Las fértiles tierras del delta.—Alejandría. —Monumentos desaparecidos.—Lo que fue Alejandría en la historia intelectual del mundo.—Judíos alejandrinos.—Explotación de momias egipcias en la Edad Media.—La carne de momia, medicamento europeo.—Fabricación de momias falsas.—El Mediterráneo.—Islas napolitanas que pertenecen a la historia española.—La cúpula de San Pedro.—Despertar frente a Montecarlo.—«¿He soñado mi excursión alrededor del mundo?»—Un equipaje que asombra y hace reír.—La plaza del Casino.—¡Todo está igual!—Curiosidad y preguntas.—Hago el resumen de lo que he visto en mi viaje.
Atravesamos el delta por su parte occidental, siguiendo la línea férrea entre El Cairo y Alejandría.
El lector sabe indudablemente que «delta» es una de las letras del alfabeto griego. Como está representada por un triángulo, los griegos dieron su nombre a las tierras de la desembocadura del Nilo que más allá de El Cairo actual se abren en esta misma forma, un vértice en el interior y los otros dos frente al mar, formando una línea de doscientos kilómetros. Desde entonces todas las tierras de aluvión esparcidas en las desembocaduras de los ríos recibieron el nombre de la letra «delta».
Vemos desde la ventanilla del vagón la parte más fértil y rica de Egipto. Los campos no son aquí dos filas de tierras emergidas, tan angostas que pueden abarcarse con la vista: dos aceras de barro fecundo que flanquean la avenida navegable del Nilo. Ya no se ve el río nutridor con su homogénea corriente. Se partió en numerosos brazos, ríos secundarios, amplios canales navegables, que a su vez se subdividen en nuevas vías líquidas, como el ramaje de un árbol gigantesco va pasando de los brazos gruesos a las ramas secundarias y finalmente las varillas que sustentan las hojas.
Además, en el delta todo es planicie, no se ven montañas ni tampoco las colinas amarillentas que sirven de pedestal al desierto arenoso. Sobre el verde perpetuo de los campos se extiende el telón de un cielo siempre sereno, ardoroso y sin nubes. Esta llanura rayada de canales y cultivada hasta en sus últimos rincones recuerda la huerta de Valencia y otras vegas famosas. Pero la tierra es aquí barro negro, el célebre limo nilótico, y negras se muestran igualmente las casas, cubiertas de carrizos.
Las techumbres no son en caballete y a dos aguas. Como en este país apenas llueve, los fellahs colocan sobre sus viviendas un tejido de cañas sin pendiente, imitando la horizontalidad de las casas de las ciudades, todas con una terraza en vez de tejado.
Están separadas las tierras por altos malecones de limo duro. Los canales, en esta época de aguas bajas, deslizan su corriente profunda entre dos muros negros, altos como diques. Tales obstáculos, que contienen y dirigen las aguas cuando llega la inundación, sirven ahora de caminos. Pasan por su borde superior filas de asnos, camellos y bueyes de larguísima cornamenta en forma de lira, que ayudan al fellah en sus labores. Las mujeres de manto negro y larga cola parecen monjas. Muchas conservan la máscara que les llega a las rodillas, mientras caminan llevando sobre sus cabezas, verticalmente, ánforas de barro o estrechos cestos.
Tienen los pueblos aspecto de ruinas a causa de la ligereza de sus techumbres. No se ven éstas a cierta distancia, y parece que los muros sean de construcciones a las que un vendaval arrancó sus cubiertas. Sobre los grupos urbanos del delta lo único sólido y grato a la vista son las mezquitas, con sus cúpulas de barro blanqueado y sus minaretes que surgen airosos por encima de las palmeras.
Como vamos hacia el norte, la temperatura desciende agradablemente. Ya se puede permanecer al sol mucho tiempo sin sentir quemada la epidermis. En las estaciones pasean egipcios de aspecto acomodado, usando gabanes en pleno día. Para ellos indudablemente hace frío.
Cada cuarto de hora pasa el ferrocarril sobre un canal navegable. Vemos barcos en todos ellos con las lonas izadas o escuadrillas al ancla frente a los caseríos. La marina fluvial es enorme. Debe de constar de miles y miles de veleros, que llevan los productos a las grandes ciudades o hacen el cabotaje entre las numerosas aldeas del delta.
Avanzan a través de los campos muchos buques invisibles. Se desliza su gran velamen triangular sobre el verdor de la tierra, quedando el casco con sus tripulantes hundido en el profundo canal.
Llegamos a Alejandría, ciudad famosa que nada guarda de su pasado. Para los que vienen de Europa y desembarcan en ella puede representar un engañoso o incompleto avance de la vida oriental. Ven por primera vez la muchedumbre pedigüeña y tramposa, compuesta de berberiscos, judíos, griegos, etc., aglomerada en el puerto y los barrios populares; conocen igualmente los cafés egipcios, con sus parroquianos perezosos, sus músicos y cuentistas, y los bailes de almeas, que no resultan mejores ni peores que los de El Cairo. A los que vienen del interior de Egipto les parece Alejandría una ciudad casi europea, semejante a otras muchas de Levante, con sus tiendas cosmopolitas y su vecindario de griegos e italianos. De su pasado sólo le queda como monumento una simple columna, que los del país llaman de Pompeyo y perteneció en realidad a Diocleciano.
Tal vez fue Alejandría la ciudad que reunió durante siglos mayor número de monumentos célebres; pero hace más de mil años que dejaron de existir, habiendo desaparecido hasta sus restos. Aquí estuvo el Faro, una de las siete maravillas del mundo, torre de cien metros con una hoguera en su cima durante la noche y un espejo de pulido acero que reflejaba en las horas diurnas la imagen de los buques desde que aparecían en el horizonte. Hoy, unos bloques de mármol y unos pilares de granito que se ven a través de las aguas, en el Puerto Nuevo, es todo lo que subsiste de esta obra maravillosa del primero de los Ptolomeos.
Aquí el Museum, con la famosa biblioteca de Alejandría, la más grande del mundo en aquellos tiempos, poseedora de 700.000 volúmenes procedentes de todos los países, y que Julio César quemó cuarenta y siete años antes de nuestra era, al incendiar en el puerto la flota de los alejandrinos rebeldes. El Serapeum era, después del Capitolio de Roma, la más famosa de las construcciones. Este templo a Serapis, situado donde ahora se yergue la que llaman columna de Pompeyo, fue destruido el año 389 por los cristianos, que al saquearlo quemaron los 100.000 volúmenes guardados en su biblioteca. El Poseidón, gran templo de Neptuno, el palacio de los Ptolomeos y otros monumentos célebres de Alejandría han desaparecido igualmente, sin dejar huellas.
Durante los tres siglos anteriores a nuestra era fue la metrópoli comercial o intelectual del mundo. Fundada por Alejandro el Grande, su teniente Ptolomeo, al ocurrir la muerte de éste, se declaró rey de Egipto, dando principio a una dinastía de trescientos años, que terminó con Cleopatra y fue el último gobierno independiente del país.
Los Ptolomeos, griegos hábiles, amigos de las letras y las ciencias, hicieron de Alejandría el depósito de las riquezas de Oriente, el centro de las transacciones entre Asia y Europa, el lugar de encuentro de los sabios más ilustres y los artistas más célebres.
Una gran parte de la herencia griega, recibida por los pueblos modernos, no vino directamente de las pequeñas repúblicas helénicas; fueron los habitantes de Alejandría quienes guardaron y aumentaron el tesoro de la sabiduría antigua, transmitiéndolo luego a la Europa occidental.
La célebre escuela de Alejandría es la última gran escuela de la Antigüedad. Esta filosofía alejandrina, llamada neoplatónica, representaba un eclecticismo filosófico, producción digna del emplazamiento geográfico en que nació. Alejandría llegó a unir el mundo griego y el mundo oriental. Gracias a ella, los griegos, hasta entonces rebeldes a lo vago y lo místico, se asimilaron con su curiosidad inteligente el pensamiento de los pueblos orientales. Plotino representó la doctrina de esta escuela en su período más culminante. Jámblico, Porfirio y otros la sostuvieron en épocas menos gloriosas.
También ofreció un ambiente favorable al pueblo hebreo. La prosperidad mercantil de los judíos y su importancia social empezaron en Alejandría. Los más emprendedores de ellos, al encontrar estrecho para sus actividades el pequeño reino de Judea, se trasladaron paulatinamente a Alejandría, y al fin, resultó más considerable el número de judíos en la ciudad greco-egipcia que en Jerusalén.
Filón estima que en su tiempo los judíos de Alejandría llegaban a un millón, haciendo de esta capital la más poblada del mundo después de Roma. Desempeñaban todos los empleos administrativos, cobraban los impuestos, poseían los más altos cargos militares. Los últimos Ptolomeos, incluso Cleopatra, tuvieron a su servicio cuerpos mercenarios de judíos, y también pertenecieron a la misma nacionalidad y religión los generales más importantes de sus tropas.
El apoyo dado por los monarcas greco-egipcios a los personajes hebreos, el odio que inspiran siempre los encargados de exigir el pago de las contribuciones, así como los mercaderes hábiles en sus negocios, motivaron varias sublevaciones antijudías del populacho alejandrino. Al extinguirse los Ptolomeos, sus inmediatos sucesores, los Césares de Roma, dictaron crueles decretos contra los judíos de Alejandría y éstos intentaron resistir, pero sus revueltas quedaron ahogadas en sangre.
Fue tal la extensión de la actividad hebrea en Alejandría, que la mayor parte de su flota estuvo mandada por capitanes de dicha raza. También los intelectuales de Palestina sintieron la influencia de la metrópoli de los Ptolomeos. Antes de su fundación, el Oriente y el Occidente eran dos mundos enteramente cerrados el uno para el otro. Cuando aquella irradió su luz atractiva, acudieron los judíos cultos, adoptando, lo mismo que sus correligionarios comerciantes, la lengua griega, y olvidando casi enteramente el hebreo. Puede afirmarse que, con sus lecturas asiduas de Homero, Platón y todos los poetas y filósofos griegos, estos judíos estudiosos se embriagaron de helenismo. A su vez, difundieron en la sociedad pagana algunos de los principios fundamentales de su religión: la unidad de Dios y la fe en una justicia superior, con lo cual prepararon en cierto modo el advenimiento del cristianismo.
Su actividad literaria les levó a traducir la Biblia en griego, versión que resultaba necesaria, pues la mayor parte de los judíos alejandrinos, acostumbrados a tratar en griego sus negocios, no conocían ya su lengua propia. Esta traducción de la Biblia, que es famosa bajo el nombre de Versión de los Setenta, costó mucho tiempo, empleándose en ella varias generaciones. Obra de los traductores alejandrinos fueron la historia de Susana y otros relatos bíblicos.
La rivalidad entre griegos y hebreos y la envidia inevitable del pobre hacia el rico dieron nacimiento en dicha capital a la mayor parte de las calumnias y hechos inverosímiles atribuidos a los judíos, invenciones que sirvieron luego de pretexto para persecuciones y grandes asesinatos en la Edad Media, y han llegado hasta nuestros días en forma de fanática propaganda antisemítica.
Acabó la influencia creciente de los cristianos en Alejandría por expulsar al vecindario judío. El lector conoce seguramente cómo fue el populacho fanático de dicha ciudad durante los primeros siglos del cristianismo. Los eremitas ferozmente devotos que vivían en el desierto, considerando a Alejandría por su lujo y sus artes como un lugar de abominación, entraban a veces en ella con el garrote en alto, predicando el exterminio de las obras del demonio, y siempre encontraban muchedumbres egipcias prontas a seguirles por fanatismo o por ansia de robar y destruir, seguras de que al mismo tiempo que satisfacían sus malos instintos podían ganar el cielo.
Así fueron pulverizados los monumentos de la civilización heleno-egipcia; así murió asesinada y hecha pedazos la joven Hipatia, última representante de la cultura griega.
Volvieron los judíos a la ciudad cuando los musulmanes se apoderaron de Egipto, pero ya había pasado la época del esplendor alejandrino. La capital de los Ptolomeos no era más que un simple puerto. Los soldanes habían creado una nueva metrópoli, El Cairo, y el movimiento exterior penetraba por los canales hasta el Nilo sin detenerse en aquella.
Todavía los judíos pobres de Alejandría ejercieron un comercio importante en los siglos XV y XVI: la exportación de momias.
Una de las mayores injusticias es reírse de la farmacopea de los pueblos exóticos, como si nosotros no hubiésemos incurrido nunca en iguales extravagancias. Dije algo de esto al describir los remedios que venden los boticarios chinos. En nuestra civilizada Europa, hace menos de dos siglos todavía se usaba la carne de momia egipcia, llamada «droga de momia», para curar muchas enfermedades. Este polvo de cadáver era precioso en caso de herida o contusión. «El nitro y el betún obtenido de las momias —decían muchos doctores de aquellos tiempos— restablecen la circulación de la sangre y la expelen del cuerpo cuando se coagula en el estómago.»
Con las momias se fabricaban polvos, bálsamos, tinturas, aceites, y este medicamento fúnebre, cuyo empleo fue iniciado en 1300 por un médico judío de Alejandría, duró hasta fines del siglo XVIII, casi nuestra época. Todas las naciones de Europa lo usaron. No hay libro antiguo de Medicina en que no se le encuentre. En España lo mencionan diversas obras de farmacopea, y un doctor, Félix Palacios, en su Palestra Farmacéutica, publicada en 1737, habla extensamente de él, llamando mumia a la momia, y diciendo así: «La mumia es una sustancia negra, dura y resinosa, que tiene su origen de los cuerpos muertos conservados con bálsamos y arométicos».
Tan grande fue su consumo en Europa, que el populacho de Alejandría se dedicó en los siglos XVI y XVII a la destrucción de las necrópolis antiguas, sacando de sus sepulcros las momias egipcias para venderlas a los comerciantes judíos. Éstos las enviaban a sus numerosos corresponsales en los mercados de Europa, que pedían con urgencia un artículo tan precioso para la salud.
El macabro saqueo agotó los depósitos de momias en Alejandría. Las autoridades musulmanas prohibieron al fin con severas penas que continuase tal profanación, pero con ello dieron nacimiento a otra industria no menos extraordinaria: la de fabricar momias falsas. Los exportadores emplearon todos los cadáveres recientes de pobres y de esclavos, dándoles inyecciones de betún y dejándolos secar al sol durante un par de meses. Luego los empaquetaban y embarcaban como si fuesen contemporáneos de cualquier dinastía faraónica.
Guías y cocheros, en la ciudad actual, hablan al viajero de las llamadas catacumbas como de algo maravilloso. Son criptas abiertas por los antiguos egipcios para que les sirviesen de necrópolis; pero al quedar muchas de ellas más abajo del nivel del mar, las filtraciones acabaron por destruir sus bóvedas, sumergiéndolas en gran parte. Los cristianos, durante sus épocas de persecución, se refugiaron en los lugares secos de estas cavidades subterráneas.
Lo más curioso que puede verse en las catacumbas de Alejandría es una imagen de Jesús grabada en la pared, con los adornos y atributos de Osiris, lo que demuestra la confusión de la doctrina naciente para muchos de sus adeptos.
Encontramos otra vez al Franconia en el puerto de Alejandría. Se reanuda nuestra existencia marítima, fresca, cómoda, entre blancuras higiénicas.
Terminaron las moscas pegajosas, acostumbradas a vivir en torno a la boca y los ojos del indígena, el polvo, la arena que invade los vagones, las turbas de mendigos que parecen cultivar sus llagas y sus harapos para infundir más interés… ¡todas las plagas de Egipto!
Pero esta vida marítima sólo va a durar una semana. Mientras navegamos por el Mediterráneo, bajo la frescura de una primavera que conocimos ya adelantadísima en otros países y ahora empieza a iniciarse en la Europa meridional, se nota en nuestro buque un movimiento semejante al de las familias cuando van a mudarse de casa.
Pasillos y salones se estrechan diariamente con nuevas barricadas de cofres y maletas. Muchos pasajeros se hablan con cierta melancolía pensando en la próxima separación. Unos tomarán el tren en Nápoles para visitar Italia, otros desembarcarán en Mónaco, yendo luego a París. Sólo una mitad sigue directamente hasta Nueva York sin abandonar el buque, haciendo el viaje redondo.
Un atardecer, cuando el sol fugitivo da un color anaranjado a pueblos y cumbres, pasamos entre la Italia continental y el macizo abruptamente montañoso de Sicilia. En el fondo vemos emerger de un mar violeta, como si fuesen llamas de oro, varios pitones volcánicos: las islas cónicas de Lipari.
A la mañana siguiente nuestro palacio flotante está pegado a un muelle del puerto de Nápoles. Permanecemos tres días en esta ciudad. Mis compañeros corren la ribera del golfo hasta Sorrento, pasan al otro lado del promontorio cubierto de limoneros y naranjos, visitan Amalfi y Salerno o ascienden por los senderos de la isla de Capri, que fue toda ella un palacio.
Durante los tres días me quedo en el buque leyendo o paseo por la ciudad. ¡He visto tantas veces estos paisajes!…
Terminó el viaje para mí. Aún paso en el Franconia un día más de navegación. Hemos salido de Nápoles al amanecer, y vamos siguiendo la costa italiana todo lo más cerca que puede marchar un paquebote de gran calado.
Esta navegación representa una novedad para mí. Contemplo las numerosas islas alineadas a lo largo de la costa napolitana, cuyos nombres recuerdan episodios de la historia española y de la dominación de los reyes aragoneses: Ponza, Ischia, Prócida, etc.
Luego vemos Gaeta, vasto caserío rojizo al pie de un promontorio, cuyo lomo ocupa su fortaleza, célebre en otros tiempos. Cuando estamos frente a ésta, una noticia circula por el buque, y la gente corre a agolparse en las barandillas de las diversas cubiertas por la parte de estribor.
Los oficiales nos muestran una especie de pelota blanca destacándose sobre la costa, por encima de la línea negra o rojiza en la que chocan las ondulaciones del mar. Este pequeño globo pulido a ras de tierra, que se mueve según avanzamos, es la cúpula de San Pedro.
Su aparición inesperada emociona a muchos pasajeros. Piensan que es Roma lo que se ve, y siguen con ojos de histórica veneración el globito que va pasando sobre colinas, golfos y promontorios, siempre paralelo a nosotros, hasta que al fin se cansa, lo mismo que un corredor falto de aliento, va quedando atrás, se esfuma y desaparece.
Al cerrar la noche nos hablan las luces de los faros, despertando nuestros recuerdos. Cada parpadeo rojo en la sombra representa una evocación histórica o literaria: Elba, Montecristo, Caprera.
Cuando despierto a la mañana siguiente, noto que el buque permanece inmóvil. Miro por el ventano del camarote y veo frente a mí el Casino de Montecarlo. A un lado está Mónaco, al otro Cap Martin, tapando con su lomo verde el golfo de Mentón y su dilatadísimo caserío. En el estrecho, espacio de mar que existe entre el buque y la ribera, se deslizan los audaces velámenes de una regata de balandras lujosas.
Permanezco dudando unos momentos: «¿Será verdad mi viaje alrededor del mundo, o lo he soñado y acabo de despertar?…».
Las exigencias del desembarco cortan mis vacilaciones. Bajamos a tierra. Algunos de mis compañeros de viaje desean ver Niza cuanto antes. Otros muestran impaciencia por entrar en los salones del Casino de Montecarlo. Todos quieren conocer de un golpe la Costa Azul entera. ¡Adiós, amigos míos! ¡Adiós, tal vez para siempre!…
Quedo en el muelle con veintitrés cajas grandes y varios bultos de mi equipaje personal. Los desocupados y los funcionarios de la aduana contemplan con risa y asombro toda mi impedimenta. He ido adquiriendo vajillas enteras, trajes exóticos, imágenes de diversas religiones, libros, espadas, lanzas, metales repujados, ¡qué sé yo!…
Abandono todo esto a los que vinieron a recibirme y subo en mi automóvil la cuesta que conduce a Montecarlo. Al atravesar la plaza siento el deseo de echar pie a tierra y detenerme unos momentos en el Café de París, frente al Casino.
¡Todo está igual! Las gentes entran en el palacio policromo para jugar. En los bancos de la plaza y las mesillas del café veo los mismos tipos de medio año antes. Están esperando la hora de la suerte decisiva, que nunca llega.
Saludo a dos damas en una mesa inmediata. Son inglesas, rusas o escandinavas; da lo mismo. En realidad, son de Montecarlo, pues aquí pasan la mayor parte del año, como muchas otras, perdiendo dinero, lamentándose de haberlo perdido y volviendo a jugar.
—¿De dónde viene usted? —me pregunta una de ellas—. Hace mucho tiempo que no le vemos.
—De dar la vuelta al mundo. Acabo de desembarcar.
Las dos sonríen con alegre incredulidad. Adivino que van a llamarme bromista, pero una de ellas contiene a la otra y cesa de sonreír. Recuerda haber leído algo de este viaje. Después afirma que está perfectamente enterada de él por los periódicos.
Un ambiente de curiosidad me rodea instantáneamente. Otros conocidos que abandonan el café y van hacia el Casino se detienen junto mí al saber la noticia. Todos me acosan con sus preguntas. Quieren saber que es lo que considero más interesante de mi viaje…
Estos sedentarios del juego han permanecido aquí seis meses, colocándose todos los días ante una enorme mesa verde, para mirar las mismas caras. Mientras yo corría el mundo, los únicos episodios de la existencia de estas señoras han sido estrenar dos o tres vestidos y otros tantos sombreros, perder mucho dinero y recobrar un poco de él, celebrando dicho éxito engañoso con una vanidad infantil.
La gente sigue entrando en el Casino.
Una de las damas insiste en preguntar cuál es la idea resumen de mi viaje, la enseñanza concreta que me ha proporcionado ver tantos pueblos distintos, tantas creencias religiosas, tantas organizaciones sociales.
—Lo que he aprendido, amigas mías, no es alegre ni tranquilizador. Creo que existe ahora en el mundo más gente que nunca. Los adelantos de la higiene y la facilidad de los transportes han evitado una gran parte de las matanzas, las epidemias y las hambres que formaron siempre nuestra pobre historia humana. Somos cada vez más numerosos sobre la corteza de nuestro planeta, y esto resulta inquietante, pues los alimentos no se multiplican con la misma rapidez. Podría hacer un resumen brutal diciendo que más de la mitad de los hombres viven sufriendo hambre. Nosotros los blancos llevamos la mejor parte hasta ahora; pero ¿y si algún día los centenares de millones de asiáticos encuentran un jefe y un ideal común?… Este viaje ha servido para hacerme ver que aún está lejos de morir el demonio de la guerra. He visto futuros campos de batalla: el Pacífico, la China, la India, ¡quién sabe si Egipto y sus antiguos territorios ecuatoriales! Esos choques futuros puede ser que aún los presenciemos nosotros, y si nos libramos de tal angustia, los verán seguramente las próximas generaciones… ¡Tantas cosas que podrían evitar los hombres si dedicasen a ello una buena voluntad!
Me parece inútil seguir entreteniendo a unas personas que después se meterán en el Casino pensando en las excelencias de un número. Además, siento de pronto la atracción de mi casa; deseo verme cuanto antes en mi jardín.
Pero la dama curiosa parece esperar algo más, y antes de marcharme añado como resumen:
—Todos los hombres son lo mismo, y nuestros progresos puramente exteriores, mecánicos y materiales. Aún no ha llegado la gran revolución, la interior, la que inició el cristianismo sin éxito alguno, pues ningún cristiano practica sus enseñanzas. Lo que he aprendido es que debemos crearnos un alma nueva, y entonces, todo será fácil. Necesitamos matar el egoísmo; y así, la abnegación y la tolerancia, que ahora sólo conocen unos cuantos espíritus privilegiados, llegarán a ser virtudes comunes de todos los hombres.
FIN