Cómo nació la egiptología.—El joven Champollion y la famosa piedra de Rosetta.—Los descubrimientos de Mariette.—Trabajos de Maspero.—La policromía egipcia.—Setenta siglos encerrados en un palacio blanco.—La escultura, superior a la pintura.—Nunca existió una religión egipcia.—Infinita variedad de dioses y cultos.—Los dioses triunfando o decayendo según la suerte política de la ciudad en que nacieron.—Los animales sagrados.—Vida compleja y contradictoria de los egipcios, falsamente tenidos por un pueblo inmóvil.—El misterio científico de los sacerdotes.—Pararrayos en los templos.—Vuelta a la alegría de la vida, después del período tebano.—La momia de Ramsés el viejo y de su padre joven.—Cómo Sesostris resucitó, después de tres mil quinientos años, para dar a los empleados del museo el mayor susto de su vida.
La egiptología es una ciencia moderna, de origen francés.
Hasta principios del siglo XIX sólo podía saberse del antiguo Egipto lo que habían contado los griegos a partir de Herodoto, y éstos conocieron el país bajo la dominación de los persas, después de extinguidas las dinastías faraónicas.
Además, ninguno de ellos consiguió leer la escritura egipcia, y todo lo que dijeron fue por relatos orales, incurriendo en grandes errores que han llegado hasta nuestra época.
Un ejército de la República francesa, mandado por el joven general Bonaparte, conquistó Egipto en 1798. Varios sabios agregados a dicha expedición trajeron a Europa descripciones y dibujos de las ruinas egipcias, pero ninguno pudo descifrar los jeroglíficos, palabra griega equivalente a «escritura sagrada». La escritura egipcia era un muro de misterio contra el cual venían chocando inútilmente las hipótesis de los hombres de estudio.
Fueron tres en realidad las escrituras creadas en diversas épocas, recibiendo los nombres de jeroglífica, hierática y demótica. La más antigua o jeroglífica consistía en la representación de los objetos mismos que se deseaba mencionar, dibujando un hombre para escribir hombre, una silla por silla, lo que hizo de todo escrito una serie de pequeños dibujos. Más adelante, para dar mayor extensión y flexibilidad al lenguaje, las figuritas representaron letras. Un gavilán significaba E, un león L, etcétera, y algunos dibujos equivalían a palabras enteras. Así se formó la escritura llamada hierática. A partir de la XXI dinastía, las necesidades comerciales de los egipcios les obligaron a abandonar estas dos escrituras representadas por bestias, personas y objetos, e inventaron una tercera, de mayor sencillez para su contabilidad, formada con letras, que se tituló demótica, más fácil de escribir que la jeroglífica, y más abundante en dificultades para su lectura.
Cierto joven francés llamado Champollion se sintió repentinamente interesado por todo lo referente al Egipto misterioso, y estudiando, a los catorce años, en el Liceo de Grenoble, adquirió una gramática de la lengua copta, derivación del antiguo egipcio, que aún se hablaba en todo el valle del Nilo por ser el idioma de los cristianos. En 1807, antes de su salida del Liceo, este joven de diecisiete años escribió un trabajo histórico sobre Egipto, trasladándose luego a París para estudiar las piedras e imágenes depositadas en el Museo del Louvre por los sabios de la expedición de Bonaparte.
Un oficial de artillería de la mencionada expedición había encontrado en Rosetta, junto a la desembocadura occidental del Nilo, una piedra triangular conteniendo tres inscripciones: en griego, en lengua demótica y en lengua jeroglífica. Los sabios, valiéndose del griego, habían llegado a traducir la inscripción demótica, pero no pudieron entender una sola frase de la jeroglífica. Champollion se dedicó a descifrar la piedra de Rosetta en 1821, con la firme voluntad de no desistir de dicho trabajo hasta obtener completo éxito.
Primeramente estudió los nombres rodeados de un cartucho, por ser bien sabido que los que tenían por adorno tal emblema heráldico eran de reyes, y cuando los hubo desentrañado, le dieron todo el alfabeto jeroglífico. Además se convenció de que la lengua jeroglífica se parecía mucho a la copta, aprendida por él. Como les ocurre a todos los innovadores, algunos sabios viejos, representantes de la ciencia oficial, pusieron en duda los descubrimientos de Champollion. Éste hizo un viaje a Egipto, escribió una gramática jeroglífica, y extenuado por su inmenso trabajo mental murió a los cuarenta y un años de edad, en 1832.
Al conocer las reglas para la lectura de los jeroglíficos, muchos se consagraron al estudio de las antigüedades faraónicas, y gracias a Champollion nació la ciencia de la egiptología. La piedra de Rosetta fue la llave mágica que abrió una puerta inaccesible durante veinticinco siglos. Surgieron egiptólogos en varias naciones, yendo todos al valle del Nilo para desenterrar monumentos, explorar pirámides e hipogeos, ir descifrando una historia nueva en piedras y papiros. Hoy pueden leerse con exactitud los textos egipcios, y los niños de las escuelas conocen una historia de este pueblo más cierta que la que relataban los sabios hace menos de un siglo.
La egiptología, nacida en Francia, siguió recibiendo de ella sus hombres más importantes. Franceses han sido Saulcy, Rougé, Mariette y Maspero.
Tranquilo profesor en el Liceo de Boulogne, su ciudad natal, Mariette se sintió tentado por el misterio del Egipto a fuerza de contemplar una momia que existía en la biblioteca de dicho centro de enseñanza. Sus primeros estudios los hizo como Champollion, examinando las antigüedades egipcias del Louvre. Después consiguió que el gobierno de Francia le enviase a hacer excavaciones en Egipto.
Una buena suerte, siempre fiel, acompañó sus trabajos. Al poco tiempo de iniciarlos descubrió el Serapeum de Menfis, panteón donde se guardaban las momias de los bueyes Apis. Este hallazgo le hizo célebre, y el jedive de Egipto, luego de darle el título de bey, le encargó la dirección de todas las excavaciones arqueológicas del país. Durante treinta años, Mariette-bey exploró el Egipto en varias direcciones, limpiando de arena los monumentos de Menfis y de escombros los grandes templos tebanos. Con todos sus hallazgos creó cerca de El Cairo el Museo de Bulaq, extraordinario para su época, pero que después ha resultado malsano por su emplazamiento junto al Nilo y pequeño para contener los hallazgos de sus sucesores.
Mariette-bey murió en 1881, siendo enterrado como un egipcio del tiempo de los faraones, a la entrada del Museo de Bulaq, en un sarcófago de granito, entre dos esfinges.
Otro francés continuó su obra, Gaston Maspero, antiguo profesor del Colegio de Francia, que acabó por ser director general de las Antigüedades de Egipto, con toda clase de facultades concedidas por el gobierno del país. Bajo su dirección, hasta hace pocos años, en que ocurrió su muerte, y bajo la de su sucesor, continúan sin descanso las excavaciones, saliendo a la luz nuevos monumentos y papiros.
Hoy todo el producto de la cosecha milenaria, realizada por los egiptólogos, ya no está en el Museo de Bulaq. Maspero creó en pleno Cairo el llamado Museo Egipcio, vastísimo palacio rodeado de jardines, que tiene frente a su fachada un monumento a Mariette.
Este Museo de El Cairo es la construcción más extensa y hermosa de dicha capital. En ninguno de los de Europa se preocuparon los arquitectos de la comodidad de los visitantes y buenas condiciones para su respiración como en este edificio, casi reciente. A pesar de que existen en su interior tantos cadáveres, tantos objetos que permanecieron miles de años en la lobreguez de las tumbas, no se nota el más leve hedor. Su ambiente es más puro que el de los museos de cuadros y de estatuas.
Sin embargo, la elegante e higiénica blancura de sus escalinatas y la aireada amplitud de sus salones únicamente se aprecian en los primeros momentos, al entrar en el museo. En seguida nos asalta el pasado, nos envuelve el misterioso encanto de este país que se resistió a dejarse conocer durante el curso de dos milenarios, y ahora, repentinamente, en menos de un siglo, entrega con una prontitud que puede llamarse violenta todo el secreto de su pasado.
Ya dije al hablar de Tebas que las ruinas actuales dan una falsa idea de lo que fueron las construcciones antiguas. No se ve en aquellas más que la piedra, algunas veces áspera porque la labraron para mantenerse oculta bajo suave revestimiento. La mayor parte de los edificios del antiguo Egipto fueron multicolores. Las columnas estaban pintadas y sus capiteles de loto tenían cubiertas las hojas de diversas tintas y de oro.
Es en este museo donde puede conocerse directamente el arte multicolor de los egipcios. Junto al Nilo, en las ruinas de templos y pirámides, perdura el esqueleto de su civilización; aquí, bajo techo, se guardan sus músculos, su carne, sobre todo su epidermis maravillosa.
Vemos por todas partes oro y colores. Hasta las estatuas de madera o alabastro están pintadas con una frescura de tintas tan maravillosas que hace dudar de su origen remoto. Casi todas las cabezas tienen ojos de vidrio, con un redondel de ébano y metal que imita la pupila, dándole una fijeza enigmática e inquietante. Parece que estos personajes de sesenta o setenta siglos guardan aún fragmentos de un alma que ha podido presenciar la mayor parte de la historia humana.
Menciono tal cantidad de siglos porque las figuras más expresivas, más cerca de la realidad, son las antiguas, las de la época menfita, contemporáneas de las Pirámides y de los primeros faraones.
Además de la policromía de estatuas, muebles y joyeles, la piedra empleada por los antiguos artistas da una variada gradación de colores naturales a este museo de siete mil años, que guarda desde el punzón de oro tallado perteneciente al tocador de una dama de Menfis, hasta colosos de varios metros que tocan con su mitra faraónica el techo de los salones. La diorita, el alabastro, la calcárea blanca y amarilla, el asperón rojo, los granitos rosa y gris, el esquisto verde, extraídos de las diversas canteras vecinas al Nilo Alto, al Nilo del Sudán o las costas del mar Rojo, alternan con el alabastro y la madera como materias estatuarias.
Encontramos sarcófagos en abundancia: unos pesadísimos, de sobria ornamentación, imponentes por las toneladas que representa su masa de una sola pieza; estelas con estatuas destinadas a guardar la puerta fingida de todo hipogeo egipcio; bajorrelieves con centenares de personas siguiendo al faraón triunfante —el monarca siempre gigantesco y los simples mortales tan pequeños que apenas le llegan al tobillo—; columnas de floridos capiteles imitando al loto y a la palmera; escribas leyendo o arrodillados, en actitud de estenógrafo; servidores amasando el pan, vigilando el asador, llevando las sandalias de su amo; escenas cinceladas en el granito que representan las flotas egipcias en sus avances por el mar Rojo, o a la princesa negra Ponuit, de grotescas posaderas, saliendo al frente de sus tribus para ofrecer árboles de incienso a los marinos faraónicos; y esfinges, muchas esfinges, con rostro de mujer y cuerpo de león.
Resulta interminable la asamblea de faraones y princesas reunida en estos salones blancos. Hasta hay estatuas de enanos que indudablemente hicieron reír con tristes bufonadas a reyes y reinas en los tiempos que aún estaba empezando la historia del pueblo hebreo. Vemos dioses fluviales con los pies apoyados en cocodrilos; episodios de guerra, burilados con una paciencia admirable en las piedras más duras y difíciles de ser trabajadas; sangrientos choques, que deben llamarse de «carretería», pues en ellos los adversarios no van a caballo y se lanzan flechas desde lo alto de sus carros de combate.
Admiramos los muebles recién salidos de la tumba de Tutankamón. Tienen la misma brillantez y frescura que si fuesen imitaciones modernas. La permanencia de varias docenas de siglos en la lobreguez de una tumba parece haber rejuvenecido sus oros. Examinamos numerosos sillones que fueron tronos, igualmente dorados, con el cuero cubierto de figuras multicolores y los brazos en forma de pantera; cofres que tienen en sus cuatro superficies y su tapa cóncava interminables historias representadas por un mando de figurillas; lechos por cuyos costados desfilan también procesiones de hombres y animales diminutos.
Alineada en armarios de cristal existe toda una humanidad de estatuitas talladas en madera. Egipcios rechonchos, de cara jocunda, celebran banquetes al aire libre y se divierten con varios juegos; filas de mujeres llevan ofrendas a los dioses; pequeñas barcas, exactamente parecidas a las del Nilo, permanecen inmóviles en mitad de las vitrinas, con la vela izada, los bogadores encorvados sobre los remos y un niño en la proa que tiene los brazos en alto y la boca abierta en actitud de gritar. Los personajes caricaturescos se mezclan en este mundo de muñecos egipcios con plañideras de trágica actitud.
Más allá vemos paisajes ingenuos pintados en láminas de alabastro o de barro. La pintura no progresó en Egipto como la escultura. Cortó su desarrollo la influencia sacerdotal, exigiendo una actitud hierática al cuerpo humano, un convencionalismo de pintura sagrada en las escenas de la vida ordinaria. Todos los personajes están en fila, tienen la cara de perfil, el tronco de frente, con los dos hombros iguales, y brazos y piernas igualmente perfilados.
Hay carros faraónicos en estos salones que aún se mantienen sobre sus ruedas, mesas de ofrendas dedicadas a los muertos, estatuas para prolongar la vida del «doble», tumbas sostenidas por gacelas de piedra cuya forma ligera contrasta con la mole de granito rojo convertida en sarcófago, y una variedad desconcertante de ataúdes antropomórficos, cajas de madera pintada, que todos hemos visto en los museos de Europa, imitando el contorno del cuerpo humano y en la parte correspondiente a la cabeza una copia policroma de la cara del difunto. Pero aquí estos féretros son de faraones o altos personajes de su corte, resultando admirable la frescura de sus colores y dorados.
Las joyas de ciertas reinas llenan vitrinas enteras: collares de ristras múltiples, sortijas, pendientes, anchos brazaletes. Los faraones también usaban alhajas, y algunas de las más admirables pertenecieron al fastuoso Ramsés II.
Abundan platos y copas de oro. El Egipto antiguo apenas conoció la plata, no habiéndose encontrado hasta ahora ningún objeto de dicho metal. Todo es oro y bronce, y los artífices del país llegaron a forjar puñales y espadas con una flexibilidad comparable a la de las hojas de acero.
El Egipto posterior a los faraones, el sometido a la influencia de griegos y romanos, está en las salas del piso bajo. Descendiendo a ellas se cree haber saltado en unos minutos numerosos siglos. La momia, la estela, el faraón sentado, el dios con cara de animal, quedan lejísimos. Aquí encontramos sirenas pulsando liras, la imagen de Serapis, la de Afrodita, cabezas de prisioneros gálatas, estelas del cristianismo egipcio, vírgenes coptas de un tallado ingenuo y rudo, capillas que recuerdan el arte bizantino, con más rudeza en sus trazos; todo lo que los anticuarios descubrieron en el convento de San Apolo, en Bauit, fundado durante los primeros tiempos del cristianismo triunfante.
Pero la historia cristiana del Egipto sólo tiene un interés secundario para los que visitan el país. Esta tierra es la de los faraones, y todos desean conocer lo que se mantuvo en el misterio hasta mitad del siglo pasado, la historia del Egipto clásico remontándose desde la dinastía XXIII a la protohistoria, vagorosa entre las nieblas de la fábula.
En ningún otro sitio puede abarcarse como aquí la interminable y confusa variedad de las divinidades egipcias.
Verdaderamente no ha existido una religión egipcia, organizada y única, como es por ejemplo el catolicismo. Durante cuarenta siglos sólo hubo numerosos cultos locales. Unos adquirieron importancia según la protección de los faraones o sus propios milagros; otros fueron eliminados por una selección religiosa.
Los egipcios, conservadores por naturaleza, se preocuparon más de guardar todos los cultos que de escoger entre ellos para formar una religión única. Por su parte, los sacerdotes, en vez de trabajar para suprimir dicha confusión religiosa, sólo pensaron en establecer una jerarquía entre los numerosos dioses, respetándolos a todos. Cada uno procedió así por el interés de su provincia y de su dios especial. Los sacerdotes de inteligencia elevada vieron en los innumerables dioses una emanación particular de un dios único, más poderoso que todos; pero tal concepción monoteísta solamente la poseyeron los egipcios de casta superior.
De esta masa de dioses, confusa e imposible de describir minuciosamente, se elevaron con triunfante superioridad, por ser divinidades particulares de pueblos dominantes en la historia de Egipto: Horus, Ra y Osiris. Cuando Tebas prevaleció sobre Menfis, el dios tebano Amón recibió culto en todo Egipto bajo el nombre de Amón-Ra, para identificarlo con el dios particular de Heliópolis, que era Ra, el Sol.
Otro dios nacido en una provincia se extendió por todo el Egipto: el ya mencionado Osiris, dios de la luz, enemigo de su hermano Set o Tifón, demonio de las tinieblas. Brilla durante el día, y Set lo mata a traición y lo despedaza todas las noches. Su mujer Isis llora sobre su cadáver mientras Set reina en la tierra y la cubre de sombras. Pero el triunfo de la iniquidad dura poco. Horus surge en el horizonte y venga a su padre.
En realidad, Osiris, símbolo de la luz, acabó por ser el más popular de los dioses egipcios. El hierro era considerado vil porque Set había matado a Osiris con un arma de dicho metal. Cuando se oxidaba el hierro, cubriéndose de manchas rojas, los egipcios creían ver en ellas la sangre de Osiris.
Los diversos cultos locales empezaron a representar sus primeros dioses con cuerpo de animal y cabeza humana, como en la gran Esfinge. Siglos después, fue más frecuente que los dioses se mostrasen representados con cuerpo humano y cabeza de animal. Horus aparece con cabeza de gavilán, Isis con cabeza de vaca, y los demás dioses con cabeza de ibis, chacal, leona, etc.
Como lógica deducción de esta manera de representar a sus dioses, acabaron los egipcios por rendir culto a ciertos animales. Los consideraron divinos por el hecho de que sus cabezas servían para las imágenes. Estos animales divinizados fueron el león, el cocodrilo, el buey, el carnero, el chacal, el gato, el gavilán, el ibis y el escarabajo.
Unos pocos de ellos nada más consiguieron ser adorados en todo el Egipto. Los restantes sólo eran tenidos por dioses en determinadas ciudades, mientras recibían en otras los peores tratos, por rivalidad provincial. En Tebas, por ejemplo, tributaban honores divinos a los cocodrilos, y en la isla de Elefantina, situada a corta distancia, los mataban.
Era peligroso tocar a un animal sagrado dentro de la población que le rendía culto. En Alejandría, ciudad casi griega, bajo el reinado de los Ptolomeos, faraones mestizos de heleno, la muchedumbre ejecutó a un soldado romano, cien años antes de nuestra era, por haber matado a un gato sin intención preconcebida, sólo porque el gato era sagrado en dicha ciudad.
Mantenían los templos animales vivos, que los fieles adoraban, ofreciéndoles comida y adornos, dando motivo dicho totemismo a grandes burlas de los primeros escritores de la Iglesia cristiana. En Shodú, donde eran tan abundantes los cocodrilos sagrados que los griegos la llamaban Cocodrilópolis, así como en los templos de Tebas, guardaban los sacerdotes muchas bestias de tal especie, adornando sus orejas con anillos de oro y sus patas con brazaletes. En Heliópolis adoraban a un ave de paso, que los griegos llamaron en su lengua fénix, inventando acerca de ella varias fábulas que han llegado hasta nosotros y hecho popular el nombre del ave fénix.
De todos los animales sagrados, el más famoso fue el buey Apis. Vivía en Menfis y necesitaba condiciones muy especiales para ser promovido al rango de dios. Debía ser negro, con una mancha blanca sobre la frente en forma de triángulo, la figura de un águila en el lomo, una marca en la lengua semejante a un ala de escarabajo, y los pelos de su cola dobles. Los sacerdotes le creían engendrado por un rayo caído junto a una vaca. Cuando encontraban a este animal extraordinario, luego de convencerse de la existencia de todas las señales mencionadas, lo instalaban en su capilla, mostrándolo al pueblo.
Su reinado divino sólo duraba veinticinco años. Si vivía más, los sacerdotes lo ahogaban en una fuente sagrada, buscando a otro. Todos los Apis eran embalsamados, y Ramsés II dedicó a sus cuerpos una gruta excavada en la roca, el Serapeum. Por espacio de dos mil años recibió este panteón las momias de los Apis, siendo al fin cubierto por la arena y olvidado cuando Egipto aceptó el cristianismo, hasta que Mariette-bey lo descubrió en 1851, perfectamente intacto.
Como el período de mayor dominación faraónica fue el de las dinastías tebanas, Amón, dios de Tebas, ascendió de simple divinidad provincial a figurar como el primero de todos los dioses, poseyendo los templos más enormes. Sus sacerdotes le llamaron «padre de los padres y madre de las madres», perfecto, eterno y todopoderoso, habiéndolo creado todo y no habiendo sido creado jamás. Los otros dioses eran el mismo con diverso nombre, y lo representaban navegando por el cielo en una barca, un dios secundario en la proa armado de lanza, otro dios en el timón, y moviendo los remos, las almas de los hombres más virtuosos y eminentes.
Pero todo esto no es más que una síntesis ligera de la gran masa de religiones egipcias, que nunca constituyeron una creencia homogénea; selva tropical, enmarañada y oscura de dioses y diosas, animales deificados, demonios y magias.
Este pueblo de tantos miles de años tuvo una existencia más compleja que la imaginada por los sabios cuando aún les era imposible leer su escritura. Abundan contrastes y contradicciones en su historia religiosa. Adoraban a los animales, les daban muerte cuando habían cumplido cierta edad, y a continuación los embalsamaban, convirtiéndolos en dioses.
Durante los faraones de origen egipcio, los diversos cultos se mantuvieron en las orillas del Nilo; luego mostraron una extraordinaria fuerza de expansión, en la época griega de los Ptolomeos y bajo el Imperio romano. Desde las costas del Asia Menor hasta las Galias y las Islas Británicas se han encontrado estatuillas de dioses egipcios o imitaciones locales de dichas imágenes. Sacerdotes vagabundos de Isis llevaban a todos los pueblos los cultos de su diosa, de Serapis y de Anubis.
Dichos sacerdotes de Isis —poco recomendables a causa de sus costumbres— ofrecían el engañoso consuelo del milagro que ha deseado siempre la pobre humanidad desde sus primeros tiempos, siendo con ello simples precursores de imágenes omnipotentes creadas después por otros cultos más modernos. Curaban valiéndose de prodigios; eran adivinos y exorcistas, y las cofradías formadas por ellos en muchos lugares de Europa lloraban una vez al año la muerte de Osiris, celebrando con gran estrépito su resurrección.
Empezaba a extenderse el cristianismo por el mundo, precisamente en el momento de la mayor expansión religiosa de los egipcios, y miró con odio especial a estos sacerdotes de Isis, curanderos y milagreros, que pretendían rivalizar con la nueva doctrina. A fines del siglo IV, Teófilo, patriarca cristiano de Alejandría, impulsó a las turbas a quemar el Serapeum de dicha ciudad, gran centro de las creencias egipcias.
El animismo del antiguo Egipto, que dio importancia de dioses a todas las cosas naturales, «desde los cuerpos celestes y el Nilo, hasta los más humildes sicomoros de sus orillas», proporcionó al mismo tiempo a los hombres la noción de la inmortalidad del alma, noción que ha servido de base a todas las religiones posteriores.
Por un lado, parece que los egipcios pensaban mucho en la muerte. Un escritor romano dijo de ellos que consideraban sus viviendas como moradas de paso y sus tumbas como moradas eternas. En sus banquetes fue costumbre presentar a los comensales un pequeño féretro, para que no olvidasen en medio de su regocijo que debían morir. Pero a la vez amaban no menos la vida, como observa Salomón Reynach, y tal era su pasión por ella, que desearon conservarla más allá de la muerte, guardando, gracias al «doble», en el interior de su tumba las mismas sensualidades y apetitos que los vivos.
Resulta indudable la existencia en Egipto de una aristocracia intelectual, poseedora de conocimientos guardados en el misterio para que no los adquiriese la muchedumbre. Se han exagerado mucho estos conocimientos, pero con mayor o menor amplitud es cierto que existieron.
Algunos templos estaban construidos de un modo que facilitase la observación de las estrellas, pudiendo notar sus posiciones relativas. Ciertos pasillos y puertas eran empleados, a causa de su orientación, como tubos de telescopio para estudiar el cielo.
De sus descubrimientos, el más indiscutible es el uso del pararrayos. Esto no quita ningún mérito a Franklin. La autenticidad de su invención nadie la pone en duda; pero como ha ocurrido muchas veces en la historia de la ciencia, lo que él descubrió lo habían descubierto miles de años antes los sabios egipcios.
En el pilón de todos los templos, las dos torres macizas que lo componen estaban rayadas por dos huecos verticales, adaptándose a cada uno de ellos un mástil que se remontaba muy por encima del edificio. Al fin de este mástil ondeaban cuatro banderolas con los colores sagrados: rojo, blanco, azul y verde. Según escritos de la época, dichos mástiles, que se ven en todas las representaciones de portadas elevándose hasta treinta metros, y que muchos creyeron simples portabanderas, tenían su punta final forrada de cobre. También los obeliscos de piedra erguidos ante los templos guardaban su punta bajo un casquete del mismo metal. Los textos egipcios dicen expresamente que dichos palos eran elevados para «cortar la tempestad en las alturas del cielo». Otros escritos añaden en forma simbólica que eran las dos hermanas divinas Isis y Neftis, las cuales con sus grandes alas protegían a su hermano Osiris contra las violencias de Tifón, dios de las sombras, deseoso de darle muerte.
Fue la ciencia en Egipto un monopolio de los sacerdotes; pero a semejanza de lo ocurrido en otros pueblos, acabó por salir del secreto de los templos, se hizo laica durante las últimas dinastías y ejerció una influencia benéfica sobre los conocimientos del pueblo griego. Y como los griegos fueron los maestros del mundo actual, debemos indudablemente una parte de nuestros conocimientos y nuestra manera de apreciar la vida a remotos sacerdotes egipcios cuyos nombres probablemente no conoceremos nunca.
La inmovilidad milenaria de Egipto resulta una falsa apreciación de los escritores helenos. Este pueblo ha tenido avances y reacciones, como todos. Bajo las primeras dinastías llevó una vida patriarcal. Los faraones no habían acaparado aún la tierra del país, y poseían los labriegos la independencia y el decoro que proporciona un régimen de pequeña propiedad.
El período tebano fue el del apogeo faraónico, y al mismo tiempo el de más despotismo político y mayor influencia teocrática. Los sacerdotes de Amón acabaron por ser reyes o creadores de reyes. Las pinturas de las tumbas eran horripilantes. La presión del sacerdote se extendía hasta más allá de la muerte.
Luego, al perecer el Imperio tebano y filtrarse en el valle del Nilo ideas exteriores con la llegada de pueblos navegantes, empieza a hablarse una lengua olvidada, la de los tiempos de la protohistoria egipcia. Ansias de vida gozosa y libre se mezclan con la antigua preocupación de la muerte, penetrando hasta en los hipogeos como un rayo de sol. Así se comprende, dice Reclus, que poco antes de la conquista romana, un gran sacerdote que había perdido a su esposa grabase una inscripción solemne en su tumba, semejante a las antiguas, pero añadiendo como exhortación final: «No te canses en la otra vida de comer, de beber, de embriagarte, de hacer el amor; no dejes que la pena penetre en tu corazón».
Buscan todos los visitantes del Museo Egipcio la momia de Ramsés II. No es solamente por las glorias exageradas y sonoras que se atribuyeron al gran Sesostris; tal predilección tiene por origen una leyenda terrorífica formada en torno a su cadáver.
Este gran fabricante de templos y toda clase de construcciones laudatorias para los dioses y para él, que en una inscripción llama «piedras eternas» a las de sus edificios, no ha conocido el respeto eterno para su gloria, hábilmente falsificada, pues la crítica histórica la desmenuzó, restableciendo la verdad. Tampoco ha conocido el respeto eterno para su cadáver. Muchos siglos después de su muerte, alarmados los sacerdotes por los frecuentes saqueos de tumbas reales, juntaron cierto número de momias faraónicas, entre ellas la de Ramsés II, para ocultarlas en un escondrijo. Pero el mencionado depósito fue descubierto por los egiptólogos hace algunos años, viniendo a parar aquí el cadáver embetunado y cubierto de vendas del gran Sesostris.
Se halla tendido en un ataúd que tiene por cubierta una lámina de cristal. Dicho féretro está colocado horizontalmente a la altura de una mesa, y el visitante puede inclinarse sobre él, examinando su contenido a pocos centímetros de distancia.
Al lado de Ramsés, en otra caja de cristal, vemos a su padre, Set I. Murió más joven que Sesostris, era de menos estatura, y al contemplarlos juntos parece imposible que el jovenzuelo momificado pueda ser padre del otro, viejo feroz, extremadamente narigudo, que murió a los noventa años y guarda una expresión de altivez jactanciosa, de vanidad real.
Treinta y un siglos y medio después de su muerte, todavía se dio el gusto de asustar una vez más a los egipcios.
Su cadáver fue colocado por orden de Maspero en esta caja de cristal. Tenía los dos brazos, con sus envoltorios de vendas, cruzados en aspa sobre el pecho y las manos tocando sus hombros.
No se sabe cómo se realizó el prodigio. La explicación más verosímil es suponer que, después de un encierro de tres mil años, en absoluta oscuridad, los brazos del cadáver, cubiertos de una capa de betún, al recibir un rayo solar a través del vidrio, sufrieron la dilatación que produce el calor sobre ciertas materias, moviéndose espasmódicamente uno de ellos.
Lo cierto es que la momia de Ramsés II, sin perder su inmovilidad yacente, levantó una de sus manos, dando una bofetada a la cubierta de cristal. Se la ve todavía con el desarreglo de dicho movimiento: un brazo cruzado sobre el pecho, con la mano junto al hombro; el otro brazo separado del tronco, la mano levantada y los dedos vendados junto al vidrio.
Todos los guardianes egipcios del museo, que habían mirado con cierta alarma la llegada del terrible personaje, no perdiéndole de vista un momento en su nueva instalación, se dieron cuenta inmediatamente del despertar de Sesostris.
Estaban seguros de que al fin haría una de las suyas; pero tal convicción no les impidió sufrir el susto más grande de su vida.
Corrieron despavoridos hacia las puertas, luchando por quién escaparía el primero. Algunos rodaron escaleras abajo; a otros hubo que curarlos por haberse arrojado de cabeza a través de las vidrieras de los ventanales, cayendo en el jardín inmediato.
Ésta fue la última victoria de Sesostris.