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La sagrada Benarés

Bañistas casi desnudas en el Ganges.—Frisos lascivos de una pagoda.—Las mujeres en la realidad y como las imaginaron los artistas indostánicos.—El baño de las viudas y sus horribles vecindades.—El Templo de Oro.—La Fuente de la Sabiduría.—Tolerancia religiosa de los fanáticos.—Las bayaderas, que nadie llama aquí bayaderas.—El Templo de los Monos.—Lo que dijo Mark Twain.—El chófer musulmán y sus zapatazos.—Odio religioso explotado por los dominadores.—La obra generosa y difícil de Gandhi.—Tantas Indias como religiones.

Vamos ahora río abajo, frente a la otra mitad de Benarés, que dejamos a nuestra derecha al embarcarnos. Un ghat de piedra blanca tiene llenos de mujeres sus últimos peldaños. Suben y bajan por él otras mujeres, rojas, azules, violetas, según el color de sus velos, yendo unas en busca de la envolvente caricia del Ganges, retirándose otras con la perezosa lentitud que acompaña la salida de un largo baño.

Se agita la muchedumbre femenina lo mismo que un colegio en libertad, rasgando la calma majestuosa del río con sus gritos y risas. Unas matronas de gordura elefantíaca guardan sentadas en los últimos peldaños las ropas de las nadadoras. Éstas descienden por los escalones sumergidos sin otra vestidura que una túnica sutil, que adquiere al mojarse imprudentes transparencias, plegándose a todas las oquedades y curvas del cuerpo, aclarando con tonos sonrosados la carne de suave color canela.

Pasa nuestra barca entre estos grupos de náyades, pero ellas fingen no vernos. La costumbre ha levantado un muro invisible frente al ghat de las mujeres. Ningún varón de su raza puede acercarse a ellas durante el baño sagrado, y por eso ignoran la presencia de otros hombres que, por el privilegio de ser blancos, violan el obstáculo tradicional.

Nuestra embarcación se detiene ante un camino tortuoso, que es en unos tramos sendero y más arriba escalera, ascendiendo entre huertecitas hasta un santuario negruzco. El guía mestizo, bajando los ojos con pudibunda expresión que revela su paso por una escuela inglesa, nos anuncia que este santuario budista depende de la pagoda nepalense y tiene unos relieves muy… curiosos. Los caballeros que deseen verlos pueden seguirle. Las señoras deben quedarse en el buque: prohibida la visita para ellas.

Desciendo de la techumbre del camarote, y de peñasco en peñasco llego a la orilla. Otros viajeros me han seguido, dos gentlemen corpulentos, de rostro grave, que se atreven a esta decisión después de consultar con los ojos a sus esposas. Éstas les despiden murmurando algunas palabras misteriosamente. Adivino lo que dicen. Les dan permiso con la condición de contar a la vuelta lo que vieron.

Caminamos los tres siguiendo al guía, con el mismo encogimiento silencioso de los señores que abandonan su hotel en plena noche detrás de un individuo que les prometió espectáculos interesantes y reprobados. En mitad de la ascensión se une a nosotros una vaquita blanca, salida de una pradera inmediata, con sus breves cuernos laqueados de verde. Este animal sagrado nos acompaña en nuestra visita al santuario y continúa siguiéndonos hasta que lo abandonamos, en nuestro regreso a la orilla del río.

El pequeño templo tiene una techumbre doble en forma de caballete, con remates cornudos, y de sus aleros penden campanillas de bronce que el viento y la humedad han cubierto de óxido verde. Debajo de los aleros hay un friso ancho de madera tallada, dividido en cuadros. Después de varios siglos la madera se ha hecho negra, densamente negra, y sus imágenes parecen esculpidas en hulla… Es lo que el guía prometió enseñarnos.

Nuestros ojos no alcanzan a ver algo interesante en estas tallas lóbregas, pero un hombre ha salido del santuario, un anciano fuerte y hermoso, de pura raza aria, más blanco tal vez que nosotros. Su cráneo calvo, con una aureola de albos cabellos, su barba abundante y aborrascada, una tela ceñida a su cuerpo lo mismo que una toga, le dan cierto parecido con San Pedro tal como aparece en los cuadros de la pintura cristiana. Lleva un largo bambú en la diestra, y cumpliendo automáticamente unas funciones tantas veces repetidas, señala las diversas escenas del friso, mientras el guía sigue declamando sus explicaciones en inglés.

Empezamos a descubrir el significado de las tallas; distinguimos la desnudez inconveniente de sus figuras. Es la historia de un príncipe, no sé si verdadero o mitológico, con varias damas indostánicas, que al principio aparecen convenientemente trajeadas, llevando cestos de flores sobre la cabeza, y algunas casillas más allá sólo conservan las sandalias y el gorro, mostrándose con el majestuoso galán en posiciones que nos convencen, una vez más, de que nada hay nuevo bajo el sol.

Varios chicuelos de las casas inmediatas se han acercado, atraídos por nuestra presencia. Balancea la brisa matinal las campanillas verdosas, sacando de su bronce centenario melodías lejanas y débiles, semejantes a las de un reloj con música. La vaquita de los cuernos verdes muge al sentirse olvidada y olisquea nuestras manos con la esperanza de un regalo. El «San Pedro» indostánico, como si conociese de pronto las preocupaciones pudorosas del mundo occidental, intenta alejar a los muchachos. Les habla, les grita, pero como ellos no pueden comprender tales escrúpulos, siguen contemplando lo que han visto toda su vida, y el guardián desiste de su severidad.

Algunos indígenas, vendedores de fotografías, surgen de las callejuelas inmediatas para ofrecernos sus colecciones que representan las diversas escenas del friso. Noto la diferencia entre el desnudo indostánico tal como aparece en las obras artísticas y como es en la realidad. Hemos visto abajo, minutos antes, las mujeres de Benarés y las peregrinas venidas de lejanas provincias sumergiéndose en el río sin más traje que sus velos mojados y transparentes. Todas son de una delgadez exagerada, de un escurrimiento de formas que apenas respeta un tenue principio de curva en los miembros, lo preciso nada más para que se reconozca su carácter femenino. En las escenas mitológicas de este friso, así como en todas las pinturas y relieves indostánicos, lo mismo las hembras humanas que las diosas y los ángeles femeninos —bailarinas celestes llamadas apsarasas—, todas tienen el busto delgado, mas con redondas protuberancias mamilares, y a partir de la cintura, embebida y estrecha como si la hubiese deformado un corsé, empiezan las curvas de unas caderas soberbias, siendo lo que viene a continuación de una robustez amplificada, pomposa, exuberante. Los poetas indostánicos, siempre que hablan del muslo femenil, lo comparan por su redondez y dureza con la trompa del elefante. Estatuarios y poetas imaginaron indudablemente lo contrario de la realidad visible. También en la antigua Grecia, donde las beldades de ojos negros y cabellera retinta tenían una palidez verdosa, labios de rojo azulado y las puntas de los pechos oscuras, pintaron o policromaron los artistas a las diosas con cabellera rubia.

Volvemos a nuestro barco acompañados por la vaquita de los cuernos verdes. Los chicuelos nos abandonan para seguir al hombre del bambú, que sale al encuentro de otro guía con un grupo de viajeros. Al contemplar el santuario desde abajo, nos arrepentimos de la ruda ascensión, comparando sus fatigas con lo poco que hemos visto.

Según nos alejamos de la ciudad, va tomando la ribera un aspecto más rudo y silvestre. Ya no hay edificios en su lomo. Sólo se ven cabañas aisladas, vertederos de inmundicias, animales muertos, mangas giratorias de cuervos atraídos por la podredumbre. A pesar de esta desolación, se prolongan ante la orilla baja las filas de bañistas. Son hombres de casta inferior, sudras miserables, que únicamente pueden buscar el agua sagrada en este lugar apartado, donde ya no hay brahmanes con las piernas encogidas bajo grandes quitasoles que exijan donativos a los fieles.

Mocetones que parecen hechos de bronce hunden los amplios pectorales en el agua y elevan sus brazos abultados por labores fatigosas. El río, al llegar al final de su curva, se muestra más sucio. Flotan en él muchos bultos negros: cadáveres de animales, tal vez de personas. Un buitre revolotea sobre el cuerpo de un niño, se posa en él, arranca tiras de su costillaje, se aleja engulléndolas, vuelve luego a alcanzarlo, siguiendo la corriente. En este rincón de las castas inferiores deben pulular los caimanes.

Más allá de los sudras, ante los peldaños torcidos de un ghat ruinoso, tornan el baño muchos hombres puestos en cuclillas, extremadamente gordos, de carnes relucientes por la humedad. Lanzan gritos agudos de placer y se mueven cosquilleados por la frialdad del río. Sus amplias espaldas, partidas por una raya vertical, así como los rollizos hemisferios de su continuación, que surgen y se ocultan rítmicamente en el agua, tienen un color rosado de carne femenina a través del velo transparente que se pega a su piel. Todos llevan el cabello muy corto, con una especie de cresta o cepillo en la cúspide del cráneo. Cuando se vuelven, sin mirar a nuestro buque, para hacer los gestos rituales frente al sol, vemos un doble abultamiento colgante sobre su pecho, y más abajo, a través de la tela que parece vidrio flexible, una mancha negra que no continúa.

Son las viudas de Benarés, y únicamente pueden bañarse en este sitio, más allá de los hombres de las castas viles.

La autoridad británica puso fin a la bárbara costumbre de que la viuda se quemase viva en la pira funeral del esposo, pero su existencia presente se prolonga en el más horrible de los olvidos. La viuda muere en vida: ningún hombre se casa con ella, ni busca su trato. Su propia familia y la del muerto no vuelven a acordarse de que existe. Se mantienen en absoluta pobreza, al margen de las otras mujeres, aguardando como una liberación el momento de la muerte. Sólo en días de gran fiesta, como el de hoy, osan bajar al Ganges, lejos, muy lejos de los ghats que ocupa la muchedumbre. Viendo tal abandono se comprende que muchas indostánicas sean partidarias de morir quemadas con el cadáver del esposo. Es una muerte gloriosa, que las libra al mismo tiempo de esta viudez abominable.

Cuando los ingleses suprimieron la horrible tradición, muchas esposas de nababs se rebelaron contra la ley, organizando la ceremonia de su quema. Al celebrarse los funerales de un personaje famoso, llegaban sus diversas esposas procesionalmente a morir en su hoguera, contestando con saludos de artista a los aplausos de la muchedumbre. Aún hoy, de tarde en tarde, en algunas provincias del interior, hay viudas que se arrojan en el brasero del esposo, y cuando viene a enterarse la policía colonial ya es tarde.

Miro con interés y conmiseración a estas pobres jamonas, peinadas en forma de cepillo, que suben y bajan sus abultamientos sonrosados sobre el lomo del Ganges, haciendo chapotear el agua y suspirando nostálgicamente. Por encima de sus cabezas, varios perros hirsutos, con ojos de fiera, siguen la costa fluvial, disputándose las carroñas que abandonó la última crecida. Uno de estos animales trota paralelamente a nuestra barca, llevando en su boca algo que parece de cartón. Es una especie de bacalao enorme y negruzco, y en su parte alta se balancea una bola amarilla y blanca.

El perro costroso y famélico roe su presa, la deja en el suelo, vuelve a tomarla entre sus colmillos, arrastrándola más allá. Al fin nos damos cuenta de que es un costillaje humano con restos de brazos y piernas, un cadáver tal vez de santo brahmán, cuyas partes más apetitosas fueron devoradas por los caimanes y el Ganges abandonó en su orilla al bajar de nivel. La bola es un cráneo, pegado todavía al sólido engranaje de las vértebras, con la blancura del marfil y la suciedad del barro… Y abajo, las viudas, contentas de este día de fiesta y de carnes lavadas, siguen abriendo círculos en el líquido sagrado con el vaivén de sus hemisferios inferiores.

Volvemos hacia Benarés, repelidos por la presencia de otros perros que pelean con los buitres, disputándose la posesión de cadáveres invisibles. Desembarcamos en uno de los ghats centrales y subimos a la ciudad, perdiendo de vista el río. Volvemos a internarnos en las calles sin vehículos, donde sólo circulan animales sagrados, muchas veces pequeños búfalos de blanda y torcida giba.

Vamos en busca de los famosos templos de Benarés. Un devoto indostánico necesitaría meses para visitarlos todos. Creo que existen en la ciudad y sus arrabales unos cinco mil, con veinte mil sacerdotes y siervos del culto. Estos templos más bien son santuarios por su pequeñez. Sus muros de piedra están cubiertos de esculturas y tallas, pero las múltiples labores resultan poco visibles, por estar embadurnados aquellos con un color litúrgico, rojo sangre. Todos tienen un pórtico sostenido por columnas y una flecha final dorada o blanca.

La muchedumbre es todavía más numerosa en las calles que al empezar la mañana. Caminan graciosamente las mujeres, envueltas en velos que transparentan aros de plata y bronce en brazos y tobillos, así como las joyas de pedrería que adornan su pecho. Las más llevan sobre la cabeza grandes platos de metal con montones de flores dedicadas a las divinidades. Un perfume de sándalo y de jazmín sigue sus pasos.

En estas callejuelas estrechas como pasillos, los balcones de las casas avanzan hasta tocarse. Debajo de sus saledizos toda puerta sirve de escaparate a un comercio. Como las muchedumbres devotas venidas en peregrinación necesitan llevarse un objeto que les recuerde la ciudad santa, los tenderos viven prósperamente. Es un comercio que recuerda el de los árabes en Las mil y una noches. Pequeñas tiendas de zapatería sirven de punto de reunión a los ociosos. Abundan los imagineros, con sus dioses de múltiples brazos alineados en los anaqueles. Los vendedores de telas extienden ante sus puertas un empavesado multicolor de velos, túnicas y alfombras. Mujeres y niños ofrecen coronas de flores para los dioses.

Todas las callejuelas huelen a jazmín, a pimienta, a almizcle, a sándalo, a lugar húmedo donde nunca llega el sol, y esparcen al mismo tiempo un hedor de letrina. Sin embargo, su enlosado igual y sin aceras está limpio. No se ven montones de basura ni animales muertos, como ocurriría seguramente si Benarés fuese una ciudad musulmana. Su carácter hinduista se revela también en la abundancia de mujeres, todas con el rostro descubierto, ligeras de ropa, hablando y riendo en plena calle.

Vamos al templo donde está la piedra de Shiva, fetiche tal vez de los remotos habitantes de la jungla salvaje. Lo llaman los peregrinos «Templo de Oro» porque se yergue sobre él una flecha piramidal recubierta de placas doradas.

Dicho templo, relativamente pequeño, es célebre en toda la India. Una muchedumbre se estruja en la plazoleta abierta ante su entrada principal. Los hombres que la componen inspiran cierta inquietud al extranjero, a causa de sus carnes tatuadas y los signos de color sangriento pintados en la frente. Todo devoto que consigue penetrar en el mencionado templo y cumple los ritos sagrados ante la piedra-ídolo va después de su muerte a Kailas, el paraíso brahmánico. Así se explica el apresuramiento de las turbas creyentes. Para hacer más grande la confusión, vacas y búfalos sagrados se entretienen, con insolente tenacidad, en entrar y salir a través del gentío, oprimiéndolo contra los muros.

En un vasto corral cerrado por columnatas vemos los establos de otras bestias cornudas y santas, las cuales se mantienen majestuosamente aparte de los ruidos de la fiesta. Cerca hay un pozo de escasa profundidad, cuya agua dormida y verdosa exhala fétido olor. Los peregrinos, después de contemplar la piedra de Shiva, se agolpan aquí, disputándose el repugnante líquido que un brahmán les ofrece en vaso de plata a cambio de dinero. Este pozo, llamado «Fuente de la Sabiduría» se formó, según la leyenda, cuando las divinidades del olimpo indostánico se disputaban la posesión del brebaje de la Inmortalidad. Para resolver la querella, Shiva se apoderó de la enorme copa, apurándola de un trago, pero dejó escapar en su precipitación algunas gotas del prodigioso líquido, y éstas cayeron sobre la tierra, llenando la cisterna de Benarés. Un poco más lejos hay otro pozo, llamado Manikarnika, cuya agua, no menos hedionda, proviene del lavado de las imágenes de los templos vecinos. Con frecuencia llega una procesión llevando su ídolo en un palanquín, y los fieles lo rocían con el agua del mencionado pozo, bebiéndola después ávidamente.

Esta muchedumbre de ojos agresivos y emblemas sangrientos en el rostro muestra, sin embargo, una admirable tolerancia religiosa. Misioneros americanos y británicos, conocedores de la lengua indostana, predican muchas veces en la plazoleta del «Templo de Oro» para propagar el cristianismo. Insultan la idolatría, maldicen a Shiva, se esfuerzan por demostrar la falsedad de las tradiciones religiosas de Benarés. Los indos les escuchan con silenciosa atención; algunos permanecen inmóviles horas enteras para que no les tachen de descorteses con el extranjero, y finalmente, entran todos en el templo para adorar la piedra de Shiva.

Con esta gente dulce, tolerante, respetuosa —dice un obispo anglicano conocedor del país—, resulta imposible obtener una sola conversión.

Hacemos alto ante otro templo, pintado interiormente de rojo. La piedra de sus muros, labrada con la minuciosidad de la arquitectura indostánica en forma de cupulitas, figurillas y lianas, resulta uniforme bajo esta costra que parece de sangre seca. Entra en él una procesión de peregrinos, todos con ropas cortas y turbante de color azafrán, apoyándose en varas que tienen una calabaza en su remate. Los sacerdotes salen a recibirles, conduciéndolos luego ante un altar de cuatro frentes en el centro del santuario. No podemos ver más. La muchedumbre que circula apretadamente por el callejón, pegándose a los muros para dejar paso a las vacas sagradas, nos impide permanecer ante las puertas de los templos.

Un personaje sacerdotal viene a ofrecernos el balcón de su casa. Es de madera, semejante a los miradores turcos, y desde él podemos abarcar con la vista los patios interiores de varios santuarios y el río de cabezas que discurre incesantemente por la callejuela. Se reconoce a los judíos indostánicos por sus gorritos negros y redondos. Varios faquires mendicantes agitan campanillas, cadenas, tridentes, y entonan cánticos sagrados para implorar la limosna de los devotos. Ascienden sobre las terrazas, cortando la atmósfera intensamente azul, numerosas flechas de templos, blancas y doradas. Pasean por sus aleros pavos reales con la cola abierta, loros saltones, tropas de monos, que parecen dueños de todas las techumbres de la ciudad.

Nos van enseñando, entre las mujeres que pasan, a las servidoras de los templos o bayaderas, las cuales se dan a conocer por ciertos detalles de su vestimenta.

Este título de «bayadera» usado por los europeos no es indostánico. Se debe a los portugueses, que tantos nombres crearon para designar cosas y personas de Asia. Al ver, en sus primeros avances por la India, a las bailarinas de las pagodas, las llamaron balhadeiras, y de ahí la designación europea de bayaderas. El nombre indostánico verdadero es devadasi, que significa «esclava de los dioses». Así como las divinidades indostánicas tienen en sus cielos tropas domésticas de apsarasas o ángeles femeninos, los brahmanes, siguiendo tal ejemplo, crearon para el servicio de sus pagodas a las devadasi.

Todo indostánico puede consagrar una de sus hijas al servicio divino; pero hasta hace pocos años esto pesaba como obligación imprescriptible sobre la clase de los tejedores. No había en dicho oficio quien se librase de entregar a los brahmanes su quinta hija, y si tenía menos de cinco, la más joven. Nos parece ahora irritante este honor triste y cruel; pero oportuno es recordar que, hace menos de un siglo, las familias ricas y nobles de los países católicos todavía destinaban una o varias de sus hijas a la vida religiosa, sin pedirles consentimiento, sin preocuparse de si tenían o no vocación para la vida claustral.

No son tan numerosas las bayaderas como en otros tiempos, pero aún reciben la misma educación desde su infancia, ejercitándose en el baile, el canto, los juegos mímicos, la lectura de los libros sagrados y el arte de escribir. En algunas regiones de la India ejercen la prostitución con un carácter sacerdotal, entregando parte de su producto al templo de que dependen. Sus hijos quedan en él como músicos y sus hijas las suceden en su profesión.

Las devadasi de la India meridional tienen la tez muy oscura y la frotan con azafrán para aclararla, lo que no aumenta los encantos de su cuerpo bronceado. Las del norte, más famosas, por pertenecer casi todas a la raza blanca, son las que crearon el renombre misterioso de la bayadera, tan agrandado y desfigurado por la poesía.

Salimos al caer la tarde del centro de la ciudad, para correr sus suburbios.

Aquí encontramos calles más anchas, mejor dicho, caminos polvorientos orlados de pequeños edificios, y podemos montar en automóvil para ir al templo de la Fuente de Durga, llamado también «Templo de los Monos» a causa de las numerosas bandas de estos animales que viven en sus techumbres.

Resulta enorme, comparado con los santuarios del viejo Benarés. Los constructores pudieron esparcirse aquí en amplios terrenos, y el templo y sus patios tienen además, como murallas defensivas, cuatro alas de edificios que ocupan los sacerdotes.

Subimos a las terrazas de este cuadrilátero que rodea el santuario de la diosa. No sentimos deseo alguno de penetrar en la residencia de la terrible mujer de Shiva. Sabemos que su culto consiste en el degüello de cabras para que su sangre corra por las baldosas. Preferimos pasear entre los monos, viendo de arriba abajo los patios y el vestíbulo, donde están en cuclillas varios sacerdotes. Algunas cabras blancas, de cuernos en espiral, balan y corretean, sin presentir cuál será su suerte al día siguiente.

Una niña como de doce años, gorda, descocada, casi desnuda, se entretiene en cabalgar a estas cabras, una tras otra, azuzándolas con gritos y golpes para que troten. Es de raza blanca; lleva al aire sus abultadas pantorrillas de ambarino color, y una camisa recogida entre los muslos, su única vestimenta, se entreabre sobre el busto, dejando ver un pecho carnoso, en el cual la pubertad no ha hinchado aún los suaves abultamientos del sexo. Por debajo del turbante blanco asoma su rostro mofletudo, con ojos negros y crueles. Debe ser hija de alguno de estos sacerdotes de cabeza rapada y vestiduras color de azafrán que contemplan sonriendo sus juegos varoniles.

Los monos de las terrazas acaparan nuestra atención. Se aproximan chillando y tendiendo sus manos de palmas violáceas. Antes de subir hemos comprado en la puerta del templo varios cucuruchos de papel llenos de maíz tostado, manjar predilecto de estos animales, cortos de piernas, rechonchos, con una pelambrera rojiza. Son innumerables; trepan por los muros; marchan balanceándose como beodos sobre el filo de las balaustradas. Las hembras dejan de espulgar a sus pequeñuelos para venir igualmente hacia nosotros, atraídas por el maíz.

Abajo continúan sonando los gritos de la niña gorda y sus violentas cabalgadas a lomos de los pobres animales, que se resisten a tal deporte. Mi guía me habla, otra vez con los ojos bajos, sobre la identidad de esta amazona ruidosa. No pertenece al sexo que yo me imagino. Es un muchacho rollizo, al que miman los sacerdotes, dejándole hacer cuanto quiere… ¡Ah!

Uno de estos personajes ha subido a la terraza para darnos explicaciones sobre el templo y la divinidad sanguinaria que lo habita. Alguien le ha hecho saber mi profesión, y me habla en una mezcla ininteligible de inglés e indostano. Al mismo tiempo pretende abarcar con los movimientos de sus brazos todo el templo rojo y sus dependencias, que van tomando un color de naranja bajo el sol poniente.

Sólo puedo entender dos palabras que repite con tenacidad y suenan en mis oídos: «Mark Twain…». ¿Qué puede hacer aquí el famoso humorista americano?… Mi intérprete aclara al fin lo que viene repitiendo con tanta insistencia el brahmán.

—Dice que a usted le interesará saber que míster Mark Twain estuvo aquí, y después de un largo examen declaró que todo estaba en regla.

Hago que me repitan la incomprensible noticia, y el brahmán obedece, sin añadir nada nuevo. Al fin desisto de pedir nuevas aclaraciones. ¡Ah, burlón serio y glacial!… ¿Qué es lo que estaba en regla?… ¿Los sacerdotes de la diosa?… ¿Los monos de los tejados?… ¿El gordinflón de equívoco sexo que hace trotar a las cabras antes de que las degüellen?…

Ha empezado el anochecer. Volvemos a la parte inglesa de Benarés, donde están los hoteles europeos y el campamento de las tropas. En los caminos polvorientos nos cruzamos con muchos carritos indígenas, de los que tiran bueyes pequeños como asnos. Sus conductores ocupan una de las varas, con las piernas colgantes.

Al atravesar un arrabal, algunos chicuelos hinduistas arrojan una piedra contra la caja del automóvil. Es un accidente insignificante; lo mismo o peor ocurre con frecuencia en los caminos de Europa. Pero nuestro chófer, mahometano joven y arrogante, de tez color canela, ojos ardientes, bigote erguido y batallador, no lo cree así. Parece orgulloso de su turbante verde y del apéndice franjeado que le cae sobre la nuca. Se adivina que debe ocultar en su faja un puñal curvo. Apenas oye la pedrada, detiene el vehículo y se echa abajo del pescante. ¡Atreverse unos brahmanistas a tal insolencia con un musulmán!…

Empieza a distribuir bofetadas entre los muchachos y éstos huyen despavoridos, gritando y llorando. Salen hombres medio desnudos de las casas inmediatas. Son hinduistas altos, enjutos, con sólo un lienzo blanco anudado a sus caderas y la cabeza esquilada. Miran con curiosidad, sin decir una palabra; pero el mahometano, previsoramente, por si pudiera ocurrírseles el agredirle, se quita uno de sus zapatos, con gruesa suela de madera, y empieza a repartir golpes igualmente entre los hombres.

Creo necesario bajar del automóvil, temiendo por la suerte de este chófer que sólo conozco desde la mañana. Lo van a matar. ¡Son tantos contra él!… Con gran asombro veo que los hinduistas vuelven las espaldas y acaban por meterse en sus casas, perseguidos por los zapatazos del compatriota musulmán. El chofer vuelve a su vehículo sonriendo como un triunfador, y reanudamos la marcha.

Ésta es la India. Unos miles de ingleses bastan para dominar a más de trescientos millones de indígenas. Las diferentes religiones del país, escrupulosamente respetadas por aquellos, mantienen su autoridad.

En vano el generoso Gandhi (un San Francisco de Asís indostánico) viene sufriendo y esforzándose por unir las voluntades de todos sus compatriotas en una acción común. Los brahmanistas son 218 millones, y los musulmanes indostánicos 67 millones nada más. Pero el musulmán, hombre de cuchillo y de venganza, aficionado a la guerra, predispuesto a la vida de soldado, compensa con su audacia agresiva esta inferioridad numérica.

Si musulmanes y brahmanistas olvidasen sus odios religiosos, se verían obligados los ingleses a retirarse de la India, tal vez sin disparar un tiro, vencidos por la resistencia pasiva de centenares de millones de seres. Pero apenas se inicia una tregua religiosa y los indostánicos de diversos ritos parecen entenderse, al abrir los musulmanes, una mañana, cualquiera de sus mezquitas, la encuentran profanada por huesos de cerdo arrojados en su interior, y esto basta para que se echen inmediatamente a la calle a matar brahmanistas. Otras veces son los adoradores de Shiva los que sienten la tentación de atacar a los musulmanes si los ven inferiores en número.

De todos modos, el que lleva turbante mahometano se cree infinitamente superior a sus compatriotas de cabeza rapada y no vacila en agredirlos, uno contra doce, como mi chófer de Benarés.

La unidad de la India es hasta ahora una vana expresión geográfica. Existen tantas Indias como religiones. Y las religiones son los grupos humanos que más difícilmente llegan a entenderse para marchar juntos.