Las tierras celestiales. —El triángulo de la protohistoria. —Civilización de los remotos himyaritas o sabeos. —Balkis o Makeda, la reina de Saba. —Cómo su hijo robó las Tablas de la Ley, llevándoselas de Jerusalén a la capital de Abisinia. Las leyendas del País de los Aromas. —Port Sudán. —Los vendedores de marfil. —«Vaya usted a Jartum». —Las calles de Port Sudán. —El ferrocarril del desierto. —Las primeras gacelas. —Aldeas sudanesas. —La biografía escrita en el rostro a cuchilladas. —Jartum la misteriosa.
Vamos a desembarcar en Port Sudán, y contemplo por última vez las costas que venimos siguiendo en los dos últimos días, desde que atravesamos el estrecho de Bab-el-Mandeb pasando junto a la isla de Perim, portería fortificada del mar Rojo.
Estas riberas del lado de Asia y de África pertenecieron al famoso País de los Aromas, tan admirado hace cincuenta siglos. Los egipcios le dieron también el título de «tierras celestiales» por sus ricos productos, y en otras ocasiones los navegantes faraónicos lo llamaron el Punt.
Las «tierras celestiales» son hoy costas ardorosas de piedra y arena, completamente áridas, con extensos bancos de coral, pero sin duda en una remota antigüedad fueron mejores sus condiciones climatológicas. Aparte de esto, las costas bajas, de asfixiante temperatura, sólo sirvieron para el embarque y desembarque de los navegantes que mantenían la comunicación entre las poblaciones de los dos macizos montañosos del mar Rojo: el de África, poblado por los himyaritas o sabeos en el Yemen o Arabia Feliz.
La ciencia histórica sabe poco del pasado de estos países, guiándose por conjeturas más que por realidades, pero no es aventurado creer que presenciaron una civilización floreciente, anterior a todas las europeas y tal vez a la misma egipcia, que algunos tienen por la más antigua de las conocidas.
Varios autores afirman que un centro activo de civilización se formó remotamente en la entrada del mar Rojo, sobre los grupos montañosos que se alzan en sus dos costas. Según ellos, los tiempos más antiguos de la historia humana pueden simbolizarse por medio de un triángulo ideal, cuyos puntos paralelos corresponden a Babilonia y Egipto, ocupando el ángulo inferior lo que hoy se llama «Arabia Feliz».
Cuando aún no existía el pueblo fenicio y ningún hombre había osado navegar sobre las aguas del Mediterráneo, gran número de mercaderes, terrestres y marítimos, traficaban siguiendo las tres líneas de dicho triángulo. Tal vez los primeros trueques comerciales e intelectuales de la protohistoria humana se realizaron en este «trípode» geográfico.
El país de los himyaritas producía las materias más preciosas de aquella época, las que representaban el mayor de los lujos, el incienso, otras gomas olorosas, y las especias que miles de años después hubo que buscar en Asia. La altura de las cordilleras y sus frecuentes brumas favorecieron dicho cultivo. Además, la industria humana creó pantanos para el riego, cuyos restos milenarios se encuentran aún en las montañas de Arabia.
Dichas obras se arruinaron con el tiempo, y nuevas generaciones, decadentes y faltas de libertad, carecieron de energía para rehacerlas. Esto, unido a un cambio de las condiciones climatéricas, borró la remota civilización de los himyaritas, convirtiéndose las antiguas plantaciones en arenales y montañas escuetas. Todavía en Abisinia, y en las altas planicies de la Arabia Feliz subsiste un recuerdo de la antigua prosperidad con la abundancia de ganadería y campos cultivables, pero los terrenos profundos y ardientes entre estos dos macizos situados a orillas del mar Rojo no recuerdan en nada el famoso País de los Aromas.
Hace siglos que las dos riberas de este mar cayeron en un período de extrema regresión. Ya no producían aromas ni especias y los comerciantes, al buscar tales productos en la India, preferían traerlos por medio de caravanas a través del istmo de Suez, transporte más rápido no obstante sus dilaciones y peligros que el marítimo. Los navegantes del mar Rojo no osaban en los tiempos primitivos apartarse de las costas, anclando todas las noches, y un viaje a la India costaba dos o tres años. Sólo bajo la última dinastía faraónica descubrió uno de estos navegantes la periodicidad de los vientos monzones, que soplan durante seis meses en una dirección y seis meses en la opuesta, pudiendo lanzarse los buques a las travesías en alta mar, seguros de su llegada a la India y su regreso.
Actualmente, a pesar de hallarse tan próximas las dos costas del mar Rojo, sólo los barcos musulmanes realizan un tráfico insignificante entre los puertos moribundos de la orilla asiática y la orilla africana. Todo el movimiento de este mar es longitudinal desde Suez a Perim, y los miles de buques que pasan por ellos no se preocupan de las montañas de ambas riberas, que probablemente sirvieron de solar la primera civilización conocida. Tal vez de la costa asiática que se extiende hasta el golfo Pérsico y de la africana que va hasta el cabo Guardafui —llamado en otra época cabo de los Aromas— partieron agricultores himyaritas para colonizar de sur a norte las riberas del Nilo hasta la desembocadura en el Mediterráneo.
Poco se sabe de su pasado, pero muchos suponen que además de agricultores fueron mineros, explotando hace miles de años las famosas minas de oro del territorio de Sofala, cuyos productos buscó doce o quince siglos después el rey Salomón. No se conocen las ciudades que seguramente existieron del lado de la Arabia Feliz y en los montes africanos donde nace el Nilo Azul. Lo más antiguo que se ha descubierto de esta civilización desaparecida es la existencia de Hammurabi, conquistador y legislador surgido del pueblo himyaritas, y dicha existencia la conocen los arqueólogos por los textos cuneiformes de varias piedras tumulares encontradas en el país. Este caudillo del mar Rojo, avanzando por las orillas del golfo Pérsico, se enseñoreó de toda la Mesopotamia y acabó siendo dueño de Babilonia. La riqueza y el comercio de su país hicieron posible tal conquista.
Diez u once siglos después de él menciona la leyenda a la fastuosa reina de Saba. Sin duda, se llamó Saba la capital floreciente de los himyaritas, proporcionando a éstos su segundo título de sabeos. Todavía son llamados sabeos los adoradores de los astros que atribuyen al cielo una influencia planetaria sobre el destino de personas y ciudades. Esta astrología sabea fue una ciencia que los comerciantes himyaritas o de Saba esparcieron en la Antigüedad «de factoría en factoría, de oasis en oasis, de pueblo en pueblo, contribuyendo a dar un carácter casi sacerdotal a una nación de la Arabia Feliz poco conocida». El mundo de entonces admitió con facilidad que una alta potencia mágica debía corresponder lógicamente a la riqueza y los excelentes géneros vendidos por los hombres del mar Rojo.
La esplendorosa Balkis, nombre oriental de la reina de Saba, nació en dicho país, a un lado u otro del mar Rojo, pues la nación sabea ocupaba ambas costas. Como es sabido, Balkis visitó a Salomón atraída por su renombre y le «expuso varios problemas difíciles», como dice la Biblia, que el inteligente sultán del pueblo judío resolvió con facilidad.
Después de premiarle con el regalo de su cuerpo, volvió la reina de Saba a su tierra, dejándole un presente de «ciento veinte talentos de oro, gran abundancia de especias y no menos cantidad de piedras preciosas».
Esta visita de Balkis a Salomón ha sido recordada siempre en Arabia y Abisinia. Muchas familias creen descender del encuentro amoroso del rey de Judea con la reina del País de los Aromas, siendo la más principal de todas ellas la familia reinante en Abisinia.
El emperador o Negus de Abisinia se titula «rey de los reyes» por considerarse heredero directo de Salomón. Mi amigo el eminente escritor francés Hugues Le Roux pasó varios años de su juventud al lado de Menelik, victorioso emperador de Abisinia, y gracias a tal intimidad pudo conocer las tradiciones de su dinastía guardadas siempre en absoluto secreto.
Los abisinios no llaman Balkis a la reina de Saba, nombre usado por judíos y árabes, que adoptaron finalmente los pueblos de Europa. El nombre abisinio de la célebre reina es Makeda, y las crónicas imperiales cuentan que al volver a Saba tuvo un hijo de Salomón, llamado Baina-Lekhem, «el hijo del sabio». Cuando este príncipe de Etiopía legó a los veinte años, quiso conocer a su padre, y se encaminó a Jerusalén, llevando como identificación de su persona una sortija usada por su madre, recuerdo de amor que le había entregado el rey de Judea en el momento de su partida.
No necesitó Salomón examinar el anillo para reconocer a su hijo. Al ver entrar a éste en su palacio se levantó del trono, tendiéndole los brazos, y dijo a su corte.
—He aquí mi padre, el rey David, tal como era en su juventud. Ha resucitado entre los muertos para venir a visitarme.
Durante algunos meses se sucedieron grandes fiestas en Jerusalén, y el sabio monarca fue concediendo a su hijo toda clase de honores.
Mas en esto, un ángel se apareció en sueños varias noches al hijo de Makeda y a los principales etíopes de su séquito, ordenándoles que penetrasen en el Templo para robar las Tablas de la Ley, guardadas en el Arca Santa, y se las llevasen a su país. Así lo hicieron; y cuando BainaL-ekhem volvió al lado de su madre con dicho objeto divino, los sabeos lo aclamaron llamándole «rey David», nombre que usó el resto de su vida.
De este modo pasaron las Tablas de la Ley a ser guardadas por los emperadores de Abisinia, descendientes de la reina de Saba, pero las ocultan y no quieren que sea conocida la existencia de tan valioso depósito, por miedo a que las roben los judíos.
Son los griegos los primeros autores que mencionan al País de los Aromas, pero llegaron a Egipto y conocieron el mar Rojo cuando ya habían terminado las dinastías faraónicas y el dominio del Nilo estaba en manos de los emperadores persas. Herodoto consagra a la deliciosa «tierra de los perfumes» una de sus Historias, afirmando que «esparce un olor divino». El país de Saba era abundante en gomas de rara virtud, como la mirra, el incienso y otras cuyo nombre no se ha podido identificar con los productos actuales. Además, daba el kat, hierba que se emplea como el café y embriaga lo mismo que el hachís.
Herodoto escuchó en Egipto todas las leyendas que los navegantes fenicios habían inventado sobre el País de los Aromas para asombro de sus oyentes, y que a su vez los mercaderes gustaban de difundir, con objeto de aumentar el precio de los productos de esta tierra lejana y que nuevos rivales no vinieran a abaratar su negocio. Pequeñas serpientes de cuerpo pintarrajeado y con alas volaban en densas nubes alrededor de los árboles del incienso. Murciélagos feroces de grito estridente y uñas ponzoñosas defendían las plantaciones de canela. Pájaros gigantescos arrebataban a los hombres hasta las nubes, dejándolos caer como pasto dentro de sus nidos fabricados con varitas de cinamomo.
Venir al País de los Aromas era empresa temeraria. Una pintura egipcia representa el viaje de la flota del faraón al oloroso reino de Punt, viéndose en sus diversas escenas cómo las tripulaciones trasladan a las naves árboles de incienso metidos en cestas para replantarlos en su patria.
«Los marinos imaginativos del mar Rojo —dice Élisée Reclus— es casi seguro que navegaron hasta el golfo Pérsico y las costas de la India, creándose de este modo, en el curso de los siglos, una enorme ola de fábulas griegas, egipcias, asirias, iranias e indostánicas, que rodó por el inmenso espacio comprendido entre el desierto de Sahara y el desierto de Gobi, entre el Brahmaputra y el Guadalquivir, enriqueciéndose incesantemente con la facilidad inventiva de cada narrador, hasta que al fin tomó forma concreta bajo la pluma de los escribas árabes, formando la maravillosa colección de Las mil y una noches en la Arabia musulmana, el Javidan Khirad en la Persia y el Panchatantra en la India.»
Como todos los grandes trasatlánticos siguen longitudinalmente su navegación por el mar Rojo, la entrada del Franconia en Port Sudán causa una verdadera emoción en los habitantes de dicho puerto. Pocas veces han visto un buque de tan considerable tonelaje.
Port Sudán tiene unos treinta años de existencia, habiendo sido creado como punto de partida del ferrocarril estratégico que va a Jartum. Al penetrar en su plaza acuática vemos un pequeño vapor italiano que hace escala antes de llegar a la vecina Eritrea, colonia de Italia.
Nuestro paquebote, por un alarde maniobrero de su capitán, en vez de anclar en el centro del puerto, ya que sólo debe permanecer aquí un par de horas, consigue situarse pegado al muelle, lo que aumenta el asombro de las gentes del país. Parece más pequeño este nuevo puerto cuando la muralla de metal, con sus filas de ventanos redondos, queda junto al malecón como si continuase el suelo.
Casi todos los pasajeros siguen el viaje hasta Port Tewfik, en el canal de Suez, ansiosos de ver Egipto. Sólo unos cuantos descendemos aquí para internarnos en Sudán hasta la confluencia del Nilo Blanco y el Nilo Azul, atravesar luego el desierto de Nubia, salvando la línea de obstáculos fluviales que existen entre la sexta catarata y la segunda, y bajar el célebre río entre dicha catarata y la primera. De este modo llegaremos a Asuán, último límite para la mayoría de los visitantes de Egipto que suben el Nilo desde El Cairo, avanzando de norte a sur.
Abandonamos el Franconia en el mar Rojo, pero volveremos a encontrarlo en el puerto mediterráneo de Alejandría. Vamos ligeros de equipaje. Hemos de viajar en tren especial por el ferrocarril sudanés que construyó el gobierno británico y en vapores nilóticos del gobierno de Jartum, atravesando tres antiguas nacionalidades, el Sudán, la Nubia y el Egipto, este último en toda su longitud, desde su extrema frontera de Wadi Halfa, en el desierto nubio, hasta el delta.
Al pisar el muelle caemos en un mundo nuevo. Los cambios geográficos y étnicos son más bruscos en los viajes por mar que en los terrestres, donde el observador puede habituarse por gradaciones a las diferencias de personas, edificios y paisajes, entre una nación y otra. Más allá de los barracones del puerto veo arena, arena por todas parte, arena hasta la línea del horizonte: el desierto tal como parece en los cuadros, con raros grupos de palmeras macilentas. El calor es ardiente, punza la piel apenas nos alejamos de la tibia humedad del mar.
Hace siete días los indígenas que nos rodeaban eran indostánicos sonrientes, tímidos, bien educados. Ahora nos vemos entre negros atléticos, de jeta bestial, con los miembros de ébano surcados por rayas profundas, cicatrices de bárbaras heridas. Llevan faldellines de fibras colorinescas y a modo de bastón se apoyan en una jabalina que puede servir de lanza.
Otros son beduinos de astroso albornoz, con una cuerda de pelo de camello atada a las sienes y la barba tan larga que parece un adorno postizo adherido al enjuto y picudo rostro. Estos musulmanes de tez pálida o rojiza recuerdan a los personajes de ciertas láminas en las ediciones románticas de la Sagrada Escritura. Todos ellos van horriblemente sucios y son al mismo tiempo bellamente majestuosos.
Algunos milicianos del país encargados de la policía del puerto llevan al cinto una bayoneta de cubo, reveladora de la antigüedad del fusil que dejaron en su cuartel. El uniforme de estos guerreros negros al servicio del gobernador del Sudán es de color caqui, como el de cualquier soldado inglés. Lo más original es su tocado, un turbante azul oscuro en forma de pan de azúcar, llevando delante, a guisa de escarapela, el sello dorado de Salomón.
Las damas que vienen en el buque y van a continuar su viaje a Suez han despertado antes de salir el sol, lanzándose a tierra atraídas por el pequeño mercado que acaban de instalar algunos beduinos. Todo lo que venden es de marfil: collares, pulseras, chapas de cepillo, peines, etc. Estamos en África y es difícil resistirse a la tentación de hacer compras en el país del marfil.
Veo cómo los artículos ofrecidos en los diversos puestos van disminuyendo con rapidez entre las manos ávidas de las pasajeras, especialmente los collares. Y estos «hijos del desierto», que no saben leer y abominan de otra intelectualidad que la de escuchar con la cabeza baja el recitado del Corán hecho por algún santón de negra túnica, conocen muy bien la existencia del dólar así como su importancia monetaria. Todo lo ofrecen en dólares y se niegan a admitir otro signo de cambio. Los collares de marfil son vendidos sin regateo a tres o cuatro dólares. Las americanas se entusiasman pensando en los regalos que podrán hacer a sus amigas cuando vuelvan a Nueva York. Precisamente ahora están de moda dichos collares.
Sigo contemplando la blancura inmaculada del marfil y aprecio mentalmente la cantidad de dicha materia invertida en los objetos que ofrecen estos vendedores. El contenido de sus cajas representa media docena de colmillos de elefante viejo, y bien sabido es la rareza creciente de este animal en África y el precioso valor de sus defensas, enviadas inmediatamente a Londres y otras plazas comerciales para la producción de obras artísticas que exigen marfil puro, sin falsificación alguna. Además, ¿en qué talleres fabrican estos indígenas tanto collar, tantos objetos de tocador, cuyo uso desconocen seguramente?… Pienso en el celuloide, en la caseína, en otras materias que desde hace años sirven para las enormes cantidades de falso marfil que usamos, sin preocuparnos de su legitimidad.
El Franconia empieza a separarse de la orilla. Todas las pasajeras asomadas a las cubiertas saludan a nuestro pequeño grupo, que parece en medio del muelle una cuadrilla de desterrados. Tal vez ofrecemos desde lo alto del buque un aspecto de prisioneros, a causa de los negros armados de lanzas y los beduinos con aspecto de ladrones que nos rodean. Algunas americanas agitan, como pañuelos, los manojos de collares que acaban de adquirir, alegres y orgullosas de su negocio.
Empiezan los vendedores a guardar el sobrante de sus géneros, considerando terminado el mercadillo. En buena regla comercial, creo llegado el momento de intervenir ofreciendo precios muy rebajados, ya que sólo quedo yo como comprador. Pero negros y beduinos me contestan con desprecio. O venden en dólares y al mismo tipo que a las damas, o no venden. Y siguen guardando en las cajas sus preciosidades.
Ofendido por esta desdeñosa testarudez, suelto la verdad guardada hasta ahora. Todo su marfil es falso. ¿Dónde se encuentran elefantes en esta tierra? Hay que ir a buscarlos al centro del Sudán, y cada día son menos numerosos. Me huelen sus artículos a fabricación alemana remitida desde Hamburgo para que la ofrezcan los indígenas con el prestigio de un decorado exótico.
Mis afirmaciones escandalizan a los empleados del puerto, a los milicianos, a todos los curiosos de Port Sudán que han acudido para ver el Franconia. Se indignan como si oyesen un sacrilegio, como si atentase yo contra el honor del país. No hay quien dude de la legitimidad del marfil, cual si esto fuese un dogma, y cuando vuelvo a preguntar dónde están las fábricas, uno que va vestido a la europea, con casco blanco, interpreta el pensamiento de sus convecinos diciendo con una voz autoritaria que no admite réplica:
—Aquí no hay fábricas de objetos de marfil; pero cuando llegue usted a Jartum las verá a docenas, y le enseñarán, además, verdaderas montañas de colmillos.
Se alejan los mercaderes con sus cajas, y yo debo seguir a mis compañeros de viaje, que se dirigen a la población de Port Sudán, situada al final del puerto. Cruzamos éste en una lancha para descansar en el hotel hasta las diez de la mañana, hora de la salida de nuestro tren para Jartum.
La ciudad es un arenal con edificios esparcidos. Desembarcamos frente a la casa del gobernador, única construcción de dos pisos, que tiene ante su puerta una batería de piezas de campaña. La calle consiste en un entarimado de tres metros de anchura, y gracias a él nos librarnos de hundir los pies en la arena. En esta avenida de tablones nos cruzamos con varios oficiales italianos y otros pasajeros de igual nacionalidad que vuelven al vapor para continuar su viaje a la próxima Eritrea.
Cerca del hotel vamos pasando entre dos filas de presos negros, vestidos de gris, con una cadena del pie a la cintura, que acarrean a hombros grandes vasijas de agua. Un miliciano de rostro simiesco, carabina corta y mitra negra de persa con el sello de Salomón basta para vigilar esta doble hilera de veinticinco o treinta presidiarios. En la puerta del hotel, algunos marineros árabes nos ofrecen hermosos peces de color de plata, casi tan grandes como sus congéneres de brillo fosfórico que han corrido dos noches junto a la proa de nuestro vapor.
Visitamos con rápida curiosidad las calles de Port Sudán habitadas por los indígenas. Como el terreno debe de costar muy poco, estas calles merecen por su anchura el título de plazas estiradas. De un edificio a otro puede soplar el viento libremente, arremolinando la arena del suelo. Muchas casas parecen de piedra, pero vistas de cerca, sus bloques resultan de coral. Todas son con soportales y la mayor parte están ocupadas por cafés.
No se comprende cómo tienen dinero para pagar sus clientes de sucio alquicel, careciendo este país de campos y rebaños. Deben de vivir todos ellos del tráfico del puerto o del comercio de las caravanas. Algunas puertas empavesadas con trapos de abigarrados colorines revelan la existencia de bazares indígenas. Las mujeres usan mantos rojos, y a pesar de ser musulmanas, llevan el rostro descubierto, con joyas bárbaras de cobre en la frente, las orejas y la nariz.
Después de vagar por las tres o cuatro calles de la pequeña ciudad, nos encontramos en el campo. Arena por todos lados, el desierto con algunos grupos de plantas espinosas. Los camellos, hundidos en dichos matorrales, rumian trabajosamente, con el cuello muy estirado. Blanquean sobre el suelo huesos esparcidos, costillares curvos como aros de tonel, todo lo que resta del esqueleto de una de estas bestias.
Cambia un poco el paisaje al alejarnos de Port Sudán. Los ingleses tuvieron que construir la población en esta llanura arenosa para aprovechar un puerto natural. En las costas del mar Rojo abundan los arrecifes coralinos, son frecuentes los naufragios cuando se navega cerca de la orilla, y la existencia de un buen puerto resulta inapreciable.
Vemos desde el tren cauces de ríos completamente secos y muy anchos. Sólo deben de estar llenos unas cuantas horas durante el año, cuando llueve en las montañas de Abisinia y el agua que no recoge el Nilo Azul corre hacia el mar por caminos supletorios. Estos cauces tienen una arena más fina, más próxima a la contextura de la tierra vegetal. A trechos surgen de sus entrañas plantas de un verde más claro y jugoso que el polvoriento de los matorrales.
Junto a esta vegetación extraordinaria y tentadoramente comestible descubrimos unos venados de formas esbeltas, ligeros en sus movimientos, con patitas largas sutiles como agujas, que, al galopar, tienen la vertiginosa actividad de un volante o una rueda de maquinaria. Son las primeras gacelas que encontramos en este país donde tanto abundan.
Pasa el tren ante varias aldeas rodeadas de árboles. En todas se adivina la presencia invisible de algún exiguo curso de agua. Hay rectángulos de verdura, pequeños campos de plantas comestibles, junto a chozas de techo cónico, que me recuerdan los ranchos de algunos países de América del Sur.
En las estaciones donde hacemos alto para que la locomotora tome agua, apreciamos de cerca el aspecto de los sudaneses. Hombres y muchachos ostentan un puñal corvo atravesado en la cintura y un garrote de madera blanca en su diestra. La especialidad de estas gentes es que varones, mujeres y niños llevan todos la cara surcada de tajos en forma de letras misteriosas o de jeroglíficos.
Sus padres les hicieron estas heridas en su infancia. Son las marcas de la tribu, del pueblo, de la tradición familiar. Un sudanés se consideraría abandonado sin esta historia escrita en su rostro para siempre.
Visten túnica blanca, que ondea detrás de ellos con el aire que levanta su marcha, y ciertos jóvenes de porte audaz, satisfechos de su persona, indudablemente los elegantes del país, llevan colgando sobre el cogote una melena dividida en numerosos tirabuzones.
Permanecen las camellas inmóviles en los campos, rodeadas de sus pequeñuelos, que inician sus primeros galopes con grotesca violencia. Los niños, que sólo ven pasar el tren tres veces en el curso de la semana, regocijados por este convoy extraordinario, todo de vagones lujosos y con un comedor a la cola, desean prolongar su examen, y cuando parte de la estación trotan junto a él, siguiendo el borde de la vía, sin perder terreno, revelando la solidez de sus pulmones, hasta que al fin empiezan a quedar rezagados.
La gente sudanesa parece poco habituada al uso del metal. No conocen otro que el de sus armas. Sus instrumentos agrícolas son de madera dura, como en tiempo de los faraones. Las joyas de mujeres y hombres consisten en collares de pelo de camello trenzado con piedras azules. Los tejidos que usan son igualmente de pelo de camello.
Vamos entrando en el enorme reino —todo el continente africano— de esta bestia ruda y útil, que sirve de navío en los mares de arena, da con su leche la única alimentación animal que ordinariamente conocen estas gentes, y con su pelo y su piel sustenta la rudimentaria industria del país.
A nuestra izquierda, por la parte del mar Rojo, vemos un grupo de montañas de diversos colores, bermejas, pardas o muy negras, como si las hubiesen quemado recientemente. Se inicia el crepúsculo sobre sus cumbres. Algunas nubecillas reflejan los últimos resplandores del sol, que se hunden al otro lado de nuestro vagón, en el horizonte rectilíneo de una llanura monótona.
Dormiremos en el tren, rodando sobre una línea férrea que nunca hubiese existido de no ocurrir la famosa sublevación del Mahdí y la toma de Jartum por los fanáticos de este profeta. Necesitó Inglaterra construir esta línea estratégica para dominar sólidamente el Sudán y afirmarse en la confluencia de los dos Nilos, el Azul y el Blanco.
Mañana estaré en Jartum, viendo realizada una de las mayores ilusiones de mi viaje.
Todos hemos tenido en nuestra juventud una ciudad predilecta y misteriosa, que nos interesaba extraordinariamente por lo mismo que estábamos seguros de que jamás iríamos a ella
Para mí, antes de los veinte años, esta ciudad fue Jartum.