Las calles rectas de Delhi.—El ruidoso movimiento de su vía central.—Riquezas y suciedades.—Los joyeros de Delhi y sus maravillosas maletitas.—Prestigio de la moneda americana.—La Gran Mezquita.—El palacio-fortaleza de los Grandes Mogoles.—Mármoles incrustados de joyas.—«Si el cielo ha descendido alguna vez sobre la tierra… es aquí».—Vestigios de saqueo.—El palacio afeado por los ingleses.—Huida del último Gran Mogol.—Revolución de los cipayos.—Las ciudades abuelas de Delhi.—El minarete de Kutab.—Mausoleos por todas partes.—Un clavo de quince metros.—Cómo el rey Anang-Pal inmovilizó a la serpiente del pecado en las entrañas de la tierra, y después la dejó escapar.
El Delhi moderno fue fundado hace cuatro siglos por Shah Jahan, el Gran Mogol de las magnificencias, constructor de los edificios más célebres de la Rajputana, y lo pobló con una parte de los vecinos del viejo Delhi, cuyos palacios aún se mantienen en pie.
Los otros habitantes, por razones de seguridad, se acogieron poco a poco al amparo de las murallas de la reciente población, y así se formó el nuevo Delhi, llamado oficialmente Sha-Jahan-Coul, «Ciudad del rey del mundo». Pero el antiguo nombre de Delhi siguió usándose en las conversaciones y en todos los documentos que no debía firmar el emperador.
Esta ciudad musulmana no se parece a ninguna otra de las metrópolis orientales. Sus calles son rectas, largas, de considerable anchura; sus edificios no se componen exteriormente, como en El Cairo o el viejo Estambul, de muros macizos y uniformes, sin más que alguna pequeña abertura enrejada. Las casas, de varios pisos, tienen amplios miradores, en los que pasan sus habitantes la mayor parte del día.
La gran calle central, llamada Chandni Chowk, es la mayor que se conoce de todas las ciudades musulmanas, con una milla de longitud y una anchura correspondiente a dicha extensión. En los miradores, cuyas celosías están abiertas casi siempre, se muestran los dueños de las casas, magníficamente vestidos, fumando sus largas pipas. Las mujeres, libres de los prejuicios de las otras mahometanas, no temen dejarse ver sin velos al lado de sus esposos o padres.
Es tan complejo y enorme el ruido de la gran calle de Delhi, que resulta indescriptible. Todos los pisos bajos están ocupados por tiendas y talleres. Cada edificio parece una colmena. La vida industrial y privada se desarrolla en público. Conversa a gritos la multitud; otras veces se pelea y se injuria con el más leve pretexto. Por el centro de la amplia calle discurren los más contradictorios cortejos. Se confunden las manifestaciones de una vida contemporánea de los primeros soberanos de Delhi con los adelantos más recientes de la civilización occidental. Relinchan y caracolean yeguas árabes montadas por jinetes de vestiduras rojas; desfilan rebaños bajo los báculos de pastores medio desnudos y feroces; chirrían las ruedas macizas de las carretas; y a cada estrépito de circulación antigua se unen las bocinas de los automóviles y el trotar de la caballería británica, mandada por oficiales de casco blanco. Los repujadores de cobre golpean el metal con sus martillos ante las puertas de sus tiendas. Todo establecimiento tiene el taller en su entrada, y en este taller sólo se ven dos o tres obreros, a más de un mahometano viejo y silencioso que fuma con las piernas cruzadas, fijas sus pupilas en los que trabajan.
De vez en cuando se espantan caballos y rebaños. Es un elefante que llega y se asusta a su vez del pavor que difunde ante sus pasos, retrocediendo con la trompa alta, dando bufidos. Gruñen camellos, alarmados por los ruidos de la ciudad, que les sorprenden después de un viaje a través de arenales desiertos.
Corren repentinamente los transeúntes para engrosar un corro del que surgen rugidos feroces. Unos hombres de la montaña llevan con bozales, como si fuesen perros, leopardos y tigres amaestrados para cazar gacelas o pelearse con bestias de su misma especie, ofreciéndolos a los aficionados a tales deportes. Grupos de músicos ambulantes hacen sonar agudos caramillos o rascan violas campestres.
Penden de puertas y ventanas cortinas de diversas tintas. Los miradores tienen esterillas de junco policromas, y en las azoteas están puestas a secar vestiduras y gasas azules, amarillas, verdes, violeta, lo que da a muchos edificios aspecto de buques empavesados en día de gran fiesta.
Ésta es la parte hermosa y brillante de la ciudad; pero Delhi, como todas las poblaciones orientales, tiene un reverso, incómodo y repugnante. Bodegones y pastelerías, con sus hornillos al aire libre, atraen nubes de moscas. Todo vecino respetable lleva tras él un servidor encargado de mover un abanico enorme para espantar los insectos. Fuera de las calles principales, el piso es de tierra suelta, levantando camellos y caballos bajo su paso una niebla rojiza. Huelen las mujeres a almizcle y jazmín, pero este perfume constante se confunde con el hedor rancio de los alimentos guisados en plena calle, de las pieles adobadas, de los velos recién teñidos.
Muchos de los comerciantes de Delhi carecen de tienda y venden sus mercancías en plena calle, pregonándolas a gritos. En bazares de aspecto modesto ve el visitante extenderse ante sus ojos las producciones más diversas del planeta. Dentro de la misma tienda le ofrecen chales de Cachemira y trajes de lana tejidos en Inglaterra, corales del mar Rojo, ágatas de Gujarat, piedras preciosas de Ceilán, gomas y especias de Arabia, agua de rosas de Persia, relojes fabricados en Suiza, perfumes de París, conservas de la China, salsas británicas. Cuando se celebran en Delhi ferias de animales, los compradores encuentran caballos de diversas partes del mundo, elefantes, camellos, búfalos, toda clase de perros, gatos y monos, leopardos, osos, ciervos de las más variadas especies, y sobre todo, tigres, desde los recién nacidos, con toda su gracia inquietante de cachorros feroces, hasta la bestia majestuosa y sanguinaria que ostenta el título de tigre real.
Los orfebres de Delhi son famosos, y a sus bordadores los aprecian en todo el Oriente. La ciudad de Cachemira, relativamente próxima, exporta a Delhi gran cantidad de chales de preciosa lana, y estos bordadores-artistas los realzan con adornos de oro y plata, siendo después de tal operación muy buscados por los naturales del país. Las mujeres de Cachemira se trasladan a Delhi para trabajar en sus talleres. Se las conoce por ser más altas y opulentas en carnes que las del resto de la India. Llevan sobre el velo un turbante, y en sus movimientos tienen cierta voluptuosidad, que las distingue de las otras, enjutas y con aspecto escurridizo.
Una nube de joyeros cae sobre los hoteles de la ciudad así que les avisan de la llegada de excursionistas occidentales. Son indostánicos todos ellos, vestidos de blanco a la europea, con un gorrito negro y redondo. Parecen empleados de hotel, y sólo se diferencian de éstos por las maletas de cuero que sostienen con cierta negligencia, como si contuviesen objetos sin valor. Se sientan sobre el mármol del hall, abren dichas maletas y empiezan a mostrar maravillas deslumbrantes, cual si fuesen magos capaces de extraer de las entrañas de la tierra los más inauditos tesoros.
La joyería oriental, de más aparato y brillantez que la de nuestros países, sin duda porque en la India los hombres usan más alhajas que las mujeres, tiene una bizarría ostentosa de adorno guerrero, un esplendor semejante al de las condecoraciones y los uniformes. Estos mercaderes de Las mil y una noches, con rostro de canela y trajecito blanco, nos enseñan, puestos en cuclillas, collares de perlas enormes, divididos en cinco o seis ristras y alternados con esmeraldas y zafiros; flores de brillantes que tienen en su centro corolas de otras piedras preciosas; penachos de garza para remate de turbante, sostenidos por joyeles que centellean como un astro sobre el terciopelo de la noche; alhajas todas ellas de rajás para días de gran gala.
Estos vendedores circulan por las calles de la antigua capital del Gran Mogol llevando con descuido sus maletillas de cuero rojo, que en una de nuestras metrópolis civilizadas les pondrían en peligro de morir asesinados. Fingen la confianza y la generosidad mentirosa de los orientales al ofrecer sus artículos. Se diría que piensan regalarlos. Entregan uno de los collares de príncipe asiático a cualquiera de las viajeras y la aprietan ambas manos como si temiesen que fuera a rehusarlo.
—Quédatelo —suplican con su tuteo tradicional—. Es para ti. Me darás lo que quieras.
Admiran ciegamente dichos mercaderes de leyenda a un pueblo del que han oído contar las más inauditas riquezas: los Estados Unidos. Todos los que vienen de allá sólo pueden ser multimillonarios… Como estoy rodeado de señoras en su mayor parte norteamericanas, un joyero me toma por marido de una de ellas, a la que pretende vender un collar de nabab. Sus cortesías y sonrisas son enteramente para mí. Me trata con la confianza que inspira un amigo antiguo, y al mismo tiempo me venera, viendo en mí a uno de los magnates del otro lado del mar.
—Sacas el cuaderno de cheques —me insinúa con acento persuasivo— y pones una firmita… una nada más. Treinta mil dólares… pero en moneda americana. ¿Qué te cuesta eso? ¡Es tan poco para ti!
Y todos ellos parecen ingenuamente asombrados al ver que transcurren las horas sin que nadie saque el cuaderno de cheques y firme por la insignificante suma de treinta mil dólares.
El edificio de mayor magnificencia dentro de la ciudad es la Gran Mezquita, construida sobre una roca, y a cuya plataforma se llega por dos amplias escalinatas. Después de la famosa mezquita de La Meca, la Jama Masjid de Delhi es la más importante del mundo musulmán. Toda su meseta y el patio enorme tienen un pavimento de mármol, y en el centro se abre un estanque alimentado por una fuente. La mezquita es de granito rojo, como el palacio del Gran Mogol, con fajas de mármol blanco intercaladas, combinación bicolor que parece aligerar su masa enorme. Al pie de la meseta existe durante el día una especie de feria, con el movimiento, los gritos y la curiosidad vagabunda de toda muchedumbre oriental.
En el graderío de las escalinatas se sientan los mendigos, y en la plataforma del templo, sobre el mármol caliente, duermen los viajeros o permanecen erguidos en la inmovilidad de la plegaria. Durante el Ramadán, a las horas de oración, resulta un espectáculo emocionante —según relatos de los que lo presenciaron— ver miles de creyentes, en filas simétricas sobre este vastísimo enlosado blanco, prosternándose a un tiempo y volviendo a levantarse con los brazos extendidos, las manos abiertas, la mirada estática.
La devoción musulmana ha esparcido en los alrededores de la ciudad numerosas tumbas, que parecen construidas únicamente para regalo del viajero. Los creyentes ricos y caritativos prolongan su generosidad más allá de la muerte. Todos dejan una manda en su testamento para abrir un pozo, elevar una fuente y plantar árboles junto a su propio sepulcro, considerando obra pía dar un poco de sombra y de frescura a los que caminan por esta tierra ardiente. Entre Delhi y Agra, las dos capitales del antiguo imperio del Gran Mogol, siguiendo la ribera derecha del Yamuna, río de ambas ciudades, cada diez millas se encuentra un pozo, cuya perforación pagó la bella princesa Nur Jahan.
Una ruina curiosa, que estuvo hasta hace poco fuera de Delhi y ha quedado ahora rodeada por el ensanche de la ciudad, es el observatorio astronómico, construido a principios del siglo XVIII por uno de los Grandes Mogoles. Todavía existen dos circos de piedra y unas escaleras, cada una de setenta peldaños, a cuyo final estaban las plataformas desde las cuales observaban los astrónomos del emperador las rotaciones de los planetas y las fases de la luna. Este observatorio, que sólo puede ser comparado con las retortas de los alquimistas, fue en otros tiempos el establecimiento científico más importante de la India, ordenando, reinos y principados, sus almanaques y ceremonias religiosas de acuerdo con las tablas astronómicas redactadas aquí.
En realidad, el edificio más importante de la capital es el castillo que guarda en su interior el palacio de los Grandes Mogoles. Muchos viajeros, para describir su grandeza, lo comparan con el Kremlin de Moscú. Es una ciudad aparte junto a Delhi, con dobles murallas de granito rojo y torres rematadas en cúpula. Como demostración de las enormes dimensiones de este palacio fortificado, basta decir que en sus cuadras había espacio para diez mil caballos. Estas cuadras son ahora cuarteles de las tropas indostánicas al servicio de Inglaterra. Además de los caballos de su guardia, tenían los descendientes de Tamerlán dentro del palacio numerosos elefantes de lujo que figuraban en sus majestuosos cortejos y otros a los que habían amaestrado para la pelea, batiéndose entre ellos en los fosos de la fortaleza o entablando combates singulares con tigres.
La antigua residencia de los Grandes Mogoles ha sido transformada y afeada por los ingleses al establecer en Delhi la capital de toda la India. En los jardines, al lado de palacios y kioscos de mármol maravillosamente cincelado, se encuentran edificios sin estilo, cubos de albañilería con ventanas cuadradas, que ocupan las oficinas del virrey y sus consejeros.
Atravesamos las murallas color de vino, siguiendo el suelo pendiente de una portada que es un verdadero túnel. Tan profundo resulta el espesor del muro, que en mitad del pasaje abovedado hay un patio a cielo abierto, para que la luz disipe su lobreguez. Más allá encontramos otra muralla con un nuevo túnel, y en las dos galerías se abren puertas laterales y profundas que dan acceso a las antiguas dependencias del palacio imperial.
Por aquí entraban, montados en elefantes con gualdrapas rojas, los viajeros privilegiados que el Gran Mogol quería recibir. Aquí desfilaban los cortejos de los grandes personajes, trémulos de emoción al pensar que iban a verse en presencia de su amo el emperador. Esclavos medio desnudos y armados con puñales les precedían gritando su nombre, y ellos, tendidos en un palanquín, precedían a su vez a los dromedarios y elefantes cargados de presentes para el más poderoso de los soberanos de la India. Toda visita al Gran Mogol era, como ya dijimos, una entrega de regalos, cuya valía estaba graduada por la importancia del visitante.
Los saludos al monarca resultaban interminables. En ningún país llegó a tales exageraciones la cortesía oriental. Todo el que hablaba al Gran Mogol, funcionario, visitante o simple doméstico del palacio, antes de exponer su deseo empezaba por decir: «Sol de la felicidad y del poder; esplendor de la magnificencia imperial; perla única del mar de la soberanía; estrella del cielo del Imperio que brilla con incomparable esplendor, cuyo estandarte es el sol y cuyo satélite es la luna; emperador que desciendes de una larga raza de reyes; sombra de Dios, triunfador siempre de las batallas…». Y así continuaba, considerándose dichoso si podía inventar y añadir una nueva hipérbole a la letanía de saludos.
Ahora, en las poternas del palacio sólo se ven soldados sijs de barba negra y turbante gris, o suboficiales británicos que leen periódicos de Londres sentados ante el cuerpo de guardia, con aspecto nostálgico, pensando en la isla lejana.
Todo lo que del antiguo palacio queda aún en pie está en los jardines, dando sus ventanas y galerías sobre una llanura algo yerma y abundante en paredones derruidos que corta el Yamuna con serpenteos de metal blanco. Este palacio, como la Alhambra y todas las construcciones musulmanas, consta de un piso único, y sólo excepcionalmente algunos de sus pabellones poseen un piso superior, de techo muy bajo. Mas en Granada y otras ciudades de Asia y África el arquitecto mahometano tuvo que levantar sus construcciones empleando como únicos materiales el yeso, el alabastro, alguna que otra columnilla de mármol o jaspe, y sobre todo el azulejo, principal elemento decorativo. Generalmente, la llamada arquitectura árabe es brillante y al mismo tiempo pobre y frágil.
Dispusieron los Grandes Mogoles de mármoles en abundancia, y sus edificios de Agra, Delhi y otras ciudades de la Rajputana son de esta rica piedra, empleándola hasta en techumbres y cúpulas. El mármol con transparencias de gema preciosa reemplaza al metal en dichos monumentos. Las celosías de puertas y ventanas, las verjas que rodean tronos, baños y tumbas, son también de mármol tan primorosamente trabajado, con tantas ramificaciones y flores, que parecen telarañas pétreas, filtrándose una luz suave a través de sus innumerables orificios.
Los metales preciosos y las joyas de sus tesoros los reservaron estos monarcas para incrustaciones en las paredes. Necesitaron animar la blancura láctea del mármol para que no resultase uniforme y frío, y esparcieron una flora de ensueño en los salones de su palacio. Desde el pavimento a un tercio de los muros fueron remontándose las varillas de una vegetación creada por orfebres. Estas varillas eran de oro, con hojas de esmeraldas y otras piedras preciosas. Al final se abrían las flores, unas redondas como las rosas, con pétalos de rubíes y granates; otras blancas, lirios y azucenas, con puntiagudos cogollos cubiertos de brillantes, mientras corrían por las cornisas nuevas guirnaldas de esta jardinería inverosímil.
Sólo quedan ahora los moldes de tales esplendores, nunca vistos después. Los soldados del conquistador persa rompieron con las puntas de sus cimitarras una primavera que parecía eterna, de gemas y de oro, ocultándola en sus sacos de piel de camello. Fue el botín menudo de la horda vencedora. Su jefe se llevó el trono y las joyas más célebres del Gran Mogol.
Todavía se ven en los muros de mármol las huellas de estas plantas incrustadas, cada una de las cuales valía una fortuna. En algunos de los bajorrelieves el perfil se mantiene limpio, y hasta queda en el fondo de la oquedad un resplandor metálico, recuerdo del oro que lo cubrió. En otros, la piedra está rota, con rudas muescas que revelan el esfuerzo de los saqueadores.
Pasamos de salón en salón, con una mezcla de respeto admirativo y de lástima. Recuerdo la frase vanidosa y justa que los constructores de este palacio grabaron en lengua persa sobre el trono del Gran Mogol.
«Si el cielo ha descendido alguna vez a la superficie de la tierra, es aquí, es aquí, es aquí.»
El palacio de Delhi fue cielo esplendoroso para sus dueños durante una centuria o dos. Ahora parece un jardín tronchado y barrido por el huracán.
Hay puertas que aún guardan en sus cuarterones vestigios de oro junto a los huecos ocupados antes por gemas preciosas, pero se hallan torcidas sobre sus goznes o penden solamente de uno de ellos, sin que nadie se cuide de repararlas. Un arroyo con riberas de mármol pasa de salón en salón. El fondo de su lecho, cincelado en forma de ondas, debió de proporcionar una sonrisa rumorosa a las aguas cuando corrían por el interior del palacio, en las tardes veraniegas. Los caños están obstruidos o rotos desde hace muchos años y el viento ha depositado una línea de polvo detrás de cada arruga marmórea del arroyo.
Primeramente vemos la sala del Diván, donde reciba el Gran Mogol a dignatarios y solicitantes, teniendo acurrucado a sus pies al primer ministro, encargado de contestar por él. Es toda roja, color de vino, así como la escalinata que sube hasta el estrado de mármol del emperador. Encima hay unos mosaicos que representan a Orfeo rodeado de fieras, trabajo florentino de alguno de los artistas vagabundos y renegados que de aventura en aventura llegaban hasta Delhi para ofrecer sus servicios al Gran Mogol, famoso en toda la tierra por sus riquezas.
En otro salón, el de las grandes recepciones, guardan los muros en su parte alta rótulos dorados árabes y persas. La parte baja conserva las huellas tristes del jardín de oro y piedras preciosas, destrozado y robado por los invasores. En el centro está la mesa de mármol que servía de base al trono del Pavo Real.
Como en todos los palacios orientales, se entremezclan aquí la voluptuosidad, los esplendores de un lujo majestuoso y las crueldades del despotismo. Arriba se asombra el visitante al encontrar tanto salón con adornos de oro, tanta galería cuyos arcos tienen una delgada lámina de mármol a modo de cristal, que da a la luz ambarinas transparencias, tantos baños en voluptuosa penumbra, con un ambiente hermético y tibio que parece oler a carne de odalisca ungida con jazmín, y cuyas cúpulas filtran un resplandor sonrosado, semejante a la coloración de las desnudeces femeninas. Abajo hay mazmorras donde los soberanos de Delhi encerraban para siempre a sus enemigos, gozándose en escuchar durante sus magníficas fiestas los profundos lamentos de estos vivos sepultados; pozos con fondo de puñales o de reptiles venenosos; galerías subterráneas que iban hasta el Yamuna, permitiendo a todas horas un escape rápido y secreto de este palacio de esplendores y atrocidades.
Se muestran los jardines tan abandonados como el palacio. Sólo se encuentra en ellos una vulgar floración roja y amarilla, y en algunos rincones grupos olvidados de violetas. Se puede abarcar visualmente desde estos jardines una parte nada más del extenso palacio: pabellones con cúpulas blancas, tan prolongadas que casi forman un círculo, siendo a modo de bulbos partidos en su base, sobre los cuales se yerguen flechas de oro empañadas por el tiempo. Todas estas cúpulas se sostienen sobre unas columnas tan esbeltas que su equilibrio parece algo milagroso.
La barbarie del dominador actual revela menos violencia que la del persa, pero no es menos ciega. Entre los salones de mármol y la magnífica puerta roja de la muralla que da acceso al palacio han levantado los ingleses una especie de cuartel, que corta la antigua perspectiva y disminuye el encanto de lo que aún queda en pie.
Hay ahora en los jardines del Gran Mogol antenas de telegrafía inalámbrica, y cada vez que las oficinas del virrey necesitan un local nuevo, lo construyen, sin preocuparse de si con dicha obra anulan un punto de vista. Los dominadores británicos parecen ignorar la terrible discordancia que representa un edificio de ladrillo amarillento, sin ningún ornato artístico, junto a salas de mármol cuyas ventanas tienen celosías maravillosamente caladas en la misma piedra.
Los mahometanos de rostro impasible no parecen enterarse de tales profanaciones, que deshonran la mansión de sus antiguos emperadores. La visitan con frecuencia, sin duda porque esto les reconforta interiormente, haciéndoles evocar los tiempos de grandeza nacional. Encontramos varios grupos de ellos contemplando las huellas de las flores robadas, la mesa donde estuvo el trono del Pavo Real y la Mezquita Perla.
Para no tener que ir hasta el centro de la ciudad, donde está la mezquita principal, el Gran Mogol hizo construir en su palacio otra pequeña, toda de mármol blanco, pero de tal pureza y brillo que parece el interior de una caracola marina, y por eso le dieron el citado nombre. En ella estaba la gran joya colgante y transparente que robó el soberano persa. Todavía permanecen fijos en la cornisa los ganchos que servían para sostener una enorme red de oro con flores de perlas cada vez que el emperador visitaba la mezquita para hacer su plegaria.
También el techo del salón del trono, que ahora es de madera dorada, fue de plata maciza hasta la invasión y saqueo de los persas. Se tropieza por todas partes en este palacio con el recuerdo de los tesoros que amontonaron los nietos de Tamerlán. Pero el guía, como triste resumen de tanto esplendor, nos muestra una ventana:
—Por aquí escapó el último Gran Mogol.
El lector conoce indudablemente la famosa sublevación de los cipayos, que puso en peligro la dominación inglesa en 1857. Vivía entonces el país regido aún por los directores de la célebre Compañía de las Indias. Este gobierno mercantil realizaba el prodigio de mantener sometida a la inmensa península indostánica con sólo varios miles de soldados ingleses, núcleo de otro ejército más grande compuesto de soldados indígenas, a los que llamaban cipayos. Una conspiración lenta de indos audaces fue preparando la rebeldía de los batallones de cipayos. Además, explotaron las supersticiones religiosas, afirmando que Inglaterra, por desprecio a los hijos del país, daba a los soldados de religión brahmanista cartuchos untados con manteca de vaca y a los mahometanos cartuchos con grasa de cerdo. Como entonces, para cargar el fusil, había que morder el cartucho, representaba esto un ultraje sacrílego para unos y otros.
La mayor parte del ejército indígena se sublevó contra los ingleses, viéndose éstos próximos a perder su inmenso dominio. Afortunadamente para ellos, pudieron conservar a su lado a los sijs, valerosos soldados de Lahore, los mejores de la India.
Delhi fue el centro de la insurrección. Como los sublevados necesitaban un personaje tradicional para agrupar en torno a él su resistencia, escogieron al último Gran Mogol, pálida sombra de su dinastía, pobre fantasma histórico.
Desde muchos años antes había muerto. Su autoridad no llegaba más allá de los muros de Delhi. Cuando el general en jefe de las tropas inglesas de la Compañía le visitó por primera vez en 1824, y al entrar en el salón del trono tomó asiento tranquilamente frente a él, tratándolo como a un igual, el heredero de Timur no pudo contener su emoción, y lloró pidiendo una muerte inmediata para no conocer más tal afrenta.
Aún guarda Delhi recuerdos de la terrible guerra de los cipayos. Las puertas de Cachemira y de Lahore tienen su granito rojo perforado por huellas profundas de bomba y viruelas de fusilería. Cerca de una de estas puertas existe una iglesia donde los ingleses, sorprendidos por la insurrección, se refugiaron con sus mujeres e hijos, batiéndose desesperadamente. La estatua de un general británico perpetúa el glorioso tesón con que se defendió muchas semanas, aislado, sin esperanzas de auxilio, contra todo el país en plena revuelta.
Cometieron los cipayos con sus prisioneros las atrocidades de todas las muchedumbres primitivas, ansiosas de celebrar su libertad con venganzas. La disciplina de los ingleses y su método tenaz acabaron por vencer la resistencia de un ejército feroz y desorganizado. A su vez, los vencedores, para infundir el respeto del miedo, mostraron una crueldad fría en el castigo de los vencidos. Muchos insurrectos fueron amarrados a las bocas de los cañones británicos, ordenándose el disparo de éstos a continuación.
Cuando las tropas inglesas tomaron por asalto la ciudad, el pobre Gran Mogol, figurón decorativo que los rebeldes no habían consultado nunca, creyó necesario huir, y con el auxilio de varios domésticos se deslizó por esta ventana, yendo a refugiarse en uno de los mausoleos imperiales que tanto abundan cerca de Delhi. Los vencedores lo encontraron en su tumba-refugio, y el primer virrey de la India, que acababa de reemplazar a la famosa Compañía, lo despojó para siempre de su majestad tradicional, deportándolo a Birmania, donde se fue extinguiendo enteramente olvidado.
Las numerosas ciudades muertas de las cuales es nieta la Delhi actual cubren toda la llanura de templos y mausoleos, cuya piedra ha roído el sol más que las lluvias. Resultaría interminable hablar de las ocho o nueve ciudades indostánicas o musulmanas que han venido sucediéndose en las riberas del Yamuna. La más cercana históricamente, o sea el antiguo Delhi, guarda aún las murallas de su fortaleza central, que es casi tan grande como el último palacio de los soberanos mogoles. De los profundos arcos de sus puertas cuelgan panales cónicos de avispas. Sus primitivos jardines y plazas de armas son ahora praderas naturales. Los muros, que aún conservan sus fajas rojas y blancas, tienen fuentes de azulejos que hace siglos olvidaron la frescura del agua. En los claustros de muchos palacios sin techo cuelgan hiedras y otras plantas trepadoras salidas de las murallas, con racimos de flores bermejas.
Kutab figura como la más famosa y monumental de las ciudades anteriores a Delhi. Hace más de dos mil años la fundaron monarcas de religión brahmanista y en ella se establecieron los primeros conquistadores musulmanes. Su monumento más célebre es un minarete de cinco pisos altísimos y de longitud desigual, acanalado de la base a la cima, como un manojo de bambúes colosales, sin zócalo alguno y adelgazándose según se remonta. Este haz figurado de cañas parece sostenerse gracias a unos aros de piedra con inscripciones en relieve. Los balconajes de sus cinco mesetas se apoyan en ligeras consolas.
El minarete de Kutab, la más audaz de las torres existentes, fue levantado por uno de los primeros soberanos musulmanes de Delhi para celebrar el triunfo del islam sobre el brahmanismo. Su escalera consta de varios centenares de peldaños, y desde su último balcón puede abarcarse la llanura, asiento de tantas ciudades, viéndose palacios, nuevos palacios, más palacios, y todos ellos son tumbas… siempre tumbas. Innumerables reyes se sucedieron en el mismo alcázar-fortaleza, sin modificarlo, o agrandándolo cuando más con alguna construcción anexa. En cambio, cada uno de ellos necesitó construirse una tumba aparte, rivalizando en magnificencia con sus antecesores.
La hora meridiana está próxima, y desde lo alto del minarete rojo y acanalado parece que estas innumerables construcciones sean todas de cartón. La excesiva luz solar ha dejado inánimes palacios y jardines. Es en el atardecer cuando esta naturaleza despierta, adquiriendo relieve y vida.
Al salir del minarete de Kutab pasamos bajo algunos pórticos aislados. El mármol, con la pátina del sol, tiene color de oro. Unas portadas ostentan inscripciones islámicas; en otras, más antiguas, la lengua empleada es el sánscrito, con figuras de dioses y hembras celestiales.
Dentro de un mausoleo vasto como un palacio vemos la tumba de cierto Gran Mogol que exigió ser enterrado bajo la bóveda del cielo. Para cumplir su voluntad, la sala carece de techo, mientras los muros guardan trazas de pinturas ostentosas. Otro mausoleo contiene los restos de una hija de emperador que pidió «dormir su último sueño bajo la tierra común, de la que surge la hierba en primavera». Los padres de la poética princesa, para no contrariarla y respetar al mismo tiempo su rango después de la muerte, colocaron en la parte superior del sepulcro una jardinera de mármol, en la que crecen hierbas y flores. Más allá, encontramos la tumba del poeta Kushru, siempre cubierta de guirnaldas frescas. Este tributo lo renuevan fielmente las generaciones que vienen repitiendo sus versos hace mil años. En cambio, muchos sarcófagos de emperadores se muestran en completo abandono y las salas mortuorias sólo de tarde en tarde son holladas por los viajeros, sirviendo de refugio a buitres y lechuzas.
En las cercanías del minarete de Kutab existe un templo de pilastras cuadradas que parecen hechas con dados superpuestos. Sus cuatro superficies han sido cubiertas de innumerables figurillas y lianas entrecruzadas con la profusa minuciosidad de los escultores indostánicos. Frente a este templo se levanta una columna de hierro que tiene ocho metros de altura y otros siete hundidos en el suelo. Esta aguja de quince metros fue erigida en el año 317 de nuestra era, cuando gran parte de Europa no sabía trabajar el hierro y las naciones más adelantadas eran incapaces de fundir una pieza tan enorme.
La inscripción grabada en ella dice que la erigió el rey Dhaba, adorador de Visnú, para conmemorar una de sus victorias. En torno hay siempre grupos de musulmanes que ignoran el verdadero significado de tan original monumento. Según ellos, todo el que se coloca con la espalda apoyada en la columna y, echando los brazos atrás llega a juntar las manos abarcando su redondez, tiene derecho a que la suerte le conceda un don valioso.
Los que profesan la religión hinduista atribuyen una leyenda a dicha columna, haciéndola llegar a las entrañas más recónditas de la tierra. Su verdadero autor es, según ellos, el rey Anang-Pal, que quiso purificarse de sus faltas y librar al mundo del pecado.
Siguiendo los consejos de un santo brahmán, encargó a varios gigantes fundidores la construcción de este clavo larguísimo para hundirlo en la tierra hasta atravesar con su punta a la serpiente Shesha-naga, que soporta al mundo sobre su lomo.
Algunos escépticos se negaron a creer en la esclavitud del monstruo, y el rey, para convencerles, ordenó que extrajeran el colosal punzón, viéndose su extremo enrojecido por una gran mancha de sangre.
Volvió el clavo a perforar la tierra, pero la bestia, ya escarmentada, había huido para que no la cautivasen otra vez. Este fracaso anunció la próxima ruina de la dinastía de Anang. Y la serpiente, libre del barrote puntiagudo que la tuvo sujeta en las entrañas de nuestro globo, continúa su obra maléfica, corriendo el mundo para esparcir el pecado.