La Tebas de la orilla izquierda.—Cuatro kilómetros de sepulturas.—El cadáver y su doble.—Cómo los embalsamadores preparaban las momias.—Arquitectura de los hipogeos.—Astucias de los constructores para desorientar a los ladrones de tumbas.—La comida del muerto y de su doble.—Los egipcios añaden el alma a estos dos seres encerrados en la tumba.—El tribunal de Osiris y la balanza para pesar las almas.—La primera concepción del infierno y del purgatorio.—Una aristocracia intelectual guardando en el misterio su monoteísmo.—El Valle de los Reyes.—El esnobismo esperando ante la puerta del faraón puesto de moda.—La tumba del padre de Ramsés.—Amenofis II obligado a recibir diariamente una muchedumbre irrespetuosa.—Las horribles momias de cabellera bermeja.—Los colosos de Memnón, que nunca representaron a este personaje mitológico.—Cómo les dieron tal nombre, y el saludo musical de Memnón a su madre.—Arando con un camello y un asno.—Lo que me dijo el dueño de esta yunta extraordinaria.
El segundo día de mi permanencia en Luxar atravieso el Nilo para visitar las ruinas de su orilla izquierda, llamada por los viajeros ingleses «la ribera del Oeste».
Entro en un lanchón movido por ocho remeros y con la vela plegada en lo alto del mástil. Algo mayores que él, y con una cámara baja en la popa, eran los barcos que remontaban el río desde El Cairo antes de que se estableciese la navegación a vapor, deteniéndose en los numerosos lugares de ambas orillas merecedores de interés. Este viaje, unas veces a remo y otras a vela, consumía seis u ocho semanas entre la ida y el regreso, igualándose la excursión por el Nilo a una travesía de alta mar.
Ahora varias agencias ofrecen al público un servicio continuo de vapores-hoteles, semejantes al que nos trajo de la segunda a la primera catarata. Estas flotilas del Nilo clásico, entre la primera catarata y el delta, siempre tienen algún buque amarrado en el muelle de Luxor, acabado de llegar o que se dispone a partir.
Se desliza nuestra lancha entre dichas naves, que parecen casas, con el casco casi a ras del agua y varios pisos superpuestos. Apenas salimos al río libre, los remeros entonan su cántico ritual. La travesía es muy corta, pero necesitan cantar como una justificación de lo que va a ocurrir así que nos aproximemos a la otra orilla. Uno de ellos abandona el remo para presentar su gorro rojo como un platillo: bacshis. La barca ha sido alquilada; su dueño, que está en tierra, cobrará el precio a la vuelta. No importa: bacshis. En estos países orientales, desmoralizados por la afluencia de visitantes, las cosas hay que pagarlas dos veces y todo empleo se aprecia más por el bacshis que por su sueldo fijo.
Al saltar a tierra subo por un declive de barro seco y ocupo un carruaje de dos caballos, que guía un beduino de altísimo tarbuch. Esto sólo lo consigo después de librarme de la horda de cocheros, borriqueros, vendedores de escarabajos sagrados e idolillos que está acechando desde el amanecer a los grupos de excursionistas que pasan el Nilo para visitar los colosos de Memnón, el Valle de los Reyes, las estatuas del Ramaseum y otras ruinas milenarias.
Siento cierta emoción al verme en la antigua Tebas de la orilla izquierda.
Como Egipto vivió con el pensamiento puesto en la muerte, sus habitantes se las ingeniaron para hacer durar los cadáveres de un modo inaudito, amontonando por millones de millones las momias en el reducido espacio de las dos riberas nilóticas, de tal modo que en algunos lugares la tierra que se pisa es en realidad polvo humano. No hay un rincón en el antiguo valle del Nilo que no sea tierra sagrada.
Frente a la antigua Tebas ya he dicho que se extiende el desierto Líbico, con una cadena de montañas cuyas paredes abruptas forman anfiteatros paralelos al Nilo. Entre estos baluartes calcáreos y la ribera descienden muchas colinas rojas, y es en ellas donde los habitantes de la antigua Tebas depositaron sus muertos, extendiéndose la montañosa necrópolis cuatro kilómetros a vuelo de pájaro. Los reyes imitaron a los particulares que podían pagar una tumba y un embalsamamiento y abrieron sus hipogeos en los mismos declives.
No intentaron los monarcas tebanos levantar pirámides sobre sus tumbas, como lo hicieron los reyes de Menfis dos mil años antes. La vida egipcia había cambiado. Los monarcas ya no podían dedicar todos los hombres y las riquezas del país a la construcción de su sepultura, igual que en tiempos de Keops. Y como las pirámides no son en realidad otra cosa que montañas artificiales en cuyas entrañas se ha abierto un pasadizo terminado por una cámara sepulcral, los reyes de Tebas perforaron las mismas habitaciones en la roca de las montañas naturales.
Así se fue extendiendo, siglo tras siglo, el enorme panteón faraónico, disimulado exteriormente y repleto en sus salas interiores de imágenes, objetos sagrados y muebles lujosos, que se conoce con el nombre de Valle de los Reyes.
En los desfiladeros de estas columnas rojas no existen solamente tumbas reales. Las hay en número infinito de sacerdotes, altos funcionarios, jefes del ejército y gentes de la clase media.
Para combatir la destrucción del cuerpo y sobrevivir ficticiamente a la muerte, todos los egipcios desearon ser potentados. Hasta los menestrales pasaban su vida haciendo economías para que los herederos pudiesen pagar su entierro y su tumba. La momificación de un cadáver de rico costaba un talento, cantidad que representa muchos miles de francos oro en la moneda actual. Los cadáveres de pobres eran tratados con menos atención, pero aun así consumía su embalsamamiento casi toda la herencia legada por el muerto. Los indigentes, incapaces de satisfacer los precios exigidos por los embalsamadores y de adquirir unos cuantos palmos de tierra en la necrópolis común, debían renunciar a la esperanza de conocer una vida más feliz, pereciendo por entero y para siempre.
El gran arte nacional fue el del embalsamamiento, y todos se preocupaban de él. Creyeron primeramente los egipcios que cuando una persona muere, algo de ella continúa viviendo, y a esta supervivencia le dieron el nombre de «doble», imaginándola como una especie de sombra o fantasma, igual al cuerpo en sus líneas y colores, visible para los vivos, pero completamente impalpable. Durante miles de años creyeron igualmente que el «doble» sólo podía existir mientras el cadáver no sufriese descomposición, y de aquí los cuidados que dedicaron al embalsamamiento, consiguiendo que la momia se conservase entera siglos y siglos.
Luego triplicaron dicha concepción, reconociendo tres partes en cada persona fallecida: el cadáver, el «doble» y el alma. El «doble» quedaba dentro de la tumba viviendo al lado del cadáver, y el alma vagaba muy lejos, en el llamado «Reino del Oeste», después de probar ante Osiris que merecía tal honor por las acciones benéficas y justas realizadas durante su existencia terrenal.
Herodoto y otros viajeros antiguos relatan los trabajos de los embalsamadores, presenciados por ellos, para impedir la descomposición de los muertos. Cuando eran ricos les extraían, valiéndose de ganchos, el cerebro y los intestinos, rellenando su interior con mirra, canela y otros perfumes. Después de coser al cadáver lo lavaban en sal sosa durante sesenta días, fajándolo últimamente con vendas de tela untadas de goma. En los embalsamamientos de segunda clase se abstenían de sacar las entrañas, poniendo tapones al cadáver para impedir la salida de sus líquidos, y lo metían igualmente dos meses en sal sosa para que ésta devorase sus carnes, no dejando más que la piel y los huesos. En este embalsamamiento, y en el de tercera clase para los más pobres, no quedaban los cadáveres envueltos en vendas, como las momias de los ricos.
Eran cientos de miles los obreros que trabajaban en todo Egipto preparando los muertos para que se mantuviesen sin deterioro en sus tumbas. Esta industria empleaba grandes cantidades de estofas preciosas, telas comunes, líquidos perfumados y antisépticos, sustancias químicas, gomas, materias bituminosas, sin contar los amuletos preciosos y los ricos objetos sagrados cosidos a las vestiduras de los cadáveres.
Las vendas de tela fina que envuelven algunas momias de faraones tienen a veces un kilómetro de extensión, siendo varias las empleadas en un solo cadáver, y todas ellas fueron sumergidas previamente en líquidos perfumados con aromas de la Arabia Feliz. Según dicen algunos egiptólogos, la preparación y el cuidado de los muertos ocupaba en Egipto a una mitad de los vivos.
Como la tumba iba a ser la casa del «doble» durante miles de años, todos procuraban que resultase más amplia y rica que la poseída en vida por el difunto, dedicando a ello la mayor parte de sus bienes. El «doble» necesitaba ser alimentado, vestido y alojado lo mismo que el muerto durante su existencia.
Empiezan las tumbas subterráneas por una capillita que tiene en el fondo una losa de granito puesta verticalmente, a imitación de una puerta cerrada. Delante de ella, una mesa baja servía para recibir las ofrendas dedicadas al muerto. Esta capilla era la única parte del hipogeo donde podían entrar los visitantes. Todo el resto pertenecía al difunto y a su «doble», y por eso la puerta resultaba un simple adorno. Detrás del muro infranqueable partía un corredor estrecho y oscurísimo extendiéndose hasta la verdadera tumba. Estas galerías fúnebres eran tan angostas, que los griegos, comparándolas con un tubo de flauta, las llamaron siringas, y con igual nombre las designan los egiptólogos.
Se colocaban en la primera siringa las estatuas del muerto, que a veces eran veinte. De este modo, si la momia quedaba destruida, la reemplazaban las estatuas, y el «doble» podía seguir existiendo. Al extremo del primer pasillo se abría un pozo en la roca, de quince metros de profundidad o de treinta, y en su fondo empezaba otra siringa conduciendo a la verdadera mansión del muerto, cripta abierta en la roca. El sarcófago se alzaba en su centro, de piedra bermeja, negra o blanca. Los sepultureros, al descender el cadáver, dejaban en torno de él grandes vasijas de barro, con agua, dátiles, trigo o pedazos de buey. Luego levantaban un muro en la entrada del pasillo y rellenaban todo el pozo con piedras y arena, abundantemente regadas para que formasen una masa compacta, ocultando a los ladrones el modo de bajar a la tumba.
Teniendo en cuenta que las provisiones depositadas junto al sarcófago sólo podían mantener durante unos meses al «doble», la familia visitaba con frecuencia la capillita superior, quemando sobre la mesa frutas, grasa y otros alimentos, para que sus olores llegasen a las estatuas colocadas al otro lado del muro. Con el transcurso de los siglos fueron modificando los egipcios sus ideas sobre los alimentos materiales, y creyeron que bastaba dar a la momia la imagen de aquellos. Por esto las paredes de las tumbas aparecen cubiertas de pinturas a fajas horizontales, que representan por medio de figurillas todo lo que se quiere hacer llegar al muerto.
Para que tuviese pan en abundancia, se ven en dichas pinturas fellahs medio desnudos que labran, siembran y cogen el trigo; menestrales que cosen vestidos y fabrican zapatos; bailarinas y juglares que divierten al difunto con sus juegos; matarifes que sacrifican un buey, cazadores que persiguen venados en el desierto, pescadores que sacan peces enormes de lagunas cubiertas de papiros, todo destinado a su mesa. Hasta en algunas tumbas se preocuparon de proveer con otra clase de pinturas la satisfacción de ciertas necesidades carnales que siguen a las gastronómicas.
Muchas de las momias, a causa de algún defecto de su embalsamamiento, corrían el peligro de pulverizarse, roídas por una especie de carcoma que perfora los cuerpos como si fuesen madera. Para evitar tal accidente, se colocaba junto al cadáver un repuesto de vendas nuevas y de ungüentos. De tal modo, el muerto podía curarse dentro de la tumba los desperfectos de su momia, volviendo a sumirse en su reposo milenario.
Como ya he dicho, llegó un tiempo en que los egipcios dejaron olvidados en su sepulcro al cadáver y a su «doble», creando el alma que se aleja del cuerpo después de la muerte y va en busca de la divinidad. Inútil es insistir sobre la importancia de esta innovación de los egipcios, que tanto ha influido en las religiones nacidas después.
El alma iba a reunirse con las otras almas en el lugar por donde se oculta el sol, país subterráneo llamado «Reino del Oeste», del cual era monarca Osiris. Este viaje lo hacía en barco por un río tenebroso, encontrando al paso horribles demonios que intentaban despedazarla; pero el dios Anubis, con cabeza de chacal, y Thot, con cabeza de ibis, la protegían, llevándola ante una especie de jurado de cuarenta y dos dioses presidido por el omnipotente Osiris. Estos jueces preguntaban al muerto si había cometido alguno de los cuarenta y dos pecados abominables para el egipcio; luego colocaban sus acciones en una balanza, y según fuesen pesadas o ligeras, el alma era condenada o absuelta.
En caso de condena la arrojaban a un abismo, donde recibía azotes y dentelladas de escorpiones y serpientes; una tempestad la hacía pedazos, y al fin perecía aniquilada. Éste era el infierno egipcio. Si sus acciones se consideraban meritorias, pasaba aún por las pruebas de una especie de purgatorio. Tomaba la forma de un gavilán con alas doradas, y había de escapar de los malos genios que la perseguían disfrazados de cocodrilos o serpientes. Cuando al fin era admitida cerca de los dioses, llevaba una eterna existencia de felicidad, viviendo a la sombra de los sicomoros, el árbol más frondoso del Nilo, en un ambiente refrescado perpetuamente por las brisas del norte, las más gratas del Egipto, comiendo en la misma mesa que Osiris y respirando perfumes celestiales.
Para que el difunto no se turbase en presencia de Osiris y pudiera defender su causa ante los cuarenta y dos jueces, colocaban al lado de su cadáver un ejemplar de El libro de los muertos, en el que se indica todo lo que un alma ha de decir y hacer. Ante todo, debía alegar como propias las principales virtudes de un egipcio: no haber cometido fraudes contra los hombres, ni dicho mentiras; no haber matado, no haber atormentado a la viuda, no haber quitado las provisiones y vendas a los muertos, ni alterado las medidas de grano, ni usurpado la tierra, ni vendido con pesas falsas, ni cortado un canal, etc.
Todos los muertos pretendían haber sido buenos y justos, y algunos, en las inscripciones de sus tumbas, afirman a Osiris que defendieron siempre a los débiles contra los fuertes. Resulta indudable que los más de estos epitafios fueron audaces mentiras, como lo son igualmente las relevantes virtudes y méritos que figuran en letras de oro sobre muchas de las tumbas en los cementerios modernos. Pero tales epitafios sirven para demostrar que los egipcios tenían ya una moral semejante a la de los pueblos actuales y una conciencia de lo que es noble, equitativo y bueno.
Añadamos que este pueblo, politeísta en apariencia y deificador de toda clase de animales, llegó a poseer en el curso de los siglos una concepción monoteísta. El pueblo y las clases ricas poco ilustradas siguieron fieles al conjunto de supersticiones que constituían su religión nacional. La gran masa de los sacerdotes fomentó igualmente las diversas adoraciones del politeísmo egipcio, gracias a las cuales pudo continuar poseyendo las mejores tierras del Nilo. Pero ciertos faraones cultos y algunos sacerdotes de alta categoría guardaron entre ellos, como si fuesen misterios, las concepciones de su mentalidad superior, y los egiptólogos han encontrado, en documentos de aquella época, lo más hermoso que se ha dicho por los antiguos sobre la existencia de Dios, único y omnipotente.
Siento las molestias de una temperatura muy elevada cuando el carruaje empieza a rodar por los desfiladeros que conducen al Valle de los Reyes. Seguimos un camino de arena rojiza que apenas tiene la anchura necesaria para que pasen dos vehículos a la vez. Las paredes en pendiente de las colinas son igualmente rojas, con un tono de sangre seca. Parecen absorber la luz y no devolverla; la transforman en un calor semejante al de los carbones sin llama, que secan el ambiente de una habitación y no añaden ninguna claridad.
Estos pasadizos de las colinas líbicas se van ensanchando hasta formar una especie de ola roja, que es el llamado Valle de los Reyes. Ni un árbol ni una planta; peñas nada más; derrumbamientos de piedra suelta desde los filos de las colinas.
Unos gendarmes egipcios siguen con ojos vigilantes el trabajo de varios obreros. Elevan éstos un estrado de madera, adornándolo con percalinas floreadas y banderas nacionales. Mi cochero me explica que dentro de unos días, o de una semana, y bien pudiera ser pasado un mes, vendrán altos funcionarios de El Cairo para proceder a la apertura de una nueva sala en la famosa tumba de Tutankamón. Después añade que tal vez no vengan nunca, a pesar del gran número de viajeros que llenan a estas horas los hoteles de Luxor. El esnobismo les ha hecho volver luego de terminada la estación invernal, arrostrando el calor creciente. Hasta príncipes reales y grandes personajes viven en Luxor esperando esta segunda apertura de la tumba.
Creo que a la mayoría de ellos nada les importa Tutankamón, rey de una de las últimas dinastías tebanas, cuyo nombre ignoraban hace unos meses. Pero ahora no se habla de otra cosa, y como el faraón está de moda, se disputan el honor de entrar en su sepultura y esperan en Luxor, aventándose las moscas, a que el gobierno egipcio decida una nueva exploración para poder decir: «Yo estaba allí».
Me enseñan la puerta de la célebre tumba: una boca de cueva dando acceso a una siringa en pendiente; ni más ni menos que las entradas de los otros hipogeos. Lo extraordinario de ella hasta el presente son los muebles encontrados, mas éstos se hallan ya en el Museo de El Cairo y podré verlos antes de transcurrida una semana.
Seguimos adelante, para conocer otras tumbas no menos completas y famosas. La de Seti I, padre de Ramsés II, es el tipo perfecto del hipogeo real. Sus siringas oblicuas llegan a una gran profundidad. Hay que pasar por puentecitos de madera sobre abismos abiertos intencionadamente para que los exploradores se equivocasen y descendiesen a ellos creyendo encontrar a su término la cámara mortuoria.
Todas las tumbas del Valle de los Reyes son ahora fáciles de visitar. La luz eléctrica brilla en los techos de salas y galerías; el camino desde la entrada al final resulta directo; pero hay que imaginarse los titubeos y desorientaciones que debieron de sufrir los egiptólogos del pasado siglo antes de poseer el secreto de estas sepulturas subterráneas, cuyos constructores inventaron toda suerte de engaños y obstáculos.
Son admirables las pinturas murales que adornan el hipogeo del padre de Ramsés. Se alinean en ellas centenares de figurillas, con sus cabezas siempre de perfil, representando ceremonias religiosas y funciones de la vida ordinaria. El hipogeo está iluminado ahora con bombillas eléctricas; pero los artistas que trazaron en el muro tales pinturas no tuvieron para realizar su obra otra luz que la de las antorchas. Justo es añadir que los pintores de las últimas dinastías tebanas, o sea, el período en que Egipto apareció más rico y poderoso, eran artistas rutinarios y trabajaban de un modo casi maquinal.
Escultores y pintores empezaron copiando directamente la naturaleza. Luego sus discípulos imitaron con minuciosidad lo que ellos habían hecho, y de copia en copia se fue estilizando la representación de las cosas.
Las obras más antiguas de Egipto son las más notables, las que verdaderamente interpretaron el tipo nacional. La célebre estatua Sheik el-Beled debe tal nombre a que en el acto de ser descubierta por unos fellahs éstos lanzaron gritos de asombro viendo su exacto parecido con el alcalde o sheik de su pueblo. Por esto se da el nombre de «Alcalde del pueblo» a dicha imagen de madera, la más antigua que se conoce en el mundo. Después de varios miles de años, la semejanza resulta perfecta entre un funcionario de las remotas dinastías faraónicas y un sheik de aldea de los modernos jedives. Lo mismo puede decirse de otras estatuas de igual época que existen en diversos museos de Europa.
En cambio, las imágenes colosales de piedra de los grandes faraones de Tebas, esculpidas veinte siglos después, y las estatuas que representan sacerdotes y altos funcionarios, son tan rígidas y monótonas que apenas si se distinguen entre ellas. El arte bajo la influencia teocrática se había hecho hierático, sin expresión natural, obedeciendo a un canon rutinario.
Los visitantes de la tumba de Seti I la encuentran vacía. Su momia está en el Museo de El Cairo junto a la de su hijo Ramsés II. El cadáver de éste y los de otros monarcas fueron descubiertos en un escondrijo, donde los habían depositado muchos siglos antes, por miedo a los beduinos ladrones que se dedicaban al saqueo de hipogeos en el Valle de los Reyes.
La única tumba «habitada» es la de Amenofis II. Está la momia en el centro de la cámara sepulcral y su sarcófago de piedra tiene una tapadera de vidrio, para que se pueda ver el cadáver tendido de espaldas. Una bombilla eléctrica pende de lo alto, junto al rostro del faraón. Todos los días, en las horas fijadas para las visitas por el director de Monumentos históricos de El Cairo, este monarca del Alto y el Bajo Egipto, deificado por sus sacerdotes, señor absoluto de sus súbditos, dueño de sus tierras, constructor de templos, tiene que sufrir la luz extraña y blanca que arde sin calor sobre su rostro, exponiéndolo a la curiosidad de tantos miles de transeúntes de otras razas, que le miran, sonríen, hacen comentarios, muchas veces irreverentes, y se alejan siguiendo al guía, con un libro bajo el brazo y los gemelos en bandolera. Para un hombre-dios que dio órdenes a millones de esclavos, ésta es la más cruel e inesperada de las esclavitudes. Su «doble», afrentado de tal profanación, debe de haber huido para siempre de la caverna mortuoria, que ya no está cerrada por la losa de una puerta fingida.
No por esto se encuentra solo el pobre faraón en sus horas de oscuridad. Se llega hasta su sepulcro pasando por varios corredores, y en uno de ellos vemos una capila lateral con varias momias tendidas sobre el pavimento, sin sarcófago, sin un ataúd siquiera de los que imitan el contorno del cuerpo humano.
Fueron encontradas al descubrirse el hipogeo real y las dejaron en el lugar que ocupan. Unos las creen de la familia del faraón; otros las aprecian como de altos funcionarios de su servidumbre que quisieron acompañarle con la muerte. Lo único indiscutible es que pertenecen al pueblo. Estos cadáveres tienen los cabellos largos como una mujer y teñidos de rojo chillón.
El rubio y el rojo fueron los colores de pelo preferidos por la aristocracia egipcia. Estos hombres cobrizos que se llamaban «rojos» querían tener sus cabellos como los «pueblos del mar», guerreros rubios, de tez blanca, que desembarcaron algunas veces en el delta, y para ello embadurnaban con pastas bermejas sus melenas intensamente oscuras, de un negro casi azulado. Entre los sudaneses y en ciertas tribus del África ecuatorial aún persiste esta costumbre del tiempo de los faraones. Muchos guerreros negros cubren su cabeza crespa con una peluca roja, que en días de gran calor esparce gotas sangrientas sobre su tez de ébano pulido.
Lo que más sorprende en las momias es su pequeñez. Parecen cuerpos de adolescentes y algunas veces de niño, si el difunto fue de baja estatura. El embalsamamiento achica y adelgaza. Ramsés II, que conserva en su féretro las dimensiones de un hombre de nuestra época, medianamente alto, fue sin duda enorme. Amenofis II, en cuya tumba estamos, también debió de ser de aventajada estatura, aunque algo más pequeño que el jactancioso Sesostris. Su rostro, a pesar de la tirantez inexpresiva del embalsamamiento, tiene cierta serenidad majestuosa y benévola.
Las momias caídas en la cripta próxima y resguardadas por una simple lámina de cristal resultan horribles. Sus cabelleras teñidas de color de fuego, que persisten después de tres mil años como madejas de polvo endurecido, sus ojos con las cuencas vacías, que se conservan abiertos y parecen mirar, la risa inmóvil de sus bocas con labios de herida tumefacta, su estatura infantil, incompatible con unos rostros de ancianos milenarios, hacen de ellas verdaderos demonios de pesadilla. Seguramente han perseguido a muchos visitantes hasta el otro lado de la tierra, reapareciendo en sus ensueños.
Acaba el viajero por fatigarse en el Valle de los Reyes bajando tantas galerías en pendiente para remontarlas poco después. Las paredes de siringas y salas fúnebres han sido libros abiertos para egiptólogos y artistas. Muchas de las pinturas representan fragmentos de Las letanías del Sol, El libro de la abertura de la boca, El libro del que está en el infierno, El libro de las puertas, obras religiosas cuyos papiros se colocaban junto a las momias. En ciertas tumbas de reyes se ven pintadas escenas del mundo infernal, que contrastan con los risueños episodios de los hipogeos particulares.
Una vez visitadas tres o cuatro de estas tumbas faraónicas, el viajero ansía nuevos espectáculos para su curiosidad. El calor hace agradable al principio la permanencia en los hipogeos, palacios frescos y silenciosos. Luego causan malestar este ambiente subterráneo que huele a momia, esta luz blanca de lámparas eléctricas brillando en pleno día, y se desea volver a las refracciones solares del valle líbico, comparable por su color y su alta temperatura a un caldero de bronce rojo.
Renunciamos al Valle de las Reinas, para correr por la llanura cultivada que se extiende entre las colinas y el Nilo. De esta llanura, ahora verde por los trigales próximos a madurar, surgen columnatas y colosos.
Vemos el Ramaseum, templo que Ramsés II se erigió a sí mismo, depósito de numerosas estatuas con el rostro de hermosura convencional que quiso atribuirse. En el suelo hay otra estatua suya de proporciones gigantescas, tal vez la más enorme de Egipto. Los temblores de tierra sufridos por Tebas poco antes de la era cristiana, en su época de mayor abandono, derribaron la efigie de este faraón insaciable de gloria, que en los templos de la orilla derecha borró muchas veces el cartucho heráldico de otros monarcas para grabar el suyo.
Existió igualmente en esta llanura el Amenofium, templo funerario de Amenofis III. Sólo quedan de él dos colosos de piedra oscura que flanqueaban la puerta de su pilón. Nada más ha sobrevivido de obra tan enorme. Los fellahs llevan centenares de años arando el limo de su solar.
No consiguió siquiera el faraón autor del Amenofium que conservasen su nombre los dos gigantes de piedra hechos a su imagen. Todo el mundo los llama los colosos de Memnón.
Este guerrero mitológico, hijo del rey de los etíopes, marchó a Troya para socorrerla, y se batió con Aquiles, sucumbiendo después de largo combate. Cuando los viajeros griegos empezaron a explorar Egipto, ya estaba despoblada Tebas y de este templo de Amenofis sólo quedaban en pie los colosos. Se les ocurrió a algunos de aquellos dar el nombre de Memnón, personaje homérico, a una de las estatuas del rey olvidado, y la otra estatua fue, por deducción lógica, su madre Eos o la Aurora, la cual pidió a Júpiter concediese a su hijo la inmortalidad. Desde entonces fueron llamadas las dos imágenes de Amenofis los «colosos de Memnón», y con igual nombre las conocieron los romanos.
La corriente de turistas que enriquece a Egipto actualmente no es una novedad. Hace más de dos mil años venían aquí habitantes de Atenas y de Roma para admirar las Pirámides, la Esfinge y los colosos de Memnón, lo mismo que ahora.
Una leyenda se fue esparciendo por el mundo pagano. Rajó un temblor de tierra la cabeza y el pecho de la estatua que representaba a Memnón, y a partir de tal accidente se produjo un fenómeno asombroso para los antiguos. Cuando los primeros rayos solares empezaban a dorar la estatua, ésta resonaba, emitiendo el ruido de una lira que se rompe… Era Memnón contestando al saludo de su madre.
El coloso fue restaurado después con argamasa, quedando en la forma que aún conserva actualmente, y desde entonces cesó el fenómeno. Éste era originado, según se ha dicho, por el paso del aire a través de los poros y las roturas de la piedra. El caldeamiento de la atmósfera bajo la primera luz del sol producía las vibraciones melodiosas.
Hasta hace pocos años, los dos colosos de Memnón se reflejaban en una laguna que el Nilo dejaba en torno de ellos, al retirarse, después de su crecida. Ahora el terreno ha sido levantado por los agricultores, y para llegar hasta los colosos necesito abrirme paso a través de un campo de trigo. Las varillas verdes agitan sus espigas todavía sin granar a la altura de sus pies.
De cerca son dos gigantes heridos en las piernas y el torso con profundos tajos. Sus caras parecen quemadas, y son tantas sus cicatrices, que nada guardan ya de humano. Hacen recordar las figuras monstruosas e informes que, por capricho de la naturaleza, afectan desde lejos algunos peñascos, en montañas y costas.
Tienen grabadas en sus piernas inscripciones y versos, pero no en inglés, como se encuentran en todos los monumentos egipcios. Son en griego y latín, y las trazaron hace veinte siglos excursionistas que pasaban por aquí sin casco blanco, vistiendo túnicas de lino con grecas de púrpura, cubriendo su cabeza, para librarse de una insolación, con la punta de la clámide o la toga.
Salgo del campo de trigo y me detengo para observar a un fellah que labra su pedazo de tierra negra, preparando una segunda cosecha.
Es un beduino de los que se dedicaron a agricultores en tiempos de Mohamed Alí. Lleva túnica a rayas, algo sucia, pero todavía de vivos colores, y en la cabeza el tarbuch rojo con una tela blanca arrollada en forma de turbante. Su yunta no puede ser más extraordinaria. Un asno grande, huesudo, y un camello viejo, zanquilargo, con la joroba blanda, forman pareja tirando del arado. Esta yunta es digna de los colosos sedentes, que la contemplan ir y venir, emergiendo como escollos sobre el mar verdoso del trigo.
Tengo ante mí una visión clásica de Egipto: Memnón, estatua famosa que cantaba hace dos mil años, y este beduino que abandonó la vida errante de sus abuelos para hacer germinar el limo nilótico, lo mismo que hicieron las generaciones de hace treinta o cuarenta siglos, cuyo polvo forma parte de la tierra arcillosa pegada a nuestros pies.
¡Sencillo labriego egipcio, insensible a los cambios de gobierno y de religión, atento únicamente al suelo de barro que lo sustenta!… Contemplo con simpatía a este arador que aún guarda en su trabajo la altivez y la elegancia natural del árabe. Le veo venir hacia mí siguiendo al camello y al burro, empuñando la esteva, sereno el rostro, con la noble gravedad del musulmán. Quisiera saber su lengua para hablarle… Siento deseos de estrechar su mano callosa.
Él, como si adivinase mi pensamiento, inmoviliza su yunta, abandona el arado, se aproxima, me saluda a estilo oriental, levándose una mano a la frente, abre la boca, y con voz algo bronca dice:
—¡Bacshis!