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La ciudad del Mahdí

El despertar en el oasis.—Un harén en tranvía.—Campamento convertido en ciudad.—Los descendientes de los mahdistas.—El palacio de los Califas.—Las ametralladoras, el landó y el piano del heredero del Mahdí.—La tumba del Dirigido por Dios.—Un fantasma alimentado con dátiles.—El mercado de Omdurmán.—Pierdo la pista del marfil.—Hacia la frontera egipcia a través del desierto.—Pirámides que se transforman en montañas y lagos que no existen.—Las olas de arena.—Cómo desapareció una compañía de soldados egipcios.—Estaciones sin nombre.—Los viajes de las gacelas para beber.—Llegada al Nilo.—Un hotel blanco de tres pisos.—Dulzuras de la atmósfera húmeda.—El hotel se despega de la orilla.

Apenas se difunden las claridades del amanecer, me veo obligado a saltar del lecho.

Mi habitación está en el piso bajo del hotel y sus ventanas dan a un jardín de frondosidad tropical. Palmeras, eucaliptos y sicomoros, como tienen sus raíces al nivel de los rezumamientos del Nilo, son enormes. Los pájaros se amontonan y reproducen en este oasis, sin aventurar sus vuelos sobre el mar de arena que lo rodea, y cada árbol parece temblar, envuelto en un estremecimiento de aleteos y cánticos. Puede decirse que hay en ellos tantos pájaros como hojas. Nunca he oído un concierto animal tan regocijado y tan hostil para el sueño. En el hotel de Jartum son pocos los que pueden dormir después de la aurora.

Antes de que salga el sol llegamos en un carruaje de caballos al sitio donde se inicia la confluencia de los dos Nilos, para tomar el primer vapor que vaya a Omdurmán. Se ve con claridad el encuentro de las dos corrientes. En el momento de la crecida anual, las aguas del Nilo Azul son las rojas, las cargadas de limo, pues las lluvias de la meseta abisinia arrastran la tierra volcánica de sus laderas. En cambio, las del Nilo Blanco se muestran verdes en los primeros días de la inundación, por acarrear grandes masas de vegetación acuática.

Ahora el Nilo tiene un nivel muy bajo. Han quedado al descubierto bancos de arena o islotes de piedra que permanecen invisibles una gran parte del año. La época presente es la seca, y sólo en junio se iniciará el aumento de nivel que anuncia la nutridora inundación. Las aguas del Nilo Azul son en este momento azules y claras, mientras las del Nilo Blanco ruedan hasta aquí rojas y fangosas, marcándose con una raya larguísima el lugar donde chocan y se confunden los dos aportes líquidos de distinto color.

Mientras llega nuestro buque examino la marina de cabotaje de los dos Nilos, que sube por el Azul hasta los primeros contrafuertes del macizo abisinio y por el Blanco navega hasta el corazón del África ecuatorial, a través de estepas y selvas, comerciando con tribus que aún se hallan en los primeros titubeos de la civilización.

Estos barcos son idénticos a los que figuran en las pinturas sepulcrales de Egipto. Recuerdan las flotas faraónicas que hace cuatro mil años exploraban las orillas hostiles de la Nubia y la Etiopía o los puertos del País de los Aromas. Su casco largo y de poca altura hace pensar en el caparazón del cocodrilo nadando a flor de agua. Lo más extraordinario es su timón, tan prolongado que equivale a una cuarta parte de la nave y de una altura doble que la del casco. Su barra queda al nivel del piloto, que va de pie en la popa, y éste la apoya en un hombro para imprimirle movimiento. El mástil único está sujetado por ocho cuerdas en cada banda, y su verga, con la vela recogida, no descansa sobre la embarcación; permanece izada en las horas de calma al final del palo.

Como Jartum se extiende a lo largo del río, un tranvía de vapor circula por el muelle más importante, desde la estación del ferrocarril, por donde vinimos ayer, hasta el embarcadero para Omdurmán. Llegan casi al mismo tiempo el vapor procedente de dicha ciudad y el tranvía con locomotora que partió del otro extremo de Jartum.

Desembarcan los primeros viajeros que recibe hoy la capital del Sudán, procedentes de la ciudad fundada por el Mahdí. Son personajes árabes que pasan junto a nosotros sin mirarnos, derviches y escribas que protestan con su afectada indiferencia de la dominación británica, y muchos trabajadores negros. Luego vemos cómo toman asiento en los vagones abiertos del tranvía varias damas árabes procedentes del harén de algún vecino rico de Omdurmán, para visitar a sus parientas o amigas en otros harenes de Jartum.

Parecen gozar de cierta importancia social y no van con el rostro descubierto, como las mahometanas pobres vistas por nosotros en las estaciones del ferrocarril. Visten a la moda egipcia, tapadas de cabeza a pies por una especie de dominó de raso negro. Además llevan otra pieza de seda colgando desde la mitad de su nariz hasta sus rodillas, a modo de máscara. Sólo quedan visibles los ojos, y como todas los tienen pintados con una aureola azul y agrandados por rayas negras, resultan hermosas e interesantes. Algunas ostentan un canuto de oro cincelado puesto verticalmente entre los dos ojos, desde el filo de la capucha que cubre su cabeza al borde de la especie de delantal que tapa su rostro, y esta separación metálica aumenta el interés exótico de sus miradas.

Aprovechando que los buenos musulmanes han emprendido a pie su marcha hacia Jartum, estas máscaras negras miran a cristianas y cristianos con un atrevimiento de colegialas en libertad, comentando en voz baja las modas occidentales. Nosotros las miramos igualmente, y al poco rato de examinar sus ojos misteriosos vamos encontrando en ellos, a través de pinturas y agrandamientos, una fijeza bovina, una enormidad sin expresión, algo bestial.

Entramos en el vaporcito. Varios soldados indígenas nos siguen con sus caballos. Presiento que esta media docena de jinetes va a Omdurmán con motivo de nuestro viaje. La ciudad del Mahdí vive ahora resignada a la dominación británica, pero una gran parte de sus vecinos, todos los de edad madura, fueron mahdistas, hicieron la guerra dirigidos por los derviches, y puede resucitar su antiguo fanatismo al ver en las calles un grupo extraordinario de infieles.

Ya he dicho que Omdurmán nació durante el sitio de Jartum. Era un fortín en la orilla izquierda del Nilo Blanco, dominando el curso del Nilo Azul que desemboca frente a él y la continuación de las dos corrientes, o sea el Nilo único.

Este fortín se hallaba al lado de la miserable aldea de Omdurmán, nombre que significa «Madre de Durman».

Como el sitio se prolongó un año, fueron llegando refuerzos de media África, y las hordas negras tuvieron que levantar numerosas chozas y casitas de adobes, convirtiéndose el campamento en una ciudad desordenada que ocupa enorme espacio. Al triunfar el Mahdí, arrasó los principales edificios de Jartum para construir los de su nueva capital.

Cuando murió, cinco meses después, su heredero Abdulah tuvo la ambición de convertir el antiguo campamento en metrópoli digna de su imperio religioso, edificando un caserón extenso y bajo para alcázar de los califas, una mezquita principal, cuyas obras dirigieron alarifes musulmanes venidos de fuera, y la tumba del Mahdí.

La navegación es corta y a los quince minutos descendemos en una ribera arenosa. Como el Nilo cambia de nivel en este punto hasta diez metros, dicha orilla resulta muy escarpada; pero la ciudad negra ha hecho sus progresos, y vemos con asombro un tranvía inmediato al desembarcadero. Consiste simplemente en unos vagones-jardineras destartalados, con ruido de ferretería vieja apenas se ponen en movimiento, y de los que tiran varias mulas guiadas por negros.

Este tranvía sube en zigzag la ribera, atraviesa varias calles de casas hechas de barro y se detiene en una plaza, cerca de la mezquita principal. La ciudad del Mahdí es una reproducción de la misma calle, hasta el infinito. Todas las construcciones resultan iguales: paredes de adobes, con techos de troncos de palmera. Dichas casas se alinean en el centro de la ciudad y al alejarse no guardan formación alguna. Abandonan la fila, se esparcen como guerreros indisciplinados, colocándose cada una a su capricho. En las calles con aceras son éstas de tierra apisonada, sostenidas por tablas, y quedan a veces a gran altura sobre el centro de la vía, desmenuzándose por abajo de su tablazón. Las lluvias y el paso de las caravanas han ahondado las calles, convirtiéndolas en barrancos, de los que surgen columnas de polvo rojo al menor soplo de viento.

Lo más interesante en Omdurmán son los habitantes. Su diversidad de aspectos y razas hace recordar a las tropas heterogéneas del Mahdí. Todos tienen un aire belicoso; son antiguos combatientes o hijos de combatientes. Las cicatrices que ostentan en el rostro o en los brazos aumentan su expresión guerrera.

Hay muchos beduinos de origen árabe, que tienen una tez pálida, barbillas negras, y usan luengos trajes musulmanes a pesar del calor; pero los más son negros y van medio desnudos. Unos proceden del África ecuatorial. Vinieron atraídos por el prestigio del profeta sudanés para batirse contra los incrédulos. También, mientras duró el califato del sucesor del Mahdí, fue Omdurmán un lugar de peregrinaciones, y las muchedumbres pasajeras dejaron como sedimento religioso muchos devotos junto a la tumba del santo derviche.

Además, abundan los nubios, hijos de los guerreros preferidos del profeta, hermosos negros de cuerpo atlético, con la melena recortada sobre los hombros y fija en las sienes por una trenza de fibras, tocado semejante al de los egipcios milenarios en las pinturas sepulcrales. Son los famosos baggaras (en nubio, boyeros), descendientes de los pastores nómadas del Sudán que formaron la caballería del ejército mahdista. Estos jinetes, con escudo redondo de cuero de hipopótamo y lanza de ancho hierro, no montaban caballos. Iban sobre camellos, más ágiles e inteligentes que los de las caravanas, y sus cargas resultaron decisivas en la primera guerra del Mahdí contra las tropas angloegipcias.

Existen también en Omdurmán sirios, armenios y griegos. Unos llegaron atraídos por el comercio africano que afluye a dicha población. Otros tal vez son hijos de los habitantes del Jartum de Gordon, encarcelados en Omdurmán, los cuales sólo recobraron su libertad catorce años después, cuando ya se habían acostumbrado al lugar de su esclavitud.

Intento detenerme ante una puerta de la gran mezquita. Es el momento de la oración matinal. Veo su interior con escuetos arcos enjalbegados y una multitud vestida de rojo, de azul, de amarillo oro. Entre los turbantes blancos se destacan otros de honorable verde, el color de los santos personajes que hicieron su viaje a La Meca. Aquí abundan mucho, por ser dicha peregrinación relativamente fácil, pues basta con pasar a la orilla opuesta del mar Rojo. Mi guía se alarma y me tira de un brazo antes de que vuelvan su cabeza algunos de los devotos que permanecen erguidos, de espaldas a nosotros. Luego me explica que Omdurmán no es Constantinopla, El Cairo o Argel, donde los europeos pueden entrar en las mezquitas. La fe musulmana continúa siendo agresiva en la ciudad del Mahdí y no admite contactos con los enemigos. Estos fieles guardan un alma semejante a la de los primeros guerreros de Mahoma.

Vamos a visitar los dos únicos «monumentos» de esta capital de cabañas: el palacio del Califa y la tumba del profeta.

El tal palacio consiste en una sucesión de casitas de un solo piso, con las paredes revestidas de cal. Los salones del monarca sudanés y sus baños a la turca son piezas enormes y destartaladas, sin otro detalle arquitectónico que el arco de herradura en que terminan puertas y ventanas, dando todas ellas sobre patios semejantes a corrales.

En una de las salas vemos montones de hierro viejo y de madera, ametralladoras y fusiles comprados hace treinta años en Europa, cuando ya eran restos de armamento, bueno solamente para moros y negros. En otra habitación están los recuerdos del Califa que pueden llamarse «civilizados».

Una vez tomada Jartum, los vencedores —según relato de los prisioneros europeos— se entregaron a las más bárbaras orgías en Omdurmán para celebrar su triunfo. El sucesor del profeta fue recibiendo en el curso de catorce años las visitas de audaces viajantes de comercio y aventureros de Europa, encargándoles compras para la civilización de su metrópoli y comodidad de su palacio.

Como recuerdo de tal época encontramos en un corral las ruedas y parte de la caja de un landó fabricado en París. El carruaje de gala del Califa se va desmenuzando al aire libre. En otro lugar vemos un piano con sus maderas rotas y cuyas entrañas contienen montoncitos de arena depositados por el viento. Cuando llegan visitantes, uno de los guardianes sudaneses encargados de vigilar estas ruinas toca a capricho las teclas con sus dedazos y sonríe, mostrando el marfil feroz de sus dientes. Una musiquita débil, temblorosa, sale del fondo del instrumento despanzurrado, y por breves momentos da cierto ambiente melancólico a esta mansión de monarca derviche obedecido por hordas de fanáticos. Algunos metros más allá del bárbaro alcázar existe todavía la cárcel donde vivieron en una esclavitud de bestias las familias europeas capturadas en Jartum.

Llegamos a la tumba del Mahdí, la construcción más alta de Omdurmán. Esta mezquita cuadrada tuvo una cúpula blanca de veinte metros, lo que la hizo descollar sobre una ciudad de chozas como edificio maravilloso, viéndosela a enorme distancia.

El califato mahdista pereció en la derrota que lord Kitchener, sirdar del ejército angloegipcio, hizo sufrir a los derviches junto a Omdurmán en septiembre de 1898. Los vencedores, temiendo el fanatismo de los mahdistas, se preocuparon ante todo de suprimir la veneración religiosa del profeta muerto. La tumba del Mahdí fue demolida en gran parte a cañonazos y su cadáver arrojado al Nilo, para que no recibiese más adoraciones.

Aún existe el mausoleo, pero en ruinas. La bóveda, por ser la parte más frágil, se derrumbó casi enteramente. El edificio ha sido rellenado con tierra, y ahora se escapan por los arcos de sus ventanas cegadas las verdes cabelleras de una vegetación parásita. En el momento de nuestra visita se hallan cubiertas de flores, lo mismo que la hierba del abandonado jardín.

Un sudanés al servicio de los ingleses nos abre la verja de hierro que rodea la capilla. Esta verja es igualmente del tiempo del califato, y la colocó un arquitecto árabe venido de fuera para dirigir la construcción del sepulcro. Al avanzar hacia el macizo de tierra que fue un panteón, notamos esparcidos en el suelo gran cantidad de dátiles. Algunos de ellos aún se mantienen frescos, y resulta incomprensible cómo las gentes del país pueden malgastar un fruto tan apreciado, arrojándolo por encima de la verja.

Me explica el guía que para muchos vecinos de Omdurmán el Mahdí no ha muerto. Siempre es «el Dirigido por Dios», y permanece oculto hasta que llegue la hora de su segunda aparición, decisiva y victoriosa. Como su espíritu vaga errante en torno a la antigua sepultura, los devotos le arrojan dátiles, el manjar más caro y rico del país, para que se mantenga vigoroso en su destierro de ultratumba.

Mientras escucho tales explicaciones, algo cae junto a nosotros. Dos dátiles han cortado el aire, pasando sobre la verja. Volvemos los ojos a tiempo para ver cómo huye un muchacho y desaparece en una callejuela inmediata. Guardo como recuerdo este par de dátiles destinados a la alimentación del fantasma de «el Dirigido». No sé lo que ocurrirá en el futuro. Tal vez los ingleses acaben por borrar la influencia del Mahdí, pero en el momento presente, los nietos de sus guerreros se privan de comer golosinas para arrojárselas a su sombra.

Atravesamos el zoco de Omdurmán, vasta plaza entre cuatro filas de tiendas instaladas en casitas de adobes. El centro del mercado lo ocupan toldajes de cuero o de tela haraposa, a cuya sombra se acogen los vendedores sin domicilio.

Tiene gran importancia la ciudad del Mahdí para el comercio de los sudaneses. Equivale a un puerto seco abierto continuamente a las flotas de las caravanas. La influencia religiosa de su fundador, la fama de sus victorias, abrieron en los desiertos nuevos rumbos que siguen confluyendo a Omdurmán. Aquí se encuentran mercaderes de las costas del mar Rojo, del África ecuatorial, de los oasis del Sahara y del desierto Líbico. Es el centro de una estrella mahometana de numerosas puntas.

En este zoco se ofrecen diversos productos del suelo africano y otras especies de tierras remotas, todo revuelto, como es costumbre en los mercados orientales: sedas, vasijas de cobre repujado a martillo, drogas, perfumes, salitre, sal sosa, betel, opio, estatuitas talladas por negros representando divinidades grotescas, escudos de piel de hipopótamo, venablos y lanzas, puñales pendientes de un brazalete para llevarlos en la muñeca izquierda a estilo del país, espadas cortas, más anchas en su punta que en la empuñadura, con vaina de cuero rojo, cajones pintarrajeados, ornamentos bárbaros, quesos de cabra y de camella, cascos de cuero endurecido, con un enrejado de metal que defiende el rostro. Las vendedoras se envuelven en mantos rojos o azules, pero conservan descubierta la cara negra, mofletuda, de nariz achatada, con grietas profundas por el curtimiento de la tez. Venden el pan en piezas redondas y oscuras de gran peso; guisan al aire libre para las gentes que acudieron al mercado, dejando sus camellos y borricos en las calles próximas.

Dentro de las tiendas permanentes, instaladas en las casas, se encuentran los tipos de todo mercado oriental: judíos iguales a los de los puertos de Levante, griegos, armenios, indostánicos. Pero todos ellos, a pesar de la importancia de sus establecimientos, parecen perdidos en esta concurrencia enorme de negros y árabes.

Compro un escudo de cuero de hipopótamo, manojos de dardos, varias dagas y espadas sudanesas, pero en vano busco las fábricas de objetos de marfil y las montañas de colmillos de elefante que me prometieron en Jartum. Un griego, dueño de una de las tiendas más ricas, me muestra cuatro colmillos de elefante joven, defensas pequeñas que trajo una caravana desde el interior del Sudán. Dicha compra la ha hecho para enviarla a uno de sus corresponsales en Egipto. El comercio del marfil era abundante en otro tiempo, cuando se cazaban todos los años miles de elefantes. Ahora escasean éstos cada vez más.

Pregunto por los talleres de marfil en Omdurmán, y el mercader parece no comprenderme. Aquí no hay otra industria que algunos tallercitos de herrería, donde se fabrican espadas y lanzas sudanesas para ofrecerlas a los viajeros. Me convenzo de que he perdido definitivamente la pista del marfil y deberé renunciar a las fábricas que vengo buscando desde Port Sudán.

Al día siguiente salimos de Jartum para Wadi Halfa, donde termina el Sudán gobernado por los ingleses y empieza el Egipto independiente.

La primera parte de dicho viaje no es más que una repetición del que realizamos hace tres días. Vemos otra vez las ruinas de Meroe, y en Berber deja el tren a su derecha la línea a Port Sudán, continuando su marcha hacia el norte, en dirección a Egipto.

Costeamos el Nilo mucho tiempo, pero en la quinta catarata nos separamos de él. Se aleja el río hacia el oeste, trazando una curva enorme, que obligó siempre a las caravanas a correr los peligros de un viaje por el desierto de Nubia, desde Abuamed a Wadi Halfa.

El paisaje conocido en nuestra travesía de Port Sudán a Jartum nos parece ahora un jardín, comparado con el que vemos después de haber pasado la noche en el vagón.

Estamos en el desierto, en el verdadero desierto, arenal amarillento, monótono, sin la más leve vegetación, sin vestigio alguno de madera leñosa, sin otras alteraciones que las numerosas colinas amontonadas a capricho del viento, las cuales volverán a cambiar de sitio al primer huracán. Luego la línea del desierto se va haciendo sinuosa, y vemos montañas completamente peladas, de color rosa oscuro, agudas y regulares como pirámides.

Dichas montañas, que parecen absorber la luz sin devolverla, nos entretienen y desorientan al mismo tiempo con los caprichos del miraje. Al pie de todas ellas hay un lago, en cuyas aguas inmóviles y cristalinas se refleja la cumbre invertida.

Hemos oído hablar del espejismo del desierto, sabemos hasta dónde puede llegar el engaño de tal ilusión óptica, mas estas lagunas son tan claras que consiguen hacernos creer en su existencia, reconociéndolas como algo excepcional. Deben de ser depósitos de agua espesa y salobre; pero indudablemente existen, sería temerario dudar de su realidad. Sólo cuando el ferrocarril se aproxima a las mencionadas montañas vemos cómo el lago va desapareciendo, cual si la arena absorbiese sus aguas, cómo el desierto invade con su ola amarilla y seca la fantástica cavidad líquida… Poco después, cuando reímos del engaño, surgen ante nuestros ojos nuevas montañas y nuevas lagunas, que nos hacen dudar otra vez y repiten la misma ilusión mentirosa.

Muchas estaciones no tienen nombre. Ostentan simplemente un número. Se componen de una casita única de ladrillo, en torno a la cual parecen agazapadas las chozas de los empleados subalternos, cuatro o cinco. Más allá, la arena, el desierto. Para la media docena de hombres blancos, cobrizos o negros instalados aquí, lo más precioso es el enorme receptáculo de metal semejante a un gasómetro que guarda la provisión de agua traída en vagones especiales. Este tesoro líquido sirve para el consumo del grupo de solitarios y alimento de las locomotoras.

En algunas de las estaciones las chozas se muestran caídas, y los pedazos de muro que aún se mantienen derechos parecen cortados por un cuchillo enorme. Es la obra del viento del desierto que sopló hace pocas semanas.

Los criados de los coches-dormitorios son unos buenos mozos, cuya estatura se aproxima a dos metros, y aún parecen más grandes a causa de su túnica blanca hasta los pies, con faja roja, y un tarbuch de igual color, muy erguido y alto, a la moda egipcia. El destinado a mi compartimiento me cuenta las leyendas del desierto de Nubia que oyó siendo pequeño.

Cuando el Sudán pertenecía a Egipto, una compañía de soldados que iba a Jartum (tal vez en tiempo de Mohamed Alí) tuvo que desembarcar en Wadi Halfa para hacer la travesía de este mar de arena, siguiendo la pista de camelleros, hasta Abu-Hamed. De este modo evitaban el larguísimo rodeo por la ribera del Nilo entre la segunda catarata y la quinta. Sopló el viento del desierto, que alza olas más grandes que las del océano, y la tropa desapareció instantáneamente. Nadie la ha visto más: se la tragó la arena.

Tal vez se han creado aquí muchas leyendas falsas, como ocurre en todos los lugares peligrosos del planeta, especialmente a orillas del mar. Pero las exageraciones de la tradición tienen siempre una verdad por base. A pesar de las comodidades del tren, de las bebidas frígidas que sirven sus criados, del vagón-comedor, cuyas mesas elegantes son preparadas tres veces al día, toda persona con un poco de imaginación siente cierta angustia en su pecho cada vez que mira por las ventanillas.

Con frecuencia vemos esqueletos de camellos, blanqueados como marfil por el fuego solar y el pulimento de la arena. Desde que la vía férrea atraviesa el desierto, las caravanas siguen su trazado, pues de este modo se ahorran el trabajo de orientarse.

Algunos montoncitos de boñiga seca indican el tránsito reciente de una caravana. El sol tuesta con rapidez este excremento, que sirve a los camelleros de combustible cuando hacen alto, al cerrar la noche. En otros lugares vemos junto a la vía unas cuantas piedras amontonadas. Las trajeron de muy lejos los arrieros del desierto para señalar la fosa de un camarada desaparecido para siempre en la arena.

Aquí se aprecia en todo su valor la importancia del agua. Se reconoce, sin necesidad de imágenes, que la vida únicamente es tolerable y dulce bajo la caricia de la humedad en las riberas del mar o a orillas de ríos y lagos.

Admiro en las estaciones sin nombre a los funcionarios egipcios o sudaneses del ferrocarril. Los de origen europeo llevan casco blanco para defenderse del calor, gafas azuladas, camisas sin mangas, pantalones cortos de bañista. Los del país, orgullosos de su traje europeo, que parece colocarlos en una casta superior, no se despojan nunca de la corbata, del cuello de la camisa, del chaleco y del tarbuch o fez rojo, de duro fieltro, muy alto y angosto, que es el característico de los egipcios. No se comprende en esta llanura de horno cómo los empleados humildes conservan en la cabeza el turbante o el mencionado gorro, que debe tirar de sus cráneos como una ventosa. Además, desconocen el uso de anteojos ahumados y tampoco necesitan la sombra de una visera. Miran de frente la llamarada cegadora del sol y reciben en sus pupilas los latigazos cortantes de un viento arenoso. Así se explica que Egipto sea el país de las oftalmías y que las muchedumbres de los países orientales abunden en ciegos purulentos, con las cuencas rojas y huecas.

Empieza el atardecer del segundo día de viaje. Nos aproximamos a su término. Nuestra llegada a Wadi Halfa será poco después de haber cerrado la noche.

Surge otra cadena de montañas, cinco o seis de las cuales son de líneas tan perfectamente geométricas, que parecen obra del hombre. Las creemos algún tiempo pirámides perdidas en el desierto, de las que nadie habla. Tal vez estas obras caprichosas de la Naturaleza obsesionaron a las tribus emigrantes en su descenso hacia el Nilo Bajo, repitiéndolas por tradición junto al delta para tumbas de los faraones.

Tiene la llanura amarillenta color de camello, y las montañas, cada vez más ensombrecidas, recuerdan el color del elefante.

Vemos correr numerosas gacelas que van cortando el desierto de este a oeste y forman ángulo con la marcha de nuestro tren. Es imposible describir la velocidad de una gacela asustada. Se la ve, y al mismo tiempo no puede decirse cómo es.

Una de ellas se aproxima trotando suavemente; pero alarmada por el tren, salta la vía con vuelo de acróbata, trazando un arco ante la locomotora. Luego corre por el lado opuesto como un bulto indeciso, mezcla de blanco y de oro, acompañada de una nubecilla roja que surge incesantemente bajo sus patas finas e incansables.

Bastan unos segundos para que sea un punto oscuro en el horizonte. Otros segundos después ya ha desaparecido.

Este animal, que se alimenta con la vegetación leñosa de montes lejanos, desciende al Nilo para beber, realizando un viaje de muchos kilómetros, y cuando apaga su sed vuelve al punto de partida. La asombrosa ligereza de sus patas le permite tal lujo de velocidad.

Cierra la noche. Llega hasta el tren una caricia húmeda y fresca. Después de la jornada ardorosa nos parecen empapadas las tinieblas por una lluvia invisible. Todos creemos oler el Nilo; lo adivinamos en la sombra.

Nos detenemos en una estación más grande que las otras, con nombre propio, sin un simple número por título. Es Wadi Halfa.

Seguimos unas pasarelas con barandilla para bajar el rudo declive de la ribera nilótica. Los enormes cambios de nivel que sufre el río obligan a estos descensos en la estación seca. Unos jóvenes con alto gorro rojo, chaleco de seda listada y chaqué europeo nos preguntan si llevamos algo que pueda defraudar los aranceles de la monarquía egipcia, contentándose con una simple negativa. Son los aduaneros del antiguo jedive, ahora rey independiente de Egipto.

Pasamos sobre varias tablas horizontales a un edificio de tres pisos, todo blanco, con largos balconajes y deslumbradora abundancia de luces eléctricas. Es un hotel que tiene una chimenea en su centro. Además, los criados que salen a recoger nuestras maletas llevan uniforme de marinero, rematado por el inevitable gorro egipcio. Este hotel, en el que vamos a vivir dos días, flota, y pasados unos minutos se despegará de la ribera.

A pesar de su movilidad, resultaría impropio compararlo con un buque. Su casco se levanta muy poco sobre el agua. Es simplemente la base de tres pisos de viviendas construidos encima de su plataforma. En el más bajo de ellos se puede tocar el agua sólo con inclinarse sobre la borda.

Dentro de sus habitaciones hay que concentrar la atención para saber con certeza si avanza o permanece inmóvil. Únicamente el ruido de la gran rueda adosada a su popa, funcionando igual que la de un molino, puede denunciar su marcha. Sobre este río de aguas mansas, los vapores-hoteles permiten a sus huéspedes vivir y dormir sin el más leve balanceo.

Me instalo en el comedor, vasto salón blanco, donde encontrarnos camareros egipcios iguales a los del tren. Una agradable humedad penetra por las ventanas. El buque se pone en movimiento lentamente y empieza el servicio de la comida.

Creemos haber caído en otro mundo, un paraíso de divina frescura. Nos acordamos de las interminables horas en vagones lujosos pero de rudo movimiento, teniendo que luchar con la arena que, a pesar de las precauciones empleadas en la construcción de dichos vehículos, ennegrece los platos del restaurante, las sábanas de las camas, el agua de los lavabos, obstruye narices y garganta, hiere los ojos, haciéndolos lagrimear, y en mitad de la noche despierta al durmiente con angustias de pesadilla, cortando su respiración.

Prolongamos nuestra sobremesa en este comedor, que parece de porcelana por su blancura, y a través de cuyos respiraderos se desliza una brisa cargada de perfumes vegetales, aliento de las verdes e invisibles orillas nilóticas. Navegamos con voluntaria lentitud. El buque sólo va a realizar un viaje de dos o tres horas, y anclará a media noche para no turbar el sueño de sus pasajeros.

Han salido a nuestro encuentro varios platos y bebidas de Europa. Algunos domésticos se expresan en italiano y en francés. Todo nos impulsa a seguir aquí para desquitarnos del viaje a través del desierto; pero nos recomiendan la conveniencia de irnos pronto a la cama.

Debemos levantarnos en plena noche, antes que apunte el alba, si queremos presenciar el más hermoso espectáculo que puede verse en el verdadero Nilo Alto, mucho más arriba de Asuán y el lago de Filaé, que es a donde llegan únicamente la mayor parte de los viajeros procedentes de Europa.