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Por el interior de Ceilán

Mujeres que trabajan en los caminos.—Los campos bajos de Ceilán.—Plantaciones de té y de canela.—Una boa junto al automóvil.—Jardín zoológico sin jaulas.—Tigre real sobre el camino.—La vegetación de las montañas.—Elefantes que aran.—Nuestro encuentro con uno de ellos, asustado por el automóvil.—Actuación militar de los elefantes.—Los maravillosos jardines de Peradeniya.—El lago de Kandy.—Templo del Diente de Buda.—Procesión de elefantes con la divina reliquia.—El arzobispo de Coa, la Inquisición portuguesa y el diente sagrado.—Ineficacia de las medidas violentas contra la fe.

En las inmediaciones de Colombo tienen que ser reparados frecuentemente los caminos de tierra roja y suelta, ejecutando mujeres dicho trabajo. Ninguna de ellas es de Ceilán. Las hembras de la isla procuran imitar la existencia perezosa de sus hombres. No quiere decir esto que los cingaleses viven todo el año alejados del trabajo, pero procuran evitarlo cuanto pueden, y esta tierra fértil, de una germinación rápida y generosa, no exige grandes fatigas para ser explotada. La mujer ayuda algunas veces al hombre en sus ocupaciones, pero se esfuerza menos que él.

Son hembras de la península indostánica, casi siempre de la presidencia de Madrás, las que vienen contratadas para las obras públicas, en calles y caminos.

Vamos a visitar Kandy, ciudad veraniega del gobernador de la isla y de los ricos, donde está el famoso monasterio guardador del diente de Buda. Son cuatro horas de viaje en automóvil por la parte más hermosa de la isla, y el regreso lo haremos en ferrocarril. Esta excursión nos permitirá conocer la llanura, abundante en plantaciones de té y de caucho; después la montaña, con sus arboledas gigantescas, y el famoso jardín botánico de Peradeniya, en las inmediaciones de Kandy.

Al salir de Ceilán pasamos entre un centenar de mujeres que trabajan como peones camineros, recomponiendo unas avenidas de tierra carmesí, con jardines a ambos lados y villas de color rosa. Las cingalesas, que permanecen inactivas en las puertas de sus cabañas o van al mercado en esta hora matinal, se muestran medio desnudas, con la cabellera adornada por una peineta menos vistosa que la de los hombres. En cambio, las indostánicas de tierra firme, que manejan el pico, tiran del cilindro apisonador o llevan sobre la cabeza espuertas de yeso, van envueltas en un velo desde la frente a las rodillas, llevan aros de metal blanco en los tobillos y el tintineo de numerosas pulseras acompaña los movimientos de sus brazos. Trabajan silenciosas, con gesto enfurruñado y constante tenacidad. Causa cierta fatiga ver cómo ejecutan estos trabajos hombrunos con vestiduras y adornos que dificultan sus movimientos. Al extender un brazo, dejan visible todo un costado de su tronco y la taza carnosa del pecho, algunas veces virginal. Cuando se doblegan sobre la tierra, su cuerpo parece transparentarse con indiscretos relieves a través de sus vestidos ligeros.

Viven como bestias de trabajo, y sin embargo, por sus envoltorios y sus gestos tienen algo de mujeres de leyenda, mostrándose altivas y misteriosas para los varones que pasan junto a ellas. Los cingaleses, adornados como hembras, no atraerán nunca sus miradas. Estas jornaleras de macizas ajorcas, cuando reúnen una pequeña dote trabajando en los caminos de Ceilán, vuelven a Madrás u otras provincias de la costa oriental para casarse con un compatriota.

Nos damos cuenta, marchando por caminos siempre rojos, de lo que es la vida campestre en Ceilán, mezcla de civilización europea y de costumbres milenarias todavía vigorosas. En las plantaciones trabajan muchos hombres, desnudos, sin más que un pañizuelo entre las piernas, guiando parejas de pequeños búfalos. De vez en cuando surge la chimenea de una máquina de vapor junto a las agujas blancas o doradas de un templo budista. En estos campos se cultiva el té de Ceilán y otro producto que ha hecho famoso el nombre de la isla desde hace siglos: la canela. Existen vastísimas extensiones plantadas de caneleros, o más exactamente «cinamomos cingaleses», árboles cuyas pequeñas ramas proporcionan el oloroso producto. Los agricultores del país desistieron hace tiempo de cultivar la quinina, para dedicarse en absoluto a la producción de la famosa canela de Ceilán.

Algunas veces encontramos un caserón junto al camino, de cuyo interior se escapan abejorreos infantiles, cánticos de voces delgadas y chillonas. Es una escuela. La colonización británica se preocupa de hacer aprender el inglés a los cingaleses, infundirles un respeto casi supersticioso por el omnipotente personaje que ciñe la corona imperial de las Indias, como si fuese Buda, Shiva o Mahoma. Muchos de los cánticos escolares loan a la graciosa majestad que reside en Londres.

Otras plantaciones inmediatas al camino son de caucho, y sus maquinarias, dirigidas por europeos o mestizos, funcionan incesantemente para convertir el zumo de dicho árbol en la materia sólida y elástica, preciosa para la industria. Hay extensos arrozales, unos en amplia laguna horizontal, otros en escalinata, como los de Java, y alí donde el trabajo del hombre no ha modificado la fisonomía de la naturaleza, ésta se muestra con exuberancia y desorden. Las charcas ocultan sus aguas, abundantes en prolífica vida verdosa, bajo apretados broqueles de una vegetación de terciopelo oscuro. Grupos de helechos arborescentes, de bambúes gigantescos, de cocoteros y palmas con penachos color de oro, bordean nuestra ruta. A sus troncos y ramajes se agarran las plantas trepadoras, lanzando bóvedas sobre un suelo eternamente verde, al que sólo llega el sol en forma de gotas de luz.

Vuelan los cuervos en bandas sobre los prados o se dejan caer en ellos, cubriéndolos con una sábana negra y ondeante. Los búfalos, al descansar sobre sus patas encogidas, mantienen en el lomo un pajarraco de esta especie, que hunde el pico en su pelambrera, buscando los parásitos incubados por la fecundidad tropical. Tiemblan las ramas de los árboles y resuenan sus hojas, con el estrépito de carreras invisibles. Poco después, vemos descender por el tronco un lagarto de luenga cola, casi del tamaño de un gato, con el lomo partido en dos filas de verrugas negras y verdes.

Nuestro chófer indígena desvía de pronto su vehículo para evitar un obstáculo que sólo él ha podido distinguir. Siguiendo sus indicaciones, vemos la segunda mitad de una boa que debe tener cuatro metros de longitud y cuya redondez de tronco viviente está cubierta por una piel cuadriculada y tricolor. Este reptil extraordinario acaba de atravesar el camino y continúa deslizándose por uno de sus lados. Durante algunos segundos, marchan en igual dirección la boa y el automóvil. Puedo observar el resbalamiento de la bestia sin ver su cabeza, que se hunde en las ramas secas y en todos los obstáculos del suelo cortados por su arrastre. La tierra parece abrirse ante el zigzag de su cuerpo. Al avanzar levanta un susurro de hierbas dobladas, un crujir de hojas. De pronto le infunde inquietud nuestra compañía, tuerce su marcha a la izquierda, y remontando un pequeño ribazo, se pierde en la tupida vegetación.

Por la otra orilla del camino han pasado al mismo tiempo varias mujeres que llevan fardos o vasijas sobre sus cabezas. No han hecho un gesto al ver la serpiente o no se han tomado el trabajo de enterarse de su presencia. La boa es una compañera de los habitantes del campo; no la temen como a la cobra, que mata casi instantáneamente con su mordedura. Sólo se atreve a enroscarse al hombre cuando lo encuentra dormido en la selva, y le rompe los huesos con el estrujamiento de sus anillos, que son su única arma agresiva.

Todas las viviendas, sueltas o formando pueblos, tienen una columnata anterior, adornada con vasos colgantes de flores, y entre columna y columna vemos fuertes celosías hechas con una madera dura, casi tan resistente como el metal. Gracias a estos obstáculos que impiden el acceso a la casa y dejan pasar al mismo tiempo el aire de la noche a través de sus pequeños agujeros, los cingaleses consiguen dormir seguros y frescos en este país de calores sofocantes. Así no puede penetrar hasta su cama la serpiente, animal de gustos domésticos, que se siente atraída por la vivienda del hombre y acude a ella desde enormes distancias. También el tigre ronda junto a las celosías, seducido por la luz que filtran sus orificios, pero acaba por alejarse, creyendo tal obstáculo más fuerte que sus garras.

Nos encontramos frente al tigre una hora después de habernos tropezado con la boa. El gobierno de Ceilán ha construido en el camino de Kandy un jardín zoológico como no existe otro en ninguna parte de la tierra. Carece de edificios y los animales ignoran la estrechez de la jaula. Considerables espacios de selva están limitados por una alambrada de varios metros de altura, cuyos hilos metálicos tienen el grosor de un dedo. En estos compartimentos que ocupan centenares de metros cuadrados y carecen de techo, las fieras cingalesas saltan, corren, rugen, se suben a los árboles con toda libertad, como si estuviesen en campo libre.

Vemos muchos de estos animales sin abandonar nuestro camino. Los tigres, al darse cuenta de que pasan viandantes, avanzan hacia el borde de aquél con una cautela agresiva, preparándose para atacar, hasta que tropiezan con el enrejado. Aunque esta alambrada es fuerte examinada de cerca, parece mediocre desde lejos, al compararla con los árboles, los animales y las rocas que pueden contemplarse a través de su tejido. Hasta se duda de la existencia de dicho obstáculo, llegando en ciertos momentos a no verlo.

Pasamos una revuelta verdosa y sombría bajo la cúpula que forman varios árboles al juntarse, y al otro lado de ella vemos de pronto un tigre casi encima de nosotros: un animal majestuoso por su tamaño, la piel rayada de blanco y oro, la cabeza tan enorme, que resulta en desproporción con el resto de su cuerpo. Este tigre real descansa en el brazo de un árbol de copa gigantesca, pero queda dentro de la red metálica, que ahora nos parece tan insignificante como una telaraña. Unos cuantos tigres más pequeños, indudablemente sus hijos, juguetean al pie del tronco, semejante por su anchura a un torreón negro. El terrible padre guarda la misma actitud de sus mocedades, cuando cazaba con toda libertad al hombre en las selvas, poniéndose al acecho en lo alto de los árboles para dejarse caer sobre los descuidados cingaleses.

Todos hemos visto tigres a través de los hierros de una jaula, animales entumecidos por la estrechez del espacio y una forzosa inmovilidad. Además, los hemos contemplado estando en el mismo plano. Aquí existe frente a nosotros un tigre majestuoso, con toda la robustez de la vida libre, y lo vemos de abajo arriba, subido en un árbol, como un gato que toma el sol en un alero, sin más obstáculo intermediario que una especie de red que nos imaginamos fácil de saltar para una bestia de patas vigorosas, lo que resulta un espectáculo nuevo y poco tranquilizador.

El chófer ha detenido instintivamente su automóvil, interesado por dicha aparición. No es suceso ordinario que un animal de talla tan enorme abandone sus frondosidades predilectas para venir a curiosear en la orilla del camino. Lo tenemos casi encima de nosotros. Hemos de echar atrás nuestras cabezas para verle bien. La magnífica bestia deja caer de las esmeraldas de sus ojos dos chispas verdosas sobre las presas insolentes que la contemplan desde abajo. De tarde en tarde parpadea, entreabre las quijadas para dar salida a un mudo bostezo, y vuelve a mirarnos con despectiva fijeza. Sus pupilas color de mar tienen ahora dos redondeles amarilos como monedas de oro. Indudablemente estos ojos nos hablan:

—Miradme bien; aprovechad la ocasión. ¡Ay, si no existiese nada entre nosotros!

Sé lo que pasaría en tal caso; echaríamos a correr, muertos de miedo. Pero aun contando con el obstáculo que nos defiende, empezamos a encontrar un poco largo este mutuo cruzamiento de miradas.

Permanecemos solos en medio del camino, sin saber dónde están los otros automóviles que hacen el mismo viaje. El silencio de la selva nos envuelve en su calma profunda, repleta de latidos misteriosos. Nos vemos entre altas murallas de vegetación que sólo dejan filtrar redondeles de sol. A los perfumes pimentosos de la flora tropical ha sucedido un hedor de fiera. En el mismo plano que nosotros hay varios tigres. Unos son cachorros. Los demás, que pueden llamarse adolescentes, vienen con la insolencia ávida de la juventud a engañar sus uñas en el enrejado. Y encima el padre, el terrible patriarca, que debe de haber comido hombre muchas veces, y nos contempla con un silencio peor que los rugidos, como si estuviese tramando algo detrás de su aparente calma. ¡Vámonos! No hay por qué seguir aquí.

Debe de pensar lo mismo el chófer, y por esto pone su máquina en movimiento al mismo tiempo que le doy la orden.

A partir de aquí, nuestro camino empieza a ascender con rapidez. Es un continuo zigzag que escala las montañas, y muchas veces resulta invisible algunos metros más allá a causa de las apretadas filas de árboles que orlan sus flancos. Pasamos entre magnolios y palmeras empavesadas con penachos rojos y amarillos. Vemos los árboles que producen el mango y la papaya, admirables frutas tropicales. Continuamos subiendo. El aire es más fresco, y flotan ahora en sus vivas ondas olores de musgo y de pequeñas flores de montaña: un perfume igual al de las cumbres de los Alpes.

Corre el agua bajo bóvedas de lianas. En los recovecos de los barrancos se aglomeran árboles gigantes disputándose el suelo y el aire. Los banianos multiplicadores alinean las columnatas de sus troncos, como edificios ruinosos invadidos en su parte alta por vegetaciones parásitas, y al amparo de ellos ondean los helechos sus plumas temblonas de jugoso verde. Hay árboles de ébano, y las orquídeas asoman sus colores entre las hojas como pájaros inmóviles.

Un entrecruzamiento de lianas y ramajes sólo deja visible el camino a corta distancia. De pronto una sucesión de árboles derribados abre espacios libres, radiantes de luz solar. Luego se restablece la penumbra verdosa, impregnada de olor de pimienta y otros perfumes calientes.

Los montañeses de Ceilán emplean el elefante para sus trabajos agrícolas. Lo vemos ir y venir por algunos campos talados en la selva, llevando sobre su testuz un hombre de carnes cobrizas y calzoncillo blanco que guía sus movimientos. Unas cadenas penden de sus flancos, y a ellas se engancha el arado, que dirige otro indígena igualmente semidesnudo.

Encontramos hermosos mocetones de cabeza rapada, que no tienen el aspecto afeminado de los cingaleses de Colombo. Rezuma agua la montaña por todas sus oquedades. Las rocas parecen temblar a causa del chorreo sutil y claro que barniza incesantemente sus aristas y superficies. Algunos de estos montañeses se bañan junto al camino, hundiendo sus cubos en las fuentes y echándose el líquido por la cabeza. Las señoras que ocupan los automóviles vuelven su cara a otro lado y fingen distracción cuando, al pasar un recodo del camino, tropiezan sus ojos con la desnudez integral de estos Adanes.

Nuestro carruaje tiene que cortar su marcha bruscamente para no estrellarse contra varios elefantes que, terminada su labor, vuelven al establo. Son animales de color pizarra, con rojizas costras de suciedad; bestias de trabajo, con los colmillos cortados, sin el aspecto inteligente de sus congéneres que viven en las ciudades. Al pasar junto a nosotros me fijo en sus orejas, abiertas como abanicos, cuyo interior es de rosa pálido veteado por redes de venas negras.

Nos detenemos en plena subida, junto a la cabaña de un mocetón que debe ser musulmán. No quiere acercarse a su vivienda; nos habla de lejos, a causa de su desnudez. Está junto al tazón rocoso de una fuente, y sus carnes brillan como rojizo cristal debido a los continuos chaparrones que se echa por la cabeza. Dos niños nos ofrecen cocos recién arrancados de la plantación de su choza, y los agujerean con rápida habilidad para que bebamos como refresco el líquido frío y azucarado de su interior.

En lo más alto del camino, un elefante asustadizo nos pone en peligro de morir. Todas las bestias de su especie que hemos encontrado estaban habituadas al automóvil, y pasaron junto a nosotros con cierta alarma, pero sin alterar su marcha, obedeciendo al cornac montado en su testuz. De un campo recién arado sale un elefante que parece joven y menos dócil que los otros. Lleva su conductor sobre la cabeza y le van siguiendo varios labriegos bronceados, con un harapo blanco en las vergüenzas. Como el automóvil tiene que vencer la última parte de una áspera cuesta, jadea angustiosamente, y su ruido asusta al animal. El terror le hace darse vuelta para ocultar su cara, y nos presenta la grupa, reculando sobre nosotros, que estamos al borde de un precipicio.

Yergue su trompa, dando resoplidos de miedo, y al mismo tiempo la emoción le hace levantar la cola, bufando igualmente por debajo de ella. Al peligro de vernos despeñados por su retroceso se une algo cómico y repugnante. Su emoción gaseosa ha pasado a ser sólida, y como su grupa está casi encima de nosotros, tenemos que echarnos al otro lado del vehículo y poner un codo ante la cara, precaviéndonos así de la lluvia con que nos amenaza su terror. Al fin, los gritos de su cornac y los esfuerzos de los otros cingaleses, que se agarran a su trompa y acarician sus patas, consiguen que se decida a pasar lentamente junto al automóvil, continuando su marcha cuesta abajo.

Este animal, que ayuda al cingalés en sus labores, fue su mejor arma de guerra en otros tiempos, antes de que llegasen los portugueses con sus arcabuces. Los reyes de la isla se consideraban poderosos según el número de elefantes, con torres y flecheros, que podían agregar a sus tropas. El primer gobernador portugués de Colombo tuvo que hacer frente a una confederación de monarcas del país, que le atacaron con numerosa tropa de elefantes. Dejó aproximarse el hábil capitán su fila arrolladora, y cuando los tuvo cerca, hizo que los lusitanos disparasen a un tiempo sus armas de fuego, lo que bastó para que se desbandasen, atropellando a las huestes cingalesas que marchaban detrás.

Su miedo al ruido los hizo finalmente inutilizables para la guerra. En las batallas entre príncipes de la India, los guerreros del país acabaron por descubrir que el gruñido del cerdo no puede soportarlo con tranquilidad el elefante, y cuando un monarca hacía avanzar, como si fuese su artillería gruesa, las varias filas de estos animales, llevando el testuz acorazado de bronce y dos enormes cuchillas atadas a sus colmillos, los contrarios lanzaban a su encuentro una piara de cerdos embadurnados de azufre, luego de prenderles fuego, y sus chillidos desesperados bastaban para desordenar a los temibles paquidermos.

Antes de Kandy echamos pie a tierra para pasear por las calles de árboles que forman el Jardín botánico de Peradeniya. Todos describen Ceilán como una selva que surge del mar, siendo tan densa su vegetación que no deja ver el suelo; pero no obstante la riqueza general de esta flora, los jardines de Peradeniya resultan algo aparte, por su exuberancia y su belleza. Se entra en ellos por una avenida de árboles de caucho que ascienden a más de treinta metros. Numerosos colibríes y otros pájaros-joyas aletean en torno a las innumerables variedades de la arborescencia tropical. Los macizos de bambúes llegan a inauditas alturas, y tal es el grueso de estas cañas, que en otro país serían consideradas como árboles respetables. El Dendrocalamus, árbol de la isla, alcanza 40 metros, y los que lo han estudiado afirman que en cierta época del año llega a crecer 90 centímetros en veinticuatro horas.

Llegamos a Kandy, viendo inmediatamente la laguna que existe en el centro de la ciudad y tanto admiran los habitantes de Colombo cuando viven aquí en verano. Un paseo orla sus orillas, y a través de las aguas algo amarillentas vemos pasar, como una procesión de sombras chinescas, grandes bandadas de peces. Más de una vez, a las siluetas ovales y de inquieto coleo se unen largas cintas que flotan como algas. Son culebras acuáticas, que llegan a un desarrollo extraordinario. En la India, el reptil es tan inevitable en la tierra y en el agua como el cuervo en el aire.

Deseamos visitar en seguida el famoso Dalada Maligawa, o sea, el «templo del Diente de Buda». Este monasterio tiene más pinturas que esculturas, lo que resulta poco frecuente en los monumentos budistas. Debieron de existir en Kandy familias de pintores dedicados al arte religioso, que interpretaron las concepciones sobradamente materiales del budismo en decadencia, con su cielo, su infierno, sus milagros y sus reglas supersticiosas, tan alejado todo ello de las primitivas y elevadas doctrinas del fundador. En uno de los claustros enseñan los bonzos una sucesión de frescos tremebundos representando los múltiples castigos de los pecadores en el infierno. Estas pinturas ingenuas nos hacen recordar las del camposanto de Pisa, con la diferencia enorme que existe entre la obra de arte y los balbuceos de una concepción tosca y confusa. Pero en ambas se encuentra la misma emoción religiosa, igual deseo de expresar el más allá de la muerte.

Dentro de un arca que tiene forma de pagoda guardan los bonzos el famoso diente de Buda. En realidad, para llegar hasta él hay que abrir seis arquillas más existentes en su interior, y es en la última donde está el diente, erguido sobre un ramillete de oro.

Cuando Buda murió en Benarés y su cadáver fue quemado, uno de sus discípulos recogió el diente entre las cenizas, llevándoselo al rey de su país. Son incalculables las aventuras por las que pasó esta reliquia extraordinaria y las guerras a que dio motivo. El título de «extraordinaria» no puede ser más exacto, ya que el tal diente tiene una longitud de dos pulgadas y es algo curvo, como un colmillo de caimán. A juzgar por él, Buda debió de ser hombre de cuatro o cinco metros de estatura… Pero conviene olvidar la lógica cuando se trata de asuntos de fe.

Por odio al budismo, los brahmanistas se apoderaron de la reliquia, colocándola sobre un yunque para hacerla polvo. Pero al primer martillazo, en vez de romperse se hundió en el yunque, y sólo años después, cuando lo juzgó oportuno, saltó fuera de su encierro de metal. Una princesa llevó el diente a Ceilán oculto en su cabellera, y desde entonces es considerada la isla como uno de los lugares santos del budismo.

De tarde en tarde, los bonzos del monasterio de Kandy anuncian que el santo diente va ser expuesto a los fieles, y con tal motivo llegan peregrinaciones de toda la isla y hasta de los países del Extremo Oriente fieles al budismo.

En esta festividad, los elefantes desempeñan un papel tan importante como los sacerdotes. Dos filas de dichos animales, cubiertos con gualdrapas de terciopelo rojo, una máscara de plata hasta la mitad de la trompa y un templete de cúpula dorada sobre los lomos, se extienden ante la puerta del monasterio.

Un elefante designado por los sacerdotes, el más precioso a causa de su color blanco, es el que goza el honor de llevar a cuestas la envoltura de la sagrada reliquia. De las diversas cajas que la defienden sólo quedan tres, y éstas son colocadas en el templete del elefante sagrado.

Cuando aparece éste, las dos filas de paquidermos doblan sus patas delanteras y el majestuoso portador del diente pasa ante sus compañeros arrodillados. Luego los elefantes se levantan para unirse a la procesión, y ésta se dirige a las afueras de Kandy, donde se ha elevado como templo provisional una tienda de campaña, de más de ochenta metros cuadrados. Alí se abren las tres últimas arquillas y se expone sobre un altar el ramillete de oro con la reliquia de Buda. Las fiestas duran varios días y el santo recuerdo vuelve otra vez a su encierro, para no resurgir en mucho tiempo.

Antes de la dominación europea, dicha ceremonia se celebraba todos los años, siendo un motivo de gloria y de riqueza para Kandy. Ahora es menos frecuente, y los cingaleses que han pasado por la escuela inglesa y leen los periódicos del país hasta empiezan a dudar un poco de la autenticidad de este hueso.

Parece indiscutible que el primer diente de Buda fue destruido por los portugueses. El arzobispo de Goa no podía dormir tranquilo pensando que en Ceilán, posesión lusitana, los habitantes rendían honores divinos a una reliquia no católica. Esto ocurrió en el siglo XVI, cuando la Inquisición era más poderosa, así en Portugal como en España.

El diente de Buda fue arrebatado a viva fuerza por los soldados portugueses, obedeciendo las órdenes del mencionado arzobispo, a pesar de las súplicas y llantos de la muchedumbre. Luego lo quemaron en la plaza pública y lo machacaron a martillazos, aventando su polvo.

En aquellos tiempos, portugueses y españoles colonizaban así. Fue defecto de la época más que de los pueblos, pues las otras naciones de entonces no procedían con un espíritu de mayor libertad.

La existencia actual del diente de Buda y la continuación de su culto demuestran la poca eficacia de las medidas violentas en asuntos de fe. Cuando los portugueses fueron expulsados de Ceilán, un rey cingalés devolvió a Kandy el diente sagrado. Abundan las explicaciones de dicha restitución. Unos afirman que antes de la llegada de los comisarios del arzobispo habían ocultado el diente los bonzos, colocando en su lugar otro falso. Ciertos sacerdotes maliciosos insinúan que los nababs del país sobornaron al gobernador con una suma enorme para que fingiese la destrucción de la reliquia.

Una mayoría de cingaleses devotos se ríen del arzobispo portugués como de un vencido, y repiten que el diente de Buda nunca pudo ser quemado, nunca pudo ser roto a pesar de los esfuerzos de los inquisidores.

Se salvó milagrosamente, lo mismo que cuando se mantuvo oculto en el yunque, burlándose de los brahmanes, y así continuará existiendo por los siglos de los siglos en su monasterio de Kandy.

Los ingleses se marcharán algún día de la isla, como se marcharon los portugueses y los holandeses; y mientras tanto, la reliquia seguirá inmóvil y adorada dentro de sus siete pagoditas de oro superpuestas.