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La opulenta Bombay

Los portugueses en la costa de Malabar.—Alburquerque y sus grandiosos proyectos.—Cómo los tesoros de la India entristecieron durante un siglo a los reyes de España, dueños de América.—La vieja ciudad de Goa y el cuerpo de San Francisco Javier.—Modo de hacer dinero usado por el gobernador de Goa.—Bombay vendido a los ingleses por diez libras al año, que nunca fueron pagadas.—Las castas de Bombay.—Los mercaderes opulentos de sus bazares.—El gran crack del algodón.—Las epidemias.—El Mercado de los ladrones.—Mujeres en jaulas y mahometanas que se afeitan.—Un cónsul que acaba por ceder su casa a una inquilina más antigua instalada en el jardín.

Navegamos por el mar de Omar, ante las costas occidentales de la India, que hace cuatro siglos sirvieron de escenario a una de las empresas más audaces de la historia humana. Aquí desarrolló el pueblo portugués su epopeya, cantada luego por Camões en versos inmortales, gesta ultramarina que únicamente puede compararse con los descubrimientos y hazañas de los españoles en las Indias occidentales.

Vemos en el horizonte montañas esfumadas que parecen neblinas, y estas alturas evocan en nuestra memoria los lugares más célebres de la conquista portuguesa. Pasamos ante Calicut, la metrópoli de la costa llamada de Malabar, primer país indo descubierto por Vasco da Gama.

Los navegantes y soldados de Portugal tuvieron que luchar con pueblos de vieja civilización. Algunos de los reyes indostánicos poseían marina fuerte y ejércitos disciplinados. Además, los mareantes árabes, temiendo perder sus mercados en la India con la llegada de los portugueses, prestaron valiosa ayuda a los soberanos del país. Y sin embargo, salieron vencedores aquellos de los más desiguales combates, acabando por sojuzgar una gran parte de la península indostánica. Sus galeones se batieron solos muchas veces contra toda una flota de buques indos y árabes; sus reducidas tropas de desembarco hicieron frente a ejércitos de majestad teatral, con lorigas doradas y cascos incrustados de piedras preciosas. Vencieron a rajás que iban a la guerra con aparato de dioses, lanzando sobre el invasor jaurías de tigres desencadenados, manadas arrolladoras de elefantes.

Esta epopeya lusitana tuvo un héroe, el famoso Alburquerque, grande por sus condiciones de capitán y por las virtudes de su carácter. En nuestra historia, únicamente Hernán Cortés puede ser comparado con él. Su mirada certera supo desentrañar el porvenir con tres siglos de anticipación. Se apoderó de Malaca, adivinando en ella la puerta del Extremo Oriente, presintiendo la importancia del actual Singapur.

Tuvo en sus proyectos la audacia desconcertante del genio. Los soldanes de Egipto, monopolizadores del tráfico por tierra con la India, se irritaron al ver que los portugueses, siguiendo el contorno del continente africano, habían encontrado una nueva ruta para ir en busca de la especiería asiática. Por esto apoyaron a los príncipes indos en su resistencia, enviando flotas contra los lusitanos.

Alburquerque las desbarató, entrando después con sus naves en el mar Rojo, que era entonces un camino sin salida, para hacer la guerra a los soldanes en sus propios dominios. Ningún caudillo célebre, desde Alejandro a Napoleón, ha osado imaginar un proyecto como el de Alburquerque. Quiso desembarcar en la costa del Sudán, y avanzando hasta donde existe ahora Jartum, torcer, de acuerdo con el emperador de Abisinia, la corriente del Nilo, para que se perdiese en el mar Rojo. Este intento, horriblemente audaz, pensado después por otros guerreros, representaba la muerte instantánea de Egipto, la sequía absoluta, el aniquilamiento de un país que sólo vive de las dos fajas de aluvión que el río bienhechor refresca con sus sangrías. Su segundo propósito era hacer un desembarco en la orilla opuesta del mar Rojo, frente a La Meca y Medina, incendiar las dos ciudades santas, destruir la famosa Kaaba y llevarse el cadáver de Mahoma para pasearlo por Europa, con lo cual infligiría un tremendo golpe al fanatismo musulmán, tan temible en aquellos tiempos.

Vencido Alburquerque por los años y por la ingratitud de su rey, no pudo ejecutar estos magnos proyectos; pero aún tuvo Portugal en sus posesiones de la India otros capitanes gloriosos. A semejanza de los de la conquista española en América, parecen secundarios estos caudillos si se les compara con sus mayores, pero de haber actuado solos en otro país, su historia resultaría inaudita.

Los tesoros indostánicos fueron durante medio siglo un motivo de tristeza y celos para los reyes de España. Fondeaban en el río de Lisboa las naves llegadas de la India, con cargamentos de perlas, oro, marfil, sederías, especias, todo el esplendor de Oriente, tal como lo describían los libros santos al hablar de las flotas legendarias del rey Salomón. Aún no habían empezado las llamadas Indias occidentales a dar el producto de sus minas. El oro de México y el Perú se mantenía oculto en el misterio de la tierra, y los conquistadores españoles no habían encontrado otras riquezas que las del botín guerrero al apoderarse de los imperios de aztecas o incas. Fue casi un siglo después cuando empezó normalmente la exportación de la minería americana. Durante el período de mayor florecimiento de Portugal, cuando toda flota llegada al Tajo parecía venir de un país fabuloso. España, poseedora de la mayor parte de América, sólo recibía magros productos de sus conquistas, despojándose en cambio de lo mejor de su raza para enviarlo al otro lado del mar.

No echó Portugal en la India las profundas raíces que España en América. Un siglo después de la gran conquista asiática, se vio arrebatar por los holandeses lo más rico de su dominio indostánico. Hoy, de todo el vasto Imperio descubierto por Vasco da Gama y dominado por Alburquerque y Almeida, sólo conserva la ciudad de Goa y dos pueblos costeros de vida lánguida.

Pasamos ante Goa, metrópoli católica, que sólo data de cuatrocientos años y tiene un ambiente de antigüedad semejante al de las capitales indostánicas que cuentan docenas de siglos. Para los católicos de la India, insignificantes en número si se les compara con brahmanistas y mahometanos, pero que de todos modos ascienden a algunos millones, Goa es la ciudad santa, como Benarés lo es para hinduistas y budistas y Delhi para los musulmanes.

De su pasado esplendor sólo guarda la importancia religiosa. El arzobispo de Goa es el primado de toda Asia, y en torno a su vieja catedral vegeta un clero de tez oscura, canónigos, beneficiados, seminaristas. Todos los naturales de la ciudad son fervorosos católicos y esparcen su fe por la India.

El indígena de Goa resulta superior por su aspecto y sus costumbres a los otros indostánicos de clase popular. Recibe en las escuelas una educación ceremoniosa y extremadamente amable, que recuerda la cortesía de los antiguos hidalgos portugueses. Se acostumbra desde niño a llevar zapatos, viste a la europea, y es preferido en Bombay y otras ciudades para ocupar empleos inferiores en las oficinas públicas o para mayordomo de casa rica. En todos los grandes hoteles de Bombay y en los comedores de los trenes, los domésticos más importantes son mestizos de Goa, que se titulan «portugueses» con cierta vanidad. Todos ellos, al preguntarles por su país, hablan de San Francisco Javier. El cuerpo del célebre misionero es apreciado como lo más importante de la ciudad. Muerto en una isla portuguesa de la bahía de Hong-Kong, lo trajeron a Goa, y ocupa una de las capilas de su catedral.

Este templo, de mediocre arquitectura, se enorgullece de poseer la tumba del andariego evangelizador. La costeó un gran duque de Toscana y es un monumento de más riqueza que buen gusto.

Viven en la costa occidental de la India casi todos los católicos indostánicos, dedicados los más a la pesca y la navegación de cabotaje. El apóstol Francisco Javier es el santo más adorado e implorado por ellos. Un portugués, antiguo vecino de Goa, me cuenta que hasta hace poco tiempo se valían de él los gobernadores de la colonia para salir de apuros monetarios. Cuando les eran precisos nuevos ingresos para la vida de la ciudad, anunciaban que el cuerpo del misionero español iba a ser expuesto a la adoración de los fieles, y esto bastaba para que miles y miles de indostánicos, católicos a su modo, acudiesen en peregrinación de diversas ciudades de la costa, reanimándose los negocios de la capital durante los meses que permanecía visible el santo cadáver.

Bombay también fue fundada por los portugueses. Era una factoría establecida al sur de la llamada isla de Salsette. Al recobrar Portugal su independencia separándose de España, en tiempos de Felipe IV, necesitaron sus gobernantes buscar alianzas poderosas que les defendiesen de una posible reconquista de los españoles, y para conseguirlo se valieron del matrimonio, casando a doña Catalina de Braganza con Carlos II, rey de Inglaterra.

Uno de los bienes que la portuguesa llevó en dote fue la naciente colonia de Bombay. Su regio marido entregó la ciudad a la Compañía de las Indias con la obligación de pagar todos los años un censo de diez libras, cantidad insignificante, consignada únicamente para perpetuar los derechos de doña Catalina sobre la isla. Inútil es decir que los ingleses se quedaron para siempre con Bombay y ni una sola vez pagaron las diez libras.

En toda la India es la población de mayor actividad mercantil y riquezas más enormes. Sólo cuenta Bombay cien mil habitantes menos que Calcuta, lo que la da categoría de tercera población del Imperio británico, y su prosperidad resulta superior a la de la capital de Bengala. Dominan en ella el mercader y el rico. Los príncipes indos que gobiernan aparentemente las provincias del interior y los nababs de extensas propiedades gustan de Bombay y tienen en ella sus palacios. Cansados del lujo indostánico de sus viviendas solariegas, se hacen construir en esta ciudad edificios que son copias de los de Londres, y llenan sus salones de muebles costosos con tal abundancia, que parecen de un mercader de antigüedades. Esta decoración exuberante es sólo para que la admiren las visitas. Los propietarios, cuando nadie puede sorprenderles, viven en la parte más modesta y oculta de su lujoso edificio.

Son más numerosos en el vecindario de Bombay los brahmanistas que los musulmanes, quedando comprendidos en aquellos todos los devotos de las numerosas y opuestas sectas del llamado hinduismo, que reconocen el sistema de castas y la supremacía de los brahmanes.

A pesar de la influencia inglesa, persiste aquí, más que en el resto de la India, la división en castas. Los brahmanes se mantienen separados de sus compatriotas, y marchan solos, con majestuosa altivez, vestidos de blanco y tocados con pesado turbante. Su alimentación es estrictamente vegetal, y consideran un oprobio el uso del tabaco y el alcohol. Los purbus, casta inmediatamente inferior, ocupan por su actividad y su honradez todos los empleos en las aduanas y las oficinas administrativas, así como en los Bancos y demás establecimientos comerciales. Se les reconoce por su turbante de un abultamiento exagerado. Algunos de ellos llegaron a posiciones muy elevadas, reuniendo fortunas cuantiosas. Uno fue miembro del Consejo de gobierno y tiene estatua en Bombay. La casta de los kayeths, o sea, de los escribanos, viene después. Son pequeños de cuerpo, débiles, con los rasgos fisonómicos muy finos, y gozan reputación de inteligentes, astutos y tramposos, igual a la de los leguleyos de Occidente. En Bombay han sido repelidos por los purbus, que ocupan ahora sus empleos cerca de los ingleses, pero fuera de la ciudad y en gran parte de la India siguen gozando de enorme influencia sobre el populacho, por su conocimiento de las leyes y porque saben leer y escribir en varios idiomas.

Entre los indígenas que pueblan la isla de Salsette, los más influyentes son los mercaderes, procedentes en su mayoría de Gujarat. Unidos a todas horas por la solidaridad de sus intereses, forman una corporación omnipotente. Se encuentran entre ellos los especuladores de algodones y tejidos indostánicos, materias que han dado al comercio de Bombay enorme importancia.

Los bazares revelan en seguida su opulencia a un observador atento. Las tiendas, repletas de toda especie de géneros asiáticos, no son distintas de las que existen en otros bazares de Oriente. Sólo se nota en ellas mayor abundancia de géneros. Lo extraordinario de los bazares de Bombay se encuentra en ciertas calles que no tienen almacenes y más bien parecen galerías de un vasto café. Ante la puerta de todas sus casas hay un tabladillo cubierto de tapices, y sobre dicho estrado tres divanes con forros color de perla, siempre limpios. Gran número de mercaderes, obesos los más de ellos, con turbante y larga túnica, o vestidos de blanco a la europea, con guerrera de botones de oro y en la cabeza un gorrito negro, hablan, fuman, beben refrescos perfumados con flores, mientras otros circulan, de tertulia en tertulia, comunicando noticias.

Aquí está el alto comercio de Bombay, el mercado indígena, en perpetuo contacto con la City de Londres. Muchos de estos negociantes, que tienen su tabladillo en el bazar, como los mercaderes de los cuentos árabes, reciben saludos de profundo respeto cuando entran en los palacios góticos donde están las sucursales de los primeros Bancos de la tierra.

Bombay ha sufrido hondas crisis comerciales, lo mismo que las metrópolis de la América del Norte y del Sur, crecidas de convulsión en convulsión, arruinándose estrepitosamente, para ser más ricas años después.

Cuando los Estados Unidos se vieron amenazados de muerte a causa de la guerra civil entre las provincias del norte y del sur, quedó Europa sin uno de los elementos más necesarios para su vida industrial: el algodón. Comprendieron los indostánicos la importancia de este momento, dedicándose con enérgica actividad a producir un artículo tan necesario para el alimento de las manufacturas de Inglaterra, y el depósito de todos los algodones del país fue Bombay, creando tal monopolio en poco tiempo fortunas prodigiosas. Además, los indígenas, arrastrados por la locura de la especulación que mostraban los blancos, desenterraron sus tesoros, guardados improductivamente durante siglos, y Bombay se mostró desbordante de dinero.

El algodón no fue al fin más que un pretexto para especulaciones quiméricas. Todos los días se fundaba una sociedad por acciones con capitales extravagantes. Más de setenta Bancos fueron establecidos en pocos meses. Bombay se dedicó en masa a comprar y vender acciones, siendo éstas muchas veces simples pedazos de papel sin fundamento alguno en la realidad. Hasta las damas indostánicas y europeas, al pasear por la orilla del puerto, hablaban acaloradamente en sus carruajes de las fluctuaciones de la Bolsa. Domésticos y obreros llevaban sus ahorros a los especuladores para que los hiciesen prosperar.

Fue en los años 1864 y 1865 el período culminante de esta locura. Todos contaban con que la guerra de Secesión de los Estados Unidos duraría indefinidamente; y cuando el Norte dio fin a esta lucha venciendo al Sur, todos los Bancos nuevos de Bombay quebraron al mismo tiempo, siendo general la ruina. Desde entonces, la ciudad ha ido reponiéndose, llegando finalmente a ser la metrópoli comercial de la India gracias a procedimientos más sensatos y prudentes.

También es la ciudad de las grandes epidemias. ¿Quién no ha oído hablar de las mortandades que el cólera y la peste bubónica causaron en las muchedumbres de Bombay?… Los relatos de algunos viajeros estremecen, a pesar de su laconismo, cuando describen las noches de Bombay en plena epidemia, con un cielo rojo de aurora boreal. Este resplandor de sangre en el horizonte era el reflejo de numerosas hogueras que iban consumiendo los cadáveres de los apestados.

En el momento que lo visitamos no está amenazado por ninguna de estas calamidades, pero viendo los barrios donde vive el pueblo se adivina lo que puede ser aquí una epidemia.

Las calles más importantes, cercanas a la orilla del mar, tienen un aspecto monumental, superior al de Calcuta. Los bancos han construido palacios a la americana o imitando el gótico negruzco de Londres. Potentados indos y parsis llegaron a la ciudad cuantiosas sumas para la construcción de escuelas y hospitales. En algunas plazas hay estatuas de benefactores públicos vestidos a lo indostánico.

Son visibles en este Bombay europeo la limpieza y el orden. Hasta causa extrañeza encontrar en sus amplias aceras gentes medio desnudas. También se ven mujeres indígenas, con manto rojo de virgen y pulseras de metal, subiendo ladrillos o espuertas de yeso por los andamios de los edificios en construcción. Pero estos detalles, que recuerdan el carácter indo de la ciudad, parecen borrarse con la gran afluencia de gentes europeas o vestidas a la europea que circulan por sus avenidas modernas.

Es en los barrios populares donde se nota, más que en Calcuta, el amontonamiento y el hervidero de la vida oriental. Tal vez se debe esto a que en Bombay son muchos los musulmanes, y con su individualidad violenta y sus costumbres más depravadas que las de los indos extreman la fisonomía asiática de la ciudad.

Hay un barrio de bazares sórdidos, con tiendecitas que ofrecen los más heteróclitos objetos, al que llaman «Mercado de los ladrones», por ser procedentes de robos las más de las cosas que se venden en él. En otros barrios de igual aspecto los transeúntes habituales llevan oculto en la faja un puñal corvo, y abundan peleas y muertes.

Las musulmanas, con el rostro más tapado que en ninguna ciudad de Oriente, disimulan su cuerpo bajo tantas envolturas, que en vez de seres humanos parecen fardos de ropa marchando solos. La celosa pasión del indo mahometano ha impuesto sus exigencias a los cocheros de alquiler. Todos guardan en su carruaje una pieza de tela colorinesca, y cuando llevan damas mahometanas, a pesar de que éstas continúan ocultas bajo sus múltiples vestimentas y mantos, colocan dicha cortina entre el pescante y el borde de la capota, convirtiendo de este modo su vehículo en harén ambulante.

Esta ciudad, con tantos palacios principescos, bancos poderosos, bazares influyentes en los mercados del resto de la tierra, escuelas creadas por la munificencia privada y misiones sostenidas por las diversas agrupaciones del cristianismo, es al mismo tiempo un puerto de mar, el primero de la India, y contiene las barriadas viciosas de todos los grandes puertos, extremadas aquí por las singularidades de la vida oriental.

Visitamos de noche algunas calles únicamente frecuentadas por los que vienen de las provincias del interior y la marinería extranjera e indostánica. Vemos casas de japonesas y chinas, con músicas discordantes y guirnaldas de farolillos. Entramos en varias salas de concierto, llenas de mujeres pintarrajeadas y con mesas de juego. Luego nos asomamos a un antro mal alumbrado, que es un burdel del país. Las mujeres viven en jaulas, en verdaderas jaulas de fiera, con gruesos barrotes y una cerradura, cuya llave recibe el cliente después de haber pagado al dueño del cubil. Tal encierro lo juzgan necesario para que las pobres indostánicas no huyan, volviendo a su país, de donde tal vez las trajeron con engaño. Dentro de la jaula sólo existe un tapiz deshilachado, y los acoplamientos se realizan sobre el duro suelo: una cópula de fieras, en armonía con los barrotes del jaulón.

Vemos en otras calles hembras musulmanas, pero con el rostro descubierto, lo que resulta inexplicable. Estas mujeres se muestran libremente en las puertas de sus casas, o pasean ante ellas con movimientos exagerados de feminidad. Tienen la voz un poco ronca. A algunas de ellas se les nota a través del colorete de sus mejillas la sombra azulada de una barba algo fuerte. Al fin nos enteramos de que son hombres, jóvenes musulmanes vestidos de mujer, que sólo reciben la visita de sus correligionarios.

Considera el mahometismo indostánico pecado grave que los creyentes puedan tener hijos con mujeres que no sean de su religión y su tribu. Y para evitarlo, cuando vienen a Bombay para sus negocios, frecuentan estas calles, de las que nos alejamos nosotros con apresuramiento para no ver más.

También es Bombay, entre todas las ciudades indostánicas, la más abundante en encantadores de reptiles. Aquí se celebra la fiesta anual, ya descrita, en honor de Krishna, el matador de la gran pitón, con el aparato de una gran solemnidad religiosa.

El viajero que llega de Europa, al desembarcar en Bombay encuentra al término de la escalinata de honor, construida para los virreyes, gran número de muchachos que le reciben enseñando con ambas manos toda su colección de najas cabezudas o serpientes delgadas y verdes. Algunas veces las dejan en el suelo para que bajen de escalón en escalón al encuentro del recién llegado.

Mi amigo Laguardia, cónsul de España, que vive aquí varios años, me cuenta por qué tuvo que abandonar en los alrededores de Bombay una casa con hermoso jardín que había alquilado para los meses veraniegos. A los pocos días de estar en ella vio a uno de sus niños inmóvil en el jardín, mirando fijamente una especie de pequeño tronco erguido entre las flores. Era una cobra.

Agarró el cónsul a su hijo apresuradamente para meterlo en la casa, alarmado por tal compañía. Su servidumbre indígena no mostró la misma inquietud; antes bien, pareció extrañada de su asombro. Todos los domésticos de pies descalzos conocían a la naja como algo familiar, digno de respeto. Llevaba varios años viviendo en el jardín, como si fuese propiedad suya. Durante las noches invernales tal vez buscaba refugio en las habitaciones inferiores de la casa.

Como Laguardia les propuso que matasen a la serpiente, todos sonrieron con una expresión de lástima. La vida es sagrada, sea cual sea la forma que revista. Además, una naja tiene cierto prestigio divino. Por algo aparecen los dioses en las pinturas de los templos rodeados de ellas.

En vano aumentó mi amigo la futura recompensa. Ni por cincuenta rupias ni por mil puede un indostánico matar a una serpiente.

Buscó entonces a un musulmán, por ser todos ellos gentes de cuchillo, sin respeto a la vida ajena, sin miedo a la sangre: lo contrario de sus flojos compatriotas los brahmanistas. Pero el musulmán, al enterarse de lo que pretendían de él, movió la cabeza negativamente.

Teniéndose por hombre de coraje como el que más, no vacilaba en declarar su miedo. Las najas viven siempre en parejas, y si mataba a ésta estaba seguro de que su compañera le acecharía años y años hasta encontrar ocasión de vengarse, mordiéndole. Todos los hombres que él había conocido matadores de tales reptiles acababan por morir a su vez envenenados por uno de ellos. En vano le explicó mi amigo que esto no era extraordinario, pues quien repite una operación peligrosa termina por ser víctima de ella. Además, él le pedía que matase una naja, una nada más.

—No puedo —insistió el musulmán—. Si mato la que usted ha visto, la otra que no ha visto se vengará matándome a mí.

Y no hubo quien atacase a la serpiente del jardín. La cobra continuó paseándose por las avenidas, y hasta tomó confianza con los nuevos inquilinos de la casa, irguiéndose al pie de la escalinata, metiéndose en el piso inferior, habitado por la servidumbre.

Laguardia, aburrido de tanta familiaridad, disparó contra ella varios tiros de revólver. Los domésticos se sublevaron ante este acto impío, declarando que les era imposible seguir en una casa cuyo dueño pretendía dar muerte a seres amigos de los dioses.

Al fin tuvo que adoptar la única resolución posible: marcharse. Y con gran contento de sus servidores cobrizos, se volvió a la ciudad, renunciando a la casa veraniega.

Los indos consideraron lógica su retirada y equitativa la pérdida del dinero pagado por el arriendo. La verdadera dueña de la finca era la naja. Los demás seres instalados en ella, algo pasajero, indigno de respeto y obediencia.