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El Taj Mahal

Shah Jahan, el Gran Mogol de las obras maravillosas.—Riquezas del palacio de Agra.—El místico monumento del amor.—Historia de Shah Jahan y su esposa Arjumand Banu.—Romántico final del emperador artista.—Una montaña blanca de mármol sobre la tumba de dos enamorados.—El jardín del Taj Mahal visto de día.—La ruinosa ciudad de Sikandra y el subterráneo de Akbar el Victorioso.—Prestidigitadores, mercaderes y faquires ante la terraza del hotel.—El Taj Mahal bajo la lluvia láctea de la luna.—Voces acuáticas en la noche.—Y este prodigio se repetirá para otros en el curso de los siglos… y yo no lo veré más.

De los descendientes de Tamerlán, el más famoso fue Akbar, conquistador de gran parte de la India. Nunca se vio tan poderosa y respetada la dinastía de los Grandes Mogoles como bajo su reinado, y la residencia favorita de Akbar «el Victorioso» fue Agra.

Gracias a esta predilección y a la actividad constructora de su nieto Shah Jahan, el emperador artista, Agra rivalizó en el siglo XVII con Delhi, y hasta la sobrepasó al ser erigido en sus alrededores el célebre monumento fúnebre llamado Taj Mahal.

Actualmente, el palacio-fortaleza de los Grandes Mogoles en Agra se conserva mejor que el de la antigua metrópoli del Imperio. Los ingleses no han instalado en él centros administrativos, como en la capital del virreinato, dejando a jardines y pabellones su melancolía de alcázares abandonados, algo ruinosos, pero sin aditamentos anacrónicos que los deshonren.

Las mezquitas y las calles de la ciudad conservan igualmente gran parte de la fisonomía que tuvieron hace tres siglos. Los vecinos de Agra viven más apartados de la influencia inglesa que los de Delhi. Fuera de la ciudad existe un barrio puramente británico, como ocurre en todas las metrópolis importantes de la India. Es el llamado «campamento», donde se aglomeran los cuarteles de la guarnición, los edificios ocupados por las autoridades y los hoteles.

Como la fortaleza-palacio de Agra fue olvidada por los ingleses, su exterior revela ruina y abandono, más que la de Delhi, pero al mismo tiempo evoca con mayor intensidad la época esplendorosa de los soberanos mogoles. Los fosos están llenos de agua verde. En su doble muralla rojiza, las almenas de forma ojival y los remates de los palacios muestran hondas roeduras del tiempo, pero no han sufrido ninguna profanación. Las fachadas, partidas por fajas horizontales de rojo tostado y amarillo sombrío, tienen como remates cúpulas blancas y doradas. Sobre cada almena hay un cuervo que grazna como si conversase con sus otros congéneres alineados sobre los aleros. En lo alto de las portadas se agitan familias de monos, que parecen dar la bienvenida al visitante con sus cabriolas y chillidos. Por las planicies enlosadas inmediatas a las puertas corretean ardillas o saltan confiadamente bandas de pequeños pájaros buscando briznas para los nidos que fabricaron en lo alto de las murallas. Ninguno de ellos huye ante el paso del hombre. Se dejan agarrar inocentemente, como si su instinto defensivo ignorase la maldad humana. El respeto de los indostánicos para todos los seres vivientes ha acabado por suprimir, en el curso de los siglos, la alarma natural de los animales.

Tiene la fortaleza de Agra una Mezquita Perla, más famosa que la de Delhi, la Moti Masjid, levantada por Shah Jahan. El nombre de este Gran Mogol suena inevitablemente en todos los lugares interesantes de Agra. Él mandó construir los mejores salones del palacio, las mezquitas y tumbas más ostentosas de los alrededores, y sobre todo, el Taj Mahal. Hasta el trono del Pavo Real, empezado siglos antes, en tiempos de Tamerlán, recibió de él su forma definitiva. Pasó la existencia construyendo, llevando a la realidad todos sus ensueños de déspota sentimental y poético. Al principio disipó alegremente las riquezas atesoradas por los Grandes Mogoles; en los últimos años de su vida, su hijo y sus cortesanos se sublevaron contra él, asustados de tanta prodigalidad.

La Mezquita Perla de Agra no asombra como la Gran Mezquita de Delhi a causa de sus enormes proporciones. Es bella por su simplicidad y la armonía de sus diversas partes; toda ella de mármol, pues Shah Jahan no empleó otra materia en sus obras. Sólo tiene tres muros, y el frente principal está abierto, apoyándose su techumbre en las pilastras de los arcos, múltiplemente trebolados. Estas pilastras son de una sola pieza, y resulta difícil explicarse cómo pudieron ser extraídas de las canteras, masas tan enormes y de tan armónicas formas, sin una grieta, sin una muesca reveladora del colosal trabajo que les dio vida y las trajo hasta aquí.

Frente al espacio abierto de la Mezquita Perla se extiende un gran patio, que tiene una pila de abluciones en el centro. Como el edificio fue construido con su fachada al oriente, en el momento que lo visitamos proyecta el sol matinal sobre su pavimento blanquísimo las fajas de sombra algo oblicuas de sus pilastras y sus arcos lobulados. Después vamos avanzando de salón en salón por el palacio de Shah Jahan. No hay aquí azulejos ni alicatados de alabastro como en otros monumentos musulmanes. Todo es mármol, siempre mármol. Los Grandes Mogoles no admitieron otro material constructivo.

El signo de Salomón se repite en las portadas, como si fuese el sello de la dinastía mogola. Sólo un patio de estilo indostánico está pintado de rojo. El resto del palacio es blanco, con vegetaciones de mármoles policromos y metales. En algunos sitios vemos huellas de flores de joyería, como las de Delhi, que también fueron robadas.

Influenciado Shah Jahan por la lejana arquitectura de Occidente, construyó algunos de sus pabellones con dos pisos. La fama de su corte atrajo a varios artistas vagabundos de Europa, arquitectos y pintores, entre ellos un renegado, Agustín de Burdeos, que trabajó en este edificio y tal vez en el Taj Mahal. Los pisos altos tienen balconajes de piedra. El ala del palacio dedicada a las mujeres guarda aún intactas sus galerías superiores, dando sobre un gran patio cuadrado. Todos los joyeros de la India venían en determinados días a exponer sus tesoros sobre el suelo de este patio, y las esposas y favoritas del Gran Mogol, asomadas a los ventanales, examinaban de lejos sus alhajas, designando las que eran de su agrado para que las adquiriese el emperador.

Los baños conservan su techo de bronce. Las paredes de mármol están vaciadas, brillando láminas de cristal a través de los complicados dibujos de su blonda pétrea. Caminamos por la primera sección de unos subterráneos, cuyas escaleras bajan hasta el río. Estas galerías de escape servían a los déspotas magnificentes para vivir algunas horas en humilde incógnito, bajando disfrazados a la inmediata ciudad; pero hace muchos años que fueron cegadas por el desplome de sus bóvedas.

Visitamos otros baños, en los que apenas logra penetrar un ligero rayo de luz por la bóveda altísima. Avanzamos a oscuras; nuestros guías encienden lámparas de magnesio, y a su breve resplandor vemos que las paredes son de mármol y oro, una magnificencia destinada a permanecer la mayor parte del tiempo muerta en la sombra, y que únicamente podía resucitar a capricho del Gran Mogol.

Es asombroso el vaciado del mármol en los palacios y mausoleos de Agra. No se comprende cómo la delgada lámina de piedra ha podido soportar tantas y tan complicadas perforaciones sin partirse. Las ventanas, los arcos de los miradores, los tragaluces, tienen cortinajes de mármol, pues en justicia tales cierres merecen más este nombre que el de rejas. Ofrece el mármol los sutiles dibujos del encaje, se extiende ante la luz del sol como una cortina de blondas, y tal es su ligereza, que hasta parece que el viento va a hacerlo ondear.

Construyó el Gran Mogol su sala del Diván, lo mismo que en Delhi, para recibir a los solicitantes y resolver los asuntos públicos; pero el atractivo de la naturaleza aconsejó al poético Shah Jahan establecer otro Diván en lo alto de la muralla, teniendo a sus espaldas la campiña y frente a él un patio con dos pisos de arcadas, en el que se mantenía de pie la muchedumbre de sus cortesanos y los visitantes de las provincias.

Desde aquí vemos a nuestros pies los fosos de agua verde siguiendo el contorno del primer recinto de murallas rojas con torreones salientes rematados por cúpulas. Sobre el camino de esta primera cortina defensiva se alza la segunda muralla, en cuyo lomo estamos, y más alto una sucesión de cúpulas doradas sostenidas por columnitas blancas, que rematan el exterior de la fortaleza. A partir de los fosos se extiende la vega de Agra, que corta el Yamuna con sus revueltas. Desfilan por los caminos caravanas de camellos, que parecen desde esta altura rosarios de hormigas rojas. En el fondo del paisaje, junto a la última curva del río, se levanta algo vaporoso, blanquísimo, como una vedija de nube caída en el suelo, una cosa irreal, un copo enorme de jabón que se mantiene erguido contra todas las leyes de la gravedad, formando una burbuja hemisférica flanqueada de cuatro puntas agudas. Es el Taj Mahal, el místico monumento del amor.

Todos los que visitan Agra sienten cierta impaciencia durante su correría por el palacio de los Grandes Mogoles, examinando con rapidez sus esplendideces, y cuando pasan ante las ventanas miran instintivamente a la campiña, buscando una silueta vaporosa en el último término de los serpenteos del Yamuna. Es que desean ver el Taj Mahal. De no existir este monumento, los más de los viajeros olvidarían la existencia de Agra.

Un interés sentimental, una atracción romántica parece desprenderse del citado monumento. Más que su belleza arquitectónica, admiran los visitantes la intención de su constructor. No existe nada en el mundo que pueda compararse con el Taj Mahal. Todos los grandes amorosos que vivieron en la realidad o fueron creados por la poesía nos han dejado la historia de su pasión, pero no un palacio de ensueño que la perpetúe. Shah Jahan es el único que pudo crear un monumento gigantesco como testimonio de su amor.

Ofrecen los vendedores de Agra pequeños retratos, pintados sobre marfil, de este Gran Mogol que representó dentro de su dinastía las más nobles pasiones, y de su bella esposa Arjumand Banu. Ella tiene los mismos ojos rasgados en forma de almendra de todas las beldades orientales, y un cutis de leche y rosas. El emperador artista es un guerrero de elegancia árabe, con sedosa barba, nariz aguileña, el pecho cubierto de collares de perlas y un turbante a fajas de diversos colores rematado por un diamante enorme que sostiene varias plumas blancas.

Cuando Shah Jahan no era más que un príncipe con pocas esperanzas de reinar, se casó por amor con Arjumand Banu, doce años antes de subir al trono de Delhi. La princesa murió sin conocer las dulzuras y honores gozados por las emperatrices mogolas, y su viudo quiso ofrecer a su memoria un testimonio de amor inaudito, algo nunca visto en la historia de ningún pueblo. Para ello, ordenó a su gran arquitecto Ustud Isa la construcción de este monumento, todo de mármol, enorme como las catedrales de Occidente, sin otro destino que el de albergar un pequeño cadáver cuyo recuerdo llenaba su vida.

Veinte años se invirtieron en la ejecución de tal prodigio. El valor de sus materiales no fue calculado nunca. El salario de los obreros ascendió a dieciocho millones de francos oro, y hay que tener en cuenta el valor de la moneda en aquellos tiempos, considerablemente superior al de la época presente, y la baratura de la mano de obra en las naciones asiáticas.

Muchos años después, el romántico Shah Jahan, que había vivido siempre entre esplendores, conoció la desgracia como ninguno de los soberanos orientales. El país se alzó contra él, asustado de sus caprichos artísticos, de sus construcciones interminables, de la generosidad con que esparcía las riquezas. Uno de sus hijos se puso al frente de la insurrección, arrojándole del trono. Viejo y enfermo, se defendió Shah Jahan cuanto pudo en la ciudadela de Agra, y al morir, su cuerpo fue colocado en el Taj Mahal, junto al de su primera esposa, cuya imagen había perdurado siempre en su memoria. Tal fue el respeto inspirado por este amor, que su hijo y sus adversarios obedecieron la última recomendación del Gran Mogol sentimental y vencido.

Es el Taj Mahal un monumento de arquitectura árabe, una mezquita más alta que todas las mezquitas existentes, cuadrada, con gran cúpula y cuatro minaretes ocupando los ángulos de la enorme plataforma que le sirve de base. Y sin embargo, difiere completamente de las construcciones de la citada arquitectura a causa del carácter especial que le da el mármol, única materia empleada en su construcción. Parece asentarse en el suelo con más pesadez que los edificios brillantes y frágiles de azulejos y alabastro. Al mismo tiempo resulta más ligero y vaporoso que éstos, cuyas techumbres se componen de gruesas tejas barnizadas.

Resulta imposible expresar con palabras la blancura del monumento, una blancura nítida, irreal, sólo comparable a la de las nubes en el cielo del mar Mediterráneo, a la de la leche recién ordeñada, a la de la espuma de las olas, a la de la luna en las noches invernales.

Existe en torno al monumento una ciudad desierta, toda ella de edificios rojos, que contrastan con la nitidez del monumento central. Son hospederías que ocupaban en otro tiempo los peregrinos venidos a admirar la tumba de la amada emperatriz, mezquitas construidas para las tribus de obreros que trabajaron en el Taj Mahal, tumbas secundarias de personajes mogoles que suplicaron ser enterrados cerca de su romántico emperador.

Un edificio rojo, con arabescos de diversas tintas, que en realidad no es más que una puerta gigantesca, da entrada a los jardines del Taj Mahal. A ambos lados de dicha portada se extienden los claustros rojos de esta ciudad desierta, abundante en ecos, que sirve de escolta muda al monumento y hace recordar las enormes muchedumbres que se agitaron y trabajaron aquí para levantar la montaña blanca.

Al otro lado de la portada vemos un jardín largo y rectangular, con avenidas y sendas pavimentadas de mármol, en el cual tiene el agua un valor decorativo equivalente al de la vegetación. El centro lo ocupa un gran arroyo, extendiendo su recta lámina entre orillas marmóreas hasta la escalinata terminal que asciende a la meseta del monumento. La gigantesca masa blanca con su cúpula y sus cuatro minaretes se refleja invertida en él con entera fidelidad. Cuando la brisa hace ondear este espejo acuático, la obra de Shah Jahan tiembla en su fondo con la nacarada luminosidad de una boca que sonríe, alejando toda idea de muerte. A ambos lados del pequeño río veo arroyos secundarios orlados de la misma piedra, entre platabandas de flores, y las arboledas predilectas de la jardinería oriental, arrayanes, laureles, álamos.

De lejos, la blancura del Taj Mahal es absoluta, y esto le da por exceso de nitidez una apariencia vulgar. Evoca el recuerdo molesto de ciertos juguetes hechos con pasta de mármol artificial o con estearina. Pero según avanzamos por el jardín, se van destacando sobre sus muros incrustaciones de ramajes policromos, arabescos de vegetación, hechos igualmente con mármoles de colores. Puertas y ventanales tienen en torno a sus arcos de herradura inscripciones árabes que parecen pintadas con tinta y son de mármol negro admirablemente acoplado en el otro mármol de láctea blancura.

Este mausoleo gigantesco, dedicado a un cadáver único, está construido de modo que sólo tiene en su parte central, debajo de la cúpula, una capilla para la tumba. El resto no existe, forma un macizo, por haber creído su arquitecto superflua e irreverente la existencia de todo otro hueco junto al sepulcro de la emperatriz.

En muchos países considerarían lóbrego el interior del Taj Mahal, pero aquí su cúpula está bajo el cielo de la India, y la luz llega hábilmente cernida por las celosías de piedra, envolviendo en una penumbra dulce y continua el sepulcro de los dos esposos. Alrededor de éste existen las balaustradas de mármol, mejor dicho, las paredes de mármol vaciado más prodigiosas de todo el Indostán. El hierro forjado, el bronce, cuantas materias maleables se conocen, no pueden prestarse a un trabajo más prodigioso que el de este mármol blanco incrustado de pedrerías, que ofrece la misma labor de las verjas de ciertas catedrales.

Sobre la tumba de los dos enamorados arde día y noche una gran lámpara de plata, cuyos adornos son imitación de la labor pétrea de la verja, regalo que costearon numerosos admiradores modernos, británicos o indos, de esta pareja amorosa.

Pienso en ella y en la fuerza arrolladora del amor al salir de esta penumbra color de ámbar gris que desciende de la bóveda. Shah Jahan, príncipe mahometano, era polígamo. Tuvo cuantas mujeres quiso. El harén del Gran Mogol recibía hembras de todas las provincias indostánicas y de lejanas naciones. Además, la infortunada princesa Arjumand Banu fue una insistente madre de familia. Al morir creo que dejó ocho o nueve hijos. Y no obstante todo esto, el hermoso Shah Jahan la amó en vida sobre todas las mujeres, y aún la amó más luego de muerta, levantando en su honor esta maravilla arquitectónica.

Ninguna mujer podrá aspirar nunca a un homenaje más grande. Hay algo de místico en esta glorificación costosa e imperecedera. Shah Jahan vivió el resto de su existencia como un Gran Mogol; visitó normalmente su harén, poseyó mujeres a centenares, conociendo cuantos deleites puede proporcionarse un déspota asiático; pero ¡ay, la dulce compañera de los años juveniles!… Y como símbolo de la pasión suprema de su vida, quiso que el monumento fuese del color que parece más alejado de la materia, del que representa los sentimientos más puros.

Nos alejamos del Taj Mahal. Ya lo hemos visto bajo el sol. Volveremos a las nueve de la noche, y como estamos en un período de luna llena, nuestros guías hablan con entusiasmo de esta segunda visita. Además, las autoridades de Agra van a hacer correr esta noche las fuentes y arroyos del jardín en honor de nosotros, espectáculo extraordinario que sólo se repite de tarde en tarde.

Visitamos en la campiña de Agra varias poblaciones muertas y numerosos mausoleos. Es más feraz que la de Delhi; su tierra roja sustenta copudos huertos de naranjos y los caminos tienen árboles frondosos. Pero también abundan aquí las ruinas, aunque no tanto como en las inmediaciones de Delhi.

Vemos Sikandra, ciudad moribunda, a veinte kilómetros de Agra, donde fue enterrado Akbar «el Victorioso», abuelo de Shah Jahan. Sobre sus casas agrietadas o en escombros se alza una mezquita roja, lo único notable de Sikandra. Dentro de ella existe la tumba figurada de Akbar, que visitan los peregrinos; pero el cadáver está abajo, en una cripta débilmente iluminada, como la bóveda del Taj Mahal.

Aquí la decoración fúnebre es más ruda y terrorífica que en el gran mausoleo blanco. El cadáver de «el Victorioso» lo dejaron en dicho subterráneo provisionalmente, mientras se construía una tumba digna de su fama, y así ha quedado desde hace siglos. El féretro, cubierto con tapices, tiene encima un pequeño farol, que arde día y noche, y parece no esparcir luz, marcándose en las tinieblas como débil pincelada roja.

No hay nada más en la última morada de este conquistador que se creyó dueño del mundo. Un agujero que parece de chimenea sube hasta el atrio del templo, y por este orificio se desliza la luz azulada de un eterno anochecer. Lechuzas y murciélagos descienden por dicho respiradero y aletean asustados cuando alguien penetra en la fúnebre mazmorra, asustándolo a su vez con su ruidosa alarma.

Pasamos el resto de la tarde y las primeras horas de la noche en nuestro hotel, situado en el «campamento», fuera de Agra. Todos los que viven de las curiosidades del forastero han invadido el jardín al enterarse de la llegada de nuestro grupo. Se alinean frente a la escalinata con ruido discordante de feria. Suenan gaitas de encantadores de serpientes; un viejo habla sin cesar en indostano, agitando un pandero, y en torno de él danzan varios monos. Enjuto y de mirada ardiente, un faquir hace evolucionar con sus mandatos a una banda de pajarillos. Los despide uno a uno, como si arrojase piedras, luego los llama moviendo simplemente un dedo, y la turba aleteante vuelve, cual si comprendiese tal lenguaje.

Llegan dos niños, de ocho a diez años de edad, llevando un palo en sus hombros, del que penden dos bolsas rojizas cuyo peso apenas pueden sostener. Son aprendices de sapwalas. Su padre ha muerto, dejándoles como única herencia estas bolsas de reptiles. Y los dos chicuelos de ojos negros y piel de color canela, hermosos con la belleza graciosa de la infancia oriental, van extrayendo de sus sacos unas serpientes más grandes que ellos. Pretenden hacerlas bailar, sin éxito, y acaban por levantarlas del suelo con ambas manos y pasearlas erguidas, cual si fuesen candelabros. Una mujer seca y escurridiza, que tiene ojos de bruja, los contempla con aire de simple espectadora. Es la madre, que les acompaña de lejos para incautarse de la colecta.

Han acudido varios faquires andrajosos, con cabellera sucia y encrespada en forma de bola, tan flacos, que la piel de su tronco se introduce entre costilla y costilla formando líneas de sombra.

Este nombre de faquir es árabe, y significa «pobre», mas el faquir indio ha existido numerosos siglos antes de la invasión musulmana, con el título de yogui, o «contemplativo». Muchos de ellos viven entregados a la austeridad y los sufrimientos, imponiéndose horribles maceraciones, pero los más son vagabundos mendicantes que van por toda la India, de santuario en santuario, confiando su nutrición al respeto con que les mira la muchedumbre, predispuesta a creer en sus acciones prodigiosas.

Las maravillas de los faquires son generalmente falsas. Ninguno de ellos se ha atrevido a repetirlas ante comisiones preparadas para una vigilancia severa. Sus prodigios son únicamente para los del país y para ciertos extranjeros inclinados a admirarles. Los hay, no obstante, que saben ejecutar algunas cosas extraordinarias, más del dominio de la prestidigitación que del milagro.

En lo único que los faquires santos resultan admirables es en austeridades y privaciones. Hay yoguis que ha estado doce años de pie, sin sentarse ni acostarse. Otros permanecieron igual número de años con los brazos unidos sobre la cabeza. Sus uñas, después de este tiempo, eran tan largas que acabaron por atravesar como estiletes la carne de sus manos.

El juglar indio es el que asombra al viajero muchas veces con juegos inexplicables. Mientras los faquires contemplativos permanecen invisibles en un lugar desierto, otros van de ciudad en ciudad como vagabundos místicos. Se imponen grandes privaciones, viven en los muladares con el perro y el chacal, desean la muerte como una liberación, hacen suertes de prestidigitador para que los devotos crean en ellos, pero no realizan los milagros que suponen muchos occidentales, por afición a lo maravilloso.

Los mercaderes ambulantes extienden sobre la terraza del hotel tapices, velos, armas, joyas indígenas, figurillas de dioses y reproducciones en mármol del Taj Mahal, flanqueado por sus cuatro minaretes y con una luz eléctrica en su interior.

Estos comerciantes de Agra, cuando venden un objeto y el viajero desea llevárselo empaquetado, muestran azoramiento y piden auxilio a sus colegas. Ninguno tiene papel para envolver, ni cuerda para atar, ni la más leve idea de que existe en el mundo el arte del embalaje, tan amado por los japoneses. Al fin, cuando después de correr varios de ellos hacia la ciudad regresan con periódicos viejos o hilos usados, discuten todos en asamblea gremial cómo deben ser envueltos los objetos. La importancia del asunto atrae a los vecinos de las casas próximas; los que están al pie de la terraza abandonan sus monos, sus pájaros, sus serpientes, para exponer amigablemente su opinión; alguno de los faquires se une al grupo, por curiosidad, sin decir palabra, como si despreciase los afanes de unas gentes que sólo se preocupan de ganar dinero, y al fin, el embalaje del pequeño Taj Mahal acaba por hacerse de una manera torpe, que le prepara irremisiblemente para ser roto y desmenuzado apenas emprenda el viaje.

Cierra la noche. Terminada la comida en el hotel, ruedan nuestros automóviles por los caminos de las afueras de Agra. No sabemos por qué causa hay en ellos más polvo al llegar la noche que durante el día. Una neblina roja empaña los focos eléctricos del ensanche de la ciudad.

Después no tenemos más luz que la de la luna, y los caminos parecen más frescos y claros. El Taj Mahal está a varios kilómetros de Agra, y por ambos lados de la ruta desfilan hileras de personajes blancos, que aún parecen más blancos bajo el selenítico resplandor. Dejamos atrás algunas carrozas indostánicas ocupadas por mujeres. Ha circulado la noticia de que esta noche van a correr las aguas del Taj Mahal, y son muchos los que acuden de Agra para presenciar el espectáculo.

Descendemos de nuestro vehículo en la plaza de claustros rojos, frente a la primera portada del mausoleo. Una muchedumbre silenciosa se introduce por ella con el mismo recogimiento que si penetrase en una catedral. Al otro lado de la gigantesca arcada se nos muestra esplendoroso el jardín, y en último término, el monumento del amor, con una blancura más irreal, más extraordinaria que la de las horas diurnas.

Es una construcción de otro planeta. La luna parece chorrear lluvia luminosa por su cúpula y sus paredes. Imposible concebir que este palacio de ensueño sea un panteón. Luego, al pensar en la historia de los dos muertos que lo ocupan, se admite sin esfuerzo alguno la presencia de sus cadáveres.

Fueron dos enamorados, y la noche ofrece una decoración de amor, algo amanerada por exceso de belleza, algo banal en fuerza de ser repetida; pero también se repiten la primavera y las cosas más hermosas de nuestra existencia, ofreciéndonos embriagadora novedad mientras no llega la vejez.

Todo el jardín hace pensar en el amor. Siento extrañeza al ver que hombres y mujeres discurren por los caminos de mármol mansamente, sin enlazarse sus tales con los brazos, sin cambiar besos. Influenciados por la belleza mágica de la noche, se mueven con pasos lentos y quedos, como si estuviesen en la habitación de un enfermo; hablan en voz baja sin que alguien se lo haya ordenado, y sus conversaciones, compuestas de susurros, se cortan con largos silencios.

Una música celeste, que evoca el recuerdo de las armonías planetarias de los pitagóricos, va llenando el jardín. Es el aria acuática del río central al deslizarse, arrugando en su fondo de mármol la cara redonda de la luna; es el coro de los arroyos laterales, que contestan riendo en las entradas de la noche, ocultos entre árboles que tienen su base intensamente negra y su cúspide charolada de blanco por la lluvia de luz láctea.

Esta melodía líquida, pueril o infinita, que nada dice y lo dice todo, como la voz de la mujer amada, nos adormece y nos impulsa a buscar un banco, imponiéndonos silencio y reposo. Un perfume excitante y múltiple impregna personas y objetos: olor de agua corriente, de carne limpia, de rosas, de arrayanes, de pimienta. Pasan ante nuestros ojos fragmentos de gasa transparente y negra, con silencioso aleteo. Son vampiros que parecen embriagados por el licor de la luna y abandonan sus refugios lóbregos. Cuando se alejan, vuelvo a fijar la mirada en la inmensa mole blanca que llena el fondo. Me subyuga con una atracción semejante a la del fuego del hogar en las noches invernales.

Los que transcurren aún por las avenidas de mármol parecen seres irreales. Sus pasos carecen de eco. Sus bocas no tienen voz. La noche resbala sobre nuestros cuerpos sus húmedas caricias. Sentimos en las ropas y en la epidermis el beso untuoso y nacarado de una luna que no conocíamos: la luna de la India. Creemos flotar en una atmósfera más densa que la de nuestro planeta. Y la música del agua continúa sonando con una adormecedora monotonía que provoca en los oídos engañosos caprichos. Unas veces aumenta, como un crescendo orquestal; otras cae y se adelgaza, siendo una romanza de violas de amor que se aleja… se aleja.

Inolvidable noche del Taj Mahal… ¡Y no pondré otra noche mis pies en estos senderos de mármol!… Me alejo mañana, para no volver nunca.

Nuevos viajeros vendrán detrás de mí, y cuando yo no sea más que un poco de tierra en la inmensa tierra, seguirán llegando otros y otros. Los enamorados pasan, y el amor no muere nunca. Mientras los humanos se busquen, queriendo dar un ambiente poético a la expansión de sus afinidades electivas, no le faltarán visitantes a este místico monumento de la más eterna de las pasiones.

Soñaré toda mi vida al otro lado del mundo con el palacio blanco y sus jardines donde canta el agua bajo la luna… Y esta noche, que parece de otra existencia y no quisiera ver terminada nunca, sólo será un pobre recuerdo.