Embarque en Bombay.—El error de Colón y los indios de América, que no son indios.—Los rajás, su decadencia y su lujo.—Una pieza de artillería, toda de oro.—Ansia de los indostánicos por las distinciones.—Sus innumerables castas.—La feroz hambre de la India. —Vegetarianismo excesivo del indígena.—Los valerosos sijs y el heroico rey de Lahore.—Volvemos a las comodidades occidentales.—El Franconia entra en el mar Rojo, que es intensamente azul.—Barcos de peregrinos a La Meca.—La lluvia invisible del mar Rojo y sus fosforescencias.
Estamos en la escalinata real del puerto de Bombay, esperando el vaporcito que ha de llevarnos al Franconia. Nuestro paquebote se halla a una distancia de dos millas. Lo vemos en el fondo de la extensa bahía con otros buques grandes de su mismo calado.
Bombay debe su nombre, según la tradición, a los navegantes portugueses, que lo llamaron Bom-Bahía (Buena Bahía) por la amplitud de su pequeño mar casi cerrado. Pero los buques de nuestra época calan más que los galeones del siglo XVI, y la «Buena Bahía» no ofrece bastante fondo en sus orillas para los trasatlánticos que llegan de Europa y América.
Una bruma rojiza flota sobre las aguas amarillentas. Es semejante al vaho ardoroso que extrae el calor de los desiertos de arena. Vemos venir hacia nosotros por este mar de color fangoso el vaporcito esperado. Sólo nos quedan unos minutos de permanencia sobre el suelo de la India, y durante la corta espera se aglomeran en nuestra memoria impresiones recientes y anteriores, como una síntesis de la tierra que vamos a perder de vista.
A semejanza del Japón y la China, el nombre de este país sólo fue conocido en tiempos relativamente modernos por los trescientos millones de seres que lo pueblan. La India no es más que una expresión geográfica. Los pueblos antiguos de Europa le dieron este nombre por el Indus o Indo, río que le sirve de límite al oeste y sólo baña una parte extrema de su suelo. El Ganges o al Brahmaputra merecían más dicho honor, ya que sus aguas atraviesan el corazón del país.
Mientras los habitantes de la península indostánica ignoraban el nombre «India» dado a su tierra, exaltaba ésta durante varios siglos las imaginaciones en Europa. Sus soberanos eran el Preste Juan y otros personajes no menos fabulosos, poseedores de incalculables riquezas.
Colón, al navegar hacia occidente con una concepción errónea del verdadero tamaño de nuestro planeta, creyó haber llegado a la India tantas veces como tocó en las islas y costas de América, y a causa de ello los indígenas americanos fueron llamados indios desde el primer momento, e Indias Occidentales todas las tierras descubiertas por los conquistadores españoles.
Por un capricho de la historia, los indígenas americanos son ahora indios, y para evitar confusiones, a los nacidos en la verdadera India los llamamos unas veces indos y otras indostánicos, resultando lo último igualmente erróneo, pues el verdadero Indostán no es más que una parte de la mencionada península. Además, como los españoles llamaron a América Indias Occidentales, en plural, la India legítima se ha pluralizado igualmente en el lenguaje moderno, dándosela el título de Indias Orientales.
Ningún pueblo de Asia ofrece una mezcla tan extraordinaria de civilización avanzada y tradicionalismo milenario. Una parte considerable de la India está bajo el gobierno directo del virrey inglés. Hay en ella provincias, como la de Bengala, con una superficie mucho más grande que la de las Islas Británicas y cuya población era hasta hace pocos años igual en número a la de los Estados Unidos. Este simple detalle basta para hacer ver la grandeza del mundo indostánico.
Otra parte de la India, la de los Estados indígenas, se halla regida en apariencia por las dinastías de sus antiguos príncipes, pero cada uno de ellos tiene a su lado un residente inglés que le aconseja en todos los asuntos y procede como verdadero gobernante.
Los rajás o príncipes soberanos se contentan con fingir una autoridad que no poseen y se consuelan de su decadencia llevando una vida suntuosa gracias a las enormes rentas que les proporcionan sus dominios. Los más poderosos mantienen ejércitos particulares cuyo número y calidad quedaron sometidos a la vigilancia de las autoridades inglesas luego de la sublevación de los cipayos, o sea, cuando la Compañía de las Indias dejó de gobernar y lord Canning organizó nuevamente el país como primer virrey.
Hacen los rajás de sus pequeños ejércitos un objeto de lujo y ostentación que les sirve para alardear de inmensas riquezas. En uno de los principados me enseñaron un cañón de campaña todo de oro, con las ruedas del mismo metal, así como los arneses de los cuatro caballos que tiran de él. Inútil es decir que el tal cañón no ha disparado jamás proyectil alguno.
No todos los príncipes de la India son ricos y poderosos. Apresurémonos a añadir que en la península indostánica existen nada menos que 690 estados indígenas con sus correspondientes soberanos. Los hay que reinan sobre una superficie de más de 200.000 kilómetros cuadrados, con 12 millones de habitantes, mientras otros rajás poseen solamente una o dos aldeas y no llegan a reunir mil súbditos.
Todos estos reyezuelos han olvidado la altivez y la independencia de sus antiguas familias, viviendo sometidos al virrey. Además, el gobierno británico los hace educar en Londres cuando son príncipes herederos, para que se amolden a las ideas y costumbres británicas.
Hoy los más de ellos se preocupan únicamente de obtener nuevos honores que los coloquen por encima de los príncipes vecinos.
Una de las mayores distinciones de los rajás consiste en el número de cañonazos que les corresponde por derecho cuando reciben salvas en las ceremonias públicas o en sus visitas al virrey. Recientemente, los grandes príncipes indígenas que ayudaron a Gran Bretaña en la última guerra, enviando a Europa los batallones de sus ejércitos particulares, han sido agraciados con dos o tres cañonazos más que pueden añadir a sus salvas honoríficas.
Este afán de alcanzar distinciones superiores a las del vecino caracteriza a todos los indostánicos, desde el rajá hasta el paria, y su consecuencia es la división en castas, tan antigua como la historia de la India.
Teóricamente existen cuatro castas que conoce el lector: la de los brahmanes, que puede llamarse intelectual y religiosa; la de los guerreros, la de los comerciantes y agricultores, que equivale a nuestra clase media; y la del populacho o de los parias, que engloba a todas las tribus vencidas. Pero en la vida corriente el número de castas resulta incontable, tan infinita es su variedad.
Se han subdividido las cuatro primitivas, seccionándose luego con una variedad interminable, según los oficios y las maneras de vivir. Todo indígena algo ambicioso forma un nuevo grupo dentro de su clase, para obtener de tal modo cierto prestigio que le coloque sobre los demás. Es una actividad semejante al interminable seccionamiento de la célula.
El indostánico de las ciudades del interior, cuando conoce a un funcionario inglés o se imagina que cualquier viajero es personaje importante en su país, le ruega inmediatamente que le proporcione un título, un simple papel autorizándolo a usar el nombre, por ejemplo, de «Luminar de la sabiduría», «Árbol de la prudencia», etc. Para él lo interesante es poder mostrar dicho diploma a sus amigos, considerándose gracias a esto por encima de ellos.
La abundancia de príncipes soberanos, la tendencia del pueblo a dividirse y subdividirse en nuevas castas, necesariamente hostiles, la ambición de imaginarias distinciones y los profundos odios religiosos impiden la existencia de una acción común y un pensamiento único en los trescientos millones de seres que pueblan la India, los cuales jamás, durante su historia milenaria, se mostraron un momento de acuerdo.
Otra impresión profunda que el viajero se lleva de este país de riquezas abrumadoras, tan desigualmente repartidas, es el hambre, la feroz hambre de la India.
Puede decirse que el indostánico es el único hombre de la tierra que ha realizado el milagro de vivir casi sin comer. Los japoneses comen mal, pero comen. En la China se han conocido grandes hambres y aún se repite esta calamidad en algunos de sus distritos, vastos como naciones. Pero cuando el chino encuentra la ocasión de comer, absorbe todo lo que halla a su alcance, hasta cosas para nosotros inmundas, sin que ningún escrúpulo religioso dificulte su hartazgo.
El hambre en la India es epidémica. Todos los años se ceba esta calamidad en algunos de sus territorios, destruyendo centenares de miles de seres.
Al pasar junto a una de las provincias azotadas por el hambre vi un campamento de esqueletos todavía vivientes. Sus piernas eran dos cañas apoyadas en el grueso de las rótulas; las aristas de su costillaje y de su cráneo se marcaban como filos de cuchillo en la flácida envoltura de una piel seca, sin vestigios de los antiguos rellenos vitales.
La autoridad británica aprisca a estos rebaños humanos que huyen del espectro amarillo del hambre; hace lo que puede por sustentarlos, pero muchas veces no puede nada, y cada veinticuatro horas mueren extenuados mujeres, niños y viejos, con la misma horrible profusión que si hubiese caído sobre ellos el cólera o la peste. Sin embargo, no hay gente en el mundo que cueste menos de alimentar; ¡pero son tantos y se reproducen con tan inagotable rapidez!
En las calles de Bombay, donde siempre hay grandes edificios en construcción, he observado a los albañiles cuando llega el mediodía y puestos en cuclillas comen su almuerzo. Éste consiste en unos cuantos cacahuetes o un puñadito de arroz, que sostienen en la palma de su mano izquierda. Y para hacer durar el placer de la comida, el pobre indígena va tomando con los dedos su arroz, uno a uno, o pasea por su boca con lenta masticación el grano oleaginoso y tostado del maní.
Esto es todo. Su jornal suele consistir en varios anas, moneda que equivale a nuestras piezas de cobre. ¡Y si pudiese trabajar todos los días!… En la India nunca se halla en relación la abundancia de brazos con la demanda de trabajadores, y los más de éstos pasan varios días de la semana sin ocupación, lo que les obliga a reservar la mayor parte de su jornal, insuficiente muchas veces para las necesidades del día en que lo ganaron.
Desconocen los pueblos de Occidente una miseria como la del populacho de la India. Los pobres más pobres de nuestros campos, los mendigos más astrosos de nuestras ciudades, no podrían vivir una semana la sobria existencia del indostánico. Es demasiada hambre para un blanco. Pero estos indígenas, amenazados por toda clase de enfermedades epidémicas, mordidos por los reptiles venenosos en sus pies desnudos, explotados eternamente por sus rajás, ignorados por las autoridades británicas y sin medios de subsistencia, insisten en vivir, se han acostumbrado al hambre, yendo en aumento su cantidad de centenares de millones… y todavía el escrúpulo religioso les prohíbe nutrirse con alimentos animales, condenándolos a un escaso vegetarismo.
Tal vez sea el hambre la causa principal de que este pueblo haya vivido eternamente esclavo en el curso de su historia. El viajero Tavernier, al visitar en el siglo XVII la corte del Gran Mogol, después de haber admirado sus fabulosas alhajas, se fijó en la guardia del soberano, ricamente vestida. Los cuatrocientos mosqueteros y los lanceros que daban escolta al esplendoroso Shah Jahan le parecieron destinados a correr ante unas cuantas docenas de soldados de Europa.
Cuando presenció su comida en las dependencias del suntuoso palacio de Delhi, pudo explicarse tal flojedad. Un poco de arroz hervido era su alimento diario, y por su condición de musulmanes, osaban añadirle grasa caliente de vaca, pero con ridícula parquedad, hundiendo los dedos en una escudilla de dicho líquido antes de coger la bolita de arroz. Así se comprende que, pasado medio siglo, cayesen los persas sobre Delhi, quebrantando sin grandes esfuerzos al imperio de los Grandes Mogoles. Los guerreros de Tamerlán, que fundaron en la India el imperio turcomano, eran grandes devoradores de carne de yegua.
Luego de perderse la hegemonía de Delhi, los únicos guerreros indostánicos fueron los habitantes del Punjab, los sijs de Lahore, que prolongaron bajo nueva forma el poderío de los Grandes Mogoles.
Akbar «el Victorioso», a pesar de que era musulmán, intentó conciliar todas las religiones de la India, incluso el cristianismo y el judaísmo, dentro de una fórmula monoteísta más filosófica que religiosa. Un comerciante de Lahore, llamado Nanak, fundó después una religión semejante, la de los sijs o «discípulos». Esta secta, musulmana realmente tomó una organización militar, lo que era desconocido en la India, donde las numerosas divisiones del hinduismo y los devotos del budismo abominan de la guerra y todo derramamiento de sangre.
Los sijs, admirables soldados, crearon y sostuvieron un reino independiente en el Punjab, que se defendió de 1800 a 1839. La Compañía de las Indias tuvo que luchar mucho para someter al famoso rey de Lahore, que había nombrado generales de sus tropas a tres oficiales franceses procedentes del ejército de Napoleón.
Aún figuran los sijs como los mejores guerreros de la India, por no decir los únicos, y sus condiciones belicosas se deben tal vez a que prescinden del estricto vegetarianismo de los brahmanistas y comen carne; pero debe ser de cabra, respetando la vaca y el cerdo, como lo hacen sus compatriotas hinduistas y mahometanos.
Inglaterra trajo a Europa sus batallones durante la última guerra, y la administración militar se vio en grandes apuros para reunir todas las cabras exigidas por la manutención de tantos miles de sijs.
La llegada del vaporcito que va a llevarnos al Franconia interrumpe mis reflexiones. ¡Adiós a la India! Vamos a empezar dentro de media hora una vida completamente nueva.
Al poner el pie en la cubierta de nuestra ciudad flotante entraremos en plena civilización occidental, con sus refinamientos de higiene y bienestar.
Hemos pasado varios días sin beber agua pura. La botella de soda inglesa, las más de las veces recalentada por una atmósfera ardorosa, era lo único que podía apagar nuestra sed durante las excursiones por unas tierras donde nunca se sabe cuándo termina el cólera, la peste bubónica o la lepra, calamidades que fingen desaparecer y siguen ocultas hipócritamente para resucitar con ruidosa mortalidad.
Ya no tendremos que dormir en una banqueta de vagón, con las narices obstruidas y la garganta seca a causa de las mangas de polvo que entran por las ventanillas, forzosamente abiertas en un ambiente ardoroso. No más inquietud a la hora de acostarse viendo correr por los muros escorpiones o arañas enormes y temiendo que debajo de la cama esté oculta una de las najas que horas antes se balanceaban ante la escalinata del hotel. Nos esperan en el Franconia el hielo abundante y los ventiladores poderosos que ahuyentan el calor, el baño de agua purísima extraída de las profundidades oceánicas.
Vamos a ignorar durante una semana la existencia de la tierra suelta en la atmósfera, que mancha y asfixia. Nos abren los brazos para recibirnos la frescura y la limpieza.
Ya estamos en la ciudad blanca, toda blanca, de un blanco deslumbrador hasta en los lugares más secretos adonde vamos impulsados por groseras necesidades, que hacían dudar todas las mañanas al gran Alejandro de que realmente fuese dios, como decían sus aduladores. Nos liberamos al fin del majestuoso sillón agujereado y con brazos que aún conservan en la mayor parte de los hoteles ingleses de la India, con un indígena de gran turbante junto a la puerta dispuesto a retirar la entraña de loza apenas sale el cliente.
Cinco días se prolonga esta vida blanca, limpia, higiénica, sin otros olores que los de la ropa recién lavada y los ramilletes frescos colocados en las mesas del comedor. Marchamos con rapidez y al impulso de las máquinas se une el dulce empujón de un mar de popa que nos ayuda con el incansable y dulce asalto de sus olas. Pasan a lo lejos buques con rumbo opuesto al nuestro, luchando por abrirse paso a través de los muros azules que un mar de proa envía a su encuentro.
Una mañana vemos tierra a ambos lados del buque. Estamos en el mar Rojo. Por una ironía geográfica, es el mar más densamente azul que hemos encontrado en nuestro viaje. Su título de Rojo debieron inventarlo los egipcios que vivían al término de él, junto al istmo, a causa del desagüe del gran canal del Nilo. Como es un mar estrecho, bajo el cielo del Trópico y entre riberas que parecen arder por exceso de sol, sufre una gran evaporación, lo que concentra extraordinariamente la sal de sus aguas.
Entramos en uno de los dos canales que forma la isla volcánica de Perim, fortificada por los ingleses, la cual estrecha todavía más la boca angosta de este mar. Luego, a nuestra derecha, en la costa asiática, que es la del Yemen, vemos una ciudad árabe, toda blanca. Los minaretes de sus mezquitas cortan el cielo, intensamente azul, sin una nube, ascendiendo en rivalidad con una torre moderna de metal que debe de ser un faro. Estamos ante la famosa ciudad de Moca. Algún tiempo después vamos pasando junto a dos islotes altos y angostos, uno de los cuales tiene un faro en su cumbre. Ambos pitones se muestran agujereados como un panal; parecen enormes esponjas petrificadas; desde su cintura de espumas hasta su cúspide tienen el mismo aspecto de la piedra pómez. Los navegantes, por su proximidad y semejanza, los llaman «Los Dos Hermanos».
Nos cruzamos frecuentemente en este mar-callejón con grandes paquebotes que se dirigen a la India, Java o Australia. Van quedando detrás del Franconia dos vapores despintados y viejísimos, mendigos del mar, que se arrastran tosiendo humo por su asmática chimenea. Varios galeones de velamen oscuro, casco redondo, e incesante balanceo parecen acompañar a los vapores inválidos. Estos buques árabes pertenecen al cabotaje del mar Rojo y pasan muchas veces en unas horas, con un simple cambio de vela, de los puertos de Asia a los puertos de África.
Los vetustos vapores llevan sus cubiertas repletas de gentío, como si transportasen rebaños humanos. Son peregrinaciones musulmanas procedentes de la India o de los puertos del África intertropical que van a visitar La Meca, desembarcando un poco más arriba de Port Sudán, donde bajaré yo mañana.
Estas peregrinaciones marítimas a La Meca y los veleros árabes dan al mar Rojo un aspecto extraordinariamente exótico para los viajeros que vienen de Europa. Un mundo nuevo empieza para ellos. Nosotros venimos de dar la vuelta a la tierra, nos acercamos al término del viaje y el mar Rojo nos parece algo ordinario que vimos muchas veces, como si estuviese unido a nuestro pasado. Es tal vez porque al final de este callejón marítimo está el Mediterráneo, toda la vida europea, que encontraremos en el término de unas semanas, y podríamos ver antes de cinco días si continuásemos marchando en línea recta.
La noche en el sur del mar Rojo, entre la costa africana y la de la Arabia Feliz, ofrece una novedad inolvidable. El brusco salto del calor solar a la frescura nocturna produce una evaporación extraordinaria. El ambiente está impregnado de olores de sal recalentada y de marisco. Grandes peces de luminosidad azul, como si estuviesen untados de fósforo, corren junto a la proa, rivalizando en velocidad con el buque. Luego quedan atrás, entrecruzándose en sus jugueteos caprichosos.
Va aumentando la evaporación según avanza la noche y moja las cubiertas lo mismo que una lluvia. La vasta plaza triangular de la proa brilla como un espejo; toldos y tabiques barnizados chorrean bajo el aguacero invisible.
Brillan las luces eléctricas envueltas en un halo de humedad, mientras encima de la chimenea y los mástiles parpadean los astros en un cielo ardoroso de verano.
Mañana estaremos entre la Arabia Pétrea y la costa del Sudán. Mañana pisaré el suelo de África.