Los parsis y su mitra charolada.—El fuego sagrado.—Los magos de Zaratustra y sus purificaciones.—El jardín de la muerte. —Entierros sin tierra.—Los buitres devoradores.—Desfile de hombres blancos.—La isla de Elefanta y sus templos subterráneos.—Monumentos construidos con la piqueta en Ellora.—Las tribus perforadoras de montañas.
En las calles principales de Bombay, en los salones de los hoteles, en los cafés donde se reúnen comerciantes y en las puertas de los bancos se ven con frecuencia unos hombres pálidos, de tez amarillenta, levita blanca y una pequeña mitra forrada de hule, cuya parte delantera es más alta que la opuesta. Son los parsis, que practican la más antigua de las religiones existentes, últimos devotos del mazdeísmo, fieles a las enseñanzas y ritos de los magos y del fabuloso Zaratustra, llamado Zoroastro por un error de los traductores griegos.
No pasan de cien mil en Bombay y las poblaciones inmediatas, pero su importancia social y su prestigio se hallan muy por encima de su valor numérico. Hay muchos parsis millonarios. Algunos fueron ennoblecidos por la reina Victoria de Inglaterra con el título de baronet, desempeñando cargos importantes en el gobierno de la India. A uno de ellos, célebre por sus donativos y fundaciones filantrópicas, le han erigido una estatua en el centro de Bombay, y figura en dicho monumento con el morrioncito que sirve de distintivo a su raza.
Según cuentan, este tocado se lo impuso a los parsis, hace siglos, uno de los reyes indostánicos como signo de infamia. Fue algo semejante al sombrero amarillo que los reyes de Europa obligaron a usar durante varios siglos a los judíos. Los parsis, ahora que son ricos y libres, ostentan con orgullo el tocado servil de sus abuelos.
La pequeña mitra tiene la figura de un casco de caballo visto por delante, símbolo del corcel del monarca, que oprimía con su pata a estos vencidos.
Los parsis son los persas que no quisieron someterse a la dominación musulmana cuando los mahometanos, en su expansión victoriosa por el mundo de entonces, se apoderaron de la Persia. Una gran parte del país abjuró del mazdeísmo, su religión milenaria, sustituyendo a Zaratustra por Mahoma. Los ascendientes de los actuales parsis de Bombay huyeron de su patria para conservarse fieles a la religión de los magos, y durante muchos siglos fueron cambiando de residencia en las orillas del golfo Pérsico y del mar de Omán, según la acogida benévola o las persecuciones de los soberanos indígenas, hasta que finalmente el mayor núcleo se radicó en la naciente ciudad de Bombay, interviniendo en su desarrollo comercial y enriqueciéndose con sus progresos.
Se mantienen fieles a las prácticas de su religión antiquísima, y al mismo tiempo muestran un espíritu emprendedor y ágil, plegándose a todos los adelantos para explotarlos. En Bombay son banqueros y fabricantes, dirigen toda clase de establecimientos comerciales, desde los grandes almacenes a las pequeñas tiendas, y conquistan celebridad como médicos y abogados.
Las mujeres parsis se dedican, desde hace años, a las profesiones intelectuales. Muchas de ellas colaboran en los periódicos de la India, publicando novelas y versos. Como las hembras del país, así hinduistas como mahometanas, no quieren dejarse examinar por los médicos, el gobierno británico ha establecido en sus centros de enseñanza el estudio de la Medicina por las mujeres, y casi todas las doctoras que existen en la India son parsis. Al mismo tiempo que estos mazdeístas se enriquecen o adquieren un nombre ejerciendo las profesiones modernas, guardan su traje nacional como si fuese el distintivo de una casta superior.
Hay jóvenes parsis que son oficiales del ejército inglés, y cuando dejan su uniforme visten el mismo traje que sus padres. Los banqueros de Bombay reciben a sus clientes tocados con la pata de caballo forrada de hule. Las mujeres, aunque siguen la moda de Londres, no por eso abandonan los trajes parsis. Muchas van vestidas a la europea durante el día, y cuando asisten de noche a un banquete o una recepción ostentan las mismas galas que sus remotas abuelas.
Este traje es semejante al de las damas indostánicas, pero de mayor delicadeza en sus colores y con la originalidad de ser todo él de una sola pieza. Consiste en varios metros de seda blanca, violeta o rosa, que tiene los bordes galoneados de plata u oro, y todas ellas saben envolverse con heredada maestría en esta pieza de tela, que se arrolla a sus piernas como una falda, luego envuelve el busto y acaba por cubrir la cabeza en forma de manto, descansando su extremo sobre el hombro derecho. En realidad, lo último es lo que las distingue en la calle de las damas indostánicas, pues éstas colocan el extremo final de su manto en el hombro izquierdo. Para no ser infieles completamente a los adornos occidentales, llevan las parsis medias de seda y zapatos de alto tacón, dándoles tal anacronismo de su indumento un aire de europeas disfrazadas con traje oriental.
Estas gentes, casi siempre ricas, educadas en colegios modernos, que pasaron parte de su juventud en Londres o París, conocedoras de los últimos adelantos y que poseen en sus viviendas cuantas comodidades inventó el ansia de bienestar, siguen fieles a su religión, observando las mismas prácticas que los mazdeístas de hace cuatro mil años.
Sabido es que el mazdeísmo, o sea el culto del fuego, impone una serie de purificaciones, tan numerosas y tan largas, que resulta lógico preguntarse si los parsis las cumplen con rigor, pues su observancia absoluta parece reñida con el trabajo. El parsi debe purificarse de cuantos contactos impuros sufre durante su jornada, y de hacerlo así exactamente, no le quedaría tiempo para otra cosa.
Declara la religión mazdeísta el fuego, la tierra y el agua elementos sagrados, considerando un sacrilegio atentar contra ellos con la más leve suciedad. Cuenta Plinio que en los tiempos mejores de Roma un mago no quiso ir embarcado a la capital del mundo por miedo a ensuciar las aguas marinas con sus deyecciones. Las mujeres parsis, al llegar el momento de su impureza mensual, son relegadas a la pieza más oscura de la casa, no osando ponerse en contacto con su familia sin haber realizado antes largas y complicadas purificaciones, e iguales ceremonias de higiene religiosa deben observar minuciosamente luego de sus partos.
Quemar, sumergir o enterrar los cadáveres representa para su religión la mayor de las abominaciones, pues con ello se ensucia el fuego, el agua o la tierra. Por eso exponen sus muertos al aire en las famosas Torres del Silencio, para que los buitres los devoren, dejando únicamente los huesos, que acaban por disolverse en un pozo especial.
Son innumerables las precauciones religiosas que han de observar los parsis cuando muere un individuo de su familia. Tienen que luchar con la mosca que toca el cadáver y después se posa en los vivos; deben combatir igualmente toda clase de roces impuros. Poco antes de la muerte, el sacerdote parsi, heredero de los antiguos magos, hace recitar al moribundo una confesión de sus culpas, y derrama el haoma o bálsamo divino en su boca y sus orejas, extremaunción que data de miles de años, siendo tal vez una de las fuentes del mismo rito cristiano.
Al volver a Bombay nos permiten visitar el jardín donde se levantan las Torres del Silencio. Nadie penetra en su interior, exceptuando a los parsis inferiores que trasladan los cadáveres. Cuando el futuro Eduardo VII visitó el Imperio de las Indias como príncipe de Gales, los sacerdotes parsis ordenaron la fabricación de un pequeño modelo representando dichas torres interiormente, pero sin permitir que se acercase a ellas. Este modelo ha quedado expuesto en una plazoleta del jardín, y gracias a él podemos imaginar cómo son por dentro tales circos fúnebres.
El jardín mortuorio ofrece un aspecto alegre. Sus bancos de azulejos, sus arriates floridos, sus árboles oscuros con guirnaldas de rosas, le dan cierto aire de jardín andaluz. Pero basta levantar la cabeza para que se desvanezca tal parecido. En todas las ramas gruesas descansa algún buitre enorme, hinchado por su excesiva alimentación. Otras aves de presa de igual especie, con la misma gordura odiosa, se dejan ver a lo lejos, formando una cornisa viviente sobre el filo circular de las Torres del Silencio.
Los buitres son los amos del vasto jardín. Descansan esperando los cortejos fúnebres, y apenas ven avanzar la columna de hombres vestidos de blanco por un camino cercano, todos se reaniman, mueven sus alas potentes y vuelan hacia las torres para satisfacer por breves horas una voracidad insaciable.
Pasamos entre flores, por senderos enlosados de ladrillos rojos. Un perfume primaveral surgido de los arriates multicolores nos hace detener el paso para aspirarlo. Luego, la presencia de un buitre en una rama baja nos obliga a reanudar la marcha. Parece dormido, pero tememos que conserve en el pico alguna piltrafa de su reciente y horrible comilonga y la deje caer sobre nuestra cabeza.
Un mago de levita negra, cerrada hasta el cuello como una media sotana, con la pequeña mitra de charol y gafas de oro, sale a recibirnos. Tiene la sonrisa excesivamente amable, la palabra untuosa, la falsa modestia que parecen ser propiedad común de los servidores de todos los cultos, y nos explica el ceremonial de estos entierros, en los que para nada figura la tierra.
Existe junto a la entrada del jardín un edificio desprovisto de signos exteriores. Es un templo mazdeísta en honor del fuego. Arde en su interior una pequeña hoguera de combustibles preparados por los magos, cuyo tizón original fue traído hace muchos siglos de la Persia, siguiendo a la tribu errante de los parsis en su éxodo de aventuras y persecuciones.
El fuego de los templos mazdeístas sólo puede ser preparado por los sacerdotes, y éstos apelan a las más minuciosas precauciones para que conserve su pureza, tocándolo con las manos enguantadas, conteniendo la respiración para que no reciba ningún miasma humano. Los camilleros que llevan los cadáveres al circo del devoramiento viven aquí, aislados de sus correligionarios, no pudiendo pasar más allá de la verja del jardín. Si necesitan bajar a Bombay, deben entregarse antes a purificaciones que exigen varios días.
Vemos de lejos las Torres del Silencio. Avanzamos hasta donde nos lo permite el mago de levita. Son cinco las torres, y una de ellas, la más pequeña, está destinada a los cadáveres de los suicidas.
Todas son más extensas que altas. El muro exterior asciende sólo unos metros, y no tiene más abertura que la de su puerta única, que es pequeña, y está situada muy por encima del nivel del suelo, casi en la mitad de su altura, llegándose a ella por una rampa.
Examinamos su interior en el modelo construido para el futuro monarca inglés. Son iguales a un circo. El lugar del graderío lo ocupan tres fajas de nichos horizontales, semejantes a los alvéolos de un panal, y estos tres peldaños de sepulcros descienden como un embudo hasta el centro de la torre, donde se abre un pozo.
El círculo más alto, que por su posición resulta el más extenso, tiene los alvéolos mayores. En ellos se depositan los cadáveres de los hombres. El segundo círculo es para las mujeres, y el tercero, junto al foso, o sea, el más reducido y de oquedades más pequeñas, se destina a los niños.
Después de las ceremonias religiosas en el templo del fuego, junto a la entrada del jardín, el cadáver es despojado de sus ropas, y la familia y los amigos se despiden de él, confiándolo a los portadores especiales de la necrópolis parsi. Éstos, que son cuatro, se lo llevan por los senderos floridos.
Tiemblan las copas de los árboles; suena la atmósfera como una tela inmensa sacudida violentamente; nubes oscuras surgen de las frondosidades; un batir de alas doblega los grupos de arbustos. Toda la ciudad de los buitres ha despertado y sigue a los cuatro conductores vestidos de blanco y a su parihuela cubierta con un sudario de igual color que oculta el cadáver. La ruda muchedumbre alada se balancea en el aire, dudando entre las varias torres, hasta que la marcha de los sepultureros les indica dónde será el lugar de su banquete.
Se ennegrece la torre elegida bajo el tropel de pajarracos que pliegan sus alas cayendo sobre el borde del muro. Los cuatro hombres blancos penetran en el circo del silencio, depositan el cuerpo en uno de los huecos del triple graderío y se retiran, cerrando la puerta.
Apenas suena la hoja de madera ajustándose otra vez al quicio, toda la horda voladora de picos de hierro alineada en el filo de la torre se deja caer en su interior para suprimir el cadáver, haciéndolo pasar por sus estómagos.
Uno de los empleados del jardín de la muerte nos cuenta cómo estos colaboradores feroces sólo necesitan tres cuartos de hora para dejar un esqueleto completamente mondo. Lo primero que atacan son los ojos. Se baten entre ellos por conseguir esta presa preciosa. Luego, su mejor suerte es abrir un desgarrón en el abdomen, metiendo la cabeza por el final del costillaje.
Penetran en las torres todas las mañanas los portadores de cadáveres para barrer los huesos escuetos y amarillos, arrojándolos en el pozo central. La humedad y el sol de la India ayudan poderosamente a la desaparición de los residuos calcáreos, disgregándolos de tal modo, que transcurren muchos años sin que suba gran cosa el nivel de este depósito de osamentas.
El sacerdote de sonrisa untuosa nos invita de pronto a abandonar el jardín cuanto antes. Han venido a avisarle que un cortejo fúnebre sube por la cuesta de la avenida inmediata. Los que no pertenecen a la religión parsi deben alejarse.
Nos cruzamos fuera del jardín con la fúnebre procesión. Carece de aspecto terrorífico, a causa tal vez de que el color negro no existe en ella. Todos van vestidos de blanco, y el mortuorio cortejo, visto a cierta distancia, parece un desfile de cocineros. Los portadores del cadáver visten igualmente de blanco, y blanca es también la parihuela que llevan en hombros. Detrás marchan de dos en dos parientes y amigos, manteniéndose unida cada pareja por un pañuelo que va de mano a mano como símbolo de alianza… Y nada más. Ningún emblema que recuerde a la muerte. Resulta difícil imaginarse que algunos metros más arriba, al final del paredón rojizo, sobre cuyo borde asoman árboles y flores, cientos de pajarracos voraces, hinchados de carne humana, empiezan a despertar avisados por su instinto del próximo banquete.
Los del cortejo fúnebre verán los buitres unos momentos solamente, alejándose luego; pero todos, siguiendo un turno fatal, volverán algún día, como el que ocupa ahora la camilla blanca. Su destino religioso es desaparecer en los estómagos de estos pajarracos, que devoran familias enteras, el abuelo, el padre, el hijo, y mueren a su vez, dando vida a otras aves para que consuman los parsis que irán naciendo.
Me cuentan que ciertos mazdeístas jóvenes, cruelmente obsesionados por esta práctica mortuoria, han creado un partido que pide la cremación de los cadáveres como la realizan los indos; pero los más ricos e influyentes de su raza siguen fieles a las tradiciones de una religión que les hizo abandonar hace siglos la tierra madre, arrostrando peligros y dolores, y se niegan enérgicamente a dicha reforma.
Toda religión que transige se expone a morir. Por eso las Torres del Silencio seguirán existiendo, y sus gordos y repugnantes pensionistas no corren peligro por ahora de que una modificación de las costumbres les prive de su pasto.
En la rada de Bombay visitamos a Elefanta, la isla de los templos tallados en la roca. Hay que subir una ruda escalera para llegar al famoso subterráneo sagrado, vasta sala de granito sostenida por columnas macizas labradas en la misma piedra. Una luz suave se desliza por los agujeros de la montaña a través de la arboleda exterior.
Los muros están cincelados con la profusión del arte hinduista, repitiéndose los motivos indefinidamente. Aparte de estos relieves, quedan casi intactas varias esculturas religiosas: un Shiva gigantesco, con tiara monumental, teniendo apoyada en su pecho a Parvati, la más dulce de sus esposas; la triple figura de la Trimurti, Brahma creador, Visnú clemente, Shiva destructor, y en el lugar más sombrío la figura de Ganesa, el dios de la Sabiduría, con cara y trompa de elefante, al que rodean varios grupos de mujeres.
Otro templo más pequeño, cuya entrada tiene un cortinaje natural de lianas, está flanqueado por dos leones de piedra en hierático reposo. Dentro de él varias estatuas mutiladas guardan una expresión de vida intensa.
Para explicar los guías esta rotura de imágenes, dicen que fue obra de los portugueses acuartelados en la pequeña isla de Elefanta, cuando fundaron Bombay, por considerarla punto de mejor defensa que la tierra firme. Tal vez sea verdad que la pasión religiosa aconsejó a soldados ignorantes esta mutilación de ídolos, pero más verosímil parece que el tiempo y la desagregación natural de la roca han causado muchos de los actuales desperfectos.
Lo más asombroso en los templos de Elefanta es el colosal esfuerzo realizado por la arquitectura indostánica troglodita. En la época fabulosa de la India prefirieron los constructores perforar los edificios a levantarlos, convirtiendo las montañas en templos.
Elefanta y Ellora representan las dos obras más admirables de esta arquitectura realizada a golpes de piqueta. El templo de Ellora en el Nizam fue en su origen una sucesión de celdas abiertas por un pueblo de eremitas en el seno de la montaña. Estas células rocosas acabaron por ornarse con adornos escultóricos. Al sucederse las generaciones de faquires incansables, el excavador se convirtió en estatuario.
Durante siglos y siglos la roca fue roída, no dejándola más que el espesor preciso para murallas y tabiques, y finalmente se convirtió en un edificio como los que se levantan sobre cimientos. La montaña de Ellora, transformada de esta suerte por miles y miles de artistas pacientes, no tuvo al fin una pulgada de roca que no hubiese recibido la caricia del cincel, creándose infinitas muchedumbres de dioses y sirvientes celestiales. Hoy el templo es un monolito colosal, una montaña agujereada como una colmena, y todas las celdas guardan en sus paredes la tenaz labor de incontables generaciones, que, con el pensamiento puesto en sus dioses, los hicieron vivir de nuevo sobre la piedra.
Esta arquitectura subterránea fue tal vez un resultado de la vida llena de aventuras y peligros que una naturaleza cruelmente virgen y hostilmente exuberante hizo sufrir a los primeros pobladores de la India. Los grandes desbordamientos de los ríos, el miedo a las bandas de tigres y a las serpientes gigantescas, la necesidad de mantenerse en lugar seguro y nutridos para no arrostrar las torturas del hambre, obligaron a muchas tribus a vivir al pie de cordilleras casi verticales. Y para dar forma material a su misticismo religioso perforaron la roca durante siglos y siglos, hasta que de santuario en santuario acabaron por salir a la luz, al otro lado del obstáculo, encontrando nuevas tierras, nuevos horizontes.