Una esposa cristiana de Mahoma.—Jacobitas y bizantinos.—Los árabes se apoderan fácilmente de Egipto.—Fundación de El Cairo, llamada Babilonia durante la Edad Media.—Saladino y los sarracenos.—Destrucción definitiva de Menfis.—Los egipcios modernos. —Falda corta, a la moda de Europa, y manto de harén.—Las intrincadas calles de El Cairo árabe.—La Ciudadela.—La Universidad de El-Azhar.—Libertad absoluta de estudiantes y profesores. —Musulmanes de todos los países.—Pobreza de los escolares de El-Azhar.—Futuros agitadores del Islam.—Lecciones recitadas con balanceos.—Un guía fanático.—Ni biblioteca, ni libros.—Inesperada petición surgida de un corro de futuros teólogos. —Cólera y vergüenza de mi guía.
Cuando Mahoma venció a sus enemigos y todos los árabes reconocieron su autoridad, envió un mensaje a los gobernantes de los países inmediatos, que él titulaba «los reyes del mundo» por ignorar la existencia de otras naciones más apartadas, dándoles a escoger entre la guerra o la aceptación de la fe musulmana.
Estas proposiciones, dignas de la simplicidad de un exaltado convencido de su misión sobrenatural, no obtuvieron respuesta. Sólo el prefecto indígena de Egipto, el muqawqis que gobernaba el valle del Nilo en nombre del emperador de Bizancio, le envió como presentes una mula, un asno y una mujer, María la Copta, cristiana egipcia que Mahoma hizo su esposa. Esto fue en 628. Diez años después, los musulmanes se apoderaban del Imperio de Persia y de toda la Siria, viendo en la conquista de Egipto el complemento de esta expansión periférica del pueblo árabe.
Egipto no era más que la provincia del Imperio bizantino. Su población, amalgama de razas, dejaba ver sobre tal mezcolanza étnica dos clases bien determinadas: la de los melkitas y la de los jacobitas. Los melkitas eran los gobernantes, los griegos llegados de Bizancio para explotar el país como funcionarios administrativos o militares, como cobradores de impuestos y cultivadores en grande de las tierras del Nilo, mostrándose insolentes y sin entrañas con la masa popular. Además, todos ellos practicaban la religión ortodoxa griega.
Los jacobitas, descendientes de los antiguos egipcios, eran los coptos, agricultores y artesanos, acostumbrados desde tiempos remotos a sufrir la tiranía de sus gobernantes. Se llamaban jacobitas porque su cristianismo era la herejía de los monofisitas, propagada en el valle del Nilo por Jacobo Baradeo, que murió obispo de Edessa en 578.
No era posible el acuerdo entre ambas poblaciones. A los antagonismos sociales y de raza se unían las intransigencias religiosas de los dos grupos, igualmente fanáticos, excomulgándose mutuamente y aprovechando de los bizantinos todas las circunstancias favorables para aumentar la servidumbre de los coptos.
Esta situación supo aprovecharla uno de los caudillos de la expansión árabe, Amr Ibn El-As, invadiendo el territorio egipcio. El avance de los musulmanes hasta el Nilo fue un simple paseo. Las autoridades griegas y los colonos del mismo origen huyeron sin oponerles resistencia, y toda la población copta los recibió como libertadores. La antigua Menfis, llamada finalmente Menf, era la capital copta del Egipto, y los musulmanes entraron en ella sin ningún esfuerzo. Alejandría, capital griega, opuso una resistencia que duró catorce meses, pero al fin cayó también en poder de Amribn, el general del califa Omar, y según una tradición, este califa dio orden de que fuesen quemados todos los manuscritos existentes en su biblioteca. Pero ningún documento prueba la autenticidad de tal destrucción.
Acabaron los musulmanes por hacerse dueños de todo el Egipto, y una vez más fue engañado el pobre fellah. El primer caudillo árabe concedió toda clase de libertades y derechos a los indígenas. Jamás se habían visto los coptos tan respetados y considerados. Al iniciarse la dominación musulmana aumentaron los recursos del país como una consecuencia de tal libertad; pero a los transigentes caudillos de la invasión sucedieron ávidos gobernadores enviados por el califa de Bagdad, y volvió a ser Egipto un pueblo explotado y esclavizado, como en tiempos de los peores faraones.
Una gran parte de la población nilótica se hizo mahometana, buscando de este modo mejorar su suerte. Los fellahs cultivadores de la tierra abandonaron en masa el cristianismo, y actualmente siguen fieles al Islam. Los cristianos de las poblaciones, menos sumisos que el fellah, se mantuvieron leales a su religión, siendo sus descendientes los coptos de ahora. Éstos monopolizan el comercio y las pequeñas industrias en las ciudades, habiendo llegado a poseer algunos de ellos considerables fortunas.
La historia musulmana de Egipto resulta monótona y poco interesante. Fue al principio un simple reflejo de las variaciones sufridas por el Imperio de los califas de Bagdad. Luego, al declararse independientes los egipcios, la vida política consistió en guerras civiles para obtener ciertos caudillos árabes la dignidad de sultán o soldán.
El año 969 de nuestra era, un califa dio a su gobernador en Egipto la orden de fundar una capital junto al Nilo, cerca del sitio donde éste se abre en ramas, formando la gran copa del delta. La nueva ciudad tomó el nombre de El-Kahirah, «la Victoriosa», que los europeos convirtieron en El Cairo. Dicho título se lo dieron para celebrar un triunfo del mencionado califa sobre un rival suyo, habiéndose desarrollado la batalla junto a la aldea de Fosta, población del tiempo de los faraones, a la que daban los autores griegos el nombre de Babilonia. A causa de esto, los escritores de la Edad Media confundieron los dos nombres, llamando muchas veces Babilonia a El Cairo.
Primero fue capital de Egipto y finalmente de todo el Imperio árabe de los fatimitas, realizando el califa El-Mansur y sus sucesores grandes obras para su embellecimiento. En pocos años tuvo 300.000 habitantes, cifra que no sobrepasó nunca, ni aun en la época actual, si únicamente se aprecia su vecindario indígena.
Después de la caída de los fatimitas, el personaje más importante del Egipto musulmán fue el califa Salah-al-Din, el Saladino de las Cruzadas, y sus jinetes llamados serradjin son los sarracenos, nombre que se dio luego por extensión a todos los musulmanes.
Saladino ordenó la construcción de palacios y murallas que aún existen, aunque considerablemente modificados, y algunos sucesores de él levantaron numerosas mezquitas aprovechando los materiales de las obras antiguas. La dominación musulmana completó la destrucción de las ciudades egipcias inmediatas a El Cairo, Menfis fue borrada por entero, trasladando los musulmanes a su nueva capital portadas, columnas, sillares y hasta la cimentación de los templos antiguos. Todavía, durante el período progresivo de Mohamed Alí, en 1820, fueron arrasados varios monumentos faraónicos y arcos de triunfo de la época romana, empleándose su piedra para hacer cal destinada a las explotaciones azucareras del dictador mahometano.
Además, los berberiscos, grandes husmeadores de tumbas, encontraron las entradas secretas de pirámides o hipogeos al ir en busca de tesoros enterrados, y como para conseguir tales descubrimientos necesitaban realizar muchas exploraciones preliminares, rompieron en ellas enlosados y muros, sin aprecio para sus inscripciones. Los albañiles árabes trituraron igualmente las piedras escritas, mezclando sus pedazos con barro del río para hacer argamasa.
Antes de esta destrucción mahometana había ocurrido otra, la de los primeros cristianos, monjes del desierto, que veían en las estatuas egipcias representaciones del demonio y eran seguidos en sus delirios por muchedumbres fanáticas. Se salvaron los monumentos de granito, asperón y pórfido por la dificultad que tales materiales oponen a sus destructores. También las arenas del desierto salvaron muchas construcciones antiguas.
Hay que decir en justicia que otras obras del período faraónico han llegado hasta nosotros gracias al cristianismo, aunque tal no fuese su voluntad. Los sacerdotes del nuevo culto aprovecharon los templos egipcios que se mantenían con techumbre para convertirlos en iglesias, y cubrieron de cal los bajorrelieves o inscripciones por creerlos obras diabólicas. Este blanqueamiento ha servido para que los egiptólogos encuentren ahora mejor conservados los textos milenarios de la historia egipcia… Pero ¡qué de estatuas, papiros y otros documentos de fácil destrucción fueron anulados para siempre por el fanatismo de los primeros cristianos y por el fanatismo musulmán!
El pueblo egipcio, bajo la dominación de sus soldanes, acabó por transformarse en un organismo nuevo, y ahora hay que rascar su revestimiento mahometano para entrever lo que fue en la época faraónica. El fellah todavía posee un alma igual a la del cultivador de los tiempos de Menfis y Tebas; la misma resignación, idéntica tendencia a evitar el trabajo, ya que este trabajo nunca es justamente remunerado. El rey de hace miles de años lo explotaba sin misericordia, quebrantándolo a palos cuando no presentaba al recaudador el grano exigido. Colonos griegos y romanos le trataron con idéntica crueldad. Los señores feudales de la época musulmana no se mostraron con él más dulces, y sólo en nuestro tiempo empieza a mejorar su situación, aproximándose poco a poco a la de un agricultor de Europa.
Dentro de las ciudades es donde se nota la influencia moderna, en la educación de las personas mayores, en la instrucción de los niños, en la manera de vivir. Los musulmanes fanáticos, la clase media y el pueblo conservan las antiguas costumbres, por creer que son las únicas de acuerdo con las doctrinas del Profeta; pero la alta sociedad sigue los usos de Occidente, aunque guarda por orgullo patriótico muchos resabios orientales en su manera de vestir.
A pesar de la afluencia de viajeros durante el invierno, son infinitamente más numerosos en las calles principales de El Cairo los transeúntes que van vestidos a la musulmana. Las esposas de altos funcionarios, las damas de la clase media y sus hijas mezclan las galas tradicionales de las mujeres de harén con los adornos europeos. La falda extremadamente corta, que es de moda ahora en los pueblos occidentales, la usan las egipcias de El Cairo. Su yabrah, o sea, el dominó de seda negro, que en las señoras mayores y en las musulmanas tradicionalistas es amplio y largo como un saco, lo llevan las jóvenes muy corto y abierto por la parte inferior, para que todos puedan ver su falda breve a la moda de Europa y sus piernas con medias de seda y zapatos de alto tacón. Por abajo parecen muchachas de París disfrazadas a la oriental; por arriba conservan el misterio del tapujo, el velo estrecho y largo que les sirve de máscara y sólo deja ver sus ojos agrandados por una hábil combinación de líneas azules y negras.
La juventud masculina de El Cairo copia con no menos fervor las modas de Europa, pero en este momento extrema igualmente su nacionalismo, desea emanciparse de la influencia inglesa, ve con indignación cómo pasan por las calles de su capital piquetes de soldados británicos con el fusil al hombro, y por esto, sea cual sea su traje, chaqueta, chaqué o esmoquin, conserva en la cabeza el tarbuch, gorro rojo de cono truncado, que los egipcios usan más alto que los turcos. Los ulemas o sacerdotes van vestidos como los burgueses musulmanes, con túnica blanca o azul, entreabierta superiormente para que se vea el chaleco rayado de vivos colores, y tocados con el turbante. Éste les sirve de distintivo. Los que se creen descendientes del Profeta lo usan verde; los coptos, que a pesar de sus creencias cristianas van vestidos como los mahometanos, lo llevan de color negro.
Ofrece El Cairo una mezcla rara de orientalismo e influencia europea mayor que la que se nota en Constantinopla. Sin embargo, conserva gran parte de su carácter original, pues las construcciones de gusto moderno, las calles amplias tiradas a cordel, las avenidas con árboles y las casas de muchos pisos sólo existen en los barrios nuevos. Los invernantes, al permanecer a veces muchos días en estos barrios de El Cairo, bailando en los grandes hoteles y volviendo a reunirse a la hora del té en establecimientos a la inglesa, tienen que hacer un esfuerzo mental para acordarse de que viven en Egipto.
El Cairo árabe es un dédalo de callejuelas que se entrecruzan, formando ángulos y curvas, retroceden para continuarse a sí mismas paralelamente, o se cortan con brusquedad, convirtiéndose en callejones sin salida. El plano de uno de sus barrios ha sido comparado a un árbol de ramas torcidas y entrelazadas. Durante la expedición de Bonaparte a Egipto resultó frecuente que los destacamentos de soldados de la primera República francesa, al circular por El Cairo, se extraviasen, necesitando detener a uno de los transeúntes para que les sirviese de guía.
Representan los cincuenta y tres harah o barrios de la ciudad árabe la red urbana más complicada que existe. Para hacer más fácil su circulación, la autoridad municipal ha dado recientemente nombres a las calles y numerado las casas en los lugares más importantes; pero aun con esta medida, el extranjero que circula solo por el verdadero Cairo puede estar seguro de perder su rumbo.
La estrechez de las calles y sus frecuentes alternativas de sol y de sombra resultan agradables en este país de temperatura cálida. Las casas son altas, hallándose separadas solamente por los escasos metros de amplitud que tiene la calle, y como los diversos pisos terminan en miradores avanzados unos sobre otros, los últimos casi se tocan.
Para librar del sol a los transeúntes, se tienden en las vías más anchas, de una terraza a otra, celosías horizontales de listones o de cañas con toldos multicolores, que dan al pavimento sombra y frescura. Algunas están empedradas con guijarros; otras, más estrechas, con losas de granito; pero esto sólo se ve en aquellas que tienen bazares o pequeños talleres domésticos. En la mayoría, el piso es de tierra y está siempre húmedo a las horas de sol.
Posee la administración egipcia aparatos de riego para los barrios modernos, iguales a los que emplean los municipios de las capitales más progresivas; pero en la ciudad indígena, cuyas calles angostas no permiten el paso de un vehículo, el riego lo hacen los saqua, llevando un odre de macho cabrío en los brazos, cuya agua derraman lentamente sobre el polvo.
En ciertos barrios donde se fabrican objetos árabes para los viajeros, cada calle está ocupada por un gremio especial, que le da el nombre de su profesión: calle de los Joyeros, calle de los Broncistas, etc. Muchas de las tiendas son simples cuevas abiertas en el muro, a un metro de altura. El dueño se muestra con las piernas cruzadas sobre una estera, en medio de sus mercancías, que cuelgan del techo, de las paredes o de la fachada.
Tienen las tiendas más ricas en su exterior un empavesado de nave antigua. Ondean como banderas y flámulas los chales de seda traídos de Asia; grandes platos de cobre repujado brillan lo mismo que los escudos de combate que se colgaban en fila de las bordas. Flota en el ambiente un olor de rosa y de otros perfumes orientales, densos y persistentes. Pastillas diversas humean sus aromas de harén a las puertas de los almacenes, para atraer a los transeúntes.
Como en todos los países habitados por el musulmán, siempre predispuesto a la inmovilidad y el ensueño, abundan aquí los cafés, con semicírculos de silenciosos clientes sentados sobre esteras. En unos escuchan al tañedor de rubab, violín de tres cuerdas; en otros peroran los cuentistas verbales, rapsodas que relatan semanas y semanas los innumerables episodios de una misma historia, añadiéndola cada vez nuevos detalles. A estos novelistas, ignorantes del arte de escribir, debemos que Las mil y una noches hayan llegado hasta nosotros. El viejo Cairo conservó la gran colección de cuentos orientales tanto como Bagdad.
Sus monumentos árabes más dignos de aprecio son las mezquitas. La Ciudadela ofrece un aspecto interesante contemplada de lejos, pero sus edificios actuales, examinados de cerca, no merecen admiración. Los más notables resultan copia de otros de Constantinopla. El palacio que habitó Saladino está en ruinas. Sus columnas, caídas ahora en el suelo, pertenecieron a los templos faraónicos de Menfis. En un patio de dicha Ciudadela se abre el llamado «pozo de José», que la leyenda atribuye al hijo del patriarca Jacob, no se sabe con qué fundamento. Las mezquitas que sirven de tumbas a los soldanes tienen una elegancia fastuosa a la turca, que les da aspecto de salones de recepción.
Lo mejor de la Ciudadela es lo que puede verse desde sus antiguos baluartes, construidos por Saladino. El Cairo se extiende abajo, con centenares y centenares de minaretes y cúpulas que parecen repartidos al azar, aglomerándose en unos barrios y rarificándose en otros. Más allá de la brillante lámina del Nilo se yerguen las tres pirámides de Gizeh, y otras más pequeñas marcan el emplazamiento de la antigua necrópolis de Menfis.
Esta ciudad, que es la más grande de Oriente después de Constantinopla, tiene cuatrocientas mezquitas, según dicen los musulmanes, y de ellas doscientas cincuenta alzan sus agudas torres en un cielo siempre azul. Cincuenta gozan de cierta fama por la riqueza de su arquitectura, y las tres más célebres son la del sultán Hassán, la de Tulun y la Universidad religiosa de El-Azhar. Visito las dos primeras, templos mahometanos suntuosos, pero que no se diferencian mucho de los que vi en Constantinopla y otras ciudades musulmanas. Lo que deseo con impaciencia es visitar la célebre Universidad religiosa, establecida desde hace numerosos siglos —tantos como tiene de vida la ciudad de El Cairo— en la mezquita de El-Azhar.
Dicho nombre significa Mezquita de las Flores, y tal vez la llamaron así los musulmanes por comparar las doctrinas que se enseñan en ella con las fragancias de un jardín.
Se halla situada en el corazón de la ciudad árabe, y sus tres puertas dan sobre otras tantas callejuelas, cuyas casas están ocupadas por pequeños comercios o industrias de familia. Sus fachadas y sus esbeltos minaretes amarillos, con fajas rojas horizontales, no se pueden ver en conjunto, pues lo impide la aglomeración de edificios en torno de ella. Es la mezquita santa por excelencia, el sacro colegio musulmán al que acuden todos los que quieren instruirse en la teología y las leyes islámicas.
No hay nación mahometana que no tenga aquí su grupo de jóvenes. La enseñanza es gratuita, no existen matrículas, el estudiante permanece en ella mientras cree que aún le queda algo que aprender, se marcha cuando considera terminados sus estudios, y algunos de fe insaciable se quedan para siempre. Los profesores tampoco son en número limitado ni necesitan títulos especiales. Todo el que quiere explicar un curso se presenta en El-Azhar, y sentado en el pavimento de su patio o junto a una de las columnas del interior de la mezquita, empieza sus explicaciones. Siempre hay estudiantes para formar corro en torno a él. Le escuchan; si creen que vale la pena seguir oyéndole, permanecen inmóviles. Si consideran mediocres sus enseñanzas, se alejan, y el maestro acaba por desaparecer, falto de discípulos.
Ningún profesor goza de retribución; los que no son ricos viven de las lecciones particulares que puede proporcionarles su prestigio adquirido en El-Azhar o de hacer copias de libros antiguos.
El número de estudiantes ha fluctuado según las circunstancias políticas de Egipto. Por término medio son siete mil, y los profesores, de doscientos cincuenta a trescientos. Durante la dominación de los madhistas en el Sudán disminuyó mucho la cantidad de estudiantes, por estar cortado el camino entre Egipto y los pueblos musulmanes del África ecuatorial.
Abarca esta enseñanza la gramática, la retórica y la versificación, materias muy importantes para los pueblos de lengua árabe, propensos a dar mayor aprecio al sonido de las palabras que a los pensamientos expresados por ellas. Pero la verdadera ciencia de esta universidad, lo que vienen a buscar sus alumnos desde los últimas confines del mundo mahometano, es la exposición o interpretación de la doctrina coránica y la jurisprudencia que se desprende de ella. Como una diversión intelectual, algunos profesores enseñan además la aritmética, el álgebra, los cálculos del calendario y ciertas nociones de Medicina, todo con arreglo a la más estricta fe religiosa, lo mismo que se enseñaba hace siglos.
Parece imposible que los maestros y estudiantes de El-Azhar sean descendientes de tantos filósofos, médicos, astrónomos, matemáticos y alquimistas sarracenos que durante la Edad Media, en España y Sicilia, prestaron valiosos servicios a la ciencia universal, difundiendo los tesoros de la sabiduría helénica y realizando descubrimientos que han sido luego la base de otros cercanos a nuestra época, mientras la mayor parte de la Europa de entonces vivía en supersticiosa barbarie.
Me cuentan que un profesor intentó hace pocos años explicar la astronomía moderna a los estudiantes de El-Azhar y los demás maestros le obligaron a retirarse, viendo en tal enseñanza un atentado a la ciencia indiscutible del Corán. En verdad, esta gran escuela de El Cairo hace pensar en Averroes y Avicena como hombres de distinta raza, sin ninguna relación con sus actuales profesores y estudiantes.
Entro una tarde en la famosa universidad egipcia por la puerta llamada de los Barberos, que es la principal. Lleva este nombre porque desde hace muchos siglos penetran por aquí en determinado día de la semana los barberos encargados de afeitar la cabeza a los alumnos para que les pese menos el turbante, dejándoles en el occipucio una sola mecha de pelo.
Su vasto patio cuadrangular, con una pavimentación de losas de granito que debieron de pertenecer a algún templo faraónico, es la parte más frecuentada. Como en El Cairo apenas llueve, aquí dan sus clases los profesores, y los estudiantes repasan sus lecciones en grupos sueltos. Paralelamente está la mezquita, de vieja techumbre y columnas abundantes, descubierta por el lado del patio, lo que hace de ella una continuación de éste. La mencionada techumbre es plana y nueve filas de columnas sostienen sus artesonados de fina labor, pero tan viejos que empiezan a pulverizarse. Ascienden las columnas a trescientas ochenta, de mármol, granito o pórfido, todas sacadas de monumentos egipcios de la época ptolomea y romana. En su penumbra brillan continuamente mil doscientas lámparas.
Muchos profesores y estudiantes prefieren el ambiente de la mezquita, y establecen sus clases al pie de cualquiera de las columnas. Basta para ello que haya un lugar libre y el maestro pueda tender sobre las losas la esterilla de esparto o la piel de cabra que le sirve de asiento.
El plano del edificio ha perdido su regularidad original por haberle adosado, en el curso de diez siglos, oratorios, alojamientos y otras construcciones necesarias para transformar la antigua mezquita en escuela.
A esta hora de la tarde la mayoría de los estudiantes vaga por las callejuelas de El Cairo árabe, pero no obstante veo muchos grupos de ellos sentados a la redonda sobre las piedras recalentadas por el sol. Unos escuchan a los últimos profesores del día, otros repasan sus lecciones.
Los más, hombres ya cuajados, las recitan en voz alta, unas veces solos, otras con un compañero enfrente que les advierte sus errores. Todos permanecen en el suelo, sobre sus piernas cruzadas, y se mueven de cintura arriba, a la izquierda y a la derecha o adelante y atrás, como si fuesen péndulos. Es una costumbre que adquieren los mahometanos desde la escuela de primeras letras. Según ellos, la agitación rítmica del busto facilita la memoria, y todas las enseñanzas que se dan aquí tienen por base la memoria.
Se nota inmediatamente la gran variedad étnica de esta juventud estudiosa. La mayor parte se compone de indígenas del Egipto Bajo y del Alto, con rostro de fellah. Los hay de tez oscura, procedentes de la Nubia y del Sudán; otros son de un negro de ébano, brillante y sudoroso, venidos del África ecuatorial; y revueltos con ellos, árabes, turcos, persas, marroquíes e indostánicos de los antiguos dominios del Gran Mogol. Como ya dije, no hay país mahometano que no tenga estudiantes en El-Azhar.
En torno al patio, en las tres alas de edificios que lo completan con la mezquita, existen varias dependencias, divididas con arreglo a las diversas nacionalidades de los estudiantes. Cada grupo posee su departamento propio, pero no puede dormir en él, por ser considerablemente mayor el número de sus individuos que el espacio de que disponen. Dentro de dichas piezas sólo existen armarios divididos en cajoncitos, y cada escolar guarda sus provisiones en uno de ellos. Tales provisiones consisten en galetas duras y enmohecidas que envía la familia todos los trimestres. A este pan añade el estudiante, cuando puede, una cebolla o un puñado de habas crudas. Las más de las veces tiene que contentarse con el pan a secas.
Basta verles para darse cuenta de su sobriedad; mejor dicho, de su energía firmísima para despreciar el hambre. Algunos ni siquiera reciben pan de su familia, y se lo proporciona la dirección de El-Azhar, parcamente, pero de un modo gratuito. Herencias dejadas a su muerte por mahometanos piadosos aseguran el pan de los estudiantes pobres.
Estos indigentes, para procurarse el resto de su alimentación, sirven a los compañeros menos miserables o trabajan en la limpieza de la mezquita, barriendo el suelo con ramas de palmeras.
El traje de todos ellos es modesto y popular; llevan una simple camisa azul, babuchas y turbante. Algunos, venidos de lejanas tierras, van descalzos, guardan todavía el garrote del viaje y un manto de raídas pieles de oveja les sirve de asiento y cama.
Voy pasando entre los grupos que escuchan las lecciones o estudian aparte. Un franco menosprecio con el visitante infiel me acompaña a través del patio y la mezquita. El profesor, sentado en el suelo, levanta los ojos hacia el curioso que pasa, hace un gesto elegante de indiferencia, y continúa hablando, como si le hubiese distraído por leves momentos una mosca o una hormiga.
Algunos pasos más allá, un escolar que parece marroquí se ha dejado caer en las losas tibias y duerme, falto de turbante, con la rapada cabeza bajo los ardores solares, sin ningún apoyo que le sirva de almohada, amenazado por la congestión. Pero, según parece, no es accidente de temer para estas cabezas, que dan a nuestros ojos de occidentales una impresión de dureza, de tenacidad invulnerable. Se cansó de escuchar la explicación, y para no levantarse se ha tendido a dormir en el mismo sitio, mientras el maestro continúa hablando.
Dentro de la mezquita llena de luces, que parece próxima a desplomarse de puro vieja, se refugian los pájaros a millares. Su continuo piar se une a los recitados monótonos y abundantes en jotas que murmuran los estudiantes a solas, balanceándose sobre sus caderas como muñecos desarticulados.
Muchos me miran con hostilidad, especialmente los mulatos y negros. Tienen frentes estrechas, mandíbulas salientes, ojos ardorosos de iluminados. Su gesto agresivo hace recordar al Madhí.
Es una juventud dispuesta a morir por su fe y más dispuesta aún a matar por ella. Estos escolares volverán a sus países, ostentando como título de santidad su paso por El-Azhar. Serán escuchados por las muchedumbres del interior de África como personajes inspirados por Dios. Aquí repiten lecciones, recitan versos, aprenden los comentarios teológicos del profesor sobre cada sura del Corán. Dentro de unos años, tal vez marchen a caballo, entre banderas de cofradías fanáticas, con una cimitarra en la diestra, proclamando la guerra santa.
Todas las revoluciones y motines de El Cairo, originados las más de las veces por un incidente de orden religioso, tuvieron como iniciadores a los estudiantes de El-Azhar. De aquí partieron las manifestaciones revoltosas, atravesando las callejuelas de la ciudad árabe, hasta el palacio de los jedives. En el presente momento, dicha juventud, que en su mayor parte no es egipcia, se une a los nacionalistas de Egipto y figura en todas las asonadas contra las autoridades inglesas, que persisten en «proteger» al país.
Me sirve de guía un empleado de la casa, algo así como un inspector, encargado de velar por las buenas costumbres universitarias. Es pequeño, de pelo rojizo, y contra el uso de los musulmanes tradicionalistas, lleva el rostro afeitado, sin más que un pequeño bigote, mezcla de rojo y blanco. Entre las cejas tiene una mancha herpética que parece de sangre y sus ojos divagan con un estrabismo que le da cierta expresión de astucia y disimulo.
Cruza algunas palabras con el guía que me acompaña, y como parece de acuerdo con él, se digna enseñarme la universidad. Me doy cuenta inmediatamente de su fanatismo. Es algo que se desprende de él, como el olor natural de ciertos cuerpos.
Al entrar por la puerta de los Barberos, pasamos ante un pabellón que es la biblioteca. He oído hablar muchas veces de la biblioteca de El-Azhar. En ella se guardan manuscritos muy importantes de la historia árabe de España. La célebre elegía del moro valenciano después de la toma de su ciudad por El Cid, su poética lamentación al ver Valencia saqueada y arruinada por el adalid cristiano, la guarda esta librería secular.
Manifiesto deseos de conocer su interior, y el musulmán hace un gesto de escándalo, como si le propusiera un sacrilegio. Insinúo la posibilidad de comprar algún libro de los publicados por los maestros de El-Azhar para llevármelo como recuerdo, pero el fanático desprecia mi anzuelo tentador. Ni biblioteca, ni libros.
Me va enseñando a toda prisa la parte pública de la universidad, o sea el patio y la mezquita.
Cuando el guía le dice que soy de España, alza los ojos con cierta admiración religiosa e inicia un gesto de interés. Ha oído algo indudablemente de este país remotísimo, al otro lado del mundo conocido, que fue durante varios siglos musulmán. Pero recuerda tal vez nuevas cosas, pues a continuación me lanza una mirada de ironía, de hostilidad, de menosprecio, todo a un tiempo. Debe de saber que sus hermanos, los verdaderos fieles, fueron echados de mal modo de la mencionada tierra.
Seguimos caminando entre los grupos sentados en el patio. Uno de estos corros, compuesto de estudiantes muy jóvenes, adolescentes los más, escucha en silencio a un narrador que es todavía un niño, pero con cierto aire de pilluelo de El Cairo.
Parece haber nacido en la ciudad, se adivina en su vestimenta. No lleva camisa larga ni turbante; usa calzoncillos blancos y chaqueta del mismo color sobre la piel rojiza de su tronco desnudo. La cabeza de mono malicioso la cubre con un gorrito blanco y redondo, semejante al de los mercaderes.
Su familia habita tal vez en el barrio y lo envía a la universidad próxima para librarse de él. También es posible que la frecuente de un modo espontáneo, por parecerle divertida tal visita. Los otros estudiantes escuchan su charla con una expresión de lugareños asombrados y regocijados a la vez.
Al pasar nosotros junto al corro, el pilluelo vestido de blanco levanta la cabeza, me mira, sonríe descaradamente, y avanzando una mano grita: «Bacshis».
¡Pedir bacshis en el patio de El-Azhar!… El oleaje ascendente de los infieles, la influencia desmoralizadora del viajero cristiano, entró ya en el corazón de esta escuela santamente tradicionalista e inmutable, ocupada en enseñar las mismas verdades que hace once siglos.
Ahora siento lástima y simpatía por el fanático que me acompaña. Ha dudado entre caer con la mano en alto sobre este pilluelo de El Cairo, deshonroso para el Islam, o fingir indiferencia, como si nada hubiese oído. Al fin opta por lo último, y sigue adelante, mostrándome cosas que ya he visto, tal es su turbación.
Balbucea; se nota que tiene el pensamiento muy lejos de las palabras que va profiriendo. Hace esfuerzos para ocultar su cólera y su vergüenza.
Y yo, mientras me finjo igualmente distraído, sufro con él.