriría en la horca impenitente, obstinada, negando su pecado.

Así pues, se la llevaron a rastras de la congregación de cristianos a la prisión, a esperar su juicio. Digo «la llevaron a rastras» porque, aunque era lo bastante dócil para seguirlos a donde quisieran, ahora estaba tan debilitada que requería fuerza externa. ¡Pobre Lois! Tendrían que haberla trasladado y atendido amorosamente en su estado de agotamiento, pero todos la aborrecían tanto, creyéndola cómplice de Satanás en todas sus acciones malvadas, que no se preocupaban de cómo la trataban más de lo que se preocuparía un muchacho descuidado de cómo trata al sapo que va a tirar por encima de la tapia.

Cuando Lois recobró el pleno conocimiento vio que estaba echada en una cama dura y baja en una habitación cuadrada y oscura, y supo de inmediato que debía hallarse en la prisión municipal. Tendría unos ocho pies cuadrados, muros de piedra y una abertura enrejada en lo alto, encima de su cabeza, por la que entraban toda la luz y el aire que puede entrar por un espacio de un pie cuadrado. Le pareció solitaria y lóbrega a medida que se recuperaba lenta y penosamente del largo desvanecimiento. Necesitaba ayuda humana en la lucha que sigue a un desmayo, cuando hay que aferrarse a la vida y el esfuerzo parece excesivo para la voluntad. Al principio no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí, y no se molestó en intentar aclararlo. Supo instintivamente que tenía que quedarse quieta y esperar que se le calmara el pulso acelerado. Cerró los ojos de nuevo. El recuerdo de la escena del templo fue cobrando forma como un cuadro. Vio en el interior de los párpados, por así decirlo, el mar de rostros que la miraban con odio como si fuese algo sucio y aborrecible. Y tenéis que recordar quienes leéis este cuento en el siglo XIX, que Lois Barclay, hace dos siglos, creía que la brujería era un pecado real espantoso. La expresión de aquellos rostros, grabada en el corazón y en el cerebro, despertó cierta solidaridad extraña en ella. ¿Podría ser —¡santo cielo!—, podría ser cierto que Satán hubiese ejercido el espantoso poder del que tanto había oído y leído sobre ella y sobre su voluntad? ¿Estaría realmente poseída por un demonio y sería realmente una bruja sin haberse percatado de ello hasta entonces? Y su agitada imaginación recordó con singular nitidez todo lo que había oído sobre el tema: el espantoso sacramento de medianoche, el poder y la presencia de Satanás. Y luego recordó cada pensamiento irritado contra el prójimo, contra las impertinencias de Prudence, contra el autoritarismo de su tía, contra el disparatado y persistente acoso de Manasseh; y la indignación (aquella misma mañana, aunque hacía tantos siglos en tiempo real) ante la injusticia de Faith; ay, ¿podrían aquellos malos pensamientos encerrar un poder diabólico otorgado por el padre del mal, y haberse convertido en maldiciones activas sin que se hubiese dado cuenta? Y las ideas siguieron fluyendo vertiginosamente en el cerebro de la pobre muchacha, que se culpaba en su fuero interno. Al final, el gusanillo de la imaginación la obligó a incorporarse con impaciencia. ¿Qué era aquello? Un peso de hierro en las piernas: un peso que según declaró después el carcelero de la prisión de Salem «no pesaba más de ocho libras». Le hizo bien que fuese un mal tangible, pues la obligó a salir del desierto infinito en el que vagaba su imaginación. Lo cogió y vio las medias rasgadas y el tobillo magullado, y empezó a llorar lastimeramente, movida por una extraña compasión de sí misma. Así que temían que incluso en aquella celda encontrara la forma de escapar. La completa y absurda imposibilidad de hacerlo la convenció de su inocencia, de su carencia de poderes sobrenaturales; y el pesado grillete la sacó extrañamente de los delirios que parecían congregarse a su alrededor.

¡No, jamás podría escapar de aquel calabozo profundo! No existía escapatoria natural ni sobrenatural, sólo la misericordia humana. ¿Y qué era la misericordia humana en aquellos tiempos de pánico? Lois sabía que nada. El instinto, más que la razón, le había enseñado que el pánico engendra cobardía; y la cobardía, crueldad. Pero lloró, lloró a lágrima viva y por primera vez al verse encadenada y con grilletes. Era todo tan cruel… como si sus semejantes hubieran llegado realmente a odiarla y a temerla, ¡a ella, que sólo había tenido algunos pensamientos airados, que Dios perdona!, pero que nunca habían pasado a las palabras y mucho menos a las obras. Pues incluso entonces podía amar a toda la familia si se lo permitían; sí, todavía, pese a creer que habían sido la acusación directa de Prudence y el silencio de Faith y de su tía lo que la había llevado a la situación en que se encontraba. ¿Irían alguna vez a verla? ¿Pensarían más amablemente en ella (con quien habían compartido el pan a diario durante meses y meses) e irían a verla y a preguntarle si había sido ella de verdad quien había causado la enfermedad a Prudence y el trastorno mental a Manasseh?

Nadie fue a verla. Alguien le llevó pan y agua, y abrió y cerró rápidamente la puerta sin molestarse en comprobar si los dejaba al alcance de la prisionera; o tal vez pensara que la dimensión física era irrelevante tratándose de una bruja. Lois tardó mucho en alcanzarlos; y un vestigio de hambre juvenil natural la impulsó a echarse cuan larga era en el suelo y a esforzarse hasta el agotamiento para conseguir el sustento. Después de comer un poco, el día empezó a decaer y pensó que debía echarse e intentar dormir. Pero antes el carcelero la oyó cantar el himno vespertino: «Gloria a ti, Señor, esta noche, por todas las bendiciones de la luz».

Y le pasó por la mente embotada el torpe pensamiento de que pocas bendiciones podía agradecer, si podía alzar la voz para cantar las alabanzas tras un día que señalaba, en caso de ser una bruja, el vergonzoso descubrimiento de sus prácticas abominables, y si no… Bien, su entendimiento detuvo en este punto tales elucubraciones. Lois se arrodilló y rezó el Padrenuestro, deteniéndose apenas un poco antes de cierta frase, para ver si podía estar segura de que perdonaba en su fuero interno. Se miró el tobillo y se le anegaron los ojos otra vez, aunque no tanto por el dolor como porque los hombres debían odiarla mucho para tratarla de aquel modo. Luego se echó y se quedó dormida.

Al día siguiente la llevaron ante el señor Hathorn y el señor Curwin, los jueces de Salem, para acusarla legal y públicamente de brujería. Había otras con ella, acusadas de lo mismo. Y, cuando las hicieron entrar, la odiosa multitud empezó a gritar. Prudence, las dos niñas Tappau y otras dos de la misma edad estaban en la sala como víctimas de los conjuros de las acusadas, a las que colocaron a una distancia de unos siete u ocho pies de los jueces; y, entre los jueces y ellas, a los acusadores. Luego les dijeron que se levantaran en presencia de los jueces. Todo esto lo hizo Lois como le dijeron, con una conformidad en la que había algo de la asombrosa docilidad de los niños, aunque sin la menor esperanza de ablandar la pétrea mirada de odio que veía en todos los semblantes que la rodeaban, salvo los distorsionados por una cólera más viva. Se ordenó entonces a un funcionario que le sujetara ambas manos, y el juez Hathorn le pidió que no apartara los ojos de él, por una razón que no explicaron a Lois: la de impedir que mirara a Prudence y que le diera un ataque o empezase a gritar que alguien la golpeaba súbita y violentamente. Si algún corazón de aquella cruel multitud se hubiese conmovido, habría sentido alguna compasión por aquella joven inglesa de dulce rostro que intentaba sumisamente hacer cuanto le ordenaban, la cara muy pálida pero tan llena de triste mansedumbre, los ojos grises un poco dilatados por la misma gravedad de su situación, fijos con la intensa mirada de la virginidad inocente en el adusto rostro del juez Hathorn. Y así guardaron todos silencio un tenso minuto. Les pidieron luego que rezaran el Padrenuestro. Lois lo hizo como en la soledad de su calabozo la noche anterior, con una breve pausa antes de pedir que la perdonara como ella perdonaba. Y en ese instante de vacilación (como si hubiesen estado esperando), todos la llamaron bruja a gritos y, cuando el clamor cesó, el juez pidió a Prudence Hickson que se acercara. Lois se volvió entonces un poco hacia un lado, deseando ver al menos una cara conocida; pero, al posar los ojos en Prudence, la chica se quedó inmóvil y no contestó a las preguntas ni abrió la boca, y el juez declaró que se había quedado muda por brujería. Alguien sujetó luego a Prudence por los brazos y la obligó a adelantarse para tocar a Lois, suponiendo tal vez que la curaría del hechizo. Pero, apenas habían obligado a Prudence a dar tres pasos, cuando consiguió soltarse y cayó al suelo retorciéndose como si le hubiese dado un ataque, vociferando y suplicando a Lois que la ayudara y la salvara del tormento. Todas las chicas empezaron entonces a «revolcarse como cerdos» (por decirlo con las palabras de un testigo presencial) y a gritarles a Lois y a las otras acusadas. Entonces ordenaron a estas que pusieran los brazos en cruz, suponiendo que si los cuerpos de las brujas adoptaban esa forma perderían su poder diabólico. Lois se sintió desfallecer al poco rato, por la postura excepcionalmente fatigosa, que aguantó con paciencia hasta que las lágrimas y el sudor del dolor y el cansancio le rodaron por la cara y pidió en voz baja y quejumbrosa si podía apoyar la cabeza un momento en la mampara de madera. Pero el juez Hathorn le dijo que, si tenía fuerza suficiente para atormentar a otros, debía tenerla para resistir. Lois suspiró débilmente y siguió en la misma postura mientras aumentaba por momentos el clamor contra ella y las otras acusadas; el único medio de evitar el desmayo era distraerse del dolor y del peligro repitiendo versículos de los Salmos que recordaba que expresaban confianza en Dios. Al final la enviaron de nuevo a prisión y entendió vagamente que ella y las otras acusadas habían sido condenadas a la horca por brujería. Muchos la observaron entonces ávidamente, para ver si lloraba por su destino. Si hubiese tenido fuerza suficiente para llorar, eso podría (sólo podría) haber contado a su favor, pues las brujas no podían derramar lágrimas; pero estaba demasiado agotada y anonadada. Sólo deseaba volver a echarse en el catre de la prisión, fuera del alcance de los gritos de odio de los hombres y de sus miradas crueles. Así que la llevaron de nuevo a la prisión, sin que llorara ni dijera palabra.

Pero el reposo le devolvió la fuerza para pensar y sufrir. ¿Sería cierto que iba a morir? ¿Ella, Lois Barclay, que sólo tenía dieciocho años, tan sana, tan joven, tan llena de amor y de esperanza hacía sólo unos días? ¿Qué pensarían de todo aquello en casa, en el verdadero y amado hogar de Barford, en Inglaterra? Allí la habían querido; allí cantaba y disfrutaba todo el día en las bellas riberas del Avon. Ay, ¿por qué habrían muerto su padre y su madre, por qué le habrían pedido que fuese a aquella costa cruel de Nueva Inglaterra, donde nadie la había querido, donde nadie se había preocupado por ella y donde ahora iban a ejecutarla ignominiosamente por bruja? Y no había nadie que pudiera llevar amables mensajes a quienes no volvería a ver nunca. ¡Jamás! El joven Lucy estaría vivo y feliz (probablemente pensando en ella y en su intención declarada de ir a buscarla para volver con ella a casa y hacerla su esposa aquella misma primavera). Tal vez la hubiese olvidado; quién sabe. Una semana antes se habría indignado por su desconfianza al pensar por un segundo que la hubiese olvidado. Ahora dudaba de la bondad de los seres humanos; pues los que la rodeaban eran horribles, crueles y despiadados.

Se dio la vuelta y se golpeó con furia (hablando figuradamente), por haber dudado de su amado. ¡Ay, si estuviera con él! ¡Ay, si pudiera estar con él! Él no permitiría que muriera; la escondería en su pecho de la cólera de aquella gente y la llevaría de nuevo al antiguo hogar de Barford. Podría estar incluso en aquel momento navegando en el ancho mar azul, cada vez más cerca, aunque demasiado tarde a pesar de todo.

Los pensamientos se sucedieron así toda la noche febril; Lois se aferraba a la vida de forma casi delirante y suplicaba frenéticamente a Dios que no permitiera su muerte, ¡al menos ahora que era tan joven!

El pastor Tappau y algunos ancianos la despertaron de un sueño profundo al día siguiente avanzada la mañana. Se había pasado la noche llorando y temblando hasta que la luz del día se filtró por la rejilla cuadrada. Eso la tranquilizó y se quedó dormida, hasta que la despertó el pastor Tappau, como he dicho.

—¡Arriba! —le dijo, sin atreverse a tocarla, por su idea supersticiosa de los poderes diabólicos—. Es mediodía.

—¿Dónde estoy? —preguntó Lois, perpleja por tan insólito despertar y por los rostros severos que la miraban con reprobación.

—Estás en la prisión de Salem, condenada por bruja.

—¡Ay de mí! Lo había olvidado por un instante —exclamó ella, inclinando la cabeza sobre el pecho.

—Sin duda se ha pasado toda la noche viajando con el diablo y ahora está agotada y confusa —susurró uno de los ancianos en voz baja, creyendo que Lois no lo oiría; pero ella alzó los ojos y le miró con mudo reproche.

—Venimos a pedirte que confieses tu grave y múltiple pecado.

—¡Mi grave y múltiple pecado! —repitió Lois entre dientes, moviendo la cabeza.

—Sí. Tu pecado de brujería. Si confiesas, tal vez haya todavía bálsamo en Galaad[32].

Conmovido por la palidez de la joven y la expresión consumida, uno de los ancianos dijo que, si confesaba, se arrepentía y hacía penitencia, tal vez aún pudieran perdonarle la vida.

Un súbito destello de luz animó su mirada apagada y perdida. ¿Podría vivir aún? ¿Dependía de ella? ¡Porque nadie sabía lo pronto que llegaría Ralph Lucy para llevarla para siempre a la paz de un nuevo hogar! ¡Vida! Ay, entonces no se había perdido toda la esperanza, tal vez pudiera vivir aún, tal vez no muriera. Pero la verdad brotó una vez más de sus labios sin ningún esfuerzo de la voluntad.

—No soy una bruja —repuso.

El pastor Tappau le vendó entonces los ojos; ella no opuso la menor resistencia, aunque se preguntó lánguidamente en el fondo de su ser qué pasaría a continuación. Oyó que entraba gente en el calabozo sin hacer ruido, y voces susurrantes; entonces le levantaron las manos y la obligaron a tocar a alguien que estaba cerca y percibió a continuación el sonido de un forcejeo y la voz conocida de Prudence que se debatía en uno de sus ataques histéricos, suplicando a gritos que la sacaran de allí. Lois tuvo la impresión de que alguno de los jueces dudaba de su culpabilidad y había pedido otra prueba. Se dejó caer en la cama, pensando que aquello tenía que ser una pesadilla espantosa, tan rodeada de peligros y enemigos parecía. Los que estaban en el calabozo (y por lo cargado del ambiente advertía que eran muchos) seguían cuchicheando. Ella no intentó descifrar los fragmentos de frases que llegaban a su mente embotada hasta que, de pronto, una o dos palabras le hicieron comprender que discutían sobre la conveniencia de emplear el látigo o la tortura para obligarla a confesar y a revelar los medios para deshacer el hechizo con que había embrujado a sus víctimas. Sintió un escalofrío de terror; y gritó suplicante:

—Os lo ruego, señores, por la misericordia divina, no empleéis esos medios espantosos. Diré lo que sea, no, acusaré a cualquiera si me sometéis al tormento del que habláis. Pues sólo soy una joven nada valiente ni tan buena como algunas.

Conmovió el corazón de algunos verla así; las lágrimas le rodaban bajo burdo pañuelo apretado sobre los ojos; la cadena sonora sujetaba el grueso grillete al fino tobillo; tenía las manos unidas como para contener un movimiento convulsivo.

—¡Mirad! Está llorando —exclamó uno de ellos—. Dicen que las brujas no pueden derramar lágrimas.

Pero otro se burló de esta prueba y le dijo que recordara que había testificado contra ella su propia familia, los Hickson.

Le pidieron una vez más que confesara. Se le leyeron las acusaciones de las que era culpable en opinión de todos, decían, con todos los testimonios presentados contra ella como prueba. Le dijeron que, por consideración a la familia devota a la que pertenecía, los ministros y magistrados de Salem habían decidido perdonarle la vida si reconocía su culpa, la reparaba y se sometía a la penitencia; pero que, en caso contrario, ella y las demás convictas de brujería serían ahorcadas en la plaza del mercado de Salem el jueves por la mañana (el jueves era día de mercado). Y después de estas palabras, esperaron su respuesta en silencio. Transcurrieron unos dos minutos. Lois se había sentado de nuevo en la cama mientras tanto, pues estaba realmente muy débil. Preguntó:

—¿Pueden quitarme el pañuelo de los ojos, señores? Me hace daño.

Ya no existía motivo para que llevara los ojos vendados, así que le quitaron la venda y le permitieron ver. Contempló desolada los rostros severos de quienes la rodeaban esperando con lúgubre ansiedad su respuesta. Luego dijo:

—Señores, prefiero morir con la conciencia tranquila que seguir viviendo gracias a una mentira. No soy una bruja. Apenas comprendo a qué os referís cuando decís que lo soy. He cometido muchos errores en mi vida, muchísimos, pero creo que Dios me los perdonará por mi respeto al Salvador.

—No pronuncies Su nombre en vano —dijo el pastor Tappau, indignado por su decisión de no confesar, conteniéndose a duras penas para no golpearla. Ella advirtió su deseo y retrocedió atemorizada. El juez Hathorn leyó solemnemente entonces la condena legal de Lois Barclay a morir ahorcada, como bruja convicta. Ella murmuró algo que nadie oyó bien, pero que parecía una súplica de piedad y compasión por su tierna edad y su desvalimiento. Entonces la abandonaron a todos los horrores de aquel calabozo solitario y repugnante y al extraño terror a la muerte inminente.

El pavor a las brujas y la agitación contra la brujería crecieron con escalofriante rapidez fuera de los muros de la prisión. Acusaron a muchas mujeres (y a muchos hombres también) sin tener en cuenta su condición ni su carácter. Por otro lado, se cree que más de cincuenta personas se vieron gravemente trastornadas por el demonio y por aquellos a quienes había transmitido su poder mediante consideraciones viles y malignas. Nadie puede saber ahora cuánto rencor, claro e inconfundible rencor personal, se mezclaba con estas acusaciones. Las siniestras estadísticas de la época nos indican que cincuenta y cinco personas se salvaron confesándose culpables, ciento cincuenta fueron encarceladas, más de doscientas acusadas y más de veinte ejecutadas, entre las que se contaba el ministro al que he llamado Nolan, a quien se ha considerado tradicionalmente víctima del odio de su compañero, el otro pastor de la parroquia. Un anciano que menospreció la acusación y se negó a defenderse en el juicio, fue condenado a morir en el suplicio, conforme a la ley, por su contumacia. Y más aún, acusaron de brujería incluso a los perros, sometiéndolos a los castigos legales: figuran entre los sujetos de la pena capital. Un joven encontró el medio de que su madre huyera del confinamiento, escapó con ella a caballo y la escondió en Blueberry Swamp, no muy lejos del arroyo de Taplay, en el Great Pasture; la escondió en un wigwam que construyó como alojamiento, proveyéndola de alimentos y ropa y consolándola y ayudándola hasta que pasó el delirio. La pobre tuvo que sufrir muchísimo, sin embargo, pues se fracturó un brazo en el esfuerzo casi desesperado de escapar de la prisión.

Pero nadie intentó salvar a Lois. Grace Hickson prefirió olvidarla por completo. En aquel entonces, se creía que la brujería constituía un baldón para toda la familia, y que generaciones de vida intachable no bastaban para borrarlo. Además, recordaréis que Grace y casi todo el mundo en su época creían firmemente en la realidad del delito de brujería. También lo creía la pobre y abandonada Lois, lo cual aumentaba su terror, pues el carcelero, de talante insólitamente comunicativo, le dijo que casi todas las celdas estaban llenas de brujas; y que, si llegaban más, tendría que meter a una en la suya. Lois sabía que ella no era un bruja; pero también creía que el delito existía y que participaban en él las personas perversas que habían decidido entregar su alma a Satanás; y tembló de espanto al oír las palabras del carcelero, a quien le habría pedido que le ahorrase semejante compañía si era posible. Pero, de alguna forma, estaba perdiendo el juicio y no recordó las palabras necesarias para expresar su petición hasta que se marchó.

La única persona que echaba de menos a Lois (y que habría sido su amigo de haber podido) era Manasseh, el pobre y loco Manasseh. Pero decía cosas tan disparatadas y escandalosas que lo único que podía hacer su madre era procurar ocultar su estado a la observación pública. A tal fin, le había dado una poción somnífera; y mientras dormía profundamente bajo los efectos de la infusión de adormidera, lo ató con cuerdas a su antigua y sólida cama. Parecía desconsolada al cumplir este cometido y reconocer la degradación de su primogénito, él, de quien siempre se había sentido tan orgullosa.

Aquella tarde a última hora Grace Hickson estuvo en la celda de Lois, encapuchada y embozada hasta los ojos. Lois apenas se movía, jugueteando ociosamente con un trozo de cordel que se le había caído del bolsillo a uno de los magistrados por la mañana. Su tía se quedó a su lado un momento en silencio. Lois no advirtió su presencia hasta que alzó la vista de pronto: entonces gritó débilmente y se apartó de la figura oscura. Entonces, como si el grito le hubiese soltado la lengua, Grace empezó a decir:

—Lois Barclay, ¿te he hecho daño alguna vez?

Grace no sabía la frecuencia con que su falta de bondad y afecto había traspasado el tierno corazón de la extraña que vivía bajo su techo; pero en aquel momento Lois no lo recordó. Se le llenó la memoria, en cambio, de gratos pensamientos por cuanto había hecho por ella su tía, que una persona menos escrupulosa no habría hecho, y casi le tendió los brazos como a una amiga en aquel lugar desolado, mientras respondía:

—¡Oh, no, no! ¡Has sido muy buena! ¡Muy amable!

Pero Grace permaneció inmutable.

—No te hice ningún mal, aunque nunca comprendí exactamente por qué acudiste a nosotros.

—Me lo pidió mi madre en su lecho de muerte —gimió Lois, cubriéndose la cara. Oscurecía por momentos. Su tía guardaba silencio.

—¿Se ha portado mal contigo alguno de los míos? —preguntó al poco rato.

—No, no, nunca, hasta que Prudence dijo… ¡Ay, tía! ¿Crees que soy una bruja? —Lois se levantó, agarrándose al manto de Grace e intentando descifrar su expresión. Esta se apartó de la joven, a quien temía, aunque buscara ganarse su voluntad.

—Hombres más sabios y más piadosos que yo lo han dicho. Pero ¡ay, Lois, Lois! Él es mi primogénito. Libérale del demonio, por el amor de Quien no me atrevo a nombrar en este lugar espantoso, donde se juntan quienes han renunciado a las esperanzas de su bautismo. ¡Libera a Mannasseh de su espantoso estado si alguna vez los míos o yo te hemos hecho algún favor!

—Me lo pides en nombre de Cristo —dijo Lois—. Yo puedo pronunciar ese nombre santo, pues, ¡ay, tía!, en realidad, la pura y sagrada verdad es que no soy una bruja; y sin embargo he de morir, ¡ahorcada! ¡No permitas que me maten, tía! Nunca he hecho daño a nadie a sabiendas.

—Por pura vergüenza, ¡calla! Esta tarde he atado a mi primogénito con fuertes cuerdas para impedir que se haga daño o nos lo haga a nosotros, tal es su frenesí. Escúchame, Lois Barclay. —Grace se arrodilló a los pies de su sobrina y unió las manos como si fuese a rezar—. Soy una mujer orgullosa, ¡que Dios me perdone!, y nunca se me ha ocurrido arrodillarme ante nadie salvo ante Él. Y ahora me arrodillo a tus pies para suplicarte que liberes a mis hijos, sobre todo a mi hijo Manasseh, de los hechizos que les has hecho. Lois, haz lo que te pido y rezaré al Todopoderoso por ti, si todavía puede haber misericordia.

—No puedo; nunca he hecho nada contra ti ni contra los tuyos. ¿Cómo podría deshacerlo? ¿Cómo? —Y se retorció las manos con la intensa convicción de que no podía hacer nada.

Grace se levantó entonces lentamente, fría y severa. Se dirigió a la puerta, lejos de la joven encadenada en el rincón de la celda, dispuesta a huir después de maldecir a la bruja que no quería o no podía deshacer el mal que había causado. Alzó la mano derecha y condenó a Lois a la maldición eterna por su pecado mortal y su falta de misericordia incluso en aquella hora postrera. Y, por último, la emplazó a reunirse con ella en el juicio final para responder por el daño que había hecho a las almas y a los cuerpos de quienes la habían acogido y la habían aceptado cuando acudió a ellos siendo una huérfana desconocida.

Lois había escuchado a su tía hasta este último emplazamiento como quien recibe su sentencia sin poder alegar nada porque sabe que todo será en vano. Pero alzó la cabeza al oír que hablaba del juicio final; y cuando Grace terminó, ella también alzó la mano derecha como si se comprometiera solemnemente, y replicó:

—¡Tía! Allí te veré. Y allí conocerás mi inocencia de esta atrocidad. ¡Que Dios se apiade de ti y de los tuyos!

Su voz serena enloqueció a Grace, que hizo un gesto como si cogiera un puñado de tierra del suelo y se lo tirara a Lois, gritando:

—¡Bruja! ¡Bruja! ¡Pide piedad para ti, yo no necesito tus plegarias! Las plegarias de las brujas se interpretan al revés. ¡Te escupo y te desafío!

Y, dicho esto, se marchó.

Lois pasó toda la noche gimiendo. Lo único que podía decir era: «¡Que Dios me consuele! ¡Que Dios me dé fuerzas!». Sólo sentía esa necesidad, nada más. Todos los demás temores y necesidades parecían haber muerto en su interior. Y, cuando el carcelero le llevó el desayuno por la mañana, informó de que se había «vuelto tonta», pues, en realidad, no dio muestras de reconocerlo y siguió meciéndose atrás y adelante susurrando con una sonrisa de vez en cuando.

Pero Dios la consoló, y también le dio fuerzas. Aquel miércoles, a última hora de la tarde, llevaron a otra «bruja» a su celda, y les pidieron a ambas con palabras injuriosas que se hicieran compañía. La recién llegada cayó postrada del empujón que le dieron en la puerta; y Lois, que sólo había visto a una anciana harapienta que yacía desvalida en el suelo donde se había caído de bruces, la ayudó a incorporarse. ¡Y he aquí que era Nattee: sucia, mugrienta en realidad, cubierta de barro, apedreada, destrozada y absolutamente desquiciada por el trato que había recibido de la turba en la calle! Lois la sostuvo y le limpió con cuidado el rostro moreno y arrugado con la falda, llorando por ella como no había llorado por los propios pesares. Atendió a la anciana india durante horas, cuidó sus penas físicas; y, cuando la criatura salvaje recuperó poco a poco los sentidos dispersos, Lois percibió su infinito temor al mañana, el día en que también a ella la llevarían a morir delante de la multitud enfurecida. Buscó dentro de sí alguna fuente de consuelo para la anciana, que temblaba de miedo a la muerte (¡y qué muerte!) como si padeciera parálisis agitante.

Cuando se hizo el silencio en la prisión, en la quietud de la medianoche, el carcelero apostado en la celda de Lois la oyó contar, como si hablara con un niño, la historia prodigiosa y triste de alguien que murió en la cruz por nosotros y por nuestra salvación. Mientras Lois hablaba, el terror de la anciana india se calmaba; pero, en cuanto se cansaba y hacía una pausa, Nattee volvía a llorar como si alguna fiera la persiguiera y estuviese a punto de alcanzarla en los bosques donde vivía de joven. Y entonces Lois seguía, diciendo todas las palabras benditas que podía recordar y consolando a la india desvalida con el sentimiento de la presencia de un Amigo Celestial. Y se consolaba consolándola a ella; se fortalecía, fortaleciéndola a ella.

Llegó la mañana; y, con ella, la hora de ir a morir. Quienes entraron en la celda encontraron a Lois dormida, con la cara apoyada en la anciana, profundamente dormida también y con la cabeza aún apoyada en su regazo. Cuando la despertaron parecía confusa, como si no supiera exactamente dónde estaba; tenía de nuevo aquella expresión «tonta» en su rostro pálido. Daba la impresión de que sólo era consciente de la obligación de proteger a toda costa a la pobre india de algún peligro. Esbozó una leve sonrisa al ver la luz brillante de la mañana de abril; rodeó con un brazo a Nattee e intentó calmarla con palabras tranquilizadoras de sentido incierto y pasajes sagrados de los Salmos. Nattee se agarró más fuerte a Lois cuando se acercaban a la horca y la multitud escandalosa empezó a vociferar. Lois redobló sus esfuerzos por calmarla y animarla, como si no se diera cuenta de que el oprobio, los gritos, las piedras y el barro iban dirigidos contra ella. Pero cuando separaron de ella a Nattee y se la llevaron a morir primero, pareció recuperar de pronto la noción de la pavorosa realidad del momento. Miró con ojos desorbitados a su alrededor, tendió los brazos a alguien que parecía ver a lo lejos y exclamó con una voz que estremeció a cuantos la oyeron: «¡Madre!». Un momento después, el cuerpo de la bruja Lois se balanceaba en el aire y todo el mundo estaba paralizado, sobrecogido por un súbito asombro, el miedo a un crimen terrible.

Un demente enloquecido quebró la quietud y el silencio: subió corriendo la escalera, abrazó el cuerpo de Lois y le besó los labios con pasión irrefrenable. Y luego, como si fuese cierto lo que creía la gente, que estaba poseído por un demonio, bajó de un salto, corrió entre la multitud, salió de los límites de la población y se adentró en el bosque oscuro y denso, y ningún cristiano volvió a ver a Manasseh Hickson.

La población de Salem había despertado de su espantoso delirio antes de que llegara el otoño, cuando el capitán Holdernesse y Hugh Lucy llegaron para llevarse a Lois a su hogar del pacífico Barford, en la hermosa campiña inglesa. Los acompañaron a la tumba herbosa en que reposaba, tras haber sido conducida a la muerte por hombres equivocados. Hugh Lucy se sacudió el polvo de los pies al marcharse de Salem, apesadumbrado; vivió luego soltero toda la vida, por ella.

Muchos años después, el capitán Holdernesse fue a verle para comunicarle cierta noticia que creía que interesaría al serio molinero de la ribera del Avon. Le contó que el año anterior (estaban en 1713) se había decidido, en piadosa asamblea sacramental de la iglesia, borrar y olvidar la sentencia de excomunión contra las brujas; que quienes se congregaron para ese fin «pidieron humildemente a Dios misericordioso el perdón de cualquier pecado, error o equivocación que se hubiese cometido en la aplicación de la justicia, por mediación de nuestro misericordioso sumo sacerdote, que sabe compadecerse de los ignorantes y de los descarriados». Le contó también que Prudence Hickson (que era ya una mujer adulta) había hecho una conmovedora declaración de pesar y arrepentimiento ante toda la iglesia, por el testimonio falso y erróneo que había prestado en varios casos, entre los que mencionó en particular el de su prima Lois Barclay. A todo esto, Hugh Lucy sólo respondió:

—Por mucho que se arrepientan, ella no resucitará.

El capitán Holdernesse sacó entonces un documento y leyó la siguiente declaración humilde y solemne de arrepentimiento de quienes la firmaban, entre ellos, Grace Hickson:

Nosotros, los abajo firmantes, que en el año de 1692 fuimos nombrados miembros del jurado del tribunal de Salem en el proceso a que se sometió a muchas personas que algunos consideraban culpables de actos de brujería perpetrados en el cuerpo de varios individuos, confesamos que no podíamos comprender ni oponernos a los misteriosos engaños de los poderes de las tinieblas y del príncipe del aire, y que, por falta de conocimiento propio y de mejor información ajena, nos dejamos convencer por las pruebas contra los acusados, las cuales, con más detenida consideración y mejor información, creemos que eran insuficientes para quitarle la vida a nadie (Deuteronomio, 17, 4), algo en lo que nos tememos haber desempeñado un papel decisivo, si bien por ignorancia y sin querer, haciendo caer sobre nosotros y sobre este pueblo del Señor la culpa de sangre inocente; pecado que el Señor dice en las Escrituras que no perdonaría (II Reyes, 24, 4), suponemos que refiriéndose a sus juicios temporales. Por ello, queremos manifestar a todos en general (y a las víctimas supervivientes en particular) el sincero reconocimiento de nuestros errores y nuestro profundo pesar por habernos basado en tales pruebas para dictar condena; y declaramos, por tanto, que creemos con razón haber estado muy engañados y equivocados, por lo que nos sentimos sumamente apesadumbrados y afligidos, y pedimos perdón humildemente, primero a Dios en nombre de Cristo, por nuestro error; y rogamos a Dios que no nos culpe de ello ni a nosotros ni a los demás; y rogamos también que las víctimas que aún viven consideren justa y sinceramente que nos hallábamos entonces bajo el poder de un intenso delirio general, sin el menor conocimiento y sin experiencia en asuntos de esa naturaleza.

Os pedimos perdón encarecidamente a todos los que ofendimos; y declaramos, conforme a nuestra opinión actual, que ninguno de nosotros volvería a hacer algo semejante por nada del mundo; rogándoos que lo aceptéis a modo de satisfacción por el daño que hicimos y que bendigáis la herencia del Señor, para que se le pueda suplicar en la tierra.

Presidente del jurado: THOMAS FISK, etcétera.

Hugh Lucy únicamente respondió lo siguiente a la lectura de cuanto precede, incluso más triste que antes:

—De nada le servirá todo su arrepentimiento a mi Lois, ni le devolverá la vida.

El capitán Holdernesse habló entonces una vez más para decir que el día de ayuno general, que tenía que cumplirse en toda Nueva Inglaterra, cuando los templos estaban completamente llenos de fieles, un anciano muy mayor de cabello blanco se levantó del sitio donde solía rezar y entregó al púlpito una confesión escrita que había intentado leer personalmente un par de veces; en ella reconocía su grandísimo y grave error en el asunto de las brujas de Salem, y suplicaba el perdón de Dios y de su pueblo, rogando finalmente que todos los presentes rezaran con él para que su comportamiento pasado no atrajera la cólera del Altísimo contra su país, su familia y él mismo. Aquel anciano, que no era sino el mismísimo juez Sewall, aguardó de pie mientras se leyó su confesión; y, cuando concluyó la lectura, declaró: «Que Dios misericordioso y bondadoso tenga a bien salvar a Nueva Inglaterra, a mi familia y a mí». Y luego se había sabido que, durante los años transcurridos, el juez Sewall había reservado un día de humillación y oración para mantener vivo el arrepentimiento y el pesar por el papel que había desempeñado en aquellos juicios; y que había prometido respetar este solemne aniversario mientras viviese para demostrar su sentimiento de profunda humillación.

Hugh Lucy dijo con voz temblorosa:

—Todo esto no resucitará a mi Lois, ni me devolverá la esperanza de mi juventud.

Pero, cuando el capitán Holdernesse movió la cabeza (pues ¿qué podía decir, cómo podía negar lo que era tan evidentemente cierto?), Hugh añadió:

—¿Sabes cuál es el día que ha reservado ese juez?

—El veintinueve de abril.

—Entonces, ese día, uniré mis oraciones aquí en Barford, en Inglaterra, mientras viva, a las del juez arrepentido, para que su pecado se olvide y no quede memoria de él. Ella también lo habría querido así.