El papiro y el loto.—Memfis y Tebas.—Los faraones del Alto Egipto.—Tebas, la de los cien pilones.—Falta de edificios civiles en las ruinas egipcias.—Cómo vivía el pueblo.—La lluvia, más temible que un temblor de tierra.—Decadencia de Tebas originada por sus reyes.—Cortejos esplendorosos de los faraones.—Alianza estrecha de los monarcas y los sacerdotes.—El palo, batuta directora de la vida egipcia.—Los hijos actuales de los fellahs.—La admirable columnata de Karnak.—Cómo eran los templos egipcios.—La soledad de Tebas durante largos siglos.—Eremitas cristianos de la Tebaida.—Las tentaciones de San Antonio.—Ruinas de Tebas animadas por el diablo.—Nuevos siglos de soledad.—Los soldados de la República aplauden la más asombrosa de las decoraciones.
Abro el balcón de mi dormitorio y, aunque la hora es muy temprana, penetra un chorro de sol cegador, en el que aletean numerosas moscas. Al sacudir la torpeza del sueño me doy cuenta de que vivo en la antigua Tebas, capital donde se concentraron las mayores grandezas históricas de Egipto. Estas riberas del Nilo son las clásicas, las que empezaron a describir poetas y viajeros hace dos mil años.
El esplendor de la luz resulta aquí una riqueza y un tormento. Como han dicho algunos, el sol de Egipto no es radioso, es rutilante, y el suelo parece devorado por los fuegos del día. No carecen de árboles las riberas nilóticas, y sin embargo es difícil encontrar en ellas un poco de sombra. Sus pequeñas arboledas se componen de acacias que dan la llamada goma arábiga, de tamariscos, cuyo débil follaje ha sido cantado por los poetas árabes, y sobre todo de palmeras, hermosas visualmente, pero de sombra mediocre.
Dos ciudades se reparten la milenaria historia de Egipto: Menfis, en el Nilo Bajo, cerca de El Cairo actual, y Tebas, metrópoli del llamado Nilo Alto, en tiempos que la influencia egipcia no iba más allá de la primera catarata. Los faraones usaban dos coronas para representar su autoridad sobre los dos Egiptos.
En todos los documentos y en las inscripciones lapidarias, dos plantas del Nilo simbolizaban jeroglíficamente las dos secciones del imperio faraónico: el papiro y el loto. El papiro, planta característica del Bajo Egipto, lo cultivaban los agricultores del delta a causa de su valor industrial. Daba su médula nutritiva para alimento de la familia; sus hojas ligeras y flexibles las empleaban los cesteros, y sobre todo era buscado por su epidermis, con la que se fabricaba una especie de cartón que sirvió de papel a los antiguos. El loto, símbolo del Alto Egipto, a sea de Tebas, se cubría de flores blancas, azules o encarnadas, siendo comestible su semilla, llamada por los extranjeros «haba de Egipto».
Hoy apenas se encuentran en todo el curso del Nilo estas dos plantas que sirvieron de emblemas nacionales. El cultivo moderno ha hecho suceder una nueva flora a la antigua, que ya no es más que un recuerdo histórico.
Contemplo desde mi balcón el muelle inmediato, un poco más lejos el Nilo brillante bajo el sol matinal, enfrente la ribera izquierda con sus campos verdes de cereales, y en el fondo las montañas desnudas y rojizas del desierto Líbico. A mis espaldas, más allá del hotel y las construcciones cercanas, existen igualmente una faja de campos nilóticos y las montañas secas y rojizas del otro desierto, que es el Arábigo.
Se comprende que las primeras tribus pobladoras del Nilo, al ver su dirección linearia de sur a norte, igual a un meridiano, imaginasen que el resto del mundo estaba dividido por su río en dos partes iguales, y esto les hizo creer en la serpiente mítica enrolada en torno de nuestro globo mordiéndose la cola.
Siento un vehemente deseo de conocer los restos de la capital tebana. Sin ella se hubieran perdido las mejores obras del arte egipcio y gran parte de su historia.
Menfis desapareció casi enteramente. Sólo quedan de ella las Pirámides, la Esfinge y los templos salvados por la marca arenosa del desierto. Situada cerca del delta, por donde entraron todas las invasiones, sufrió más que las ciudades del interior. Los musulmanes, al crear El Cairo en sus cercanías, la explotaron como una simple cantera. Sus templos ruinosos, pero todavía en pie, fueron cayendo bajo la piqueta de los alarifes árabes, y en las mezquitas de El Cairo se encuentran muchas piedras procedentes de Menfis y Heliópolis empleadas como sillares, sin respeto para sus inscripciones jeroglíficas. Hicsos, persas, macedonios, romanos y árabes, todos los invasores de Egipto, permanecieron en el delta, estableciéndose cerca de Menfis y aprovechando como materiales de construcción las obras faraónicas.
Tebas, situada en lo alto del Nilo, lejos del núcleo invasor, pudo conservarse durante muchos siglos lo mismo que en sus mejores tiempos. Si sus edificios milenarios sufrieron grandes quebrantos, fue por obra de la Naturaleza más que del hombre. Varios temblores de tierra en los últimos años de la Edad Antigua destruyeron una parte de sus templos, pero las piedras derrumbadas quedaron al pie de los muros, y han sido relativamente fáciles las restauraciones.
El origen de Tebas resulta oscuro y modesto. En los tiempos más gloriosos de Menfis, los príncipes de Tebas eran unos feudatarios sin importancia. A partir de la XII dinastía suplantaron a los soberanos menfitas, pero les fue necesario mucho tiempo para hacerse reconocer por todo el país. No cuentan las crónicas egipcias cómo lo consiguieron, ni se sabe gran cosa de la primera dinastía tebana. Durante su reinado empezaron las guerras de los egipcios con los pueblos vecinos, veintiocho o treinta siglos antes de nuestra era.
Habían llegado los egipcios de entonces a una civilización culminante. Puede decirse que sólo avanzaron después muy lentamente. En las tumbas de los personajes de dicha época hay pinturas que representan las operaciones agrícolas tal como se realizan aún en muchos pueblos modernos, especialmente la recolección de las mieses y la vendimia. Se ven escultores que tallan piedras, vidrieros que inflan botellas, alfareros que moldean vasijas y las cuecen, carpinteros, ebanistas, tejedores, la mayor parte de los oficios existentes en la actualidad.
Estos primeros monarcas de Tebas reinaron en paz sobre Egipto durante quinientos años; pero el peligro para ellos vino de fuera, y al final de la XIV dinastía no pudieron defender el territorio nacional.
Vivían entonces entre Egipto y Siria unas tribus de pastores, guerreros nómadas y ladrones, que viajaban incesantemente por el desierto Arábigo, en busca de hierba para sus rebaños de terneros y camellos. Eran semejantes a los actuales beduinos de Arabia. Un jefe indígena los agrupó excitando su codicia con la descripción de las riquezas de los faraones, y atravesando el istmo, cayeron sobre Egipto lo mismo que una nube de langosta.
Incendiaron muchas ciudades, exterminaron a los hombres, esclavizaron mujeres y niños, y luego de conquistar todo el delta eligieron un rey. Doscientos años gobernó el país la dinastía de los monarcas hicsos. Los vencidos le daban este nombre, que significa «reyes de ladrones». Otros llaman a los hicsos «reyes pastores». Ellos y sus guerreros son tratados en las inscripciones egipcias de «malditos, impuros, leprosos y pestíferos».
Los hicsos, a semejanza de otros invasores del Egipto, acabaron por adoptar las mismas costumbres de los faraones, edificando templos y palacios, aconsejándose, como ellos, de escribas conocedores del espíritu nacional. Los príncipes de Tebas, considerándose sin fuerza para combatirlos, permanecieron sometidos doscientos años, pero al fin se sublevaron, y después de otro siglo de guerras consiguieron libertar a Egipto.
A continuación de este triunfo empezó el verdadero período glorioso de los faraones de Tebas, el de su influencia exterior. Tuvieron más soldados que nunca y realizaron expediciones militares por la Siria, llegando Tutmosis I hasta las orillas del Éufrates. Todos los egipcios, bajo las dinastías tebanas, fueron soldados u obreros, y como recuerdo de un esfuerzo constructor que duró muchos siglos, quedan los monumentos de esta vasta llanura.
Homero, al hablar de Tebas en la Ilíada, dice que sería tan difícil enumerar sus riquezas como ir contando las arenas del mar. Él fue quien le dio su título, que ha conservado hasta nuestros días: «Tebas, la de las cien puertas».
Dicha frase no es rigurosamente exacta. Tebas no tuvo jamás puertas, pues esto significaría que tuvo murallas, y todas las ciudades egipcias fueron completamente abiertas. Los faraones, siempre agitados por un ansia constructiva para eternizar su nombre, jamás levantaron recintos fortificados en sus poblaciones. Se consideraban inútiles, ya que ningún enemigo próximo podía amenazarlas. Hubo invasiones de pueblos extranjeros, pero muy pocas, teniendo en cuenta que se sucedieron en un período de cuatro mil años. Transcurrían cinco a seis siglos sin que la menor alteración turbase la paz del valle del Nilo. Los habitantes de los dos desiertos inmediatos eran pobres nómadas, temibles únicamente para el que fuese a buscarlos en su territorio, pero incapaces de bajar al rico valle, donde las poblaciones casi se tocaban unas con otras.
La frase de Homero debe traducirse con exactitud: «Tebas, la de los cien pilones», pues «pilón», en griego, aunque significa «puerta», corresponde a entrada de templo y no de muralla.
Sabido es que todo templo egipcio, al final de su avenida de esfinges, tenía el pilón, dos pirámides truncadas flanqueando una portada cuadrangular. El padre Homero tal vez se quedó corto al atribuir cien templos a Tebas, pues seguramente pasaban de dicha cifra sus majestuosas entradas.
Esta capital, cuya importancia duró más de mil años, ocupaba una extensión enorme, como las otras metrópolis egipcias, pero de su pasado glorioso sólo quedan en la orilla derecha, donde estuvo la verdadera ciudad, dos grupos de templos, y en la orilla izquierda numerosos hipogeos, cavernas fúnebres, tumbas perforadas en una cadena de colinas áridas, el sepulcral Valle de los Reyes y el menos conocido Valle de las Reinas.
En las ruinas de Tebas no se encuentran edificios civiles. Los palacios de los faraones han desaparecido. Tal vez estos monarcas orientales prefirieron la frescura de la edificación ligera hecha de adobes y revestida de adornos policromos; tal vez se instalaban simplemente en su templo predilecto. Sólo se han conservado en pie las casas de los dioses, construidas para la inmortalidad, con bosques de columnas tan anchas como el espacio comprendido entre ellas, monumentos imponentes, sombríos, gigantescos, levantados para que los habitasen concepciones ideales, no seres humanos.
De las barriadas donde vivía el pueblo es inútil hablar. El egipcio, en realidad, nunca tuvo casa. Ésta era una simple cabaña de barro con techo de troncos de palmera, y si algunas veces le añadía un piso superior, resultaba frágil y necesitado de continuas recomposiciones. Siendo la atmósfera de entonces más seca que la de ahora, dichas ciudades de barro podían existir, sin grandes desperfectos, treinta o cuarenta años.
Dos veces por siglo llovía torrencialmente, y uno de estos aguaceros inesperados cambiaba la faz de Egipto lo mismo que un temblor de tierra o una erupción volcánica. Ciudades enteras quedaban arrasadas. Los edificios se convertían en simples montones de fango y estacas rotas. Pero el pueblo egipcio, que no podía poseer la tierra cultivada por él ni ser dueño de nada permanente, con su fatalismo resignado empezaba a fabricar nuevos adobes, cortaba nuevas palmeras y construía en quince días otra vivienda sobre las ruinas de la anterior, que le servían de pedestal. A causa de esto, la mayor parte de los pueblos del valle del Nilo se hallan situados encima de colinas artificiales, formadas con escombros de las casas que fueron superponiéndose durante dos mil años.
Tebas perdió su importancia por obra de los faraones más gloriosos de las varias dinastías tebanas. La XIX dio dos conquistadores, cuyas victorias exageraron con hipérboles inauditas sus tropeles de cortesanos y aún ellos mismos: Seti I y su hijo Ramsés II, el Sesostris de que ya hablamos.
Obtuvieron estos reyes guerreros fáciles victorias atacando y cazando a las tribus negras de la Nubia. Pero otros enemigos más temibles vinieron a amenazarles: los que designan las inscripciones egipcias con el título de «Pueblos del mar» porque llegaban siempre embarcados o por el istmo; hombres de tez blanca, con sus grandes cuerpos tatuados, llevando en sus cabezas cascos de metal o testuces de fiera, cuyas pieles les caían por los hombros. Estos invasores sentían inmediatamente las seducciones de la rica civilización egipcia, y como su número era escaso para dominar tan vasto imperio, acababan por someterse al faraón, agregándose a sus tropas mercenarias.
La vigilancia de las fronteras obligó a los reyes tebanos a instalarse en el delta, creando en él poblaciones que adquirieron poco a poco una importancia de capitales transitorias, Tanis, Bubaste y Sais. Por igual motivo, las dinastías sucesivas se establecieron definitivamente en el Norte, viendo sólo en Tebas una capital religiosa, el centro del culto de Amón, dios particular de la ciudad, que había ascendido a ser el de todo Egipto, y cuyos grandes sacerdotes se convirtieron muchas veces en reyes.
Al perder Tebas su hegemonía, terminó el Egipto más glorioso, el que todos conocemos, el que figura en los relatos literarios y las evocaciones históricas. La vida se fue retirando de ella poco a poco, decreció la población aglomerada en torno a sus templos, y al fin sólo la apreciaron como «una gran decoración del pasado». Las invasiones asirias y persas exterminaron gran parte de sus habitantes. En tiempos de los Ptolomeos una revolución local originó la última matanza sufrida por su vecindario, y un temblor de tierra hizo aún más horrible la obra destructiva de los hombres.
En los primeros siglos del cristianismo era ya una ruina gigantesca, que los viajeros griegos y romanos venían a contemplar con la misma curiosidad que llegan ahora los invernantes a las Pirámides y la Esfinge.
Diodoro de Sicilia, en su excursión por Egipto, describe a Tebas, la de los cien pilones, como un campo de ruinas. Tan desierta estaba, que los anacoretas cristianos, ansiosos de soledad, se establecieron en sus escombros, haciendo famoso el nombre de la Tebaida. Después que los ascetas abandonaron la ciudad muerta, los humildes fellahs, para cultivar los campos inmediatos al Nilo, fundaron en la Edad Media dos aldeas: Luxor y Karnak, situadas a dos kilómetros la una de la otra, y comprendidas, sin embargo, en el mismo solar de la enorme metrópoli antigua.
Estas aldeítas de barro son ahora poblaciones con lujosos hoteles, y se comunican por una avenida que sirvió antiguamente para las procesiones entre sus dos templos más famosos. Aún guarda dicha avenida su pavimento de losas de granito y la bordean dos filas de esfinges con cabeza de cierva. Muchas se mantienen relativamente completas, algunas están rotas, otras han desaparecido, dejando sobre el pedestal sus garras de león.
Por esta avenida pasaban los sagrados cortejos del dios tebano convertido en dios de todo Egipto, el poderoso Amón, cuyo trono era una barca llevada en hombros por sacerdotes. El pontífice de Amón pasó a ser rey muchas veces, y durante las invasiones llegadas por el norte, él y sus sacerdotes se refugiaron en la Nubia, creando las monarquías teocráticas de Meros y de Napata.
Aquí desfilaban igualmente los brillantes séquitos de los reyes tebanos. Nietos de simples príncipes, feudatarios de Menfis, se habían transformado en hijos del dios Sol, y el pueblo llamaba a cada uno de ellos «Poderoso Horus», prosternándose en su presencia y erigiéndole templos. Tal era su orgullo, que algunas veces se reverenciaban a sí mismos. Ramsés II aparece en una pintura haciendo oración ante otro Ramsés II sentado entre dos divinidades.
Estos dioses monárquicos, dueños absolutos de sus reinos, poseedores de todos los campos cultivados por el fellah, disponían igualmente de los habitantes, pudiendo ordenarles el trabajo que mejor les placiese. Una dominación sin límites les permitió edificar tantos monumentos, destinados en apariencia a los dioses, pero en realidad a mantener vivo el recuerdo de sus personas.
En las grandes ceremonias abandonaban su palacio, donde vivían rodeados de su harén y una muchedumbre de servidores. Entre sus altos dignatarios, los dos más principales eran los espantamoscas, que se mantenían a su derecha y su izquierda moviendo los abanicos de plumas para ahuyentar a dichos insectos. Como el faraón necesitaba tenerlos siempre a su lado para que le librasen de las moscas, estos dos cortesanos acababan por conocer todos sus secretos, siendo sus favoritos más íntimos.
Luego venían el portaquitasol, el depositario del arco real, el jefe de la guardia, el intendente de los palacios, el de las construcciones, el encargado de los caballos, el de los libros, el de la música, el inspector de los graneros, el de los rebaños reales y el tesorero. Además, tenía siempre pronta en el Nilo una flota de barcas con los cascos dorados y las velas bordadas de colores. Ante él marchaban veintidós sacerdotes llevando a hombros la barca del dios Amón, otro con un incensario para perfumar al rey, y un escriba con una proclama ensalzando las glorias del faraón, que iba leyendo al pueblo. Salía siempre el monarca en un trono con dosel, llevado por doce próceres ricamente vestidos, en torno a su persona marchaban los altos palaciegos ya mencionados, y detrás los príncipes y las tropas de la escolta real.
Todos los reyes tebanos protegían a los sacerdotes y éstos a su vez los apoyaban a ellos, considerando necesaria la alianza de la religión y la monarquía. Algunas veces, en el curso de la historia egipcia —la más larga de todas las conocidas—, surgieron conflictos entre lo que podríamos llamar hoy la Iglesia y el Estado, venciendo alternativamente una u otra de las dos instituciones.
Los sacerdotes encargados de cuidar los templos de los dioses y ofrecerles sacrificios vivían de las extensas tierras que los faraones donaban a las divinidades. Todos los campos del valle del Nilo trabajados por los fellahs eran de los dioses o del faraón. Cada templo tenía un gran sacerdote, un inspector del edificio, un escriba administrador de los numerosos bienes, un encargado de las vestiduras sagradas, otro de los sacrificios, un astrólogo, médicos, embalsamadores, guardias armados y domésticos para dar de comer a los animales sacros. El sacerdote debía lavarse dos veces de día y dos de noche, afeitarse cada tres días todo el cuerpo, incluso las cejas, vestir únicamente ropas de lino, calzar sandalias de papiro y no comer carnero, cerdo, pescado ni judías. Necesitaba estar puro a todas horas para comparecer ante su dios, ayunaba con frecuencia, y no tenía más que una mujer.
El pueblo, que se arrodillaba ante el faraón y los sacerdotes, cultivando los campos de todos ellos para entregarles la mayor parte del producto, estaba aguardando a todas horas algún llamamiento del gobernador de su provincia, pregonado de aldea en aldea. El rey, según dicho pregón, deseaba para su mayor gloria construir un templo, abrir un canal, levantar un dique, y a las veinticuatro horas todos los hombres debían partir hacia la cantera con provisiones para quince días o un mes, consistentes en unos cuantos panes y un puñado de cebollas y habas. Arquitectos y capataces se distinguían de los trabajadores por el garrote que llevaban en la diestra, empleándolo a cada momento.
La batuta directora de la actividad egipcia fue el palo. Muchas pinturas sepulcrales contienen escenas de campesinos u obreros, y en ellas siempre se ve algún funcionario que da garrotazos a un hombre del pueblo tendido de brazos, sujeto de pies y manos por otros camaradas para que no escape al vapuleo.
Recibir palos era accidente ordinario en la vida egipcia. Los soldados llevaban marcado todo el cuerpo con las señales de las palizas recibidas, y sus oficiales no se libraban de tan bárbara corrección.
Un libro egipcio llegado hasta nuestra época, en el cual un escriba, para convencer a su discípulo de que su profesión es la mejor, le pinta las penalidades de las otras profesiones, cuenta que el oficial de infantería tiene las cejas partidas y le han abierto varias veces la cabeza a palos, viviendo tan golpeado «como si fuese un papiro». Cuando los fellahs convocados para un trabajo recibían licencia finalmente por la llegada de una nueva remesa de hombres, nunca volvían a sus casas en igual número; siempre quedaban algunos enterrados al pie de la obra.
Gracias a un clima cálido y seco, el pueblo egipcio podía vivir al aire libre, contentándose para dormir con sus chozas frágiles. Tampoco necesitaba vestido. Los más de los trabajadores sólo llevaban un lienzo de la cintura a las rodillas y las mujeres una simple camisa, tales como aparecen en las pinturas de los hipogeos. Los niños iban completamente desnudos, siendo su único adorno una trenza de pelo caída sobre una oreja. El alimento general consistía en legumbres, tallos de papiro y sorgo.
Todos los años debían llevar la mayor parte de su cosecha a los graneros del rey, y el escriba autor del libro de consejos describe a su discípulo la suerte del labriego al comparecer ante el recaudador faraónico.
En torno a su temible persona había agentes armados de palos o ejecutores negros con varas de palmera cortantes. Si el fellah no presentaba la cantidad de granos mencionada en el libro del cobrador, lo tendían en el suelo, lo ataban, arrastrándolo hasta el canal más inmediato para meter su cabeza en el agua, y en los intermedios del tormento de la inmersión le iban dando palizas. Otras veces cortaban la nariz o las orejas a los malos pagadores.
Vive mejor el fellah de ahora, aunque la suerte de los que siguen cultivando la tierra nilótica no sea extraordinariamente dichosa. Los hijos de muchos de ellos han abandonado el cultivo en los últimos años para vivir a costa de los invernantes. En los dos primeros tercios del siglo XIX, el progresivo déspota Mohamed Alí y sus herederos imitaron a los faraones, tiranizando al fellah para que trabajase a golpes en obras civilizadoras. Luego la oleada de viajeros que todos los inviernos se extiende sobre Egipto ha ido libertando y elevando a los indígenas en los lugares visitados por tan rica inmigración.
Los habitantes de Luxor, Karnak y la orilla de enfrente, llena de tumbas y ruinas, viven de los miles y miles de curiosos que vienen a conocer el vasto emplazamiento de la antigua Tebas. Son domésticos en los hoteles, borriqueros, cocheros, guías. Los más jóvenes aspiran a la gloria de guiar un automóvil y todos ejercen el comercio de antigüedades falsificadas. Ofrecen con misterio escarabajos sagrados de piedra verde, diosecillos de fingido basalto, un sinnúmero de objetos «históricos», que fabrican a centenares otros egipcios, simples fellahs como ellos. Únicamente en Karnak, alejado del Nilo un kilómetro, cultivan los indígenas los campos de esta sección de la ribera.
Visito durante un día entero los monumentos de la orilla derecha comprendidos entre las dos antiguas aldeas árabes, que hoy son poblaciones modernas, habiendo acabado por juntar su caserío. No voy a describir la famosa sala hipóstila del templo de Karnak, cuyas ciento treinta y cuatro columnas son tan gruesas como la columna Vendôme de París, con una altura de veintitrés metros, lo que las hace parecer aún más robustas. Cada una de ellas es una torre cubierta de relieves y jeroglíficos.
Esta sala, que tiene más de cien metros de longitud, permanece como estaba hace tres mil años, con todas las columnas erguidas, conservando en algunos sitios sus vigas de granito, pues los egipcios, aunque conocían el arco, cubrieron siempre sus monumentos con superficies lisas de piedra. Este templo y el que existe en Luxor imponen respeto y admiración a causa de sus proporciones colosales. El visitante se siente humillado por su pequeñez al pasar junto a estas columnas-torres que forman un bosque compacto de granito.
Sin embargo, esto no es más que un esqueleto, y hay que darle carne y epidermis con un esfuerzo imaginativo. Sólo se ve el color rojo y amarillento de la piedra. Jeroglíficos y figuras se marcan con un relieve oscuro en las columnas y los pilones. El arte egipcio fue policromo. Toda esta piedra estuvo cubierta de estucos y los relieves humanos o de bestias los animaron los artistas remotos con tintas brillantes. Cada templo fue un libro de páginas de alabastro, con figuras que sirven de letras y escenas de la vida ordinaria graciosamente coloridas.
Las murallas que faltaron siempre a las ciudades egipcias existieron en torno a sus templos. Un muro de ladrillo, alto y muy grueso, ponía la morada del dios a cubierto de ladrones e impuros. Junto a estas murallas estaban los almacenes de granos, frutas, aceite y cerveza destinados al personal del templo, las panaderías que fabricaban pan para los sacerdotes y tortas sagradas para los dioses, los talleres de vestidos y otros adornos, los laboratorios de perfumes dedicados a la divinidad local.
Una avenida enlosada de granito, con dos filas de esfinges, casi siempre leones rematados por cabezas humanas, conducía a la puerta del templo. Esta puerta, de forma cuadrangular, tenía a ambos lados dos torres enormes y macizas, dos pirámides truncadas cubiertas de relieves e inscripciones: el famoso pilón.
Ante él se alzaban dos agujas de granito, los obeliscos, de veinte a treinta metros de altura, con un casquete metálico en su remate, que muchos creyeron simple adorno y otros han supuesto de gran valor científico, como diré más adelante. Dos colosos sentados en las jambas de la puerta representaban al monarca que había ordenado la construcción del monumento.
Atravesando la puerta del pilón se entraba en el patio, dedicado a las procesiones durante las grandes fiestas. En el fondo, otra puerta de madera preciosa con chapas de oro daba acceso al verdadero templo.
La primera sala era llamada de «la Aparición», y las columnas cubiertas de pinturas que sostenían la techumbre afectaban en sus capiteles la forma de la flor del loto o de las hojas de la palmera. Una luz difusa, favorable a las visiones extraordinarias, se introducía por el techo. Los fieles depositaban aquí sus ofrendas y los sacerdotes hacían sus sacrificios. Más allá se abría la Cámara del Misterio, donde sólo podían entrar los sacerdotes importantes, y en ella reposaba la imagen del dios, muchas veces sobre una barca de madera con adornos de oro.
Desde el pilón hasta el santuario final, cada una de las salas era más alta que la anterior, de modo que el visitante iba subiendo siempre entre columnas rojas, azules y doradas. Los techos estaban adornados con estrellas y enormes gavilanes de alas abiertas.
Raro era el templo que no poseía animales vivos, a los cuales se tributaban por tradición honores sagrados, cual si fuesen dioses. Desde el buey Apis, divinidad nacional, hasta pequeñas bestias caseras, todos eran mantenidos por los sacerdotes y adorados y regalados con presentes alimenticios por parte de los devotos.
Muchas de las actuales ruinas sagradas, al mismo tiempo que evocan los períodos de mayor esplendor egipcio, hacen recordar sus épocas de completo abandono, cuando aún no existían las dos aldeas árabes de Luxor y Karnak.
Habían acabado por huir los cultivadores de estas riberas del Nilo tan abundantes en bosques de columnas, en colosos sentados que miran con terrorífica insistencia, en tumbas subterráneas, en ídolos de testa humana y cuerpo de león, o al contrario, iguales al hombre desde el cuello a los pies y con cabeza de gavilán, de tigre o de león. Los chacales vivían tranquilamente en edificios levantados por faraones ávidos de gloria, como Ramsés II y otros. El desierto se extendía por las dos riberas del Nilo. La arena de las mesetas, trasladada por el soplo ardiente del kamsin, se iba depositando sobre los monumentos de granito, subía a las rodillas de los colosos, ocultaba bajo su amarillento sudario las inscripciones jeroglíficas.
Durante los primeros tiempos del cristianismo, la soledad fue absoluta. Un día, la metrópoli muerta de piedra volvió a ver hombres, pero aislados, avanzando por las avenidas orladas de esfinges, como supervivientes de un mundo desaparecido o como avanzadas de una humanidad nueva.
Iban casi desnudos, crecidas en salvaje libertad sus barbas y cabelleras, insensibles a las crueldades de la temperatura, encontrando su sustento en lugares donde no podían mantenerse las bestias más acostumbradas a privaciones. Eran los primeros eremitas, los cristianos, ansiosos de soledad y sufrimientos, que iban a imitar, sin saberlo, lo que hacían desde muchos siglos antes los contemplativos de la India, llamados después faquires, y otros santos asiáticos.
Necesitaban huir del mundo por un deseo de sacrificio, por libertarse de la esclavitud de las conveniencias sociales, para no presenciar la abominación que ofrecían las grandes poblaciones egipcias, como Alejandría y otras, donde el cristianismo triunfante se había corrompido, viviendo en alegre transigencia con el paganismo, opulento y todavía poderoso por la fuerza de la tradición.
Aquí, San Pablo de Tebas, el primero de los eremitas, pasó, según la leyenda piadosa, noventa y siete años metido en una gruta solo con Dios, y para que no muriese de hambre, un cuervo le traía todos los días un pan en el pico. Aquí también, según la misma leyenda, vivió Santa María de Egipto, célebre solitaria, que encontró Zósimo después de cuarenta y ocho años de aislamiento, con el cuerpo quemado por el sol y vestida solamente de sus largos cabellos blancos.
Pero el héroe de la Tebas abandonada fue San Antonio. Deseoso de mayor soledad, avanzaba por los páramos de la Tebaida, internándose cada vez más en el desierto, y una muchedumbre de ascetas jóvenes, atraídos por la fama de sus virtudes, seguía sus pasos para instalarse en torno a su refugio. Dormían en los sarcófagos de los antiguos idólatras; evitaban todo contacto con las esfinges porque tenían cara y pechos de mujer; los dioses tebanos y los colosos faraónicos perturbaban sus noches como apariciones del diablo.
Algunos de estos anacoretas, para aislarse de un mundo infernal que parecía hablar a las horas meridianas, cuando el sol dilata la piedra, o gesticulaba en la noche azul por obra de la luna, que hace contraerse los rostros de las estatuas, se instalaron en lo más alto de columnas solitarias, y puestos de rodillas sobre el capitel en forma de loto, permanecían en oración, lo mismo que un faquir.
La inmensa ciudad inmóvil, con su pueblo de imágenes colosales y sus muros cubiertos de figuras y bestias, ofrecía un ambiente de hechizo, favorable a los mayores extravíos imaginativos. Aquí se comprenden las tentaciones de San Antonio —ridiculizadas luego por la ingenua devoción popular y los cuadros de los pintores cristianos—, las astucias inútiles del demonio corruptor, relatadas de buena fe por otros santos entusiastas del célebre anacoreta.
Tan numerosos fueron los solitarios en la Tebaida, que acabaron por juntarse en grupos, levantando a guisa de templo una cabaña y sometiéndose a una disciplina para las necesidades generales. De esta suerte, los anacoretas que buscaban la soledad terminaron por ser cenobitas, formando asociaciones.
Pacomio, antiguo soldado recluido voluntariamente en el desierto por consejo de un discípulo de San Antonio, dio a los miles de anacoretas una organización militar, ordenando sus chozas o celdas bajo el mismo plan que el campamento de las legiones romanas, sometiendo a los solitarios a una disciplina guerrera basada en la obediencia absoluta.
Así se fundó el primer monasterio. Los ascetas venidos a las ruinas de Tebas por odio a las cosas mundanales, por librarse de las imposiciones de la sociedad, volvieron al mundo y a la sociedad, pero en masa, organizados como una fuerza que desde el desierto egipcio se desparramó por todo el mundo de entonces, y aún hace sentir su influencia en algunos pueblos después de transcurridos más de mil quinientos años.
Al retirarse los eremitas, cayó Tebas otra vez en el abandono y el silencio. Pasaron siglos sin que sus ruinas viesen otros hombres que los barqueros del Nilo navegando de largo ante ellas. Después, varios labriegos egipcios hechos musulmanes vinieron en busca de tierras y de vida libre, lejos de los califas de El Cairo, y fundaron los dos pueblos de Karnak y Luxor.
Otros siglos más de olvido y silencio.
Un día llegaron Nilo arriba grandes barcazas llenas de combatientes. Iban tocados con sombreros de dos picos, y sobre sus fusiles el sol egipcio hacía arder las bayonetas lo mismo que llamas. Al desembarcar se desplegó sobre ellos una bandera de tres colores, y algunos, para hacer más viva su marcha, entonaron un canto llamado La Marsellesa.
Eran los soldados de Bonaparte y de Kléber.
Al ver de pronto la columnata gigantesca de Karnak enmudecieron. Un estremecimiento de emoción circuló por las filas, y los guerreros de la República francesa, apoyando el fusil en su pecho para tener libres las manos, empezaron a aplaudir lo mismo que si estuviesen en un teatro de París…
El decorado escénico merecía la ovación.