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Las Pirámides y la Esfinge

Las ruinas de Menfis.—Camellos para retratarse.—«¡Al fin te veo!».—Las pirámides de Gizeh.—Otras pirámides más antiguas.—La Esfinge y su rostro enigmático.—Ponemos en lo que nos rodea el misterio que llevamos dentro de nosotros.—Remotísima antigüedad de estos monumentos. —La civilización todavía más remota que los produjo. —Diversa duración de la historia egipcia y la historia judía.—Imposibilidad de colocar la una dentro de la otra.—Las Pirámides, saqueadas hace miles de años.—Inutilidad de estos monumentos orgullosos.—Dos leyendas de la tercera pirámide.—Nitocris, la bella de las mejillas de rosa.—El incesto faraónico.—Cómo Nitocris vengó a su esposo y luego se dio muerte.—La cortesana Rodopis. —Su ascensión a faraona gracias a una sandalia de papiro.—La novela, hermana mayor de la historia.

Vamos en automóvil por un camino ancho que tiene a ambos lados tierras bajas, con el color negruzco del barro nilótico. Veo ante mí la línea donde terminan los campos fértiles del valle y empieza el declive arenoso del desierto Líbico. Este desierto no tiene aquí montañas. Presenta un borde horizontal y regular, una arista de meseta interminable. Únicamente, a un lado de ella, se alzan aisladas tres montañas blancas, tan blancas, que a esta hora temprana parecen de sal o de nieve.

Las tres, de vértices desiguales, forman escalones según se alejan, y se adivina que esto no es sólo un efecto de óptica. La más grande de las montañas en triángulo es en realidad la más próxima, la que se alza a continuación la mediana, y la última la de menos altura.

A nuestra espalda queda El Cairo. Hemos llegado a él con las primeras luces del día, después de un viaje de veinte horas desde Luxor.

Estos campos, verdes de trigo o negros y recién arados en espera de una nueva siembra, sirvieron de solar hasta hace once siglos a Menfis, la más antigua de las capitales egipcias y la que vivió más siglos.

En la época romana los viajeros iban ya a visitar Tebas como un lugar solitario de ruinas interesantes, y en ese tiempo todavía existía Menfis, sobreviviéndose ocho siglos más.

Fueron los musulmanes los que en el siglo II de su era, al fundar la ciudad de El Cairo, acabaron con Menfis, borrándola completamente de la superficie de Egipto. Los restos de sus templos fueron llevados a la nueva capital para construir mezquitas y palacios. Sólo se salvaron los edificios mortuorios situados en el vecino desierto de Gizeh, unos por ser macizos como las Pirámides y de larga demolición, otros por haberlos cubierto la arena.

Menfis fue la ciudad más antigua de Egipto. Su fundación se pierde en tinieblas remotísimas, seis mil años antes de nuestra era, cuando se inicia confusamente la historia de este país y los relatos fabulosos sólo hablan de gobiernos de dioses y de héroes.

La historia egipcia cambió de rumbo según la situación de su capital y la hegemonía del Bajo o el Alto Egipto. La inmovilidad que se atribuye a este pueblo durante siglos y siglos es simplemente un error de los griegos. Cuando llegaron por primera vez a Egipto lo vieron en decadencia, dominado por los sacerdotes, sometido al faraón, dueño absoluto de tierras y vidas, con una historia guardada en secreto para que el pueblo no conociera su pasado, e imaginaron que siempre había sido así.

Como todas las naciones, Egipto sufrió sacudimientos revolucionarios y guerras de invasión, que cambiaron el emplazamiento de su capital, dando orientaciones diferentes a su política y su cultura. Siempre que dominaba Tebas, ciudad del Alto Nilo perdida en el interior del país, Egipto era un mundo cerrado, refractario a las influencias exteriores, oprimido por la presión teocrática, y su preponderancia política iba acompañada de una regresión material y moral. Cuando dominó Menfis al principio de la vida egipcia y otras ciudades del delta en los últimos siglos de su independencia, Egipto estuvo en comunicación con el resto del mundo por hallarse más cerca del mar, iniciándose períodos de progreso y mayor libertad en las costumbres.

Empieza a rarificarse la vegetación a ambos lados de nuestro camino. Vemos desmoronamientos de piedras rojizas procedentes de los acantilados del desierto y capas de arena que el kamsin dejó caer sobre los campos alejados del Nilo.

Se detiene el automóvil en una especie de plaza, ensanchamiento de la carretera rodeado de edificios. Aquí terminan los rieles de un tranvía que hemos venido siguiendo desde El Cairo. Nos asalta una muchedumbre igual a la que se encuentra en todos los lugares con ruinas célebres: vendedores de fotografías, de escarabajos sagrados o estatuillas funerarias, guías, borriqueros y camelleros.

Cerca del Hotel Semíramis (¿por qué tal nombre en este lugar?) hay una doble fila de camellos, más de cien, con la joroba oculta bajo el paño rojo que cubre su silla. Se agolpan los camelleros en torno al automóvil, enalteciendo cada uno a gritos las condiciones de su bestia y su propia experiencia como guía.

Los más de los visitantes de las Pirámides consideran obligación ritual instalarse aquí sobre la giba de un camello manso para subir la corta pendiente que les separa de aquellas. Saben que al pie de la Gran Pirámide aguarda un enjambre de fotógrafos, prontos a retratarlos montados lo mismo que si fuesen audaces exploradores del desierto, y estas fotografías circulan después como documentos interesantísimos por Europa y América.

En el momento de mi llegada veo muchos grupos de clientes de la Agencia Cook en tratos con los camelleros. Se deshace la doble y larga fila de animales pacienzudos y cuellilargos. Las familias se distribuyen estas monturas exóticas, escogiéndolas con el pensamiento puesto en el retratista. El padre ocupa una, la madre otra, y siguen tras ellos los diversos hijos, riendo y dando gritos de entusiasmo a causa de esta novedad ambulatoria. Varias misses ríen también como niñas, mientras los camelleros de ojos ardientes aprovechan la ocasión para ayudarlas a montar, apoyando sus manos más abajo de las femeninas espaldas. Alemanas de casco blanco, anteojos redondos y mechones de un rubio pálido acompañan los movimientos de su camello balanceándose isócronamente al compás de su cuello rojizo y su cabeza chata, que parten el aire como una proa.

Prescindo de esta farsa «turística». No quiero hacerme retratar en lo alto de uno de estos animales, ocupado solamente durante algunos minutos. He montado por necesidad en camello más de una vez, y declaro que su andadura resulta molesta, hasta el punto de dar un mareo peor que el de los viajes marítimos a los que no estamos acostumbrados a tal género de locomoción. Además, un escrúpulo que puede llamarse de respeto histórico me impulsa a llegar hasta las Pirámides a pie, como los viajeros de Atenas y de Roma que empezaron a visitarlas y a propagar su fama en el mundo, hace veinticuatro siglos.

Subo en automóvil la cuesta que existe entre los postreros campos del valle y la meseta líbica. En la última revuelta algo se interpone entre mis ojos y el cielo blanquecino de luz: un cono inmenso, que parece cubrir con su compacta solidez todo el horizonte. Las ruedas delanteras del vehículo se hunden en la arena y continúan volteando entre nubecillas rojas sin poder avanzar más. Abandono el carruaje y doy unos pasos sobre el suelo caliente y blando. Tropiezo con piedras ásperas y cortantes como la lava, pero a pesar de ello no miro abajo ni miro tampoco horizontalmente ante mí. He echado mi cabeza atrás.

—¡Al fin te veo!…

Tengo ante mis ojos la Gran Pirámide. Para todos, este primer encuentro representa una emoción inevitable, no por lo que se ve, sino porque al fin se ha conseguido verlo.

Desde que nuestra razón empieza a formarse en la escuela de primeras letras, nos enseñan a admirar ciertas maravillas, unas existentes, otras que desaparecieron, pero igualmente célebres: las Pirámides, el Coloso de Rodas, el Partenón, el Coliseo, etc. ¿Quién no ha pasado una parte de su vida deseando ver, sea cuando sea, estas construcciones que admiramos desde niños en los grabados de los libros y nos son tan familiares como la casa de nuestros padres?

Vuelvo a repetir mentalmente mi exclamación: «¡Al fin te veo!…», pero camino con la prisa de un espectador que tiene conciencia de que se halla mal colocado y desea cambiar de sitio.

Estoy a espaldas de la Gran Pirámide, en la cara donde se abre el pequeñísimo túnel, a unos quince metros de altura, por el que se penetra hasta la única cámara mortuoria que existe en sus entrañas. Desde aquí sólo veo uno de los lados, y su masa oculta a las otras pirámides. Hay que bordearla, pasando a la cara opuesta, que es donde se desarrolla el verdadero paisaje clásico que todos conocemos: las tres pirámides, alineadas por orden de altura, y delante de ellas, como si emergiese de una excavación de arena, la colosal y misteriosa Esfinge.

Marcho unos minutos por el suelo movedizo y pasan junto a mí filas de camellos con sus arrogantes jinetes de ocasión, así como muchas abonadas de Cook montadas en borricos, lo mismo que la reina de Saba.

Dos fellahs de larga camisa color añil se agregan a mí en espera del bacshis. Me toman de los brazos como si fuese a caerme; uno me espanta las moscas pegajosas con una rama de palmera; el otro saca mi pañuelo de un bolsillo del pecho, me quita el casco y enjuga mi frente. ¡Simpáticos ayudantes!… ¡Pensar que a la hora del bacshis, aunque les dé la propina más inaudita, fingirán desilusión y enfado, corriendo inmediatamente en busca de otros viajeros!…

Dejo atrás un ángulo de la pirámide, doblo luego un segundo ángulo, y veo de pronto en la realidad lo que tantas veces contemplé en libros y cuadros.

La pirámide más grande, a cuyo pie estoy, es la de Keops; más allá se alza la de Kefrén, y en último término la de Micerino. Estos nombres de los reyes que ordenaron tales construcciones no son exactos, pues los desfiguró la traducción griega. En realidad, los tres monarcas de la cuarta dinastía se llamaron Khufu, Khafra y Menkaura.

Esta masa enorme, edificada por Keops, tenía antes 144 metros de altura y trabajaron en ella cien mil hombres a la vez, renovados cada tres meses por un ejército de trabajadores de igual número. La obra duró treinta años. Hubo que buscar bloques al otro lado del Nilo, en las canteras del desierto Arábigo, construir caminos en rampa para su arrastre hasta la orilla fluvial, embarcarlos, traerlos en balsas a las cercanías de Menfis, echarlos a tierra y empujarlos de nuevo a lo alto de la meseta líbica. Para su colocación en esta montaña artificial se construyó una calzada de suave pendiente, que iba ascendiendo por las caras de la pirámide a medida que aumentaba su altura, y terminada aquella hubo que demoler el camino arrollado a sus cuatro superficies como una cinta ascendente.

Las tres pirámides de Gizeh resultan las más conocidas, las más populares, pero existen muchas otras en el desierto paralelas al Nilo. Estas tres son las obras más antiguas de piedra que existen en Egipto, pero no por esto debe tenérselas por las más remotas de las construcciones, como se cree generalmente. Antes de que a los mencionados faraones se les ocurriese la edificación de unas tumbas tan absurdas por su costo, otros reyes habían levantado ya pirámides para sus cadáveres.

Es la pirámide una concepción primaria de los pueblos. A todos los grupos humanos se les ha ocurrido colocar un montón de piedras sobre las tumbas, y los egipcios pasaron de esto a la construcción de la pirámide tal como la conocemos. Los remotos monarcas de la protohistoria egipcia levantaron pirámides de ladrillos y en escalones, como las de los sumerios, los asirios y otros pueblos de la Mesopotamia. Indudablemente existió una influencia sumeria, tal vez ochenta o noventa siglos antes de nuestra era, en un período oscurísimo, más allá de los datos presentes de la Historia, y los reyezuelos del Egipto Bajo, deseosos de engrandecer la majestad faraónica, imitaron con ladrillos, o sea con lo que tenían más a mano, los monumentos de la civilización mesopotámica, la que dan algunos historiadores de diez mil a once mil años de antigüedad.

Cuando los monarcas egipcios se vieron poderosos, gozando de una autoridad absoluta sobre su pueblo, consiguieron realizar las mismas obras, pero en piedra, trayendo sobre trineos y balsas la calcárea del desierto Arábigo y el granito rojo de más arriba de Asuán.

Debo confesar que las Pirámides, en el primer momento de su aparición, no conmueven al visitante. ¡Las hemos visto tantas veces en libros, en cuadros y hasta en pisapapeles antes de contemplarlas en la realidad!… Sólo sabemos repetir en nuestro interior que son muy grandes, absurdamente grandes.

Además, vista de cerca, la Gran Pirámide parece un simple amontonamiento de piedras, formando escalones de unos setenta centímetros de profundidad. En otro tiempo estaban recubiertos estos peldaños con sillares de granito pulimentado, tan lisos que era imposible subir por su pendiente y tan bien unidos que no se lograba introducir un palo entre dos de ellos. Este revestimiento de piedra pulida fue arrancado para emplearlo en otras construcciones y sólo queda su enorme macizo de albañilería completamente descubierto, lo que hace pensar en un organismo monstruoso al que hubiesen arrancado la epidermis.

Los beduínos que ganan su vida como guías de la Gran Pirámide imitan a los montañeses de los Alpes siempre que acompañan viajeros hasta la cúspide de la montaña artificial. Tiran de sus brazos, los empujan por las asentaderas ayudándoles a subir, y cuando llegan a la cumbre, hacen rodar alguna de las piedras para que se aprecie su altura. Esto último fue prohibido; pero el juego aún se repite a pesar de que achicó a la Gran Pirámide en más de siete metros. Actualmente sólo tiene ciento treinta y siete, pero aún figura entre los monumentos de piedra como uno de los más altos del mundo.

Las tres habían sido ya visitadas y robadas hacía siglos, cuando los primeros egiptólogos consiguieron, en nuestra época, descubrir las angostas galerías que conducen a sus cámaras mortuorias. Durante la Edad Media los soldanes de El Cairo supieron desentrañar cuantos secretos habían amontonado los faraones, dando finalmente con sus escondrijos fúnebres para apoderarse de joyas y otros ornatos.

Ninguno de los tres reyes egipcios fue hallado en el interior de su montaña de piedra. Los saqueadores, después de robar sus momias, las dejaron perder tal vez en las arenas del desierto o las hicieron pedazos.

«Muy grande, absurdamente grande», seguimos pensando; pero la grandeza de las tres montañas blancas acaba por infundir admiración cuando se piensa en los ejércitos de trabajadores que se movieron aquí durante treinta años, bajo la amenaza del palo, para levantar una de dichas pirámides.

Asombra también la apreciación de las prodigiosas cantidades de piedra acumuladas. Solamente la Gran Pirámide tiene una masa de veinticinco millones de metros cúbicos, cantidad que bastaría para construir un muro más alto que un hombre y largo de cuatro mil kilómetros.

El paisaje piramidista causa una impresión más honda cuando se bajan los ojos, y olvidando momentáneamente las tres montañas triangulares, se concentra la mirada en la Esfinge, enorme cabeza de piedra que emerge de la arena como surgiría un monstruo prehistórico entre las espumas amarillas del océano en formación.

Es en realidad esta figura misteriosa la imagen del dios Harmakhis, símbolo del sol naciente. El resto de su cuerpo está hundido en la arena, pero las excavaciones revelan su contorno. La cabeza humana tiene un cuerpo de león, tallado en la roca, descansando sobre las patas encogidas.

No trajeron de lejos su piedra, como la de las Pirámides. Era un peñasco perdido en el desierto, que tal vez por su rareza mereció honores sagrados. En el lomo de la Esfinge existe una sepultura de incalculable antigüedad, anterior indudablemente al tallado de dicha imagen.

Su cabeza tiene diecinueve metros de altura, la de una casa de cinco pisos, y la oreja todavía visible mide un metro. Excavaciones hechas en el pasado siglo permitieron descubrir un templete colocado entre sus dos garras. Ahora el templete ha vuelto a desaparecer bajo la arena, y en realidad sólo vemos de la misteriosa imagen el pecho, la cabeza y una parte de su lomo. Las olas de este mar seco y ardiente muestran una tenaz voluntad de recobrarla. Varias excavaciones la han sacado a la luz y poco después ha vuelto la arena a ocultarla bajo sus mareas encrespadas por los soplos del kamsin.

El rostro de la Esfinge es de una fealdad monstruosa. Le falta la nariz, y esto parece dar a sus ojos, que se conservan enteros y son de una fijeza perturbadora, cierto aire de ferocidad, semejante al de los guerreros tártaros, de cara achatada. Una larga contemplación va desentrañando su gesto enigmático y hostil. El rostro del dios Sol fue hermoso. Colocando en él, imaginariamente, la nariz que le falta y rellenando las oquedades de sus cicatrices, cambian de forma los ojos de la divinidad solar, son largos y pensativos, reflejando un espíritu interior de bondad y tolerancia.

Hace dos mil años que poetas y filósofos desfilan ante la figura enigmática, y cada uno interpreta su gesto con arreglo a sus creencias. Tal vez esta roca no es más que un ídolo gigantesco y mutilado, como creen algunos; también podría ser que guardase el gran secreto de nuestro destino, como imaginan otros. ¿Quién sabe? Las más de las cosas sólo contienen en realidad aquello que deseamos colocar en ellas.

Nuestro desdoblamiento puebla lo que nos rodea con partículas de nosotros mismos y luego las admiramos como verdades exteriores. La gran angustia de los hombres es saber de dónde venimos, por qué estamos aquí, a dónde iremos después; y como estas preguntas no las contestarán nunca de un modo lógico y satisfactorio religiones ni filosofías, necesita la debilidad humana creer que alguien posee dicho secreto, y deposita tal esperanza en todas las imágenes revestidas de profundo misterio por su remota antigüedad.

Esta antigüedad incalculable que se pierde en las brumas del amanecer protohistórico se va apoderando de nuestro pensamiento y reemplaza la primera y vulgar admiración de las dimensiones brutalmente grandes.

Las tres pirámides que se alzan ante mis ojos fueron construidas cuatro mil años antes de nuestra era, y añadiendo mil novecientos después de Jesucristo resulta que estos monumentos los levantaron los hombres hace sesenta siglos aproximadamente. Y la Esfinge es sin duda alguna anterior a la construcción de las Pirámides, lo mismo que un templo subterráneo encontrado cerca de ella. Son anteriores también al rey Menés, personaje del que habla la tradición como fundador de Menfis, contando que lo mató un hipopótamo en el Nilo luego de reinar sesenta y un años.

Este Menés, el más remoto de los faraones, imperó sobre un Egipto que conocía ya las labores agrícolas, las artes mecánicas necesarias para la vida y era capaz de construir ciertos monumentos anteriores a las Pirámides, cuyas ruinas acaban de descubrirse, así como diques para el aprovechamiento del Nilo.

Como ha dicho el sabio orientalista Guimet, «la civilización del rey Menés no es un principio, es un apogeo y debe haber sido precedida forzosamente de numerosos siglos de ensayos y progresos muy lentos. La gran Esfinge es anterior al rey Menés, así como las pirámides de Sakkara». (Dichas pirámides son las construidas en forma de gradas, copiando la arquitectura de la civilización mesopotámica.)

Resulta, pues, que esta Esfinge tiene más de siete mil años. Los hombres que la tallaron en la roca eran ya verdaderos artistas, y las artes sólo aparecen y se desarrollan en los pueblos después que han realizado éstos durante siglos y siglos todos los progresos necesarios para el mantenimiento de la vida y conseguido las comodidades que favorecen el pensamiento o el ensueño.

Alguien ha comparado el desarrollo de una nación a la lentitud con que se eleva un roble, extendiendo a lo lejos sus raíces en las profundidades del suelo. Todo esto me hace pensar en los miles de años que debieron transcurrir antes de los setenta u ochenta siglos de vida que lleva la Esfinge, y experimento la misma turbación, aunque en menor escala, que causan las cifras astronómicas al fijar la lejanía de los astros o la velocidad de la luz.

Cada egiptólogo ha ido empujando ante él las fronteras de la historia. Hay un límite entre el período histórico y el período mítico. La historia egipcia abarca cerca de cinco mil años antes de nuestra era, o sea unos siete mil hasta el presente, pero en el período mítico (antes de Menés) existía ya una gran civilización; las civilizaciones no se crean de un golpe, son muy lentas, y esto da a la protohistoria egipcia nuevos miles de años, sin límite visible.

Digamos de paso, para el lector que lo ignore, que esta historia egipcia de tantos miles de años se apoya en textos antiguos, siendo los más importantes de ellos las listas de Manetón y el llamado «papiro de Turín».

Manetón fue un gran sacerdote de Heliópolis, que por encargo de Ptolomeo Filadelfo, uno de los faraones egipcio-griegos de la XXXIII dinastía, hizo las listas de las treinta y dos dinastías anteriores, o sea de toda la historia de Egipto a partir del rey Menés (primera dinastía), cinco mil ochocientos años anteriores a nuestra era, unos setenta siglos antes de nosotros.

La historia egipcia, con su amplitud enorme, mal conocida hasta hace un siglo, ha puesto en penosa situación a muchos historiadores deseosos de armonizar dicha cronología con la historia del pueblo judío, declarada sagrada. El Pentateuco no da más que tres mil o cuatro mil años, según los diversos comentaristas, a la vida de la humanidad entre el Diluvio y el nacimiento del Mesías, principio de nuestra era. ¿Cómo explicar la existencia histórica de las dinastías egipcias durante cinco mil ochocientos años?

Los primeros faraones resultan muy anteriores al Diluvio, y como en sus tiempos el pueblo egipcio había ya llegado a una civilización que exige miles de años para su desarrollo, debemos admitir que cuando los escultores nilóticos habían tallado ya esta Esfinge que ahora contemplo, Adán y Eva aún no estaban en el Paraíso ni habían empezado a desarrollarse en Asia los demás episodios preliminares de la interesante leyenda de los hebreos.

Algunos autores llevan realizados grandes esfuerzos para justificar esta incoherencia histórica, pero resultan tan inútiles como pretender vestir a la Esfinge con mezquinas ropas humanas.

Lo primero que se les ocurrió fue declarar errónea la cronología de Manetón. Efectivamente, las tablas del gran sacerdote de Heliópolis contienen inexactitudes, como todas las obras que abarcan períodos de miles de años; pero tales equivocaciones, si por un lado dan mayor duración a ciertas dinastías, disminuyen en cambio los años de otras, que recientes descubrimientos arqueológicos hacen más extensas. Estos errores sólo significan una diferencia de quinientos años para los observadores imparciales. Mas los que desean a toda costa encerrar la inmensa historia egipcia dentro de los tres mil o cuatro mil años de la historia de los judíos, sin otra razón que la de haber sido declarado sagrado este pequeño y oscuro pueblo de la Antigüedad, llegan a suprimir catorce siglos en la cronología de Manetón con argumentos arbitrarios, desmentidos continuamente por los descubrimientos de la arqueología.

Pero aunque la crónica de Manetón resultase en realidad mil cuatrocientos años más corta, no por esto dejaría de ser la historia egipcia infinitamente más larga que la del pueblo judío. Antes de las dinastías consignadas por Manetón existe el período mítico, los miles y miles de años que fueron necesarios para que los cultivadores del Nilo modificasen las tierras pantanosas y crearan una civilización capaz de producir la Esfinge y las Pirámides.

Este período prehistórico tiene un testimonio: el «papiro de Turín», llamado así porque lo guardan en la Biblioteca de dicha ciudad. Dicho papiro divide el Egipto remotísimo en tres períodos, que abarcan juntos diez mil años, época mitológica de dioses y héroes, simbolizando los trabajos y penalidades de los primitivos egipcios al cultivar y civilizar lentamente el valle del Nilo.

Las Pirámides impresionaron algunas imaginaciones a causa de sus masas y el esfuerzo inexplicable representado por ellas, hasta el punto de dar origen a una especie de culto religioso. Hombres de espíritu elevado quisieron atribuir una significación espiritual y misteriosa a estas piedras amontonadas por el «inepto orgullo» de varios faraones.

En Inglaterra ha existido una escuela «piramidista» con hombres de verdadero mérito, que pretendieron encontrar en las Pirámides secretos matemáticos, astronómicos y religiosos. Para ellos, cada una de dichas tumbas gigantescas guardaba una gran lección de la misteriosa ciencia egipcia. En realidad, los creadores de estas obras absurdas e imponentes sólo buscaron satisfacer su inmenso orgullo, siguiendo a la vez los instintos de todo déspota, inclinado a sospechar de cuanto le rodea. Quisieron que sus monumentos fúnebres se viesen de muy lejos a causa de la potencia de su masa, aumentando su esplendor con templos secundarios, avenidas de esfinges y pilones triunfales. Al mismo tiempo desearon que su cadáver, divinizado, quedase tan hábilmente oculto que nadie pudiera descubrirlo.

Así se explica la absurda invención, que tanto desorientó a los comentaristas de las Pirámides, de construir toda una montaña maciza para abrigar una estrecha galería, casi comparable por su pequeñez a un tubo de chimenea, conduciendo a una cámara funeraria igualmente insignificante en parangón con el inmenso resto de la obra. La cripta para el cadáver de Keops en la Gran Pirámide representa como relación de tamaños menos que la pepita de una manzana en el interior de dicha fruta.

El miedo a que profanasen sus tumbas les hizo adoptar tan exageradas precauciones. Era grande en Egipto el respeto a la muerte, pero aún era mayor la miseria del pueblo, y durante miles de años muchedumbres famélicas miraron con envidia las tumbas de unos reyes cuyos nombres habían olvidado, y en cuyo interior existían tesoros perdidos rodeando a sus momias.

Se hablaba, por tradición, de «salas de oro», donde los sacerdotes y las concubinas de los faraones habían depositado todo lo que les perteneció en vida, armas, joyas, muebles y trajes. En ciertos períodos de hambre, cuando por una crecida defectuosa del Nilo resultaba mala la cosecha, bandas armadas asaltaron dichas tumbas, descubriendo con husmeos hábiles de indígena todos los secretos de su entrada.

Antiguos papiros hablan de muchos robos de sepulturas reales. En tiempos de Estrabón ya habían sido saqueados cuarenta sepulcros de faraones y desaparecido sus cadáveres, quedando abiertas a todo el mundo las galerías minuciosamente disimuladas durante miles de años. Los turistas de Grecia y de Roma entraban en ellas con toda libertad para cubrir sus muros de inscripciones, lo mismo que los visitantes actuales.

Al penetrar por primera vez los exploradores de nuestra época en la Gran Pirámide la encontraron vacía. Muchos siglos antes, los musulmanes habían descubierto su entrada. Lo único que vieron en su interior fue el nombre de Keops marcado en los sillares con tinta roja. En la segunda pirámide, o sea la de Kefrén, descubierta en 1818, la exploración de su interior tampoco dio resultado. Sólo encontraron un sarcófago vacío, y en los muros de la cámara sepulcral una inscripción árabe declarando que ya había sido visitada por un soldán de El Cairo, sucesor de Saladino, sin descubrir nada digno de consideración. Esto fue sin duda porque la habían registrado y robado muchos siglos antes los bandoleros indígenas.

La tercera y más pequeña de las Pirámides, la del faraón Micerino, es superior a las otras por la finura del trabajo y guarda una parte de su bello revestimiento. Cuando fue descubierta su entrada por un explorador italiano y un coronel inglés, éstos se convencieron inmediatamente de que también la habían robado los antiguos egipcios. Sin embargo, todavía encontraron en ella un hermoso sarcófago de piedra y un ataúd de momia hecho de cedro, con el nombre de Menkaura, que es, como ya dijimos, el de Micerino. Este hallazgo único de las Pirámides tuvo mala suerte. Lo embarcaron para Inglaterra, y el buque naufragó frente a las costas de España, a la altura de Cartagena. Como el sarcófago pesaba tres toneladas, se fue al fondo del mar. El ataúd del faraón, con su cubierta imitando la forma de la momia, flotó sobre las aguas y lo recogieron algunos días después, figurando actualmente en el Museo Británico.

Esta pirámide de Micerino es la única que tiene su leyenda. Las otras dos son mudas.

Micerino fue un héroe de novela gracias a la mujer que le acompañó en el trono durante su corta existencia.

Dos historias van unidas a su nombre y a la tercera pirámide. En una de ellas Micerino figura casado con su hermana Nitocris, unión que nada tiene de extraordinaria. Casi todos los faraones fueron incestuosos. La etiqueta real exigió durante miles de años que el rey de Egipto se casase con una hermana suya, para que no viniesen hembras extrañas a profanar la pureza de la dinastía. También el dios Osiris estaba casado con su hermana la diosa Isis. El incesto se encuentra al principio de todas las historias religiosas, absolutamente de todas. Oportuno es recordar que los hijos de Adán se casaron con sus hermanas las hijas de Eva.

Nitocris, «la bella de las mejillas de rosa» —tal es el significado de su nombre—, recibió un día la noticia de que su fraternal esposo Micerino había sido asesinado por orden de los principales personajes de la corte. Éstos, deseosos de gobernar el país indirectamente, ofrecieron el trono a Nitocris, y ella lo aceptó pensando en su venganza. Hizo edificar una sala subterránea cerca del Nilo y con el pretexto de inaugurarla invitó a un gran banquete a cuantos próceres habían tramado el asesinato de su esposo. Todos acudieron, y los ahogó derrumbando sobre el banquete las aguas de un canal abierto ocultamente.

Añade la leyenda que en los siete años de su reinado hizo construir esta pirámide, dándola su costoso revestimiento de sienita, que tanto admiraron después griegos, romanos y árabes. Cuando hubo terminado la obra, depositó en su cámara central el cadáver de Micerino, y juzgando sin finalidad su existencia, se dio la muerte arrojándose a un subterráneo lleno de cenizas.

El recuerdo de la faraona Nitocris, indiscutiblemente bella, pues todos los documentos del Egipto de entonces hablan de sus «mejillas de rosa», va tan unido a la tercera pirámide, que durante muchos siglos se la designó con su nombre y no con el de su esposo. Los árabes han creído durante mil años, casi hasta nuestra época, que la hermosa Nitocris habita su pirámide y se aparece algunas veces en lo alto de ella, atrayendo a los hombres con sus cantos y su desnudez. Pero el bello fantasma, después de enloquecerlos de amor, les quita la vida.

La otra leyenda es menos lúgubre. En ella Nitocris se llama Rodopis, nombre de cortesana que le dieron los griegos.

Rodopis era una hermosa joven del pueblo, una especie de almea de la antigua Menfis, y mientras estaba bañándose en el Nilo, un águila arrebató una de sus sandalias. Luego de volar con ella mucho tiempo, la dejó caer en las rodillas del faraón Micerino, ocupado en administrar justicia al aire libre.

Fue tal su asombro ante la pequeñez de dicha sandalia, que dio orden para que buscasen a su dueña por todo Egipto; y cuando trajeron la joven a su presencia la encontró tan interesante como su ligero calzado de papiro, acabando por casarse con ella. El joven Micerino murió al poco tiempo, y la reina mostró su amor y su desesperación levantando la más graciosa de las tres pirámides.

Como se ha dicho muchas veces, la historia es una novela que fue y la novela una historia que pudo ser. Pero en todas partes la novela aparece antes que la historia, dando un ambiente poético a los tiempos en que ésta no ha nacido aún.

Los hombres prefieren instintivamente la novela a la historia, y hacen bien. Es su hermana mayor.