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El Gran Mogol

Camino de Delhi.—Su historia remotísima.—Ciento veintiséis kilómetros de ruinas históricas.—Las numerosas ciudades anteriores a Delhi.—El famoso Timur Lang, Cojo de hierro.—Enrique III de Castila envía embajadas a Tamerlán.—Las dos odaliscas bautizadas.—Rui González de Clavijo y su viaje a Samarcanda.—Sus relatos sobre las particularidades de los marfiles, vulgo elefantes.—El anillo de Tamerlán y las metáforas de Clavijo.—Los Grandes Mogoles herederos de Tamerlán.—El soberano más rico del mundo.—Los palacios portátiles del Gran Mogol y sus caravanas de elefantes y camellos cargados de riquezas.—El trono del Pavo Real y los otros siete tronos.—Montones de perlas, diamantes, esmeraldas y rubíes.—El famoso brillante Gran Mogol.—Decadencia de Delhi.—Saqueo y degüellos ordenados por el conquistador persa.—Los Grandes Mogoles del siglo XIX pensionados por los ingleses.—Miseria de la corte de Delhi y supervivencia grotesca del antiguo fausto.—El último Gran Mogol cobrando en secreto sus aparentes munificencias.

Atravesamos una parte considerable de la India del Norte para visitar las ciudades más célebres del antiguo Imperio del Gran Mogol. Vamos a pasar seis días en un vagón, durmiendo sobre la flaca colchoneta que hemos comprado y sufriendo otras molestias especiales de los ferrocarriles indostánicos.

Primeramente iremos a Delhi, capital ahora de la India, cuya importancia gubernativa, de fecha reciente, no es más que una resurrección de sus antiguos tiempos imperiales.

Delhi figura como la ciudad más antigua de la India, aunque su nombre actual sea relativamente moderno. Treinta siglos antes de nuestra era, en tiempos fabulosos, suenan ya los nombres de tres ciudades, Madhanti, Hastinapura e Indraprashta, que se suceden sobre la planicie ocupada ahora por Delhi. Los reyes de dichas ciudades son mencionados entre los héroes del Mahabharata, la gran epopeya indostánica. Diez ciudades nacen, se desarrollan y caen en escombros sobre el solar de Delhi, cuyo nombre sólo aparece medio siglo antes de Jesucristo.

En ningún lugar de la tierra pueden encontrarse juntos tantos monumentos ruinosos. La campiña de Roma, única ciudad de Europa que tiene cierta semejanza con Delhi, resulta exigua comparada con la llanura que rodea a esta metrópoli indostánica. Los restos de las ciudades anteriores a ella ocupan una superficie de 126 kilómetros cuadrados.

Puede ser considerada esta llanura como un museo arqueológico. Todos los estilos se encuentran confundidos, desde los primeros ensayos de construcción intentados por las tribus errantes, hasta los mayores refinamientos de la arquitectura brahmanista y musulmana.

Pasamos un día y dos noches en el tren, de Bombay a Delhi. Acabamos por acostumbrarnos a la vida en esta alcoba rodante. Sus ventanillas tienen vidrieras ahumadas, que dulcifican la luz cegadora del sol, pero durante la noche los tejidos vegetales que hacen oficio de cortinas dejan pasar, al mismo tiempo que el aire, resplandores de focos luminosos, cuando hacemos alto en las estaciones.

Gritan y cantan los musulmanes en los andenes. Muchos tienden una alfombrita, se sientan en ella con las piernas cruzadas, y así permanecen inmóviles, horas y horas, esperando el paso de un tren, para contemplar silenciosamente a los viajeros, sin pedirles nada.

Cuando nuestro vagón vuelve a rodar, como la noche es de luna, vemos sin movernos del lecho toda la campiña de color lácteo, con sombras macizas que parecen de ébano. Por los caminos inmediatos a las poblaciones circulan como fantasmas filas de hombres que llevan casaquines y turbantes blancos.

Al día siguiente, poco después de amanecer, los indostánicos que vienen en el tren descienden en las estaciones para cumplir los actos rituales de su religión. Se purifican los hinduistas en el primer arroyo que encuentran, sin más vestiduras que un trapo blanco sobre las caderas, llevando en su diestra el vaso de bronce. Los musulmanes se despojan del turbante y hacen sus abluciones, seguidas de una oración gesticuladora, frente al sol.

Toda la fauna de la India parece acompañarnos durante las horas matinales. Vemos en las arboledas tropas de monos colilargos, que saltan entre las ramas y se deslizan tronco abajo con una curiosidad infantil para ver de más cerca el paso del tren. En cambio, jabalíes, ciervos y gamos huyen de la vía, en ciega carrera que troncha ramas y derriba cuanto encuentra. Los chacales galopan como perros junto a los raíles, pretendiendo seguir nuestro rápido deslizamiento.

Esta animación se paraliza en las horas meridianas. Los campos parecen desiertos. Hombres y bestias se mantienen pegados a la sombra de los árboles. Sólo hay vida en la atmósfera. Nubes de mariposas blancas y amarillas se balancean ebrias de calor.

Nuestro tren va ascendiendo. No es visible esta subida, pero se nota en la dulzura de la atmósfera, menos asfixiante que en Bombay a orillas del mar, y en el aspecto de la vegetación, más ordenada, más trabajada y útil. Los campos hábilmente cultivados nos hacen pensar en la antigüedad de esta agricultura indostánica, madre de la de Europa. Indos y chinos nos dieron gran parte de los productos que sirven para nuestra alimentación.

Pasamos por las capitales de varios principados, cuyos rajás, aunque feudatarios de Inglaterra, mantienen el mismo boato de sus tiempos de independencia. En la estación de Gwalior vemos de lejos el castillo de su soberano, vasta fortaleza que ocupa toda la cúspide de una montaña, con muros pintados de rojo sangre y torres cuyas cúpulas están cubiertas de tejas multicolores. Como vamos a Delhi y Agra, donde existen las famosas fortalezas-palacios del Gran Mogol, no consideramos necesaria la visita a la de Gwalior, abandonada hace muchos años. Sería importante en otro país, pero aquí parece disminuida por sus vecinas.

Podemos apreciar desde el tren, al aproximarnos a Delhi, en el amanecer del segundo día, toda su majestad ruinosa. Surgen a lo lejos varias mesetas cubiertas de torres y muros atravesados por arcadas triunfales. En el interior de dichos recintos se alzan palacios, cúpulas, minaretes, todo abandonado… Es el viejo Delhi.

En la parte opuesta vemos igualmente poblaciones con baluartes de aspecto ruinoso, grandes templos, torres desmochadas, arcos rotos… También es Delhi.

Continúa marchando el tren kilómetros y kilómetros. Pasan ante nosotros mezquitas semejantes a pueblos, campos cubiertos de escombros, mausoleos agrietados, fortalezas partidas y tapizadas de musgo, que sirven de aduares a muchedumbres harapientas, palacios sin puertas entre jardines que tienen la verde melancolía del abandono. Todo es Delhi… Pero aún no hemos llegado al Delhi moderno; nos falta mucho para entrar en él.

Como ya dije, no existe en el mundo ciudad alguna que muestre en tan vastas proporciones su grandeza muerta. Nada de esta grandeza tuvo relación con nuestra vida de Occidente. Los apasionamientos y los intereses de su historia fueron ajenos a los nuestros. Europa no intervino en la primera época de los Grandes Mogoles. Sin embargo, cuando entramos en Delhi, un recuerdo español empieza a tomar forma en mi memoria.

El Imperio de los Grandes Mogoles fue la obra de los nietos de Tamerlán. Este guerrero «azote de Dios», espanto de su época, conquistó Delhi en una de sus incursiones que hacían temblar al mundo oriental, y los únicos embajadores europeos que le visitaron para felicitarle por sus grandes victorias fueron los enviados del rey de Castilla.

Tamerlán es una corrupción de Timur Lang, que significa en mogol «Cojo de hierro». Descendiente de Gengis Kan, que un siglo antes había sido el espanto de Europa, reorganizó Timur otra vez a los mogoles como máquina de guerra, venciendo a todos los enemigos de su pueblo, no tolerando en Asia ningún soberano que pudiera discutir su autoridad, llevando la destrucción hasta Rusia y Polonia. En punto a horrores, ningún conquistador legó jamás a superarle. Cuando los sitiados de una ciudad le enviaban miles de niños para inspirarle conmiseración, hacía cargar la caballería sobre ellos, hasta despedazarlos. Otra vez, cerca de Delhi, hizo degollar cien mil prisioneros porque le estorbaban. Dejó detrás de él torres de cráneos, empleando éstos como piedras, con una trabazón de argamasa, para que tan horribles monumentos durasen muchos siglos. Después de prolongar sus correrías sangrientas cinco años y hasta siete, el bárbaro conquistador regresaba a Samarcanda, donde había establecido su capital.

Su orgullo y sus conveniencias políticas le hicieron pasar por encima de los escrúpulos religiosos. Aunque musulmán, se puso de acuerdo con el emperador de Bizancio, que le halagaba y le temía, para combatir a sus correligionarios los turcos, haciendo sufrir al sultán Bayaceto una derrota famosa que retardó medio siglo la caída de Constantinopla.

Enrique III, rey de Castila, se quiso procurar una influencia internacional poniéndose en contacto con los grandes monarcas de Asia, personajes casi fabulosos en aquella época, y algunos enteramente fantásticos. Para ello, envió embajadores a los países orientales, ordenándoles que visitasen «las cortes del Preste Juan, señor de la India Oriental, del soldán de Babilonia, del Gran Turco Bayaceto y del gran Tamurbec, por común nombre llamado el Tamorlán».

Dos caballeros de su corte, Payo Gómez de Sotomayor y Hernán Sánchez de Palazuelos, arrostrando peligrosas aventuras de mar y tierra, llegaron hasta la corte errante de Tamerlán, precisamente cuando acababa el caudillo mogol de dar la gran batalla a Bayaceto haciéndolo prisionero. El Gran Turco, vencido, fue encerrado en una jaula, sirviendo ésta de apoyo a Tamerlán para montar a caballo.

Recibió el vencedor a los dos emisarios castellanos con verdadera curiosidad. El monarca español resultaba a sus ojos un soberano interesante por su lejanía, como él lo era para los pueblos occidentales. Deseoso de corresponder dignamente a la embajada de don Enrique, entregó a sus enviados una carta, varias joyas adquiridas en el saqueo del campamento turco y dos circasianas o griegas pertenecientes al harén de Bayaceto.

Estas odaliscas fueron bautizadas en Castilla; una se llamó doña Angelina de Grecia y la otra doña María Gómez. En Sevilla, nobles señores anduvieron alborotados por ambas, escribiendo canciones amorosas en su honor. Doña Angelina de Grecia casó con un rico vecino de Segovia; doña María Gómez acabó por unirse con Payo Gómez de Sotomayor, y las dos dieron origen a una descendencia de guerreros, jurisconsultos y hombres de Iglesia.

Animado por el éxito de su primera embajada a Tamerlán, envió el rey de Castilla una segunda, la más notable de las dos por haber dado origen a uno de los libros de mayor interés geográfico que produjo la Edad Media: el Itinerario de Rui González de Clavijo.

Dicho hidalgo, natural de Madrid, emprendió en compañía de otro caballero y de un fraile el viaje a la corte de Tamerlán, saliendo de España en mayo de 1403, para volver en marzo de 1406.

Relata Clavijo ingenuamente en su libro la penosa navegación por el Mediterráneo, tan abundante en tempestades y agresiones de piratas para los pobres buques de aquella época; la visita a Bizancio y sus innumerables iglesias; la marcha larguísima por montes y valles a través del continente asiático hasta llegar a Samarcanda, donde encontraron a Timur. Describe las vestiduras y costumbres del fiero conquistador, las ceremonias de su corte, que sólo de tarde en tarde vivía bajo techo, pasando la mayor parte del tiempo en campamentos más grandes que ciudades, y las bárbaras comilonas de unos guerreros de apetito insaciable, que preferían la carne de caballo, devorándola en cantidades inauditas.

Cuando llegó Clavijo a Samarcanda, ya había sometido Timur a Delhi, avanzando hasta el Ganges, luego de derrotar a cuantos príncipes indos pretendieron impedir sus conquistas. En estas guerras, los monarcas de la India habrían hecho marchar contra su caballería tropas de elefantes. Timur, viendo inquietos a sus guerreros por tal novedad, les aconsejó dos medios agresivos: hacer gran estrépito con alaridos y choque de armas para infundir espanto a dichos animales, y en el momento del encuentro partirles de un golpe de cimitarra la punta de la trompa, lo más carnoso y sensible de su cuerpo. Esta táctica dio por resultado la fuga de los elefantes a través de los guerreros indos, poniéndolos en dispersión.

Trajo el vencedor a Samarcanda como testimonios de victoria muchos elefantes, y Clavijo relata sus particularidades, por ser entonces poco conocidos en Occidente y atribuírseles un sinnúmero de cosas fabulosas. El hidalgo castellano designa a los elefantes con el nombre de «marfiles», y cuenta cómo el «marfil» va a la guerra llevando en el lomo una torre repleta de flecheros, cómo si recibe una herida grave cura de ella siempre que le dejen de noche a la intemperie, o muere si lo meten bajo techado, con otras historietas inverosímiles y a la vez curiosas, que demuestran la credulidad y el candor geográfico de aquellos tiempos.

Tuvo que volverse a toda prisa la embajada de Castilla por haber ocurrido repentinamente la muerte de Tamerlán, cuando se preparaba a invadir el Imperio chino, empezando las disensiones entre sus herederos. Pero Clavijo logró conversar repetidas veces con el célebre devastador, dando origen tales pláticas a varias anécdotas que luego se contaron en España para halago de la vanidad nacional.

«El Tamorlán —dice un antiguo autor español— tenía un anillo con una piedra de tal propiedad, que si alguno decía mentira en su presencia la piedra mudaba de color; y teniendo Rui González de Clavijo noticias de este anillo, hablaba al Tamorlán muchas cosas de la grandeza de España por metáforas, y como lo que le decía era verdad y el Tamorlán veía la piedra en su verdadero color, admirábase de las cosas que oía.

»Entre otras, refiere Clavijo haberle dicho que el rey de Castilla, su señor, tenía tres vasallos de tal linaje, que traían a la guerra seis mil caballeros de espuela dorada; esto era por los maestres de Santiago, Alcántara y Calatrava. Que tenía un puente de cuarenta millas en largo, sobre el cual pacían doscientas mil cabezas de ganado, refiriéndose al espacio de tierra que hay donde se esconde el río Guadiana hasta el lugar donde torna a aparecer. Que tenía una villa cercada de fuego y armada sobre agua, por la villa de Madrid, abundosa en fuentes y cercada de un muro de pedernales.»

Y así continuaba el embajador castellano sus «metáforas», sin que Timur viese en su anillo el color turbio de la mentira.

Después de muerto, las disensiones entre sus herederos favorecieron la guerra de reconquista emprendida por los príncipes indos. Delhi volvió a ser de sus primitivos monarcas; pero un nieto de Timur, que había heredado su talento militar, inició una ofensiva contra aquellos, obteniendo asombrosas victorias.

De este modo empezó el período de los Grandes Mogoles, cuya celebridad fue a la vez odiosa y brillante, por abundar en su dinastía acciones crueles y habilidades notorias para el engrandecimiento del Imperio. Ningún soberano llegó a poseer riquezas comparables a las de los primeros Grandes Mogoles. Estos emperadores mahometanos acumularon todos los tesoros de Asia, lo que les permitió construir sus maravillosos alcázares, que son aún el ornato principal de la India del Norte.

Impulsados por su espíritu conquistador a llevar la guerra a través de la península indostánica, desde Cachemira a Golconda, gustaron de vivir, como su ascendiente Timur, en campamentos movibles que tenían apariencia de ciudades populosas, rodeados de un fausto desconocido hasta entonces.

Tres palacios de madera, que se armaban y desarmaban con toda facilidad, servían de vivienda al Gran Mogol en sus excursiones. Cada uno de tales edificios era transportado por doscientos camellos y cincuenta elefantes, marchando los tres convoyes con el intervalo de un día, para que de este modo el emperador encontrase siempre un palacio armado al cerrar la noche, esperando su llegada. La artillería iba delante y a continuación los camellos cargados con el tesoro imperial. Cien de estos animales llevaban las rupias de oro y doscientos las rupias de plata. Detrás del tesoro pasaban jaurías de perros y panteras domesticadas para la caza de gacelas y ciervos, así como numerosos toros amaestrados para batirse con el tigre. Ochenta camellos, treinta elefantes y veinte carros servían para el transporte de los libros de cuentas y archivos del Imperio. El agua del Ganges para uso de la comitiva imperial la transportaban cincuenta camellos, y otros cincuenta las provisiones de boca para sólo un día. Cien cocineros cabalgaban en el regio cortejo, y cada uno de ellos estaba encargado de preparar un plato único o un postre. El guardarropa ocupaba cincuenta camellos y cien carros. Treinta elefantes llevaban solamente a cuestas joyas y armas. Estas últimas eran sables y yataganes de rica labor, que el Gran Mogol regalaba a los principales jefes de su ejército a guisa de condecoraciones.

A la cabeza de la artillería y el bagaje marchaban como vanguardia dos mil zapadores para arreglar los caminos, y otros dos mil a la cola de la enorme columna encargados de borrar las huellas de elefantes, camellos y carromatos. Treinta mil jinetes y diez mil infantes componían la escolta del Gran Mogol. La retaguardia era una muchedumbre de habitantes de las ciudades que seguían al soberano en sus viajes, y domésticos encargados de cuidar los elefantes, camellos y corceles de los señores de la corte.

Se escogía siempre para establecer el campo alguna llanura extensa, quedando en el centro uno de los palacios movibles del emperador, rodeado de las tiendas de los magnates, que formaban calles en torno de él.

Costaban estos viajes sumas inauditas, mas el Gran Mogol podía realizar cuantos caprichos se le ocurriesen. Los tributos de los veintiún gobiernos sometidos a su autoridad proporcionaban, todavía en el siglo XVIII, mil millones de francos oro, lo que representaría hoy, en el mismo metal, una suma de ocho a diez veces mayor. Sus tesoros se componían de enormes masas de oro y plata procedentes de sus minas. Nadie tuvo en su poder veneros tan preciosos. El célebre diamante encontrado en Golconda en 1550, que lleva el nombre de «Gran Mogol», fue llevado a Delhi por un caudillo de dicho país que era su tributario. Poseyeron montones de diamantes, todos de primera calidad, y no sabiendo qué hacer de tantas perlas, esmeraldas y rubíes, las incrustaron en los muebles de sus palacios, las cosieron a los cortinajes, adornaron con ellas sus vestiduras, compuestas de las más ricas estofas.

El adorno más famoso del palacio de Delhi fue un trono de oro macizo, llamado del «Pavo Real». Tavernier, audaz comerciante de pedrerías, que corrió gran parte de Asia en el siglo XVII, vio este trono, así como otras riquezas del Gran Mogol. Su calidad de experto le hizo ser bien recibido por estos monarcas que poseían las mejores joyas de la tierra. Tenían además siete tronos secundarios, unos ornados solamente de diamantes, otros de diamantes con rubíes, otros de esmeraldas, de perlas, etc. Oportuno es recordar que los tronos orientales son muy anchos, en forma de sofá, para que el soberano pueda sentarse en ellos con las piernas cruzadas.

Era el trono del Pavo Real el más grande de todos. Tenía un dosel cubierto de perlas y diamantes. Sobre su remate habían colocado un pavo real de oro macizo, cubierto de piedras preciosas, llevando en su pecho un gran rubí, del que descendía, balanceándose, una perla de cincuenta quilates. Cuando el Gran Mogol tomaba asiento en dicho trono, colocaban ante su rostro una enorme joya transparente para que su brillo le acariciase los ojos. Doce columnas incrustadas de perlas sostenían el dosel. Otras veces adornaban dicho trono con un loro de esmeraldas de tamaño natural.

Para explicarse el origen de un amontonamiento tan inaudito de tesoros hay que pensar que los herederos de Timur robaron durante dos siglos a todos los príncipes de la India, despojando además a los templos hinduistas de cuantas joyas ornaban sus imágenes. Los reyes de Bijapur y de Golconda, países famosos por sus riquezas, no pudiendo hacer frente a los Grandes Mogoles, compraban la paz entregándoles sus tesoros guardados y los productos anuales de sus minas. Los gobernadores de provincias y los jefes de ejército, enriquecidos por la rapiña, nunca se presentaban en la corte sin llevar por delante presentes valiosísimos.

Como todos los grandes Imperios de la Historia, el de los Grandes Mogoles tuvo una larga y triste agonía. En 1739, Nadir Shah, rey de Persia, invadió la Rajputana, avanzando sin resistencia hasta los muros de Delhi.

El ejército del Gran Mogol intentó oponerse, pero ya no era el de los nietos de Timur. En un momento fue batido, y Nadir entró triunfante en la capital al frente de sus soldados. Delhi ha conocido las matanzas más enormes de la India. El vencedor persa repitió las terribles hazañas de Tamerlán. En los primeros días respetó a los vencidos. Luego se arrepintió, ordenando el degüello de éstos.

Tomó asiento el persa en las gradas de una pequeña mezquita situada cerca de la calle principal de Delhi y, desnudando su sable, se mantuvo inmóvil, como la imagen de un dios vengador. Así estuvo de la mañana a la noche, escuchando sin emoción los alaridos del vecindario asesinado, mirando sin piedad cómo se deslizaba la sangre por el centro de la calle. Un día entero se dedicaron los persas a la matanza, exterminando más de cincuenta mil habitantes de Delhi. Al cerrar la noche, el Gran Mogol y los nobles de su corte vinieron a prosternarse a los pies del vencedor pidiendo misericordia, y sólo entonces se decidió a envainar su cimitarra, cesando con esta señal la horrible carnicería. Después de un castigo tan atroz, Nadir Shah abandonó Delhi, apropiándose como botín de guerra el trono del Pavo Real y todas las riquezas que el Gran Mogol no pudo esconder. Se calcula el valor de lo que se llevó a Persia en más de mil millones.

Empezó a acelerarse la decadencia del Imperio mogol después de tan enorme derrota. Los administradores de la Compañía de las Indias acabaron por tomar bajo su protección a estos monarcas que habían sido los más ricos del mundo, y, finalmente, al no ejercer autoridad más allá de los muros de Delhi, tuvieron que mendigar las subvenciones de los ingleses.

Durante un siglo se esforzó el Gran Mogol por conservar la antigua pompa exterior, pero a través de los restos de su lujo envejecido y polvoriento sólo se veía debilidad y pobreza. Cuando los ingleses, a mediados del siglo XIX, destronaron al último de ellos por haber favorecido la famosa insurrección de los cipayos, su autoridad ya había muerto mucho antes, y el monarca desposeído no era más que un fantasma.

En 1824, Heber, obispo británico, fue recibido aún por el emperador con grandes ceremonias en su palacio desmantelado y robado. Intentaba resucitar el majestuoso lujo de otros siglos con la vana esperanza de que le admirasen los escasos personajes europeos que podían llegar hasta Delhi.

Sus cortesanos, decadentes y trémulos, al anunciar la presencia del Gran Mogol y descorrer los cortinajes, gritaban: «¡Aquí viene el ornamento del mundo! ¡He aquí el asilo de las naciones, el soberano de los soberanos, el emperador justo, afortunado y siempre victorioso!».

El monarca hizo regalo a Heber de una vestidura de honor, que equivalía a una gran condecoración, y durante la audiencia procedió con la misma majestad que si aún estuviese sentado en el trono del Pavo Real. Para mostrarle nuevamente su afecto, le entregó luego un caballo, e inmediatamente sus cortesanos volvieron a pregonar con voces ruidosas la munificencia de su emperador, «el más generoso del mundo».

Terminada la entrevista, estos mismos chambelanes presentaron al prelado inglés dos cuentas de muchas rupias: una por la vestidura de honor, otra por el caballo regalado. El Gran Mogol era pobre y había que pagarle con discreción sus munificencias. Además, todo viajero, al ser presentado a él, avanzaba su diestra envuelta en un pañuelo para ocultar la bolsa de monedas de oro que debía regalarle forzosamente.

Hay que añadir que a los visitantes no les era gravosa tal contribución. El agente de la Compañía de las Indias, encargado de conseguir las presentaciones a la corte, era el que lo pagaba todo.

Después, este funcionario británico sabía cómo resarcirse con creces de los pequeños tributos al Gran Mogol, administrando los restos de su imperio.