Mohamed Alí, tirano progresivo, y su civilización violenta.—Fundación de Jartum.—Aparece el Mahdí.—La guerra de los derviches.—El novelesco general Gordon—Famoso sitio de Jartum.—El ferrocarril estratégico desde Port Sudán que venció al Califa.—Mis recuerdos juveniles de la época de Gordon.—Ruinas de Meroe.—Los etíopes agrupados en las estaciones.—Van pasando caravanas.—El asno y el camello.—En Jartum.—Hombres con camisa de mujer.—Yates alquilados para cazar hipopótamos y leones en el Nilo Blanco.—Otra vez el marfil.—«Vaya usted a Omdurmán».—Los coptos.—El Nilo Azul en la noche.—La fresca canción del agua.
Cuando las tropas de la primera República francesa tuvieron que abandonar Egipto después de la huida de Bonaparte y del asesinato de Kléber, quedaron frente a frente disputándose la posesión del país los mamelucos, especie de guerreros feudales, a los que habían batido los franceses, y los caudillos del sultán de Turquía, poseedor de esta tierra desde siglos antes.
Entre los jefes secundarios del ejército turco figuraba un macedonio, un griego musulmán, llamado Mohamed Alí, coronel de mil albaneses. El general del ejército turco intentó matarlo por creerle autor de una de sus derrotas, y Mohamed Alí pasó al lado de los mamelucos, batiendo a sus antiguos amigos en todos los combates.
Dotado de raras condiciones de militar y de gobernante, se apoderó en poco tiempo de Egipto, expulsando a los turcos y suprimiendo a los mamelucos, sus nuevos compañeros. Al quedar solo, fue señor absoluto de todo el país, como cualquiera de los faraones de las dinastías más gloriosas. Por intervención de Inglaterra y otras potencias, se allanó a pagar al emperador de Turquía un tributo en señal de vasallaje, pero aparte de ello dispuso del valle nilótico como un soberano independiente.
Este Mohamed Alí, fundador de la dinastía que aún gobierna Egipto en la actualidad, es el personaje más eminente que produjo dicho país en el pasado siglo. Quiso sacar al pueblo de su apatía secular, creó un ejército y una flota, intentó instruir al fellah y hacer de él un europeo, mejoró la agricultura, abrió escuelas, creó industrias nacionales, trajo de Europa numerosos instructores y maestros. Muchas de sus creaciones perecieron poco después, como ocurre casi siempre con las obras rápidas de precipitada ejecución. Pretendió en unos cuantos años resarcir a su país de un quietismo de veinte siglos. Pero de todos modos su impulso violento sirvió para despertar a Egipto, y aún subsiste una mínima parte de las fundaciones de este dictador que difundía el progreso a golpes.
Una vez dueño del Nilo clásico, quiso extender sus conquistas por la Nubia y el Sudán. Como Egipto es una creación del Nilo, procuró, lo mismo que muchos faraones, someter a su gobierno las remotas fuentes de la gran vía acuática nutridora del país.
Su hijo Ismaíl Pachá, en 1820, avanzó por las riberas nilóticas de la Nubia y la parte del Sudán llamada Etiopía Baja, conquistando todas las tierras comprendidas entre la primera y la sexta catarata hasta llegar a la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul. En este cruzamiento, que es donde verdaderamente empieza el Nilo sin sobrenombre, encontró un pequeño grupo de cabañas, llamado Ras-el-Jartum, y dos años después Jartum (en árabe «Trompa de Elefante») se transformó en una ciudad fortificada, capital del Sudán. Bajo el reinado de Mohamed Alí y sus inmediatos descendientes continuó el desarrollo de Jartum a causa de su posición geográfica, hasta convertirse en un importante centro comercial.
La autoridad egipcia sólo se hacía sentir desde El Cairo, a 2700 kilómetros de distancia, por medio de gobernadores cuya firmeza y conducta moral dejaban mucho que desear. Todos ellos se enriquecían con el tráfico de esclavos, realizado descaradamente a pesar de las reclamaciones formuladas por los diplomáticos extranjeros residentes en Egipto.
En 1881, habitaba la isla de Aba sobre el Nilo un sudanés de origen humilde, un tal Mohamed Ahmed, de cuarenta y siete años, doméstico en su juventud de un médico francés al servicio del gobierno egipcio. Este Mohamed Ahmed empezó a gozar entre sus correligionarios de gran reputación de santidad. Todos los indígenas, al descender o remontar el Nilo, se detenían en la isla para entregar ofrendas al milagroso derviche y escuchar su palabra.
Cuando juzgó suficientemente numerosa su corte de fanáticos, se declaró Mahdí, título que significa «el Dirigido». Según la tradición musulmana, el Mahdí es un enviado de Dios, dirigido por él, que debe venir algún día, pues así lo anunció el mismo Mahoma, para completar la obra del Profeta, regenerar el islamismo y someter el mundo entero a la media luna. Los discípulos predilectos del Mahdí y los que después le sirvieron como lugartenientes se llamaron derviches, indicando de tal modo el carácter religioso de su campaña.
Como la isla de Aba empezaba a ser un centro de agitación para el Sudán, el gobernador egipcio de Jartum resolvió prender al santo personaje y enviarlo a El Cairo a disposición de su gobierno. Para esto expidió doscientos cincuenta soldados de un regimiento negro, con dos cañones, dando a su jefe la orden de capturar al profeta por sorpresa o a viva fuerza. Los negros desembarcaron en Aba, inquietos y temerosos a causa del carácter sagrado del Mahdí. Los más de ellos sabían por los sudaneses que bastaba una palabra suya para que la pólvora se convirtiese en agua. Cuando estos soldados temblorosos se presentaron ante la vivienda del santo derviche, los fanáticos cayeron sobre la tropa egipcia, matando una tercera parte, mientras el resto se embarcaba en desorden y a toda prisa para llevar a Jartum la noticia de su derrota.
El efecto moral de este primer triunfo fue inmenso en todo el Sudán, apreciándolo las gentes como un milagro indiscutible. Pero el profeta no quiso aguardar sus homenajes y abandonó la isla de Aba para refugiarse en los bosques del Kordofán, afluyendo a él sectarios de todos los territorios cercanos. En poco tiempo se vio al frente de una horda de muchos miles de guerreros, y como a la vez se desarrollaba en Egipto la revuelta nacionalista del coronel Arabí Pachá contra la influencia extranjera, el gobierno egipcio no pudo reprimir inmediatamente la insurrección de los derviches.
Al fin la insistencia de los representantes de Inglaterra consiguió que Egipto enviase un ejército de 12.000 hombres contra el Mahdí, mandado por un jefe británico a su servicio. La muchedumbre sudanesa, armada solamente de lanzas y azagayas, pero enardecida por la temeridad del musulmán fanático que desea morir para verse en el paraíso ofrecido por el Profeta, arrolló al ejercito anglo-egipcio a pesar de sus cañones y fusiles, aplastándolo completamente. Luego el Mahdí derrotó otras dos columnas egipcias, apoderándose de la mayor parte del Sudán, hasta cortar las comunicaciones entre Jartum y el mar Rojo, o sea el camino que seguimos nosotros ahora en ferrocarril.
Así empezó en 1883 el sitio de Jartum, episodio que durante un año preocupó a todas las naciones, con inquietudes semejantes a las inspiradas por la suerte de Port-Arthur durante la guerra ruso-japonesa, o la de Verdún en la gran guerra europea.
Un personaje de raza blanca, tan interesante y novelesco como el Mahdí, se irguió de pronto frente al sitiador. Inglaterra tuvo en la segunda mitad del siglo XIX una especie de cruzado de la colonización británica: el general Charles George Gordon. Sus compatriotas, orgullosos de su gloria, lo consideraban al mismo tiempo un tipo exótico, llamándole comúnmente Gordon «el Chino» o Gordon Pachá.
Había mandado el ejército chino en 1870 para combatir a los enemigos del Imperio, llamados Taiping o «revoltosos de los cabellos largos». Con unos cuantos europeos reorganizó las tropas chinas, salvó a Shanghai y acabó por vencer a los insurrectos. Era un personaje algo místico, que tenía gran confianza en su influencia espiritual. En realidad, su energía serena le proporcionaba un gran ascendiente sobre las razas inferiores. Hacía la guerra sin armas, con un simple bastoncito en la diestra, pero marchaba a la cabeza de sus soldados cuando éstos cargaban a la bayoneta, colocándose el primero en los lugares de mayor peligro. Los chinos estaban convencidos de que ninguna bala podía tocarle. Después de salvar a la dinastía manchú no quiso ser más tiempo generalísimo de su ejército y regresó a Inglaterra como simple teniente coronel.
En 1874 entró al servicio de Egipto y fue nombrado gobernador del África ecuatorial, extendiendo las fronteras egipcias considerablemente. Cinco años después presentó la dimisión por divergencias con Tewfik, el nuevo jedive, pasando a la India, donde obtuvo el grado de mayor general.
Al quedar sitiado Jartum, el gobierno de El Cairo pensó en él. Los soldados egipcios lo adoraban como un guerrero sobrenatural, lo mismo que los chinos. Era el único caudillo capaz de batir a un personaje milagroso como el Mahdí.
Gordon volvió a Egipto, iniciando su campaña con una decisión novelesca que sólo él podía adoptar. En vez de pedir que le diesen tropas, montó en un camello, y sin otro séquito que un guía, emprendió la marcha desde la costa del mar Rojo, deslizándose entre las hordas del Mahdí hasta penetrar en Jartum.
Se asombró el mundo al ver cómo este hombre, completamente solo, iba a encerrarse en una ciudad que todos veían próxima a rendirse. Durante trescientos diecisiete días se defendió Jartum, y la atención de Europa estuvo pendiente de la suerte de esta capital, desconocida hasta poco antes, que todos buscaban en el mapa. La energía mística de Gordon, su fe en las influencias sobrenaturales, parecían haber contagiado a gran parte de la tierra. Además, como en aquel momento no ocurría ningún suceso más importante, la atención general se concentró en la lejanísima ciudad, interesándose todos por la suerte de este guerrero de leyenda, convencido de que luchaba por la civilización.
Esto ocurrió entre 1884 y 1885, cuando era yo estudiante. Todas las mañanas repetíamos en la Universidad las mismas preguntas que en aquel momento formulaba el resto de Europa:
—¿Qué dicen los diarios?… ¿Qué se sabe de Gordon?… ¿Continúa defendiéndose?…
Cerca de un año duró esta inquietud. Al fin, los mahdistas penetraron en Jartum aprovechando la traición de ciertos correligionarios suyos residentes en ella, y Gordon fue hecho pedazos por los fanáticos ante la puerta de su palacio de gobernador, donde los esperaba con intrépida serenidad.
Como Jartum era para el Mahdí la ciudad de la abominación, después de saquearla ordenó que destruyesen sus edificios y trasladaran los escombros a la vecina población de Omdurmán, creada durante el sitio. También se llevaron cautivos a los habitantes que no habían sido asesinados, familias de ingleses, austriacos y otros europeos al servicio del gobierno egipcio o de griegos e italianos que monopolizaban el comercio de dicha plaza.
Murió el Mahdí a los cinco meses de su victoria; hubo una corta guerra civil entre sus principales discípulos, y al fin tomó el título de califa su teniente Abdulah, quien intentó dar carácter de nación a las hordas de Nubia, Sudán y el África ecuatorial, atraídas al sitio de la metrópoli sudanesa como a una peregrinación guerrera. Este gobierno de los derviches triunfantes duró quince años.
Inglaterra, para salvar a Gordon, había enviado un ejército anglo-egipcio al mando de lord Wolseley, pero cuando éste, a costa de penosos esfuerzos, pudo llegar a las cercanías de Jartum, la ciudad ya no existía, Gordon había muerto, y consideró prudente retirarse, temiendo una gran derrota.
El Sudán fue abandonado a sus destinos después de este fracaso, e Inglaterra pensó únicamente en los asuntos del verdadero Egipto. Sólo en 1899 consiguió su reconquista un ejército anglo-egipcio, del cual era sirdar o generalísimo lord Kitchener, el mismo que figuró en la guerra europea y pereció en el mar del Norte por haber sido torpedeado el buque que le llevaba a Rusia.
Avanzar contra los derviches siguiendo el Nilo aguas arriba, como lo había intentado lord Wolseley, resultaba difícil y peligroso como operación única. Pero Inglaterra construyó este ferrocarril en el que viajo ahora, y pudo enviar desde el mar Rojo otro ejército para que batiese el flanco a los derviches. Así logró apoderarse del Sudán, que ya no fue provincia egipcia, pasando a figurar como posesión británica.
Cuando despierto en el vagón-dormitorio recuerdo al Mahdí y a Gordon, personajes históricos de mi juventud, que inspiraron a los de mi época el mismo interés que si fuesen héroes de novela. Nunca se me ocurrió entonces la posibilidad de ver algún día directamente este país tantas veces contemplado en las publicaciones ilustradas de aquel tiempo. ¿Por qué motivo iba yo a conocer Jartum? ¿Cómo llegas a un sitio tan apartado de mi país, tan al margen de los viajes corrientes que realizan la mayoría de los europeos?… Y sin embargo, antes de que se ponga el sol estaré en la misteriosa ciudad africana que imaginé tantas veces como algo exótico y quimérico.
Voy notando desde la ventanilla de mi compartimiento que el paisaje matinal, aunque no es fértil, revela en su vegetación áspera y compacta la existencia de cierta humedad. Nuestro tren ha cambiado de rumbo, y en vez de ir de este a oeste cruzando el desierto, como lo hizo durante la noche, rueda de norte a sur, paralelo al Nilo, con dirección a Jartum.
Nos mantenemos a cierta distancia del gran río. Algunas veces nos aproximamos a él. Es una enorme faja verde con peñascos de basalto orlados de espuma, entre los cuales hierven los rápidos, formando pequeñas cascadas. Estamos en el Nilo de las famosas cataratas, entre la segunda y la sexta, donde resulta imposible una larga navegación. Pero estas visiones fluviales son casi instantáneas. Unas veces el río se aleja, otras es el ferrocarril el que se aparta, interponiéndose entre ambos una cadena de dunas o barreras de espinosa vegetación.
Surgen por el este pequeñas montañas de asombrosa regularidad en sus aristas y superficies. Necesitamos que un empleado del tren nos afirme que dichas montañas son una ciudad en ruinas. Desorientados por los espejismos y el exceso de luz de estas tierras desiertas, nuestros ojos sufren continuos errores.
La ciudad es Meroe, capital de reino durante varios siglos, período que puede llamarse corto en relación con los miles de años de la historia egipcia. Este reino de Meroe fue teocrático. El monarca, creado por los sacerdotes, debía obedecerles ciegamente. Vemos pirámides, columnatas de templos, esfinges medio sumidas en la arena, los restos de una metrópoli, iguales a las ruinas del Bajo Egipto tantas veces contempladas en los libros.
Consideramos inaudito que el tren no se detenga en Meroe para ponernos en contacto con esta primera muestra del Egipto clásico. Semanas después, al conocer los monumentos del Nilo Bajo, tan explorados y estudiados, comprendemos dicha preterición. No existe ningún pueblo junto a la ciudad muerta: sólo el desierto en torno a sus ruinas. Estos monumentos cubiertos de arena empiezan a ser excavados y los sabios que los estudian se hallan aún al principio de sus investigaciones.
Perdemos de vista las ruinas gigantescas de Meroe. En las aldeas sudanesas donde nos detenemos después se nota la influencia de esta vecindad histórica. Junto a las estaciones se alzan casas de adobes que tienen forma de pilón, o sea, de pirámide truncada. Algunas de ellas ostentan en sus fachadas columnas de barro, cortas y gruesas, semejantes a las de granito en los templos faraónicos. Las mujeres usan mantos de azul añil y las niñas van peinadas en menudas trencitas que les caen a ambos lados del rostro, como las antiguas egipcias.
Veo algunas viejas picudas, que tienen epidermis de cuero hondamente arrugado y ojos mates y malignos, lo mismo que si fuesen momias vivientes. Algunas recuerdan la cara de Ramsés II dentro de su ataúd de cristal en el Museo de El Cairo. A la sombra de la estación hay siempre algún derviche de manto negro y turbante verde que lee el Corán y tiene acurrucado ante sus pies un semicírculo de silenciosos oyentes. Estos sacerdotes de mirada hostil nos hacen pensar en el Mahdí.
La mayor parte de la gente que se agolpa en las estaciones, atraída por el paso de un tren especial, es negra, intensamente negra. Estamos en la Baja Etiopía, país de los famosos esclavos. Muchos pequeñuelos van desnudos por completo, con un botón saliente en mitad de la barriga y otro más prolongado que cuelga al final de ésta. Todos tienen un rostro tan graciosamente feo, que es imposible mirarlo sin reír. Sólo una minoría de etíopes son cobrizos, mejor dicho, de una palidez sucia, que les hizo denominarse «rojos».
Siempre se dividió la humanidad que habita junto al Nilo en estos dos grupos, desde hace miles de años: hombres negros y hombres rojos. Lo de «rojos» fue un eufemismo, una exageración, para distanciarse de los negros. En realidad son de bronce, y sin embargo es posible que el título de mar Rojo dado al más azul de los mares se deba a que los habitantes de sus costas se llamaron «hombres rojos».
Entre las estaciones vemos marchar por una pista cercana al tren las primeras caravanas de camellos. Cada uno de dichos animales lleva dos fardos a ambos lados de su giba, y tiene atado el hocico por una cuerda sutil al rabo del precedente. De este modo, en las caravanas cortas, el único conductor, marchando delante, no teme que le roben un camello o que retarde su paso, acabando por extraviarse.
Casi siempre, en estas caravanas modestas, el dueño abre la marcha montado en un asno. Esto parece atentar contra las leyes de lo pintoresco, pero así es. El arriero del Sudán no se preocupa de poetizar el paisaje; busca su comodidad, y «los navíos del desierto», con las violentas ondulaciones de su espinazo, acaban por marear a los jinetes novicios y fatigan hasta a los más acostumbrados a tal medio de locomoción. Además, los que acarrean mercancías a través del desierto nubio prefieren montar en burro, pues esto les permite apearse con más facilidad para atender a la vigilancia de su caravana.
Debo añadir que el camello, tan difundido en África, no es africano. El viejo Egipto sólo lo conoció importado de Asia, en las últimas dinastías faraónicas. En cambio, el asno es del Sudán, y de esta tierra lo tomó Egipto, siendo durante miles de años el fiel compañero del fellah. Según las tradiciones etíopes, la hermosa reina de Saba montaba habitualmente en asno.
Volvemos a ver colinas rojas y puntiagudas, sucediéndose en el horizonte como pirámides. Pero ahora son simplemente colinas. En esta tierra de continuos espejismos, sol rojizo y arena reverberante, se acaba por no distinguir las obras de la Naturaleza y las del hombre. Todo tiene el mismo color o idénticas líneas. Atravesamos campos cultivados, en los que trabajan mujeres con la cabellera aceitosa partida en trencitas faraónicas y hombres sin más traje que una larga camisa blanca y solideo del mismo color. Estas plantaciones de algodón las riegan los canales de un río que se deja ver unos instantes, desaparece y vuelve a mostrarse más lejos. No es el Nilo grande que hemos entrevisto durante la mañana; se llama el Atbara, y desciende de los montes de Abisinia, como un hijo emancipado del Nilo Azul.
Son las dos de la tarde. Llevamos ya veintiocho horas de viaje. Debemos de estar cerca de su término. Los algodonales han desaparecido. Rodamos nuevamente sobre la aridez del desierto. De pronto vemos la arboleda de un gran oasis, casas en forma de cubo o de blocao que se levantan en los límites del interminable arenal, luego un río anchísimo con una flota anclada de veleros, todos de forma arcaica, y vaporcitos que son casas flotantes partidas por dos o tres balconajes. En la orilla opuesta de este río hay paseos umbrosos, pequeños palacios rodeados de jardines, todo verde, todo fresco, extremándose verdura y humedad por el rudo contraste con el desierto que se extiende como un mar amarillo en torno al oasis. Ya estamos en Jartum.
El cochero que nos conduce al hotel lleva por todo indumento una camisa blanca hasta los pies y un turbante. La cara la tiene cubierta de tajos reveladores de su origen. En el brazo derecho ostenta un brazalete de cuero con dos cartuchos que contienen oraciones del Corán. Este es el traje de los sudaneses más elegantes, y parecido lo vamos a ver, Nilo abajo, a lo largo del Egipto.
Todo hombre nilótico es un varón con camisa de mujer. Si quiere añadir tela a su sencilla vestimenta la arrolla en torno a su cabeza, para aumentar el volumen del turbante. Cuando sopla el huracán, levantando trombas del suelo, las viajeras pudibundas tienen que cubrirse los ojos, no por la arena precisamente, sino por la ligereza de las camisas masculinas, que se hinchan y remontan, haciendo ver que los egipcios actuales ni siquiera usan vendajes como las momias.
Jartum es de ayer. La arrasó el Mahdí, como ya dije, utilizando los escombros aprovechables en su ciudad de Omdurmán. El gobernador inglés goza de amplia autonomía, y las distintas personalidades que han ocupado dicho gobierno procuraron embellecer la reciente capital con nuevos edificios. Hay numerosos centros de enseñanza, oficinas públicas, cuarteles, rodeados siempre de jardines, junto a calles de frondosa arboleda. El agua es abundante y activa los progresos de esta vegetación excitada a la vez por la humedad de sus raíces y el ardor de la luz que barniza sus hojas.
Muchos edificios públicos llevan el nombre de Gordon. En el centro de la ciudad se alza el monumento del héroe, estatua original, única tal vez en el mundo. Gordon se muestra jinete en un camello, que es el caballo de guerra de los sudaneses. A pesar del cuello largo y la giba de dicha montura algo ridícula, conserva el monumento un aspecto noble, digno de este guerrero místico y visionario.
Bajo el dominio de los ingleses, el caserío se ha ensanchado considerablemente. Frente al antiguo Jartum, en la otra orilla del Nilo Azul, se formó una ciudad industrial, llamada Jartum del Norte, y los dos centros urbanos con el cercano Omdurmán representan más de cien mil habitantes. Los vecinos del Jartum actual proceden de igual origen que los del antiguo, degollados por el Mahdí o conducidos como esclavos a su campamento. Hay muchos italianos, pero la mayoría son griegos.
Abunda el griego en Egipto desde hace veinticinco siglos y actualmente, para huir de la rivalidad comercial con sus compatriotas, va avanzando río arriba hasta el corazón del África nilótica. En todas las factorías sudanesas, si existe algún mercader de Europa, es siempre un griego. La suprema ambición comercial de la mayor parte de los helenos establecidos en Egipto consiste en llegar algún día a poseer un café. Tal vez, a causa de ello abundan tanto en Jartum los establecimientos de dicha especie. Todas las casas tienen arcadas en su piso bajo, y al amparo de estos soportales de azulada sombra hay siempre mesas y sillas, periódicos arrugados, e interminables enjambres de moscas que esperan zumbando la llegada de los consumidores.
Me instalo en el Gran Hotel, frente al Nilo Azul, en la avenida principal de la ciudad. Famosos personajes de Europa y América, herederos de trono, multimillonarios de la industria y del comercio, celebridades militares, han vivido en este hotel, que no es más que una gran casa colonial de frescos patios pavimentados con baldosas europeas y altísimos techos. Imposible compararlo con los suntuosos establecimientos de igual clase que vamos a encontrar en Egipto.
Aquí descansan, a la ida y al regreso, los que van a cazar en el corazón de África. Frente al hotel hay anclados algunos vapores blancos, yates de forma graciosa al servicio del gobierno autónomo del Sudán. Éste los alquila a todo el que quiera hacer un viaje por el Nilo Blanco, atravesando el África todavía misteriosa, donde es posible cazar hipopótamos, rinocerontes, elefantes, y leones. El yate se toma por semanas, con su tripulación, su capitán y hasta su cocinero. En el precio entra la alimentación, y sólo hay que preocuparse para hacer dicho viaje de pagar la cantidad convenida.
Con el entusiasmo inspirado por tales facilidades, que me explican algunos funcionarios británicos y el director del hotel —joven suizo, oficial de caballería en su país—, prometo volver el año próximo para realizar una expedición hasta el lago Nyanza, donde nace el Nilo, buscando luego salida por el lado del mar, en un pequeño ferrocarril que va a Mozambique. Todo esto lo digo de buena fe porque estoy en Jartum, lo que significa tener hecha ya una parte considerable del viaje. Ahora sonrío pensando en mi entusiasmo. Para alquilar uno de los yates del gobierno del Sudán, hay que empezar por ir a Jartum, ¡y está tan lejos!…
Encuentro en la terraza del hotel una nube de vendedores ofreciendo los mismos objetos de marfil vistos en Port Sudán. Éstos no son beduinos de ropas astrosas. Tienen un aspecto internacional; parecen indostánicos venidos desde un puerto del mar Rojo, egipcios que huyeron de El Cairo o de Luxor, negros vestidos a la europea, todos parlanchines, osados, valiéndose de su confianza a estilo oriental para contestar desvergonzadamente, pidiendo el céntuplo del valor de los objetos y acordando a continuación escandalosas rebajas.
Surge de ellos un coro de indignación y protesta cuando dudo de la autenticidad de su marfil. Uno afirma que el gobernador del Sudán los metería en la cárcel si vendiesen marfil falso. Cuando le pregunto dónde puedo ver las fábricas de dichos objetos y los depósitos de colmillos, duda, se rasca la cabeza por debajo de un gorrito redondo bordado de oro, y al fin responde con autoridad:
—Aquí no hay fábricas ni depósitos; pero si va usted mañana a Omdurmán, verá los talleres donde se fabrica todo esto, y montones de colmillos de elefantes así… ¡así!…
Y levanta los brazos, estirándolos con grandes esfuerzos, para indicarme la altura inconmensurable de los montones de colmillos que puedo ver mañana.
Empieza el crepúsculo; el Nilo Azul se va sumiendo en la oscuridad. Surgen de sus flotilas al ancla los mismos ruidos de los puertos poco frecuentados cuando se aproxima la noche: choques de maderas, voces de tripulantes llamándose, chirridos de garruchas lejanas, chapoteos acuáticos bajo remos invisibles, canciones lentas, nostálgicas.
La avenida principal de Jartum, que es al mismo tiempo el muelle más importante de la ciudad, tiene dos filas de álamos gigantescos, con la exageración lujuriante de este árbol cuando sus raíces se hallan próximas al agua corriente.
Encuentro junto al hotel la fachada de un templo modesto con una cruz en su remate. Es la iglesia copta. El lector sabe sin duda que los coptos son los cristianos egipcios. Después de perder su religión nacional hace dos mil años, el pueblo egipcio no tuvo tiempo para aceptar las creencias de sus dominadores los romanos, y el cristianismo fue su nuevo dogma, adoptándolo con reconcentrado entusiasmo. Muchos santos fueron egipcios, y en los desiertos de la Tebaida, junto a las ruinas menospreciadas de la antigua Tebas, surgieron los eremitas y se crearon las primeras órdenes religiosas.
Cuando Egipto fue invadido por los musulmanes, la gran masa de los fellahs cambió de religión, aceptando la de los vencedores, por considerar que su eterno destino consiste en seguir las creencias de todo amo que puede pegarles. Una parte del país se mantuvo fiel a las ideas cristianas, y este cristianismo primitivo, que conserva sus ceremonias de culto iguales a las de las primeras asociaciones creadas por los apóstoles, es la llamada religión copta.
Ha cerrado la noche. Un canto de voces infantiles, que suenan desacordes por el aislamiento y muy separadas unas de otras, atrae mi atención. Al ir hacia ellas, noto que más allá de la línea exterior de álamos, en la misma ribera del Nilo, existe una serie de pozos o excavaciones verticales sobre la corriente acuática.
Hay en cada uno de estos pozos una noria de madera, con cangilones que son pequeñas tinajas de barro. Un burro enano y animoso marcha en círculo haciendo rodar este mecanismo primitivo, inventado tal vez hace cincuenta siglos. El animal, al dar su vuelta, pisa un segmento de círculo formado con ramas y tierra apisonada, balconaje rústico debajo del cual se abre la profundidad del Nilo Azul. La bestia laboriosa pasa y repasa sobre este suelo tembloroso sin darse cuenta de que sus patas trotadoras tienen debajo el vacío.
Un muchacho cobrizo, de ojos de gacela, camisa larga y blanco solideo, lo anima cantando una estrofa temblona, con cierta languidez sentimental. Es la canción del agua, que hace miles de años entonan los ribereños del Nilo en una orilla doble de tres mil kilómetros.
Así la cantaban indudablemente en los tiempos faraónicos; y como un rasgueo de guitarras invisibles que acompañasen en sordina esta romanza fresca, suenan los murmullos del líquido al caer de los cangilones y huir saltando por un riachuelo para refrescar las huertas inmediatas.
Un hálito caliente llega de la otra orilla del río, del desierto amarillento, oculto ahora en las tinieblas. Son bocanadas del ardor acumulado en sus entrañas durante las horas solares.
Respiro con delicia el vaho húmedo que sale de las norias. Me imagino la tierra con las fuentes cegadas, los cauces de los ríos secos, las muchedumbres aullantes de sed. Recuerdo los desiertos atravesados hace unas horas donde se puede viajar mucho tiempo en ferrocarril sin ver una persona o un animal y los pequeños grupos humanos aglomeran sus viviendas junto al más insignificante riachuelo.
El murmullo del agua, la voz de la mujer querida y el retintín del oro son las tres músicas más dulces, según los poetas árabes.
¡Ah, la divina y fresca canción del agua, primera melodía conocida por los hombres, bajo cuyo arrullo, favorecedor del ensueño, empezaron a pensar!