El Nilo clásico y el mecanismo de sus inundaciones.—Ceremonias populares al elevarse las aguas.—Inconvenientes y ventajas del gran dique de Asuán, que forma el lago de Filaé.—Las cataratas del Nilo no existen.—La barca, sus remeros y el hermoso fetiche cantor.—Inquietudes de los padres musulmanes.—El trabajo egipcio hecho a coro.—Los templos sumergidos de la isla de Filaé.—Aspecto relativamente europeo de Asuán.—Creemos estar ya en nuestra casa.—Los espantamoscas y la más terrible de las plagas de Egipto.—La noche en Luxor.—Vuelvo a encontrar la exuberante abundancia de marfil y resuelvo definitivamente mis dudas.
Si el Nilo no existiese, sería Egipto una continuación del desierto del Sahara hasta la costa del mar Rojo. Gracias al río nutridor ha podido decirse, desde los tiempos de Herodoto, que «Egipto es un don del Nilo».
Esta nación milenaria consiste en un larguísimo oasis entre dos mares de arena. A su derecha se extiende el desierto Arábigo, llamado así por resultar una prolongación de la Arabia Pétrea, situada en la orilla opuesta del mar Rojo. A su izquierda el desierto de Libia, en el que se alzan las célebres Pirámides de Gizeh, es llano como una mesa, y los oasis que existen en su superficie tabular ofrecen la particularidad de estar tallados en hueco, halándose algunas veces sus hondonadas de campos feraces más abajo del nivel del Mediterráneo.
Casi toda la población egipcia vive aglomerada en el valle nilótico, espacio que apenas representa el cuatro por ciento de los territorios del actual reino de Egipto. El noventa y seis restante puede decirse que está casi inhabitado, pues sólo mantiene bandas errantes y poco numerosas de beduinos.
Siete millones y medio de egipcios se hallan establecidos a lo largo del río, siendo sus dos orillas un doble oasis de gran feracidad que ocupa 1200 kilómetros de Asuán al Mediterráneo.
La anchura de este valle es enorme en el delta, o sea, en su término, extendiendo sobre el Mediterráneo un frente de doscientos kilómetros. El Nilo afecta la forma de un árbol, siendo el delta su copa. El tronco, representado por todo el curso del río, no tiene más que una anchura media de diez kilómetros, y en algunos sitios menos. Resulta de ello que la población de Egipto, aglomerada en un espacio superior apenas al de Bélgica, ofrece una densidad sólo comparable a la de las regiones más habitadas de China o la India.
No bastaría la corriente ordinaria del Nilo para mantener a esta población enorme, pero proporciona además los beneficios anuales de su inundación. El clima de Egipto es de una sequedad extrema, y su caudal de lluvia resulta poco importante en unas regiones, y en otras completamente nulo. Para los autores antiguos fue un secreto milagroso el mecanismo de estas crecidas, que se repiten todos los años con una regularidad cronométrica. El Nilo Blanco aporta el agua de los grandes lagos ecuatoriales, manteniéndose invariable su volumen gracias a las grandes lluvias del África intertropical. El Nilo Azul, originario de las montañas de Abisinia, crece enormemente, como ya dijimos, cuando llueve en dichas montañas, de junio a agosto, y además su arrastre es muy impetuoso, pues desciende 1400 metros desde su nacimiento hasta su desembocadura en Jartum.
Este equilibrio de los dos afluentes origina y sostiene la prosperidad egipcia. Si el Nilo Azul fuese el único creador del Nilo de Egipto, éste recibiría un gran caudal de agua de julio a septiembre, quedando casi seco el resto del año. Si el Nilo Blanco fuese igualmente su único generador, le daría una corriente anual continua, pero de pobre nivel, no alcanzando a regar los campos situados sobre sus dos orillas escarpadas.
Como se ha dicho muchas veces, el Nilo Blanco «hace el Nilo» y el Nilo Azul «hace el Egipto». En los meses de abril y mayo, mientras Europa conoce los esplendores de la primavera, Egipto tiene un aspecto de desolación. El Nilo está muy bajo. Las ciudades quedan en las cumbres de las riberas, alejadas del río, con gran escasez de agua. Es también la época en que sopla, durante siete semanas, el viento sofocante del desierto, el terrible kamsin, que esparce la arena y arruina muchas veces toda una región. La gente sufre enfermedades a causa de la sequedad del ambiente. Es la época de las «plagas de Egipto», conocida y lamentada desde hace miles de años.
En junio cambia felizmente el régimen atmosférico. El caldeamiento de la tierra atrae los vientos del Mediterráneo, tan esperados por los egipcios que los llaman «vientos del Norte». En los monumentos fúnebres de la Antigüedad hay inscripciones alabando «los soplos deliciosos de los vientos etéreos o del Norte, que refrescan y purifican la atmósfera», y los poetas los comparan a una lágrima de Isis caída en el río.
Se inicia la inundación con una lenta subida de las aguas. Luego toman éstas un color verde, que dura algunos días, y es debido a los grandes bancos vegetales que obstruyeron durante el invierno los afluentes del río Blanco en el África intertropical. Dicha agua es dañosa para la salud de los que la beben y da origen a grandes perturbaciones estomacales. Luego el Nilo toma un color de sangre y empieza la verdadera crecida, que va en aumento hasta septiembre. Esta agua es la que llega cargada de tierra de las montañas de Abisinia, dejando sobre los campos una capa de limo fecundante. Se calcula que toda crecida nilótica deposita en el valle veinticinco millones de toneladas de barro abonador. El agua del Nilo Rojo, a pesar de ser terrosa, resulta más sana y agradable para beber que la del llamado Nilo Verde.
La bajada de las aguas es más rápida que la subida. Se inicia a mitad de octubre y termina antes de noviembre. En diciembre queda limitado el Nilo a su propio lecho y su caudal acuático es semejante al que tiene en este momento bajo la quilla de nuestro buque-hotel. Aún transcurrirán cuatro meses antes de que vuelva a hincharse y subir bajo el impulso de su poderoso afluente el Azul.
A medida que se va retirando el Nilo empiezan las siembras de invierno, y durante los meses de diciembre, enero y febrero, cuando la tierra de Europa parece dormir, Egipto está todo verde. A un lado y a otro del río vemos ahora trigales muy altos, que madurarán en el mes inmediato, o sea en abril.
Los relatos de los escribas egipcios, a pesar de sus descripciones fragmentarias, nos permiten imaginar con qué ansiedad esperaron los habitantes de este valle durante miles de años la subida de unas aguas de las que dependía su existencia. La primera alegría del pueblo era ver el pequeño cocodrilo llamado ack, divino precursor que venía Nilo abajo desde las ignoradas fuentes con la primera oleada de la inundación.
Ahora ya no hay cocodrilos en el Nilo Bajo. Llegaron a tener en la Antigüedad hasta seis metros de longitud; pero la navegación a vapor y los diques del riego moderno los han hecho huir, como ya dije, más allá de la primera catarata. Quedan algunos en Nubia, mas únicamente se les ve en abundancia arriba de la sexta catarata, o sea, a partir de Jartum.
Después de la aparición del ack, los egipcios antiguos seguían atentamente los diversos fenómenos de la crecida: el empuje de las aguas verdes arrastrando la vegetación corrupta de los lagos pantanosos vecinos al Nilo Blanco, la presencia de las aguas «rojas» teñidas por el barro de los torrentes etiópicos; y cuando la corriente empezaba a humedecer las crestas de los diques llegaba el momento más solemne. Grupos de fellahs cortaban los baluartes de tierra que habían servido de compuertas impidiendo hasta el instante oportuno la entrada del agua fangosa en los canales de riego. Los sacerdotes alzaban sus brazos, quedando en hierática postura, para gritar: «Salud, ¡oh Nilo!, tú que vienes a dar su vida a Egipto».
Bailaba la gente lanzando gritos de alegría. Al cortar los malecones de tierra se dejaba un pedazo de dicha compuerta en medio del canal, para que la corriente lo royese, derrumbándolo a los pocos momentos entre aplausos de la muchedumbre. A este mojón de barro lo apodaban «la novia», y según opinión de Reclus, dicho simbolismo obedecía a la idea popular de que todo don de los dioses debe ser compensado por una inmolación. También arrojaban una muñeca en el agua fangosa, tal vez como recuerdo de víctimas verdaderas que habían sacrificado muchos siglos antes para que el divino Nilo no les retirase sus favores.
En la actualidad no se recibe con fiestas religiosas la llegada de la inundación, pero todavía representa el suceso más interesante del año y provoca un regocijo popular. Apenas crece el río, hombres, niños, búfalos y caballos se meten en el agua refrescante y chapotean junto a las orillas horas enteras. Las olas arrastran grandes bancos de peces, y las aves silvestres, así como las de corral, forman bandas sobre la corriente para pescarlos con sus picos. Debo añadir que cuando la tierra, seca y ardorosa durante cuatro meses, empieza a humedecerse con el crecimiento de las aguas, da vida a enjambres infinitos de insectos que sólo los egipcios pueden resistir y justifican la antigua leyenda de las plagas.
El año egipcio figura dividido por los diversos niveles del curso nilótico, que tanto influyó igualmente en la historia del país. Egipto sólo tiene tres estaciones de cuatro meses: la de siembras y crecimiento de las plantas, entre noviembre y febrero; la de las cosechas, de marzo a junio, y la de inundación, de junio a noviembre. El nivel de la crecida fluctúa entre siete y ocho metros, pero tal diferencia, que parece poco importante, determina la abundancia o el hambre. Si pasa de ocho metros en El Cairo, resulta excesiva y perjudicial; si llega a menos de siete, es insuficiente y la cosecha queda comprometida o se pierde.
Para evitar tal peligro, se abandonó el sistema de sumersión que usaban los antiguos, dejando confiado el éxito agrícola del año al azar de un nivel mayor o menor de la corriente inundadora. Ahora el riego se regulariza con ayuda de diques guardadores de poderosas reservas acuáticas, y por medio de canales que las reparten según las necesidades de los campos.
Mohamed Alí, el déspota progresivo que tantas cosas quiso hacer rápidamente para la civilización de su país, empezó la construcción en el delta de la gran barrera del Nilo, dique que abarca los dos brazos de su desembocadura y eleva el agua distribuyéndola. Ha influido más en la riqueza de Egipto la barrera de Asuán, que veremos mañana, dique de mil novecientos metros de longitud, con ciento ochenta compuertas que sirven para distribuir las aguas del Nilo de Nubia por el que venimos navegando. Esta reserva se acumula en el antiguo valle de Filaé, convertido en lago durante los meses de sequía.
Como ocurre en todas las obras enormes de la industria moderna, el lago de Filaé es culpable de varios atentados contra el arte, y mantiene además sumergidos algunos pueblos que sus vecinos tuvieron que abandonar. Pero justo es añadir que al mismo tiempo que perpetró estos crímenes ha realizado el milagro de doblar o triplicar la riqueza del país.
Acumulando las aguas del Nilo nubio en su gigantesco recipiente para que no vayan a perderse en el mar, puede distribuirlas con metódica oportunidad a todo el valle bajo del Nilo egipcio durante los meses en que es más pobre su caudal. Gracias a este dique, miles y miles de agricultores pueden cultivar todo el año y en vez de una cosecha dan sus campos dos y tres. En verano, muchas tierras, antes tostadas y estériles, se cubren ahora de cultivos ricos, como la caña de azúcar y el algodón, y en otoño dan el sorgo, alimento del pueblo, que sólo necesita setenta u ochenta días para madurar.
Se muestran orgullosos los ingleses de esta obra gigantesca realizada bajo su inspiración, mas no por eso debe olvidarse al Nilo, gran benefactor del país. Su agua resultará siempre la creadora del Egipto, sean cuales sean los progresos que realice el hombre en su economía y distribución.
Todos los pasajeros del hotel flotante sentimos gran interés por conocer el embalsamiento de Filaé, y a causa de ello nos encontramos en las diversas cubiertas antes de la salida del sol. Surge éste como una bola de sangre coagulada y sombría, y se enrojece según va elevándose. Las riberas nilóticas huyen de nuestro buque por ambos lados, y ante la proa se extiende una llanura líquida orlada de colinas rocosas.
De pronto este lago se cubre de peces purpúreos e inquietos, que se trasladan de una banda del buque a la opuesta, como si nadasen bajo su quilla. Son simplemente los reflejos de un sol egipcio que hemos visto nacer casi oscuro hace pocos minutos y ahora nos obliga a bajar los ojos. El caprichoso movimiento de las miríadas de peces ígneos creados por él se debe a las evoluciones de nuestro vapor, que va buscando un sitio favorable para fondear.
Acuden en semicírculo unas cuantas lanchas, muy largas, con numerosos remeros nubios. Cada una lleva un piloto de camisa blanca y gorro escarlata, el cual, de pie junto al timón, grita palabras en diversos idiomas, alabando la hermosura de los templos sumergidos y la colosal grandeza del dique.
Abandonamos el buque para siempre. Este hotel flotante sólo navega entre la barrera fluvial de Asuán y la segunda catarata de Wadi Halfa, dependiendo del gobierno sudanés. Le es imposible ir más lejos.
Bajo a una de las barcas, movida por ocho remeros. Además lleva un gracioso y pequeño beduino en la proa, como si fuese el fetiche de la embarcación. Corta ésta con rapidez las aguas tranquilas y profundas de un depósito de riego que parece un pequeño mar. Costeamos riberas altísimas de peñascos, que oscurecen la brillante superficie con la proyección de su sombra; doblamos colinas angulosas que en otros meses tienen campos de sorgo al pie de ellas y ahora son promontorios y cabos.
Desembarcamos junto al arranque del dique de Asuán, y como tiene cerca de dos kilómetros de longitud, creemos oportuno tomar asiento en una de las vagonetas que se deslizan sobre rieles en el lomo de dicha barrera. Es una muralla ancha como un paseo, una obra de albañilería colosal, algo semejante a las Pirámides faraónicas, pero acostado en el río, con arcos lo mismo que un puente, para que el agua prisionera salga en cascadas cuando se levantan sus compuertas. Repetidas veces saltamos de nuestro vehículo al darnos cuenta de que abajo está funcionando una de las caídas acuáticas. Permanecemos de codos en el parapeto, inmovilizados por la atracción contemplativa del agua corriente, igual a la del fuego del hogar. No podemos huir nuestros ojos de estas masas espumosas que escapan por un lado del dique, mientras en la cara opuesta brilla el vasto embalsamiento con una tersura de lago dormido.
Aprovecho la ocasión para decir que estas cascadas artificiales son las primeras que he visto en el Nilo, a pesar de que venimos siguiendo sus cataratas desde la sexta a la primera.
Las famosas cataratas del Nilo no existen. Tal vez fueron ciertas en una remota antigüedad, al poseer este río un caudal mayor y existir barreras naturales de rocas que el tiempo ha ido royendo y rebajando. Las llamadas cataratas son simplemente unos rápidos. El agua del Nilo no se desploma de grandes alturas, como la del Niágara o el Iguazú; salta con gran estrépito y vaporosos hervores entre las peñas que obstruyen su curso, se parte en numerosos brazos durante varios kilómetros, pero nunca llegan a formar sus caídas cataratas ni enormes cascadas.
Volvemos en nuestra vagoneta al lugar del embarque. La empujan varios nubios de luenga camisa, pero se ha agregado a ellos una nube de chiquillos, que fingen ayudarles o corren sin objeto al lado del vehículo, repitiendo a gritos la misma palabra: Bacshis, bacshis.
Todos piden propina, aunque no han hecho nada. Es a modo de un saludo nacional. Por primera vez nos ponemos en contacto con la muchedumbre egipcia, que luego vamos a encontrar en todas las poblaciones y lugares históricos, tan diferente del grave y modoso fellah, cultivador de la tierra nilótica. Estos parásitos del invernante y de cuantos visitan los monumentos ruinosos, guías, cocheros, borriqueros, vendedores de antigüedades falsas, etc., muestran una insolencia y una audacia que casi resultan inocentes a fuerza de ser insólitas. Miran con descaro, protestan por sistema de lo que se les da, jamás se consideran satisfechos, y se burlan del viajero cara a cara, con un cinismo franco, cruzando entre ellos palabras en su idioma acompañadas de gestos que no dejan duda sobre su intención. Cuantos servidores encuentra el extranjero en el resto del mundo, japoneses, chinos, javaneses, malayos o indios, resultan de un trato delicioso comparados con sus congéneres de Egipto.
Ahora la barca nos lleva a ver los templos de Filaé. Su tripulación empieza un rito preparador del inevitable bacshis. Reman todos, exagerando su esfuerzo, mirándonos con fijeza para que nos demos cuenta exacta de la importancia de su trabajo. El que lleva el timón lanza un grito, y en seguida los remeros rompen a cantar.
Desde Asuán a las bocas del Nilo, todos los egipcios que hacen algún trabajo juntos deben cantar a coro. Dicha costumbre tal vez data de seis mil años. Ya he dicho que el fellah no puede extraer agua del Nilo sin entonar una canción, y también canta cuando se lo permiten los trabajos de la tierra. Hay pueblos en Europa, especialmente Italia y España, donde el campesino necesita cantar mientras trabaja, pero esto lo hace de un modo individual, y la particularidad del pueblo egipcio consiste en que necesita el canto o la música para toda labor común.
Tal vez procede esto de la época en que se levantaron las pirámides y otras obras semejantes, cuando las muchedumbres convocadas por el faraón subían masas enormes de roca por planos inclinados, obedeciendo sus impulsos al ritmo de un canto que excitaba y reglamentaba el esfuerzo de todos. En las obras de albañilería, en las navegaciones nilóticas, en todo acto de laboriosidad colectivo, cantan los trabajadores, y muchas veces da medida a la actividad de sus manos una flauta con acompañamiento de tamboril.
Nuestros remeros cantan, y de otras barcas que cruzan el lago a lo lejos y parecen navegar por el aire de un modo irreal, a causa de la claridad de las aguas que las sostienen, nos llegan nuevos cánticos como respuesta. Cada estrofa la inicia el muchacho bonito que va sentado en la proa, y los ocho remeros contestan con una música que carece de palabras y no es más que una onomatopeya melódica. Su árabe nubio suena con rimas perceptibles para nuestro oído, y el piloto se esfuerza por traducirnos lo que dicen los versos.
Es una canción en la que tal vez tiene más importancia la sonoridad de las palabras que el pensamiento poético expresado con ellas.
—«Una bella muchacha ha bajado al jardín» —gorjea el adolescente de la proa con su voz dulce de mujer.
Y todos los bogadores contestan en diversos tonos, armonizados por su instinto: ¡Oh!… ¡oh! ¡Oh!… ¡oh!
Describe el pequeño cantor cómo la bella recoge flores, cómo piensa en su amante, etc., y los remeros nubios repiten su «¡oh!» con entusiasmo, temblándoles los párpados, cual si viesen a la hermosa doncella y la tuvieran al alcance de sus manazas, en este país donde las hembras cuestan muy caras y las que no son bestias de trabajo sólo se dejan ver de los hombres cubiertas con un dominó negro. Únicamente los ricos pueden gozar la sociedad de mujeres verdaderas, dignas de tal nombre por los cuidados de su cuerpo y los hermoseamientos del lujo.
La fealdad algo bestial de estos remeros, su rudeza de musulmanes pobres, contrasta con la rara hermosura del muchachito que inicia el cántico. Uno de los bogadores, el único viejo y barbudo, es sin duda su padre. El niño no trabaja. Tal vez a causa de su buen aspecto lo destinan a entrar como servidor en algún hotel elegante, emancipándose así de los duros trabajos que siempre pesaron sobre su familia.
Va vestido lujosamente, con alquicel blanco y chaleco rayado de colores. El padre es el bogavante, el primer remero junto a la proa, para tenerle más cerca. Se adivina que ni por un minuto lo deja solo, temiendo la inquietante sociedad con sus compañeros de trabajo. En los países orientales la madre no necesita preocuparse de sus hijas; las tienen seguras en su casa, haciendo vida de harén, y cuando salen llevan el rostro cubierto. Los padres sufren mayores inquietudes. Si van a trabajar, llevan al hijo a su lado, lo tienen siempre a la vista, y sólo cuando es hombre y perdió las gracias de la adolescencia se libran del tormento de una vigilancia recelosa.
Empezamos a navegar entre templos sumergidos que sólo muestran sobre el agua un tercio de sus columnatas y las robustas cornisas de piedra. Nuestra lancha está sobre una isla que no vemos, la de Filaé o Filé.
Antes de construirse el gran dique de Asuán, esta isla quedaba siempre por encima del nivel de las inundaciones. Ahora desaparece durante algunos meses todos los años y los templos que la cubren se convierten en un archipiélago de islotes arquitectónicos. En el Egipto milenario, donde la antigüedad de los monumentos asciende hasta ochenta siglos, los templos de Filaé pueden llamarse modernos. El más antiguo es de 350 años antes de nuestra era, cuando gobernaba Nectanebo II, último rey indígena de Egipto. Los otros, de asperón blanco, que aún conservan muros con imágenes y capiteles policromos, fueron erigidos por los Ptolomeos y diversos emperadores romanos, ganosos de imitar el arte egipcio para hacerse simpáticos a las gentes del país.
No tienen la majestad robusta de los edificios de Tebas y Menfis; en cambio, parecen más ligeros y agradables a la vista. Son monumentos decadentes creados por la imitación; tienen el atractivo de las obras inspiradas por la moda.
Causa cierta angustia ver sumidos en el agua estos templos a la gloria de Isis, que fueron convertidos después en iglesias por el cristianismo bizantino y en mezquitas por los vencedores musulmanes; pero como todos ellos son de piedra y han resistido el peso de los siglos, afirman los ingleses y los egipcios interesados en el embalsamiento de Filaé que la inmersión anual no puede acelerar su ruina. ¡Así sea!
Desembarcamos en un pequeño muelle de barro junto a la estación de Asuán. Vemos a lo lejos grandes hoteles europeos. En los andenes nos cruzamos con los últimos invernantes que empiezan a retirarse hacia El Cairo a causa del calor.
Ha empezado ya la mala época en la parte alta del valle del Nilo, y pasadas unas semanas se iniciará igualmente la fuga de los que viven en El Cairo.
Muchos visitantes de Egipto, cuando llegan a Asuán, se imaginan estar en lo más remoto del Nilo habitable. Más allá es para ellos el África tenebrosa, el misterioso Jartum, la confluencia de los dos Nilos, etc. Nosotros, en cambio, al llegar a Asuán creemos estar ya en Europa… Históricamente nos consideramos en nuestra casa después de haber vivido entre japoneses, chinos e indostánicos, pueblos que jamás tuvieron relación alguna con la vida mediterránea. Los egipcios fueron maestros en muchas cosas de griegos y romanos, y resultan algo así como remotísimos abuelos de la gran familia latina.
Además, ayuda a esta ilusión lo que vamos viendo en torno a nosotros. Los criados llevan zapatos; en los hoteles hay domésticos franceses e italianos; en todo comedor se encuentra un maître d’hôtel que ha trabajado en la Costa Azul. Después de nuestro largo viaje apreciamos como una excursión insignificante bajar el resto del Nilo, hasta Alejandría, y cruzar el Mediterráneo.
Nos parecen máscaras incomprensibles los hombres del país con sus luengas camisas, las mujeres arrastrando la cola del vestido, tapadas con su antifaz negro y colgante, y ciertos europeos de indumento exótico. Ya podemos decir que hemos terminado nuestro viaje.
Lo único que nos hace dudar de ello es la abundancia de moscas. A partir del mes de febrero, esta plaga de Egipto resulta indescriptible. El egipcio no parece enterarse de ella. Como la conoce desde que nació, se resigna.
Durante los meses malos viven las gentes del pueblo con un redondel de moscas inmóviles en torno de los ojos, otro círculo más grande alrededor de la boca y unas cuantas que revolotean junto a la nariz, disputándose el sitio. No se toman el trabajo de sacudirlas… ¿para qué? Llegarían otras y otras, más ávidas, más agresivas, por el incentivo de la novedad. Resulta preferible conservar las que ya están instaladas. Y cada ribereño nilótico sale de su vivienda, se dirige al campo o a sus quehaceres, si vive en poblado, y regresa al domicilio conservando la misma nube de moscas propias.
Hasta en los hoteles lujosos hay que batallar con esta calamidad milenaria. Los invernantes y las gentes distinguidas del país van a todas partes llevando un espantamoscas en la mano. Es una particularidad de Egipto, que usan todas las personas acomodadas. Consiste en un manojo de crines blancas, semejante a una cola de caballo, y sujeto a un agarrador de marfil.
Veo en la estación de Asuán a un príncipe de la familia real italiana con todo su séquito de cónsules y agregados de legación, que le acompañan en su viaje por el país. Este grupo y los demás que esperan el tren agitan maquinalmente, mientras conversan, sus colas del caballo, dándose disciplinazos en el rostro y las espaldas. Ni aun así pueden librarse de estas moscas egipcias, hinchadas, pegajosas, incapaces de espantarse ni de huir, que pican hasta el último momento de su existencia.
Esta noche duermo en Luxor, sobre el solar de la antigua Tebas, y antes de acostarme resuelvo definitivamente una duda que me preocupa desde que pisé el suelo de África.
Vuelve a salirme al paso en Asuán el marfil abundante y vistoso, cuya pista perdí en la ciudad del profeta. Ya he dicho que todos los espantamoscas tienen un largo puño de marfil. En la estación hay tiendas que ofrecen los mismos objetos de Port Sudán y de Jartum, pero dentro de escaparates elegantes, en mayores cantidades y con precios marcados. ¡Qué de colmillos debe poseer cada elefante de África para dar abasto a tal producción!…
Por la noche, después de la comida en el Gran Hotel de Luxor, salgo a visitar las tiendas inmediatas que se extienden frente al Nilo. La más grande e iluminada de todas sólo vende objetos de marfil. Además de los que llevo vistos, encuentro cortapapeles, objetos de escritorio, copas, cuantos artículos necesarios para la vida pueden tallarse en las ricas defensas de un paquidermo.
El dueño, mezcla de griego, indostánico y judío, un verdadero comerciante de la temporada invernal, como si presintiese mis dudas, me da explicaciones profesionales sobre el marfil. Hay muchos vendedores sin conciencia que engañan al público dándole género falsificado; pero él no figura entre ellos. Cuanto tiene en su tienda es puro. La prueba puede ofrecerla inmediatamente. Y me muestra en un rincón de su establecimiento una tarima cubierta de esteras egipcias, un taller a estilo oriental, con un beduino sentado sobre sus piernas cruzadas, que mueve una pequeña sierra mecánica. Al mismo tiempo aplica a la cinta de acero un legítimo colmillo de elefante, pero de elefante desgraciado, de elefante párvulo, pues el tal colmillo no llega a la longitud ni al grueso de un brazo de hombre.
Acaba de entrar en la tienda un viejo matrimonio inglés, y se une a mí para escuchar esta explicación, contemplando curiosamente el trabajo. Cae del mísero colmillo una redondela amarillenta, y el árabe nos la muestra, sonriéndonos con todo el verdadero marfil de sus dientes. Tiene el mismo aire de un prestidigitador cuando acaba de realizar un juego maravilloso y saluda, esperando un aplauso.
No veo en toda la tienda otro colmillo que este que acaba de perder su rodaja más gruesa. ¡Los cientos, los miles iguales a él que se necesitarían para fabricar todas las obras que llenan anaqueles y escaparates!…
Mientras la pareja británica habla con el dueño, deseosa de hacer compras después de una demostración tan convincente, tomo en mis manos la pieza recién aserrada que me ofrece el artífice indígena. ¡Completamente fría, no obstante la fricción violenta de la sierra!…
Después de vagar media hora frente a los otros establecimientos que reflejan sus luces en el Nilo, vuelvo a situarme junto a un escaparate de la tienda de los marfiles. Veo a través de los vidrios cómo el comerciante da explicaciones a otros viajeros. Luego les muestra el árabe en cuclillas, ante el aparato aserratorio, con el mismo colmillo en la mano. Y cuando los curiosos se acercan, ¡paf!, vuelve a caer la redondela.
Juraría que es la misma, ligeramente pegada para el simulacro de aserramiento… Hay que economizar el colmillo.